Capítulo 10

Al parecer, su función no era vivir sino transcurrir, servir. Ella no había nacido para destacarse, sino para permanecer en la sombra, como esas figuras opacas y brumosas que en los grandes cuadros se disuelven anónimamente detrás de los personajes principales, fungiendo sólo como siluetas, marcando un contraste, una diferencia entre lo importante y el conjunto.

¿A quién le importaba (fuera de ella misma) sus amores frustrados, sus deseos insatisfechos, sus caprichos y ansiedades que nadie procuraba colmar?… Cecilia bailaba y todo era aplauso o envidia a su alrededor. Cecilia reía y todos querían averiguar cuál era la causa para secundarla. Cecilia se enfadaba o entristecía y todos ponían caras grises e inquietas ante el disgusto de la bella mulata. Pero en el caso de ella, Nemesia Pimienta, de talle y rasgos insignificantes, de pelo aún más ensortijado y de color más oscuro, ¿quién iba a reparar en su tristeza o en su (casi imposible) alegría?

Al bajarse del quitrín (ella detrás de Cecilia como una sombra), ¿para quién eran todos los brazos sino para la esbelta mulata? ¿A quién iban dedicadas todas las galanterías sino a la joven más bella?

Era pues incierto que ella, Nemesia Pimienta, fuera una mujer hermosa, como el mismísimo autor de la novela se empecinaba en destacar —quizás por piedad o por convenciones de la narración—. Era absolutamente falso. Pequeña (revejía, como la llamaban las demás negras del solar), insignificante, ni siquiera poseía aquella hermosa voz de la Valdés, mucho menos su manera de caminar, de reír; remotamente, aquellos ojos que seducían.

Y sin embargo, dentro de aquel minúsculo cuerpo había un corazón desmesurado y un deseo aún más desproporcionado y sensual (precisamente por no haber sido satisfecho) que el que había —así pensaba ella— en el de Cecilia; y una necesidad de amor desde luego más desenfrenada y ansiosa que la de las otras, las que todo —o casi todo— ya tenían o podrían tener… Y aunque las ambiciones de Nemesia eran menos desproporcionadas que las de Cecilia no eran por ello más realizables.

Porque Nemesia Pimienta no aspiraba, como Cecilia, a ser la esposa de Leonardo Gamboa, ni siquiera su querida oficial, sino la pasajera amante que, por un momento, pudiese desahogar toda su pasión… De qué manera perseguía con la mirada al bello ejemplar masculino. Cada paso que él daba, cada gesto que él hacía agitaba en ella su desesperación y su anhelo… Correveidile, recadera, Celestina entre Cecilia y Leonardo. En todo eso se convirtió. A toda humillación se sometía y se sometería con tal de ver al joven Gamboa. Quizás, pensaba, hasta podría tocarle una mano. Pero él, impasible, ni siquiera la observaba, no se daba ni por enterado.

Entonces, convencida (aunque siempre momentáneamente) de que Leonardo Gamboa no la poseería, soñaba con otros amores que eran como una sublimación de su gran amor; y a todo trance intentaba convertir el sueño en realidad. A medianoche deambulaba por la muralla, salía a extramuros, se llegaba al barrio del Manglar y hasta a los barracones. Un hombre, un hombre joven, blanco o mulato, negro incluso siempre que fuese bello. Un cuerpo tibio y amoroso; un cuerpo que al estrecharla, calmara, ahogara (aunque sólo fuese brevemente) la pasión de su cuerpo. Un cuerpo que por un momento la acariciase, la protegiese, se hundiese en su cuerpo y abarcándolo lo colmase de plenitud y sosiego… Pero nada de eso ocurría y Nemesia Pimienta, pequeña, oscura, anhelante, volvía a la casa donde su supuesto hermano, José Dolores, ya dormía.

Vigilando su respiración se acercaba despacio a la cama. Si su hermano, su hermoso hermano, tan distinto a ella, la amase no como a una hermana… José Dolores, José Dolores, ése era ahora el hombre de sus sueños. Una vez más Nemesia Pimienta besaba al joven que seguía dormido. Cecilia, Cecilia, decía a veces entre sueños José Dolores e inconscientemente abrazaba a Nemesia. Sí… Respondía en voz baja Nemesia y se marchaba a su cama.

Un hombre, un hombre. Pardo, negro, chino, blanco, moro. Un hombre a quien servir y adorar, a quien esperar y entregarse. Un amante, un viajero, un desconocido, un cimarrón, un prófugo que en la noche lluviosa le pidiese guarida. Un asesino, un delincuente… Y una vez más Nemesia Pimienta remendaba con devoción los calzones de José Dolores; sonsacaba al maestro Uribe en plena sastrería (ése, ése era el hombre que ahora ella amaba). Vestida en forma provocativa se paseaba por todo el salón de Mercedes Ayala, solicitando, exigiendo, con su mirada una mirada complaciente, pero entre más intentaba destacarse, provocar, mayor era la indiferencia con que era recibida, sometida a esa condición tan humana de negar precisamente lo que se suplica y anhelar lo que nos desprecia… Un cuerpo, un cuerpo cómplice y solitario con quien desahogar su soledad, eso y no otra cosa era para ella el amor, pero —precisamente por eso— no lo encontraba.

Vestida aún más provocativamente abandonaba a medianoche el solar o el baile y sorprendía y asediaba al mulato Polanco (ése, ése mulato era ahora el hombre de sus sueños) en el Callejón de San Juan de Dios. Abría su amplia bata y se ofrecía desnuda al negro Tondá (ése, ése era ahora el hombre que ella idolatraba). Corría bajo la luna llena que cada vez se hacía más inmensa y conminatoria y se arrodillaba ante el mismísimo comisario Cantalapiedra que bajaba la escalinata de La Loma del Angel, suplicándole, ordenándole, que la poseyese en pleno empedrado. Ése, ése hombre, y no otro, era ahora el que ella deseaba… Pero todos tenían alguna objeción, algún pretexto, un asunto urgente que resolver, un pariente que agonizaba, una mujer celosa que los perseguía, un delincuente que había que ultimar o algún negocio impostergable que despachar… Y era ella la que quedaba siempre postergada, ardiente y relegada, sin resolución ni redención. Y entonces su pasión, su deseo, su amor, su necesidad de búsqueda y de encuentro se hacían más apremiantes… Ah, si alguien comprendiese al menos que de todas las amantes era ella la más pura porque no vivía para un amor determinado sino para el amor absoluto, símbolo supremo que como un dios podía encarnar y manifestarse a través de cualquier cuerpo.

Y por otra parte, contaba con tan poco espacio para realizarse. A nadie le interesaba su persona. Si alguien la invitaba era porque la consideraban como una suerte de dama de compañía de Cecilia Valdés. Hasta las mismas mujeres la miraban más como un objeto doméstico que como a una mujer. Y en cuanto a su discurso (su queja) de un momento a otro tendría que ponerle fin, pues ni al autor de la novela en la cual era ella una insignificante pieza le interesaba su tragedia.

Más bien Nemesia Pimienta le era indiferente y (como el resto) sólo la utilizaba. Ni siquiera un amor como el suyo, tan vasto y desesperado como su propia vida, ocupaba un lugar (aunque fuese pequeño) en la pretenciosa serie de capítulos titulados precisamente Del Amor que el susodicho escritor había redactado. Y a pesar de ello, su amor, protestaba Nemesia, era mucho más grande que el de todos los demás personajes reunidos. ¡Muchísimo más!… Pero ya ella veía como el desalmado autor de la obra se le acercaba amenazante. No, no podía ni siquiera agregar una palabra más; a nadie le podría seguir contando su tragedia, su amor, su desamor. No sería ni siquiera un grito al final de un capítulo. Nada. De un momento a otro le taparían la boca y los demás ni cuenta se darían que ella había sido vilmente amordazada, liquidada. Y toda su pasión, todo su furor, toda su ternura habrán quedado en…