En la superficie, la entrada del Pozo había sido rodeada por un edificio construido de enormes bloques de hielo, que por su propio peso soldaba los unos a los otros. Una puerta pesada, sobre rieles, cerraba su acceso. Al interior se encontraban las instalaciones de sopladores, las estaciones de enlace de la TV, del teléfono, de la Traductora, de la corriente, de la luz y fuerza, los motores de los ascensores y montacargas, y la estación de partida, las baterías de acumuladores de socorro a electrólisis seca.

Delante de las puertas de los ascensores, Rochefoux enfrentaba a la jauría de periodistas. Había cerrado las puertas con llave y colocó las llaves en su bolsillo. Los periodistas protestaron violentamente en todos los idiomas. Querían ver a la mujer, asistir a su despertar. Rochefoux, sonriendo, les declaró que eso no era posible. Aparte del personal médico, nadie, ni él mismo, era admitido en la sala de operaciones.

Consiguió calmarlos prometiéndoles que verían todo por la TV interior, sobre la pantalla grande de la Sala de Conferencias.

Simon y los seis reanimadores, vestidos con guardapolvos de color verde con gorros de cirujano, la parte inferior de la cara cubierta por un bozal blanco, botas de algodón y de tela igualmente blancas, guantes de látex rosa, rodeaban la mesa de reanimación. Una manta termógena envolvía a la mujer hasta el ras del mentón. La máscara de oro aún cubría su cara. Por las aberturas de la cobija salían hilos multicolores que se conectaban a aparatos de medida, a las correas, los electrodos, las ventosas, las calibradoras aplicadas en diferentes lugares de su cuerpo helado.

Nueve técnicos, vestidos con guardapolvos amarillos y enmascarados como cirujanos, no sacaban los ojos de encima de los cuadrantes de los aparatos. Cuatro enfermeros y tres enfermeras de azul se mantenían cada uno en la proximidad de un médico, listos a obedecer rápidamente.

Labeau, reconocible por sus enormes cejas grises, se inclinó sobre la mesa y nuevamente trató de sacar la cáscara. Consiguió moverla, pero ésta parecía sujeta por una especie de eje central.

—¿Temperatura? —preguntó Labeau.

Un hombre de amarillo contestó:

—Cinco sobre cero.

—Soplador…

Una mujer de azul tendió la extremidad de un tubo flexible. Labeau lo introdujo entre la máscara y el mentón.

Presión cien gramos; temperatura más quince.

Un hombre de amarillo giró dos pequeños volantes y repitió las cifras.

—Mande —dijo Labeau.

Se oyó un ligero sonido silbante. Aire a quince grados fluía entre la máscara y el rostro de la mujer. Labeau se enderezó y miró a sus colegas. Su mirada era grave, al borde de la ansiedad. La mujer de azul, con una compresa de gasa le secó la frente mojada por gotas de sudor como perlas.

—¡Pruebe! —dijo Forster.

—Unos minutos —dijo Labeau—. Atención al top… top.

Fueron minutos interminables. Los veintitrés hombres y mujeres presentes en la sala, esperando. Sentían el corazón golpear en su tórax, y sentían el peso de su cuerpo endurecer sus pantorrillas como si fueran de piedra. La cámara 1 dirigida hacia la máscara de oro trasmitía la imagen gigantesca sobre la pantalla grande.

Un silencio total reinaba en la Sala de Conferencias, nuevamente llena hasta reventar. El difusor trasmitía las respiraciones demasiado rápidas detrás de las máscaras de hilo, y el largo soplo debajo de la máscara de oro.

—¿Cuánto? —dijo la voz de Labeau.

—Tres minutos y diecisiete segundos —dijo un hombre de amarillo.

—Pruebe —dijo Labeau.

Se inclinó nuevamente sobre la mujer, introdujo la punta de los dedos bajo la máscara, y apoyó suavemente sobre el mentón.

El mentón cedió lentamente. La boca, que no se podía ver, debía estar abierta. Labeau tomó la máscara con sus dos manos, y de nuevo, muy lentamente, trató de levantarla. Ya no hubo más resistencia…

Labeau suspiró, y bajo sus gruesas cejas sus ojos sonrieron. Con el mismo movimiento, sin apuro, consintió levantando la máscara.

—Era bien lo que pensábamos —dijo—, máscara de aire u oxígeno. Ella tenía un cabo dentro de la boca…

Levantó totalmente la máscara y la dio vuelta. Efectivamente, en el sitio de la boca se encontraba una protuberancia hueca, con un reborde, en material traslúcido que parecía elástico.

—¿Ven ustedes? —dijo a sus colegas, mostrándoles él a todos el interior de la máscara—. Pero ninguno miró. Miraban la cara.

Primero vi tu boca abierta. El hueco oscuro de tu boca abierta, y el festón casi trasparente de los dientes delicados que se veían arriba y abajo, sobrepasando apenas el borde de tus labios pálidos. Comencé a temblar. He visto, en el hospital, demasiadas bocas así abiertas, las bocas de los cuerpos cuyas células acaban de abandonar de golpe el soplo de la vida, y que súbitamente no son más que carne vacía, presa de la ley de gravedad.

Pero Moissov ha colocado su mano como una copa bajo tu mentón, ha cerrado suavemente tu boca, ha esperado un segundo, y ha retirado su mano.

Y tu boca permaneció cerrada.

Su boca cerrada —nacarada por el frío y la sangre que se había retirado— era como el borde de una concha frágil. Sus párpados eran como largas hojas cansadas, cuyas líneas de pestañas y cejas les dibujaban el contorno con un trazo de sombra dorada. Su nariz era delgada, derecha, con aletas ligeramente curvadas y bien abiertas. Su pelo castaño cálido parecía frotado con una luz de oro. Rodeaban su cabeza unas ondulaciones chicas con reflejos de sol, que cubrían en parte la frente y las mejillas y no dejaban aparecer de las orejas más que el lóbulo izquierdo, como un pétalo, en el hueco de un bucle.

Hubo un gran suspiro de hombre que trasmitió el micrófono, y con el cual la Traductora no supo qué hacer. Haman se inclinó, apartó el cabello y comenzó a colocar los electrodos del encefalógrafo.

El sótano del International Hotel de Londres era a prueba de la bomba A, pero no de la H; de cenizas radioactivas, pero no de un impacto directo suficientemente sólido para dar satisfacción a una clientela rica que exigía la seguridad al mismo tiempo que el confort, visiblemente blindado como para asegurar la protección e inspirar confianza. El Sótano del International Hotel de Londres, por su arquitectura, sus burletes y su hormigonado, reunía las condiciones ideales de volumen, de insonorización y de fealdad para convertirse en un «shaker».

Así es como llamaban a las salas de más en más vastas donde se reunían los jóvenes, chicas y muchachos de todas las clases sociales, de riqueza, y de todo grado de mentalidad, para entregarse en común a bailes frenéticos.

Ellos y ellas, llevados por su instinto hacia un nuevo alumbramiento, se encerraban, antes de la expulsión, dentro de matrices cálidas y semioscuras, donde, sacudidos por pulsaciones sonoras, perdían los últimos fragmentos de prejuicios y de convencionalismos que aún les quedaban adheridos aquí y allá en las articulaciones, en el sexo o en el cerebro.

El sótano del International, de Londres era el más vasto shaker de Europa y uno de los más «calientes».

Seis mil muchachos y chicas. Una sola orquesta, pero doce parlantes iónicos sin membrana que hacían vibrar en bloque el aire del sótano como si fuera el interior de un saxo-tenor. Y Yuni, el patrón, el animador, el gallo de Londres, 16 años, pelo cortado al ras, anteojos gruesos como un terrón de azúcar, un ojo bizco, otro desorbitado. Yuni, que había convencido al consejo de Administración del hotel que le alquilaran el sótano, estaba allí. Ni una nota llegaba hasta la clientela que comía o dormía en los pisos. Pero ella bajaba a veces para hacerse sacudir las tripas, y volvía maravillada y espantada por el espectáculo de esta juventud al estado de materia prima, en su efervescente gestación. Yuni de pie frente al teclado de la sonoridad, en el púlpito de aluminio colgado de la pared por encima de la orquesta, una oreja escondida por un enorme audífono como una coliflor, escuchaba todas las orquestas del éter, y cuando encontraba una animada, la conectaba sobre los altoparlantes en lugar de la orquesta de ellos. Con los ojos cerrados, escuchaba: con una oreja, el enorme ruido del sótano, con la otra, tres compases, veinte compases, dos compases recogidos del inasequible. De vez en cuando, sin abrir ni un ojo, daba un grito agudo y largo que chisporroteaba sobre el ruido de fondo como vinagre en una plancha de freír. De pronto, abrió desmesuradamente los ojos, cortó la sonoridad, y gritó:

—¡Listen! ¡Listen!

La orquesta calló. Seis mil cuerpos sudorosos se reencontraron de pronto en el silencio y la inmovilidad. Mientras que tras el estupor, la conciencia comenzaba a renacerles. Yuni continuaba:

—¡News of the frozen girl!

Silbidos, insultos. ¡Cállate! ¡Nos jodemos! Anda a calentarlas ¡Que revientes!

Yuni gritó:

—¡Bandada de ratas! Escuchen.

Conectó la B.B.C. En los doce altoparlantes, la voz del locutor de turno.

Llenó el aire del sótano con una vibración muy elevada:

—Estamos difundiendo por segunda vez el documento que nos ha llegado del punto 612. Constituye ciertamente la noticia más importante del día… Escupidas. Silencio. El cielo entró en el sótano con el increíble frotar lejano de una multitud que camina descalza en la noche: el ruido de las estrellas…

Luego la voz de Hoover. Como jadeante. Quizá asma. 0 el corazón envuelto en demasiada grasa y emoción.

—Acá EPI, en el punto 612. Hoover habla. Soy feliz… muy feliz… de leerles el comunicado siguiente proveniente de la sala de operación.

«El proceso de reanimación del sujeto femenino prosigue normalmente. Hoy, 17 de noviembre, a las 15 y 52, hora local, el corazón de la joven mujer ha recomenzado a latir…»

El sótano estalló en un rugido. Yuni aulló más fuerte.

—¡Cállense! ¡Ustedes no son más que prostitutos!

—¿Dónde están sus almas? ¡Escuchen!

Le obedecieron. Obedecían A la voz como a la música. Con tal de que fuese fuerte. Silencio. La voz de Hoover.

—… primeros latidos del corazón de esta mujer han sido grabados. No había latido desde 900.000 años. Escúchenlo…

Esta vez, verdaderamente, los 6000 callaron. Yuni cerré los ojos, la cara iluminada. Escuchaba la misma cosa en los oídos. Oía:

Silencio.

Un golpe sordo: Vum… Uno sólo.

Silencio Silencio Silencio…

Vum…

Silencio, Silencio.

Vum…

Vum…

Vum… vum vum, vum, vum…

El baterista de la orquesta contestó, suavemente en contrapunto, con el pie, con su caja. Luego le incorporó la punta de los dedos. Yuni superpuso la orquesta y las ondas. El contrabajo se agregó a la batería y al corazón. El clarinete gritó una larga nota, después prorrumpió en una alegre improvisación. Las seis guitarras eléctricas y los doce violines de acero se desencadenaron. El baterista golpeó sucesivamente sobre todos los tambores.

Yuni gritó como desde un minarete:

—¡She's awaaake!… ¡Vum! ¡Vum! ¡Vum!

Los 6000 cantaron:

—¡She's awake!… ¡She’s awake!…

Los 6000 cantaban, bailaban, al ritmo del corazón que acaba de nacer.

Así nació el wake, el baile del despertar. Que los que quieran, que bailen. Que los que pueden despertarse se despierten.

No. Ella no estaba despierta. Sus largos párpados aún los tenía bajos sobre un sueño interminable. Pero su corazón latía con un poderío tranquilo, sus pulmones respiraban con calma, su temperatura subía poco a poco hacia la de la vida.

—¡Atención! —dijo Labeau— inclinado sobre el encefalógrafo. Pulsaciones irregulares… ¡está soñando!

¡Ella soñaba! Un sueño la había acompañado, acurrucado, helado en algún sitio de su cabeza, y ahora calentado, volvía a florecer. ¿Florecer en qué imágenes pasmosas? ¿Rosas o negras? ¿Sueño o pesadilla? Las pulsaciones del corazón subieron bruscamente de 30 a 45, la presión sanguínea dio un repunte, la respiración se aceleró y se hizo regular, la temperatura ascendió a 36 grados.

—¡Atención! —dijo Labeau—. Pulsaciones de predespertar. ¡Ella sé va a despertar! ¡Se despierta! Retire el oxígeno.

Simon quitó el inhalador y se lo tendió a una enfermera. Los párpados de la mujer se estremecieron. Una delgada ranura sombreada apareció debajo de los párpados.

—¡La vamos a asustar! —dijo Simon.

Arrancó el bozal de cirujano que le ocultaba la parte inferior de la cara. Todos los médicos lo imitaron.

Lentamente, los párpados se levantaron. Los ojos aparecieron increíblemente grandes, El blanco era muy claro, muy puro. El iris dilatado, un poco eclipsado por el párpado superior, era de un azul de cielo de noche de verano, sembrado de lentejuelas de oro.

Los ojos permanecían fijos, miraban al techo que realmente no veían. Luego hubo una especie de crujido, ella frunció el ceño, sus ojos se movieron, miraron y vieron. Primero vieron a Simon, después a Moissov, Labeau, las enfermeras, todo el mundo. Una expresión de estupor invadió el rostro de la mujer. Trató de hablar, entreabrió la boca, pero no consiguió dominar los músculos de su lengua y de su garganta. Emitió una especie de tos. Hizo un enorme esfuerzo para levantar un poco la cabeza, y miró todo. Ella no comprendía dónde estaba y tenía miedo, y nadie podía hacer algo para tranquilizarla. Moissov le sonrió. Simon temblaba de emoción. Labeau comenzó a hablarle muy suavemente. Recitaba dos versos de Racine, las palabras más armoniosas que idioma alguno haya jamás reunido: «Ariana, mi hermana, de qué amor herida…»

Era la canción del verbo, perfecta y apaciguadora. Pero la mujer no la escuchaba. Se veía el horror que la sumergía. Trató nuevamente de hablar, sin conseguirlo. Su mentón se puso a temblar. Cerró otra vez los párpados y su cabeza rodó hacia atrás.

—¡Oxígeno! —ordenó Labeau—. ¿El corazón?

—Con regularidad. Cincuenta y dos… —dijo un hombre de amarillo.

—Desvanecida… —dijo Van Houcke—. Le hemos dado un tremendo susto… ¿Qué se esperaba encontrar?

—Es como si durmieran a su hija y que ésta se despertase en medio de una banda de brujos papúas… —dijo Forster.

Los médicos decidieron aprovechar su desvanecimiento para transportarla a la superficie, donde una sala más confortable la esperaba en la enfermería. Fue introducida en una especie de capullo de plástico trasparente con doble pared aislante, alimentado con aire por una bomba. Y cuatro hombres la llevaron al ascensor.

Todos los fotógrafos de la prensa abandonaron la sala del Consejo para precipitarse a su encuentro. Los periodistas estaban ya en las cabinas de radio telefoneando al mundo lo que habían visto y lo que no habían visto. La pantalla grande mostraba los hombres de amarillo secándose sus bozales, desconectando sus aparatos. Lanson borró la imagen de la sala de trabajo, y la reemplazó por la que mandaba la cámara de vigilancia del interior del Huevo.

Leonova se levantó bruscamente:

—¡Miren! —dijo, apuntando a la pantalla con su dedo—. Señor Lanson, céntrela sobre el zócalo izquierdo.

La imagen del zócalo vacío giró sobre su eje, se agrandó y se dibujó detrás del ligero velo de bruma. Se vio entonces que uno de sus costados faltaba. Toda una pared vertical se había hundido en el suelo, dejando en descubierto una especie de estanterías metálicas sobre las cuales estaban posados objetos de formas desconocidas.

En la sala de operaciones, la mujer ya no estaba, pero los objetos encontrados en el zócalo la reemplazaban sobre la mesa de reanimación. Habían retomado una temperatura normal. Constituían, en cierta forma, el «equipaje» de la viajera dormida.

Ya no eran los médicos quienes rodeaban la mesa, sino los sabios más susceptibles por su especialidad, de comprender el uso y el funcionamiento de esos objetos.

Leonova tomó con precaución una cosa que parecía ser una vestimenta doblada y la desdobló. Era un rectángulo de una cosa que no era ni papel ni género, de color anaranjado, con motivos amarillos y rojos. El frío absoluto la había guardado en un estado de conservación perfecta. Era flexible, liviana, tenía «caída», y parecía resistente. Había varios; de colores, formas y dimensiones diferentes. Sin mangas, ni abertura de ninguna especie, ni botones ni broches, ni lazos, absolutamente ningún medio para «ponérselos» o sujetarlos.

Se pesaron, se midieron, se numeraron, se fotografiaron, se tomaron muestras microscópicas con fines de análisis, y se pasó al objeto siguiente.

Era un cubo de puntas redondeadas, de 22 centímetros de arista. Llevaba, adosado a una de sus caras, un tubo hueco colocado en diagonal. El todo era compacto, hecho de un material sólido y liviano, de un gris muy claro. Hoi-To, el físico, lo tomó en la mano, lo observó largamente, y luego miró otros objetos.

Había una caja sin tapa que contenía varillas octogonales de diferentes colores. Tomó una y la introdujo en el tubo hueco adosado al cubo. En seguida, una luz nació dentro del objeto, y lo iluminó suavemente.

Y el objeto suspiró…

Hoi-To tuvo una sonrisa forzada. Sus delicadas manos posan el tubo sobre la mesa blanca.

Ahora el objeto hablaba. Una voz femenina hablaba en voz baja en un idioma desconocido. Una música se oyó, como el soplo de un viento ligero en un bosque poblado de pájaros y arpas. Y sobre la cara superior del cubo, como proyectada desde el interior, una imagen apareció: el rostro de la mujer que hablaba. Se parecía a la que habían encontrado en el Huevo, pero no era ella.

Sonrió y se borró, reemplazada por una flor extraña, que se fundió a su vez en un color movedizo. La voz de la mujer continuaba. No era una canción, no era un relato, era a la vez el uno y el otro, era simple y natural como el sonido de un arroyo o de la lluvia. Y todas las caras del cubo se iluminaron por turno o juntas, mostrando una mano, una flor, un sexo, un pájaro, un seno, un rostro, un objeto que cambiaba de forma y de color, una forma sin objeto, un color sin forma.

Todos miraban, escuchaban, embargados. Era desconocido, inesperado, y al mismo tiempo los afectaba profunda y personalmente, como si este conjunto de imágenes y de sonidos hubiera sido compuesto especialmente para cada cual, según sus aspiraciones secretas y profundas, al través de todas las conversaciones y barreras.

Hoover se agitó, carraspeo y tosió.

—Extrañó transistor —dijo—. Paren ese chirimbolo.

Hoi-To retiró la varilla del tubo. El cubo se apagó y calló.

En la pieza de la enfermería calentada a 30 grados, la mujer desnuda.

La mujer nuevamente desnuda estaba, tendida sobre una cama estrecha.

Electrodos, placas, brazaletes fijos en sus muñecas, en sus sienes, en sus pies, en sus brazos, la conectaban por espirales y zig-zags de hilos, a los aparatos de vigilancia.

Los masajistas masajeaban los músculos de sus muslos. Un masajista lo hacía con los músculos de sus mandíbulas. Una enfermera pasaba sobre su cuello un emisor de rayos infrarrojos. Van Houcke le palpaba suavemente la pared del vientre. Los médicos, las enfermeras, los técnicos, traspirando en la atmósfera recalentada, nerviosos por este desvanecimiento que se prolongaba, miraban, esperaban, daban su opinión en voz baja. Simon miraba a la mujer, miraba a los que la rodeaban, que la tocaban. Apretaba los puños y las mandíbulas.

—Los músculos responden —dijo Van Houcken—. Se diría que está consciente…

Moissov vino a la cabecera de la cama, se inclinó sobre la mujer, levantó un párpado, el otro…

—¡Está consciente! —dijo—. Cierra los ojos voluntariamente… Ya no está ni desvanecida ni dormida.

—¿Por qué cierra los ojos? —preguntó Forster.

Simon explotó:

—¡Porque tiene miedo! ¡Si queremos que deje de tener miedo, hay que dejar de tratarla como un animal de laboratorio!

Hizo un gesto como para borrar las cinco personas reunidas alrededor de la cama.

—Quítense de ahí. ¡Déjenla tranquila! —dijo.

Van Houcken protestó, Labeau dijo:

—Puede ser que tenga razón… Ha estudiado dos años psicoterapia con Perier… Quizá está más calificado que nosotros, ahora… Vamos, saquen todo eso…

Ya, Moissov sacaba los electrodos del encefalograma. Los enfermeros liberaban el cuerpo extendido de todos los otros hilos que partían hacia él como una presa en una telaraña. Simon tomó la sábana empujada hacia atrás y la subió delicadamente hasta los hombros de la mujer, dejando los brazos afuera. Ella tenía en el dedo del medio de la mano derecha, un pesado anillo cuyo chatón tenía la forma de una pirámide truncada. Simon tomó la otra mano entre las suyas, la mano izquierda, la mano sin anillo, y la retuvo en las suyas como se tiene un pájaro perdido que uno trata de tranquilizar.

Labeau, sin ruido, hizo salir los enfermeros, los masajistas y los técnicos.

Deslizó una silla cerca de Simon, retrocedió hasta la pared e hizo signos a los otros médicos de imitarlo. Van Houcken se encogió de hombros y salió.

Simon se sentó, descansó sobre la cama sus manos, que tenía siempre tomadas a la de la mujer, y comenzó a hablar. Muy suavemente, casi cuchicheando. Muy suavemente, muy cálidamente, muy tranquilamente, como a un niño enfermo al cual hay que llegar a través de los terrores del sufrimiento y de la fiebre.

—Nosotros somos sus amigos… —dijo él—. Usted no comprende lo que yo le digo, pero comprende que le hablo como a un amigo… Somos sus amigos… Puede abrir los ojos… Puede mirar nuestras caras… No queremos sino su bien… Se puede despertar… Somos sus amigos… Queremos hacerla feliz… La queremos…

Ella abrió los ojos y lo miró.

Abajo, habían examinado, pesado, medido, fotografiado diversos objetos de los cuales habían comprendido o no su uso. Era ahora el turno de una especie de guante mitón de tres dedos, el pulgar, el índice y uno más grande para el dedo del medio, el anular y el auricular juntos. Hoover levantó el objeto.

—Guante para la mano izquierda —dijo, presentando el guante a la cámara registradora.

Buscó con la mirada el de la derecha. No había.

—Rectificación —dijo—. ¡Guante para manco!…

Empujó su mano izquierda al interior del mismo, quiso doblar los dedos. El índice quedó rígido, el pulgar giró, los otros tres dedos solidarios se replegaron hacia la palma. Hubo un choque amortiguado, luminoso y sonoro, y un aullido. El rumano Ionescu, que trabajaba frente a Hoover, volaba por los aires, los brazos abiertos, las piernas torcidas, como proyectado por una fuerza enorme, e iba a estrellarse contra aparatos que destrozó.

Hoover estupefacto, levantó su mano para mirarla. En un estrépito desgarrador, la parte superior del muro de enfrente y la mitad del techo fueron pulverizados.

Él tuvo justamente el reflejo acertado, justo antes de hacer volar el resto del techo y su propia cabeza, estiró los dedos…

El aire cesó de ser rojo.

—¡Well now!… —dijo Hoover. Tenía al extremo de su brazo estirado, como un objeto extraño y horrible, su mano izquierda enguantada.

Ésta temblaba.

—A weapon… —dijo.

La Traductora tradujo en diecisiete idiomas:

—Un arma…

Ella había vuelto a cerrar los ojos, pero ya no era para esconderse, era por lasitud. Parecía abrumada por un cansancio infinito.

—Habría que alimentarla —dijo Labeau—. ¿Pero cómo saber lo que comían?

—Ustedes la han visto todos bastante para saber que es mamífero —dijo Simon furioso.

—¡Leche!

Se calló de golpe. Todos estuvieron atentos: ella hablaba.

Sus labios se movían. Hablaba con una voz muy débil.

Paraba. Volvía a empezar. Adivinaban que repetía la misma frase. Abrió sus ojos azules, y el cielo pareció haber llenado el cuarto. Miró a Simon y repitió su frase. Frente a la evidencia de que no tenía ninguna posibilidad de hacerse comprender, volvió a cerrar los ojos y calló.

Una enfermera trajo un bol con leche tibia. Simon la agarró, y tocó suavemente con su tibieza el dorso de la mano que descansaba sobre la sábana.

Ella lo miró. La enfermera le levantó el busto y la sostuvo. Quiso tomar el bol, pero los delicados músculos de sus manos no habían aún vuelto a encontrar su fuerza. Simon alzó el bol hacia ella. Cuando el olor de la leche llegó a su nariz, tuvo un sobresalto, una mueca de asco, y se echó hacia atrás.

Miraba alrededor suyo y repetía la misma frase. Buscaba visiblemente designar alguna cosa…

—¡Es agua! ¡Quiere agua! —dijo Simon, súbitamente captado por la evidencia.

Era justamente lo que quería. Bebió un vaso y la mitad de otro.

Cuando se hubo acostado nuevamente, Simon puso su mano sobre su propio pecho y dijo suavemente su nombre.

Repitió dos veces el gesto y el nombre. Ella comprendió. Mirando a Simon, levantó la mano izquierda, la posó sobre su propia frente y dijo:

—Eléa.

Sin dejar de mirarlo, volvió a repetir su gesto y dijo suavemente:

—Eléa…

Los hombres que habían retirado el cuerpo de Ionescu para llevárselo, tuvieron la impresión de recoger un sobre de caucho lleno de arena y pedregullo. Tenía justo un poco de sangre en las fosas nasales y en la comisura de los labios, pero todos sus huesos estaban quebrados, y el interior de su cuerpo reducido a una papilla.

Habían pasado varios días desde entonces, pero Hoover se sorprendía todavía mirándose furtivamente la mano izquierda, y doblando tres dedos hacia la palma, el índice y el pulgar tensos. Si entonces se encontraba en la proximidad de una botella de Bourbon, o en su defecto de una de scotch, o aún de un cognac cualquiera, se apresuraba en buscar allí un reconfortante, del cual tenía gran necesidad. Le era necesario todo su voluminoso optimismo para soportar la fatalidad que había hecho de él, dos veces, en pocas semanas, un asesino. Por supuesto que hasta entonces él no había matado a nadie, pero tampoco había matado nada, ni un conejo en una cacería, ni un gobio pescando, ni una mosca, ni una pulga.

El arma y los objetos todavía no examinados habían sido prudentemente colocados en el zócalo donde habían sido encontrados. Los compañeros reconstruían la sala de reanimación y los técnicos reparaban lo que podía serlo, pero varios aparatos estaban enteramente destruidos, y había que esperar que fuesen reemplazados para comenzar operaciones sobre el segundo ocupante del Huevo.

La mujer —Eléa— puesto que ese parecía ser su nombre rehusaba todos los alimentos. Se probó de introducirle una papilla en el estómago por medio de una sonda.

Ella se debatió tan violentamente que hubo que maniatarla. Pero no consiguieron abrir las mandíbulas. Hubo que hacer penetrar la sonda por la nariz. Apenas estuvo la papilla en su estómago, la vomitó.

Simon, en un principio, había protestado contra esas violencias, luego se había resignado. El resultado lo convenció que él había tenido razón y que ése no era el buen método. Mientras sus colegas llegaban a la conclusión que el sistema digestivo de la mujer del pasado no estaba hecho para digerir los alimentos del presente, y analizaban la papilla devuelta en la esperanza de encontrar algún dato sobre su jugo gástrico, él se repetía la única pregunta que, a su modo de ver, contaba:

—Cómo, cómo, ¿cómo comunicar?

Comunicarse, hablarle, escucharla, comprenderla, saber qué cosas le hacían falta. ¿Cómo, cómo hacer?

Oprimida en su chaleco de fuerza, los brazos y los muslos sujetos por correas, ella ya no reaccionaba más. Inmóvil, los párpados de nuevo cerrados, sobre el inmenso cielo de sus ojos, parecía haber llegado al límite del miedo y de la resignación. Una aguja hueca hundida en el pliegue del codo de su brazo derecho, dejaba fluir lentamente en sus venas el suero alimenticio contenido en una ampolla sostenida en el poste de la cama. Simon miró con odio este aparejo bárbaro, atroz, que era sin embargo el solo medio de retardar el momento en que moriría de hambre. Él no podía aguantar más. Había que…

Salió bruscamente del cuarto, luego de la enfermería.

Tallada en el interior del hielo, una vía de once metros de ancho por trescientos metros de largo servía de columna vertebral a EPI 2. Le habían puesto el nombre de Avenida Amundsen, en homenaje al primer hombre que llegó al Polo Sur. El primero por lo menos hasta aquí se creía. Calles cortas, y las puertas del edificio se abrían a la izquierda y a la derecha. Algunas pequeñas plataformas eléctricas, bajas, con gruesos neumáticos amarillos, servían para transportar el material, según la necesidad. Simon saltó sobre una de ellas, abandonada cerca de la puerta de la enfermería y apoyó sobre la palanca. El vehículo se puso en movimiento con un ronroneo de gato gordo saciado de lauchas. Pero no pasaban de quince kilómetros por hora. Simon saltó sobre la nieve áspera y se puso a correr. La Traductora estaba casi a la extremidad de la avenida. Luego estaba la Pila Atómica, después de un viraje de ciento veinte grados.

Penetró en el complejo de la Traductora, abrió seis puertas antes de encontrar la buena, respondiendo con un gesto de fastidio a los "¿Usted desea?" y al fin se detuvo dentro de una pieza estrecha cuya pared del fondo, la pared de la banquisa, estaba acolchada de espuma de goma y de plástico y cubierta de lana. Otra pared era de vidrio y otra de metal. Frente a éste se extendía una consola cubierta como de mosaicos con cuadrantes, botones, palancas, indicadores luminosos, micrófonos, pulsadores, tabletas extensibles. Frente a la consola, un sillón de ruedas, y sobre el asiento, Lukos, el filósofo turco.

Tenía la inteligencia de un genio en un cuerpo de estibador. Aún sentado, daba la impresión de una fuerza prodigiosa. El asiento desaparecía bajo la masa de músculos de sus nalgas. Parecía capaz de llevar sobre sus espaldas un caballo o un buey, o los dos a la vez.

Es él quien había concebido el cerebro de la Traductora. Los americanos no lo creyeron posible, los europeos no habían podido, los rusos habían desconfiado, los japoneses lo habían adoptado y le habían dado todos los medios necesarios. El ejemplar del EPI 2 era el décimo segundo que había sido puesto en servicio desde hacía tres años y era el más perfeccionado. Traducía a diez y siete idiomas, pero Lukos por su parte conocía unos diez, o quizás veinte veces más. Era un genio para el lenguaje como Mozart lo había sido para la música. Frente a una lengua nueva, le bastaba un documento, una referencia permitiendo una comparación, y algunas horas para adivinar y súbitamente comprender su estructura, y familiarizarse con su vocabulario. Y sin embargo luchaba en vano frente al de Eléa.

Disponía de dos elementos de trabajo que estaban ahí, colocados frente a él: el cubo cantante, y otro objeto, no más grande que un libro de bolsillo. Sobre uno de sus lados chatos se desenvolvía una banda luminosa cubierta de líneas regulares. Cada línea estaba compuesta de una seguidilla de signos que parecían constituir una escritura. Imágenes visibles en tres dimensiones, representando personas en acción, acaban de hacer de este objeto el equivalente de un libro ilustrado.

—¿Entonces? —preguntó Simon.

Lukos se encogió de hombros. Desde hacía dos días, dibujaba sobre la pantalla registradora de la Traductora unos grupos de signos que parecían no tener ninguna vinculación los unos con los otros. Este extraño idioma parecía compuesto de palabras todas diferentes y que no se repetían jamás.

—Hay algo que se me escapa —gruñó—. Y a ésta también. Palmeó con su pesada mano el metal de la consola, luego deslizó una varilla en el estuche del cubo musical. Esta vez fue una voz de hombre que se puso a hablar-cantar, y el rostro que apareció era el de un hombre, imberbe, con grandes ojos azul claro, y pelo negro cayéndole hasta los hombros.

Puede ser que la solución esté ahí, dijo Lukos. La máquina ha registrado todas las varillas. Hay 47. Cada una incluye miles de sonidos. La escritura tiene más de diez mil palabras diferentes. ¡Qué cantidad de palabras!…

—Cuando haya terminado de hacérselas tragar, tendrá que compararlas, una por una, y por grupos, con cada sonido y cada grupo de sonidos, hasta que ella encuentre una idea general, una regla, un camino, algo para seguir. La ayudaré, por supuesto, examinando las hipótesis y proponiéndole algunas. Y las imágenes nos ayudarán a los dos…

—¿Dentro de cuánto tiempo piensa llegar a un resultado? —preguntó Simon con ansiedad.

—Puede ser algunos días… Algunas semanas si farfullamos.

—¡Ella se habrá muerto —gritó Simon—, o vuelto loca! ¡Hay que acertar en seguida! ¡Hoy, mañana, dentro de algunas horas! Sacuda usted sus máquinas ¡Movilice toda la base! ¡Hay bastantes técnicos, aquí!

Lukos lo miró como Menuhin lo haría si alguien le pidiese que sacuda su Estradivarius para hacerlo tocar más ligero un «prestissimo» de Paganini.

Mi máquina hace lo que ella sabe hacer —dijo—. No son técnicos lo que necesitaría. Tiene bastantes. Necesitaría cerebros…

—¿Cerebros? ¡No hay un lugar del mundo donde los encontrará reunidos mejores que acá! Voy a pedirle al Consejo una reunión inmediata. Usted expondrá sus problemas…

—Son cerebros pequeños, doctor, pequeñísimos cerebros de hombres. Necesitarían siglos de discusiones antes de ponerse de acuerdo sobre el sentido de una coma… Cuando digo cerebro, es al de ésta que pienso —acarició nuevamente el borde de la consola, y agregó— y a sus semejantes.

Un nuevo S.O.S. partió de la antena EPI 1. Pedía la colaboración inmediata de los más grandes cerebros electrónicos del mundo.

Las contestaciones llegaron en seguida y de todos lados. Cada ordenador disponible fue puesto a la disposición de Lukos y de su equipo. Pero los que estaban disponibles no eran evidentemente ni los más grandes ni los mejores. Para éstos últimos se consiguieron promesas. En cuanto tuvieran un instante libre, entre dos programas, con el mayor gusto, se haría lo imposible, etc.

Simon hizo entrar tres cámaras en el cuarto de Eléa. Hizo apuntar una sobre el pliegue del codo donde se hundía la aguja dispensadora del suero del último recurso, la otra sobre los ojos cerrados, con las mejillas ahora hundidas, la tercera sobre el cuerpo de nuevo desnudo, y trágicamente enflaquecido.

Hizo mandar esas imágenes sobre la antena de EPI 1, hacia Trio, hacia los ojos y las orejas de los hombres. Y habló:

—Ella va a morir —dijo—. Va a morir porque no la comprendemos. Se muere de hambre, y la dejamos morir porque no la comprendemos cuando nos dice con qué la podríamos alimentar. Va a morir porque aquellos que podrían ayudarnos a comprenderla, no quieren distraer un minuto de tiempo de sus preciosos ordenadores, ocupados en comparar el precio de costo de un bulón de cabeza octogonal, con el de uno de cabeza hexagonal, o a calcular la mejor distribución de los controles de venta de pañuelos de papel según el sexo, la edad y el color de los habitantes.

—Mírenla, mírenla bien, no la verán más, va a morir… Nosotros los hombres de hoy, hemos movilizado un poderío enorme y las más grandes inteligencias de nuestro tiempo para ir a buscarla en su sueño en el fondo del hielo, y para matarla. ¡Deberíamos tener vergüenza!

Calló un momento, y repitió con voz queda y agobiada:

—Deberíamos tener vergüenza…

John Gartner, P.D.G. de la Mecánica y Electrónica Internacional, vio la emisión en su jet particular. Iba de Detroit a Bruselas. Daba instrucciones a los colaboradores que lo acompañaban y a los que recibían, de lejos, su conversación en código. Pasaba a 30.000 metros por encima de las Azores.

Estaba tomando su desayuno. Acababa de sorber con una pajita la yema de un huevo pasado por agua cocido en una envoltura esterilizada trasparente. Estaba ahora ocupado con el jugo de naranja y el whisky. Dijo:

—This boy is right. Vergüenza debemos tener si no hacemos nada.

Dio inmediatamente orden de poner a la disposición de EPI todas las grandes calculadoras del Trust. Había siete en América, nueve en Europa, tres en Asia y una en África.

Sus colaboradores enloquecidos le expusieron que iba a causar perturbaciones espantosas en todos los dominios de la actividad de la firma. Luego necesitarían meses para reponerse. Y habría estragos que no se podrían reparar.

—No importa —dijo—. Vergüenza debemos tener si no hacemos nada.

Era un hombre, y verdaderamente sentía vergüenza. Era igualmente un hombre eficaz, y un hombre de negocios. Dio instrucciones para que su decisión fuera llevada al conocimiento de todo el mundo por todos los medios, y en seguida los resultados fueron los siguientes:

En el dominio de los negocios, la popularidad y las ventas de la mecánica y electrónica intercontinental aumentaron el 17%.

En el dominio de la eficacia, la decisión de P.D.G. de la M.E.1 produjo una reacción en cadena. Todos los grandes trusts mundiales, los centros de investigación, las universidades, los ministros, el Pentágono mismo y el Buró Ruso de Balística hicieron saber a Lukos, en las horas siguientes, que sus cerebros electrónicos estaban a su disposición. Que tuviera a bien, solamente, si ello era posible, apurarse.

Era una recomendación irrisoria. Todos, en 612, sabían que luchaban contra la muerte. Eléa se debilitaba de hora en hora. Había aceptado probar otros alimentos, pero su estómago no los aceptaba. Y ella repetía todo el tiempo la misma seguidilla de sonidos que parecían componer dos palabras, quizás tres. Para comprender esas tres palabras, la totalidad de los más sutiles técnicos de todas las naciones trabajaban para ello.

Del extremo de la Tierra, Lukos probó y con éxito la más fantástica asociación. Sobre sus indicaciones, todas las grandes calculadoras fueron enlazadas las unas con las otras, por hilo, sin hilo, ondas, imágenes, ondas sonoras, con relee, de todos los satélites estacionarios. Durante algunas horas, los grandes cerebros al servicio de firmas competidoras, de estados mayores enemigos, de ideologías opuestas, razas con odios, estuvieron unidas en una sola inmensa inteligencia que circundaba la Tierra entera y el cielo alrededor suyo, con la red de sus comunicaciones nerviosas, y que trabajaba con toda su capacidad inimaginable sobre el objetivo minúsculo y totalmente desinteresado de comprender tres palabras.

Para comprenderlas, era preciso saber todo el idioma desconocido. Extenuados, sucios, los ojos enrojecidos de sueño, los técnicos de la Traductora y los de las emisoras y receptoras de EPI 1 luchaban contra los segundos y contra lo imposible. Sin parar, inyectaban en los circuitos del Cerebro Total, jornadas nuevas de datos y problemas, todos aquellos que la Traductora había examinado ya, y las nuevas hipótesis de Lukos. El cerebro genial de este último se había dilatado a la medida de su inmenso homólogo electrónico. Se comunicaba con él a una velocidad inverosímil, frenada únicamente por las exigencias de las emisoras y las estaciones de enlace contra las cuales se enfurecía. Le parecía que hubiera podido pasarse de ellas, entenderse directamente con el otro. Esas dos inteligencias extraordinarias, la que vivía y la que parecía viva, hacían algo más que comunicarse. Estaban en el mismo plano, por encima de los demás. Ellas se comprendían.

Simon iba de la enfermería a la Traductora, de la Traductora a la enfermería, impaciente, regalando a los técnicos extenuados que lo mandaban a pasear, y Lukos que ya ni le contestaba.

En fin, hubo un momento en que, bruscamente, todo se aclaró. Entre los millares de combinaciones, el cerebro encontró una lógica, sacó las conclusiones con la velocidad de la luz, las combinó y las probó, en menos de diecisiete segundos, entregó a la Traductora todos los secretos del idioma desconocido.

Luego se deshizo. A los relee se les cortó la corriente, los enlaces cayeron, la red nerviosa tejida alrededor del mundo se rompió y se reabsorbió. Del Gran Cerebro, no quedó más que sus ganglios independientes, vueltos a ser lo que eran antes, socialistas o capitalistas, comerciantes o militares, al servicio de intereses y de desconfianzas.

Entre las cuatro paredes de aluminio de la sala grande de la Traductora reinaba el más absoluto silencio. Los dos técnicos de servicio en las consolas registradoras, miraban a Lukos que posaba sobre la chapa receptora, la pequeña bobina donde estaban registradas las tres palabras de Eléa. Un micrófono las había recogido en su cuarto, tal como ella las pronunciaba, de menos en menos fuerte, de menos en menos a menudo…

Hubo un pequeño chasquido seco al colocarla en su lugar. Simon, con dos manos apoyadas sobre el respaldo de la silla de Lukos, se impacientaba una vez más.

—¡Entonces!…

Lukos bajó el conmutador de arranque. La bobina parecía hacer un cuarto de vuelta, pero ella ya estaba vacía y empezaba a tabletear. Lukos extendió la mano y desprendió la hoja sobre la cual la Traductora acababa de entregar, en un micro-segundo, la traducción del misterio.

Le echó una ojeada mientras que Simon se la arrancaba de las manos. Simon leyó la traducción francesa. Consternado, miraba a Lukos que meneó la cabeza. Éste había tenido tiempo de leer en albanés, inglés, alemán y árabe…

Retomó la hoja y leyó la continuación. Era la misma cosa. El mismo absurdo en diecisiete idiomas. No tenía más sentido en español que en ruso o chino. En francés daba: de comida-máquina.

Simon ya no tenía más la fuerza de hablar en voz alta.

—Vuestros cerebros… —dijo, su voz era casi un murmullo—, vuestros grandes cerebros… son mierda…

La cabeza gacha, la espalda encorvada, arrastró los pies hacia la pared más próxima, se arrodilló, se acostó, volvió la espalda a la luz y se durmió, la nariz en el rincón de aluminio.

Durmió nueve minutos. Despertó bruscamente y se levantó gritando:

—¡Lukos!…

Lukos estaba allí, ocupado inyectando en la Traductora pedazos del texto encontrados en el objeto «para leer», y descifrando las traducciones entregadas por la impresora.

Eran trozos de una historia de estilo sorprendente, desarrollándose en un mundo tan extraño que parecía fantástico.

—¡Lukos! —dijo Simon—, ¿hemos hecho todo eso para nada?

—No —dijo Lukos—, mire…

Le tendió las hojas impresas.

—¡Es texto, no es jeringonza! El Cerebro no era idiota, ni yo tampoco. Ha comprendido bien el idioma, y mi Traductora lo ha asimilado perfectamente. Usted ve ella traduce… fielmente… exactamente… de comida máquina.

—De comida máquina…

—Quiere decir algo… ¡Ella traduce palabras que quieren decir algo!…

—¡No comprendemos porque somos nosotros los idiotas!

—Creo… yo creo… —dijo Simon—. Escucha…

Al renacer su esperanza se puso de pronto a tutearlo como un hermano…

—¿Puedes conectar este idioma con alguno de tus largos de onda?

—No tengo ninguno libre…

—¡Libera uno! ¡Suprime una lengua!

—¿Cuál?

—¡No importa! ¡El coreano, el checo, el sudanés, el francés!

—Se pondrán furiosos.

—¡Mala suerte, mala suerte, que se enfurezcan! ¿Tú crees que es el momento para preocuparse de una furia nacional?

—¡Ionescu!

—¿Qué?

—Ionescu… Está muerto… ¡Era el único que hablaba rumano!

—Suprimo el rumano y tomo su largo de onda.

Lukos se levantó, su sillón gimió de felicidad.

—¡Aló!

El gigante turco gritaba en un teléfono interno, separado por medio tabique:

—¡Aló Haka!… ¡Duermes, bendito Dios! Rugió y se puso a insultarlo en turco.

Una voz somnolienta le contestó. Lukos le dio las instrucciones en inglés, luego se dio vuelta hacia Simon.

—Dentro de dos minutos está listo…

Simon se precipitaba hacia la puerta.

—¡Espera! —dijo Lukos.

Abrió un placard, tomó de un casillero un microemisor y un audífono con los colores rumanos, y se los tendió a Simon.

—Toma, para ella…

Simon tomó los dos aparatos minúsculos.

—Pon atención —dijo—, ¡que tu bendita máquina no se ponga a aullarle en el tímpanos!

—Lo prometo —dijo Lukos—. La vigilaré… Una suavidad… nada más que una suavidad…

Tomó en sus dos manos duras, como ladrillos articulados, las dos manos del que se había vuelto su amigo durante esas horas comunes de un monstruoso esfuerzo, y se las apretó afectuosamente.

—Te prometo… Anda.

Unos minutos más tarde, Simon entraba en el cuarto de Eléa, después de haber alertado a Labeau, quien alertaba a su vez a Hoover y Leonova.

La enfermera sentada a la cabecera de Eléa leía una novela de una colección sentimental. Se levantó al ver abrirse la puerta y le hizo a Simon señas de entrar en silencio. Tomó un aire profesionalmente preocupado al mirar la cara de Eléa. En realidad le importaba poco, estaba todavía absorbida en su libro, la confesión desgarradora de una mujer abandonada por tercera vez, sangraba con ella y maldecía a los hombres, comprendido también al que acababa de llegar.

Simon se acercó hacia Eléa cuyo rostro hundido por la desnutrición había conservado su color cálido. Las aletas de la nariz se habían vuelto traslúcidas. Los ojos estaban cerrados. La respiración levantaba apenas el pecho. Él la llamó suavemente por su nombre.

—Eléa… Eléa…

Los párpados se estremecieron ligeramente. Estaba consciente, ella lo oía.

Leonova entró seguida de Labeau y de Hoover que llevaba en la mano un fajo de ampliaciones fotográficas. Se las mostró de lejos a Simon. Este hizo con la cabeza un gesto de asentimiento, y concentró nuevamente toda su atención sobre Eléa. Posó la microemisora sobre la sábana azul muy cerca de la cara demacrada, levantó un bucle de cabellos sedosos, dejando al descubierto la oreja izquierda igual a una flor pálida, e introdujo delicadamente el audífono en la sombra rosada del conducto auditivo.

Eléa tuvo un principio de reflejo para sacudir la cabeza y rechazar lo que quizá fuera el comienzo de una nueva tortura, pero renunció, agotada.

Simon le habló en seguida, para tranquilizarla. Le dijo muy bajito, en francés:

—Usted me comprende… ahora me comprende…

Y en el oído de Eléa una voz masculina le cuchicheó en su idioma:

—… ahora usted me comprende… me comprende y yo puedo comprenderla…

Los que observaban vieron su respiración detenerse, luego continuar.

Leonova, llena de compasión, se acercó a la cama, tomó la mano de Eléa y comenzó a hablarle en ruso con todo el calor de su corazón.

Simon levantó la cabeza, la miró con ojos feroces y le hizo señas de que se retirara. Ella obedeció, un poco desconcertada. Simon tendió la mano hacia las fotos. Hoover se las entregó.

Hubo en el oído izquierdo de Eléa una ola de compasión soltada a toda velocidad por una voz femenina que ella comprendía: y en su oído derecho un torrente rocoso que ella no comprendía: Después un silencio. Luego la voz masculina siguió:

—¿Puede usted abrir los ojos?… ¿Puede abrir los ojos?… Pruebe…

Él calló. Ellos la miraron. Sus párpados temblaban.

—Pruebe… Otra vez… Nosotros somos amigos suyos… Coraje…

Y los ojos se abrieron.

Uno no se acostumbraba. Uno no podía acostumbrarse. Nunca se habían visto ojos tan grandes, de un azul tan profundo. Se habían empalidecido un poco, ya no era el azul del fondo de la noche, pero el azul de después del crepúsculo, del lado de donde viene la noche, después de la tormenta, cuando el fuerte viento ha lavado el cielo con las olas. Y pescados de oro han quedado enganchados.

—¡Mire!… ¡Mire!… —decía la voz—. ¿Dónde está la comida-máquina?

—Dormir… Olvidar… Morir…

—¡No! ¡No cierre los ojos! ¡Mire!… ¡Mire!… todavía… Éstos son los objetos que han sido encontrados con usted… Uno de ellos debe ser la comida-máquina.

—¡Mire! Se los voy a mostrar de nuevo… Si ve la comida-máquina, cierre los ojos, y vuélvalos a abrir…

A la sexta fotografía, ella cerró los ojos, y los volvió abrir.

—¡Rápido! —dijo Simon.

Le alcanzó la foto a Hoover que se precipitó afuera con el peso y la velocidad de un ciclón.

Era uno de los objetos todavía no examinados, que habían colocado sobre el zócalo, al lado del arma.

Conviene explicar rápidamente lo que hizo tan difícil el descifrar y comprender el idioma de Eléa. Es que en realidad, no es una lengua, sino dos: la lengua femenina y la masculina, totalmente distintas la una de la otra en su sintaxis como en su vocabulario. Por supuesto, los hombres y las mujeres comprenden una y otra pero los hombres hablan la lengua masculina, que tiene su masculino y su femenino, y las mujeres hablan la lengua femenina, que tiene igualmente su femenino y su masculino. Y en la escritura, es a veces la masculina, otras veces la femenina que se emplean, según la hora o la estación donde se desarrolla la acción, según el color, la temperatura, la agitación o la calma, según sea la montaña o el mar, etc. Y a veces las dos lenguas están mezcladas.

Es difícil dar un ejemplo entre la lengua «el» y la lengua «ella», puesto que dos términos equivalentes no pueden ser traducidos sino por la misma palabra, y el hombre diría: «que es necesario sea sin espinas», la mujer diría: «pétalos del sol poniente» y el uno y el otro comprenderían que se trata de la rosa. Es un ejemplo aproximativo: en tiempo de Eléa los hombres todavía no habían inventado la rosa.

«De comida-máquina». Eran bien tres palabras, pero, según la lógica del idioma de Eléa, era también una sola, lo que los gramáticos hubieran llamado un «sustantivo» y que servía para designar «lo-que-es-el-producto-de-la-comida-máquina».

La comida-máquina, era la-máquina-que-produce-lo-que-uno-come.

Estaba colocada sobre la cama, frente a Eléa, que habían sentado y que estaba sostenida por almohadas. Le habían dado la «vestimenta» encontrada en el zócalo, pero ella no había tenido la fuerza de ponérsela. Una enfermera había querido pasarle un pullover, pero ella había tenido un reflejo de retroceso, y en la cara una expresión tal de repulsión que no se había insistido. La habían dejado desnuda. Su busto enflaquecido, sus senos livianos vueltos hacia el cielo, eran de una belleza casi espiritual, sobrenatural. Para que no se enfriara, Simon había aumentado la temperatura del cuarto. Hoover transpiraba como un cubo de hielo sobre la parrilla. Ya había mojado su saco, pero las camisas de todos los otros estaban como para estrujar. Una enfermera distribuyó toallas blancas para a secarse las caras. Las cámaras estaban allí. Una de ellas irradió un plano grande de la comida-máquina. Era una especie de media esfera verde, salpicada con una gran cantidad de colores dispuestos en espiral desde su cúspide hasta su base, y que reproducían, en varios centenares de tonalidades diferentes, todos los colores del espectro.

En la cúspide había un botón blanco. La base descansaba en un zócalo en forma de cilindro corto. El todo tenía el volumen y el peso de la mitad de una sandía. Eléa trató de levantar su mano izquierda. No consiguió. Una enfermera quiso ayudarla. Simon la alejó y tomó la mano de Eléa en la de él.

Un primer plano de la mano de Simon sosteniendo la mano de Eléa y conduciéndola hacia la esfera comida-máquina.

Un primer plano de la cara de Eléa. De sus ojos. Lanson no podía desprenderse de ellos. Siempre una y otra de sus cámaras, obedeciendo a sus impulsos semiconscientes volvían a fijarse sobre la noche insondable de esos ojos de ultratiempo. No los enviaba a la antena. Los guardaba sobre una pantalla de control para él.

La mano de Eléa se posó sobre la cima de la esfera.

Simon la guiaba como un pájaro. Ella tenía voluntad, pero no fuerza. Él sentía donde ella quería ir, lo que quería hacer. Ella lo guiaba, él la llevaba. El dedo mayor se asentó sobre el botón blanco, luego rozó las pinceladas de color, y de aquí y de allá, arriba, abajo, en el medio…

Hoover anotaba los colores en un sobre húmedo sacado de su bolsillo. Pero no tenía ningún nombre para diferenciar los tres matices de amarillo que ella tocó uno después del otro. Renunció.

Ella volvió sobre el botón blanco, se quiso apoyar, no pudo. Simon apoyó. El botón se hundió apenas, hubo un leve zumbido, el zócalo se abrió y por la abertura salió un pequeño plato de oro rectangular. Contenía cinco esférulas de materia traslúcida, vagamente rosa, y un minúsculo tenedor de oro, de dos dientes.

Simon tomó el tenedor y pinchó una de las pequeñas esferas. Opuso una ligera resistencia, luego se dejó atravesar como una cereza. La llevó a los labios de Eléa…

Abrió la boca con esfuerzo. Le dio trabajo volver a cerrarla sobre el alimento. No hizo ningún movimiento de masticación. Se adivinaba que la esfera se derretía en su boca. Luego la laringe subió y bajó, visible en el cuello adelgazado.

Simon se esponjó la cara, y le tendió la segunda esférula…

Algunos minutos más tarde, ella utilizó sin ayuda la comida-máquina, rozó las distintas pinceladas, obtuvo esferas azules, las absorbió rápidamente, descansó unos minutos, luego accionó nuevamente la máquina.

Ella recuperaba sus fuerzas a una velocidad increíble. Parecía que pidiese a la máquina, más que la comida, lo que le hacía falta para sacarla inmediatamente del estado de agotamiento en el cual se encontraba. Ella rozaba cada vez pinceladas diferentes, obtenía cada vez un número diferente de esferas de distinto color. Las absorbía, tomaba agua, respiraba profundamente, descansaba algunos minutos, y volvía a comenzar.

Todos los que estaban en el cuarto, y los que seguían la escena sobre la pantalla en la Sala de Conferencias, veían literalmente cómo la vida renacía, veían su busto desarrollarse, sus mejillas rellenarse, sus ojos nuevamente adquirir el color oscuro. Comida-máquina era una máquina de comer. Era quizá también una máquina de curar.

Los sabios de todas las categorías hervían de impaciencia. Las dos muestras de la civilización antigua que habían visto manifestarse: el arma y la comida-máquina excitaban locamente su imaginación. Deseaban ardientemente Interrogar a Eléa y abrir esta máquina, la cual por lo menos, no era peligrosa.

En cuanto a los periodistas, después de la muerte de Ionescu, que les había provisto sensacionalismo para todas las ondas y todos los impresos, veían encantados, en la comida-máquina y sus efectos sobre Eléa, una nueva fuente de información no menos extraordinaria, pero esta vez más optimista. Siempre lo inesperado, blanco después del negro; esta expedición era decididamente un buen negocio periodístico.

Eléa, por fin apartó la máquina y miró a todos los que la rodeaban. Hizo un esfuerzo para hablar. Fue apenas audible. Volvió a empezar y cada uno entendió en su lengua:

—¿Ustedes me comprenden?

—Oui, Yes, Da, Sí…

Meneaban la cabeza, sí, sí, sí, comprendían…

—¿Quiénes son ustedes?

—Amigos —dijo Simon.

Pero Leonova no pudo más. Pensaba en una distribución general de comida-máquina a los pobres, a los niños hambrientos. Preguntó enérgicamente:

—¿Cómo funciona eso? ¿Qué mete usted dentro?

Ella pareció no comprender o considerar esas preguntas como el ruido hecho por un niño. Siguió su propia idea. Preguntó:

—Debíamos ser dos en el Refugio. ¿Estaba sola, yo?

—No —dijo Simon—, eran dos, usted y un hombre.

—¿Dónde está? ¿Ha muerto?

—No. Todavía no lo hemos reanimado. Hemos comenzado por usted.

Eléa calló un momento. Parecía que la noticia, en vez de alegrarla, hubiera reavivado en ella alguna preocupación sombría. Respiró profundamente y dijo:

—Él es Coban. Yo, Eléa.

Y preguntó de nuevo:

—Ustedes… ¿Quiénes son?

Y Simon no encontró otra respuesta:

—Nosotros somos amigos…

—¿De dónde vienen?

—Del mundo entero…

Esto pareció sorprenderla.

—¿Del mundo entero? No comprendo. ¿Son de Gondawa?

—No.

—¿De Enisorai?

—No.

—¿De dónde son?

—Yo de Francia, ella de Rusia, él de América, él de Francia, él de Holanda, él…

—No comprendo… ¿Es que ahora es la Paz?

—Hum —dijo Hoover.

—No —dijo Leonova—, los imperialistas…

—Cállese —ordenó Simon.

—Nosotros estamos obligados —dijo Hoover— a defendernos contra…

—Salgan —dijo Simon—. Salgan. Déjenos solos acá a nosotros los médicos…

Hoover se disculpó.

—Somos estúpidos… Discúlpeme… Pero me quedo.

Simon se volvió hacia Eléa.

—Lo que han dicho no tiene significado —declaró—. Sí, ahora es la Paz… Estamos en Paz. Usted está en Paz. No tiene nada que temer…

Eléa exhaló un suspiro profundo de alivio. Pero fue con una visible aprehensión que hizo la pregunta siguiente:

—¿Tienen noticias… noticias de los Grandes Refugios? ¿Han resistido?

Simon contestó:

—No sabemos. No tenemos noticias.

Ella lo miro atentamente, para estar segura que él no mentía. Y Simon comprendió que no podría decirle nunca más otra cosa que no fuera verdad.

Eléa comenzó una sílaba, luego paró. Tenía una pregunta que hacer que no se animaba a hacer, por temor a la respuesta. Miró a todo el mundo, después de nuevo a Simon solamente. Le preguntó muy suavemente:

—¿Paikan?

Hubo un corto silencio, luego un clic en los oídos, y la voz neutra de la Traductora —la que no era ni voz de hombre ni de mujer— habló en diecisiete idiomas en los diecisiete canales:

—La palabra Paikan no figura en el vocabulario que me ha sido inyectado, y no corresponde a ninguna posibilidad lógica de neologismo. Me permito suponer que se trata de un nombre.

Eléa lo oyó también en su lengua.

—Claro que es un nombre —dijo ella—. ¿Dónde está? ¿Tienen noticias de él?

Simon la miró muy serio.

—No tenemos noticias de él… ¿Cuánto tiempo cree usted haber dormido?

Ella lo miró, inquieta.

—¿Algunos días? —dijo.

—Más… —contestó Simon.

Nuevamente la mirada de Eléa dio la vuelta de la decoración del ambiente y de los personajes que la rodeaban. Volvió a sentir la desorientación de su primer despertar, todo lo insólito, toda la pesadilla. Pero no podía aceptar la explicación inverosímil. Debía haber alguna otra. Trató de aferrarse a lo imposible.

He dormido, ¿cuánto?… ¿Semanas?… ¿Meses?…

La voz neutra de la Traductora intervino otra vez:

—Traduzco esto aproximativamente. Aparte del día y el año, las medidas que me han sido inyectadas son totalmente diferentes de las nuestras. Son igualmente distintas para los hombres y las mujeres, diferentes para el cálculo y para la vida corriente, diferentes Según las estaciones, diferentes según la vigilia y el sueño.

—Más… —dijo Simon—. Mucho más… Ha dormido durante…

—¡Atención, Simon! —gritó Labeau.

Simon interrumpió y reflexionó unos segundos, preocupado, mirando a Eléa.

Luego se volvió a Labeau.

—¿Usted cree?

—Tengo miedo… —dijo Labeau.

Eléa, ansiosa, repitió su pregunta:

—¿He dormido durante cuánto tiempo?… ¿Comprenden mi pregunta?… Deseo saber durante cuánto tiempo he dormido… Deseo saber…

—Nosotros la comprendemos —dijo Simon.

Ella calló.

—Ha dormido…

Labeau lo interrumpió nuevamente:

—¡No estoy de acuerdo!

Puso la mano sobre su micrófono para que sus palabras no llegaran a la Traductora, ni la traducción a los oídos de Eléa.

—Le va a dar usted un shock terrible. Es mejor decírselo poco a poco…

Simon estaba sombrío. Fruncía el entrecejo con aire testarudo.

—No estoy en contra de los shocks —dijo cerrando él también su micrófono con la mano. En psicoterapia se prefiere el shock que limpia, a la mentira que envenena. Y creo que ahora está fuerte…

—Deseo saber —volvió a empezar Eléa.

Simon se volvió hacia ella. Le dijo brutalmente:

—Usted ha dormido 900.000 años.

Ella lo miró con estupefacción. Simon no le dejó el tiempo de reaccionar.

—Le podrá parecer extraordinario. A nosotros también. Es la verdad, sin embargo. La enfermera le leerá el informe de nuestra Expedición que la ha encontrado a usted en el fondo del continente helado, y el de los laboratorios, que han medido con diversos métodos el tiempo que ha pasado allí…

Hablaba con un tono indiferente, escolar, militar, y la voz de la Traductora se calcaba sobre la suya, calma, indiferente, en el fondo del oído de Eléa.

—Esta cantidad de tiempo no tiene medida común con la duración de la vida de un hombre, y aun de una civilización. No queda nada del mundo en que usted ha vivido. Ni aun su recuerdo. Es como si hubiese sido transportada al otro extremo del Universo. Debe aceptar esa idea, aceptar los hechos, aceptar el mundo donde se ha despertado, y donde no tiene sino amigos…

Pero ella ya no oía. Estaba separada. Separada de la voz en su oído, de ese rostro que le hablaba, de esas caras que la miraban, de ese mundo que la acogía. Todo eso se alejaba, se borraba, desaparecía. No le quedaba más que la abominable certidumbre, pues ella sabía que no le habían mentido, la certidumbre del abismo a través del cual había sido proyectada, lejos de todo lo que era su propia vida. Lejos de…

—¡Paikan!…

Aullando su nombre, se irguió sobre la cama, desnuda, salvaje, soberbia y alargada como un animal perseguido a muerte. Las enfermeras y Simon trataron de retenerla. Ella se les escapó, saltó de la cama aullando:

—¡Paikan!…

Corrió hacia la puerta pasando entre los médicos. Zabrec, que trató de cercarla, recibió su codo en la cara y la soltó escupiendo sangre; Hoover fue lanzado contra el tabique; Forster recibió, sobre su brazo tendido hacia ella, un puñetazo tan duro que creyó tener un hueso roto.

Ella abrió la puerta y salió.

Los periodistas que seguían la escena, sobre la pantalla de la Sala de Conferencias, se precipitaron en la Avenida Amundsen. Vieron la puerta de la enfermería abrirse bruscamente, y Eléa correr como una loca, como un antílope que el león va alcanzar, hacia adelante, derecho hacia ellos. Ellos le interceptaron el paso y llegó sin verlos. Gritaba una palabra que no comprendían. Los fogonazos dobles de los flashes de laser, brotaron de toda la línea de fotógrafos. Ella pasó al través, volteando a tres hombres con sus aparatos. Corría hacia la salida. Llegó a ésta antes de que la hubieran alcanzado, en el momento que la puerta corrediza se abría para dejar entrar una oruga de abastecimiento conducida por un chofer arropado desde los pies hasta la coronilla.

Afuera había una tempestad blanca, una ventisca de 200 kilómetros por hora.

Loca de angustia, ciega, desnuda, ella se hundía en el filo del viento, cortante como cuchillas. Éste penetraba en su carne aullando de alegría, la levantaba, y se la llevaba en sus brazos hacia la muerte. Ella se debatió, se levantó, golpeó el viento con sus puños y su cabeza, lo rechazó de su pecho gritando más fuerte que éste. La tormenta le entró por la boca y le devolvió el grito en su garganta.

Se cayó.

La recogieron un segundo después y se la llevaron.

—Yo se lo había prevenido —dijo Labeau a Simon, con una severidad que atemperaba la satisfacción de haber tenido razón.

Simon, sombrío, miraba a las enfermeras restregar, friccionar a Eléa inconsciente. Murmuró:

—Paikan…

—Debe estar enamorada —dijo Leonova.

Hoover rió burlonamente.

—¡Un hombre del cual se separó hace 900.000 años!

—Ella se separó ayer… —dijo Simon—. El sueño no tiene duración… y durante la corta noche, la eternidad se ha alzado entre ellos.

—Desgraciado… —murmuró Leonova.

—Yo no podía saber —dijo Simon en voz baja.

—Mi hijo —expresó Labeau—, en medicina, lo que no se puede saber, se debe suponer…

Yo lo sabía.

Miraba tus labios. Los he visto temblar de amor al paso de su nombre.

Entonces he querido separarte de él, en seguida, brutalmente, que tú sepas que estaba todo terminado desde el fondo de los tiempos, que no quedaba nada de él, ni aun un grano de tierra en alguna parte mil veces arrastrada por las mareas y los vientos, nada más de él y nada más del resto, nada de nada… Que tus recuerdos estaban sacados del vacío, de la nada. Que detrás de ti no había más que tinieblas, y que la luz, la esperanza, la vida estaban aquí en nuestro presente, con nosotros.

He cortado detrás de ti con un hacha.

Te he hecho sufrir.

Pero fuiste tú, la primera, pronunciando su nombre, quien me habías triturado el corazón.

Los médicos temían por lo menos una neumonía y congeladuras. No tuvo nada, ni tos, ni fiebre, ni el menor enrojecimiento de la piel.

Cuando recobró el conocimiento, se vio que había aguantado el shock y dominado todas sus emociones. Ya no había sobre su rostro más que la expresión petrificada de una indiferencia total, parecida a la del condenado a perpetuidad, en el momento que entra a su celda de la cual sabe que no saldrá jamás. Ella sabía que le habían dicho la verdad. Quiso sin embargo tener las pruebas. Pidió oír el informe de la Expedición. Pero cuando la enfermera empezó a leer, hizo un gesto con la mano para alejarla y dijo:

—Simon…

Simon no estaba en el cuarto.

Después de su brutal intervención que había estado a punto de terminar tan mal, los reanimadores lo consideraron peligroso, y le prohibieron de ocuparse más de Eléa.

—Simon… Simon… —repetía ella.

Lo buscaba con la mirada en la pieza, por todos lados. Desde que había abierto los ojos lo había visto siempre cerca suyo y estaba habituada a su cara, a su voz, a las preocupaciones de sus gestos. Y era él quien le había dicho la verdad. En este mundo desconocido, al final de este viaje pavoroso, él era un elemento ya un poco familiar, un apoyo para su mano sobre la ribera.

—Simon…

—Creo que sería mejor ir a buscarlo —dijo Moissov.

Vino, y comenzó a leer. Luego descartó el papel y contó. Cuando llegó al descubrimiento de la pareja en hibernación, ella levantó una mano para que se callara, y dijo:

—Yo soy Eléa, él es Coban. Es el más grande sabio de Gondawa. Sabe todo. Gondawa es nuestro país.

Ella calló un instante, después agregó en una voz muy baja que a la Traductora le costó trabajo oír:

—Hubiese querido morir en Gondawa…

Durante el desmayo de Eléa, Hoover, sin el menor escrúpulo había manipulado la comida-máquina. Era también de los que la habían visto funcionar sobre la pantalla, ansioso de saber a partir de qué materias primas fabricaba esas diferentes clases de alimentos que, en sólo unos cuartos de hora habían dado a Eléa, medio muerta, la fuerza para precipitarse hacia la tormenta.

Sobre la superficie lisa de la esfera y del cilindro, no había más que una toma posible, un solo punto de mando y de manipulación, el botón blanco de la cima.

Bajo la mirada horrorizada de Leonova, Hoover lo había apretado, dado vuelta a la izquierda, a la derecha, tirado para arriba, dado vuelta para la derecha, para la izquierda… Y lo que esperaba se había producido; el casquete de la media esfera se había levantado con el botón, como una campana para queso, descubriendo el interior de la máquina.

Ésta, colocada sobre una pequeña mesa quirúrgica, entregó sus misterios a los ojos de todos, y con este hecho se volvió aún más misteriosa. Pues todo el interior de la media esfera estaba ocupado por un mecanismo incomprensible, que no se parecía a ningún otro montaje mecánico o electrónico, pero más bien hacía pensar en un boceto en metal del sistema nervioso, y no había lugar en ninguna parte para la menor materia prima, ya fuese en pedazos, en granos, en polvo o en líquido. Hoover levantó la máquina, la sacudió, la miró bajo todos sus ángulos, hizo pasar la luz al través del enmarañamiento inmóvil de sus filetes de oro y de acero, se la pasó a Leonova y a Rochefoux que la miraron a su vez de todas las maneras en que es posible mirar un objeto material, abierto como un despertador sin su caja. No había en ninguna parte rastros de sales minerales, azúcar, pimienta, carne o pescado y ni siquiera sitio para éstos. Visible, lógica, absurda y evidentemente, esta máquina fabricaba los elementos partiendo de la nada… y continuaba fabricándolos…

Hoover, habiendo colocado en su lugar el casquete hemisférico, hizo los mismos gestos que había visto hacer a Eléa, y obtuvo el mismo resultado: el pequeño cajón se abrió, y ofreció las esférulas comestibles. Esta vez eran verde pálido. Hoover titubeó un instante, luego tomó el tenedor de oro, pinchó una esfera, y se la metió en la boca. Esperaba una sorpresa extraordinaria. Quedó decepcionado. No tenía mayormente gusto. No era ni particularmente agradable. Hacía pensar en leche cuajada en la cual hubiesen mojado limaduras de hierro. Le ofreció a Leonova para probar, ella rehusó.

—Haría mejor —le dijo— en darlas a analizar.

Era el buen sentido científico que hablaba por su boca. Envueltas en una hoja de plástico, las esférulas salieron para el laboratorio de análisis.

Hubo un primer resultado, que no dio más que banalidades. Había proteínas, cuerpos grasos, glucosas, toda una gama de sales minerales, vitaminas, y oligoelementos envueltos en moléculas que se parecían a las del almidón.

Luego hubo una rectificación. Un análisis más exhaustivo permitió encontrar unas moléculas enormes casi semejantes a células.

Después vino una segunda rectificación; ¡esas moléculas se reproducían!

Entonces, a partir de la nada, la comida-máquina fabricaba no solamente materia nutritiva, sino materia análoga a la materia viva.

Era increíble, era difícil de admitir.

En cuanto Eléa aceptó de contestar a las preguntas, ellos se atropellaron unos a otros para saber el porqué y el cómo.

—¿Cómo funciona la comida-máquina?

—¿Usted lo ha visto?

—¿Pero en el interior?

—En el interior fabrica el alimento.

—¿Pero lo fabrica con qué?

—Con el Todo.

—El Todo. ¿Qué es el Todo?

—Usted lo sabe… Es lo que lo ha fabricado a usted también.

—El Todo… el Todo… ¿No hay otro nombre para el Todo?

Eléa pronunció tres palabras.

Voz impersonal de la traductora:

—Las palabras que acaban de ser pronunciadas sobre el canal once no figuran en el vocabulario que me ha sido inyectado. Sin embargo, por analogía, creo poder proponer la traducción aproximativa siguiente: la energía universal. O quizá: la esencia universal. O: la vida universal. Pero esas dos proposiciones me parecen un poco abstractas. La primera es sin duda la más cerca del sentido original. Se precisaría, para ser justo, incluir también las otras dos.

¡La energía!… ¡La máquina fabricaba materia a partir de la energía! Esto era imposible de admitir, ni aun de realizar en el estado actual de los conocimientos científicos y de la técnica. ¿Pero era preciso movilizar una cantidad fabulosa de electricidad para obtener qué? Una partícula invisible, inasequible y que se esfumaba en seguida de aparecer.

Esta especie de medio melón, que tenía aspecto de un juguete de niño un poco ridículo, sacaba, ahora de la nada, con la más perfecta sencillez, la alimentación en tanta cantidad como se le pedía.

Labeau tuvo que calmar la impaciencia de los sabios, cuyas preguntas cabalgaban en el cerebro de la Traductora.

—¿Conoce el mecanismo de su funcionamiento?

—No, Coban sabe.

—Por lo menos, ¿conoce usted el principio?

—Su funcionamiento está basado sobre la ecuación universal de Zoran…

Ella buscaba con los ojos algo, para mejor explicar lo que quería decir.

Vio a Hoover que tomaba notas sobre las márgenes de un diario. Tendió la mano. Hoover le dio el diario y el bolígrafo. Leonova, rápidamente, reemplazó el diario por un bloc de papel en blanco.

Con la mano izquierda Eléa trató de dibujar, de trazar algo. No lo conseguía. Se exasperaba. Tiró el bolígrafo, pidió a la enfermera:

—Deme su… su…

Imitaba el gesto que le había visto varias veces, de pasarse el lápiz de rouge sobre los labios. Sorprendida, la enfermera se lo dio.

Entonces con un trazo graso, con soltura, Eléa dibujó obre el papel un elemento de espiral, que cortaba una «s» recta y que contenía dos rasgos breves. Le tendió el papel a Hoover.

—Esta es la ecuación de Zoran. Se lee de dos modos.

Se lee con las palabras de todo el mundo y se lee en términos de matemáticas universales.

—¿Puede usted leerla? —preguntó Leonova.

—Puedo leerla en las palabras de todo el mundo… Se lee así: «Lo que no existe, existe».

—¿Y de la otra manera?

No lo sé. Coban sabe.

Como ellos habían tomado ese compromiso, los sabios de EPI habían comunicado a todos aquellos que en todas las naciones del mundo eran capaces de saber y comprender, cuanto ellos sabían y esperaban saber. La lengua gonda estaba ya en estudio en numerosas universidades, y la humanidad entera sabía que estaba en la víspera de una conmoción sensacional. Un hombre dormido, y que iba a despertar, explicaría la ecuación de Zoran que permitía extraer del seno de la energía universal, lo necesario para vestir a los que estaban desnudos y alimentar a los que tenían hambre. Se acabarían los conflictos atroces por las materias primas, se acabaría la guerra del petróleo, y las batallas por las llanuras fértiles. El Todo iba a dar todo, gracias a la ecuación de Zoran. Un hombre que dormía iba a despertarse e indicar lo que había que hacer para que la miseria y el hambre y el sufrimiento de los hombres desaparecieran para siempre.

Iba a suceder mañana. La sala de operaciones estaba reconstruida, los últimos aparatos acababan de llegar en reemplazo de los que fueron destruidos. El equipo de técnicos se atareaba por ponerlos en su lugar y conectarlos. La segunda operación iba a poder comenzar.

La tormenta se había calmado. El viento soplaba aún, pero a esas latitudes, 150 km es una brisa amistosa. Era en medio de la noche, el cielo despejado, estaba color azul pizarra. El sol rojo reptaba sobre el horizonte. Enormes estrellas, aguzadas por el viento, tachonaban el cielo.

Dos hombres que habían trabajado hasta tarde en la Esfera, salieron del ascensor. Eran Brivaux y su asistente. Estaban extenuados. Tenían prisa para ir a acostarse y dormir. Habían sido los últimos en subir. Ya no quedaba nadie abajo. Brivaux cerró la puerta del ascensor con llave. Salieron de la construcción de paredes de nieve y se hundieron en el viento, vociferando imprecaciones.

En el edificio vacío y negro, una mancha redonda de luz se encendió. Detrás de la pila de cajones de donde se habían sacado los últimos aparatos llegados, un hombre en cuclillas se enderezó castañeteando los dientes. En su mano la lámpara eléctrica temblaba. Estaba ahí desde hacía más de una hora, acechando la subida de los técnicos, y a pesar de su vestimenta polar, estaba transido de frío hasta los huesos.

Fue al ascensor, sacó de un bolsillo un manojo de llaves y comenzó a probarlas una por una. La cosa no marchaba, temblaba demasiado. Se sacó los guantes y sopló sobre sus dedos entumecidos, se golpeó el torso con los brazos, dio unos saltos in situ. La sangre le volvía a circular. Empezó de nuevo sus ensayos. Por fin dio con la llave. Entró en el ascensor y tocó el botón de bajada.

En la enfermería, Simon miraba dormir a Eléa. No la dejaba más. En cuanto se alejaba, ella lo reclamaba.

A la indiferencia glacial en la cual se había encerrado, se sumaba, cuando él no estaba allí, una ansiedad física de la cual exigía ser inmediatamente liberada.

Él estaba allí, ella podía dormir. La enfermera de guardia dormía bien, sobre una de las camas plegadizas. Desde una lámpara azul, encima de la puerta bajaba una luz muy suave. En esta casi noche apenas luminosa, Simon miraba dormir a Eléa. Sus brazos descansaban, distendidos, sobre la cobija. Había concluido por aceptar ponerse un pijama de franela, muy feo pero confortable. Su respiración era calma y lenta, su rostro grave. Simon se inclinó, acercó sus labios a la afinada mano de dedos largos, casi hasta tocarla, pero no fue más lejos y se enderezó.

Luego se dirigió a la cama desocupada, se acostó, se tapó con una cobija, suspiró de felicidad, y se durmió.

El hombre había entrado en la sala de reanimación. Fue derecho hacia un pequeño placard metálico y lo abrió. Sobre un estante se encontraban legajos. Los hojeó apartando al pasar algunas páginas que fotografió con un aparato que llevaba al hombro, y puso todo en su sitio. Luego se dirigió hacia el receptor de la TV de vigilancia. Su pantalla mostraba permanentemente el interior del Huevo. La nueva cámara, sensible a los infrarrojos, eliminaba la bruma. Vio claramente al hombre en su bloque de helio casi intacto, y el zócalo que había sostenido a Eléa. El costado del zócalo estaba siempre abierto, y sobre los estantes reposaban todavía algunos objetos que Eléa no había reclamado.

El hombre accionó los botones de telemando de la cámara. Obtuvo el zócalo abierto en primer plano, accionó la palanca de ascenso, y reconoció por fin, en primer plano, lo que buscaba: el arma.

Sonrió de satisfacción, y se dispuso a bajar dentro del Huevo. Sabía que reinaba allí un frío peligroso. No había podido procurarse una escafandra de astronauta; tendría que proceder muy rápidamente. Salió de la sala de operaciones. Alrededor suyo, el interior de la Esfera, débilmente iluminado por algunas lamparitas eléctricas, se parecía al esqueleto de un pájaro gigante surrealista, medio sumergido en la noche del inconsciente. Para ahuyentar el maleficio del silencio total, el hombre, voluntariamente, tosió. El ruido de su tos llenó la Esfera como un fogonazo, se desgarró en los festones de las vigas y de los arbotantes, dio contra el cascarón y volvió hacia él en millares de trozos de ruidos quebrados, agudos, agresivos.

Hundió bruscamente el gorro sobre sus orejas, se envolvió el cuello en una bufanda gruesa, se puso los guantes forrados mientras bajaba por la escalera de oro.

Un dispositivo eléctrico permitía soliviar la puerta del Huevo. Apretó el botón. La puerta se levantó como un caparazón. Él se deslizó al interior. La puerta ya se cerraba detrás suyo.

Fue sorprendido por la bruma que la cámara infrarroja no le había mostrado. Estaba coloreada de un azul irreal, por la luz que subía del motormóvil, a través del suelo trasparente y la capa de nieve pulverizada y azul. Linterna en mano, precedido por un círculo de luz blanca opaca, bajó con precaución la escalera. Sintió, a medida que bajaba, un frío atroz congelarle los tobillos, las pantorrillas, las rodillas, los muslos, el vientre, el pecho, la garganta, el cráneo…

Había que proceder rápido, rápido. Su pie derecho alcanzó el suelo bajo la nieve. Después el otro. Dio un paso hacia la izquierda e inspiró por la primera vez. Sus pulmones se congelaron en un bloque, trasformado en piedra. Quiso gritar, abrió la boca. Su lengua se heló, sus dientes estallaron. El interior de sus ojos se dilató y se volvió sólido, empujando los iris hacia afuera como hongos. Aún tuvo tiempo, antes de morir, de sentir la garra del frío triturarle los testículos y congelarle el cerebro. Su linterna se apagó. Todo se volvió silencio. Él cayó hacia adelante, en la nieve azul. Tocando el suelo, su nariz se quebró. El polvo de nieve, un instante levantado en una ligera nube luminosa, volvió a caer, y lo cubrió.

Por la mañana, el cameraman que se marchaba bostezando al receptor de la Sala de Operaciones, se asombró de encontrar sobre la pantalla, en vez del plano general del Huevo, un primer plano del arma.

—¡Hay un hijo de puta que descompuso mi aparato! —dijo—. ¡Son otra vez esos electricistas! ¡Les voy a plantar unas frescas cuando bajen, los cabrones!

Mientras protestaba manipulaba los comandos para volver la imagen al plano general. Es así como vio entrar por la parte inferior de la pantalla, una mano enguantada que salía de la nieve con los dedos separados.

Cuando los hombres con cascos, revestidos de la escafandra espacial, sacaron el cadáver fuera de su mortaja blanca de nieve fina, a pesar de sus precauciones, su brazo derecho levantado con la mano abierta como una señal se rompió. Con la vestimenta que lo envolvía, cayó como una rama seca, y aún se rompió en cuatro pedazos.

—Lamento mucho —dijo Rochefoux a los periodistas y fotógrafos reunidos en la Sala de Conferencias— tener que participarles la muerte trágica de vuestro camarada Juan Fernández, fotógrafo de La Nación, de Buenos Aires.

—Se ha introducido clandestinamente dentro del Huevo, sin duda para tomar fotografías de Coban, y el frío lo ha matado antes de que haya tenido tiempo de dar tres pasos. Es una muerte atroz. No me cansaré de recomendarles que sean prudentes. No le ocultamos nada. Nuestro mayor deseo es, al contrario, que sepan todo y que lo difundan por todos lados. Les ruego no tomen más semejantes iniciativas, que no solamente son muy peligrosas para ustedes, sino que comprometen gravemente el éxito de las operaciones delicadas cuyo resultado puede trasformar enteramente la suerte de la humanidad.

Pero un telegrama de La Nación trasmitido por Trio hizo saber que ese diario ignoraba todo de Juan Fernández, y que nunca había integrado su personal.

Entonces recordaron el testimonio del cameraman, que había visto en primer plano el arma. Se registró el cuarto de Fernández. Encontraron tres aparatos de fotografía, uno americano, uno checo y otro japonés; una emisora de radio alemana, un revólver italiano.

Los responsables de EPI y los reanimadores se reunieron lejos de la curiosidad de los periodistas. Estaban consternados.

—Es uno de esos cretinos de los servicios secretos —dijo Moissov—. ¿De qué servicio secreto? No lo sé, ustedes tampoco. Sin duda nunca lo sabremos. Tienen en común la estupidez y la ineficacia. Gastan una ingeniosidad prodigiosa para resultados que no superan el volumen de la caca de una mosca. La única cosa que logran es la catástrofe. Tenemos que protegemos de esos roñosos.

—Son mierda —dijo Hoover en francés.

—No es la misma palabra en ruso —dijo Moissov—, pero es la misma materia. Desgraciadamente, voy a verme obligado a usar palabras menos expresivas, y más vagas, y que no me gustan mucho porque son muy pretenciosas. Pero hay que hablar con las palabras que se tienen…

—Vaya, vaya no más —dijo Hoover—, no tantas historias. Este pequeño macabeo nos enmierda a todos de la misma manera…

—Soy médico —continuó Moissov—. Ustedes, ustedes son… ustedes son qué…

—La química y la electrónica… ¿cómo puede esto jodernos? Hay de todo acá.

—Sí —contestó Moissov—. Sin embargo, somos todos iguales… Tenemos una cosa en común que es más fuerte que nuestras diferencias: es la necesidad de conocer. Los literatos llaman eso el amor a la ciencia. Yo lo llamo curiosidad. Cuando está acompañada por la inteligencia, es la mayor virtud del hombre. Pertenecemos a todas las disciplinas científicas, a todas las naciones, a todas las ideologías. A ustedes no les gusta que yo sea un ruso comunista. A mí no me gusta que ustedes sean pequeños capitalistas, imperialistas lamentables y estúpidos, adheridos a la goma de un pasado social en vías de pudrirse. Pero yo sé, y ustedes saben que todo eso está superado por la curiosidad. Ustedes y yo queremos saber. Queremos conocer el Universo con todos sus secretos, los más grandes y los más pequeños. Y ya sabemos por lo menos una cosa, es que el hombre es maravilloso, que los hombres son dignos de lástima y que cada uno por nuestro lado, en nuestro trozo de conocimientos y nuestro nacionalismo miserable, sólo es para la humanidad para quien trabajamos. Lo que hay por conocer aquí es fantástico. Y lo que podemos sacar para el bien de la humanidad es inimaginable. Pero si dejamos intervenir nuestras naciones, con su idiotez secular, sus generales, sus ministros y sus espías, ¡todo estará jodido!

—Se —dijo Hoover— que sigue los cursos marxistas de la tarde… Siempre tienen un discurso a mano. Pero, por cierto, usted tiene razón. Es mi hermano, Tú eres mi hermanita —dijo pegándole una palmada sobre las nalgas a Leonova.

—Usted es un chancho gordo, innoble —contestó ella.

—Permitan a Europa —dijo Rochefoux sonriendo—, hacer oír su voz. Tenemos oro. El que hemos recortado perforando el cascarón de la Esfera. Cerca de 20 toneladas. Con eso podemos comprar armas y mercenarios.

Shanga, el africano, se levantó enérgicamente.

—¡Estoy en contra de los mercenarios! —dijo.

—Yo también —agregó el alemán Henckel—. No por las mismas razones. Pienso solamente que están minados por cochinos espías. Nosotros debemos organizar nuestra policía y nuestra defensa. Quiero decir la defensa de lo que se encuentra en la Esfera. El arma y, sobre todo, Coban. Mientras esté en estado de congelamiento no corre peligro alguno. Pero las operaciones de reanimación van a comenzar. La tentación será grande de secuestrarlo antes de que hayamos podido comunicar sus conocimientos a todos. No hay una nación que no haga lo imposible por asegurarse la exclusividad de lo que contenga esa cabeza. Los Estados Unidos, por ejemplo…

—Por cierto, por cierto —dijo Hoover— la U.R.S.S.…

Leonova saltó:

—¡La U.R.S.S.! ¡Siempre la U.R.S.S.! ¡China también! ¡Alemania! ¡Inglaterra! ¡Francia!…

—¡Ah, eso! —dijo Rochefoux, sonriendo—. Hasta Suiza.

—Metralletas, revólveres, minas —expresó Lukos—, yo puedo encontrar.

—Yo también —asintió Henckel.

Salieron ese mismo día para Europa. Les acoplaron a Shanga y Garret, el asistente de Hoover. Se convino que no se separarían jamás. Así la lealtad de cada uno de ellos —de la que nadie dudaba— estaría garantizada por la presencia de los otros.

Con algunos revólveres y fusiles de caza que se encontraban ya en la base, se organizó un turno de guardia de día y de noche cerca del ascensor y el cuarto de Eléa. Dos hombres, técnicos o sabios, montaban guardia a la vez. Un «occidental» y un «oriental». Estas medidas fueron decididas por unanimidad, sin discusión. Dada la enormidad de lo que estaba en juego, nadie, a pesar de no dudar del otro, osaba tenerle confianza a nadie, ni aun a sí mismo.

El huevo.

Dos reflectores iluminan la bruma.

La manga de aire está dirigida al bloque de Coban. Aquél se ahueca, se deforma, se absorbe, desaparece como un halo que se borra.

En la sala de trabajo, los reanimadores atraviesan uno por uno la cámara de esterilización, se ponen su guardapolvo y guantes asépticos, atan sus botas de género de algodón.

Simon no está con ellos. Está junto a Eléa, en la Sala de Conferencias. Sentado solo con ella sobre el podio. Delante suyo, sobre la mesa, el revólver que le han confiado. Su mirada vigila sin cesar a los asistentes. Está pronto a defender a Eléa contra cualquiera.

Delante de ella están expuestos diversos objetos del zócalo, que ella ha pedido. Está calma, inmóvil. Los bucles de sus cabellos castaños con reflejos de oro son como un mar apacible. Se ha puesto la «ropa» encontrada en el zócalo. Ha colocado sobre sus caderas cuatro rectángulos doradillos de este material sedoso que se parece a un género fino, fluido, pero que tiene caída. Le llegan hasta las rodillas y cuando camina, descubren la piel y la recubren, como alas, como el agua movediza bajo el sol. Ha enrollado alrededor de su busto una banda larga del mismo color, que moldea su talle y sus hombros y deja adivinar bajo el género los senos libres como pájaros.

Todo esto se sujeta por un nudo, una hebilla, una pasada por arriba y por debajo, por un milagro. Es a la vez muy complicado y simple, y tan natural que se podría pensar que Eléa hubo nacido con ella, y que todos y todas los que la han visto entrar y sentarse, tienen la horrible impresión de estar vestidos con bolsas de harina.

Ella ha accedido a contestar a todas las preguntas. Es la primera de las sesiones de trabajo destinadas a informar a los hombres de hoy sobre los hombres de anteayer.

El rostro de Eléa es helado, sus ojos parecen puertas abiertas sobre la noche. Calla. Su silencio se ha extendido a toda la concurrencia y se prolonga.

Hoover carraspeo ruidosamente…

—Brrreuff —dice—. Y bueno, ¿si comenzáramos?… Lo mejor sería empezar por el comienzo… Si usted nos dijera primero quién es, su edad, su oficio, su situación de familia, etc… En pocas palabras…

Mil metros más abajo, el hombre desnudo ha perdido su caparazón trasparente y alcanzado una temperatura que permite que se le transporte. En la bruma brillante, cuatro hombres embutidos en rojo, botas, cascos esféricos en plástico, lentamente se acercan a él y se colocan de ambos lados del zócalo.

En la puerta del Huevo, dos hombres vigilan metralleta en mano. Los cuatro hombres en la bruma se agachan, deslizan bajo el hombre desnudo sus manos enguantadas de piel, de cuero y de amianto, y esperan.

Delante de la pantalla del puesto en la sala de trabajo, Forster, atento, mira la imagen de ellos. Están listos. Él manda.

—Be careful. Softly… One, two, three… Up.

En cuatro idiomas diferentes, la orden llega al mismo tiempo a los hombres, que se enderezan lentamente.

Un resplandor azul, fulgurante, mil veces más potente que la luz de los reflectores, estalla bajo sus pies, les quema los ojos, llena el Huevo como una explosión, se escapa por la puerta abierta, invade la Esfera, sube dentro del Pozo como si fuera un géiser… Luego se apaga.

No había ningún ruido. No era más que una luz. Sobre el suelo del Huevo, la nieve ya no era azul. El motor que desde la eternidad fabricaba el frío para mantener intactos los dos seres vivos que le habían sido confiados, en el mismo segundo que le han quitado su razón de ser, se ha detenido, se ha desintegrado.

—Yo soy Eléa —dijo Eléa—. Mi número es 3 - 19 - 07 - 91. Y he aquí mi llave… Muestra su mano derecha, los dedos replegados, el mayor separado y curvado, para hacer resaltar el chatón de su anillo, en forma de pirámide truncada. Parece titubear, luego pregunta:

—¿Usted no tiene llave?

—¡Claro que sí!… —contesta Simon—. Pero me temo que no sea la misma cosa…

Saca de su bolsillo un manojo, lo sacude y lo coloca frente a Eléa. Ella lo mira sin tocarlo, con una especie de inquietud mezclada de incomprensión, luego hace un gesto que, a los ojos de todos significa «al fin y al cabo qué me importa» y prosigue:

—Nací en el refugio de la Quinta Profundidad, dos años después de la tercera guerra.

—¿Qué? —dijo Leonova.

—¿Qué guerra?

—¿Entre quién y quién?

—¿Dónde estaba su país?

—¿Quién era el enemigo?

Las preguntas estallan de todos los puntos de la sala.

Simon se yergue, furioso. Eléa se pone las manos sobre las orejas, hace una mueca de dolor, y se arranca el audífono.

—¡Perfecto! ¡Está muy bien! ¡Lo habéis logrado! —dice Simon.

Le tiende la mano abierta a Eléa, quien posa en ella el audífono. Le hace señas a Leonova:

—Venga —le dice.

Leonova sube sobre el podio. Toma un gran globo terrestre posado sobre el piso y lo coloca sobre la mesa.

—Saben bien que Eléa no sabe manipular el aislador —les dice Simon a los sabios.

—¡Ella recibe todas sus preguntas a la vez! ¡Ustedes lo saben! ¡Lo habíamos previsto! ¡Si no pueden respetar un poco la disciplina, estaré obligado, como médico responsable, de prohibir estas sesiones!… Les pido que dejen a la señora Leonova hablar por todos ustedes, y hacer las primeras preguntas. Luego otro tomará su lugar, y así sucesivamente. ¿De acuerdo?

—Tienes razón, muchacho —dijo Hoover—. Anda, anda, que hable por nosotros la querida paloma…

Simon se volvió hacia Eléa, en su mano abierta, le tiende el audífono. Eléa se queda un instante inmóvil, luego toma el audífono y lo desliza dentro de la oreja.

El hombre está tendido sobre la mesa de operaciones, se halla aún desnudo. Los médicos, los técnicos con máscaras se afanan en torno suyo y, fijan sobre él electrodos, brazaletes, brazales, canilleras, todos los contactos que lo conectan con los aparatos. Almohadones son colocados bajo el brazo derecho a medio levantar, todavía rígido como hierro, y en cuya mano el dedo mayor lleva el mismo anillo que Eléa. Van Houcke, con precauciones de niñera, envuelve en paquetes de algodón el precioso sexo erguido oblicuamente. A pesar de sus precauciones, ha roto una mecha de pelo crespo. Dice imprecaciones en holandés. La Traductora chilla.

—No importa —expresa Zabrec—, eso, eso volverá a crecer. Mientras que el resto…

—¡Miren! —hace notar de repente Moissov. Muestra un punto sobre la pared abdominal.

—¡Y ahí!…

El pecho…

—¡Y ahí!

El bíceps izquierdo…

—¡Mierda! —dice Labeau.

Eléa mira el globo terráqueo, y lo hace girar, perpleja. Se diría que no lo reconoce. Sin duda las convenciones geográficas de su tiempo no eran las mismas que las nuestras. Quizá no comprenda lo que representan los océanos azules, en los mapas de su época, figuraban por ejemplo en rojo o blanco… ¿Puede ser que el norte estuviera abajo en vez de arriba, o a la izquierda o, a la derecha?

Eléa vacila, reflexiona, tiende el brazo, hace girar el globo, y sobre su cara se adivina que por fin lo reconoce, y que ella también ve la diferencia…

Toma el globo por el pie y lo hace oscilar.

—Así —dice—. Era así…

A pesar de sus promesas, los sabios no pueden retener exclamaciones ahogadas. Lanson ha dirigido el enfoque de una cámara hacia el globo, y su imagen se inscribe ahora sobre la pantalla grande. El globo desequilibrado por Eléa tiene siempre su norte arriba y su sur abajo, pero están desplazados en aproximadamente 40 grados.

Olofsen, el geógrafo danés, impreca. Siempre había sostenido la teoría tan controvertida de un basculamiento del globo terrestre. Había traído pruebas múltiples que le habían sido refutadas una por una. Él lo ubicaba en épocas remotas en la historia de la Tierra, y lo suponía menos importante. Pero estos no son sino detalles.

—¡Tiene razón! No hacen falta más pruebas discutibles: ¡He aquí un testigo!

El dedo de Eléa se posó sobre el Continente Antártico y su voz dijo:

—Gondawa…

Sobre el globo que Leonova sostiene en la posición que Eléa le ha dado, Gondawa ocupa un lugar a medio camino entre el Polo y el Ecuador, en plena zona templada caliente, casi tropical. Eso es lo que explica esa flora exuberante, esos pájaros de fuego encontrados en el hielo. Un cataclismo brutal ha hecho girar la tierra sobre un eje ecuatorial, trastornando los climas en pocas horas, quizá en pocos minutos, quemando lo que era frío, helando lo que era caliente, y sumergiendo los continentes bajo las aguas de enormes océanos arrancados a su inercia.

—Enisorai… Enisorai… —dijo Eléa.

Busca en el globo algo que no encuentra…

—Enisorai… Enisorai…

Hace girar el globo entre las manos de Leonova. La imagen grande del globo gira, proyectada sobre la pantalla.

—Enisorai, es el Enemigo,…

Toda la sala mira la pantalla grande girar la imagen donde Eléa busca y no encuentra.

—Enisorai… Enisorai… ¡Ah!

La imagen se detiene. Las dos Américas ocupan la pantalla. Pero el vuelco del globo terráqueo las ha colocado en una extraña posición. Se han inclinado, la del norte hacia abajo, la del sur hacia arriba.

—¡Ahí! —dice Eléa…— Ahí falta…

Su mano aparece en la imagen sosteniendo un trazador que Simon le ha dado. El fieltro del trazador se posa en la extremidad del Canadá, pasa por Terra-Nova, dejando tras suyo un largo trazo rojo que avanza hasta el medio del Atlántico y va a unirse, mediante una línea quebrada, a la América del Sur en la punta más avanzada del Brasil. Luego Eléa cubre de plumeado rojo todo el espacio comprendido entre su trazo y las costas. Llenando el inmenso golfo que separa las dos Américas, hace de éstas últimas un solo continente macizo cuyo vientre llena la mitad del Atlántico Norte. Deja caer el trazador, posa la mano sobre la gran América que acaba de crear, y dice:

—Enisorai…

Leonova ha posado el globo sobre la mesa. Un murmullo de excitación remueve nuevamente la sala. ¿Cómo es posible que una brecha semejante haya podido abrirse en ese continente? ¿Es el mismo cataclismo que ha provocado el hundimiento de Enisorai central y el vuelco de la Tierra?

A todas esas preguntas, Eléa contesta:

—No lo sé, Coban sabe… Coban temía… Es por qué hizo construir el Refugio donde ustedes nos encontrado…

—Coban temía ¿qué?

—No sé… Coban sabe… Pero yo puedo mostrarles… extiende la mano hacia los objetos colocados delante suyo. Elige un círculo de oro, lo toma con las dos manos, lo levanta por encima de la cabeza y se lo calza. Aplica dos pequeñas plaquetas a sus sienes. Otra recubre su frente sobre los ojos. Toma un segundo círculo.

—Simon… —dice.

El se vuelve hacia ella. Eléa le coloca sobre la cabeza el segundo círculo, y con un movimiento del pulgar, baja la plaqueta frontal, que viene a cubrir los ojos del joven médico.

—Calma… —dice ella.

Apoya sus codos sobre la mesa, y coloca su cabeza entre las manos. La plaqueta frontal suya ha quedado levantada. Baja lentamente los párpados sobre sus ojos azulnoche.

Todas las miradas, todas las cámaras están enfocando a Eléa y Simon sentados uno junto al otro, ella acodada sobre su mesa, él erguido en su silla la espalda apoyada en el respaldo, los ojos tapados con la plaqueta de oro.

El silencio es tal que se oiría caer un copo de nieve.

Y de repente Simon tiene un sobresalto. Se le ve llevar las manos abiertas delante suyo, como para asegurarse de la realidad de alguna cosa. Se endereza lentamente, cuchichea algunas palabras que la Traductora repite también cuchicheando:

—¡Yo veo!… ¡Yo entiendo!…

Grita:

—¡Veo! ¡Es el Apocalipsis! Una llanura inmensa quemada viva… vitrificada… ¡Ejércitos caen del cielo! Armas que vomitan muerte destruyen a éstos… ¡Caen más todavía!… ¡Como nubes de langostas! ¡Escarban la tierra! ¡Se hunden!… ¡La planicie se agrieta. Se parte en dos… de una punta a otra del horizonte!

¡El suelo se levanta y vuelve a caer!… ¡Los ejércitos están destrozados! ¡Algo sale de la tierra… al… al… algo inmenso! ¡Una máquina… una máquina monstruosa, una planicie de vidrio y acero se separa de la tierra, se levanta, vuela, se desarrolla se dilata llena el cielo!… ¡Ah!… ¡Un rostro, un rostro me tapa el cielo!…

—¡Está muy cerca de mí! ¡Se inclina sobre mí, me mira! Es una cara de hombre. Sus ojos están llenos de desesperación…

—¡Paikan! —gime Eléa.

Su cabeza se desliza entre sus manos, su torso se tumba sobre la mesa. La visión desaparece en el cerebro de Simon.

Coban sabe.

Sabe lo mejor y lo peor.

Sabe qué es esta monstruosa máquina de guerra que llenaba el cielo.

Sabe cómo sacar de la nada todo lo que les falta a los hombres.

Coban sabe. ¿Pero podrá decir lo que sabe?

Los médicos han encontrado lesiones sobre casi toda la superficie de su torso y de sus brazos, muchos menos en la parte inferior del cuerpo. Han creído estar en presencia de congelamiento, el hombre habiendo soportado menos bien que la mujer el enfriamiento. Pero cuando le han sacado la máscara, han descubierto una cabeza trágica de la cual el cabello, las pestañas y las cejas habían sido quemados a ras de la piel. Por consiguiente, no eran rastros de congelamiento los que cubrían su epidermis y su cara, sino quemaduras. 0 quizás las dos cosas.

Le han preguntado a Eléa si ella sabía cómo había sido quemado. No lo sabía. Cuando se durmió, Coban estaba cerca de ella, en buena salud e intacto…

Los médicos lo han envuelto de pies a cabeza con apósitos antinecrosantes, que deben impedir a la piel destruirse cuando recupere su temperatura normal, y ayudarla a reconstruirse.

Coban sabe. Aún no es sino una momia fría envuelta en bandeletas amarillas. Dos tubos flexibles, trasparentes, deslizados dentro de las aletas de la nariz, salen de los apósitos. Hilos de todos los colores surgen de espiras amarillas a lo largo de su cuerpo y lo conectan con los instrumentos. Lentamente, lentamente, los médicos continúan calentándolo.

La guarda del ascensor ha sido revestida con un dispositivo de trampa, en la escotilla de entrada de la Esfera. Lukos ha dispuesto allí dos minas electrónicas que ha traído de su misión y que ha perfeccionado. Nadie se puede acercar sin hacerlas estallar. Para entrar en la Esfera, hay que llegar a la parte inferior del Pozo, y presentarse a los hombres que están de guardia a la salida del ascensor. Ellos telefonean al interior, donde tres médicos y varios enfermeros y técnicos velan permanentemente sobre Coban. Uno de ellos baja un interruptor. La luz roja que guiña para señalar la trampa se apaga, las minas se vuelven inertes como plomo. Ya se puede bajar dentro de la Esfera.

—Coban sabe… ¿Piensa usted que este hombre representa un peligro para la humanidad, o piensa al contrario que le va a dar la posibilidad de hacer de la Tierra un nuevo Edén?

—Yo, el Edén, bueno… ¡uno no ha estado allí! ¡No se sabe si era tan formidables!…

—¿Y usted, señor?

—Yo, ese tipo, usted sabe, es difícil de prever…

—¿Y usted señora?

—¡Yo lo encuentro apasionante! Este hombre y esta mujer que vienen de tan lejos y que se aman.

—¿Usted cree que se aman?

—¡Por supuesto!… ¡Ella repite todo el tiempo su nombre!… ¡Paikan! ¡Paikan!…

—Creo que hace algunas pequeñas confusiones, pero en todo caso, tiene razón, ¡es muy apasionante todo eso!…

—Y usted señor, ¿encuentra también que esto es apasionante?

—Yo no puedo decir nada, señor, soy extranjero…

Él señor y la señora Vignont, su hijo y su hija comen papas fritas con dulce en la mesa en forma de media luna delante de la pantalla. Es una receta de la cocina nutritiva.

—Es estúpido, hacer preguntas semejantes —dice la madre—. A pesar de que si se piensa…

—Ese tipo —dice la hija—, yo lo mandaba de vuelta al frigorífico. Nos las arreglamos bien sin él…

—¡Y sin embargo!… —contesta la madre—. No se puede hacer eso.

Su voz es un poco ronca. Piensa en cierto detalle. Y su marido ya no es tan… Recuerdos le conmueven las entrañas. Una gran angustia le trae lágrimas a los ojos. Se suena la nariz.

—Me parece que me he vuelto a agarrar la gripe, creo… La hija está en paz por ese lado. Tiene los amigotes de la Academia de Artes Decorativos que están quizá menos provistos que ese tipo, pero en cierto detalle casi valen tanto como él. En fin, no completamente… Pero ellos no están congelados…

—No se le puede volver a meter en la heladera —dice el padre—, después de tanto dinero como se ha gastado. Eso representa una inversión.

—Por mí, puede reventar —gruñe el hijo.

No dice lo mismo cuando piensa en Eléa desnuda soñando de noche, y cuando no duerme, es peor.

Eléa aceptó con indiferencia, que los sabios examinaran los dos círculos de oro. Brivaux había tratado de encontrarles un circuito, conexiones o alguna cosa. Nada.

Los dos círculos con sus plaquetas temporales fijas y la sin frontal movible estaban hechas de un metal macizo, ninguna especie de aparejo interior o exterior.

—No hay que engañarse —dijo Brivaux—, es electrónica molecular. ¡Este chirimbolo es tan complicado como una emisora y un receptor de TV reunidos, y tan simple como una aguja de tejer! Todo está en las moléculas ¡Es formidable! ¿Cómo creo yo que funciona? Así: cuando te pones el círculo alrededor de la cabeza éste recibe las ondas cerebrales de tu encéfalo. Las trasforma en ondas electromagnéticas, que emite, yo me pongo el otro chisme. La plaqueta bajada, funciona en sentido inverso. Recibe las ondas electromagnéticas que tú me has enviado, las trasforma en ondas cerebrales, y me las inyecta en el cerebro…

—¿Me entiendes? A mi parecer, debería ser posible conectar esto sobre la TV…

—¿Qué?

—No soy brujo… Pescar las ondas en el momento que son electromagnéticas, ampliarlas, inyectarlas en un receptor de TV. Eso daría seguramente algo. ¿Qué? Puede ser que una papilla… Puede ser que una sorpresa… Vamos a probar. Es posible o no lo es. De todas maneras, no es difícil. Brivaux y su equipo trabajaron apenas un medio día.

Luego su asistente, se colocó el casco emisor. Resultó a medio camino entre la sorpresa y la papilla. Imágenes, sin continuación ni cohesión, a veces sin formas precisas, una construcción mental tan inestable como la arena seca en las manos de un niño.

—No hay que tratar de «pensar» —dijo Eléa—. Pensar es muy difícil. Los pensamientos se hacen y se deshacen. ¿Quién los hace, quién los deshace? No el que piensa. Hay que acordarse. Memoria. La memoria solamente. El cerebro registra todo, aun si los sentidos no prestan atención. Hay que acordarse. Evocar una imagen precisa en un instante preciso. Y después dejar hacer, el resto sigue…

—¡Vamos a comprobarlo! —dijo Brivaux—. ¡Pon eso sobre tu cabecita! —le explicó a Oidle, la secretaria de la oficina técnica que estenografiaba las peripecias de los ensayos—. Cierra los ojos y acuérdate de tu primer beso.

—¡Oh, señor Brivaux!

—¿Y qué? ¡No te hagas la beba!

Ella tenía cuarenta y cinco años y se parecía a un guardia inmóvil en vísperas de su jubilación. La habían elegido entre otras porque había hecho viajes a pie y era todavía jefa de exploradores. No le tenía miedo al mal tiempo.

—¿Ahora, ya está?

—Si señor Brivaux.

—¡Vamos! ¡Cierra los ojos! ¡Acuérdate!

Hubo sobre la pantalla móvil una explosión roja.

Luego nada.

—¡Cortocircuito! —dijo Goncelin.

—Demasiada emoción —opinó Eléa—. Hay que traer la imagen, pero olvidarse… Prueben de nuevo. Probaron. Y tuvieron éxito.

Para la segunda sesión de trabajo, además de Leonova y Hoover, Brivaux y su asistente se había instalado al lado de Eléa y Simon.

Brivaux estaba sentado junto a Eléa. Manipulaba un montaje complicado, no más grande que un cubo de margarina y que coronaba un ramillete de antenas más altas que un dedo meñique, y tan complejas como las antenas de los insectos. El montaje estaba conectado a un pupitre de control delante de Goncelin. Un cable salía del pupitre hacia la cabina de Lanson.

—La tercera guerra ha durado una hora —dijo Eléa—. Después Enisorai tuvo miedo. Nosotros también sin duda.

—Paramos. Hubo 800 millones de muertos, la población era menos numerosa en Enisorai. La población de Gondawa estaba bien protegida en los refugios. Pero en la superficie de nuestro continente no quedaba nada, y los sobrevivientes no podían volver a subir a causa de las radiaciones mortales.

—¿Radiaciones? ¿Qué armas habían utilizado?

—Bombas terrestres.

—¿Conoce usted su funcionamiento?

—No, Coban sabe.

—¿Conoce su principio?

—Se fabricaban con un metal sacado de la tierra y que quemaba, destrozaba y envenenaba aun por mucho tiempo después de la explosión.

Voz impersonal de la traductora:

—He traducido exactamente las palabras gonda, y ello da bien las palabras «bomba terrestre». Sin embargo, en adelante, reemplazaré este término por su equivalente «bomba atómica».

—Nací —dijo Eléa—, en la Quinta Profundidad. Subí a la superficie por la primera vez cuando tenía 7 años, al día siguiente de mi Designación. No podía subir hasta tanto no tuviera mi llave.

Hoover:

—¿Pero en fin, qué es esta bendita llave? ¿Para qué le sirve?

Voz impersonal de la traductora:

—No puedo traducir «bendita llave». La palabra «Bendita» tomada en este sentido especial no tiene equivalente en el vocabulario que me ha sido inyectado.

—Esta máquina es un verdadero vigilante —dijo Hoover.

La mano derecha de Eléa descansaba sobre la mesa, los dedos extendidos. Lanson dirigió la cámara 2 sobre la mano, con el «zoom» sacado a fondo, agrandando aún más la imagen del pupitre. La pequeña pirámide apareció sobre la pantalla grande, y la colmó. Era de oro, y en esta escala, se podía observar que su superficie era estriada y estaba recortada con surcos minúsculos y con hendiduras de formas irregulares y a veces extrañas.

—La llave es la clave de todo —dijo Eléa—. Está instituida cuando cada uno nace. Todas las llaves tienen la misma forma, pero son también tan diferentes como los individuos. La distribución interior de sus…

Voz impersonal de la traductora:

—La última palabra pronunciada no figura en el vocabulario que me ha sido inyectado. Pero encuentro en ella la misma consonante que…

—¡Déjenos de joder! —dijo Hoover—. Diga lo que usted sabe, y para lo demás no nos haga más…

Él calló antes de decir la palabrota que le venía a los labios, y terminó más tranquilamente:

—¡No nos haga transpirar más!

—Soy una traductora —contestó la Traductora—, no soy una Pitonisa.

Toda la sala rió a carcajadas. Hoover sonrió y se volvió hacia Lukos.

—Lo felicito, su hija tiene gracia, pero es un poco plantadora de frescas, ¿no?

—Es meticulosa, es su deber…

Eléa escuchaba sin tratar de comprender esas bromas de salvajes que jugaban con las palabras como los chicos con las piedritas de las playas subterráneas.

Que rieran, que lloraran, que se enojaran, todo eso le era igual. Le era indiferente también continuar hablando cuando se lo pedían. Explicó que la llave llevaba inscripto en su sustancia, todo el bagaje hereditario del individuo y sus características físicas y mentales: Era enviada al ordenador central que la clasificaba, y la modificaba cada seis meses, después de un nuevo examen del niño. A los siete años, el individuo era definitivo, la llave también. Entonces tenía lugar la Designación.

—La Designación, ¿qué es? —preguntó Leonova.

—El ordenador central posee todas las llaves, de todos los seres vivientes de Gondawa, y también de los muertos que han hecho a los vivos. Las que llevamos con nosotros no son sino copias. Todos los días, el ordenador compara entre ellas las llaves de siete años. Conoce todo de todos. Sabe lo que soy yo, y también lo que voy a ser. Encuentra entre los muchachos lo que son y que serán, lo que conviene, lo que me hace falta, lo que necesito y lo que deseo. Y entre esos varones encuentra aquel para quien yo soy y seré lo que le conviene, lo que le hace falta, lo que necesita y lo que desea. Entonces nos señala el uno al otro.

—El muchacho y yo, yo y el muchacho somos como una piedra que ha sido dividida en dos partes, y esparcida entre todas las piedras partidas del mundo. El ordenador ha vuelto a encontrar las dos mitades y las junta.

—Es racional —dice Leonova.

—Pequeño comentario de la pequeña hormiga —dijo Hoover.

—¡Déjela seguir, pues! ¿Qué hacen con esos dos chicos?

Eléa indiferente, comenzó a hablar de nuevo, sin mirar a nadie.

—Los educan juntos. En la familia del uno y luego la del otro, después en una, después en la otra. Adquieren juntos los mismos gustos, las mismas costumbres. Aprenden juntos a tener las mismas alegrías. Conocen juntos como es el mundo, como es la mujer, como es el varón. Cuando viene el momento en que florecen los sexos, ellos los unen, y la piedra juntada se suelda y no hace más que uno.

—¡Soberbio! —dijo Hoover—. ¿Y eso tiene éxito siempre? ¿Vuestro ordenador no se equivoca nunca?

—El ordenador no puede equivocarse. A veces un chico o una chica cambian, o se desarrollan de manera imprevista. Entonces los dos pedazos ya no son mitades, y caen aparte.

—¿Ellos se separan?

—Sí.

—¿Y todos los que se quedan juntos son felices?

—Todo el mundo no es capaz de ser feliz. Hay parejas que simplemente no son desgraciadas. Las hay que son felices, y otras muy felices. Y hay algunas cuya Designación es un éxito absoluto, y su unión parece haber comenzado en el principio de la vida del mundo. Para esas, la palabra felicidad no basta.

—Son…

La voz impersonal de la Traductora declaró en todas las lenguas que conocía:

—No hay una palabra en su lengua para traducir la que acaba de ser pronunciada.

—Usted misma —preguntó Hoover—, era no-desgraciada, feliz, muy feliz o bien…

La voz de Eléa se heló, se hizo dura como un metal.

—Yo no era —dijo—, nosotros éramos…

Los detectores sumergidos a la altura de las costas de Alaska anunciaron al Estado Mayor americano que veintitrés submarinos atómicos de la flota polar rusa habían atravesado el estrecho de Behring, dirigiéndose al sur.

No hubo reacción americana.

Las redes de observación informaron al Estado Mayor ruso que la séptima flota americana de satélites estratégicos modificaba su órbita de espera y la inclinaba hacia el sur.

No hubo reacción rusa.

El portaaviones submarino europeo Neptuno I, en crucero a lo largo de las costas de África occidental, se sumergió y puso proa al sur.

Las ondas chinas se pusieron a aullar, revelando a la opinión mundial esas maniobras que todo el mundo aún ignoraba y denunciando la alianza de los imperialistas que navegaban de común acuerdo hacia el continente antártico, para destruir allí la más grande esperanza de la humanidad.

Alianza no era la palabra exacta. Convenio hubiera sido más justo. Los gobiernos de los países ricos se habían puesto de acuerdo, fuera de las Naciones Unidas para proteger a pesar suyo a los sabios y su maravilloso y amenazador tesoro, contra una incursión posible del más poderoso de los países pobres, cuya población acababa de sobrepasar los mil millones. Y también de un país menos poderoso, menos armado y menos decidido. La misma Suiza, había dicho Rochefoux, bromeando. No, seguro que no, Suiza no. Era la nación más rica: la paz la enriquecía, la guerra la enriquecía, y la amenaza de guerra o de paz la hacía más rica. Pero cualquier otra república hambrienta o cualquier tirano negro, árabe u oriental reinando por la fuerza sobre la miseria, podría atentar contra EPI en un golpe de fuerza desesperado, apoderarse de Coban o matarlo.

El acuerdo secreto había descendido desde los gobiernos hasta los Estados Mayores. Un plan común había sido trazado. Las escuadras marinas, submarinas, aéreas y espaciales se dirigían hacia el círculo polar austral para constituir juntas, a la altura del punto 612, un bloque defensivo y, si fuera necesario, ofensivo.

Los generales y los almirantes pensaban con desprecio en esos sabios ridículos y sus pequeñas metralletas. Cada jefe de escuadra tenía por orden no dejar, a ningún precio, a este Coban escaparse hacia el vecino. ¿Para ello, acaso lo mejor no era estar ahí todos juntos y vigilarlo?

Había otras instrucciones más secretas, que no venían de los gobiernos ni de los Estados Mayores.

La energía universal, la energía que se toma de todas partes, que no cuesta nada, y que fabrica todo, era la ruina de los trusts del petróleo, del uranio, de todas las materias primas. Era el fin de los comerciantes, esas instrucciones más secretas, no eran los jefes de escuadras que las habían recibido, sino algunos hombres anónimos, perdidos entre la tripulación.

Ellos decían también que no había que dejar a Coban escaparse a lo del vecino.

Agregaban que no debía ir a ninguna parte.

—¡Usted es un bruto! —dijo Simon a Hoover—. Absténgase de hacerle preguntas personales.

—Una sobre su felicidad, no creía…

—¡Sí! Usted piensa pero a usted le gusta hacer daño…

—¿Quiere tener la amabilidad de callarse? —exclamó Simon.

Se volvió hacia Eléa y le preguntó si deseaba continuar.

—Sí —contestó Eléa, con la indiferencia que le había vuelto—. Les voy a mostrar mi Designación. Esta ceremonia tiene lugar una vez por año, en Árbol y Espejo, en cada una de las profundidades. Yo he sido designada en la Quinta Profundidad, donde nací…

Tomó el círculo de oro posado frente a ella, lo levantó sobre su cabeza y se lo puso.

Lanson desconectó las cámaras, enganchó el cable del podio, y conectó el canal de sonido con la Traductora.

Eléa, la cabeza entre las manos, cerró los ojos.

Una ola violeta invadió la pantalla grande, expulsada y reemplazada por una llama anaranjada. Una imagen confusa e ilegible dejó de aparecer. Ondas la desgarraron. La pantalla se volvió rojo vivo y se puso a palpitar como un corazón enloquecido. Eléa no conseguía eliminar sus emociones. Se le vio enderezar el busto sin reabrir los ojos, inspirar profundamente y retomar su posición primera.

Bruscamente, sobre la pantalla, hubo una pareja de niños.

Se les veía de espaldas, y también de frente en un inmenso espejo que reflejaba un árbol. Entre el espejo y el árbol, y bajo este último y dentro del mismo, había una multitud. Y delante del espejo, a algunos metros los unos de los otros, cada cual de pie frente a su imagen, había una veintena de parejas de niños, con el torso desnudo, con coronas y pulseras de flores azules, vestidos con una falda corta azul y calzando sandalias. Y sobre cada uno de los tiernos dedos de sus pies y en los lóbulos de sus orejas, estaba pegada, ligera y vellosa, una pluma de pájaro dorado.

La chicuela del primer plano, la más bella de todas, era Eléa, reconocible y sin embargo distinta. Distinta no tanto por razones de edad como por la paz y alegría que iluminaba su cara. El muchacho que estaba de pie cerca de ella la miraba, y ella lo miraba a él. Era rubio como el trigo maduro al sol. Sus cabellos lisos caían derechos alrededor de su rostro hasta los hombros delgados, donde los ya bien torneados músculos insinuaban su forma. Sus ojos color avellana miraban en el espejo los ojos azules de Eléa, y le sonreían.

Eléa adulta habló, y la Traductora tradujo:

—Cuando la designación es perfecta, en el momento que los dos niños se ven por primera vez, ellos se reconocen…

Eléa-niña miraba al chico y el chico la miraba a ella. Eran felices y bellos. Se reconocían como si siempre hubiesen caminado al encuentro el uno del otro, sin apuro y sin impaciencia, con la certeza de encontrarse. El momento del encuentro había venido, estaban el uno junto al otro y se miraban. Se descubrían, estaban tranquilos y maravillados.

Detrás de cada pareja de niños estaban las dos familias. Otros niños con sus familias esperaban detrás de éstos. El árbol tenía un tronco marrón, enorme y corto. Sus primeras ramas casi tocaban el suelo y las más, altas escondían el techo, si es que había tal cosa. El follaje espeso, de un verde estriado de rojo, hubiese podido ocultar un hombre de pies a cabeza. Un gran número de niños y de adultos descansaban, acostados o sentados sobre sus ramas, o sobre las hojas caídas en el suelo. Los niños saltaban de rama en rama, como pájaros. Los adultos llevaban ropa de diversos colores, unos enteramente vestidos, otros —mujeres y hombres— solamente de las caderas hasta las rodillas. Algunos y algunas no llevaban más que una banda flexible alrededor de las caderas. Algunas mujeres estaban enteramente desnudas. Ningún hombre lo estaba. No todos los rostros eran bellos, pero todos los cuerpos eran armoniosos y sanos. Todos tenían, con poca variante, más o menos el mismo color de piel. Había un poco más de diversidad en los cabellos, que iban del color oro puro al rojizo y al castaño dorado. Parejas de adultos se tomaban de la mano.

Al final del espejo apareció un hombre ataviado con un vestido rojo que le llegaba hasta los pies. Se acercó a la pareja de niños, parecía llevar a cabo una corta ceremonia, luego los despidió asidos de la mano. Otros dos niños vinieron a reemplazarlos.

Más hombres de rojo vinieron desde el final del espejo hacia otras parejas de niños que esperaban y que se fueron unos instantes más tarde igualmente tomados de las manos.

Un hombre de rojo llegó del extremo del espejo y se acercó a Eléa. Ella lo miró en el espejo. Él le sonrió y se colocó detrás suyo, consultó una especie de disco que llevaba en la mano derecha y posó su mano izquierda sobre el hombro de Eléa.

—Tu madre te ha dado el nombre de Eléa —dijo—. Hoy has estado Designada. Tú nombre es 3 - 19 - 07 - 91. Repítelo.

—3 - 19 - 07 - 91 —dijo Eléa-niña.

—Vas a recibir tu llave. Tiende la mano frente a ti.

Tendió la mano izquierda, abierta con la palma hacia arriba. La extremidad de sus dedos vino a tocar sobre el espejo la extremidad de la imagen de ellos.

—Soy. Eléa 3 - 19 - 07 - 91.

La imagen de la mano en el espejo palpitó y se abrió, descubriendo una luz ya apagada y al volver a cerrarse dejó caer un objeto en la palma tendida. Era un anillo. Un anillo para el dedo de un niño, coronado por una pirámide trunca cuyo volumen no excedía el tercio de la usada por Eléa adulta.

El hombre de rojo lo tomó y se lo pasó en el dedo mayor de la mano derecha.

—No te lo saques. Crecerá contigo. Crece con él.

Luego vino a colocarse por detrás del varón. Eléa miraba al hombre y al niño-muchacho con ojos inmensos, que contenían cada uno la mitad de la aurora… Su cara grave estaba iluminada por la confianza y el arrebato, Estaba igual a la planta nueva, henchida de juventud y de vida, que acaba de perforar la tierra oscura, y tiende hacia la luz, la confianza perfecta y tierna de su primera hoja, con la certeza de que, pronto hoja tras hoja, ella alcanzará el cielo…

El hombre consultó su disco, pasó su mano izquierda sobre el hombro izquierdo del varón y dijo:

—Tu madre te ha dado el nombre de Paikan…

Una explosión roja rasgó la imagen e invadió la pantalla, ahogó el rostro de Eléa-niña, borró el cielo de sus ojos, su esperanza y su alegría. La pantalla se apagó. Sobre el podio, Eléa acababa de arrancar de su cabeza el círculo de oro.

—Seguimos sin saber para qué sirve esa jodida llave —refunfuñó Hoover.

He tratado de llamarte a nuestro mundo. A pesar de que has aceptado colaborar con nosotros, y quizá aún a causa de ello, yo te veía cada día retroceder un poco más hacia tu pasado, hacia un abismo. No había pasarela para salvar el precipicio. No había nada más detrás de ti que la muerte.

He hecho traer del cabo, para ti, cerezas y duraznos.

He hecho traer un cordero del cual nuestro chef ha sacado para ti costillas acompañadas de algunas hojas de lechuga romana, tiernas como recién arrancadas. Has mirado las costillitas con horror. Me has dicho:

—¿Es un pedazo cortado de un animal?

No habla pensado en eso. Hasta ese día, una costillita no era más que una costillita.

Contesté un poco molesto:

—Si.

Tú has mirado la carne, la ensalada, las frutas. Me has dicho:

—¡Ustedes son animales!… ¡Comen pasto!… ¡Comen árboles!…

Traté de sonreír. Contesté:

—Somos bárbaros…

Te he hecho traer rosas.

Tú has creído que eso también lo comíamos…

La llave era la clave de todo, había dicho Eléa.

Los sabios y los periodistas amontonados en la Sala de Conferencias pudieron darse cuenta de ello en el curso de las sesiones siguientes. Eléa adquiriendo poco a poco el dominio de sus emociones, pudo contarles y mostrarles su vida y la de Paikan, la vida de una pareja de niños transformándose en una pareja de adultos y ocupando su lugar en la sociedad.

Después de la guerra de una hora, el pueblo de Gondawa había quedado enterrado. Los refugios habían demostrado su eficacia. A pesar del tratado de Lampa, nadie se atrevía a creer que la guerra nunca más recomenzaría. La sensatez aconsejaba quedarse en el refugio y vivir en él. La superficie estaba devastada. Era necesario reconstruir todo. La sensatez aconsejaba reconstruir el refugio.

El subsuelo fue cavado más aún en profundidad y en extensión. Su acondicionamiento englobó las cavernas naturales, los lagos y los ríos naturales. La utilización de la energía universal permitía aprovechar un poder sin límites y que era aprovechable bajo todas las formas. Se utilizó para recrear bajo tierra una vegetación más rica y más bella que la que había sido destruida arriba.

En una luz semejante a la luz del día, las ciudades enterradas se convirtieron en ramilletes de flores, en zarzales, en bosques. Especies nuevas fueron creadas, creciendo a una velocidad tal que hacía visible el desarrollo de una planta o un árbol. Máquinas muelles y silenciosas se desplazaban hacia abajo y en todas las direcciones haciendo desaparecer delante suyo, la tierra y la roca. Las máquinas reptaban sobre el suelo, sobre las bóvedas y las paredes, dejándolas pulidas y más duras que el acero.

La superficie no era más que una tapa, pero se sacó partido de ella.

Cada parcela intacta fue salvaguardada, cuidada, acondicionada en centro de diversiones. Ahí, si se trataba de un pedazo de bosque, se repoblaba de animales: en otro sitio, se veía un curso de agua cuyas riberas estaban preservadas, un valle, una playa sobre los océanos. Se levantaron construcciones para jugar y arriesgarse a la vida exterior que la nueva generación consideraba una aventura.

Debajo, la vida se ordenaba y se desarrollaba en la razón y la alegría. Las usinas silenciosas y sin residuos fabricaban todo lo que los hombres necesitaban. La llave era la base del sistema de distribución.

Todo ser viviente de Gondawa recibía cada año una parte igual de crédito, calculada según la producción total de las usinas silenciosas. Este crédito estaba inscripto en su cuenta, administrado por el ordenador central. Era ampliamente suficiente como para permitirle vivir y aprovechar todo lo que la sociedad podía ofrecerle. Cada vez que un Gonda deseaba algo nuevo, ropa, un viaje, objetos, pagaba con su llave. Doblaba el dedo mayor, hundía su llave en un emplazamiento previsto a este efecto y en su cuenta en el ordenador central en seguida se le descontaba el valor del servicio solicitado.

Algunos ciudadanos, de una calidad excepcional como era Coban, director de la Universidad, recibían un crédito suplementario. Pero no les servía prácticamente para nada, pues sólo un pequeño número de Gondas conseguía agotar su crédito anual. Para evitar la acumulación de las posibilidades de pago entre las mismas manos, lo que quedaba de créditos era automáticamente anulado al fin de cada año. No había pobres, no había ricos, no había más que ciudadanos que podían obtener todos los bienes que deseaban. El sistema de la llave permitía distribuir la riqueza nacional respetando al mismo tiempo la igualdad de derecho de los Gondas, y la desigualdad de sus naturalezas, cada cual gastando su crédito según sus gustos y sus necesidades.

Una vez construidas y puestas en marcha, las usinas funcionaban sin mano de obra y con cerebro propio.

No eximían a los hombres de todo trabajo, pues si ellas aseguraban la producción, quedaban por desempeñar las tareas de la mano y de la inteligencia. Cada Gonda debía trabajar media jornada cada cinco, este tiempo, pudiendo ser repartido en fragmentos. Si lo deseaba, podía trabajar más. Podía si quería trabajar menos o nada. El trabajo no era remunerado. El que elegía trabajar menos, veía su crédito disminuido en proporción. Al que elegía de no trabajar, le quedaba con qué subsistir y ofrecerse un mínimum de superfluos.

Las usinas estaban ubicadas en el fondo de las ciudades, en su profundidad mayor. Estaban unidas, adosadas, conectadas entre sí. Cada usina era una parte de toda la usina, que se ramificaba sin cesar en brotes de nuevas usinas y que reabsorbían aquellas que ya no satisfacían.

Los objetos que fabricaban las usinas no eran productos de ensambladura, sino de síntesis. La materia prima era la misma en todas: la Energía universal.

La fabricación de un objeto en el interior de la máquina inmóvil se parecía a la creación del organismo increíblemente complejo de un niño en el interior de una mujer, a partir de ese casi nada que es un óvulo fecundado. Pero, en las máquinas, no había casi, no había nada y a partir de esa nada subía hacia la ciudad subterránea, en un chorro múltiple, diverso e ininterrumpido, todo lo que era menester para las necesidades y los placeres de la vida. Lo que no existe, existe.

La llave tenía otro uso, igualmente importante: ¡impedía la fecundación! Para concebir un niño, el hombre y la mujer debían quitarse el anillo. Si uno de los dos lo guardaba, la fecundación era igualmente imposible. El niño no podía nacer si no era deseado por los dos.

A partir del gran día de la Designación, el momento en que lo recibía, un Gonda no se sacaba nunca su anillo. Y todo a lo largo de sus días, él le procuraba cuanto necesitaba, o cuanto deseaba. Era la llave de su vida y cuando ésta se terminaba, el anillo quedaba en su dedo en el momento en que lo deslizaban en la máquina inmóvil que devolvía a los muertos a la Energía universal. Lo que no existe, existe.

Así que, el instante en que los dos esposos se quitaban el anillo antes de juntarse para hacer un niño, estaba bañado de una emoción excepcional. Se sentían más que desnudos, como si se hubiesen quitado el cuero de su piel al mismo tiempo que el anillo. De pies a cabeza se tocaban en carne viva. Entraban en comunión total. Él penetraba en ella y ella se fundía en él. Para sus dos cuerpos el espacio se volvía el mismo. El niño estaba concebido en una única alegría.

La llave bastaba para mantener la población de Gondawa a un nivel constante. Enisorai no tenía llave y no la quería. Enisorai pululaba. Enisorai conocía la ecuación de Zoran y sabía utilizar la Energía universal, pero se servía de ella para la proliferación y no para el equilibrio. Gondawa se organizaba, Enisorai se multiplicaba. Gondawa era un lago, Enisorai un río. Gondawa era la sensatez, Enisorai el poderío. Este poderío no podía hacer sino expandirse y ejercerse más allá de sí mismo. Eran los aparatos de Enisorai que se habían posado los primeros en la Luna. Gondawa lo había seguido rápidamente, para no dejarse anular. Por razones balísticas, la faz este de la Luna convenía perfectamente al despegue de los aparatos de exploración hacia el sistema solar. Enisorai construyó allá una base, Gondawa también. La tercera guerra estalló en ese sitio, por un incidente entre las guarniciones de las dos bases. Enisorai quería ser el único en la Luna.

El miedo puso fin a la guerra. El tratado de Lampa dividió la Luna en tres zonas, una «gonda», una «enisor» y una «internacional». Ésta se encontraba situada al este. Las dos naciones se habían puesto de acuerdo para construir allí una base de despegue común.

Los otros pueblos no tenían un pedazo de Luna. A ellos no les importaba. Recibían de Enisorai o de Gondawa promesas de protección y máquinas estáticas que proveían a sus necesidades. Los más hábiles recibían de ambos. También habían recibido de ambos muchas bombas durante la tercera guerra. Pero menos que Gondawa y mucho menos que Enisorai.

Enisorai tenía una población demasiado numerosa como para poder ponerla al reparo, pero su fecundidad, en una generación, había reemplazado a los muertos. Por el tratado de Lampa, Enisorai y Gondawa se habían comprometido a no usar nunca más las «bombas terrestres». Las que quedaban fueron mandadas al espacio, en órbita alrededor del Sol. Las dos naciones, por otra parte, habían asumido el compromiso de no fabricar armas que sobrepasaran en fuerza destructiva a aquella que había sido colocada fuera de la ley.

Pero un formidable poderío de expansión inflaba a Enisorai. Ésta se puso a fabricar armas individuales utilizando la energía universal. Cada una de estas armas tenía una fuerza de choque limitada, pero nada podía resistir a su multiplicación. Y cada día crecía el número de sus ejércitos. El río impetuoso de la vida en expansión llenaba de nuevo su lecho, pronto a desbordar. Entonces el Gran Consejo de Gondawa decidió sacrificar la ciudad del medio, Gonda 1. Fue evacuada y reabsorbida y, en su emplazamiento subterráneo, las máquinas se pusieron a trabajar. Y el Consejo Director de Gondawa hizo saber al Consejo de Gobierno de Enisorai que si una nueva guerra estallaba, sería la última.

Así en una sesión tras otra, por los recuerdos directos de Eléa, proyectados sobre la pantalla, y por las múltiples preguntas que se le hacían, los sabios de EPI aprendían a conocer este mundo desaparecido, que había resuelto ciertos problemas que preocupaban tanto al nuestro, pero que parecían arrastrados como él de manera ineludible hacia los enfrentamientos que sin embargo nada razonable justificaban, y que todo podía permitir impedir.

Muy pronto se hizo evidente que no se podían entregar directamente a la TV pública los recuerdos de Eléa, en su totalidad. Era necesario hacer una elección entre las imágenes que proyectaba, porque Eléa evocaba sin el menor reparo los momentos íntimos de su vida con Paikan. Por una parte, asociaba a la belleza de Paikan y a la suya, y a su unión, altivez, gozo y no vergüenza; y por otra parte, ella parecía revivir de más en más sus recuerdos para sí misma, sin preocuparse de los asistentes que escrutaban todos los detalles. Además, los hombres de hoy eran tan diferentes de ella, tan atrasados, tan extraños en sus pensamientos y su comportamiento, que le parecían casi tan lejanos y «ausentes» como animales u objetos.

Ella evocaba los momentos más importantes de su existencia, los más felices, los más dramáticos, para revivirlos una segunda vez. Se entregaba interminablemente a su memoria, como a una droga de resurrección, y sólo a veces las ondas rojas de la emoción conseguían arrancarla de allí. Y los sabios descubrieron poco a poco, alrededor de ella y de Paikan, el mundo fabuloso de Gondawa.

Sobre su caballo blanco de pelo largo, delgado como un lebrel, Eléa galopaba hacia el Bosque Salvado. Huía de Paikan, huía riendo para tener la dicha de dejarse alcanzar.

Paikan había elegido un caballo azul porque sus ojos tenían el color de los de Eléa. Galopaba justo detrás de ella, y la alcanzaba poco a poco, y hacía durar el gozo. Su caballo tendió sus ollares azules hacia la larga cola blanca que flotaba en el viento de la carrera. La extremidad de los largos pelos sedosos penetró en las delicadas aletas del hocico. El caballo azul sacudió su larga cabeza, ganó más terreno, mordió a boca llena la llama de pelos blancos, y tiró para un costado.

El caballo blanco saltó, relinchó, corcoveó, coceó. Eléa lo tenía agarrado por el pelo de la crin y lo apretaba con sus muslos robustos. Se reía, saltaba, bailaba con él…

Paikan acarició al caballo azul y le hizo soltar prenda. Entraron al paso en el bosque, el blanco y el azul, al lado uno del otro, calmados, traviesos, mirándose de reojo. Sus jinetes estaban tomados de la mano. Los árboles inmensos, sobrevivientes de la tercera guerra, levantaban en enormes columnas sus troncos acorazados de escamas marrones. A partir del suelo, parecían titubear, esbozando una ligera curva perezosa, pero no era más que un impulso para lanzarse vertiginosamente en un salto vertical y absurdo hacia la luz que sus propias hojas rechazaban. Muy alto, sus palmas entrelazadas tejían un techo que el viento agitaba sin cesar, perforando agujeros de sol, que en seguida volvían a tapar con un ruido lejano como de una multitud en marcha. Los helechos rastreros cubrían el suelo con una alfombra áspera. Las ciervas oceladas lo rascaban con su casco para descubrir las hojas más tiernas que levantaban con la punta de los labios y arrancaban con una brusca torsión del cuello. El aire caliente olía a resina y hongos. Eléa y Paikan llegaron al borde del lago. Se deslizaron de sus caballos y éstos se volvieron al bosque, al galope, persiguiéndose como colegiales. Había un poco de gente en la playa. Una enorme tortuga extenuada, fisurada, gastada sobre todos los bordes de su caparazón, arrastraba su pesada masa sobre la arena, con un niño desnudo sentado en su lomo.

A lo lejos, sobre la otra orilla, que la guerra había devastado, se abría el gran orificio de la Boca. Se veía surgir de ésta o bajar hacia ella a manojos de burbujas de todos los colores. Eran los aparatos de desplazamiento a corta y larga distancia que emergían de Gonda 7 por las chimeneas de partida, o que volvían a ella. Algunos pasaban a baja altura por encima del lago, con un ruido de seda acariciada.

Eléa y Paikan se dirigían hacia los ascensores que perforaban la arena, en la extremidad de la playa, como las puntas de un atado de espárragos gigantes.

—¡Atención! —dijo una voz enorme.

Ésta parecía que venía, al mismo tiempo, del bosque, del lago y del cielo.

—¡Atención! ¡Escuchen! Todos los seres vivientes de Gondawa recibirán a partir de mañana, por vía del correo, el arma G y la semilla Negra. Sesiones de entrenamiento del arma G tendrán lugar en todos los centros de recreo de la Superficie y de las profundidades. Los seres vivientes que no asistan a ellas verán en su cuenta debitado un centavo por día a partir del decimoprimer día de la convocación. Escuchen, está terminado.

—Están locos —dijo Eléa.

El arma G era para matar, la Semilla era para morir.

Ni Eléa ni Paikan tenían ganas ni de matar ni de morir.

Después de haber hecho los mismos estudios, habían elegido la misma carrera, la de Ingeniero del Tiempo, para poder vivir en la Superficie. Habitaban una Torre del Tiempo, encima de Gonda 7.

Para irse a casa, hubieran podido llamar un aparato. Prefirieron volver por la ciudad. Eligieron un ascensor para dos cuyo cono verde brillaba suavemente por encima de la arena. Hundieron cada uno su llave en la palanca de comando, y el ascensor se abrió como una fruta madura. Penetraron en su tibieza rosada. El cono verde desapareció dentro del suelo que se cerró encima suyo. Salieron en la primera Profundidad de Gonda 7. Se sirvieron nuevamente de sus llaves para abrir las puertas trasparentes de un acceso a la 12ª avenida. Era una vía de transporte. Sus múltiples pistas de pasto con flores se desplazaban a una velocidad creciente del exterior hacia el medio. Árboles bajos servían de asientos, y tendían el apoyo de sus ramas a los viajeros que preferían quedar de pie. Vuelos de pájaros amarillos, semejantes a gaviotas, luchaban en velocidad con la pista central, silbando de placer.

Eléa y Paikan salieron de la Avenida de la Bifurcación del Lago y tomaron el sendero que conducía al ascensor de su Torre. Un arroyuelo nacido en la bifurcación corría a lo largo del sendero.

Pequeños mamíferos rubios, con vientre blanco, no más grandes que gatos de tres meses, vagaban por el pasto y se escondían detrás de las matas para acechar a los pescados. Tenían la cola corta y chata, y una bolsa ventral de donde salía a veces una cabecita pequeña con ojos dulces y maliciosos, que mordisqueaba una espina de pescado. Soplando, ss-ss-ss-ss, vinieron a jugar entre los pies de Eléa y Paikan. Vivazmente se apartaban cuando el borde de una sandalia estaba a punto de pisarles una pata o la cola.

Gonda 7 había sido cavada bajo las ruinas de la Gonda 7 de la superficie. De la antigua ciudad no quedaban más que gigantescos escombros encima de los cuales se erguía la Torre del Tiempo como una flor en medio de los cascotes. En el tope de su largo tallo se abrían los pétalos de la terraza circular, con sus árboles, su césped, su piscina y su muelle de atraque ubicado al reparo del viento, que en este lugar, soplaba del oeste.

Rodeado por la terraza, el departamento se abría sobre ella por todos los costados, medios tabiques curvos, redondos más o menos altos interrumpidos, lo dividían en piezas redondas, ovoides, irregulares, íntimas y sin embargo no separadas. Por encima del departamento la cúpula-observatorio coronaba la Torre con un círculo trasparente apenas ahumado de azul.

El ascensor desembocaba en la pieza del centro, cerca de la fuente baja. Al entrar, Eléa abrió con un gesto la puerta de espejos. El departamento se unificó con la terraza, y la brisa ligera de la tarde lo visitó. Algas multicolores se balanceaban en las corrientes tibias de la piscina. Eléa se despojó de la ropa y se deslizó en el agua. Una multitud de pescados agujas, negros y rojos, vinieron a picotearle la piel, luego, reconociéndola, desaparecieron en un tremolar.

En la cúpula, Paikan echó un vistazo para asegurarse de que todo andaba bien. No había aparejo complicado, era la cúpula misma que constituía el instrumento, obedeciendo a los gestos y al contacto de las manos de Paikan, y trabajando sin él cuando se lo ordenaba. Todo andaba bien, el cielo estaba azul, la cúpula ronroneaba suavemente. Paikan se desvistió y se reunió con Eléa en la piscina. Al verlo ella rió y se zambulló. Él volvió a encontrarla detrás de los velos irisados de un pez indolente, que los miraba con un redondo ojo rojo.

Paikan levantó los brazos y se deslizó detrás suyo. Eléa se apoyó contra él, sentada, flotante, ligera. Paikan la apretó contra su vientre, se impulsó hacia arriba y su deseo erguido la penetró. Reaparecieron en la superficie como un solo cuerpo. Él estaba detrás de ella y él estaba en ella, ella acurrucada y apoyada contra él. Paikan la apretó con un brazo contra su pecho, y la puso de costado como él, mientras que con su brazo izquierdo se puso a nadar. Cada tracción lo empujaba en ella, y los acercaba hacia la playa de arena. Eléa estaba pasiva como un rezago cálido. Llegaron al borde y se posaron, a medias fuera del agua.

Ella sintió su hombro y su cadera hundirse en la arena. Sentía a Paikan adentro y afuera de su cuerpo. Él la tenía cercada, encerrada, sitiada, había entrado como el conquistador deseado delante del cual se abre la puerta exterior y las puertas profundas. Y él recorría lenta, suave, largamente todos sus secretos.

Bajo su mejilla y su oreja, ella sentía el agua tibia y la arena bajar y subir, bajar y subir. El agua venía a acariciar la comisura de su boca entreabierta. Los pescados aguja temblaban a lo largo de su muslo sumergido.

En el cielo donde la noche comenzaba, algunas estrellas se encendían. Paikan ya casi no se movía. Estaba en ella como un árbol liso, duro, palpitante y suave, un árbol de carne bien amado, siempre ahí, vuelto más fuerte, más suave, más tibio y de pronto ardiente, inmenso, encendido rojo, quemando su vientre entero, toda su carne y sus huesos inflamados hasta el cielo. Ella apretó con sus manos las manos cerradas que rodeaban sus senos y gimió largamente en la noche que venía.

Una inmensa paz reemplazó la luz. Eléa se volvió a encontrar alrededor de Paikan. Él seguía estando en ella, duro y suave. Ella descansó sobre él como un pájaro que se duerme. Muy lentamente, muy suavemente, él comenzó a prepararle un nuevo goce.

Ellos dormían sobre el pasto de su cuarto, tan fino y suave como el vello del vientre de una gata. Una cobija blanca, apenas posada sobre ellos, sin peso, tibia, adoptaba su forma y su temperatura a las necesidades de su quietud. Eléa se despertó un momento, buscó la mano abierta de Paikan y arrebujó en ella su puñito cerrado. La mano de Paikan se cerró sobre éste. Eléa suspiró de felicidad y se volvió a dormir.

Los aullidos de las sirenas de alerta los hizo ponerse de pie con un salto, espantados.

—¿Qué sucede? ¡No es posible! —dijo Eléa.

Paikan hundió su llave en la placa de la imagen. Frente a ellos, la pared se encendió y se cavó. El rostro familiar del locutor de pelo colorado apareció en ella.

—… Alerta general. Un satélite no registrado se dirige hacia Gondawa sin contestar a las preguntas de identificación. Va a penetrar en el espacio territorial. Si continúa sin responder, nuestro dispositivo de defensa va a entrar en acción. Todos los seres vivientes que se encuentren afuera deben dirigirse inmediatamente a las ciudades. Apaguen todas sus luces. Nuestras emisiones de la superficie están suspendidas. Escuchen, está terminado.

La imagen en la pared se acható, vino a pegarse en la superficie y se apagó.

—¿Hay que bajar? —preguntó Eléa.

—No, ven…

Tomó la cobija, envolvió a Eléa y la llevó a la terraza.

Se deslizaron entre las hojas bajas de las palmeras de seda y fueron a apoyarse en la elevada rampa de la borda.

El cielo estaba oscuro, sin luna. Las innumerables estrellas brillaban en el firmamento con un destello perfecto. Los focos luminosos de los aparatos de vuelo, multicolores, pareciendo más o menos grandes según su altitud, modificaban su ruta y parecían aspirados por una corriente que los llevaba todos en la misma dirección, la de la Boca.

En el suelo, la alerta había despertado a los habitantes de la casa de recreo, amarrados en la planicie, o entre las ruinas, en los límites del agua y del servicio. Sus cáscaras traslúcidas posaban sobre la noche la luz de sus formas: pescado de oro, flor azul, huevo rojo, huso verde, esfera, estrella, poliedro, gota…

Algunas estaban levantando vuelo y tomando el camino de la Boca. Las otras se apagaron rápidamente. Una serpiente blanca quedó encendida alumbrando una pared destrozada.

—¿Qué esperan esos para apagar?

—De todas maneras es inútil… Si es un arma ofensiva, tiene muchas otras maneras de encontrar su objetivo.

—¿Crees que es una?

—Sola, es poco probable…

Delante de ellos, de repente, un trazo luminoso subió desde el horizonte. Luego dos, después tres, cuatro.

—¡Están tirando!… —dijo Paikan.

Los dos miraron al cielo donde ya nada aparecía más que la indiferencia de las estrellas al fondo del infinito.

Eléa se estremeció, abrió la cobija y apretó a Paikan contra ella. Muy arriba, hubo bruscamente una nueva estrella gigante, que se destrozó y se expandió en una cortina lenta de luz rosa, ionizada.

—¡Y ahí está!… No podían errarle…

—¿Qué piensas que era?

—No lo sé… Reconocimiento, quizá… o bien simplemente un desgraciado carguero cuyas sirenas estaban atascadas… En todo caso, era, ya no es más.

Las sirenas los sobresaltaron de nuevo. Uno no se acostumbra a ese horrible ruido. Anunciaban el final de la alerta. Las luces de las casas de recreo se encendieron unas tras otra. A lo lejos un vuelo de aparatos se elevó de la Boca como un manojo de chispas.

Sobre la pared del cuarto, la imagen renació y cavó el muro. Eléa y Paikan deseaban tener noticias, pero después de esta intrusión del absurdo y del horror en la dulzura de la noche, ésta les parecía tan frágil, tan preciosa, que no querían dejarla. Paikan hundió su llave en la placa de la rampa. La imagen dejó la pared del cuarto y salió. Paikan la dirigió dando vuelta la placa móvil, y la instaló en el follaje de la palmera de seda. Se sentó en el pasto, de espaldas a la rampa, Eléa apretada contra él. La brisa del oeste, apenas fresca, daba vueltas alrededor de la Torre y venía a bailar en sus caras. Las hojas sedosas temblaban y flotaban en el viento liviano. La imagen era luminosa y estable en sus tres dimensiones y colores, el locutor de pelo colorado hablaba con gravedad, pero no se entendía una sola palabra de las que pronunciaba. Un cubo negro nació en el fondo de la imagen, invadió todo el haz receptor y borró al locutor. El rostro nervioso de un hombre muy joven apareció en el cubo. Sus ojos marrones encendidos de pasión, sus cabellos lacios, casi negros, no caían más abajo que sus orejas.

—¡Un estudiante! —dijo Eléa.

Hablaba con vehemencia.

—… ¡La Paz! ¡Conservemos la Paz! ¡Nada justifica la guerra jamás! ¡Pero nunca sería más atroz y absurda que hoy, en el momento en que los hombres están a punto de ganar la batalla contra la muerte! ¿Vamos a masacramos por los prados floridos de la Luna? ¿Por los rebaños de Marte y sus pastores negros? ¡Absurdo! ¡Absurdo! ¡Hay otros caminos hacia la estrellas! ¡Dejen a los Enisores mordisquear el espacio! ¡No comerán todo! Déjenlos pelear contra el infinito ¡Llevamos aquí una batalla mucho más importante!

¿Por qué el Consejo Director nos deja en la ignorancia de los trabajos de Coban? Se los digo, en nombre de aquellos que desde años atrás trabajaban a su lado: ¡Ha ganado! ¡Está hecho! En el laboratorio 17 de la Universidad, bajo la campana 42, una mosca vive desde hace 545 días ¡Su tiempo normal de vida es de 40 días! ¡Vive, y es joven, es soberbia! Hace un año y medio ha bebido la primera gota experimental del suero universal de Coban. Dejen trabajar a Coban. Su suero está a punto. Las máquinas van a poderlo fabricar pronto. No envejecerán más. La muerte estará infinitamente lejos. Salvo si os matan. ¡Salvo si hay una guerra! ¡Exijan del Consejo Director que rehúse la guerra, que declare la Paz a Enisorai! ¡Que dejen trabajar a Coban! ¡Que él…!

En un abrir y cerrar de ojos, su imagen se redujo al tamaño de una avellana, y desapareció. El hombre de pelo rojo fue en su lugar, primero un fantasma trasparente, luego una imagen firme.

—… disculpen esta emisión pirata…

El cubo negro lo absorbió totalmente, revelando de nuevo al joven vehemente.

—… bombardeos en órbita lejana, ¡pero han inventado algo peor!, El Consejo Director puede decirnos ¿qué arma monstruosa ocupa el emplazamiento de Gonda 1? ¡Los Enisores son hombres como nosotros! Qué quedará dé nuestras esperanzas y de nuestras vidas, si ésta…

El cubo se volvió negro nuevamente, se aplastó en sus dos dimensiones y el busto del locutor tomó su lugar… El presidente del Consejo Director os habla.

El presidente Lokan apareció. Su rostro magro estaba grave Y triste. Su cabellera blanca caía hasta sus hombros, estando el izquierdo desnudo. Su boca fina, sus ojos de un azul muy claro hicieron un esfuerzo para sonreír mientras pronunciaba palabras tranquilizadoras. Sí, había habido incidentes sobre la zona internacional de la Luna, sí, los dispositivos de defensa del Continente habían destruido un satélite sospechoso, sí, el Consejo Director tuvo que tomar medidas, pero nada de todo esto era verdaderamente grave. Nadie deseaba más la paz que los hombres que tenían por misión dirigir los destinos de Gondawa. Se haría todo para preservarla.

—Coban es mi amigo, casi mi hijo. Estoy al corriente de sus trabajos. El Consejo espera el resultado de sus experiencias sobre el hombre para ordenar, si ellas son positivas, la construcción de la máquina que fabricará el suero universal. Es una inmensa esperanza, pero ella no debe apartarnos de nuestra vigilancia. En cuanto a lo que ocupa el emplazamiento de Gonda 1, Enisorai lo sabe, y les diré solamente esto: es un arma tan aterradora, que su sola existencia debe garantizamos la paz.

Paikan posó su mano sobre la placa de mando y la imagen se apagó. Amanecía. Un pájaro parecido a un mirlo, pero cuyo plumaje era azul y la cola crespa, se puso a silbar desde lo alto del árbol de seda. De todos los árboles de la terraza y de sus arbustos en flor, pájaros de todos los colores le contestaron. Para ellos, no había angustia, ni en el día, ni en la noche.

No había cazadores en Gondawa.

Los prados floridos de la Luna… Los rebaños de Marte y sus pastores negros…

Los sabios de EPI pidieron explicaciones, Eléa había ido a la Luna en viaje de placer con Paikan. Ella se las pudo mostrar. Ellos vieron los «prados floridos», y los bosques de árboles finos, frágiles, con delgados troncos interminables, desarrollándose en espigas o matas que los hacían parecer inmensas gramíneas.

Vieron a Eléa y Paikan, descendidos del avión que los había llevado con otros viajeros, actuar como niños con la débil gravedad. Tomaban su empuje con algunos pasos gigantes, saltaban juntos agarrados de la mano, atravesaban los ríos de un solo salto liviano, se elevaban a la cima de las colinas o arriba de los árboles, se posaban sobre sus espigas cubiertas de granos de polen gruesos como naranjas, se sacudían para hacerlos volar en nubes multicolores, se dejaban caer como una lluvia de copos.

Todos los viajeros hacían lo mismo, y el navío parecía haber desembarcado una carga de mariposas fugaces que se alejaban de él en todas las direcciones, se posaban aquí y allá, en la campiña verde, bajo un cielo azul profundo.

A pesar del poco esfuerzo que necesitaban, estos juegos cesaban muy rápidamente pues el aire enrarecido les traía sofocación. Los viajeros calmaban su corazón sentándose al borde de los arroyos, o caminando hacia el horizonte que parecía siempre tan cercano, tan fácil de alcanzar y que huía como todo horizonte que se respeta.

Pero su proximidad y su curvatura visible procuraba a los paseantes una sensación que las dimensiones de la Tierra no les permitía experimentar: la sensación a la vez excitante y pavorosa de caminar sobre una bola perdida en el infinito.

Los sabios no vieron en ninguna parte, en esas imágenes, el resto de algún cráter, ni grande ni pequeño…

Eléa no conocía Marte, donde no se habían posado hasta ahora más que navíos de exploradores y militares. Pero ella había visto «pastores negros». ¡Y había reconocido a uno, aun acá, en el EPI!

La primera vez que se había encontrado con Shanga, el africano, había manifestado su sorpresa, y lo había señalado con palabras de las cuales la Traductora dio la interpretación siguiente: «El pastor venido del Noveno Planeta». Fue preciso un largo diálogo para comprender, primero, la costumbre Gonda de contar los planetas no a partir del Sol, sino partiendo del exterior del sistema solar. Luego, que el susodicho sistema no comprendía para ellos nueve planetas sino doce, o sea tres planetas más allá del maléfico y ya tan lejano Plutón. Esta noticia lanzó a los astrónomos del mundo entero en abismos de cálculos, de vanas observaciones y de discusiones agrias. Que esos planetas existiesen o no, el noveno, en todo caso, en la cabeza de Eléa, era Marte. Ella afirmaba que estaba habitado por una raza de hombres de piel negra, de quien los navíos gondas y enisores habían traído varias familias. Antes de eso no existía sobre la tierra ningún hombre de color negro.

Shanga quedó muy impresionado, y con él todos los negros del mundo, que conocieron rápidamente la noticia. ¡Raza desdichada, su vagabundeo no había comenzado con los mercaderes de esclavos! Ya, en el fondo de los tiempos, los antepasados de los desgraciados arrancados del África, habían sido ellos mismos arrancados de su patria del cielo. ¿Cuándo pues se acabarían sus infortunios? Los negros americanos se juntaban en las iglesias y cantaban: "¡Señor, haced cesar mis tribulaciones! ¡Señor, llévame de nuevo a mi patria celestial!" Una nueva nostalgia nacía en el gran corazón colectivo de la raza negra.

Después de haberse alimentado y bailado, Eléa y Paikan subieron por la pequeña rampa interior de la Cúpula de trabajo. Arriba de la tableta horizontal en semicírculo que se extendía todo a lo largo de la pared trasparente, haces de ondas mostraban imágenes de nubes diversas, en evolución. Uno de ellos inquietó a Paikan. Después de consultar con Eléa llamó a la Central del Tiempo. Una nueva imagen se encendió por encima de la tableta. Era el rostro de su jefe de servicio, Mikan. Parecía cansado. Sus largos cabellos grises estaban sin brillo, y sus ojos enrojecidos. Saludó.

—¿Usted estaba en casa, anoche?

—Sí.

—¿Vio eso?… Me trae muy tristes recuerdos. Es cierto que ustedes no habían nacido ninguno de los dos. No se puede sin embargo dejarles hacer lo que les dé la gana, a esos cochinos ¿Por qué me llamó? ¿Alguna cosa?

—Una turbulencia. Mire…

Paikan alzó tres dedos e hizo un gesto. Una imagen desapareció, enviada a la Central del Tiempo.

—Veo… —dijo Mikan—. No me gusta eso… si la dejamos, va a mezclar todo nuestro dispositivo. ¿Qué posibilidades tiene usted en ese sector?

—La puedo derivar, o borrarla.

—Ande, borre, borre, no me gusta eso…

La imagen de Mikan desapareció. La Torre del Tiempo de Gonda 7 y de todas las semejantes mantenían por encima del continente una red de condiciones meteorológicas controladas, cuyo objeto era de reconstruir el clima trastornado por la guerra, para permitir a la vegetación renacer.

Un sistema automático aseguraba el mantenimiento de las condiciones previstas. Era raro que Paikan y Eléa tuviesen que intervenir. En su ausencia, otra Torre hubiese hecho lo necesario para destruir de raíz este pequeño ciclón perturbador.

Una casa de recreo en forma de cono azul pálido se desvió a la altura de la cúpula y fue a posarse cerca de la autorruta destrozada, cuyas doce pistas arrancadas, se dilataban en un ramillete tendido hacia el cielo. No se habían reparado las autorrutas. Las usinas no fabricaban más vehículos rodantes o rastreros. Los transportes de bajo tierra, pistas, avenidas o ascensores, eran todos colectivos, y los de la superficie todos aéreos. Podían sobrevolar el suelo a sólo algunos centímetros o a alturas considerables, a cualquier velocidad y posarse en cualquier parte.

Las parejas de la generación posterior a la guerra que utilizaban las casas de recreo no aprovechaban mucho sus posibilidades. No se animaban a aventurarse lejos de las Bocas más de lo que harían si fueran jóvenes marsupiales lejos de la bolsa materna. Es por eso que se veían tales concentraciones de casas móviles en los bordes o aun en medio de las ruinas de las ciudades antiguas, que recubrían generalmente a las ciudades subterráneas. Los Gondas de más edad, que guardaban el recuerdo de la vida exterior, recorrían el continente en todos los sentidos, a la búsqueda de restos de la superficie, aún vivos, y volvían a enterrarse con la visión del horror de los espacios vitrificados, y el desgarrante pesar del mundo desaparecido.

Eléa miró si habla llegado el correo. La caja trasparente contenía dos armas G con su cinturón y dos esferas minúsculas que debían contener cada una una Semilla Negra. Había además tres plaquetas correo: dos de ellas de color rojo, el color de las comunicaciones oficiales.

Abrió la caja con su llave, tomó con repugnancia las armas y las Semillas, y las posó sobre una mesa.

—¿Vienes a oír el correo? —le dijo a Paikan.

Éste dejó a la Cúpula continuar su trabajo sola y se acercó.

Tomó las placas rojas, frunciendo el ceño. Una llevaba su nombre y el sello del Ministerio de Defensa, la otra el nombre de Eléa y el sello de la Universidad.

—¿Qué es esto? —preguntó.

Pero Eléa ya había introducido en la ranura del lector la plaqueta verde sobre la cual había reconocido el retrato de su madre. La cara de esta última se materializó por encima del platillo-lector. Era un rostro apenas más viejo que el de Eléa y al cual se parecía mucho, sólo que menos interesante.

—Escucha, Eléa —dijo ella—, espero que estés bien.

—Yo igualmente. Parto para Gonda 41, y estoy sin noticias de tu hermano. Ha sido movilizado en plena noche para conducir un convoy de tropas a la Luna, y no ha dado señales de vida desde hace ocho días. Naturalmente que todo eso son historias de militares. No pueden desplazar una hormiga sin hacer un misterio de mamuth. Pero Anea está sola con su bebé, y ella se inquieta. ¡Podrían haber esperado un poco todavía antes de sacarse las llaves! Hace apenas diez años que han sido designados. Procuren no imitarlos, tienen bastante tiempo para ello, ¡no es precisamente el momento para fabricar hijos! ¡En fin, es así, qué se le va a hacer, voy para allá. Les daré noticias. Ocúpate un poco de tu padre, no me puede acompañar, está movilizado en su trabajo! ¡Creo que el Consejo y los militares están locos! En fin, así es, uno no puede remediarlo: anda a verlo y presta atención a lo que come, cuando está solo toca comida-máquina de cualquier manera, no presta atención a nada, es un niño. Escucha, Eléa, he terminado.

—¡Forkan movilizado! ¡Tu padre también! ¡Es increíble! ¿Qué preparan?

Nerviosamente, Paikan hundió una de las tabletas rojas en el lector. El emblema de la Defensa apareció por encima del platillo: un erizo hecho bola, cuyas púas lanzaban llamas.

—Escuche, Paikan —dijo una voz con indiferencia…

Era una orden de movilización sobre el lugar de su trabajo.

La segunda tableta roja introducida en el lector materializó por encima del platillo el emblema de la Universidad, que era el signo de la ecuación de Zoran.

—Escuche, Eléa —dijo una voz grave—, soy Coban.

—¡Coban!

Su rostro apareció en el lugar de la ecuación de Zoran. Todos los seres vivientes de Gondawa lo conocían. Era el hombre más célebre del Continente. Les había dado a sus compatriotas el Suero 3, que los volvía refractarios a todas las enfermedades, y el Suero 7, que les permitía recuperar rápidamente sus fuerzas después de cualquier esfuerzo que hubieran hecho, tanto, que el equivalente de la palabra cansancio estaba en vías de desaparecer del idioma gonda.

En su cara delgada de mejillas hundidas, sus grandes ojos brillaban con la llama del amor universal. Este hombre no pensaba sino en los otros hombres y más allá de los hombres en la Vida misma, en sus maravillas, y en sus horrores, contra los cuales él luchaba permanentemente, con toda su inteligencia y con todas sus fuerzas.

—Escuche, Eléa —dijo—, soy Coban, He querido informarla personalmente, que a pedido mío, usted está afectada, en caso de movilización total, a un puesto especial en la Universidad, cerca mío. No la conozco y deseo conocerla. Le ruego presentarse al Laboratorio 51, lo más pronto posible. Dé su nombre y su número, y la introducirán enseguida adonde estoy. Escuche, Eléa, la espero.

Eléa y Paikan se miraron sin comprender, Había en ese mensaje dos elementos contradictorios: «Usted está afectada por pedido mío» y «yo no la conozco…» Había sobre todo la amenaza de estar movilizados en puestos alejados el uno del otro. No se habían separado nunca desde su designación. No podían encarar semejante posibilidad. Les parecía inimaginable.

—Iré contigo a ver a Coban —dijo Paikan—. Si tiene verdaderamente necesidad de ti, le pediré que me tome a mí igualmente. En la Torre cualquiera puede reemplazarme.

Era simple, era posible si Coban lo quería. La Universidad era el primer poder del Estado. Ningún poder administrativo o militar podía mandar sobre ella. Poseía su presupuesto autónomo, su guardia independiente, sus propias emisoras y no tenía que rendir cuentas a nadie. En cuanto a Coban, a pesar de que no ocupaba ningún puesto político, el Consejo Director de Gondawa no tomaba ninguna decisión grave sin consultarlo. Y si tenía necesidad de Eléa, Paikan, que había recibido exactamente la misma educación y los mismos conocimientos, podía también serle útil.

De todas maneras, nada apuraba, la idea misma de la guerra era una monstruosidad absurda, no había que dejarse contagiar por la nerviosidad oficial. Todos esos burócratas encerrados en sus palacios subterráneos habían perdido el sentimiento de las realidades.

—Deberían subir más a menudo a ver todo esto… —dijo Eléa.

El sol de la mañana alumbraba el caos de ruinas dominado al oeste por la masa enorme del estadio demolido y destrozado. Al este, la autorruta torcida se hundía en la planicie de reflejos vítreos, sobre la cual ni una brizna de hierba había conseguido crecer.

Paikan puso su brazo alrededor de los hombros de Eléa y la atrajo hacia sí.

—Vamos al bosque —dijo.

Hundió su llave en la placa de comunicación, llamó al parking de la Profundidad y pidió un taxi. Unos minutos más tarde, una burbuja trasparente venía a posarse sobre la pista. Pasando frente a la mesa, Paikan tomó las dos armas y sus cinturones.

Volvió sobre sus pasos para informar a la Central del Tiempo sobre su ausencia y decir a dónde iba. No podía ahora ausentarse sin avisar, estaba movilizado.

—¿Noticed? ¡They're all left handed!… —dijo Hoover.

Hablaba en voz baja a Leonova, tapando su micrófono con la mano. Leonova comprendía muy bien el inglés.

Era cierto. Ello le saltaba a la vista ahora que Hoover se lo había dicho. Se sentía avergonzada de no haberse apercibido por sí sola. Todos los Gondas eran zurdos. Las armas encontradas en el zócalo de Eléa, y en el de Coban que había sido abierto a su vez, eran en forma de guantes para la mano izquierda.

Y la imagen en la pantalla grande en este momento, mostraba a Eléa y Paikan entrenándose entre otros Gondas al uso de armas semejantes. Todos tiraban con la mano izquierda a blancos de metal, de diversas formas, que surgían bruscamente del suelo y que resonaban bajo el impacto de los golpes de energía. Era un ejercicio de destreza, pero sobre todo de control. Según la presión ejercida por los tres dedos doblados, el arma G. podía curvar una brizna de pasto o pulverizar una roca, destrozar un adversario, o simplemente matarlo.

Un blanco ovalado se erguía de pronto a diez pasos de Paikan. Era azul, lo que significaba que había que tirar con un mínimum de poderío. En un relámpago, Paikan hundió su mano izquierda en el arma sujeta a su cintura por una placa magnética, la arrancó, levantó el brazo y tiró. El blanco suspiró como una cuerda de arpa apenas rozada y se escamoteó.

Paikan se puso a reír. Se había reconciliado con el arma. Este ejercicio era un juego agradable.

Un blanco rojo le fue propuesto casi en seguida, al mismo tiempo que uno verde se erguía a la izquierda de Eléa. Ella tiró efectuando un cuarto de vuelta. Paikan sorprendido, tuvo justo el tiempo de tirar antes que los blancos desaparecieran. El rojo resonó como un trueno, el verde como una campana. De todos lados los blancos surgían del terreno y recibían golpes violentos, papirotazos o caricias. El claro en el bosque cantaba como un enorme xilófono bajo el martillo de un loco.

Un aparato de la Universidad sobrevoló el claro del bosque, maniobrando un poco sobre el mismo sitio y luego se posó detrás de los tiradores. Era un aparato rápido. Se parecía a la punta de una lanza coronada por un fuselaje trasparente estampado con la ecuación de Zoran.

Dos guardias universitarios bajaron de él, con pectoral y faldón verdes, el arma G sobre el lado izquierdo del vientre, una granada S sobre la cadera izquierda, la máscara nasal colgando como collar. Llevaban el peinado de guerra los cabellos trenzados hacia atrás, sujetos por una horquilla magnética contra el casco cónico de anchos bordes. Iban de un grupo al otro, interrogando a los tiradores que los miraban con sorpresa e inquietud; no habían visto nunca guardias verdes tan bien armados.

Los dos guardias buscaban a alguien. Cuando estuvieron cerca de Eléa:

—Buscamos a Eléa 3 - 19 - 07 - 91 —dijeron.

Habían estado en la Torre, y encontrándola vacía se habían informado en la Central del Tiempo. Coban quería ver a Eléa sin demora.

—Voy con ella —dijo Paikan.

Los guardias no tenían la consigna de oponerse. El aparato atravesó el lago como una flecha hasta la Boca, y bajó verticalmente en la chimenea verde de la Universidad. Disminuyó la velocidad en la desembocadura del techo del Parking, se acercó al suelo en la pista central tomó una vecinal y se presentó delante de la puerta de los laboratorios que se abrieron y cerraron detrás de él.

Las calles y los edificios de la Universidad se destacaban por su sencillez sobre la exuberancia vegetal del resto de la ciudad. Acá, las paredes estaban desnudas, las bóvedas sin una flor o una hoja. Ni un ornamento sobre las puertas trapezoidales, ni el más mínimo arroyuelo en el suelo de la calle blanca donde el aparato seguía su curso, ni un pájaro en el aire, ni una cervatilla sorprendida en un recodo, ni una mariposa, ni un conejo blanco. Era la severidad del conocimiento abstracto. Las pistas de transporte tenían asientos fabricados y rampas metálicas.

Eléa y Paikan fueron sorprendidos por la actividad anormal que reinaba en la calle debajo de ellos. Guardias de verde en uniforme de guerra, los cabellos trenzados y con cascos en la cabeza, se desplazaban en plena pista, sin asombrarse de ver pasar por encima de sus cabezas este aparato al cual la calle normalmente le estaba vedada. Señales de color palpitaban encima de las puertas, llamadas de nombres y de números resonaban, ayudantes de laboratorio, vestidos color salmón se apuraban en los corredores, sus largos cabellos envueltos en mantillas herméticas. No era el barrio de los Estudios, pero el de los Trabajos e Investigaciones. Ningún estudiante arrastraba por ahí sus pies desnudos y sus cabellos cortos.

El aparato se posó sobre la punta de una encrucijada en forma de estrella. Uno de los guardias condujo a Eléa al laboratorio 51. Paikan los siguió. Fueron introducidos en una pieza vacía en medio de la cual, un hombre vestido de color salmón, de pie, esperaba. La ecuación de Zoran, sellada en rojo sobre el lado derecho de su pecho lo designaba como jefe de laboratorio.

—¿Usted es Eléa? —preguntó él.

—Soy Eléa.

—¿Y usted?

—Paikan.

—¿Quién es Paikan?

—Soy de Eléa —dijo Paikan.

—Soy de Paikan —dijo Eléa.

El hombre reflexionó un momento.

—Paikan no ha sido convocado —dijo—. Coban quiere ver a Eléa.

—Yo quiero ver a Coban —contestó Paikan.

—Le voy a hacer saber que está usted acá. Va a esperar.

—Acompaño a Eléa —dijo Paikan.

—Yo soy de Paikan —dijo Eléa.

Hubo un silencio, luego el hombre prosiguió:

—Le voy a avisar a Coban… Antes de verlo, Eléa debe pasar un test general. Aquí está la cabina…

Abrió una puerta traslúcida. Eléa reconoció la cabina estándar en la cual todos los seres vivientes de Gondawa se encerraban, al menos una vez por año, para conocer su evolución fisiológica y modificar, si era el caso, su actividad y su alimentación.

—¿Es necesario? —preguntó ella.

—Es necesario.

Eléa entró en la cabina y se sentó sobre la silla.

La puerta se cerró nuevamente, los instrumentos se iluminaron alrededor suyo, relámpagos de color brotaron frente a su cara, los analizadores ronronearon, el sintetizador restalló. Estaba terminado. Ella se levantó y empujó la puerta. Ésta permaneció cerrada. Sorprendida empujó más fuerte, sin resultado.

Llamó, inquieta:

—¡Paikan!

Del otro lado de la puerta, Paikan gritó:

—¡Eléa!

Trató nuevamente de abrir, ella adivinaba que había una cosa terrible en esta puerta cerrada. Gritó:

—¡Paikan, la puerta!

Él se precipitó. Ella vio su silueta aplastarse contra el panel traslúcido. La cabina se estremeció, sus instrumentos destrozados cayeron al suelo, pero la puerta no cedió.

Detrás de la espalda de Eléa, el tabique de la cabina se abrió.

—Venga, Eléa —dijo la voz de Coban.

Dos mujeres estaban sentadas frente a Coban. Una era Eléa, otra, morena, muy bella, de formas más llenas, más opulenta. Eléa era el equilibrio en la medida perfecta, la otra era el desequilibrio que da el impulso hacia la riqueza. Mientras que Eléa protestaba, reclamaba a Paikan, exigía de reunirse con él, la otra había callado, mirándola con calma y simpatía.

—Espere, Eléa —dijo Coban—, espere a saber.

Llevaba el vestido severo de los ayudantes de laboratorio, pero la ecuación de Zoran, sobre su pecho, estaba impresa en blanco. Caminaba de arriba abajo; los pies desnudos como un estudiante, entre sus mesas-pupitres y la red de alvéolos que contenía varias decenas de millares de bobinas de lectura.

Eléa calló, demasiado positiva para emperrarse en un esfuerzo inútil. Escuchó.

—Usted no sabe —dijo Coban—, lo que ocupa el emplazamiento de Gonda 1. Se lo voy a decir. Es el Arma Solar. A pesar de mis protestas, el Consejo está decidido a utilizarla si Enisorai nos ataca. Y Enisorai está decidido a atacamos para destruir el Arma Solar antes de que la utilicemos. Dada su complejidad y la enormidad de sus dimensiones, se necesitará casi medio día entre la iniciación del proceso de arranque y el momento en que el Arma saldrá de su alojamiento. Es durante este medio día que se jugará la suerte del mundo. Pues si el Arma levanta vuelo y pega, será como si el Sol mismo cayera sobre Enisorai, Enisorai se quemará, se fundirá, chorreará… Pero la tierra entera sufrirá el choque de rebote. ¿Qué quedará de nosotros después de algunos segundos? ¿Qué quedará de la vida?…

Coban calló. Su mirada trágica pasaba por encima de las dos mujeres. Murmuró:

—Quizá nada… nada más…

Comenzó de nuevo su paseo de animal prisionero que busca en vano una salida.

—Y si los Enisores consiguen impedir la salida del Arma —dijo—, la destruirán, y a nosotros también. Son diez veces más numerosos que nosotros y más agresivos. No podemos resistir a su multitud. Nuestra única defensa contra ellos era de inspirarles miedo, ¡pero les hemos dado demasiado miedo!

—Nos van a atacar con todos sus recursos, y si ganan, no dejarán nada de una raza y de una civilización capaz de fabricar el Arma Solar. Es por ello que la Semilla negra ha sido distribuida a los habitantes de Gondawa. Para que los prisioneros elijan, si ellos lo desean, morir por su propia mano antes que sobre las hogueras de Enisorai…

Eléa se irguió, combativa.

—¡Es absurdo! ¡Es horroroso! ¡Es inmundo! ¡Se debe poder impedir esta guerra! ¿Por qué no hace usted algo en vez de gemir? ¡Sabotee el Arma! ¡Vaya a Enisorai! ¡Lo escucharán! ¡Usted es Coban!

Coban se paró frente a ella, la miró gravemente, con satisfacción.

—Usted ha sido bien elegida —dijo.

—¿Elegida por quién? ¿Elegida para qué?

No contestó a estas preguntas, sino a la precedente.

—Yo hago algo. Tengo emisarios en Enisorai que han tomado contacto con los sabios del Distrito del Conocimiento. Ellos comprenden los riesgos de la guerra. Si pueden tomar el poder, la paz está salva. Pero queda poco tiempo. Tengo cita con el presidente Lokan. Voy a tratar de convencer al Consejo de renunciar al Arma Solar, y de hacerlo saber a Enisorai. Desgraciadamente tengo en contra mío a los militares, que no piensan más que en la destrucción del enemigo, y el ministro Mozran, que ha construido el arma y que tiene deseos de verla funcionar, si fracaso, he hecho también otra cosa y es por ello que han sido elegidas ustedes dos y otras tres mujeres de Gondawa, quiero salvar la vida.

—¿La vida de quién?

—¡La vida, no más la vida!… si el arma solar funciona durante algunos segundos más de lo previsto, la tierra estará estremecida a un punto tal que los océanos saldrán de sus fosas, los continentes se partirán, la atmósfera alcanzará el calor del acero fundido y quemará todo hasta en las profundidades del suelo. No se sabe, no se sabe dónde se detendrán los desastres. A causa de su poderío aterrador, Mozran no ha podido jamás probar el Arma, aun en una escala reducida. No se sabe, pero se puede predecir lo peor. Lo que he hecho…

—Escuche, Coban —dijo una voz—, ¿quiere saber las noticias?

—Si —contestó Coban.

—¡Helas aquí! Las tropas enisoras en guarnición sobre la Luna han invadido la zona internacional. Un convoy militar salido de Gonda 3 hacia nuestra zona lunar ha sido interceptado por fuerzas enisoras antes de alunizar. Ha destruido una parte de los asaltantes. La batalla continúa. Nuestros servicios de observación lejana tienen la prueba que Enisorai ha hecho volver sus bombas nucleares puestas en órbita alrededor de Sol, y las ha dirigido hacia Marte y la Luna. Escuche, Coban, está terminado.

—He comenzado… —dijo Coban.

—Yo quiero volver junto a Paikan —dijo Eléa—. Usted no me deja otra esperanza más que morir, o morir. Quiero morir con él.

—Yo hago algo —dijo Coban—. He construido un refugio que resistirá a todo. Lo he hecho guarnecer de semillas de toda clase de plantas, de óvulos fecundados de toda clase de animales e incubadoras para desarrollarlos, de diez mil bobinas de conocimientos de máquinas silenciosas, de útiles, de muebles, de todas las muestras de nuestra civilización, de todo lo que hace falta para hacer renacer otra semejante. Y en el centro colocaré a un hombre y una mujer. El ordenador ha elegido cinco mujeres, por su equilibrio psíquico y físico, por su salud y belleza perfecta. Han recibido los números de 1 al 5 por orden de perfección. La número 1 murió anteayer en un accidente. La número 4, está en viaje a Enisorai, no puede volver. La número 5 habita Gonda 62. La he mandado buscar también. Temo que no llegue aquí a tiempo. La número 2 es usted, Lona, la número 3 es usted, Eléa.

Callo un segundo, tuvo una especie de sonrisa cansada, se volvió a Lona, y continuó:

—Naturalmente, no habrá más que una mujer en el Refugio. Será usted, Lona, vivirá…

Lona se levantó, pero antes de que tuviese tiempo de hablar, una voz se le adelantó:

—Escuche, Coban, aquí están los test de Lona número 2. Todas las condiciones exigidas, presentes al máximum, pero metabolismo en evolución y hormono-equilibrio trastocado; Lona número 2 está encinta de dos semanas.

—¿Lo sabía usted? —preguntó Coban.

—No —dijo Lona—, pero lo esperaba. Nos habíamos sacado las llaves la tercera noche de primavera.

—Lo siento por usted —dijo Coban separando las manos—. Esto la elimina. El hombre y la mujer colocados en el Refugio estarán colocados en hibernación en el frío absoluto. Es posible que su embarazo dañe el éxito de la operación. No puedo tomar ese riesgo. Vuélvase a su casa. Le pido guardar secreto durante un día sobre lo que he dicho, aun con vuestro Designado. En un día, todo se habrá producido.

—Me callaré —contestó Lona.

—La creo —dijo Coban—. El ordenador la ha definido así; sólida, lenta, muda, defensiva, implacable.

Hizo una señal a los dos guardias de verde que estaban cerca de la puerta. Se apartaron para dejar salir a Lona. Él se dio vuelta hacia Eléa.

—Será entonces usted —le dijo.

Eléa se sintió convertirse en un bloque de piedra. Luego su circulación se restableció con violencia, y su cara enrojeció. Se esforzó por conservar la calma. Oyó de nuevo a Coban:

—El ordenador la ha definido aquí: equilibrada, rápida, obstinada, ofensiva, eficaz.

Ella se sintió de nuevo capaz de hablar. Atacó:

—¿Por qué no dejó entrar a Paikan? No iré sin él a vuestro Refugio.

—El ordenador ha elegido las mujeres por su belleza y su salud, y por supuesto también por su inteligencia. Ha elegido los hombres por su salud y su inteligencia, pero ante todo por sus conocimientos. Es preciso que el hombre que vuelva a salir del Refugio dentro de algunos años, puede ser que dentro de un siglo o dos, sea capaz de comprender todo lo que está impreso sobre las bobinas, y aún, si fuera posible, saber más que ellas. Su papel no será solamente el de hacer hijos. El hombre que ha sido elegido debe ser capaz de hacer renacer el mundo. Paikan es inteligente, pero sus conocimientos son limitados. No sabría ni aún interpretar la ecuación de Zoran.

—Entonces, ¿quién es el hombre?

—El ordenador ha elegido cinco, como para las mujeres.

—¿Quién es el número uno?

—Soy yo —dijo Coban.