Capítulo 29

Así que Leonardo Gamboa la había engañado y se había ido al campo con una guajira —pensaba enfurecida Cecilia Valdés, mientras se paseaba, o más bien corría por la pequeña sala, derribando a doña Josefa que la observaba—. ¡Así que el muy miserable se olvidó de mí a pesar de sus promesas, a pesar de haberme jurado que iba a casarse conmigo! ¡Y aquí estoy yo, burlada! ¡Y bien burlada! Nada menos que con un hijo de él en mis entrañas… Un hijo que no quiero tener. ¡Porque no quiero saber nada más del padre! ¡No quiero nada de él! ¡No lo querré más en mi vida! ¡Jamás volveré a mirarle a la cara! Y en cuanto a este hijo, porque al menos espero que sea hijo y no hija, haré todo lo posible para que no nazca. Tener un hijo mulato y sin padre en este sitio es echar otro esclavo al mundo. ¡No, no quiero cargar con ese crimen!

Terminó gritando a toda voz Cecilia mientras se apretaba y golpeaba el vientre donde latía la criatura.

—¡Ah, sí, con que no me quieres, eh! —dijo entonces el pequeño feto desde el vientre de Cecilia: Pues ahora verás.

Y en menos de cinco minutos, desarrollando una insólita energía, creció desmesuradamente, se abultó dentro de la placenta, tomó la forma ya de un niño de nueve meses, pataleó en el vientre de su madre, cambiándose, para mortificarla aún más, el sexo, pues era, efectivamente, un varón; y de un cabezazo, soltando altísimos gritos, salió la niña del cuerpo de Cecilia quien atónita contemplaba aquel fenómeno.

—¡Mamá! —dijo la niña de inmediato, llegando en dos segundos a la edad de cinco años, donde se detuvo.

Aún más alarmada contempló Cecilia a aquella mulatica que le extendía los brazos y que era su propio retrato aunque quizás todavía más parda.

—¡Maldito! ¡Maldito! —exclamó la Valdés, pensando siempre en su amante traidor—. Mira lo que me has hecho. No te lo perdonaré. Jamás te perdonaré esta infamia ni aunque me lo pidas de rodillas. ¡Hombre canalla, como todos!…

En ese momento, por el hueco de la puerta de la calle apareció Leonardo Gamboa quien acababa de llegar de la finca La Tinaja y para mortificar a don Cándido, que se oponía rotundamente a sus relaciones con Cecilia, salió de inmediato a visitarla.

—¿Estás sola? —le preguntó.

—¡Sola, sola!… —Contestó Cecilia que al momento olvidó tanto su odio como a su abuela e hija.

—¿Me esperabas?

—Con el alma y con la vida.

—¿Quién te dijo que yo venía hoy?

—El corazón.

—Te veo más pálida y más delgada…

—He sufrido mucho pensando en ti… Leonardo, prométeme que te casarás conmigo, ya tenemos una hija.

—Muy pronto nos casaremos —prometió el joven bachiller que esa misma noche en la fiesta de La Sociedad Filarmónica pensaba anunciar su compromiso oficial y boda con Isabel Ilincheta, y a quien el hecho de tener una hija con una mulata ni siquiera entró en consideración.

Por lo demás, ¿estaba loca Cecilia? ¿De dónde había sacado aquella negrita que ahora le gritaba papá y le tendía los brazos? ¡De qué burdas artimañas se había valido la mulata para intentar amarrarlo! ¡Ah, estas negras son el diablo! —pensó. Y dijo:

—Mejor es que hablemos a solas en la cocina.

Y allí entraron, corriendo al momento la cortina.

En un rincón de la sala, doña Josefa que había presenciado todos estos acontecimientos estaba aún paralizada. Una vez más la misma maldición que había perseguido a toda la familia volvía a cumplirse. El bello, fugaz e inevitable hombre blanco que de pronto engendraba a otra mulata para que la fatídica tradición siguiese su curso.

La historia había comenzado con su madre, doña Amalia, negra africana, que la había engendrado a ella, Josefa, mulata casi negra, y ella con otro hombre blanco había tenido a la parda Rosario Alarcón, quien a su vez con don Cándido Gamboa había engendrado a Cecilia, mulata casi blanca (o blanconaza, como le decían), y ahora Cecilia, con su propio hermano blanco, tenía una hija la que sin duda se enamoraría de algún blanco. Ya la bisabuela había reparado cómo la niña miraba fascinada a Leonardo, y no con pasión de hija… No podía más doña Josefa. Ningún dolor, pensó, era tan inmenso como el suyo. Y desde la cocina llegaron, confirmándole este pensamiento, las risas de Cecilia y de Leonardo, y, como si eso fuera poco, su bisnieta le tiró de las faldas para recordarle su inminente presencia. Realmente no podía soportar más, se dijo doña Josefa y corrió hasta la habitación donde estaba la imagen adolorida de la virgen traspasada por la espada de fuego. Sólo ella podría ofrecerle algún consuelo, hacer algún milagro. Y se tiró de rodillas frente a la virgen con el niño, llorando a lágrima viva y preguntándole cómo era posible que la vida fuera absolutamente un infierno, qué sentido tenía entonces que existiera después aquel otro infierno y sobre todo para qué entonces evitarlo si el recuerdo de estos sufrimientos no la abandonaría nunca… Cómo era posible que al dolor sólo se sucediese un cúmulo mayor de penas. Cómo es posible, gritaba ahora, que ni siquiera alguien venga a preguntarme por qué estoy llorando, por qué he estado llorando toda mi vida, por qué estoy aún con vida… ¿Cómo es posible que ni siquiera Tú —y levantó los ojos hacia la imagen— me hagas una señal de aüento, un milagro? ¿Es que no comprendes que aun cuando tenga, como lo tengo, el corazón forrado de hierro y claveteado de cobre no puedo soportar más?

Entonces la virgen traspasada por la espada de fuego se agitó levemente en el nicho y concediéndole a la mulata una mirada fría y pavorosa habló:

—¿Y cómo es posible que precisamente me hayas elegido a mí como consuelo? Con esta espada de fuego que perennemente me traspasa el pecho y con mi único hijo asesinado por la turba, ¿cómo puedo ser yo la encargada de reconfortarte? ¿No te has dado cuenta (¡Nadie se ha dado cuenta!) de que yo también estoy transida de dolor? ¿Cómo es posible que viéndome en estas condiciones, y a través de tantos siglos, nadie haya comprendido que yo soy el símbolo de la desesperación y no de la felicidad?… ¡Soy yo —y aquí su voz doblemente virginal, pues era la primera vez que realmente hablaba, se hizo más potente— y no tú (no ustedes) quien carga con el sufrimiento supremo! Yo no soy la salvación, y si me han visto de esa forma no es mi culpa. ¿Acaso he dicho alguna vez algo semejante? Olvídate de esa idea —ordenó ahora— y apiádate de mí. Yo sola no puedo soportar ni representar más este dolor. Yo no puedo seguir toda la eternidad en esta posición y con esta espada de fuego traspasándome. Considérense de mí. ¡Sacrifíquense! Haz tú un milagro… ¡Ayúdame!

Al escuchar estas palabras, el sufrido corazón de doña Josefa no pudo más, y a pesar de que, como ella misma había dicho, las incesantes penas lo habían forrado de hierro y claveteado de cobre, colmado por una angustia absoluta y sin redención, estalló en su pecho… Entonces uno de aquellos clavos de cobre que lo remachaba salió disparado hacia la imagen de la virgen derribándola del pedestal y rompiéndola en mil pedazos.

Cuando Cecilia y Leonardo decidieron culminar sus requiebros en la alcoba se detuvieron un instante al descubrir sobre el piso los pedazos de mármol que cualquiera hubiese podido afirmar que pertenecían a la virgen traspasada por la espada de fuego si no hubiera sido porque en el pedestal permanecía aún la misma imagen.

Pero si los amantes hubiesen observado detenidamente, cosa que desde luego no hicieron, habrían comprobado que la virgen había sido sustituida por otra imagen. Tenía la piel completamente morena, el pelo ensortijado, en los brazos sostenía no a un niño rubio sino a un negrito, y una expresión de dolor aún más intensa ensombrecía su semblante. Expresión que aumentó aún más cuando los hermanos cayeron abrazados sobre el lecho.

—¡Miren! ¡Miren! —gritaba la hija de Cecilia y Leonardo, saltando cerca de la cama—. ¡Abuela se ha vuelto de piedra!

Pero ellos no estaban ahora para oír tales impertinencias.