Capítulo 3
Tenía doce años y su pasión era caminar; mejor dicho, chancletear; perderse por las intrincadas calles de La Habana haciendo repicar las suelas de madera de sus sandalias. Ir y venir desde la Capitanía General hasta la Puerta de Monserrate, entrar a plazas e iglesias atronando con su paso.
A veces, sin que su abuela lo supiese, cruzaba la muralla y se paseaba por todo el barrio del Manglar. Tocaba incluso a la puerta de alguna casa y antes de recibir respuesta echaba a correr dejando la estela de una enorme polvareda. Otras, se metía sin autorización en el patio del convento de los padres belenitas y provocaba, tanto en los jóvenes como en los viejos curas, un enorme alboroto.
Cecilia, Cecilia, parecía oír la voz de su abuela, llamándola desde la casa en el Callejón de San Juan de Dios. Pero ella, Cecilia, estaba ahora hablando con las hijas de Cándido Gamboa; sobre todo con su hijo, Leonardo, que siempre aprovechaba la menor oportunidad para darle un pellizco o para acompañarla hasta el mercado de la Plaza Vieja donde negros libertos, mulatos y hasta españoles pregonaban a voz en cuello todo tipo de mercancía, desde una navaja hasta un pavo real, desde unos tirantes elásticos hasta una horca portátil.
Pero su pasión no era aún Leonardo, sino la calle. Parecía como si no pudiera detenerse en ningún sitio. En pleno mediodía cuando todos en la ciudad, salvo los esclavos, dormían la siesta, el ruido de sus chancletas retumbaba agresivamente sobre el empedrado, sobre los puentes de madera y hasta sobre los tejados de barro que ella, a esa hora, rompía con su paso para furia de los dueños de la casa y de los esclavos que, por orden del amo, tenían que correr tras ella por toda la ciudad sin darle nunca alcance.
Cecilia la llamaban las negras para ofrecerle (gratis) una tortilla recién sacada del burén, las niñas desde las ventanas enrejadas para tirarle del pelo, los muchachos para que jugara con ellos a la pelota, las viejas para preguntarle cómo sigue doña Josefa… Pero ella no responde. Su placer no es llegar a sitio alguno, sino pasar, pasar corriendo. Seguir.
Sabe que si se detiene invariablemente comenzarán las preguntas. ¿Eres negra o blanca? ¿Quién es tu padre? ¿Quién te mantiene? ¿Cuál es tu historia? ¿Es cierto que te pusieron en la inclusa?
Y su historia, al menos para ella, era un enigma. Sus referencias son sólo una abuela mulata que nadie sabe de qué vive, una bisabuela negra, según dicen, es bruja, una cicatriz en el hombro derecho y un apellido, Valdés, con el que bautizan en la Casa Cuna a los niños de padres desconocidos.
Los demás tienen hermanos, padres, madres, alguien a quien poder odiar o amar, parecerse o renegar. Ella tiene las calles, los portales y la claridad del día. Ella se tiene sólo a sí misma y por eso sabe (o intuye) que si deja de hacer ruido deja de ser.