El mismo día, Coban resucitado, Coban en peligro de muerte, la ecuación de Zoran explicada o perdida para siempre. Las multitudes más obtusas comprendieron que algo fabulosamente importante para ellas se estaba jugando cerca del Polo Sur, en el interior de un hombre que la muerte retenía de la mano.

—Traten de comprender lo que pasa en el interior de este hombre. El tejido de sus pulmones está quemado, en parte destruido. Para que pueda volver a respirar normalmente, a sobrevivir, y vivir, es necesario que lo que le queda de ese tejido regenere lo que ya no existe. Él duerme todavía. Comenzó a dormir hace 900.000 años y continúa. Pero la carne de su cuerpo está despierta, y se defiende. Y si él estuviese despierto, eso no cambiaría las cosas. No podría hacer nada más. No es él quien manda. Su cuerpo no lo necesita. Las células del tejido pulmonar, las maravillosas pequeñas usinas vivientes están fabricando a toda velocidad nuevas usinas que se les asemejan, para reemplazar a aquellas que el frío o la llama han destruido. Al mismo tiempo, hacen su trabajo ordinario, múltiple, increíblemente complejo, en los dominios químicos, físicos, electrónicos, vitales. Ellas reciben, eligen, trasforman, destruyen, retienen, rechazan, reservan, dosifican, obedecen, ordenan, coordinan con una seguridad y una inteligencia pasmosa. Cada una de ellas sabe más que mil ingenieros, médicos y arquitectos. Son las células comunes de un cuerpo viviente. Nosotros estamos construidos por eso, millares de misterios, millares de complejos microscópicos obstinados en su tarea fantásticamente complicada. ¿Quién las manda a esas maravillosas pequeñas células? ¿Es usted Vignont?

—¡Oh!, señor…

—No las de Coban, Vignont, sino las suyas. Las de vuestro hígado, ¿es usted quien les ordena hacer su trabajo de hígado?

—No, señor.

—¿Entonces, quién las manda? ¿Quién les ordena hacer lo que tienen que hacer? ¿Quién las ha construido como era necesario para que ellas puedan hacerlo? ¿Quién las ha puesto cada una en su lugar, en vuestro hígado, en vuestro pequeño cerebro, en la retina de vuestros ojos? ¿Quién? ¡Conteste, Vignont, conteste!

—No lo sé, señor.

—¿No sabe?

—No, señor.

—Yo tampoco Vignont. ¿Y qué sabe aparte de eso?

—Estee…

—No sabe nada, Vignont…

—No, señor.

—Dígame «no sé nada».

—No sé nada, señor.

—¡Bravo! Mire a los otros, se ríen, hacen burla, creen saber alguna cosa. ¿Qué saben Vignont?

—No sé, señor.

—No saben nada, Vignont. ¿Qué dibujo hay en el pizarrón, lo reconoce usted?

—Sí, señor.

—¿Qué es? Dígales.

—Es la ecuación de Zoban, señor.

—Escúchelos reír, esos idiotas, porque se ha equivocado con una consonante. ¿Cree que saben más que usted? ¿Cree que la saben leer?

—No señor.

—Y sin embargo se sienten orgullosos de sí mismos, se ríen, hacen burla, se creen inteligentes, lo toman a usted por un idiota.

—¿Es usted idiota Vignont?

—Me importa un comino, señor.

—Muy bien, Vignont. Pero no es cierto. Usted está inquieto. Se dice: «puede que sea idiota». Yo lo tranquilizo: ¡No es idiota! Está hecho de las mismas pequeñas células que el hombre cuyo pulmón está sangrando en el punto 612, exactamente las mismas con las cuales estaba hecho Zoran, el hombre que encontró la clave del campo universal. Millares de pequeñas células inteligentes en sumo grado. Exactamente las mismas que las mías, señor Vignont, y las mías son catedráticas en filosofía. ¿Se da cuenta de que usted no es un idiota?

Ahí tiene, ese es el idiota: Julio Jaime Ardillon, el primero desde el sexto grado, ¡gran cabeza! Cree que sabe algo, cree que es inteligente. ¿Usted es inteligente, señor Ardillon?

—Bueno… yo…

—Sí, lo piensa. Usted cree que yo bromeo y que en realidad pienso que usted es inteligente. No, señor Ardillon, creo y sé que es idiota. ¿Sabe leer la ecuación de Zoran?

—No, señor.

—Y si supiese leerla, ¿sabría lo que significa?

—Creo que sí, señor.

—¡Usted cree!… ¡Usted cree!… ¡Qué suerte! ¡Es un Ardillon pensante! Tendría en el bolsillo la clave del universo, la clave del bien y del mal, la llave de la vida y de la muerte. ¿Qué haría usted, señor Ardillon pensante?

—Estee…

—Ahí está, señor Ardillon, ahí está…

—General, ¿oyó las noticias?

—Sí, señor presidente.

—Este… ¿Co… cómo?

—Coban… Coban, lo han despertado.

—Lo han despertado.

—¿Quizá vayan a poder salvarlo?

—Puede ser…

—¡Están locos!

—Están locos…

—¿Este chirimbolo de ecuación, usted comprende algo?

—Yo, usted sabe las ecuaciones…

—¡Aun en el C. N. R. S. no la comprenden!

—¡Nada!…

—¡Pero es peor que la Bomba!

—Peor…

—Por otro lado, quizá tenga algo de bueno…

—Puede ser…

—Pero aun esto bueno, también puede tener algo de malo.

—Malo, malo…

—¡Piense en la China!

—Pienso en ella.

—¡Póngase en su lugar!

—Es un poco grande…

—¡Haga un esfuerzo! ¿Qué pensaría usted? Pensaría: Otra vez son estos cochinos de Blancos que van a poner la mano sobre este trasto. En el momento que los íbamos a igualar, quizá pasarlos, van a tener nuevamente mil años de ventaja. No debe ser. No tiene que ser. «Eso es lo que pensaría si usted fuera a la China».

—Evidentemente… ¿Cree que van a sabotear?

—Sabotear, quitar, atacar, masacrar, no sé nada. Quizá nada. ¿Cómo saber con los chinos?

—Como saber…

—¿Cómo, como saber? Es su profesión, la de saber. Usted dirige los S.R. Los S.R. son los servicios de información. ¡Nos olvidamos demasiado!

—¡Usted es el primero! ¡Vigile a la China, general! ¡Vigile a la China! Es de ahí que vendrá…

La fuerza internacional aeronaval estacionada al norte de la Tierra Adelaida se desplegó en las tres dimensiones en forma de escudo, y quedó en estado de alerta veinticuatro horas sobre veinticuatro.

Tenía ojos en el aire y por encima del aire, y oídos hasta el fondo del océano.

Cuando los ojos de Eléa vieron de nuevo, el presidente Lokan estaba de pie en el centro de la imagen. A la izquierda, en el borde de la vista del ojo izquierdo, se encontraba Coban que miraba a Lokan y lo escuchaba. Y a la derecha, la mitad de la cara de Paikan se inclinaba hacia ella.

Lokan parecía sumergido en cansancio y pesimismo.

—Han tomado todas las ciudades del Centro —decía—, y Gonda 7 hasta la Segunda Profundidad… Nada los para. Matamos, matamos, sus pérdidas son fantásticas… Pero su número es inimaginable… Llegan olas y olas sin cesar… Ahora, todas sus fuerzas convergen hacia Gonda 7, para destruir el Consejo y la Universidad y hacia el Arma Solar para impedirle de ser lanzada. Hemos hecho saltar todas las avenidas que llevan hacia el Arma, pero cavan por todos lados, por millones su pequeño túnel. No puedo acelerar el despegue. Sinceramente, no puedo decir si conseguiremos detenerlos por suficiente tiempo, o si llegarán al Arma antes de que haya sido disparada.

—¡Lo deseo! —dijo Coban—. ¡Si tenemos que ser destruidos, por lo menos que el resto viva! ¿Quiénes somos nosotros para condenar a muerte a la Tierra entera?

—Usted es pesimista, Coban, no será tan terrible…

—¡Será peor que todo lo que se imagina, y usted bien lo sabe!…

—Ya no sé nada, no imagino nada, ya no pienso nada. He hecho lo que tenía que hacer como responsable de Gondawa, y ahora nadie puede parar, ni saber lo que va a pasar… Estoy extenuado…

—¡Es el peso de la Tierra muerta que lo aplasta!

—¡Es fácil decirlo, Coban! Son fáciles las bellas frases cuando uno está lejos de la acción… Cuídese bien, Coban, ellos acaban de lanzar un nuevo ejército sobre Gonda 7. Nos van a atacar con furor. No puedo hacer nada por usted, tengo necesidad de todos los refuerzos de que dispongo. Usted tiene su guardia…

—Está en pleno combate —dijo Coban—. Nosotros los mantenemos.

—Adiós, Coban, yo…

Lokan desapareció. No era sino una imagen. Coban se colocó en el centro de la visión y se acercó a Eléa. Hizo una señal a alguien que ella no veía.

—Escuche, Eléa, si me oye, no esté asustada —dijo—. Vamos a hacerle beber un líquido de paz, que hará dormir no solamente su espíritu, sino cada parcela de su cuerpo, a fin de que ni una célula se estremezca cuando el frío la tome.

—Estoy cerca tuyo —dijo Paikan.

El cuerpo de Eléa sintió que le introducían un tubo flexible en la boca, la garganta y el estómago y que le hacían fluir un líquido. Su rebelión fue tal que le devolvieron la conciencia. Retomó el conocimiento. Quiso sentarse y protestar, pero de repente ya no tuvo más necesidad de ello. Ella estaba bien, todo estaba bien. Maravillosamente. No tenía ni ganas de hablar. No era necesario. Cada uno debía comprenderla como ella comprendía a cada cual y todo.

—¿Se siente bien? —preguntó Coban.

Ella ni lo miró. Sabía que él sabía.

—Se va a dormir, totalmente, muy suavemente. No será un sueño largo. Aun si duerme durante algunos siglos, no será más largo que una noche.

—Una noche, una dulce noche de sueño, de reposo…

—¿Has oído? Nada más que una noche… Y cuando te despiertes yo estaré muerto desde hace tanto tiempo que ya no tendrás pena… Estoy contigo. Estoy cerca de ti.

—Desnúdela y lávela —dijo Coban a sus asistentes.

Paikan rugió.

—¡No la toquen!

Él se inclinó sobre ella y le quitó los jirones de vestimenta que todavía le quedaban. Luego derramó sobre ella agua tibia, la lavó suavemente, con las precauciones de una madre hacia su recién nacido. Ella sentía sobre su persona las manos amadas, estaba feliz.

—Paikan, soy tuya, dormir…

Veía toda la sala alrededor suyo, estrecha, de techo bajo, con una pared de oro convexa, perforada por una puerta redonda. Ella oía el ruido de la batalla que se acercaba en el espesor de la tierra. Todo eso estaba bien. La imagen ensangrentada del jefe de los guardias apareció. Había perdido su casco y la mitad de la piel de la cabeza. El hueso sangraba.

—Han perforado la Tercera Profundidad… Están subiendo hacia el Refugio…

—¡Defienda el Refugio! ¡Traiga de vuelta todas sus fuerzas alrededor de él! ¡Abandone todo el resto!

El guardia verde y rojo desapareció. La tierra temblaba.

—Paikan, llévela, venga conmigo.

—Ven, Eléa, ven, te llevo, estás en mis brazos. Soy yo quien te lleva. Vas a dormir. Estoy contigo.

Ella no quería dormir, no todavía, no completamente, todo era suave alrededor suyo, todo estaba bien en los brazos de Paikan…

En sus brazos bajó una escalera de oro y franqueó una puerta igualmente de oro. Todavía algunos escalones.

—Acuéstela aquí, la cabeza hacia mí —dijo Coban—. Los brazos sobre el pecho. Bien… Escuche Moissov, ¿me oye usted?

—Lo oigo.

—Mándeme la imagen de Gonda 1. Quiero estar informado hasta el final.

—Se la envío.

La bóveda del Refugio se volvió una llanura inmensa. Del cielo de fuego caían guerreros rojos. En su multitud vertical el choque de las armas de defensa cavaban enormes agujeros, pero del cielo surgían otros y otros y otros. Llegados al suelo eran barridos por los fuegos cruzados de las armas enterradas, los nuevos cadáveres iban a reunirse con la multitud danzante de los muertos sacudidos sin cesar por el choque de las armas. Los sobrevivientes se hundían inmediatamente en el suelo, de cuclillas en el asiento que les abría un Pasaje.

El suelo se defendía, explotaba, se levantaba en abanicos, proyectaba entre los desechos de su propia carne a sus agresores dislocados.

Eléa pensaba que todo eso estaba bien. Todo estaba maravillosamente bien… bien… bien…

—Se está durmiendo —dijo Coban—. Le voy a poner la máscara. Dígale adiós.

Ella vio la llanura abrirse de una punta a la otra del horizonte, rechazando hacia sus bordes los montones de muertos y de vivos con las rocas y la tierra. Una maravillosa y gigantesca flor de metal y de vidrio surgió de la tierra abierta y subió hasta el cielo. El ejército que caía desde las nubes fue apartado y rechazado como polvo. La flor fantástica se elevó y se abrió, desplegó alrededor suyo pétalos de todos los colores, descubriendo su centro, su corazón más trasparente que el agua más clara. Ella llenaba el cielo, en el cual continuaba subiendo y comenzaba a girar despacito, luego ligero, ligero, de más en más rápidamente… Estaba maravillosamente bien, estoy bien, bien. Me voy a dormir.

El rostro de Paikan borró la flor y el cielo. Él la miraba. Era hermoso. Paikan. No hay más que él.

—Soy de Paikan.

—Eléa… Soy tuyo… Vas a dormir… Estoy contigo…

Ella cerró los ojos y sintió la máscara posarse sobre su cara. El tubo respiratorio se apoyó sobre sus labios, los abrió y entró en su boca. Oyó entonces la voz de Paikan…

—¡No se la doy, Coban! ¡Se la he traído, pero no se la doy! ¡No es suya! No será nunca suya… Eléa, mi vida, sé paciente… Nada más que una noche… Estoy contigo por toda la eternidad.

Ella no oyó nada más. No sintió nada más. Su conciencia estaba sumergida, sus sentidos se anularon. Su subconsciente se hundió. Ella no fue más que una bruma luminosa, dorada, liviana, sin forma y sin fronteras que se apagó…

Eléa se había quitado el círculo de oro. La mirada fija perdida en el infinito, más allá del presente, silenciosa, como una estatua de piedra, ofrecía un rostro de una fuerza trágica tal, que nadie se animaba a moverse, decir una palabra, romper el silencio con una tos o un crujir de silla.

Fue Simon el que se levantó. Se colocó tras ella, puso las manos sobre sus hombros y le dijo suavemente:

—Eléa…

Ella no se movió. Él repitió:

—Eléa…

Simon sintió los hombros estremecerse bajo sus manos.

—Eléa, venga…

La calidez de su voz, el calor de sus manos atravesaron las fronteras del horror.

—A descansar…

Ella se levantó, se volvió hacia él y lo miró como si fuera el único ser viviente entre los muertos… Él le tendió las manos. Ella miró esa mano tendida, titubeó un instante, luego puso en ella la suya… Una mano… La única mano del mundo, el único auxilio.

Simon cerró lentamente sus dedos alrededor de la palma colocada en la suya, luego se puso a caminar y se llevó a Eléa.

De la mano, bajaron del podio, atravesaron juntos la sala, su silencio y sus miradas. Henckel, sentado en la última fila, se levantó y les abrió la puerta.

En cuanto hubieron salido, las voces se elevaron, la algarabía llenó la sala, las discusiones nacieron en todos los rincones.

Cada uno había reconocido en las últimas imágenes la escena que había sido trasmitida a Simon cuando se encasquetó el círculo receptor. Y cada uno adivinaba lo que debía haber pasado después: Paikan saliendo del Refugio, Coban bebiendo el licor de la paz, desvistiéndose y acostándose sobre su zócalo, bajando sobre su cara la máscara de oro, el Refugio cerrándose, el motor del frío poniéndose a funcionar.

Durante ese tiempo el Arma Solar, siguiendo su curso aéreo, alcanzaba el cenit de Enisorai y entraba en acción ¿Cuál había sido exactamente su efecto? No se podían hacer más que conjeturas. «Como si el Sol mismo se posara sobre Enisorai…», había dicho Coban. Sin duda un rayo de una temperatura fantástica, fundiendo la tierra y las rocas, licuando los montes y las ciudades, socavando el continente hasta sus raíces, cortándolo en trozos, tomándolo, dándolo vuelta como una carreta de infierno, y sumergiéndolo en las aguas.

Y lo que había temido Coban se había producido: el choque había sido tan violento que había repercutido sobre toda la masa de la Tierra. Ésta había perdido el equilibrio de su rotación y se enloqueció como un trompo derribado, antes de volver a encontrar un nuevo equilibrio sobre bases distintas. Sus cambios de giro habían rajado la corteza, provocado en todas partes sismos y erupciones, proyectado fuera de sus fosas oceánicas las aguas inertes cuya masa fantástica había sumergido y devastado las tierras. Había que ver, sin duda, en este acontecimiento el origen del mito del diluvio que se encuentra hoy en día, en las tradiciones de los pueblos en todas partes del mundo. Las aguas se habían retirado, pero no en todos lados. Gondawa se encontraba colocada, por el nuevo equilibrio de la Tierra, alrededor del nuevo Polo Sur. El hielo había embargado e inmovilizado a las aguas del ras de marea que barrían el continente. Y, sobre esa explanada, los años, los siglos, los milenios habían acumulado fantásticos espesores de nieve trasformados a su vez en hielo por su propio peso.

Eso, Coban lo había previsto. Su refugio debía abrirse cuando las circunstancias hubieran hecho que la vida en la superficie, fuera nuevamente posible. El motor del frío debía detenerse, la máscara debía devolver la respiración y el calor a los dos yacentes, la perforadora abrirles un camino hacia el aire y el sol. Pero las circunstancias nunca se habían vuelto favorables. El Refugio se quedó como una semilla perdida en el fondo del frío, y no hubiera germinado nunca sino por obra de la casualidad y la curiosidad de los exploradores.

Hoover se levantó.

—Propongo —dijo—, que rindamos homenaje, en una declaración solemne, a la intuición, la inteligencia y la obstinación de nuestros amigos de las Expediciones Polares Francesas, que han sabido no solamente interpretar los datos inhabituales de sus sondas y sacar las conclusiones que ustedes saben, sino también sacudir la indiferencia y la inercia de las naciones hasta que se unieran y nos enviaran aquí.

La asamblea se levantó y aprobó a Hoover con aclamaciones.

—También —dijo Leonova—, hay que rendir homenaje al genio de Coban y a su pesimismo que, conjugados, le han hecho construir un refugio a prueba de la eternidad.

—O.K., hermanita —contestó Hoover—. Pero fue demasiado pesimista. Fue Lokan quien tenía razón. El Arma Solar no ha destruido toda la vida terrestre. ¡Puesto que estamos aquí! Ha habido sobrevivientes vegetales, animales, hombres. Sin duda muy pocos, pero era suficiente para que todo volviera a comenzar. Las casas, las fábricas, los motores, la energía en botella, todos los benditos chirimbolos de los cuales vivían habían sido destrozados, aniquilados. ¡Los sobrevivientes cayeron de traste en la tierra! ¡Completamente desnudos! ¿Cuántos eran? Quizá algunas docenas, dispersados en los cinco continentes. ¡Más desnudos que los gusanos porque ya no sabían hacer nada! Tenían manos que no sabían utilizar ¿Qué sé hacer yo con mis manos, señor Hoover, cabezón? ¿Además de encender mi cigarrillo y pegarles en el trasero a las chicas? Nada. Cero. Si tuviera que agarrar un conejo corriendo para poder comer, ¿ve qué cuadro sería? ¿Qué haría si estuviese en el lugar de los sobrevivientes? Comería insectos y frutas cuando fuera la estación de ellas, y animales muertos cuando tuviera la suerte de encontrarlos. Eso es lo que han hecho. A eso han caído. Más abajo que los hombres primitivos que habían comenzado todo antes de ellos, más abajo que los animales. Con su civilización desaparecida, se han encontrado como caracoles a los cuales un pillete hubiera roto y arrancado la caparazón para ver cómo están hechos por dentro. Mire, caracoles deben haber consumido bastantes, eso es más fácil. Espero que hubiera muchos caracoles. ¿A usted le gustan los caracoles, hermanita? Han vuelto a empezar desde el peldaño más bajo de la escalera, y han vuelto a hacer toda la subida, se han caído a mitad de camino y han comenzado otra vez, y vuelto a caer, y obstinados y testarudos, la cabeza erguida, volvían a recomenzar a subir, y yo iré hacia arriba, ¡y más alto aún! ¡Hasta las estrellas! ¡Y así están! ¡Helos aquí! ¡Somos nosotros! Han repoblado el mundo, y son tan idiotas como antes, aprontándose para hacer volar de nuevo el boliche. ¿No es lindo eso? ¡Ese es el hombre!

Fue un gran día de exaltación y de sol.

Afuera, en la superficie, la velocidad del viento había bajado a su mínima, no más de ciento veinte kilómetros por hora, con momentos de calma casi total, inverosímiles, de benignidad inesperada. Desencadenaba sus furores muy alto en el cielo, lo limpiaba de la más pequeña nube, de la más ínfima pizca de bruma, lo hacía brillar de un azul intenso, todo nuevo, alegre. Y la nieve y el hielo estaban casi tan azules como él.

En la Sala del Consejo, la asamblea hervía. Leonova había propuesto a los sabios de prestar el juramento solemne de consagrar sus vidas a luchar contra la guerra y la estupidez, y sus más feroces formas, la estupidez política y la estupidez nacionalista.

—Abrázame, hermanita roja —había dicho Hoover.

Y agreguemos, la estupidez ideológica.

Y la había apretado contra su panza. Ella había llorado. Los sabios, de pie, los brazos extendidos, habían jurado en todos los idiomas, y la Traductora había multiplicado sus juramentos.

Hoi-To entonces había puesto a sus colegas al corriente de los trabajos del equipo que integraba Lukos, y que trazaba el relevamiento fotográfico de los textos grabados en la pared del Refugio. Acababa de terminar el relevamiento de un texto descubierto desde el primer día, cuyo título había encontrado y traducido: «Tratado de las leyes Universales», y que parecía ser la explicación de la ecuación de Zoran. Frente a su importancia, Lukos iba a encargarse él mismo de proyectar los dos clisés fotográficos en la pantalla analizadora de la Traductora.

Era una noticia de extraordinaria importancia. Aun si Coban sucumbía, se podía esperar comprender algún día el Tratado y descifrar la ecuación.

Heath se levantó y pidió la palabra.

—Soy inglés —dijo—, y feliz de serlo. Pienso que no sería completamente un hombre si no fuera inglés.

Hubo risas y unos abucheos.

Heath continuó sin sonreír:

—Ciertos continentales piensan que consideramos a todos los que no han nacido en la isla Inglaterra como monos apenas bajados del cocotero. Los que piensan así exageran… ligeramente…

Esta vez las risas dominaron el ambiente.

—Es porque soy inglés, feliz de haber nacido en la isla Inglaterra, que puedo permitirme de haceros la propuesta siguiente: escribamos, nosotros también, un tratado, o mejor dicho una declaración de la Ley Universal. La ley del hombre universal. Sin demagogia, sin bla-bla, como dicen los franceses, sin palabras huecas, sin frases majestuosas. Está la Declaración de la O.N.U.. No es más que mierda solemne. Todo el mundo se ríe de ella. No hay un hombre entre cien mil que conozca su existencia. Nuestra Declaración deberá golpear el corazón de todos los hombres vivientes. No tendrá más que un párrafo, quizá una frase. Habrá que buscar bien, para poner las menos palabras posibles. Dirá simplemente algo así: «Yo, hombre, soy inglés o patagónico y feliz de serlo, pero soy ante todo un hombre vivo, no quiero matar, y no quiero que me maten. Rechazo la guerra, sea cuales fueran sus razones». Eso es todo.

Se volvió a sentar y llenó su pipa con tabaco holandés.

—¡Viva Inglaterra! —gritó Hoover.

Los sabios reían, se abrazaban, se palmeaban la espalda.

Evoli, el físico italiano sollozaba. Henckel, el alemán metódico, propuso nombrar una comisión encargada de redactar el texto de la Declaración del Hombre Universal.

En el momento en que las voces comenzaban a proponer nombres, la de Labeau surgió de todos los difusores.

Anunciaba que los pulmones de Coban habían cesado de sangrar. El hombre estaba muy débil y todavía inconsciente, su corazón latiendo irregularmente, pero ahora se podía esperar salvarlo.

Era verdaderamente un gran día. Hoover le preguntó a Hoi-To, si sabía dentro de cuánto tiempo Lukos habría terminado de inyectar en la Traductora, las fotos del Tratado de las Leyes Universales.

—Dentro de algunas horas —dijo Hoi-To.

—Entonces dentro de algunas horas, podremos saber, en diecisiete idiomas diferentes, lo que significa la ecuación de Zoran.

—No lo creo —contestó Hoi-To esbozando una sonrisa—. Conoceremos el texto de enlace, el raciocinio y el comentario, pero el significado de los símbolos matemáticos y físicos se nos escapará, como se le escapa a la Traductora. Sin la ayuda de Coban, se necesitaría un cierto tiempo para volver a encontrar el sentido. Pero evidentemente se llegaría, y sin duda, bastante pronto, gracias a los ordenadores.

—Propongo —dijo Hoover—, de anunciar por Trio que daremos mañana una comunicación al mundo entero. Y de prevenir a las universidades y centros de investigación, que tendrán que registrar un largo texto científico del cual trasmitiremos las imágenes en inglés y francés, con los símbolos originales en lengua gonda. Esta difusión general de un tratado que conduce a la comprensión de la ecuación de Zoran hará, de un solo golpe, imposible la exclusividad de su conocimiento. Se habrá vuelto, en algunos instantes, el bien común de todos los investigadores del mundo entero. En ese mismo momento, desaparecerán las amenazas de destrucción y de secuestro que pesan sobre Coban, y podremos invitar a esa repugnante asamblea de chatarra militar flotante y volante que nos vigila, so pretexto de protegernos, a dispersarse y volverse a sus lares.

La propuesta de Hoover fue adoptada por aclamación. Fue un día grande, una larga jornada sin noche y sin nubes, con un sol dorado que paseaba su optimismo todo alrededor del horizonte. A la hora en que se eclipsaba detrás de la montaña de hielo, los sabios y los técnicos prolongaron su euforia en el bar y en el restaurante de EPI 2. La provisión de champagne y de vodka de la base, mermó esa noche seriamente.

Y el scotch y el bourbon, el aquavita y el schlivovitz derramaron su ración de optimismo en la caldera borboteante de la alegría general.

—Hermanita —dijo Hoover a Leonova—, soy un enorme solterón asqueroso, y usted es un horrible cerebro marxista flacuchón… No le diré que la amo porque sería abominablemente ridículo. Pero si aceptara ser mi mujer, le prometo perder mi panza y que llegaría hasta el extremo de leer «El Capital».

—Es usted odioso —dijo Leonova sollozando sobre su hombro—, usted es atroz…

Ella había bebido champagne. No tenía costumbre de hacerlo.

Simon no se había sumado a la alegría general. Había acompañado a Eléa hasta la enfermería y se había quedado con ella. Al entrar al cuarto, ella se había dirigido derecho a la comida-máquina, había tocado ligeramente tres teclas blancas, y obtenido una esférula de un rojo sangre que había ingerido en seguida, acompañándola con un vaso de agua. Luego, con su indiferencia habitual a la presencia ajena, se había desvestido, y completamente desnuda, se había dedicado a su toilette, y se había acostado en la misma forma, ya medio dormida, sin duda bajo el efecto de la esférula roja. Desde que se sacó el círculo de oro, Eléa no pronunció ninguna palabra.

La enfermera había seguido el último episodio del recuerdo, en la Sala de Conferencias. La miró con lástima. El rostro de la joven mujer dormida, quedaba petrificado en una gravedad trágica que parecía más allá de todos los sufrimientos…

—Pobrecita, —dijo la enfermera—. Sería mejor que le pusiese su pijama. Corre el riesgo de enfriarse.

—No la toque, duerme, está en paz —contestó Simon a media voz—. Tápela bien, y vigílela. Yo voy a dormir un poco, a media noche me haré cargo de la guardia. Despiérteme…

Reguló el termostato para aumentar ligeramente la temperatura del cuarto, y se acostó todo vestido sobre su estrecha cama. Pero en cuanto cerró los ojos, las imágenes comenzaron a desfilar bajo sus párpados. Eléa y Paikan. Eléa desnuda, el cielo de fuego, el entrevero de soldados muertos, Eléa desnuda, Eléa sin Paikan, el suelo destrozado, la llanura partida, el Arma en el cielo, Eléa, Eléa…

Se levantó bruscamente, consciente de que no se podría dormir. ¿Somnífero? La comida-máquina estaba allí, sobre la mesita, al alcance de su mano. Tocó ligeramente las tres teclas blancas. El cajón se abrió, ofreciéndole una esférula roja.

La enfermera con desaprobación lo miraba proceder.

—¿Va a comer eso? ¡Puede ser que sea veneno!

No respondió. Si era veneno Eléa lo había tomado, y si Eléa se moría, él ya no tendría deseos de vivir. Pero no creía que fuese veneno. Tomó la esférula entre el índice y el pulgar y se la puso en la boca. Estalló bajo sus dientes como una cereza sin carozo. Le pareció que todo el interior de su boca, de su nariz, de su garganta estaban salpicados con una suavidad ofensiva. No era dulce de gusto, no tenía ningún gusto, era como terciopelo líquido, era un contacto, una sensación de una suavidad infinita, que se expandía y penetraba en el interior de su carne, atravesaba las mejillas y el cuello para llegar hasta la piel, invadía el interior de su cabeza, y cuando la tragó, le bajó por todo el cuerpo y lo colmó. Se volvió a acostar suavemente. No estaba con sueño. Le parecía que podría caminar hasta el Himalaya y escalarlo a brincos.

La enfermera lo sacudió:

—¡Doctor! ¡Pronto! ¡Levántese pronto!

—¿Qué? ¿Qué pasa?

Miró el reloj luminoso. Marcaba las 23 horas 17 minutos.

—¡Yo le había dicho que era veneno! ¡Beba esto rápido!

—Él rechazó el vaso que le tendía. Nunca se había sentido tan bien, eufórico, descansando como si hubiese dormido diez horas.

—Entonces, si no es veneno, ¿qué le pasa a ella?

—Eléa, Eléa.

Se había despertado, los ojos completamente abiertos, la mirada fija, las mandíbulas crispadas. Accesos bruscos de temblores le sacudían todo el cuerpo, Simon la destapó y le tocó los músculos de los brazos y de los muslos. Estaban crispados, tensos, atenazados. Le pasó la mano frente a los ojos que no parpadearon. Encontró su pulso con dificultad bajo los músculos endurecidos de la muñeca. Lo sintió fuerte, acelerado.

—¿Qué es, doctor? ¿Qué tiene?

—Nada —dijo con dulzura Simon, volviendo a subirle las cobijas—. Nada… Más que desesperación…

—Pobrecita… ¿Qué podríamos hacer?

—Nada —contestó Simon—, nada…

Había conservado la mano helada de Eléa entre las suyas. Se puso a acariciarla, a masajearla suavemente, a masajear el brazo endurecido subiendo hasta el hombro.

—Lo voy a ayudar —dijo la enfermera.

Dio la vuelta de la cama, y tomó la otra mano de Eléa. El brazo de ésta tuvo un sobresalto de regresión.

—Déjela. Déjela conmigo. Déjenos. Vaya a dormir a su cuarto…

—¿Está seguro?

—Sí… Déjenos…

La enfermera juntó sus pertenencias y salió lanzando a Simon una larga mirada sospechosa. Él no se apercibió de ello. Contemplaba a Eléa, su rostro petrificado, sus ojos fijos, en los cuales la luz brillaba sobre dos lagos de lágrimas inmóviles.

—Eléa… —dijo con voz muy queda—, Eléa… Eléa… Estoy con usted…

Pensó bruscamente que no era su voz la que oía sino la voz extraña de la Traductora… La voz de él, que le llegaba por el otro oído, no era más que un ruido confuso, extraño, que su atención se esforzaba en eliminar.

Con precaución, le quitó el audífono de la oreja. Su micro-emisora había quedado enganchada a su ropa colocada en la silla. Se sacó el suyo, pinchado al pullover y lo metió en el fondo de su bolsillo. Ahora no había más máquina, más voz ajena entre ella y él.

—Eléa… Estoy con usted… sólo con usted… por la primera vez… quizá la última… Y usted no me comprende… Entonces se lo puedo decir… Eléa mi amor… mi bienamada… te quiero… mi amor, amor… quisiera estar cerca tuyo… sobre ti… en ti suavemente… tranquilizarte, calentarte y calmarte, consolarte, te quiero… no soy más que un bárbaro… un salvaje atrasado como animales y pasto y árbol… no te tendré jamás pero te amo te amo… Eléa, mi amor… eres bella tú eres el pájaro, la fruta, la flor, el viento del cielo, nunca te tendré… lo sé…, pero te amo…

Las palabras de Simon se posaban sobre ella, sobre su cara, sus brazos, sus senos desnudados, se posaban sobre ella como pétalos tibios, como una nieve de calor. Sentía en su mano la de ella que se suavizaba, veía su cara ya no tensa, su pecho levantarse más pausadamente, más profundamente. Vio sus párpados bajarse muy lentamente sobre los ojos trágicos, y las lágrimas por fin fluir.

—Eléa, Eléa, mi amor… vuelve del mal… vuelve del dolor… vuelve, la vida está acá, te quiero…, eres bella, nada hay más bello que tú… el niño desnudo, la nube… el color, la cervatilla… la ola, la hoja… la rosa que se abre… el olor de la pesca y de todo el mar… Nada es tan hermoso como tú… el sol de primavera sobre nuestras margaritas silvestres… el cachorro de león… las frutas redondas, las frutas maduras al sol, las frutas tibias del sol… nada es tan hermoso como tú, Eléa, Eléa, mi amor, mi bienamada…

Sintió la mano de Eléa estrechar la suya, vio su otra mano levantarse, posarse sobre la sábana, tocarlo, agarrarlo y con un gesto inhabitual, con un gesto increíble, traerlo hacía ella y cubrir sus senos desnudos.

Él calló.

Ella habló.

Dijo en francés:

—Simon, te comprendo…

Hubo un corto silencio. Luego agregó:

—Soy de Paikan…

De sus ojos cerrados, las lágrimas continuaban corriendo.

Tú me comprendes, tú habías comprendido, quizá no todas las palabras, pero las suficientes para saber cuánto, cuánto te amaba. Te amo, amor, amor, esas palabras no tienen sentido en tu idioma, pero tú las habías comprendido, sabías lo que querían decir, lo que yo te quería decir, y si no te habían traído el olvido y la paz, te habían dado, llevado, posado sobre ti bastante calor para permitirte llorar.

Habías comprendido. ¿Cómo era posible? Yo no había contado, ninguno de nosotros había contado con las facultades excepcionales de tu inteligencia. Nos creemos en la cumbre del progreso humano, ¡somos los más evolucionados!, ¡los más agudos!, ¡los más capaces! El brillante resultado extremo de la evolución. Después de nosotros, puede ser, que haya, que haya sin duda algo mejor, pero antes de nosotros, vamos, ¡no es posible! A pesar de todas las realizaciones de Gondawa que tú nos habías mostrado, no nos podía venir al espíritu que ustedes fuesen superiores. Su éxito no podía ser sino accidental. Ustedes nos eran inferiores porque estaban antes.

Esta convicción de que el ser humano en cuanto a especie se mejora con el tiempo, viene sin duda de una confusión inconsciente con el hombre en cuanto individuo. El hombre es primero un niño antes de ser un adulto. Nosotros, hombres de hoy, somos adultos, los que vivían antes que nosotros no podían ser sino niños.

Pero sería quizá bueno, sería quizá el momento de preguntarse si la perfección no está en la infancia, si el adulto no es sino un niño que ya ha comenzado a pudrirse…

Ustedes, en las infancias del hombre, ustedes nuevos, ustedes puros, ustedes no gastados, no cansados, no destrozados, no estragados, no agobiados, ustedes, ¿qué no podrían hacer con su inteligencia?

Desde hacía semanas escuchabas por un oído las frases del idioma desconocido, el mío, por mi voz que te hablaba todo el día de la mañana a la noche cerca en cuanto no dormías y aun cuando dormías, Porque las palabras que te decía eran una manera de estar contigo, más cerca de ti, mi amor, mi bienamada.

Y por el otro oído escuchabas las mismas frases traducidas, el sentido de esas palabras te llegaba sin cesar al mismo tiempo que las palabras, y tu maravillosa inteligencia consciente, subconsciente, no lo sé, comparaba, clasificaba, traducía, comprendía. Tú me comprendías…

Yo también, yo también mi amor, había comprendido y sabía…

Tú eras de Paikan…

Lukos había terminado. La Traductora había tragado, asimilado y traducido en diecisiete idiomas distintos el texto del Tratado de Zoran. Pero, obedeciendo a los impulsos dados por Lukos por decisión del Consejo, guardaba las traducciones en su memoria, para imprimirlas o difundirlas más tarde, cuando se le pidiera. Solamente había inscripto en un film magnético las imágenes de las traducciones inglesa y francesa. Los filmes esperaban en un armario el momento de la difusión mundial.

La hora se acercaba. Los periodistas pidieron visitar a la Traductora para poder describir a sus lectores y oyentes la maravilla que había descifrado los secretos de la más vieja ciencia humana. En ausencia de Lukos, que continuaba dentro del Huevo con Hoi-To, el relevamiento fotográfico de los textos grabados, fue su adjunto el ingeniero Mourad, que los guió en los meandros de la máquina. Hoover había querido acompañarlos, y Leonova acompañaba a Hoover. Por momentos, él tomaba su mano menuda en la suya enorme, o bien era ella quien enganchaba sus frágiles dedos en los enormes dedos. Y avanzaban así, de la mano, como dos amantes de Gondawa.

—Aquí está —dijo Mourad— el dispositivo que permite inscribir las imágenes sobre los films. Sobre esta pantalla las líneas de los textos aparecen en caracteres luminosos. Esta cámara TV los ve, los analiza y los trasforma en señales electromagnéticas que inscribe sobre un film. Como ustedes ven, es muy simple, es el viejo sistema del magnetoscopio. Lo que es menos sencillo, es la manera como se las arregla la Traductora para fabricar los caracteres luminosos. Es…

Como Mourad no hablaba más que el turco y el japonés, Hoover había distribuido a los periodistas unos audífonos, para permitirle a cada uno oír las explicaciones en su propio idioma. Y Louis Deville oyó en francés:… es… ¡mierda! ¿Qué es?

En un centésimo de segundo admiró que la Traductora tuviese un conocimiento tan íntimo del idioma francés, y resolvió preguntarle a Mourad cuál era el término turco correspondiente. Debía ser sonoro y pintoresco. Un segundo más tarde, ya no pensaba más en esas futilidades. Veía a Mourad hablarle al oído a Hoover, Hoover hacerle señas de que no comprendía, Mourad tirarle de la manga y mostrarle algo detrás de la cámara registradora TV. Alguna cosa que Hoover comprendió en seguida y que los periodistas más cercanos, que miraban al mismo tiempo que él, no comprendían.

Hoover se volvió hacia ellos.

—Señores, tengo necesidad de hablar en privado con el ingeniero Mourad. No lo puedo hacer sino por intermedio de la Traductora. No deseo que oigan nuestra conversación. Les ruego entregarme sus audífonos, y tengan a bien salir de la habitación.

Fue una explosión de protestas, una tormenta verbal en el seno de la reina del verbo. ¿Cortar la fuente de información justo en el momento en que quizá se produjera algo sensacional? ¡Ni pensarlo! ¡Jamás en la vida! ¿Por quiénes nos tomarían?

Hoover se puso violeta de furor. Vociferó:

—¡Ustedes me hacen perder tiempo! ¡Cada segundo tiene a lo mejor una importancia fantástica! ¡Si me siguen discutiendo, los embarco en un jet y los mando todos de vuelta a Sydney! ¡Devuélvanme eso!

Tendió las manos ahuecadas.

Por el estado en que estaba, él, el bonachón, comprendieron que el asunto era grave.

—Les prometo tenerlos al corriente, en cuanto sepa.

Desfilaron todos frente a él y le entregaron las conchas multicolores todavía tibias del calor de sus cabezas. Leonova cerró la puerta sobre el último, y se volvió vivamente hacia Hoover.

—¿Qué es? ¿Qué pasa?

Los dos hombres ya estaban inclinados sobre las entrañas de la cámara y discutían rápidamente en términos técnicos.

—¡Sabotaje! —dijo Hoover—. ¡La cámara ha sido toqueteada! ¿Ve este hilo ahí?, no es el del magnetoscopio. ¡Ha sido agregado!…

Adherido al del magnetoscopio, se confundía con él, y el hilo clandestino penetraba al mismo tiempo que el otro, en el agujero del tabique metálico.

Pronto Mourad destornilló cuatro tornillos de cabeza cruzada, y tiró hacia él la placa de aluminio pulido. Las entrañas del magnetoscopio aparecieron. Vieron en seguida el objeto insólito: una valija de tamaño mediano, en imitación de cuero, banal, color tabaco. El hilo suplementario entraba y otro salía de ésta, subía en un rincón, perforaba el techo, se juntaba, sin duda, por algún artificio astuto, a una masa metálica exterior que debía servir de antena.

—¿Qué? —preguntó Leonova, lamentando no ser más que una antropóloga ignorante de todas las técnicas.

—Una emisora —dijo Hoover.

Estaban abriendo la valija. Ésta reveló un admirable dispositivo de circuitos, de tubos y de semiconductores. No era una emisora común de radio, sino una verdadera estación emisora de televisión, una obra maestra de miniaturización.

Con un golpe de vista, Hoover reconoció las piezas japonesas, checas, alemanas, americanas, francesas, y admiraba a pesar suyo la extraordinaria disposición que había hecho caber en tan poco espacio una eficacia semejante. El hombre que había confeccionado esta emisora era un genio. No la había conectado sobre el circuito eléctrico general. Una pila y un trasformador le daban la potencia necesaria. Eso limitaba su duración y su alcance. No debía poder ser captado más allá de un radio de un millar de kilómetros.

Hoover explicó todo eso rápidamente a Leonova. Probó la pila. Estaba casi vacía. La emisora ya había funcionado. Incontestablemente ésta había expedido hacia un receptor situado sobre el continente ártico, o cerca de sus costas, las imágenes de la traducción inglesa o francesa, o quizá de las dos.

Era absurdo. ¿Por qué procurarse clandestinamente traducciones, puesto que iban a ser difundidas en el mundo entero, dentro de algunas horas?

La lógica conducía a una respuesta aterradora:

Si un grupo o una nación esperaba asegurarse la exclusividad de la ecuación de Zoran, él o ella debía hacer lo posible, para impedir que quien fuese, llegara a conocer el tratado de las Leyes Universales o cualquier otra explicación de la fórmula. Para eso, quienes habían instalado la emisora, y expedido hacia lo desconocido las imágenes del tratado debían igualmente, y de inmediato destruir los films magnéticos sobre los cuales el texto grabado había sido registrado; destruir el texto grabado mismo; destruir las memorias de la Traductora que guardaba las diecisiete traducciones.

Y matar a Coban.

—¡Santo Dios! —dijo Hoover—. ¿Dónde están los films?

Mourad los condujo rápidamente hacia la Sala de los archivos, abrió un armario de aluminio, agarró una de esas cajas en forma de galleta que desde la invención del cinematógrafo sirven de receptáculo y de depósito para los films de toda clase, y que son voluminosas, incómodas, ridículas, pero que no han sido nunca mejoradas. Tuvo, como se tiene siempre, mucha dificultad en abrirla, se rompió una uña, maldijo en turco, y dijo más malas palabras una segunda vez cuando consiguió abrirla y vio el contenido: era una papilla barrosa de donde salían fumarolas.

Habían volcado ácido en todas las cajas. Films originales y magnéticos no eran más que una pasta maloliente que empezaba a chorrear por todos los agujeros de las cajas, cuyo metal había sido también atacado por el ácido y destruido.

—¡En nombre de Dios! —dijo Hoover una vez más en francés.

Prefería blasfemar en francés. Su conciencia de protestante americano se sentía menos molesta.

—¿Las memorias? ¿Dónde están las memorias de esta puta máquina?

Era un largo corredor de treinta metros, cuya pared de la derecha era de hielo afelpado y el de la izquierda constituido por una reja metálica en la cual cada malla tenía la dimensión de un diezmilésimo de milímetro. Cada cruce era una célula de memoria. Había diez millones de billones. Esta realización de la técnica electrónica, a pesar de su capacidad prodigiosa, no era sin embargo más que un grano de arena al lado de un cerebro vivo. Su superioridad sobre el vivo era la velocidad. Pero su capacidad era lo finito al lado de lo infinito.

Al entrar, del primer golpe de vista descubrieron las incongruencias que habían sido agregadas a la obra maestra.

Cuatro discos, bastante parecidos a las cajas de guardar los films. Cuatro minas iguales a las que defendían la entrada de la Esfera. Cuatro monstruosos horrores aplicados contra el tabique metálico, sujetos a él por su campo magnético, y que lo iban a pulverizar con toda la Traductora, si se trataba de arrancarlos, o quizá simplemente acercarse a ellos.

—¡En nombre de Dios, en nombre de Dios! —dijo Hoover.

—¿Tiene usted un revólver?

Se dirigía a Mourad.

—No.

—¡Leonova, déle el suyo!

—Pero…

—¡Déselo! ¡Carajo! ¿Usted cree que es el momento de discutir?

—Leonova tendió su arma a Mourad.

—Cierre la puerta —dijo Hoover—. ¡Quédese delante, no deje entrar a nadie, y si insisten, tire!

—¿Y si esto estalla? —preguntó Mourad.

—¡Y bueno, estallará usted con todo! ¡No será el único!…

—¿Dónde está ese idiota de Lukos?

—En el Huevo.

—Ven, hermanita…

La arrastró con la velocidad del viento que soplaba afuera. La tormenta se había declarado en el momento en que el sol estaba más alto en el horizonte. Nubes verdes lo habían tragado, luego el cielo. El viento se rasgaba contra todos los obstáculos, atrancaba la nieve del suelo para mezclarla a la que traía, y fabricar con ellas una escofina afilada, cortante. Se llevaba los desechos, las inmundicias, los cajones abandonados, los toneles llenos y vacíos, las antenas, los jeeps, arrasaba con todo.

El guardián de la puerta les impidió salir. Aventurarse afuera sin protección, era morir. El viento los iba a enceguecer, asfixiar, romper, llevar, hacerlos rodar hasta el final del frío y del blanco mortífero.

Hoover le arrancó al hombre su bonete y se lo hundió sobre la cabeza a Leonova, le sacó los anteojos, guantes, anorak, y envolvió a la delgada joven muchacha, la empujó sobre una plataforma eléctrica cargada de toneles de cerveza, y apuntó su revólver al guardián.

—¡Abra!

El hombre, estupefacto, apoyó sobre el botón de abertura. La puerta se desplazó. El viento lanzó un clamor de nieve remolineante hasta el fondo del corredor. La plataforma paciente y lenta entró en la tormenta.

—¡Pero usted no está protegido! —gritó la voz aguda de Leonova.

—Yo —tronó la voz de Hoover en la tormenta—, tengo mi panza.

Delante de ellos y detrás, todo era blanco. Todo blanco, a la izquierda, a la derecha, delante, abajo, encima. La plataforma se hundía en un océano blanco que se desplazaba aullando como mil automóviles de carrera. Hoover sintió la nieve plantificársele sobre las mejillas, petrificarle las orejas y la nariz. El edificio del ascensor estaba a treinta metros justo enfrente. Treinta veces el tiempo de perderse y de dejarse barrer por las fauces del viento. Había que mantener la plataforma sobre una trayectoria rectilínea. Él no pensó más que en eso, olvidó sus mejillas y su nariz, la piel de su cráneo que empezaba a helarse bajo el pelo encasquetado de hielo. Treinta metros. El viento venía de la derecha y debía desviarlos. Hoover se afirmó contra viento y pensó de golpe que el aceite de su revólver iba a congelarse y lo encasquillaría por muchas horas.

—¡Aférrese a la dirección! ¡Con las dos manos! ¡Ya está! ¡No se desvíe ni un milímetro! ¡Sujete fuerte!

Tomó con sus dos manos desnudas ya sin sensibilidad, las manos en guantadas de Leonova, las cerró sobre la barra de la dirección, encontró, palpando, el revólver en el estuche colgado de su cintura, lo sacó, consiguió abrir el cierre relámpago de su bragueta. Una horda de lobos le mordió el vientre. Introdujo el arma en su slip, quiso volver a cerrarlo la corredera del cierre escapó de sus dedos entumecidos, la nieve bloqueó los eslabones, entró por la abertura. El frío alcanzó sus muslos, su sexo, hasta el arma que había querido cobijar en la parte más caliente de su persona. Se estrechó contra Leonova, la apretó contra su vientre, como defensa, como obstáculo, como escudo contra la tormenta. Rodeó a la muchacha con sus brazos, y puso las manos sobre las suyas alrededor de la barra de dirección. El viento trataba de arrancarlos de su trayectoria para tirarlos a lo lejos quién sabe dónde, lejos de todo. Lejos de todo, no eran kilómetros. Algunos metros bastaban para perderlos fuera del mundo, en la tormenta sin morada, sin límite, sin punto de referencia, cuyo paroxismo estaba en todos lados. Podían congelarse a diez pasos de una puerta.

La del edificio del ascensor quedaba aún invisible. Sin embargo estaba ahí, muy cerca, delante, oculta por el espesor de la nieve iracunda. ¿O no habían acertado y la plataforma estaba derivándose hacia el desierto mortal que comenzaba a cada paso?

Hoover tuvo de golpe la certidumbre de que habían dejado atrás su objetivo, y que si continuaban, tan poco como fuese, estaban perdidos. Pesó sobre las manos de Leonova y frenó a fondo, faz al viento.

El viento de frente se coló bajo la plataforma y la levantó. Los toneles de cerveza y la panza de Hoover la tiraron nuevamente al suelo. Leonova, enloquecida, largó la barra. Se sintió arrastrada y gritó. Hoover la apretó y la pegó contra él. La plataforma abandonada a sí misma hizo una vuelta en redondo, con la parte trasera al viento. Dos barriles de cerveza eyectados desaparecieron rondando en la tormenta blanca. El viento hundió sus hombros bajo el vehículo desamparado, lo levantó de nuevo y lo volteó. Hoover rodó sobre el hielo sin soltar a Leonova. Un barril de cerveza pasó a pocos centímetros de su cráneo. La plataforma volcada, desplazada, llevada, se fue como una hoja. El viento hizo rodar a Hoover y Leonova prendida de él. Chocaron brutalmente contra un obstáculo que resonó. Era una gran superficie roja vertical. Era la puerta del edificio del ascensor…

El ascensor estaba calefaccionado. La nieve y el hielo adheridos a los pliegues de su ropa se fundían. Leonova se sacó los guantes. Sus manos estaban tibias. Hoover soplaba sobre las suyas. Pero éstas quedaban inmóviles, lívidas. No sentía tampoco sus orejas ni su nariz. Y dentro de unos minutos había que actuar. No se sentía capaz de ello.

—Dése vuelta —dijo él.

—¿Por qué?

—¡Dése vuelta, gran Dios! ¡Siempre tiene que discutir! Ella se sonrojó de furia, estuvo a punto de rehusarse, luego obedeció apretando los dientes. Él también le dio la espalda, consiguió hundir sus dos manos dentro del slip, y aprisionar el revólver entre sus palmas y sacarlo para afuera. Se le escapó y cayó. Leonova tuvo un sobresalto.

Empujó hacia adentro los faldones de su camisa, agarró la corredera del cierre entre sus dos índices. Sabía que lo tenía apresado, pero no lo sentía. Tiró hacia arriba. Se le escapó. Volvió a comenzar, dos veces, diez veces, subiendo cada vez algunos eslabones más del cierre. Tuvo por fin un aspecto más presentable. Miró el indicador de bajada. Estaban a menos de 980. Estaban por llegar.

—Levante el revólver —dijo— yo no puedo.

Ella se volvió hacia él, inquieta.

—¿Sus manos…?

—¡Después veremos mis manos! ¡No tenemos tiempo!… Levante ese chirimbolo… ¿Sabe usarlo?

—¿Por quién me toma usted?

Manejaba el arma con soltura. Era una pistola de grueso calibre a repetición, un arma de asesino profesional.

—Sáquele el seguro.

—¿Usted cree que…?

—No creo nada… Temo… Todo dependerá quizá de una décima de segundo.

El ascensor frenó al llegar a los tres últimos metros y se paró. La puerta se abrió.

Eran Heath y Shanga que estaban de guardianes de las minas. Miraron estupefactos salir de la cabina a Hoover empapado, hirsuto, llevando al final de sus brazos las manos como paquetes inertes, y Leonova blandiendo una enorme pistola negra.

—¿What's the matter? —preguntó Heath.

—¡No hay tiempo…! ¡Denme con la sala pronto!

Heath había recuperado su flema. Llamó a la sala de recuperación.

—Mr. Hoover y Miss Leonova want to come in…

—¡Esperen! —gritó Hoover.

Trató de tomar el combinado, pero su mano no era más que un paquete de algodón y el instrumento se le escapó. Leonova lo tomó y se lo tuvo sujeto frente a sus labios.

—¡Aló! Acá Hoover. ¿Quién me oye?

—Moissov escucha —respondió una voz en francés.

—¡Conteste! ¿Vive Coban?

—¡Sí! Vive. Claro.

—¡No lo pierda más de vista! ¡Vigile a todo el mundo! ¡Que cada cual vigile a su vecino! ¡Vigile a Coban! ¡Alguien lo va a matar!…

—Pero…

—No puedo confiar en usted solo. Páseme a Forster.

—El señor Hoover y la señorita Leonova quieren entrar.

Repitió su grito de alarma a Forster, luego a Labeau.

A cada uno le repetía:

—¡Alguien va a matar a Coban! No deje acercarse a nadie, ¡no importa quién sea!

Agregó:

—¿Qué está pasando en el Huevo? ¿Qué ve usted en la pantalla de vigilancia?

—Nada —dijo Labeau.

—¿Nada? ¿Cómo nada?

—La cámara está averiada.

—¿Averiada? ¡Pucha digo! ¡Abra las minas! ¡Pronto!

Leonova devolvió el receptor a Heath. El guiño rojo se apagó. El campo de minas estaba desconectado. Pero Hoover desconfiaba. Levantó la rodilla y le tendió su bota a Shanga con la soltura dada por veinte generaciones de esclavistas.

—Tira de mi bota, chico.

Shanga tuvo un sobresalto y retrocedió. Leonova se puso furiosa.

—¡No es el momento de sentirse negro! —gritó ella.

Dejó el revólver, tomó la bota con sus dos manos y tiró.

Ya no buscaba comprender, tenía total confianza en Hoover, y sabía hasta qué punto. Cada fracción ínfima de su tiempo era esencial.

—Gracias, hermanita. ¡Acuéstense todos!

Dio el ejemplo. Shanga, asustado, lo imitó en seguida. Heath también, con el aire de no hacerlo. Leonova, de rodillas tenía todavía la bota en la mano.

—Tírala en el agujero…

El agujero era la abertura de la escalera que reunía el fondo del Pozo a la Esfera. Las minas estaban en la escalera, debajo de los escalones. Leonova arrojó la bota. No sucedió nada.

—Vamos a ir. Sácame la otra, y sácate las tuyas. Debemos ser silenciosos como la nieve. Heath, usted no debe dejar entrar más a nadie, ¿oye? Nadie.

—¿Pero qué…?

—Dentro de un momento…

Los brazos separados del cuerpo, para que sus manos doloridas no tocaran nada, penetraban ya en la escalera, con Leonova detrás de él…

En el Huevo, había un hombre acostado y un hombre de pie. El hombre acostado tenía un cuchillo clavado en el pecho y su sangre formaba en el suelo una pequeña laguna en forma de burbuja de dibujos animados. El hombre de pie tenía un casco de soldador que ocultaba su rostro y pesaba sobre sus hombros. Tenía agarrado con las dos manos el tubo del plaser, y dirigía el extremo de la llama sobre la pared grabada. El oro se fundía y chorreaba.

Leonova tenía el revólver en su mano derecha. Temió de no tenerlo bastante sólidamente sujeto. Le agregó la mano izquierda, y tiró.

Sus tres primeras balas arrancaron el plaser de la manos del hombre y la cuarta le destrozó la muñeca, casi cortándole la mano. El choque lo echó por tierra, la llama del plaser le asó un pie. Aulló. Hoover se precipitó, y con el codo cortó la corriente. El hombre del cuchillo en el pecho era Hoi-To.

El hombre con el casco de soldador era Lukos. Hoover y Leonova lo habían reconocido en cuanto lo habían visto. No había dos hombres de esa estatura en EPI. De una patada, Hoover le hizo saltar el casco, descubriendo una cara sudorosa con los ojos en blanco. Bajo el efecto del horrible dolor de su pie reducido a cenizas, el coloso se había desvanecido.

—¡Simon, usted que es su amigo, pruebe!…

Simon intentó. Se inclinó sobre Lukos acostado en su cuarto de la enfermería, y le suplicó que le dijera cómo desconectar las minas pegadas a las memorias de la Traductora, y para quien habla hecho ese trabajo insensato, y si era él solo o tenía cómplices. Lukos no contestó.

Interrogado sin cesar por Hoover, Evoli, Henckel, Heath, Leonova, desde que había recuperado el conocimiento, había confirmado solamente que las minas explotarían si se las tocaba, y que explotarían lo mismo si no se las tocaba. Pero había rehusado decir dentro de cuánto tiempo, y rehusado toda respuesta a cualquier otra pregunta. Inclinado sobre él, Simon miraba esa cara inteligente, huesuda, esos ojos negros que lo miraban fijo sin temor, ni vergüenza, ni fanfarronería.

—¿Por qué, Lukos? ¿Para quién has hecho eso?

Lukos lo miraba y no contestaba.

—¿No es por dinero? ¿Tú no eres un fanático? ¿Entonces?…

Lukos no contestaba.

Simon evocaba la batalla contra el tiempo que habían librado juntos, que Lukos había dirigido, para comprender esas tres palabritas que permitirían salvar a Eléa. Ese trabajo extenuante, genial, esa abnegación totalmente desinteresada, era bien él, Lukos, quien los había prodigado. ¿Cómo había podido, después, asesinar un hombre, y complotar contra la humanidad? ¿Cómo? ¿Por qué? ¿Para quién?

Lukos miraba a Simon y no contestaba.

—Perdemos el tiempo —dijo Hoover—. Déle una inyección de Pentotal. Dirá todo lo que sabe muy simpáticamente y sin sufrir.

Simon se enderezó. En el momento en que se iba a alejar, Lukos, con su mano sana, fuerte como la de cuatro hombres, le agarró el brazo, lo volcó sobre su cama, le arrancó el revólver metido en la cintura, se lo apoyó contra su propia sien y tiró. El disparo salió oblicuamente. La parte superior de su cráneo se abrió y la mitad de su cerebro fue a formar una especie de abanico rosa, que se posó en óvalo esparcido sobre la pared. Lukos había encontrado el modo de callarse a pesar del Pentotal.

Los responsables de EPI, en el curso de una reunión dramática, decidieron, a pesar de su repugnancia, hacer un llamado a la Fuerza Internacional apostada a lo largo de las costas para buscar, capturar o destruir, a quien o a quienes habían podido recibir la emisión clandestina. A pesar de que los barcos más próximos estaban demasiado lejos para recibir las imágenes, era probable que fuera un elemento secreto, destacado de una de las flotas que se había acercado, a una distancia suficiente como para captar la emisión.

Probable. Pero no seguro. Un pequeño submarino o un anfibio mar-tierra habrían podido introducirse entre las mallas de la red de vigilancia. Pero, aun si era un elemento de la Fuerza Internacional, sólo la Fuerza misma podía encontrarlo. Había que contar con las rivalidades nacionales que iban a aguzar el celo de las investigaciones, y de la vigilancia recíproca.

Rochefoux entabló con el almirante Huston, que era el de guardia, un diálogo por radio difícil y grotesco, por las interrupciones de la tormenta magnética que acompaña a la tormenta con sus voces burlonas. Huston terminó sin embargo por comprender, y alertó a toda la aviación y toda la flota. Pero la aviación no podía hacer nada en medio de esta furiosa papilla blanca. Los portaaviones estaban cubiertos con nieve, todas las superestructuras acolchadas con diez veces su espesor de hielo. Neptuno 1 se había puesto al reparo sumergiéndose. No era el caso para él de quedar en la superficie. Con angustia, Huston se dio cuenta de que no le quedaba otro medio de acción que la jauría de los submarinos soviéticos. ¡Si era para ellos que Lukos había trabajado, qué ironía resultaba mandarlos a la cacería! Y si era para nosotros, si Lukos era un agente del F.B.I., que el Pentágono ignoraba, ¿no era horrible lanzar los rusos contra gente que defendían al Occidente, y a la civilización?

¿Y si era para los chinos? ¿Para los hindúes? ¿Para los negros? ¿Para los judíos? ¿Para los turcos? Si era, si era…

Un militar, por alto que sea su grado, tiene siempre la paz espiritual de la disciplina. Huston cesó de hacerse preguntas a sí mismo, dejó de pensar, y aplicó el plan previsto. Despertó a su colega, el almirante ruso Voltov, y lo puso al corriente de la situación. Voltov no titubeó un segundo. En el instante dio las órdenes de alerta. Los veintitrés submarinos atómicos y sus ciento quince lanchas patrulleras a motor, hicieron rumbo al sur, se acercaron a las costas hasta el límite de la imprudencia, y cubrieron cada metro de roca o de hielo sumergidos, con una red de ondas detectoras. Sobre mil quinientos kilómetros, ni la vibración de una sardina se les hubiera podido escapar.

Hubo un hueco en la tormenta. El viento soplaba con la misma fuerza, pero las nubes y la nieve desaparecieron en el fondo del cielo azul. Neptuno I recibió órdenes de entrar en acción. Subió a la superficie, el estrave frente a las olas. Los dos primeros helicópteros salidos de sus bodegas fueron lanzados al mar aun antes de haber abierto sus paletas. El almirante alemán Wentz que comandaba el Neptuno empleó su última arma: los dos aviones-cohete metidos en el fondo de sus tubos. Llevaban un rosario de bombas H miniaturas, y bajo sus narices, los dos ojos de una cámara estereoscópica emisora. Penetraron en el viento como balas. Sus cámaras mandaron hacia los receptores del Neptuno dos cintas continuadas de imágenes en colores y en relieve.

Todo el estado mayor del Neptuno estaba presente en la sala de observaciones. Huston y Voltov habían arriesgado la vida para venir, para ver, y vigilarse.

No mejor que cualquiera de los oficiales presentes, eran ellos capaces de reconocer las imágenes que desfilaban sobre la pantalla de izquierda o sobre la de la derecha, y de saber la diferencia entre un pájaro bobo emperador y una ballena encinta. Pero los detectores electrónicos, ellos sí eran capaces. Y de pronto, dos flechas blancas aparecieron sobre la pantalla derecha. Dos flechas en el ángulo derecho que convergían una hacia la otra, y designaban el mismo punto, y se desplazaban con él y con la imagen, de la izquierda a la derecha de la pantalla.

—¡Paren! —gritó Wentz—. Agrandamiento máximo.

Sobre la mesa, delante de él, una pantalla horizontal se iluminó. Pegó su cara a la lupa estereoscópica. Vio una parcela de la costa venir hacia él, agrandarse, agrandarse. Vio en una caleta desgarrada, en el fondo de la bahía, bajo algunos metros de agua clara hirviente, un huso ovalado, demasiado regular en su forma y demasiado quieto para ser un pescado…

En el submarino minúsculo, los dos hombres pegados el uno contra el otro estaban impregnados por un olor húmedo de sudor y de orina. No habían previsto para ellos una vejiga receptora. No tenían más remedio que contenerse. No lo habían podido hacer, a causa de la tormenta que los bloqueaba desde hacía doce horas bajo cinco metros de agua. Para salir de la caleta, había que pasar por encima de un fondo que estaba a sólo dos metros de profundidad, llegar a la superficie y pasar muy justo. Con viento, era una maniobra desesperada, que tenía tantas probabilidades de éxito como una moneda tirada al aire de caer de canto. Aun arrebujado en lo más hondo de las irregularidades de la ribera, el pequeño submarino no estaba al reparo. Se golpeaba contra las rocas, raspaba el fondo, rechinaba, gemía. El precioso receptor que había registrado las confidencias de la Traductora ocupaba un tercio del volumen del sumergible. Los dos hombres, pies contra cabeza, uno en los controles sobre las palancas de mandos del aparato, el receptor, no tenían lugar ni para hacer un cuarto de vuelta sobre sí mismos. La sed les secaba la garganta, la transpiración empapaba sus mamelucos, las sales de la orina les ardían los muslos. El tanque de oxígeno silbaba bajito. No tenía depósito más que para dos horas. Decidieron salir de este atolladero, costara lo que costara.

En la sala de reanimación, los médicos y los enfermeros no se acercaban a Coban, sino de dos a la vez, cada uno vigilando al otro.

En el Huevo, los estragos causados por la llama del plaser eran considerables. El texto del Tratado había desaparecido casi completamente. Casi. Quedaban algunos jirones. Puede ser que lo suficiente como para proporcionar a un matemático genial con qué hacer surgir la luz que alumbraría la ecuación de Zoran. Puede ser. Puede ser que no.

No había aparato levanta-minas a bordo de ningún navío de la Fuerza Internacional. Un llamado lanzado por Trio, había alertado a los especialistas de los ejércitos ruso, americano y europeo. Tres jets arremetían hacia EPI, llevando los mejores levanta-minas militares. Venían del otro hemisferio, al máximum de su velocidad. No podrían aterrizar sobre la pista del EPI. Tenían que detenerse en Sydney y confiar sus ocupantes a jets más chicos. Aun a estos últimos la tormenta les ocasionaba dificultades terribles. Podrían quizá posarse. Quizá no. ¿Y dentro de cuánto tiempo? Mucho tiempo. Demasiado tiempo.

El ingeniero jefe de la Pila atómica que proporcionaba la energía y la luz a la base, se llamaba Maxwell. Tenía treinta y un años y pelo gris. No bebía más que agua. Agua norteamericana que llegaba congelada en bloques de veinticinco libras: los Estados Unidos mandaban hielo al Polo, esterilizado, vitaminado, adicionado de flúor, de oligoelementos, y un rastro de euforizante. Maxwell y los otros americanos de EPI consumían una gran cantidad, como bebida y para lavarse los dientes. Para la higiene exterior, toleraban el agua del hielo polar fundido. Maxwell medía un metro noventa y nueve, y pesaba sesenta y nueve kilos netos. Se tenía muy erguido, y miraba a los demás humanos de arriba abajo al través de la parte inferior de sus anteojos bifocales, sin el menor desprecio. Se tomaba tanto más en cuenta su opinión, porque hablaba poco.

Vino a reunirse con Heath, que había acompañado a Lukos a Europa, para la compra de armas, y le preguntó despreocupadamente precisiones sobre la potencia explosiva de las minas pegadas a la Traductora. Heath no pudo afirmar nada, porque fue Lukos quien había cerrado trato con un comerciante belga. Pero Lukos había dicho que cada una de esas minas contenía tres kilos de P.N.K.

Maxwell emitió un ligero silbido, Conocía el nuevo explosivo americano. Mil veces, más poderoso que el T.N.T. Tres bombas igualan nueve kilos de P.N.K., igualan nueve toneladas de T.N.T. Una bomba de nueve toneladas explotando en la Traductora, ¿cuáles serían sus efectos sobre la Pila atómica vecina, a pesar de su espeso blindaje de hormigón y de algunas decenas de metros de hielo? En principio, detrás del escudo de hielo, el hormigón debe poder aguantar, pero hay una posibilidad de que la onda de choque quebrante la arquitectura de la pila, haga saltar las conexiones, provoque fisuras y escapes de líquido y de gas radioactivos, y quizá, entable una reacción incontrolada del uranio…

—Habría que evacuar EPI 2 y EPI 3 —dijo Maxwell sin levantar la voz. Aun sería prudente evacuar la base toda entera…

Unos minutos más tarde, las sirenas de alarma urgente, que nunca habían funcionado hasta ahora, aullaron en los tres EPI. Y todos los puestos telefónicos, todos los difusores, todos los audífonos en todos los idiomas pronunciaran las mismas palabras: «Evacuación urgente. Prepárense a evacuar inmediatamente».

Dar la orden, prepararse, evidentemente era otra cosa. Pero evacuar ¿cómo?

La tormenta azul continuaba. El cielo estaba claro como un ojo. El viento soplaba a 220 km por hora. Pero no llevaba más nieve que a ras del suelo.

Labeau, que había abandonado la sala de reanimación desde hacía apenas una hora, y acababa recién de dormirse, había sido sacado de su cama por Henckel, que lo puso al corriente de la situación. Hirsuto, extraviado de cansancio, telefoneó a la sala. Abajo, en la otra punta de la línea, Moissov maldecía en ruso y repetía en francés:

—¡Imposible! ¡Usted bien lo sabe! ¿Qué me pide? ¡Es imposible!

SI, Labeau lo sabía bien. Evacuar a Coban. Imposible. Arrancarlo en su estado actual, al bloque de reanimación, era matarlo tan certeramente como cortarle la garganta.

Mil metros de hielo lo ponían a salvo de toda explosión, pero si las instalaciones de la superficie estallaban, en diez minutos perecería.

Moissov y Labeau tuvieron los dos la misma idea. La misma palabra les vino a los labios al mismo tiempo: transfusión. Se podía intentar. La prueba de la sangre de Eléa había sido positiva.

Viendo que el estado de Coban se estabilizaba, luego mejoraba lentamente, los médicos habían reservado esta operación para el caso de una agravación brutal o de una necesidad urgente. Necesidad urgente, era el caso. Sí se ensayaba la operación inmediatamente, Coban podía, en algunos cuartos de hora, ser transportado.

—¿Y si la Pila se enciende antes? —gritó Maxwell—. ¡Las minas pueden reventar en seguida, en algunos segundos!…

—¡Y bueno, mierda, que estallen! —gritó Labeau—. Voy a ver a la chica. Todavía falta que acepte…

Como los otros reanimadores, él estaba alojado en la enfermería. No tuvo más que dar algunos pasos para llegar al cuarto de Eléa…

La enfermera, aterrada, estaba haciendo su equipaje. Tres valijas abiertas sobre dos camas, cien objetos y ropa interior que ella agarraba, descartaba, dejaba caer, amontonaba, con sus manos temblorosas. Gimiendo.

Simon decía a Eléa:

—¡Mucho mejor! Era monstruoso guardarla aquí. Por fin va a conocer nuestro mundo. No es solamente un paquete de hielo en nuestros tiempos de hoy. No pretendo que sea el Paraíso, pero…

—¿El Paraíso?

—El Paraíso es…, demasiado largo, es demasiado difícil, y de todas maneras aún no es absolutamente seguro, y ciertamente que no es eso…

—No comprendo.

—Yo tampoco. Nadie. No piense más en ello. No la llevo al Paraíso. ¡París! ¡París! ¡La llevo! ¡Dirán lo que quieran, yo la llevo a París! Es, es…

No pensaba en el peligro. No creía en él. Sabia solamente que llevaba a Eléa lejos dé su tumba de hielo, hacia el mundo vivo. Tenía deseos de cantar. Hablaba de París con gestos, como un bailarín.

—Es… es… usted verá, es París… No hay flores sino en los negocios detrás de vidrios, pero hay también los vestidos, flores, los sombreros, flores, el jardín de las tiendas, en todos lados, flores, medias, pantalones de nylon, impermeables, paraguas, amarillas, naranjas, azules, vestidos, un poco mucho, apasionadamente, jamás, nada, jamás, jamás, el más bello jardín del mundo para la mujer, ella entra, elige, ella misma es flor, flor florecida de otras flores, ¡es París la maravilla, es ahí que la llevo!…

—No comprendo.

—No hay que comprender, hay que ver. París la curará. París la curará del pasado.

Fue en ese momento que entró Labeau.

¿Quiere —le preguntó a Eléa— aceptar de dar un poco de sangre a Coban? Solamente usted lo puede salvar. No es grave, no es doloroso. Si usted acepta, podremos transportarlo. Si rehúsa, él perecerá. Es una intervención sin ninguna gravedad, que no le hará ningún mal.

Simon explotó. ¡Ni se discutía! ¡Él se oponía! ¡Era monstruoso! ¡Qué reviente, Coban! Ni una gota de sangre, ni perder un minuto, Eléa iba a partir con el primer helicóptero, el primer jet, el primero no importa qué, el primero. Ya no debería estar allí, ella no volverá a bajar al Pozo, ustedes son monstruos, no tienen corazón, tripas, son unos carniceros, ustedes…

—Acepto —dijo Eléa.

Su cara era grave. Había reflexionado en unos segundos, pero su cerebro iba más ligero que un seso lento de hoy en día. Había pensado y había decidido. Aceptaba dar su sangre a Coban, el hombre que la habla separado de Paikan, y tirado al otro extremo de una eternidad en un mundo salvaje y frenético. Aceptaba.

Los dos hombres en el submarino de bolsillo, pies contra cabeza, la cabeza entre los pies del otro, pies sudorosos, pies malolientes, los dos hombres, entre ellos dos, un tejido metálico acolchado de gomaespuma flexible, suave, elástica pero haciendo transpirar, transpirar horriblemente, los dos hombres bloqueados en su sudor, en su orina, la piel ardida, el interior de su nariz quemado por su olor, los dos hombres arriesgaban el todo por el todo. Si se quedaban allí, el tanque de oxígeno agotado, ya no podrían irse, no podrían sumergirse. Estaban presos, ni qué pensar, horrible, decir todo, confesar, monstruoso. Aún si me rehúso, pentotal. Aún sin pentotal, ellos miran, me hacen hablar, un tacazo sobre los dedos de los pies, yo grito, insulto, no puedo quedarme eternamente sin hablar, ellos escuchan, saben de dónde vengo, ellos saben.

Irse, hay que irse.

Dos horas de oxígeno. Cinco minutos mortales para atravesar la pasada. Queda una hora cincuenta y cinco minutos de inmersión. Es una oportunidad escasa, estrecha. El submarino grande nos traga. 0 el avión grande me rodea. Si ellos nos erran, quizá la tormenta se detenga y podamos continuar sobre la superficie. No hay alternativa. Partir…

Partieron. Una ola los tiró contra la roca. Volvieron a caer y rebotaron contra la roca de enfrente. Volvieron a caer contra el fondo. El choque fue tal, que el hombre que tenía la cabeza dada vuelta hacia la popa tuvo los cuatro incisivos inferiores rotos. Aulló de dolor, escupió sus dientes y sangre. El otro no oía nada. Dentro de sus anteojos receptores veía el horror desencadenado. El viento arrancaba la superficie del mar y la lanzaba, toda blanca, hacia el azul del cielo. En el momento en que recaía, crispó sus dos manos sobre el comando de aceleración. La parte de atrás del huso de acero abollado escupió un enorme chorro de fuego y saltó dentro de las olas propulsado al máximo de su propia energía.

Pero el chorro ya no era derecho. Los choques contra las rocas habían torcido la tobera de escape. El chorro se desviaba hacia la izquierda y rugía en tirabuzón. El submarino se puso a retorcerse sobre sí mismo como una mecha, pegando a los dos hombres contra sus paredes, viró en cien grados, y se echó contra una muralla de hielo. Penetró en ella la profundidad de un metro. Se desmoronó sobre él y lo destrozó. El viento y el mar se llevaron en una espuma roja a los desechos de carne y metal. Las cámaras de los dos aviones cohete registraron y expidieron la imagen del choque y de la dispersión.

La base hormigueaba. Los sabios, los cocineros, los barrenderos, los enfermeros, las mucamas habían arrojado apresuradamente sus más preciadas pertenencias en las valijas distendidas, y huían de EPI 2 y 3. Los snowdogs los recogían a la salida de las construcciones y los transportaban hasta las entradas de EPI 1. En el corazón de la montaña de hielo, retornaban aliento, su corazón se calmaba, se sentían seguros. Se creían…

Maxwell sabía bien que no era cierto. Aun si la Pila no explotaba, si estaba solamente fisurada y se ponía a escupir sus líquidos y gases mortíferos, el viento los iba a llevar y embadurnar el paisaje hasta la montaña de hielo que los pararía en su carrera horizontal y se atiborraría con ellos. El viento, aquí, soplaba más o menos fuerte. Pero siempre soplaba en la misma dirección. Del centro del continente hacia el borde. De EPI 2 hacia EPI 3. Inexorablemente. Ya no iba salir nadie de las galerías de la montaña. Y rápidamente, las radiaciones entrarían por el sistema de ventilación que atrapaba el aire por medio de veintitrés chimeneas. Se daría el lujo de recoger al mismo tiempo todas las porquerías carcomidas y vomitadas por la Pila reventada.

Maxwell repitió con calma:

—¡Es muy simple. Hay que evacuar…!

—¿Cómo? Ningún helicóptero podía salir al aire. Los Snowdogs, si acaso, podían penetrar en la tormenta. Había diecisiete de ellos.

—Había que guardar tres para Coban, Eléa y los equipos de reanimadores.

—Más bien cuatro, irán apretados.

—Mejor, eso los mantiene calientes.

—Quedan trece.

—Mal número.

—No seamos estúpidos.

—Trece o pongamos catorce, a diez personas por vehículo…

—¡Pondremos veinte!

—Bueno, veinte. Veinte veces catorce, ¿hace… hace cuánto?

—Doscientos ochenta…

—El efectivo de la base, desde el fin de los trabajos grandes, está reducido a mil setecientos cuarenta y nueve personas. ¿Eso hace cuántos viajes? Mil setecientos cuarenta y nueve dividido por doscientos ochenta…

—Siete u ocho, pongamos diez.

—Bueno, es factible. Se organiza un convoy, los snowdogs van a depositar sus pasajeros y vuelven a buscar otros…

—¿Adónde van a depositar a sus pasajeros?

—¿Como dónde?

—El refugio más cercano es la base Scott. A seiscientos kilómetros. Si no tienen dificultades, necesitarán dos semanas para llegar. Y si los depositan fuera del refugio, se congelarán en tres minutos. A menos que el viento se calme…

—¿Entonces?

—Entonces…

—¡Esperar! ¡Esperar! cuando puede estallar…

—¿Qué se sabe?

—¿Cómo qué se sabe?

—¿Quién ha dicho que las minas iban a explotar, aun si no se las tocaba? Es Lukos. ¿Quién nos prueba que ha dicho la verdad? No explotarán quizá si no se las zarandea. ¡No las maltratemos! Y aun si revientan ¿quién nos asegura que la Pila sufrirá deterioros? Maxwell, ¿puede usted afirmarlo?

—Ciertamente que no. Afirmo solamente lo que temo. Y pienso que hay que evacuar.

—¡Puede ser que no se mueva nada, su Pila! ¿Usted no puede hacer algo? ¿Protegerla más? ¿Quitar el uranio? ¿Vaciar los circuitos? ¿Hacer algo, pues?

Maxwell miró a Rochefoux, que le hacía esa pregunta, como si le hubiese pedido si podía, levantando las narices, sin moverse de su silla, escupir sobre la luna.

—Bueno… bueno… no puede, ya me lo imaginaba, una Pila es una Pila… Y bien, esperemos… La tregua… Los levanta minas… Los levanta minas van a llegar seguramente. Pero la calma…

—¿Dónde están esos malditos levanta minas?

—El más cercano está a tres horas. Pero se posará ¿cómo?

—¿Qué dice la oficina meteorológica?

—La meteorológica, somos nosotros quienes le suministramos las informaciones para sus previsiones. Si le anunciamos que el viento se calma, ella nos dirá que hay una mejoría en el tiempo.

A lo largo del hombre envuelto, acostada contra él, Eléa esperaba, tranquila, los ojos cerrados. Su brazo izquierdo estaba desnudo, y el brazo del hombre tenía destapado algunos centímetros a la altura del pliegue del codo. Los cuatro centímetros al descubierto estaban marcados por placas rojas de quemaduras en vía de cicatrización.

Estaban todos ahí, los seis reanimadores, sus asistentes, los enfermeros, los técnicos, y Simon. Nadie tuvo ni por un instante la idea de ir a ponerse a salvo en la montaña de hielo. Si las minas y la Pila estallaban, ¿qué le pasaría a la entrada del Pozo? ¿Podrían alguna vez volver a salir? Ni pensar en esto. Habían venido de todos los horizontes de la tierra para volver a la vida a este hombre y a esta mujer, habían tenido éxito con la mujer, tentaban con el hombre la operación de la última posibilidad dentro de los límites de un tiempo desconocido. Disponían quizá de algunas horas, quizá de algunos minutos, no lo sabían, no había que perder un segundo, y no comprometer nada apresurándose. Estaban todos ligados a Coban por los lazos del tiempo, para el éxito o para el fracaso, quizá la muerte.

—Cuidado, Eléa —dijo Forster—, relájese. La voy a pinchar un poco, no le va a doler.

Pasó sobre el pliegue del codo un algodón impregnado de éter, y hundió la aguja hueca en la vena hinchada por el torniquete. Eléa no se había estremecido. Forster quitó el torniquete. Moissov puso el transfusor en marcha. La sangre de Eléa, bermeja, casi dorada, apareció en el tubo de plástico. Simon tuvo un estremecimiento, y sintió su piel erizarse. Sus piernas se aflojaron, sus oídos zumbaron y todo lo que veía se volvió blanco. Hizo un enorme esfuerzo sobre al mismo, para quedarse de pie, y no desplomarse. Los colores retornaron a su vista, su corazón latió violentamente y recobró su ritmo.

El difusor anunció en francés:

—Acá Rochefoux. Una buena noticia: el viento disminuye. La velocidad de la última racha: doscientos ocho kilómetros por hora. ¿En qué están?

—Empezamos —dijo Labeau—. Coban va a recibir las primeras gotas de sangre en algunos segundos.

Al mismo tiempo que contestaba, despejaba las sienes del hombre momia, limpiaba con delicadeza la piel quemada, y le ceñía la cabeza con un círculo de oro. Le tendió el otro a Simon. Las quemaduras profundas del cuero cabelludo y de la nuca hacían difícil la aplicación de los electrodos del encefalograma, y aleatorias sus indicaciones. Los círculos de oro, con un médico en la recepción, podían reemplazarlo ventajosamente.

—En cuanto el cerebro vuelva a funcionar, usted lo sabrá —dijo Labeau—. El subconsciente se despertará antes que la conciencia, y bajo su forma más elemental, la más inmóvil: la memoria. El sueño predespertar no vendrá sino después. En seguida que usted tenga una imagen, dígalo.

Simon se sentó sobre la silla de hierro. Antes de bajar la placa frontal sobre sus párpados, miró a Eléa.

Ella había abierto los ojos y lo miraba. Y había en su mirada como un mensaje, un calor, una comunicación que él no había visto nunca. Con… no lástima, sino compasión. Sí, era eso. La lástima puede ser indiferente, o aun acompañar al odio. La compasión reclama una especie de amor. Ella parecía querer reconfortarlo, decirle que no era grave, y que él se curaría de ello. ¿Por qué una mirada así en un momento semejante?

—¿Entonces? —preguntó Labeau, bruscamente.

La última imagen que había recibido fue la de la mano de Eléa, bella como una flor, ligera como un pájaro, que se abría y se posaba sobre la comida-máquina puesta a su alcance, a fin de que ella pudiera extraer lo necesario para sostener sus fuerzas.

Y luego no hubo más nada que esa tiniebla interior de la visión anulada, que no es oscuridad, sino una luz eclipsada.

—¿Entonces? —repitió Labeau.

—Nada —dijo Simon.

—El viento está a 190 —dijo el difusor—. Si calma un poco más aún, se va a comenzar la evacuación. ¿En qué están ustedes?

—Le agradeceríamos que no nos molestara más —dijo Moissov.

—Nada —dijo Simon.

—¿Corazón?

—Treinta y uno.

—¿Temperatura?

—34º 7.

—Nada —dijo Simon.

Un primer helicóptero levantó vuelo, cargado de mujeres. El viento no sobrepasaba los 150 km por hora y a veces bajaba a 120. Un helicóptero despegó de la base Scott para venir a buscar las pasajeras a medio camino. Los dos aparatos se dieron cita sobre un ventisquero, que se deslizaba en un valle bastante resguardado, perpendicular al viento. Pero la base Scott no podía servir sino de enlace. No estaba hecha para cobijar a una aglomeración. Todas las unidades de la Fuerza Internacional susceptibles de acercarse a las costas sin demasiado riesgo, se lanzaban hada el continente. Los portaaviones Americanos y el Neptuno soltaron verticalmente sus aviones que arremetieron hacia el EPI. Tres submarinos de carga rusos, porta-helicópteros, subieron a la superficie a lo largo de la base Scott. Un cuarto, en el momento que emergía, fue cortado en dos por la proa sumergida de un témpano. Su motor atómico revestido de cemento bajó lentamente hasta el limo tranquilo de las grandes profundidades. Algunos ahogados subieron a la superficie entre los desechos flotantes, fueron vapuleados por las olas, y volvieron a hundirse, repletos de agua.

—Corazón cuarenta y uno.

—Temperatura 35º 0.

—Nada —dijo Simon.

El primer equipo, de levanta minas se había posado en Sydney y vuelto a despegar. Eran los mejores, eran ingleses.

—Ya está —gritó Simon—. ¡Imágenes!

Oyó la voz furiosa de Moissov y en el otro oído la Traductora que le traducía de no gritar… Oía al mismo tiempo, en el interior de su cabeza, nacido directamente en su cerebro sin intervención de los nervios acústicos, un tronar sordo, golpes, explosiones, voces apagadas, como envueltas en nieblas algodonosas.

Las imágenes que él veía eran imprecisas, difusas, que se deformaban constantemente, y parecían vistas al través de una cortina de agua color lechosa. Pero como él ya había visto esos lugares, los reconocía. Era el Refugio, el corazón del Refugio, el Huevo.

Trató de decir lo que veía en voz alta, pero moderada.

—No nos importa un carajo lo que usted ve —dijo Moissov—. Díganos simplemente: «No está nítido», «no está nítido», después «nítido» cuando lo sea. Y luego cállese hasta llegar al sueño. Cuando se ponga chiflado, delirante, ya no será la memoria pasiva, será la memoria enloquecida: el sueño. Sucederá justo antes del despertar. Señálelo. ¿Ha comprendido?

—Sí.

—Usted diga: «No está nítido», luego «nítido» y después «sueño». Es suficiente. ¿Comprendió?

—He comprendido —contestó Simon.

Y unos segundos más tarde, dijo:

—Nítido…

Veía, oía nítidamente. No comprendía, pues no había circuito de Traductora intercalado entre los dos círculos de oro, y los dos hombres que veía hablaban en gonda. Pero no tenía necesidad de comprender. Era claro, En el primer plano estaba Eléa desnuda acostarda sobre el zócalo con la máscara de oro colocada sobre su cara, y Paikan que se inclinaba hacia ella, y Coban que golpeaba el hombro de Paikan y le decía que ya era tiempo de irse. Y Paikan se volvía hacia Coban, y lo zarandeaba, lo empujaba lejos. Y se inclinaba suavemente sobre Eléa, y ponía suavemente sus labios sobre su mano, sobre sus dedos, pétalos alargados, descansados, dorados, pálidos, flores de lirio y de rosa y sobre la punta de los senos descansando apacibles, suaves bajo los labios como… ninguna maravilla en el mundo de las maravillas, fuera tan suave y tierno bajo sus labios… Luego posaba su mejilla sobre el vientre de seda por encima del césped de oro discreto, tan medido, tan perfecto… en el mundo de las maravillas ninguna maravilla era tan discreta y justa, en medida y en color, en su lugar y su suavidad, a la medida de su mano que posó, y de su mano que lo cubrió, arrellanó en su palma con la amistad de un cordero, de un niño. Entonces Paikan se puso a llorar, y sus lágrimas corrían sobre el vientre de oro y de seda, y los golpes sordos de la guerra destrozaban la tierra alrededor del Refugio, entraban por la puerta abierta, llegaban hasta él, se posaban sobre él, y él no los oía.

Coban se volvió hacia Paikan, le habló y le mostró la escalera y la puerta y él no oía.

Coban lo asió por debajo de los brazos y lo levantó, mostrándole en el cielo del Huevo la imagen monstruosa del Arma. Ésta llenaba la negrura del espacio, y abría nuevas hileras de pétalos que cubrían las constelaciones. El estrépito de la guerra llenaba el Huevo como el tronar de un tornado. Era un ruido ininterrumpido, una asonada de furor continuo, que rodeaba el Huevo y la Esfera y llegaba hasta ellos a través de la tierra reducida a polvo de fuego.

Era hora, era hora, hora, de cerrar el Refugio. Coban empujaba a Paikan hacia la escalera de oro. Paikan lo golpeó sobre el brazo para desprenderse y se soltó. Levantó su Mano derecha a la altura de su pecho, y con el pulgar, hizo inclinar su anillo. La llave. La llave podía abrirse. La pirámide giraba alrededor de uno de sus lados. En la cabeza de Simon hubo un primer plano, el inmenso plano del anillo abierto. Y en la base despejada, en el pequeño receptáculo rectangular, vio una semilla negra. Una píldora. Negra. La Semilla Negra. La Semilla de muerte.

El primer plano fue barrido por un gesto de Coban. Coban empujaba a Paikan hacia la escalera. Su mano atropelló el codo de Paikan, la píldora saltó fuera de su alojamiento, se volvió enorme en la cabeza de Simon, llenó todo el campo de su visión interna, volvió a caer minúscula, imperceptible, perdida, y desapareció.

Paikan, a quien le habían robado Eléa, robado su propia muerte, Paikan al límite de la desesperación, estalló en un furor incontrolable, segó el aire con su mano como un hacha, y golpeó, luego golpeó con la otra mano, después con los dos puños, luego con la cabeza, y Coban se desplomó.

El tronar furioso de la guerra se volvió un aullido. Paikan levantó la cabeza. La puerta del Huevo estaba abierta, y en el tope de la escalera también lo estaba la de la Esfera. Más allá del agujero de oro, había llamaradas encendidas. Se combatía en el laboratorio. Era menester cerrar el Refugio, salvar a Eléa. Coban había explicado todo a Eléa sobre el funcionamiento del Refugio, y toda la memoria de Eléa había pasado a la de Paikan. Él sabía cómo cerrar la puerta de oro.

Voló por la escalera, ligero, furioso, gruñendo como un tigre. Cuando llegó a los últimos peldaños, vio a un guerrero enisor introducirse en la entrada de la puerta.

Tiró. El guerrero rojo lo vio y tiró casi al mismo tiempo. Se retrasó en una fracción infinitesimal de tiempo. Esta fracción agregada a cada día durante millares de siglos, no habría podido constituir un segundo más al final del año. Pero fue suficiente para salvar a Paikan. El arma del hombre rojo despedía una energía térmica pura, calor total. Pero cuando apoyó sobre el gatillo no era ya más que un trapo blando que volaba para atrás con su cuerpo destrozado. El aire alrededor de Paikan se volvió incandescente y en el mismo instante se apagó. Las pestañas, las cejas, los cabellos, la vestimenta de Paikan habían desaparecido. Un milésimo de segundo más y no habría quedado nada de él, ni aun un rastro de cenizas. El dolor de su piel todavía no había llegado a su cerebro, y ya golpeaba con el puño el accionamiento de la puerta. Después se desplomó sobre los escalones. El corredor perforado en los tres metros de oro, se cerró como un ojo de gallina que tuviese mil párpados simultáneos.

Simon veía y oía. Oyó la inmensa explosión provocada por el cierre de la puerta, que hizo volar los laboratorios y todos los alrededores del Refugio por kilómetros a la redonda, pulverizando a los agresores y los defensores y enterrándolos en una colada de rocas vitrificadas.

Oyó las voces de los técnicos y de los reanimadores que, de pronto, se ponían ansiosas:

—Corazón 40…

—Temperatura 34º,1.

—¿Presión arterial?

—8-3, 8-2, 7-2, 6-1…

—Santo Dios, ¿qué pasa? ¡Se viene abajo! ¡Se nos va! —Era la voz de Labeau.

—Simon. ¿Siguen las imágenes?

—Sí.

—¿Nítidas?

—Sí…

Veía nítidamente a Paikan volver a bajar en el Huevo, inclinarse sobre Coban, sacudirlo en vano, auscultar su corazón, comprender que éste se había detenido, que Coban estaba muerto.

Veía a Paikan mirar el cuerpo inerte, mirar a Eléa, levantar a Coban, llevarlo, tirarlo fuera del Huevo… Veía y comprendía, y sentía en su cabeza el horrible sufrimiento enviado por la piel quemada de Paikan. Veía a Paikan dé nuevo bajar los escalones, tambalearse hasta llegar al zócalo vacío y acostarse en él. Vio el relámpago verde iluminar el Huevo, y la puerta comenzar a bajar lentamente mientras que el anillo suspendido aparecía bajo el suelo trasparente.

Vió a Paikan, en un último esfuerzo, bajar sobre su rostro la máscara de metal.

Simon se arrancó el círculo de oro y gritó:

—¡Eléa!

Moissov lo insultó en ruso.

Labeau, inquieto, furioso, preguntó:

—¿Qué le ha dado a usted?

Simon no contestó. Veía…

Veía la mano de Eléa, bella como una flor, liviana como un pájaro posada sobre la comida-máquina…

Con el anillo inclinado, la pirámide de oro tumbada sobre un costado, y la pequeña cavidad rectangular vacía. Ahí, en ese escondite debería haberse encontrado la Semilla Negra, la semilla de la muerte. Ya no estaba allí. Eléa la había tragado, llevando a su boca las esférulas de alimento tomadas de la máquina.

Había tragado la Semilla Negra para envenenar a Coban, dándole su sangre envenenada.

Pero era a Paikan a quien estaba matando.

Podías oírme. Aún podías saber. Ya no tenías la fuerza de mantener tus párpados abiertos tus sienes se hundían, tus dedos se ponían blancos, tu mano resbalaba y caía de la comida-máquina, pero todavía estabas presente. Oías. Yo hubiese podido gritar la verdad, gritar el nombre de Paikan, hubieras sabido antes de morir que él estaba cerca de ti, que se morían juntos como tú lo habías deseado. Pero que pesadumbre atroz, sabiendo que ustedes podían vivir. Qué horror el saber que en el momento de despertarse de semejante sueño, él moría de tu sangre que hubiese podido salvarlo… Había gritado tu nombre, e iba a gritar: «Es Paikan». Pero vi tu llave abierta, el sudor sobre tus sienes, la muerte ya posada en ti, posada sobre él, la mano abominable de la desgracia ha cerrado mi boca…

Si hubiese hablado…

Si hubieses sabido que el hombre cerca de si era Paikan, ¿te habrías muerto en el espanto de la desesperación o podías acaso salvarte todavía tú y él contigo? ¿No conocías algún remedio, no podías fabricar con las teclas milagrosas de la comida máquina un antídoto que hubiera expulsado la muerte, fuera de vuestra sangre común, de vuestras venas empalmadas? ¿Pero te quedaba aún bastante fuerza? ¿Podías todavía mirarla?

Todo esto me lo he preguntado en algunos instantes, era un segundo tan breve y tan largo como el largo sueño cual te habíamos sacado. Y después, por fin he gritado de nuevo. Pero no he dicho el nombre de Paikan. He gritado hacia esos hombres que los veían morir a los dos y que no sabían el por qué, y se enloquecían. Les he gritado: «¡No ven que se ha envenenado!». Y los he insultado, he agarrado al más cerca mío, no se ya cuál era, lo he sacudido, le he pegado, no habían visto nada, te habían dejado hacerlo, eran unos imbéciles, asnos pretenciosos, cretinos, ciegos…

Y ellos no me comprendían. Me contestaban cada uno en su idioma, y yo no los comprendía. Labeau era el único, y arrancaba la aguja del brazo de Coban. Y él también gritaba, mostraba con el dedo, daba órdenes, y los otros no comprendían.

Alrededor de ti y de Paikan, inmóviles y en paz, había una locura de voces y de gestos, y un ballet de guardapolvos verdes, amarillos, azules.

Cada uno se dirigía a todos, gritaba, mostraba, hablaba y no comprendía.

La que comprendía a todos y a quienes todos comprendían no hablaba ya más en los oídos. Babel había recaído sobre nosotros. La Traductora acababa de explotar.

Moissov viendo a Labeau arrancar la aguja del brazo del hombre, creyó que se había enloquecido, o que lo quería matar. Lo apresé y golpeó. Labeau se defendía gritando: "¡Veneno, veneno!"

Simon, mostrando la llave abierta, la boca de Eléa decía: "¡Veneno, veneno!"

Forster comprendió, gritó en inglés a Moissov arrancándole a Labeau maltrecho. Zabrec interrumpió el transfusor. La sangre de Eléa dejó de fluir sobre los apósitos de Paikan. Después de algunos minutos de confusión total, la verdad atravesó las barreras de los idiomas y de nuevo todos los objetivos convergieron hacia el mismo fin: salvar a Eléa, salvar al que todos menos Simon, creían ser Coban.

Pero ya habían ido demasiado lejos en su viaje, casi habían llegado al horizonte.

Simon tomó la mano desnuda de Eléa y la colocó en la mano del hombre vendado. Los otros miraban sorprendidos, pero nadie decía nada. El químico analizaba la sangre envenenada.

De la mano, Eléa y Paikan franquearon los últimos pasos. Sus dos corazones se detuvieron al mismo tiempo.

Cuando estuvo seguro de que Eléa no lo podía oír más, Simon mostró al hombre acostado y dijo:

—Paikan.

Fue en ese momento que las luces se apagaron. El difusor había comenzado a hablar en francés. Había dicho: «La Tra…». Y calló. La pantalla de TV que continuaba vigilando el interior del Huevo cerró su ojo gris, y todos los aparatos que ronroneaban, tableteaban, tremolaban, crepitaban, callaron.

A mil metros bajo el hielo, la oscuridad total y el silencio invadieron la sala. Los sobrevivientes, de pie, se petrificaron en el mismo sitio.

Para los dos seres acostados en medio de ellos, el silencio y la oscuridad ya no existían más. Pero para los vivos, las tinieblas que los envolvían de golpe en la tumba profunda eran el espesor palpable de la muerte. Cada uno oía el ruido de su propio corazón y la respiración de los demás, oía el mover de las telas, las exclamaciones contenidas, las palabras cuchicheadas, y por sobre todo la voz de Simon que había callado, pero que todos seguían oyendo:

Paikan…

Eléa y Paikan…

Su historia trágica se había prolongado hasta este minuto, en que la fatalidad embravecida los había golpeado por segunda vez. La noche los había vuelto a juntar en el fondo de la tumba de hielo y envolvía a los vivos y los muertos, los ligaba en un bloque de desgracia inevitable cuyo peso los hundiría juntos hasta el fondo de los siglos y de la tierra.

La luz volvió, pálida, amarilla, palpitante, se apagó de nuevo y se encendió nuevamente un poco más viva. Se miraron, se reconocieron, respiraron, pero sabían que ya no eran los mismos. Retornaban de un viaje que casi no había tenido duración, pero todos, ahora, eran hermanos de Orfeo.

—¡La Traductora ha estallado! ¡Todo EPI está en el aire, la pared del hangar está abierta como una avenida! Era la voz de Brivaux que estaba de guardia en lo alto del ascensor.

—La electricidad ha fallado. La Pila debe haber recibido un choque. Los he empalmado con los acumuladores del Pozo. Harían bien de subir y rápido. Pero no cuenten con el ascensor, no hay bastante corriente, tendrán que aguantarse las escaleras. ¿En qué están con el tipo y la tipa? ¿Son transportables?

—Los dos tipos se han muerto —dijo Labeau con la calma de un hombre que acaba de perder en una catástrofe a su mujer, sus hijos, su fortuna y su fe.

—¡Mierda! ¡Valía la pena haber hecho tantas cosas! ¡Y bueno, piensen en ustedes! ¡Y muevan las tabas antes de que la Pila se ponga a bailar la bourrée!

Forster tradujo en inglés para los que no habían comprendido el francés. Los que no comprendían ni el uno ni el otro, entendieron los gestos. Y los que no habían comprendido nada, habían comprendido que había que salir del agujero. Forster desarmó definitivamente las minas de la entrada. Ya algunos técnicos subían hacia la abertura de la Esfera. Había tres enfermeras, una, la asistente de Labeau, tenía cincuenta y tres años. Las otras dos, más jóvenes, llegarían sin duda arriba.

Los médicos no se resignaban a dejar a Eléa y Paikan. Moissov hizo un gesto de que se podrían llevar atados sobre las espaldas, y agregó algunas palabras en un horrible inglés que Forster interpretó como: «Por turnos». Mil metros de escaleras. Dos muertos.

—¡La Pila está rajada! —gritó el difusor—, está partida, escupe y larga humo por todos lados. ¡Evacuamos en plena catástrofe! ¡Apúrense!

Ésta era la voz de Rochefoux.

—Al salir del Pozo, diríjanse hacia el sur, denle la espalda al emplazamiento de EPI 2. El viento lleva las radiaciones en la otra dirección. Helicópteros os recogerán. Les dejo un equipo acá para esperarlos, pero si estalla antes de que ustedes hayan salido, no lo olviden: pleno sur. Voy a ocuparme de los demás. Hagan pronto…

Van Houcke habló en holandés y nadie lo entendió.

Entonces, repitió en francés que su opinión era que había que dejarlos allí. Estaban muertos, no se podía hacer nada por ellos ni con ellos.

Y se dirigió hacia la puerta.

—Lo menos que podemos hacer —dijo Simon— es volver ponerlos donde los encontramos…

—Así lo pienso —dijo Labeau.

Se explicó en inglés con Forster y Moissov, que estuvieron de acuerdo. Primero colocaron a Paikan sobre sus hombros, y le hicieron volver a bajar y recorrer el camino por el cual lo habían izado hacia sus esperanzas, depositándolo sobre su zócalo.

Luego fue el turno de Eléa, la llevaron entre cuatro, Labeau, Forster, Moissov y Simon. La depositaron sobre el otro zócalo, cerca del hombre con el cual habla dormido durante 900.000 años sin saberlo, y con el que, sin saberlo, se había hundido en un nuevo sueño que no tendría fin.

En el momento que ella pesó sobre el zócalo con todo su peso, un relámpago deslumbrante surgió bajó el suelo trasparente, invadió el Huevo y la Esfera, y alcanzó a los hombres y las mujeres prendidos de las escaleras. El aro suspendido retomó su curso inmóvil, el motor volvió a su tarea un instante interrumpida: Envolver en un frío mortal el fardo que le habla sino confiado y guardarlo al través de un tiempo interminable.

Rápidamente, pues, el frío ya los embargaba, Simon desenvolvió en parte la cabeza de Paikan, cortó y arrancó los apósitos, a fin de qué su cara estuviese descubierta al lado de la cara descubierta de Eléa.

El rostro liberado apareció, muy hermoso. Sus quemaduras ya casi no se veían. El suero universal llevado por la sangre de Eléa había curado su carne mientras el veneno le retiraba la vida. Eran el uno y el otro increíblemente bellos y estaban en paz. Una neblina helada invadía el Refugio. De la sala de reanimación llegaban trozos de la voz gangosa del difusor:

—Aló Aló… ¿Todavía hay alguien?… ¡Apúrense!…

No podían demorarse más. Simon salió el último, subió los escalones de espaldas, apagó el reflector. Tuvo primeramente la impresión de una oscuridad profunda, luego sus ojos se acostumbraron a la luz azul que bañaba de nuevo el interior del Huevo, con su claridad nocturna. Una delgada funda trasparente empezaba a envolver los dos rostros desnudos, que brillaban como dos estrellas. Simon salió y cerró la puerta.

Un ininterrumpido ir y venir se efectuaba entre los Portaaviones, los submarinos, las bases más cercanas y los alrededores del EPI.

Sin cesar, los helicópteros se posaban, se reabastecían de combustible, volvían a salir. Un embudo despedazado, sucio con desechos de toda clase, brillante con pedazos de hielo, marcaba el emplazamiento del EPI 2.

Fumarolas salían dé éste, y el viento rabioso las recogía a ras del suelo y las llevaba hacia el norte.

Poco a poco, todo el personal fue evacuado, y el equipo del Pozo salió a su vez y fue recogido en su totalidad. La enfermera cincuentona había sido de las primeras en llegar arriba. Era flaca y trepaba como una cabra.

Hoover y Leonova se embarcaron con los reanimadores en el último vuelo del último helicóptero. Hoover, de pie frente a un ojo de buey estrechaba contra si a Leonova que temblaba de desesperación. Él miraba con horror la base devastada y rezongaba en voz baja:

—¡Qué desastre, santo Dios, qué desastre!

Los siete miembros de la Comisión encargada de redactar la Declaración del Hombre Universal se encontraban repartidos en siete navíos distintos, y no tuvieron la ocasión de volverse a encontrar. No había ya nadie más en tierra, y no había en el cielo sino aviones, a gran altura, prudentes, que daban vueltas a lo lejos conservando a EPI 2 en el campo visual de sus cámaras. El viento soplaba nuevamente en una tormenta furiosa, más fuerte a cada segundo. Barría los restos de la base, llevaba pedazos de muchas cosas, multicolores, hacia horizontes blancos, a distancias desconocidas.

La Pila estalló.

Las cámaras vieron el hongo gigantesco, apresado por el viento, torcido, inclinado, desgarrado, destripado hasta el rojo de su corazón de infierno, llevado en pedazos hacia el océano y las tierras lejanas. Nueva Zelanda, Australia, todas las islas del Pacífico se encontraron amenazadas. Y en primer lugar la flota de la Fuerza Internacional. Los aviones volvieron a bordo, los submarinos se sumergieron, los barcos de superficie huyeron a plena marcha en dirección contraria al viento.

A bordo del Neptuno, Simon contó a los sabios y los periodistas que allí se encontraban, lo que había visto durante la transfusión, y cómo Paikan había tomado el sitio de Coban.

Todas las mujeres del mundo lloraron frente a las pantallas.

La familia Vignont, comía en su mesa en forma de media luna, mirando el hongo descabellado como la serpientes de las gorgonas que marcaba el fin de una aventura generosa. La señora Vignont había abierto una gran caja de ravioles con salsa de tomate, los había hecho calentar al baño maría y los sirvió en su caja misma para que se conservaran más calientes, decía ella, y en realidad porque así te andaba más ligero, no ensuciaba una fuente, y entre nos, la etiqueta le importaba un bledo. Después de la explosión, él puso la cara de un hombre que toma un aire melancólico para pronunciar palabras de pesar y luego pasa a otras noticias. Desgraciadamente no eran buenas. Sobre el frente de Manchuria había que temer. En Malasia una nueva ofensiva de… En Berlín el hambre debido al bloqueo… En el Pacífico las dos flotas… En Kuwait el incendio de los pozos… En el Cabo, los bombardeos de la aviación negra… En América del Sur… En el Mediano Oriente… Todos los gobiernos hacían lo imposible para evitar lo peor. Enviados especiales se cruzaban con mediadores en todas las alturas, en todas las direcciones. Se esperaba mucho. La juventud estaba inquieta más o menos en todas partes. No se sabía lo que quería. Ella tampoco seguramente. Los estudiantes, los obreros jóvenes, los campesinos jóvenes, y las bandas de más en más numerosas de jóvenes que no eran nada y que no querían ser nada, se reunían, se mezclaban, invadían las calles, las capitales, cortaban la circulación, cargaban sobre la policía gritando: ¡No! ¡No! ¡No! ¡No! En todos los idiomas, eso se expresa por una palabrita explosiva, fácil de gritar. Lo gritaban todos, sabían eso, sabían que no querían. No se advirtió exactamente cuáles fueron los que comenzaron a gritar el "¡No!" de los estudiantes gondas.

—¡Pao! ¡Pao! ¡Pao! ¡Pao!, pero en unas horas toda la juventud del mundo lo gritaba, frente a todas las policías.

—¡Pao! ¡Pao! ¡Pao! ¡Pao!

En Pekín, en Tokio, en Washington, en Moscú, en Praga, en Roma, en Argel, en el Cairo:

—¡Pao! ¡Pao! ¡Pao! ¡Pao!

En Paris, bajo las ventanas de los Vignont:

—¡Pao! ¡Pao! ¡Pao! ¡Pao!

—Esos jóvenes, yo los pondría a laburar… —dijo el padre.

—El gobierno se esfuerza… —dijo la cara en la pantalla.

El hijo se levantó, tomó su plato y se lo tiró a la cara. Gritó:

—¡Viejo idiota! ¡Ustedes son todos unos viejos idiotas! ¡Los han dejado reventar con sus idioteces!

La salsa chorreaba sobre la pantalla irrompible. La cara triste hablaba bajo la salsa de tomate.

El padre y la madre, sorprendidos, miraban a su hijo transfigurado. La hija no decía nada, no escuchaba nada, estaba absorbida por su vientre que no paraba de recordar la noche anterior pasada en un hotel de la calle Monge, con un español flaco. Todas esas palabras, ¿cuentan para algo? Su hermano gritaba:

—¡Volveremos! ¡Los salvaremos! ¡Encontraremos el antídoto! Yo no soy más que un idiota, pero los hay que sabrán. ¡Se les sacará de la muerte! ¡No queremos muerte! ¡No queremos guerras! ¡No queremos vuestras idioteces!

—¡Pao! ¡Pao! ¡Pao! ¡Pao! gritaba la calle de más en más fuerte.

Y los silbatos de la policía, los estallidos blandos de las granadas lacrimógenas.

—¡Yo soy zonzo pero no soy un idiota!

—Las manifestaciones… —dijo la cara.

Vignont hijo le tiró toda la caja de los ravioles y salió.

Dio un portazo gritando:

—¡Pao! ¡Pao! ¡Pao! ¡Pao!

Lo oyeron en la escalera, luego se confundió con los demás.

—¡Cómo es de estúpido este muchacho! —dijo el padre.

—¡Qué buen mozo está! —dijo la madre.

FIN