SOSIA
EL Dr. Horimichi se incorporó
penosamente.
—Es inútil —dijo, moviendo la cabeza con
lentitud—. Este hombre ha muerto.
Todos miraron consternados el cuerpo inmóvil
del astrogator, extendido en la estrecha litera metálica. Kane, el
capitán de la astronave, carraspeó ligeramente. Todos se volvieron
hacia él. Kane siempre carraspeaba cuando quería decir algo.
—Bates, ¿tiene usted sus últimas
coordenadas?
El flaco y cetrino segundo oficial se
adelantó solícito.
—Sí, señor; como de costumbre, él me las iba
pasando a medida que las tomaba. Pero de nada nos servirán.
Hizo una pausa. Todos le miraron en
silencio, esperando que prosiguiese.
—Como usted ya sabe, señor, Hopkins —y
señaló con el dedo el cadáver —estaba completamente desorientado
desde hacía catorce horas. Todos sus cálculos fallaban, y terminó
confesándome, con lágrimas en los ojos y sollozando, que estábamos
completamente perdidos. Fue entonces cuando cometió la tremenda
equivocación, presa de una crisis nerviosa.
—Sí, ya sé que usted no pudo evitar que se
suicidase —comentó fríamente el capitán.
—¡Yo no podía hacer nada, señor! —protestó
vivamente Bates—. ¿Cómo iba a saber yo que llevaba encima una
cápsula de cianuro?
—Bien, eso ahora no nos interesa —dijo con
sequedad el capitán Kane—. Le he pedido a usted si tenía la última
posición de Hopkins.
—¡Pero le repito que de nada nos servirá,
señor! —protestó Bates—. Es falsa, como todas las anteriores en
catorce horas.
—Usted démela y déjese de comentarios.
Quiero ver si consigo descubrir la causa del error.
Los cuatro hombres reunidos en la pequeña
cabina de la astronave se miraron, sombríos. Horimichi, el pequeño
biólogo japonés, era el que mostraba mayor impasibilidad en su
rostro achatado. Bates miraba ceñudo a Kane, y a un lado, el joven
Booth, el geólogo, se mordisqueaba nerviosamente la uña del
pulgar.
Se encontraban a más de cien años-luz de la
Tierra, en la primera expedición galáctica organizada por el
hombre. La maravillosa nave utilizaba una aplicación práctica de la
teoría einsteniana del espacio curvo, que le permitía reducir la
dimensión tiempo a unidades increíblemente pequeñas. Aquel viaje
sólo había durado unos días, según el cómputo terrestre... Claro
que todo era una ilusión. Y ahora se hallaban perdidos en el seno
de la Galaxia.
El geólogo intervino tímidamente:
—Si usted me permite, señor...
—Diga, Booth.
—Hace un momento he mirado por el portillo
de babor, y he creído ver el extremo este del Cisne. ¿No es ahí
donde deberíamos estar, según el plan del viaje?
—Zapatero, a tus zapatos —contestó el
capitán Kane—. Cisne quedó atrás hace dos días. Ahora tendríamos
que estar dirigiéndonos hacia Lira.
—Perdón, señor —dijo confuso el joven
geólogo—. Lo dije con ánimo de ayudar.
Saliendo de la cabina sin dirigir una sola
mirada al cuerpo inmóvil de Hopkins, el capitán Kane se dirigió
hacia la cúpula de observación seguido de Bates. El joven Booth
lanzó un suspiro y miró al pequeño japonés. Éste le dirigió una
mirada de simpatía con sus ojos oblicuos, y sonrió.
—No se preocupe, Mr. Booth —dijo—. El
capitán Kane es muy bueno, y nos sacará de ésta.
—Ojalá —dijo Booth—. No me gustaría estar
vagando eternamente entre las estrellas.
—Ni a mí tampoco —dijo sonriente Horimichi—.
Además, tengo que volver a Yokohama a terminar un estudio muy
importante sobre biología comparada. Pero venga ahora conmigo a mi
camarote. Le invito a una taza de café. ¿Acepta?
El geólogo asintió, agradecido.
En la cúpula, Kane estaba inclinado sobre
las hojas atiborradas de cálculos que le había dado Bates. Indicó
con el dedo un punto.
—Hasta aquí, todo iba bien, ¿no es eso? —En
efecto, señor —repuso Bates—. Aquí comenzamos a perdernos.
—Justamente en un cambio de campo, ¿eh? Lo
que me suponía. Parece como si hubiésemos caído en otro espacio, en lugar del que se deduce
de estas coordenadas.
—Así es, Capitán.
—Y mire usted fuera de la cúpula. ¿Qué me
dice de este cielo?
—Absolutamente desconocido, señor —replicó
Bates—. No veo una sola constelación que me sea familiar.
—Viajar entre las estrellas no es tan fácil
come ellos se figuraban —murmuró Kane entre dientes.
—¿Decía usted algo, señor?
—Nada. Sólo que esto es el Mar de los
Sargazos y nosotros vamos en una carabela de Cristóbal Colón.
¿Conoce usted la fábula griega de Escila y Caribdis?
—No, señor.
—Tanto mejor para usted. Si la navegación
estelar prospera, tendremos que crearle una mitología adecuada...
pues estamos todavía en los tiempos mitológicos, Bates. Nos movemos
por un Mare Incognitum, por un
Oceanum Tenebrosum, amigo.
Bates ya sabía que el capitán era muy
aficionado a soltar latinajos, pero no le pareció aquél el momento
más apropiado.
—Lo peor es que ha fallado también el
cerebro electrónico —dijo Bates—. Hopkins se limitaba a comprobar
los cálculos que éste le iba dando, y ajustándolos a las tablas de
astrogación. No lo entiendo, señor.
—Aún tenemos mucho que aprender, Bates—. El
capitán hablaba sin dejar de repasar cuidadosamente las hojas de
cálculos—. Los vikingos descubrieron América, pero Colón se llevó
la gloria de ello. Ojalá no nos corresponda hacer el papel de
vikingos... Pero al menos... Esta coordenada es falsa... pero al
menos... comprendo que se suicidase... ellos volvieron.
Enderezándose, dijo:
—Bates, llame a los demás. Ahora
mismo.
—Sí, señor.
Bates oprimió un botón en el tablero de
mandos, y se encendió una luz verde en el mismo.
—Avisados, señor.
A los dos minutos, Horimichi y el joven
Booth se encaramaban a la cúpula.
—A la orden, señor —dijo Booth.
El japonés permaneció silencioso, escrutando
a Kane tras los cristales de sus gruesas gafas con montura de carey
sintético.
Kane carraspeó:
—Señores, estamos perdidos—. Hizo una pausa.
Se hubiera oído caer un alfiler—. Así como suena: perdidos. Por una
causa desconocida —recuerden que estamos en los comienzos de la
navegación estelar, y el espacio está lleno de enigmas y asechanzas
aún ignoradas —hemos perdido totalmente el rumbo previsto, y ahora
nos movemos por un espacio completamente desconocido. De nada
serviría tratar de volver atrás, porque
aquí, las nociones de arriba y abajo, atrás y adelante, han dejado
de tener valor. Sin embargo —y levantó una mano temiendo posibles
objeciones— nada nos amenaza por el momento. Esta nave, como
ustedes saben, está equipada con ultrarradar, que la gobierna
automáticamente, evitando toda colisión con cuerpos celestes con
mucha antelación. Aún en el caso improbable de que todos nosotros
permaneciésemos inconscientes o muertos, la nave seguiría
navegando... exactamente durante seis meses, con toda normalidad.
Pero el inconveniente es el aire, señores; el oxígeno comprimido
sólo alcanzará a un máximo de cuatro meses y medio. Y no podemos
malgastarlo en una búsqueda inútil; hay que pensar en el
retorno.
Con la lengua reseca, Booth preguntó:
—¿Y qué propone usted, capitán Kane?
—Descender a un planeta. Aproximarnos a la
estrella amarilla más próxima y que resulte más parecida a nuestro
Sol, y buscar entre sus probables planetas el que se parezca más a
nuestra Tierra. Una vez en un planeta con aire, recargaremos los
depósitos de oxígeno vacíos y estudiaremos la situación con más
calma. Entre tanto, la nave no consumirá combustible inútilmente.
La muerte de Hopkins, desde luego —el Capitán tenía el rostro
ensombrecido —ha complicado bastante las cosas. Pero creo poseer
los suficientes conocimientos de astrogación para devolver la nave
a la Tierra, si consigo encontrar un punto de referencia. Bates
también me ayudará. Ahora lo más urgente, como digo, es descender a
un planeta habitable. —El espectroscopio electrónico, Bates.
La estrella elegida dijérase una réplica del
Sol. Los cálculos efectuados rápidamente gracias al espectroscopio
electrónico y otros instrumentos de una precisión y perfección
incomparables, demostraron que si aquella estrella no era el Sol,
era por lo menos su hermano gemelo. La astronave puso rumbo hacia
ella. Kane calculó que sólo tardaría cuatro horas en aproximarse lo
suficiente como para localizar un posible planeta habitable.
La estrella se agrandaba a ojos vistas. Los
cuatro tripulantes vivos de la astronave se agrupaban en la cúpula
en torno al Capitán, ocupado constantemente en sus complicados
instrumentos de observación y cálculo.
—Les anuncio que acabo de descubrir un
planeta, señores, a una distancia correspondiente a la que estaría
la Tierra de ese Sol —dijo Kane separando el ojo del ocular del
telescopio electrónico—. Parece ser lo que necesitamos.
Miren.
Uno tras otro, todos fueron mirando por el
ocular. En el centro del mismo se veía un globo opalino, de un
maravilloso tono azulado.
—Observen esas bandas —dijo Kane—. Nubes.
Hay atmósfera. Esperen. Voy a acoplar el par termoeléctrico y el
espectroscopio.
Incorporándose a los pocos momentos, Kane
dijo, con una emoción algo desusada en él—
—Asombroso. La atmósfera tiene exactamente la misma composición que la atmósfera
terrestre. Y la temperatura en la superficie muestra la misma
distribución térmica que en la Tierra.
Todos guardaron silencio, impresionados. El
mundo azulado aumentaba de tamaño. Pronto se vieron unas borrosas
manchas de un verde parduzco sobre la uniforme extensión
azul.
—Continentes —dijo Booth, que en aquel
momento tenía el ojo pegado al ocular—. ¡Esperen! ¡No es
posible!...
Booth permaneció silencioso, mientras un
temblor ininterrumpido recorría su cuerpo delgado, encorvado a la
sazón para observar por el telescopio.
—¡Esperen! —volvió a exclamar—. Capitán...
mire usted... o es que estoy loco.
Con rostro demudado, cedió su lugar al
capitán Kane. Este se inclinó gravemente para mirar. Permaneció
largo rato observando, y luego se enderezó lentamente.
—Creo que sí, Booth...
—¿Pero qué han visto ustedes, por Dios?
—gritó Bates, en el colmo del nerviosismo.
—Mírelo y verá —le dijo simplemente
Kane.
Bates se precipitó hacia el ocular, pegó su
ojo al mismo y acto seguido se separó del aparato, restregándose
furiosamente los ojos para volver a mirar inmediatamente.
—¡Cielos! ¡No es posible! ¡Veo
América!
—Exactamente —dijo Kane, flemático—. América
del Norte y América del Sur... la doble V superpuesta.
Reinó un tenso silencio en la cúpula.
Horimichi dijo reposadamente:
—Pero esto no es posible. Estamos en una
zona de la Galaxia completamente desconocida, ¿no es eso?
—Así es, Dr. Horimichi —asintió Kane.
—Pero, ¿cómo es posible entonces?...
—No sabemos. Hay que esperar a ver. De
momento, este planeta tiene algunos rasgos que le dan un parecido
ocasional con la Tierra, pero de eso a decir que es la Tierra,
media una gran distancia. Ninguna de esas constelaciones que nos
rodea nos es conocida. Ningún...
—¿Pero ese Sol... —le interrumpió
Booth.
—Otro parecido ocasional —respondió
pacientemente Kane, sin molestarse por la interrupción—. Hemos de
creer que la Tierra no tiene la exclusiva universal de una
atmósfera con un veintidós por ciento de oxígeno y un setenta y
ocho por ciento de nitrógeno. Es una casualidad, pero cae dentro de
los limites de lo posible. En cuanto a ese parecido del continente
que hemos visto con América, puede ser otra casualidad. No hagamos
juicios prematuros. Esperemos. Puede ser algo que esté in rerum natura.
«¡Hasta en este momento!», pensó Bates. Y en
voz alta dijo:
—De todos modos, es una suerte. Si tan
parecido es a la Tierra, posiblemente podremos encontrar allí otro
astrogator.
El chiste no hizo gracia a nadie. Todos
siguieron mirando el planeta, que ahora se agrandaba a simple
vista, sin necesidad de tener que observarlo por el telescopio. Su
parecido con la Tierra era realmente asombroso. El casquete polar
se veía claramente, así como Groenlandia, gran parte del Océano Atlántico y casi todo el continente americano.
—Hasta Groenlandia, fíjese —murmuró Booth,
estupefacto—. Es la cosa más asombrosa que he visto en mi
vida.
—Vivir para ver —dijo filosóficamente el
capitán Kane—. Nihil novum sub
solem.
—Pero es que se trata de este solem, señor, y no del nuestro —dijo Bates,
alarmado.
—Ya veremos, ya veremos, Bates —repuso
Kane—. Prepare todo para describir la elipse acostumbrada de
aterrizaje en torno al planeta.
La velocidad de la astronave se hizo
sublumínica, entrando en las lentas categorías supersónicas. Las
estrellas dejaron de verse como lentejas tumbadas en el sentido de
la marcha las más próximas, y como trazos de luz las más lejanas.
Pero aquel firmamento seguía siendo completamente extraño.
La astronave entró en la larga elipse que,
reduciéndose paulatinamente, llevaría a la astronave varias veces
alrededor del planeta antes de frenarla lo suficiente para
permitirle la entrada en la atmósfera. El planeta empezó a girar
lentamente bajo sus ojos. América fue
desapareciendo lentamente, tragada por el borde del horizonte, y
todos vieron como por el borde opuesto del disco iba surgiendo
Europa, lo que a decir verdad no les
sorprendió nada, pues ya lo esperaban.
Pero de pronto Bates se sobresaltó: —¡Europa
y todo, capitán! Aquellas palabras parecieron arrancarlos a todos
de un extraño ensimismamiento.
—Sí, es raro... —y Kane se acarició la
barbilla—. Son demasiadas coincidencias... una casualidad demasiado
casual...
En aquellos momentos pasaban por encima del
Oriente Medio, y pronto el Japón apareció en su campo visual, a la derecha
del disco.
Horimichi, sonriendo, señaló con el
dedo:
—Miren... hasta creo que se ven las luces de
Yokohama...
—¿Dónde aterrizaremos, señor? —preguntó
Bates, olvidándose momentáneamente del enigma insoluble y obrando
de nuevo como segundo de a bordo.
—En la base, Bates —repuso lentamente el
capitán, con la vista fija en el suelo—. En Nevada...
—Pero... —dijo Booth.
El capitán le atajó con un gesto.
—En algún sitio hay que aterrizar, Booth. Lo
mismo da allí que en cualquier parte. Y si sigue ese cúmulo de
coincidencias, quién sabe si...
Dejó la frase sin terminar.
Cuando la astronave fue descendiendo
lentamente sobre la parte meridional de los Estados Unidos, y sus tripulantes vieron dibujarse
claramente sobre el desierto de Nevada el inconfundible rectángulo
que marcaba la base K-27, del Ejército norteamericano, tuvieron que
pellizcarse para convencerse de que no soñaban. Horimichi,
pensativo, llamó a un lado a Booth.
—Oiga, Booth... ¿ha pensado usted en la
posibilidad de fenómenos de sugestión telepática a distancia...
hipnosis colectiva... y todas esas cosas?
—¿Cree usted que?...
—No creo nada, Booth, pero es muy raro.
No estamos en la Tierra, de eso todos
estamos más que convencidos.
—¿Y pues?...
—Quizá vemos un reflejo de nuestros propios
recuerdos, algo así como la proyección de nuestros pensamientos
en...
En aquel momento la radio rompió a
hablar.
—Aquí, Base K-27 a astronave Asgard. ¿Por qué no comunican con Base?
Comuniquen.
El capitán Kane se dirigió reposadamente al
transmisor. Oprimiendo un botón, iluminó la pantalla y se colocó
ante ella.
—Aquí astronave Asgard —dijo tranquilamente —comunicando llegada a
Base K-27. Preparen terreno para aterrizaje.
—Listo terreno para aterrizaje —respondió la
Base—. ¿Por qué han vuelto?
En la pantalla iluminada aparecía ahora, de
medio cuerpo para arriba, la imagen de un ceñudo comandante, de
bigotes grises y gorra de plato algo ladeada.
—Es el comandante Roberts —susurró Booth a
Horimichi, como si temiese ser oído—. Cada vez lo entiendo
menos.
El capitán Kane respondió a la pregunta de
Roberts.
—Ha muerto Hopkins, nuestro astrogator, y
hemos perdido el rumbo. Redactaré informe completo luego de
aterrizar. Corto.
El recibimiento tributado a los tripulantes
del Asgard fue más bien frío, lo cual no
les extrañó, pues su regreso no se esperaba hasta dentro de cuatro
meses, y entonces debían hacerlo cargados con la gloria del
descubrimiento de nuevos mundos. Además, la presencia de un cadáver
a bordo complicaba ligeramente las cosas.
Al hallarse entre caras conocidas y en un
ambiente familiar, las extrañas preocupaciones que habían precedido
al aterrizaje se borraron del primer plano de las conciencias de
los cuatro sobrevivientes, y se agazaparon en lo más hondo de su
subconsciente, prestas a salir a la menor provocación. Durante los
primeros momentos, todo cuanto hicieron estuvo teñido por una
ligera aprensión, pero, al menos para Booth, ésta desapareció
totalmente cuando telefoneó a su esposa Margaret desde la Base, y
ésta le respondió, emocionadísima, al saberle de regreso tan
impensadamente.
Cuando Kane hubo rendido su informe y los
forenses hubieron certificado la defunción de Hopkins por la acción
del cianuro potásico, se les permitió salir libremente de la base.
En el informe, Kane se guardó muy bien de manifestar el
desconcierto de todos ante el aspecto desusado del cielo —esto lo
hicieron de común acuerdo—, limitándose a decir que habían
regresado a causa de la muerte de Hopkins.
Aquella noche, Booth se sentó alegremente
con Margaret en la terraza de su casa de Los Angeles, dominando el
mar. Oscurecía. Por oriente se elevaba una luna roja y
enorme.
—Es maravilloso, John, tenerte de nuevo aqui
—dijo Margaret, poniendo un plato de sopa delante de su marido—.
Únicamente lo siento por ese pobre muchacho... por Hopkins. Hacía
sólo un año y medio que se había casado, ¿recuerdas?
—Sí, me acuerdo perfectamente —dijo John,
llevándose una cucharada a la boca. Fue un jueves, ¿verdad?
—Sí, un jueves.
Mientras tomaba una segunda cucharada, Booth
miró distraídamente la Luna, que seguía alzándose lentamente sobre
el horizonte. La tenía a su derecha, y para hablar con Margaret
tuvo que mirar de nuevo hacia la izquierda. Iba a introducirse otra
cucharada de sopa en la boca, cuando se quedó con la cuchara en el
aire y la boca abierta, mirando a un punto lejano.
—¿Qué te pasa, John? —le preguntó
Margaret.
—¿Qué... qué es eso? —dijo Booth, señalando
hacia el Oeste, por encima de los tejados de la ciudad.
—¿Eso? Pues Duna, que está saliendo.
—¿Duna? ¿Qué es Duna? —preguntó estupefacto
Booth, mirando el pálido creciente sobre el que se recortaba una
chimenea.
—¿Qué es Duna? Pero, hombre, ¿qué te pasa?
Mira que preguntar qué es Duna.
Booth se puso en pie. Al hacerlo vertió el
plato de sopa.
—Margaret... yo no me siento bien... ¿verdad
que aquéllo es la Luna? —y señaló hacia oriente.
—Pues claro que aquéllo es la Luna... Y eso
es Duna... el otro satélite gemelo. Siempre ha salido por ahí, pues
gira en sentido contrario a la Luna, como sabes.
Booth se dejó caer sobre la silla,
oprimiéndose la cabeza con ambas manos.
—¡Yo estoy loco, Margaret! ¡Yo estoy
loco!...
Margaret se precipitó solicita hacia él,
abrazándole.
—¡John, qué te pasa, por Dios!
En aquel momento sonó el timbre del teléfono
en el living. Dejando a John, Margaret
corrió hacia allí.
Desde el living
llamó a John.
—John, es el doctor Horimichi. Quiere hablar
contigo. Es algo urgente.
Como un autómata, Booth se levantó y se
dirigió al teléfono.
—Diga... ¿Usted también? —se enderezó y una
llama de esperanza brilló en sus ojos—....Entonces no estoy loco...
Sí, dos lunas... eso es... ¿Que los llama usted?... ¿En su casa?...
Voy inmediatamente.
Colgando el teléfono, salió corriendo a la
terraza.
—Adiós, Margaret... volveré en seguida. No
te preocupes... estoy bien. Estaré en casa de Horimichi.
En casa del menudo japonés ya encontró al
capitán Kane y a Bates. El capitán fumaba su pipa, pensativo.
—Siéntese, Booth —dijo Horimichi —y sírvase
una copa de whisky... ¿o prefiere
scotch?
—Scotch,
gracias... —dijo Booth, distraídamente—. De modo que ustedes
también.
Todos asintieron. Horimichi señaló hacia el
balcón:
—Ahí las
tenemos.
Todos se dirigieron al balcón. En el cielo
brillaban dos hermosas lunas, una llena y la otra en cuarto
creciente.
—Parece que no hay error posible —balbució
Bates—. Y lo peor es que todo el mundo se asombra de que nos
asombremos.
—Sí, y a ésa la
llaman Duna —dijo Kane, señalando con la boquilla de su pipa. Y se
enfrascó en una silenciosa contemplación de las dos lunas, dando
chupadas con aire pensativo.
—¿Usted qué cree, doctor? —preguntó Booth a
Horimichi
El japonés se encogió de hombros.
—No sé. Estoy desconcertado. Pero una cosa
sí puedo asegurarles. No estamos en la Tierra, en nuestra Tierra.
El capitán Kane, vuelto ahora de espaldas al
balcón, hizo un mudo gesto de asentimiento, sin dejar de fumar su
pipa.
—¿En dónde estamos, pues? —preguntó
Booth.
—No sé. Ahí está el enigma... el gran enigma
—respondió Horimichi.
—Sosia —dijo
brevemente Kane.
Todos se volvieron hacia él.
—¿Qué dice usted, capitán? —preguntó
Bates.
—Sosia. Es el
título de una comedia de Plauto. Aunque también serviría Heautontimouromenos... los gemelos. A Shakespeare
le inspiró su famosa Comedia de las
Equivocaciones: Antífolo de Efeso y Antífolo de
Siracusa.
Todos, menos Horimichi, se miraron
consternados.
—Pobre capitán —murmuró Bates —ha perdido el
juicio.
Horimichi sonreía, complacido.
—Muy bien, capitán; puede ser que haya dado
usted en el clavo —dijo—. Aunque Sosia
no es el título de una comedia de Plauto, sino el nombre de un
personaje suyo... el criado de Anfitrión.
—Oh —dijo consternado el capitán—. Es
imperdonable. Lo siento. Aunque también quando que bonus dormitat Homerus.
Horimichi esbozó un gesto de disculpa.
—No importa. Se ha ganado usted con creces
el perdón. —Mirando a Booth y a Bates, dijo—: Señores, el capitán
Kane, aquí presente, nos acaba de exponer en pocas palabras cuál es
nuestra situación.
—¿Eh? —dijo Bates dando un respingo.
—Así es, amigo Bates —dijo Horimichi,
sonriendo—. Ha aventurado la teoría de que, igualmente como existen
hombres y seres gemelos, pueden existir mundos gemelos.
—¿Pero y esa... Duna? —preguntó Bates,
incrédulo.
—Es la peca que sirve para evitar que los
gemelos se confundan en el baño. Desde luego, sabemos algo (aunque
no mucho, lo confieso, y hablo como biólogo) acerca de la formación
de los gemelos humanos. Por lo que se refiere a la formación de los
gemelos estelares, estamos por completo en ayunas. Este puede ser
el primer caso que se presenta para nuestro estudio.
—Le creeré, doctor —dijo impulsivamente
Booth—, si dentro de cuatro meses regresamos con la Asgard.
—Bien —repuso Horimichi, tranquilo —pues
esperaremos nuestro regreso.
Y esperaron.
En los cuatro meses de espera, si bien en lo
externo la vida de los cuatro siguió el cauce acostumbrado, todas
las noches se reunían en case de Horimichi para dar nuevos toques a
la teoría que iban elaborando lentamente, sobre todo gracias a las
aportaciones del capitán Kane —acotaciones casi monosilábicas
muchas veces, pero siempre acertadísimas, mezcladas con enrevesadas
citas de clásicos griegos y latinos —y a los grandes conocimientos
científicos de Horimichi.
En resumen, la teoría de los mundos gemelos
era la siguiente: en la infinita variedad de los mundos estelares,
cada uno de estos mundos estaba repetido hasta en su menor detalle
al menos una vez. La ley de la
probabilidad y lo que se llamaba casualidad se convertía en certeza
matemática, al hallarse elevados sus factores a un potencial
infinito.
—¿Pero... y nuestras esposas? —preguntaba
ingenuamente Bates—. ¿Cómo explican ustedes su existencia?
—El cálculo de probabilidades admite eso y
mucho más —respondía imperturbable Horimichi.
Y prosiguió:
—En esta Tierra
todo es idéntico a la nuestra... todo, salvo dos cosas: la
existencia de una segunda Luna, llamada Duna; y también el aspecto
de las constelaciones. Eso es inequívoco, y demuestra más que nada
que no estamos en nuestro Universo... que hemos cambiado de
Universo. Como consecuencia de estos dos factores, he observado la
presencia de leyendas relativas a Duna en el folklore local, y una
nomenclatura distinta de las constelaciones, si bien muy parecida a
la nuestra. Casi ni vale la pena esperar el regreso de la segunda
Asgard... con nosotros a bordo, para estar seguros. Pero cuando
vuelva la Asgard bis, daré estado
oficial a mi teoría, en una comunicación a la Academia Imperial de
Ciencias de Tokio.
—Darán —corrigió Bates.
—Sí —asintió con una extraña sonrisa
Horimichi—, yo... y el otro Horimichi.
Aunque no sé si le pondré al corriente de ella.
—¡Pero esto es espantoso, doctor Horimichi!
—exclamó Booth—. Imagine lo que sucederá... con mi mujer, por ejemplo.
—Tendrá que cedérsela al otro Booth —dijo
Horimichi—. Le corresponde más que a usted.
—¡Pero es Margaret! —exclamó Booth.
—Sí... es Margaret. Pero en la Tierra (en la
auténtica Tierra) hay otra Margaret... la de usted. A esa hay que
volver... y volveremos. ¿No es verdad, capitán?
Kane asintió en silencio, sin dejar de
fumar.
—¿O es que se habían figurado ustedes que yo
pensaba realmente presentar mi comunicación a la Academia Imperial
de Ciencias de aquí? —dijo Horimichi
sonriendo, y con una lucecita maliciosa en sus ojos.
El día señalado para el regreso del Asgard,
Kane, Horimichi, Bates y Booth estaban sentados en la Base,
conversando con el comandante Roberts en el despacho de éste.
—Sí, hoy tenían que regresar ustedes —dijo
Roberts—. Exactamente dentro de media hora.
—En efecto —asintió Kane con estudiada
indiferencia—. Así hubiera sido, en efecto.
—¿Y a qué han venido? —preguntó Roberts,
burlón—¿A presenciar su llegada tal vez?
—Está usted más cerca de la verdad de lo que
se imagina, comandante —respondió Horimichi.
—Somos unos románticos —dijo Kane,
distraído.
—Oiga, capitán —le dijo Roberts —ayer estuvo
aquí el coronel Leprevost, y dijo que el Mando piensa ponerle a
usted de nuevo en la línea Tierra-Marte.
—¿Ah, sí? —dijo Kane, sin abandonar su
actitud negligente.
—Sí, señor. Y no creo que le vuelvan a
confiar una nave estelar, después de su fracaso con la Asgard.
—No fue culpa mía —contestó fríamente Kane—.
Y le advierto que pienso solicitar que se me conceda una nueva
oportunidad.
En aquel momento zumbó el teléfono interior
que había sobre la mesa del comandante Roberts.
—«Comandante Roberts, le llaman del Estado
Mayor. Urgente.»
—Con su permiso —dijo Roberts—. Es una
consulta breve. No tardaré. Ustedes sigan aquí, si quieren... aún
tendré tiempo de darles la bienvenida.
Y sonriendo irónicamente, Roberts se
marchó.
—Es extraño —dijo Bates, consultando su
reloj —faltan diecisiete minutos y aún no se ha recibido ningún
mensaje. Debíamos haber comunicado hace
tres minutos.
Y señaló hacia la pantalla televisora,
completa mente silenciosa y oscura.
Booth se agitó en su silla,
intranquilo.
—¿Ha dicho que quieren mandarle a Marte,
capitán?
Este asintió.
—¿De modo que incluso los planetas...? Esto
no se me había ocurrido. Ya van siendo demasiadas
coincidencias.
Kane levantó la mano derecha.
—Alto ahí. Por el contrario, es una prueba
más en favor de nuestra teoría. He estado hablando con varios
pilotos, y he sabido que, además de las líneas regulares a Luna,
Duna, Marte, Venus, los asteroides y los satélites de Júpiter y
Saturno, acaban de inaugurarse viajes regulares a Proción.
—¿Proción? —dijo Booth.
—Eso mismo... un planeta cuya órbita está
situada entre las de Júpiter y Saturno.
—Nuestro mellizo tiene más lunares de los
que nos figurábamos —dijo Horimichi.
—La Asgard no
viene, señor —dijo Bates—. Ya tendría que haber aterrizado.
—Desde luego Algo le habrá sucedido.
—¿No es eso un golpe a su teoría, Doctor?
—preguntó Booth a Horimichi.
—En absoluto Hasta cierto punto la
confirma.
Entonces zumbó el teléfono de la mesa.
«Aquí Roberts Lo siento, pero me retendrán
aquí algún tiempo. Si lo desean pueden marcharse. Buenas
tardes.»
—Vámonos, amigos —dijo Kane, levantándose
perezosamente.
A los pocos momentos, los cuatro se elevaban
en el cóptero de Booth. Volaron pensativos algún tiempo, sumidos
cada cual en sus propias cavilaciones. De pronto Bates dijo:
—Es que... francamente, me cuesta creerlo.
Mi mujer es mi mujer, de carne y hueso. Ahí no hay engaño.
—La mía también es de carne y hueso —murmuró
Booth, sin volverse, desde el puesto del piloto.
Horimichi, sentado atrás al lado del capitán
Kane, sonrió.
—Pero no son las suyas, amigos; no son las
suyas. ¡Imagínense que hubiesen vuelto... los
otros!
—¿Pero qué les puede haber sucedido?
—preguntó Booth.
—No sé —dijo Horimichi —aunque, si llevamos
nuestra teoría hasta sus últimas consecuencias, ahora tienen que
estar ocupando nuestro lugar en la Tierra... con sus mujeres,
amigos.
—¡Esto no es posible!
—Quién sabe... Pueden haber caído a nuestro Universo, tal como nosotros hemos
caído al suyo. Aunque tal vez hayan
muerto. Quién sabe. De lo que no hay duda, repito, es que no
estamos en nuestra Tierra. Para convencerse, basta con asomarse por
la noche a una ventana y mirar al cielo.
—Desde luego... —asintió Booth, pensativo—.
En ese caso, se impone el regreso. Y por
mi parte, me será imposible seguir conviviendo con una mujer que no
es la mía.
—Hombre —dijo Bates, con expresión de duda—,
al fin y al cabo, está tan perfectamente imitada que... Y uno no va
a estarse siempre mano sobre mano.
—Pero no puede ser, Bates; comprenda que no
es moral. Sí, hay que volver. ¿Qué opina usted, capitán?
—Ya lo han oído; el Mando no confía en mí. Y
luego de haber fallado hoy la que creíamos que sería la prueba
decisiva. . Pero en fin, confiemos.
—Volveremos —dijo Horimichi—. Y, entre
tanto, déjense todos de escrúpulos morales. La situación es tan
extraordinaria, que está más allá de toda lógica. Su mujer no le
comprendería, Booth, por más que tratara de explicárselo. Usted
insista, capitán, y volverán a concederle el mando de la Asgard. Por lo que a mí respecta, ya les dije que
sólo presentaré mi comunicación a la Academia Imperial de Ciencias
auténtica.
Y el menudo japonés se arrellanó en su
asiento, convirtiéndose en una brillante calva y unas enormes gafas
de carey (sintético).
Los turborreactores y los tres motores del
cóptero de Booth seguían zumbando regularmente mientras volaban en
silencio, enfrascados en sus propios pensamientos. En el horizonte,
a ambos lados de la vasta superficie del planeta, empezaban a
alzarse las dos lunas gemelas, Luna y Duna.
1Autor de la obra Astronaves sobre la Tierra, Ed. Oromí Barcelona,
1954. Presidente y fundador, conmigo, del «Centro de Estudios
Interplanetarios» (Apartado de Correos 1015, Barcelona).
2La observación que sigue —de la que
únicamente se han cambiado nombres y fechas —es rigurosamente
auténtica y fue publicada por «L'Alsace» el 9 − 10 − 1954. siendo
reproducida por Jimmy Guieu en su obra Black
Out sur les Soucoupes Volantes pág. 147. Ed. Fleuve Noir,
París, 1957. Jimmy Guieu es el jefe de los Servicios de Encuesta de
la Comisión Internacional de Encuesta OURANOS. (N. del A.)