Capítulo 32

La muerte de doña Rosa y de Adela, así como la de don Pedro, facilitaron el plan de don Cándido, casar a Leonardo Gamboa con Isabel Hincheta. Él sabía que el padre de Isabel la quería demasiado para entregarla a hombre viviente. En cuanto a su madre y a la hermana menor de Leonardo sucedía lo mismo: el amor de aquellas mujeres por Leonardo era tal que por una u otra razón nunca encontrarían mujer alguna digna del joven, salvo, quizás, ellas mismas… Quedaba solo un obstáculo, Cecilia Valdés. Pero don Cándido, a fin de que el joven olvidase a su querida (y conociendo su ambición) le había ofrecido a éste toda su fortuna en dote matrimonial, además del flamante título de Conde de la Casa Gamboa, comprado, sí, a los mismos Reyes de España por el precio de una fortuna y que de un momento a otro haría su llegada, llegada que don Cándido esperaba con el mayor de los entusiasmos y como la culminación de todos sus esfuerzos… Por lo demás, según don Cándido y sus sagaces abogados, fortuna y título quedarían en manos de la Casa Gamboa, ya que el esposo —por ley— era el encargado de administrarlos. Por otra parte, casándose con Isabel la fortuna no solamente estaría a salvo sino que, por lo menos, se multiplicaría.

Rápidamente se hicieron los preparativos, y el día seis de enero, fiesta de Los Reyes Magos, mientras toda la población humilde celebraba y se divertía con disfraces y zapateos al pie y sobre la muralla, las damas que habían sobrevivido al desastre de la fiesta en la Sociedad Filarmónica (porque no habían ido a ella) se encaminaron, vestidas de negro y con mantillas, a la elevada Iglesia del Angel.

Desde luego, no faltó quien le comunicara a Cecilia Valdés el inmediato enlace de su amante con Isabel Hincheta. La misma Nemesia Pimienta, cada día más resentida, despechada y celosa, pero que aún abrigaba la remota esperanza de ser la amante de Leonardo Gamboa, fue la portadora de la noticia.

Completamente enfurecida y con el enorme cuchillo de cocina entre las manos, salió Cecilia Valdés a la calle, corriendo le dio varias vueltas a la ciudad y por último, verdaderamente desencajada, entró en la sastrería donde trabajaba José Dolores Pimienta.

—¡José Dolores! ¡José Dolores! —rugió Cecilia abrazando por primera vez al mulato que la idolatraba—, ese casamiento no debe efectuarse.

—Pues cuente mi Celia con que no se efectuará —dijo el joven tomando el cuchillo y saliendo a la calle.

Entonces Cecilia, el pelo revuelto, el traje suelto, le gritó de nuevo:

—¡José Dolores, a él no! ¡A ella! ¡Sólo a ella!

Nunca tan pocas palabras pudieron causar tanto dolor en un ser humano. Porque en ese momento José Dolores Pimienta comprendió hasta qué punto Cecilia amaba a Leonardo y cuánto lo despreciaba a él. Pero el mulato se contuvo para no gritarle a su amada la palabra que quería salir de su boca, y corrió hacia la iglesia.

En la base de la inmensa escalinata que comunicaba con la catedral, don Cándido Gamboa, vestido impecablemente y con el sombrero en la mano, saludaba a todo el mundo. Numerosas señoras que habían dejado abajo sus carruajes se unieron al ya nutrido grupo. La iglesia estaba repleta y el altar resplandecía fastuosamente adornado con todo tipo de flores además de millares de cirios y bujías.

Un selecto coro de monaguillos del colegio de los padres belenitas cantó una salve. Luego comenzó la música del ritual mientras que por el largo pasillo avanzaba Isabel Ilincheta, largo y brillante traje de seda blanco, velo calado en oro y un gigantesco ramo de azahares en una mano. A su lado, vestido de frac marchaba Leonardo.

Ponían ya los novios el pie en el último escalón del altar, donde el párroco y demás oficiantes religiosos esperaban para culminar la ceremonia, cuando un mulato surgiendo rápidamente de entre las columnas del templo con el sombrero calado hasta las cejas tropezó con Leonardo y desapareció al instante.

Llevóse el joven Gamboa la mano al pecho y emitió un gemido sordo apoyándose en el brazo de Isabel. A la altura de la tetilla izquierda le había entrado el cuchillo hasta el mismo corazón.

En un segundo, Isabel que era la única persona que había presenciado el asesinato, comprendió que de no realizarse la boda, la fortuna de la Casa Gamboa no pasaría a sus manos. Por lo que, mientras sonreía radiante a todo el público allí conglomerado, introdujo el enorme ramo de azahares en la herida del novio evitando así el inminente derramamiento de sangre, y con su otro potente brazo velado por el traje de ceremonia arrastró a Leonardo hasta el altar donde el cura veía con desconcierto cómo el joven empalidecía por momentos. Rápidamente contestó la novia las preguntas del religioso, engolando la voz cuando respondía por Leonardo. Rápida y hábilmente hizo ella misma el intercambio de sortijas matrimoniales, y, siempre sonriendo, mientras sujetaba al esposo moribundo, besó sus mejillas… Pero astuta como pocas, comprendió entonces que de no tener un hijo con aquel hombre que agonizaba los abogados de don Cándido, esas alimañas ilustradas y siniestras (se dijo) la desheredarían.

Así, ante el asombro de curas, monjas, monaguillos y de toda la distinguida concurrencia, Isabel Ilincheta, en pleno altar, se hizo poseer por el joven que expiraba aprovechando (ella lo sabía) ese espasmo final que es característico de todo moribundo.

Retumbó entonces en toda la nave religiosa un indignado y agudo clamor de asombro y protesta.

Cumplidos los requisitos, la viuda sustrajo el ramo de azahares de la herida. De modo que la sangre acumulada, que se agolpaba aún con mayor violencia por el esfuerzo realizado, salió en forma de un poderoso chorro bañando tanto al regio traje de novia como los rostros de los concurrentes.

Retumbó entonces en toda la nave religiosa otro indignado y agudo clamor de asombro y protesta.

—¡Al asesino! ¡Al asesino! ¡Al asesino de mi esposo! —gritó en ese momento Isabel señalando para las columnas por donde hacía rato que había desaparecido José Dolores Pimienta.

Retumbó entonces en toda la nave religiosa el tercer indignado y agudo clamor de asombro y protesta. Y casi toda la comitiva se lanzó en persecución de José Dolores Pimienta quien a esas alturas, y aprovechando los festejos del día, burlaba la muralla y se internaba también en las tierras vírgenes de extramuros.

Con aire de verdadera derrota entró don Cándido aquella tarde en su residencia. En un instante toda la fortuna de la casa Gamboa había pasado a manos de Isabel Ilincheta, y como si eso fuera poco su único hijo había sido asesinado por un mulato y su queridísima hija Carmen se había fugado con un negro, haciendo del padre el hazmerreír de toda la ciudad y levantando tal roncha en el Capitán General (quien no se consolaba de la pérdida de su preferido) que en un par de horas acusó a don Cándido de corruptor del joven negro y le ordenó abandonar el país. Lo tendría que hacer en el mismo estado en que había llegado aunque hecho ahora un viejo.

Pero la casa deshonrada por un negro y la ruina económica eran dos cosas que don Cándido Gamboa no podía (ni sabía) superar.

—¡Tirso! —llamó—, trae el brasero de tres patas.

Corriendo apareció el esclavo con el gigantesco y humeante brasero y se paró delante del señor, desconcertado al ver que éste no sacaba el tabaco para prenderlo.

Don Cándido levantó lentamente los ojos y vio al negro semidesnudo y descalzo con aquel enorme artefacto de la plata en alto.

—¡Pégame con el brasero en la cabeza!

El joven esclavo que no entendía bien la orden se quedó inmóvil.

—¿No oíste?

Entonces el esclavo dio un golpe suave en la cabeza de su amo.

—¡Óyeme, negro —dijo don Cándido en voz baja pero llena de furia—, ábreme la cabeza en dos con ese brasero o te mato!

Al oír aquella singular orden, el negro no vaciló más. Levantó el brasero de tres patas y con toda la furia acumulada y escondida a lo largo de su vida descargó tal golpe en la cabeza de don Cándido que la misma se rompió no en dos pedazos sino en cientos, salpicando las paredes y muebles de la hermosa mansión.

Ante aquel espectáculo, todos los negros, temiendo que de un momento a otro llegaran los gendarmes con los temibles hombres de Cantalapiedra o de Tondá y los ahorcaran, emprendieron la huida no sin antes saquear de arriba a abajo la residencia.

Al otro día el cartero golpeó varias veces la aldaba de bronce de la puerta principal y como nadie respondía deslizó por el zaguán un largo pergamino. Era el título de Conde de la Casa Gamboa que finalmente los Reyes de España se habían dignado a enviarle a don Cándido. Una negra vieja que había quedado rezagada desenrolló el pliego y viendo que nada de valor guardaba pensó tirarlo, pero comenzaba el temporal y cubriéndose la cabeza con el pergamino a modo de paraguas salió sigilosa a la callé. Cuando ganaba la puerta de Monserrate, rumbo a los barrios de Lagunas y Pocitos, las letras y el sello real del título se habían borrado completamente.