Mi bien amada, mi abandonada, perdida, te he dejado allí, a lo lejos en el fondo del mundo, he vuelto a mi habitación de hombre de ciudad, con sus muebles familiares sobre los cuales tantas veces he posado mis manos cariñosas, con sus libros que me han nutrido, con su vieja cama de madera de cerezo silvestre donde he dormido mi infancia, y donde esta noche, en vano he buscado el sueño. Y todo este ambiente que me ha visto crecer, dar un estirón, hacerme yo, me parece hoy extraño, imposible. Este mundo que no es el tuyo se ha tornado un mundo falso, en el cual mi lugar nunca existió.
Sin embargo es mi país, lo he conocido…
Será preciso reconocerlo, volver a aprender a respirar en él, a hacer mi trabajo de hombre en medio de los hombres. ¿Seré capaz?
Llegué anoche por el jet australiano. En el aeropuerto de Paris-Nord, una jauría de periodistas me esperaba, con sus micrófonos, sus cámaras fotográficas, sus innumerables preguntas. ¿Qué podía contestar?
A ti todos te conocían, habían notado el color de tus ojos sobre su pantalla, la increíble distancia de tu mirada, las formas turbadoras de tu cara y de tu cuerpo. Aún quienes no te habían visto más que una sola vez, no te podían olvidar. Yo los sentía, detrás de sus reflejos de curiosidad profesional, secretamente emocionados, destrozados, heridos… Pero puede ser que fuese mi propia pena que yo proyectaba sobre sus rostros, mi propia herida que sangraba cuando ellos pronunciaban tu nombre…
He vuelto a mi cuarto. No lo he reconocido. La noche ha pasado. No he dormido. Detrás de la pared de vidrio, el cielo que era negro se ha vuelto desconocido, las treinta torres de La Défense se tiñen de rosa. La torre Eiffel y la torre Montparnasse hunden sus bases en la bruma. El Sacre-Coeur parece una maqueta de yeso posada sobre algodón. Bajo esta bruma, intoxicados por sus fatigas de ayer, millones de hombres se despiertan, ya extenuados de antemano.
Del lado de Courbevoie, una chimenea alta despide un humo negro que la noche trata de retener. Sobre el Sena, un remolcador pega su grito de monstruo triste. Siento un escalofrío. Nunca, nunca más tendré calor en mi sangre y en mi carne…