SOSIA

EL Dr. Horimichi se incorporó penosamente.
—Es inútil —dijo, moviendo la cabeza con lentitud—. Este hombre ha muerto.
Todos miraron consternados el cuerpo inmóvil del astrogator, extendido en la estrecha litera metálica. Kane, el capitán de la astronave, carraspeó ligeramente. Todos se volvieron hacia él. Kane siempre carraspeaba cuando quería decir algo.
—Bates, ¿tiene usted sus últimas coordenadas?
El flaco y cetrino segundo oficial se adelantó solícito.
—Sí, señor; como de costumbre, él me las iba pasando a medida que las tomaba. Pero de nada nos servirán.
Hizo una pausa. Todos le miraron en silencio, esperando que prosiguiese.
—Como usted ya sabe, señor, Hopkins —y señaló con el dedo el cadáver —estaba completamente desorientado desde hacía catorce horas. Todos sus cálculos fallaban, y terminó confesándome, con lágrimas en los ojos y sollozando, que estábamos completamente perdidos. Fue entonces cuando cometió la tremenda equivocación, presa de una crisis nerviosa.
—Sí, ya sé que usted no pudo evitar que se suicidase —comentó fríamente el capitán.
—¡Yo no podía hacer nada, señor! —protestó vivamente Bates—. ¿Cómo iba a saber yo que llevaba encima una cápsula de cianuro?
—Bien, eso ahora no nos interesa —dijo con sequedad el capitán Kane—. Le he pedido a usted si tenía la última posición de Hopkins.
—¡Pero le repito que de nada nos servirá, señor! —protestó Bates—. Es falsa, como todas las anteriores en catorce horas.
—Usted démela y déjese de comentarios. Quiero ver si consigo descubrir la causa del error.
Los cuatro hombres reunidos en la pequeña cabina de la astronave se miraron, sombríos. Horimichi, el pequeño biólogo japonés, era el que mostraba mayor impasibilidad en su rostro achatado. Bates miraba ceñudo a Kane, y a un lado, el joven Booth, el geólogo, se mordisqueaba nerviosamente la uña del pulgar.
Se encontraban a más de cien años-luz de la Tierra, en la primera expedición galáctica organizada por el hombre. La maravillosa nave utilizaba una aplicación práctica de la teoría einsteniana del espacio curvo, que le permitía reducir la dimensión tiempo a unidades increíblemente pequeñas. Aquel viaje sólo había durado unos días, según el cómputo terrestre... Claro que todo era una ilusión. Y ahora se hallaban perdidos en el seno de la Galaxia.
El geólogo intervino tímidamente:
—Si usted me permite, señor...
—Diga, Booth.
—Hace un momento he mirado por el portillo de babor, y he creído ver el extremo este del Cisne. ¿No es ahí donde deberíamos estar, según el plan del viaje?
—Zapatero, a tus zapatos —contestó el capitán Kane—. Cisne quedó atrás hace dos días. Ahora tendríamos que estar dirigiéndonos hacia Lira.
—Perdón, señor —dijo confuso el joven geólogo—. Lo dije con ánimo de ayudar.
Saliendo de la cabina sin dirigir una sola mirada al cuerpo inmóvil de Hopkins, el capitán Kane se dirigió hacia la cúpula de observación seguido de Bates. El joven Booth lanzó un suspiro y miró al pequeño japonés. Éste le dirigió una mirada de simpatía con sus ojos oblicuos, y sonrió.
—No se preocupe, Mr. Booth —dijo—. El capitán Kane es muy bueno, y nos sacará de ésta.
—Ojalá —dijo Booth—. No me gustaría estar vagando eternamente entre las estrellas.
—Ni a mí tampoco —dijo sonriente Horimichi—. Además, tengo que volver a Yokohama a terminar un estudio muy importante sobre biología comparada. Pero venga ahora conmigo a mi camarote. Le invito a una taza de café. ¿Acepta?
El geólogo asintió, agradecido.
En la cúpula, Kane estaba inclinado sobre las hojas atiborradas de cálculos que le había dado Bates. Indicó con el dedo un punto.
—Hasta aquí, todo iba bien, ¿no es eso? —En efecto, señor —repuso Bates—. Aquí comenzamos a perdernos.
—Justamente en un cambio de campo, ¿eh? Lo que me suponía. Parece como si hubiésemos caído en otro espacio, en lugar del que se deduce de estas coordenadas.
—Así es, Capitán.
—Y mire usted fuera de la cúpula. ¿Qué me dice de este cielo?
—Absolutamente desconocido, señor —replicó Bates—. No veo una sola constelación que me sea familiar.
—Viajar entre las estrellas no es tan fácil come ellos se figuraban —murmuró Kane entre dientes.
—¿Decía usted algo, señor?
—Nada. Sólo que esto es el Mar de los Sargazos y nosotros vamos en una carabela de Cristóbal Colón. ¿Conoce usted la fábula griega de Escila y Caribdis?
—No, señor.
—Tanto mejor para usted. Si la navegación estelar prospera, tendremos que crearle una mitología adecuada... pues estamos todavía en los tiempos mitológicos, Bates. Nos movemos por un Mare Incognitum, por un Oceanum Tenebrosum, amigo.
Bates ya sabía que el capitán era muy aficionado a soltar latinajos, pero no le pareció aquél el momento más apropiado.
—Lo peor es que ha fallado también el cerebro electrónico —dijo Bates—. Hopkins se limitaba a comprobar los cálculos que éste le iba dando, y ajustándolos a las tablas de astrogación. No lo entiendo, señor.
—Aún tenemos mucho que aprender, Bates—. El capitán hablaba sin dejar de repasar cuidadosamente las hojas de cálculos—. Los vikingos descubrieron América, pero Colón se llevó la gloria de ello. Ojalá no nos corresponda hacer el papel de vikingos... Pero al menos... Esta coordenada es falsa... pero al menos... comprendo que se suicidase... ellos volvieron.
Enderezándose, dijo:
—Bates, llame a los demás. Ahora mismo.
—Sí, señor.
Bates oprimió un botón en el tablero de mandos, y se encendió una luz verde en el mismo.
—Avisados, señor.
A los dos minutos, Horimichi y el joven Booth se encaramaban a la cúpula.
—A la orden, señor —dijo Booth.
El japonés permaneció silencioso, escrutando a Kane tras los cristales de sus gruesas gafas con montura de carey sintético.
Kane carraspeó:
—Señores, estamos perdidos—. Hizo una pausa. Se hubiera oído caer un alfiler—. Así como suena: perdidos. Por una causa desconocida —recuerden que estamos en los comienzos de la navegación estelar, y el espacio está lleno de enigmas y asechanzas aún ignoradas —hemos perdido totalmente el rumbo previsto, y ahora nos movemos por un espacio completamente desconocido. De nada serviría tratar de volver atrás, porque aquí, las nociones de arriba y abajo, atrás y adelante, han dejado de tener valor. Sin embargo —y levantó una mano temiendo posibles objeciones— nada nos amenaza por el momento. Esta nave, como ustedes saben, está equipada con ultrarradar, que la gobierna automáticamente, evitando toda colisión con cuerpos celestes con mucha antelación. Aún en el caso improbable de que todos nosotros permaneciésemos inconscientes o muertos, la nave seguiría navegando... exactamente durante seis meses, con toda normalidad. Pero el inconveniente es el aire, señores; el oxígeno comprimido sólo alcanzará a un máximo de cuatro meses y medio. Y no podemos malgastarlo en una búsqueda inútil; hay que pensar en el retorno.
Con la lengua reseca, Booth preguntó:
—¿Y qué propone usted, capitán Kane?
—Descender a un planeta. Aproximarnos a la estrella amarilla más próxima y que resulte más parecida a nuestro Sol, y buscar entre sus probables planetas el que se parezca más a nuestra Tierra. Una vez en un planeta con aire, recargaremos los depósitos de oxígeno vacíos y estudiaremos la situación con más calma. Entre tanto, la nave no consumirá combustible inútilmente. La muerte de Hopkins, desde luego —el Capitán tenía el rostro ensombrecido —ha complicado bastante las cosas. Pero creo poseer los suficientes conocimientos de astrogación para devolver la nave a la Tierra, si consigo encontrar un punto de referencia. Bates también me ayudará. Ahora lo más urgente, como digo, es descender a un planeta habitable. —El espectroscopio electrónico, Bates.
La estrella elegida dijérase una réplica del Sol. Los cálculos efectuados rápidamente gracias al espectroscopio electrónico y otros instrumentos de una precisión y perfección incomparables, demostraron que si aquella estrella no era el Sol, era por lo menos su hermano gemelo. La astronave puso rumbo hacia ella. Kane calculó que sólo tardaría cuatro horas en aproximarse lo suficiente como para localizar un posible planeta habitable.
La estrella se agrandaba a ojos vistas. Los cuatro tripulantes vivos de la astronave se agrupaban en la cúpula en torno al Capitán, ocupado constantemente en sus complicados instrumentos de observación y cálculo.
—Les anuncio que acabo de descubrir un planeta, señores, a una distancia correspondiente a la que estaría la Tierra de ese Sol —dijo Kane separando el ojo del ocular del telescopio electrónico—. Parece ser lo que necesitamos. Miren.
Uno tras otro, todos fueron mirando por el ocular. En el centro del mismo se veía un globo opalino, de un maravilloso tono azulado.
—Observen esas bandas —dijo Kane—. Nubes. Hay atmósfera. Esperen. Voy a acoplar el par termoeléctrico y el espectroscopio.
Incorporándose a los pocos momentos, Kane dijo, con una emoción algo desusada en él—
—Asombroso. La atmósfera tiene exactamente la misma composición que la atmósfera terrestre. Y la temperatura en la superficie muestra la misma distribución térmica que en la Tierra.
Todos guardaron silencio, impresionados. El mundo azulado aumentaba de tamaño. Pronto se vieron unas borrosas manchas de un verde parduzco sobre la uniforme extensión azul.
—Continentes —dijo Booth, que en aquel momento tenía el ojo pegado al ocular—. ¡Esperen! ¡No es posible!...
Booth permaneció silencioso, mientras un temblor ininterrumpido recorría su cuerpo delgado, encorvado a la sazón para observar por el telescopio.
—¡Esperen! —volvió a exclamar—. Capitán... mire usted... o es que estoy loco.
Con rostro demudado, cedió su lugar al capitán Kane. Este se inclinó gravemente para mirar. Permaneció largo rato observando, y luego se enderezó lentamente.
—Creo que sí, Booth...
—¿Pero qué han visto ustedes, por Dios? —gritó Bates, en el colmo del nerviosismo.
—Mírelo y verá —le dijo simplemente Kane.
Bates se precipitó hacia el ocular, pegó su ojo al mismo y acto seguido se separó del aparato, restregándose furiosamente los ojos para volver a mirar inmediatamente.
—¡Cielos! ¡No es posible! ¡Veo América!
—Exactamente —dijo Kane, flemático—. América del Norte y América del Sur... la doble V superpuesta.
Reinó un tenso silencio en la cúpula. Horimichi dijo reposadamente:
—Pero esto no es posible. Estamos en una zona de la Galaxia completamente desconocida, ¿no es eso?
—Así es, Dr. Horimichi —asintió Kane.
—Pero, ¿cómo es posible entonces?...
—No sabemos. Hay que esperar a ver. De momento, este planeta tiene algunos rasgos que le dan un parecido ocasional con la Tierra, pero de eso a decir que es la Tierra, media una gran distancia. Ninguna de esas constelaciones que nos rodea nos es conocida. Ningún...
—¿Pero ese Sol... —le interrumpió Booth.
—Otro parecido ocasional —respondió pacientemente Kane, sin molestarse por la interrupción—. Hemos de creer que la Tierra no tiene la exclusiva universal de una atmósfera con un veintidós por ciento de oxígeno y un setenta y ocho por ciento de nitrógeno. Es una casualidad, pero cae dentro de los limites de lo posible. En cuanto a ese parecido del continente que hemos visto con América, puede ser otra casualidad. No hagamos juicios prematuros. Esperemos. Puede ser algo que esté in rerum natura.
«¡Hasta en este momento!», pensó Bates. Y en voz alta dijo:
—De todos modos, es una suerte. Si tan parecido es a la Tierra, posiblemente podremos encontrar allí otro astrogator.
El chiste no hizo gracia a nadie. Todos siguieron mirando el planeta, que ahora se agrandaba a simple vista, sin necesidad de tener que observarlo por el telescopio. Su parecido con la Tierra era realmente asombroso. El casquete polar se veía claramente, así como Groenlandia, gran parte del Océano Atlántico y casi todo el continente americano.
—Hasta Groenlandia, fíjese —murmuró Booth, estupefacto—. Es la cosa más asombrosa que he visto en mi vida.
—Vivir para ver —dijo filosóficamente el capitán Kane—. Nihil novum sub solem.
—Pero es que se trata de este solem, señor, y no del nuestro —dijo Bates, alarmado.
—Ya veremos, ya veremos, Bates —repuso Kane—. Prepare todo para describir la elipse acostumbrada de aterrizaje en torno al planeta.
La velocidad de la astronave se hizo sublumínica, entrando en las lentas categorías supersónicas. Las estrellas dejaron de verse como lentejas tumbadas en el sentido de la marcha las más próximas, y como trazos de luz las más lejanas. Pero aquel firmamento seguía siendo completamente extraño.
La astronave entró en la larga elipse que, reduciéndose paulatinamente, llevaría a la astronave varias veces alrededor del planeta antes de frenarla lo suficiente para permitirle la entrada en la atmósfera. El planeta empezó a girar lentamente bajo sus ojos. América fue desapareciendo lentamente, tragada por el borde del horizonte, y todos vieron como por el borde opuesto del disco iba surgiendo Europa, lo que a decir verdad no les sorprendió nada, pues ya lo esperaban.
Pero de pronto Bates se sobresaltó: —¡Europa y todo, capitán! Aquellas palabras parecieron arrancarlos a todos de un extraño ensimismamiento.
—Sí, es raro... —y Kane se acarició la barbilla—. Son demasiadas coincidencias... una casualidad demasiado casual...
En aquellos momentos pasaban por encima del Oriente Medio, y pronto el Japón apareció en su campo visual, a la derecha del disco.
Horimichi, sonriendo, señaló con el dedo:
—Miren... hasta creo que se ven las luces de Yokohama...
—¿Dónde aterrizaremos, señor? —preguntó Bates, olvidándose momentáneamente del enigma insoluble y obrando de nuevo como segundo de a bordo.
—En la base, Bates —repuso lentamente el capitán, con la vista fija en el suelo—. En Nevada...
—Pero... —dijo Booth.
El capitán le atajó con un gesto.
—En algún sitio hay que aterrizar, Booth. Lo mismo da allí que en cualquier parte. Y si sigue ese cúmulo de coincidencias, quién sabe si...
Dejó la frase sin terminar.
Cuando la astronave fue descendiendo lentamente sobre la parte meridional de los Estados Unidos, y sus tripulantes vieron dibujarse claramente sobre el desierto de Nevada el inconfundible rectángulo que marcaba la base K-27, del Ejército norteamericano, tuvieron que pellizcarse para convencerse de que no soñaban. Horimichi, pensativo, llamó a un lado a Booth.
—Oiga, Booth... ¿ha pensado usted en la posibilidad de fenómenos de sugestión telepática a distancia... hipnosis colectiva... y todas esas cosas?
—¿Cree usted que?...
—No creo nada, Booth, pero es muy raro. No estamos en la Tierra, de eso todos estamos más que convencidos.
—¿Y pues?...
—Quizá vemos un reflejo de nuestros propios recuerdos, algo así como la proyección de nuestros pensamientos en...
En aquel momento la radio rompió a hablar.
—Aquí, Base K-27 a astronave Asgard. ¿Por qué no comunican con Base? Comuniquen.
El capitán Kane se dirigió reposadamente al transmisor. Oprimiendo un botón, iluminó la pantalla y se colocó ante ella.
—Aquí astronave Asgard —dijo tranquilamente —comunicando llegada a Base K-27. Preparen terreno para aterrizaje.
—Listo terreno para aterrizaje —respondió la Base—. ¿Por qué han vuelto?
En la pantalla iluminada aparecía ahora, de medio cuerpo para arriba, la imagen de un ceñudo comandante, de bigotes grises y gorra de plato algo ladeada.
—Es el comandante Roberts —susurró Booth a Horimichi, como si temiese ser oído—. Cada vez lo entiendo menos.
El capitán Kane respondió a la pregunta de Roberts.
—Ha muerto Hopkins, nuestro astrogator, y hemos perdido el rumbo. Redactaré informe completo luego de aterrizar. Corto.
El recibimiento tributado a los tripulantes del Asgard fue más bien frío, lo cual no les extrañó, pues su regreso no se esperaba hasta dentro de cuatro meses, y entonces debían hacerlo cargados con la gloria del descubrimiento de nuevos mundos. Además, la presencia de un cadáver a bordo complicaba ligeramente las cosas.
Al hallarse entre caras conocidas y en un ambiente familiar, las extrañas preocupaciones que habían precedido al aterrizaje se borraron del primer plano de las conciencias de los cuatro sobrevivientes, y se agazaparon en lo más hondo de su subconsciente, prestas a salir a la menor provocación. Durante los primeros momentos, todo cuanto hicieron estuvo teñido por una ligera aprensión, pero, al menos para Booth, ésta desapareció totalmente cuando telefoneó a su esposa Margaret desde la Base, y ésta le respondió, emocionadísima, al saberle de regreso tan impensadamente.
Cuando Kane hubo rendido su informe y los forenses hubieron certificado la defunción de Hopkins por la acción del cianuro potásico, se les permitió salir libremente de la base. En el informe, Kane se guardó muy bien de manifestar el desconcierto de todos ante el aspecto desusado del cielo —esto lo hicieron de común acuerdo—, limitándose a decir que habían regresado a causa de la muerte de Hopkins.
Aquella noche, Booth se sentó alegremente con Margaret en la terraza de su casa de Los Angeles, dominando el mar. Oscurecía. Por oriente se elevaba una luna roja y enorme.
—Es maravilloso, John, tenerte de nuevo aqui —dijo Margaret, poniendo un plato de sopa delante de su marido—. Únicamente lo siento por ese pobre muchacho... por Hopkins. Hacía sólo un año y medio que se había casado, ¿recuerdas?
—Sí, me acuerdo perfectamente —dijo John, llevándose una cucharada a la boca. Fue un jueves, ¿verdad?
—Sí, un jueves.
Mientras tomaba una segunda cucharada, Booth miró distraídamente la Luna, que seguía alzándose lentamente sobre el horizonte. La tenía a su derecha, y para hablar con Margaret tuvo que mirar de nuevo hacia la izquierda. Iba a introducirse otra cucharada de sopa en la boca, cuando se quedó con la cuchara en el aire y la boca abierta, mirando a un punto lejano.
—¿Qué te pasa, John? —le preguntó Margaret.
—¿Qué... qué es eso? —dijo Booth, señalando hacia el Oeste, por encima de los tejados de la ciudad.
—¿Eso? Pues Duna, que está saliendo.
—¿Duna? ¿Qué es Duna? —preguntó estupefacto Booth, mirando el pálido creciente sobre el que se recortaba una chimenea.
—¿Qué es Duna? Pero, hombre, ¿qué te pasa? Mira que preguntar qué es Duna.
Booth se puso en pie. Al hacerlo vertió el plato de sopa.
—Margaret... yo no me siento bien... ¿verdad que aquéllo es la Luna? —y señaló hacia oriente.
—Pues claro que aquéllo es la Luna... Y eso es Duna... el otro satélite gemelo. Siempre ha salido por ahí, pues gira en sentido contrario a la Luna, como sabes.
Booth se dejó caer sobre la silla, oprimiéndose la cabeza con ambas manos.
—¡Yo estoy loco, Margaret! ¡Yo estoy loco!...
Margaret se precipitó solicita hacia él, abrazándole.
—¡John, qué te pasa, por Dios!
En aquel momento sonó el timbre del teléfono en el living. Dejando a John, Margaret corrió hacia allí.
Desde el living llamó a John.
—John, es el doctor Horimichi. Quiere hablar contigo. Es algo urgente.
Como un autómata, Booth se levantó y se dirigió al teléfono.
—Diga... ¿Usted también? —se enderezó y una llama de esperanza brilló en sus ojos—....Entonces no estoy loco... Sí, dos lunas... eso es... ¿Que los llama usted?... ¿En su casa?... Voy inmediatamente.
Colgando el teléfono, salió corriendo a la terraza.
—Adiós, Margaret... volveré en seguida. No te preocupes... estoy bien. Estaré en casa de Horimichi.
En casa del menudo japonés ya encontró al capitán Kane y a Bates. El capitán fumaba su pipa, pensativo.
—Siéntese, Booth —dijo Horimichi —y sírvase una copa de whisky... ¿o prefiere scotch?
—Scotch, gracias... —dijo Booth, distraídamente—. De modo que ustedes también.
Todos asintieron. Horimichi señaló hacia el balcón:
—Ahí las tenemos.
Todos se dirigieron al balcón. En el cielo brillaban dos hermosas lunas, una llena y la otra en cuarto creciente.
—Parece que no hay error posible —balbució Bates—. Y lo peor es que todo el mundo se asombra de que nos asombremos.
—Sí, y a ésa la llaman Duna —dijo Kane, señalando con la boquilla de su pipa. Y se enfrascó en una silenciosa contemplación de las dos lunas, dando chupadas con aire pensativo.
—¿Usted qué cree, doctor? —preguntó Booth a Horimichi
El japonés se encogió de hombros.
—No sé. Estoy desconcertado. Pero una cosa sí puedo asegurarles. No estamos en la Tierra, en nuestra Tierra.
El capitán Kane, vuelto ahora de espaldas al balcón, hizo un mudo gesto de asentimiento, sin dejar de fumar su pipa.
—¿En dónde estamos, pues? —preguntó Booth.
—No sé. Ahí está el enigma... el gran enigma —respondió Horimichi.
—Sosia —dijo brevemente Kane.
Todos se volvieron hacia él.
—¿Qué dice usted, capitán? —preguntó Bates.
—Sosia. Es el título de una comedia de Plauto. Aunque también serviría Heautontimouromenos... los gemelos. A Shakespeare le inspiró su famosa Comedia de las Equivocaciones: Antífolo de Efeso y Antífolo de Siracusa.
Todos, menos Horimichi, se miraron consternados.
—Pobre capitán —murmuró Bates —ha perdido el juicio.
Horimichi sonreía, complacido.
—Muy bien, capitán; puede ser que haya dado usted en el clavo —dijo—. Aunque Sosia no es el título de una comedia de Plauto, sino el nombre de un personaje suyo... el criado de Anfitrión.
—Oh —dijo consternado el capitán—. Es imperdonable. Lo siento. Aunque también quando que bonus dormitat Homerus.
Horimichi esbozó un gesto de disculpa.
—No importa. Se ha ganado usted con creces el perdón. —Mirando a Booth y a Bates, dijo—: Señores, el capitán Kane, aquí presente, nos acaba de exponer en pocas palabras cuál es nuestra situación.
—¿Eh? —dijo Bates dando un respingo.
—Así es, amigo Bates —dijo Horimichi, sonriendo—. Ha aventurado la teoría de que, igualmente como existen hombres y seres gemelos, pueden existir mundos gemelos.
—¿Pero y esa... Duna? —preguntó Bates, incrédulo.
—Es la peca que sirve para evitar que los gemelos se confundan en el baño. Desde luego, sabemos algo (aunque no mucho, lo confieso, y hablo como biólogo) acerca de la formación de los gemelos humanos. Por lo que se refiere a la formación de los gemelos estelares, estamos por completo en ayunas. Este puede ser el primer caso que se presenta para nuestro estudio.
—Le creeré, doctor —dijo impulsivamente Booth—, si dentro de cuatro meses regresamos con la Asgard.
—Bien —repuso Horimichi, tranquilo —pues esperaremos nuestro regreso.
Y esperaron.

 

En los cuatro meses de espera, si bien en lo externo la vida de los cuatro siguió el cauce acostumbrado, todas las noches se reunían en case de Horimichi para dar nuevos toques a la teoría que iban elaborando lentamente, sobre todo gracias a las aportaciones del capitán Kane —acotaciones casi monosilábicas muchas veces, pero siempre acertadísimas, mezcladas con enrevesadas citas de clásicos griegos y latinos —y a los grandes conocimientos científicos de Horimichi.
En resumen, la teoría de los mundos gemelos era la siguiente: en la infinita variedad de los mundos estelares, cada uno de estos mundos estaba repetido hasta en su menor detalle al menos una vez. La ley de la probabilidad y lo que se llamaba casualidad se convertía en certeza matemática, al hallarse elevados sus factores a un potencial infinito.
—¿Pero... y nuestras esposas? —preguntaba ingenuamente Bates—. ¿Cómo explican ustedes su existencia?
—El cálculo de probabilidades admite eso y mucho más —respondía imperturbable Horimichi.
Y prosiguió:
—En esta Tierra todo es idéntico a la nuestra... todo, salvo dos cosas: la existencia de una segunda Luna, llamada Duna; y también el aspecto de las constelaciones. Eso es inequívoco, y demuestra más que nada que no estamos en nuestro Universo... que hemos cambiado de Universo. Como consecuencia de estos dos factores, he observado la presencia de leyendas relativas a Duna en el folklore local, y una nomenclatura distinta de las constelaciones, si bien muy parecida a la nuestra. Casi ni vale la pena esperar el regreso de la segunda Asgard... con nosotros a bordo, para estar seguros. Pero cuando vuelva la Asgard bis, daré estado oficial a mi teoría, en una comunicación a la Academia Imperial de Ciencias de Tokio.
—Darán —corrigió Bates.
—Sí —asintió con una extraña sonrisa Horimichi—, yo... y el otro Horimichi. Aunque no sé si le pondré al corriente de ella.
—¡Pero esto es espantoso, doctor Horimichi! —exclamó Booth—. Imagine lo que sucederá... con mi mujer, por ejemplo.
—Tendrá que cedérsela al otro Booth —dijo Horimichi—. Le corresponde más que a usted.
—¡Pero es Margaret! —exclamó Booth.
—Sí... es Margaret. Pero en la Tierra (en la auténtica Tierra) hay otra Margaret... la de usted. A esa hay que volver... y volveremos. ¿No es verdad, capitán?
Kane asintió en silencio, sin dejar de fumar.
—¿O es que se habían figurado ustedes que yo pensaba realmente presentar mi comunicación a la Academia Imperial de Ciencias de aquí? —dijo Horimichi sonriendo, y con una lucecita maliciosa en sus ojos.

 

El día señalado para el regreso del Asgard, Kane, Horimichi, Bates y Booth estaban sentados en la Base, conversando con el comandante Roberts en el despacho de éste.
—Sí, hoy tenían que regresar ustedes —dijo Roberts—. Exactamente dentro de media hora.
—En efecto —asintió Kane con estudiada indiferencia—. Así hubiera sido, en efecto.
—¿Y a qué han venido? —preguntó Roberts, burlón—¿A presenciar su llegada tal vez?
—Está usted más cerca de la verdad de lo que se imagina, comandante —respondió Horimichi.
—Somos unos románticos —dijo Kane, distraído.
—Oiga, capitán —le dijo Roberts —ayer estuvo aquí el coronel Leprevost, y dijo que el Mando piensa ponerle a usted de nuevo en la línea Tierra-Marte.
—¿Ah, sí? —dijo Kane, sin abandonar su actitud negligente.
—Sí, señor. Y no creo que le vuelvan a confiar una nave estelar, después de su fracaso con la Asgard.
—No fue culpa mía —contestó fríamente Kane—. Y le advierto que pienso solicitar que se me conceda una nueva oportunidad.
En aquel momento zumbó el teléfono interior que había sobre la mesa del comandante Roberts.
—«Comandante Roberts, le llaman del Estado Mayor. Urgente.»
—Con su permiso —dijo Roberts—. Es una consulta breve. No tardaré. Ustedes sigan aquí, si quieren... aún tendré tiempo de darles la bienvenida.
Y sonriendo irónicamente, Roberts se marchó.
—Es extraño —dijo Bates, consultando su reloj —faltan diecisiete minutos y aún no se ha recibido ningún mensaje. Debíamos haber comunicado hace tres minutos.
Y señaló hacia la pantalla televisora, completa mente silenciosa y oscura.
Booth se agitó en su silla, intranquilo.
—¿Ha dicho que quieren mandarle a Marte, capitán?
Este asintió.
—¿De modo que incluso los planetas...? Esto no se me había ocurrido. Ya van siendo demasiadas coincidencias.
Kane levantó la mano derecha.
—Alto ahí. Por el contrario, es una prueba más en favor de nuestra teoría. He estado hablando con varios pilotos, y he sabido que, además de las líneas regulares a Luna, Duna, Marte, Venus, los asteroides y los satélites de Júpiter y Saturno, acaban de inaugurarse viajes regulares a Proción.
—¿Proción? —dijo Booth.
—Eso mismo... un planeta cuya órbita está situada entre las de Júpiter y Saturno.
—Nuestro mellizo tiene más lunares de los que nos figurábamos —dijo Horimichi.
—La Asgard no viene, señor —dijo Bates—. Ya tendría que haber aterrizado.
—Desde luego Algo le habrá sucedido.
—¿No es eso un golpe a su teoría, Doctor? —preguntó Booth a Horimichi.
—En absoluto Hasta cierto punto la confirma.
Entonces zumbó el teléfono de la mesa.
«Aquí Roberts Lo siento, pero me retendrán aquí algún tiempo. Si lo desean pueden marcharse. Buenas tardes.»
—Vámonos, amigos —dijo Kane, levantándose perezosamente.
A los pocos momentos, los cuatro se elevaban en el cóptero de Booth. Volaron pensativos algún tiempo, sumidos cada cual en sus propias cavilaciones. De pronto Bates dijo:
—Es que... francamente, me cuesta creerlo. Mi mujer es mi mujer, de carne y hueso. Ahí no hay engaño.
—La mía también es de carne y hueso —murmuró Booth, sin volverse, desde el puesto del piloto.
Horimichi, sentado atrás al lado del capitán Kane, sonrió.
—Pero no son las suyas, amigos; no son las suyas. ¡Imagínense que hubiesen vuelto... los otros!
—¿Pero qué les puede haber sucedido? —preguntó Booth.
—No sé —dijo Horimichi —aunque, si llevamos nuestra teoría hasta sus últimas consecuencias, ahora tienen que estar ocupando nuestro lugar en la Tierra... con sus mujeres, amigos.
—¡Esto no es posible!
—Quién sabe... Pueden haber caído a nuestro Universo, tal como nosotros hemos caído al suyo. Aunque tal vez hayan muerto. Quién sabe. De lo que no hay duda, repito, es que no estamos en nuestra Tierra. Para convencerse, basta con asomarse por la noche a una ventana y mirar al cielo.
—Desde luego... —asintió Booth, pensativo—. En ese caso, se impone el regreso. Y por mi parte, me será imposible seguir conviviendo con una mujer que no es la mía.
—Hombre —dijo Bates, con expresión de duda—, al fin y al cabo, está tan perfectamente imitada que... Y uno no va a estarse siempre mano sobre mano.
—Pero no puede ser, Bates; comprenda que no es moral. Sí, hay que volver. ¿Qué opina usted, capitán?
—Ya lo han oído; el Mando no confía en mí. Y luego de haber fallado hoy la que creíamos que sería la prueba decisiva. . Pero en fin, confiemos.
—Volveremos —dijo Horimichi—. Y, entre tanto, déjense todos de escrúpulos morales. La situación es tan extraordinaria, que está más allá de toda lógica. Su mujer no le comprendería, Booth, por más que tratara de explicárselo. Usted insista, capitán, y volverán a concederle el mando de la Asgard. Por lo que a mí respecta, ya les dije que sólo presentaré mi comunicación a la Academia Imperial de Ciencias auténtica.
Y el menudo japonés se arrellanó en su asiento, convirtiéndose en una brillante calva y unas enormes gafas de carey (sintético).
Los turborreactores y los tres motores del cóptero de Booth seguían zumbando regularmente mientras volaban en silencio, enfrascados en sus propios pensamientos. En el horizonte, a ambos lados de la vasta superficie del planeta, empezaban a alzarse las dos lunas gemelas, Luna y Duna.

 

 

 

1Autor de la obra Astronaves sobre la Tierra, Ed. Oromí Barcelona, 1954. Presidente y fundador, conmigo, del «Centro de Estudios Interplanetarios» (Apartado de Correos 1015, Barcelona).

 

2La observación que sigue —de la que únicamente se han cambiado nombres y fechas —es rigurosamente auténtica y fue publicada por «L'Alsace» el 9 − 10 − 1954. siendo reproducida por Jimmy Guieu en su obra Black Out sur les Soucoupes Volantes pág. 147. Ed. Fleuve Noir, París, 1957. Jimmy Guieu es el jefe de los Servicios de Encuesta de la Comisión Internacional de Encuesta OURANOS. (N. del A.)