Capítulo primero: EL CAMBIAZO

 

DEBO pedir perdón al lector por principiar una obra de carácter tan serio, grave y trascendental como ésta con el relato de hechos de una innegable comicidad. La Historia, sin embargo, tiene sus paradojas, y «ellos» resultaron ser, en más de un aspecto, unos verdaderos humoristas. Cuando se decidieron a intervenir, no lo hicieron de una manera truculenta, al estilo de los marcianos de Wells o los marcianos de ficción que yo mismo creé en mi obra «El Gran Poder del Espacio», sino que empezaron gastándonos bromas, tomándonos el pelo, en una palabra.
En realidad, si no fuese por el soldado de primera clase Johnny Brown, un vulgarísimo norteamericano medio que hasta aquel instante había llevado una existencia de lo más corriente, no sabríamos nada de «ellos». Lo poco que sabemos se lo debemos a Brown... y aún sigue habiendo quien no lo cree del todo y le confunde con un Adamski cualquiera. Pero yo le creo, pues su caso es muy distinto del de Adamski, y no se entrevistó, como éste, con un hipotético venusiano descendido de un platillo volante, sino que... Aunque antes hubo casos muy curiosos y reveladores, como por ejemplo el del impresionable Monsieur Pflim... Y como para muestra basta un botón, escogeremos éste, para empezar.

 

El gendarme tomó las dos hojas mecanografiadas, se sentó detrás de su mesa y sacó unas gafas del bolsillo superior de su guerrera para ajustarías sobre su nariz.
En la comisaría se hallaban únicamente otros dos gendarmes y Monsieur Rene Pflim, digno funcionario de los ferrocarriles franceses, hombre joven aún pero que gozaba de una gran reputación de seriedad entre sus jefes. En aquellos momentos aparecía visiblemente nervioso y se mantenía de pie, dando vueltas a la gorra.
—¿Es que van a retenerme todavía mucho tiempo, señor gendarme? —preguntó—. Mi mujer me espera para comer.
—¿No quiere usted que le leamos su propia declaración antes de firmarla?
—Hombre, verá...
—Es lo que se acostumbra a hacer. Siéntese, por favor.
Monsieur Rene Pflim lanzó un suspiro y, resignado a lo inevitable, tomó asiento en una silla próxima. En su fuero interno se maldecía por haber ido con aquel cuento a los gendarmes². Preveía que, a partir de entonces, ya nadie le quitaría el sambenito de chiflado en toda Alsacia, y en particular en Berentzwiller. Más le hubiera valido callarse, y no contar a nadie, y menos a los gendarmes, lo que había tenido la mala suerte de ver.
El gendarme carraspeó, miró a Pflim por encima de las gafas, y se dispuso a empezar su lectura.. También, en su fuero interno, maldecía a aquel chiflado que les había tenido ocupados toda la mañana con su absurda declaración y el procés verbal consiguiente.
—¿Empezamos?
Monsieur Pflim hizo un gesto afirmativo. Con voz campanuda, el gendarme leyó:
—«Yo, Rene Pflim, de 35 años de edad, casado y con domicilio en Berentzwiller, funcionario de segunda clase de la S. N. C. F., bajo mi completa responsabilidad y en pleno uso de mis facultades mentales —el gendarme dirigió una significativa mirada de soslayo a sus dos colegas, sentados en el fondo de la pieza —DECLARO: que con fecha de hoy, y aproximadamente a las 5,30 de la madrugada, yo salía de mi domicilio de Berentzwiller para dirigirme, como todas las mañanas, a Altkirch, donde tomo el tren para Mulhouse. Iba montado en mi scooter cuando, a la salida del poblado en dirección a Jettingen, a unos 3 metros a la izquierda de la carretera D. 16, en un prado, distinguí claramente a la luz de mi faro, un aparato en forma de disco o de seta. Medía unos tres metros de alto por unos cinco o seis de ancho y era redondeado en la parte superior, formando como una cúpula en la cual se abría una puerta que daba al interior, de una altura de 1,50 metros y una anchura de unos 60 centímetros.»
El gendarme carraspeó y prosiguió la lectura con voz de aburrimiento:
—«El pánico se apoderó de mí y aceleré, pero apenas había recorrido cincuenta metros cuando por detrás me alcanzó el resplandor de un poderoso faro, cuya luz blanca iluminaba perfectamente hasta doscientos metros. Pocos segundos más tarde, vi levantarse de repente ante mí, a unos tres metros de distancia y a unos seis metros por encima de la carretera, un aparato de forma cónica cuyo brillo tornasolado me cegaba, iluminándome al propio tiempo como en pleno día. Instintivamente, puse el faro de mi scooter en cruce. En el momento en que me alcanzó, oí claramente el susurro del aparato. Este me precedió a partir de entonces, siempre a la misma distancia y a la misma altura y de esta manera ambos recorrimos muchos centenares de metros, hasta llegar a las primeras casas de Jettingen.
»Una vez allí, me detuve, pues me sentía más tranquilizado. Fue en aquel momento cuando el disco luminoso ascendió verticalmente y a una velocidad alucinante tras las primeras casas de Jettingen, para desaparecer rápidamente en el cielo. No oí absolutamente el menor sonido, aunque es posible que yo nada oyese por tener en marcha el motor de mi scooter y el casco puesta En ningún instante percibí hombres o seres vivientes alrededor del aparato o dentro del mismo, ni siquiera sombras fugaces. El disco era opaco cuando se encontraba al lado de la carretera y completamente luminoso, cegador casi, cuando me precedía a seis metros del suelo.
»Berentzwiller, a 17 de agosto de 1960.»
El gendarme dejó las hojas sobre la mesa.
—¿No tiene nada más que añadir a lo dicho? —preguntó el gendarme con voz monótona.
—No, nada más —respondió Monsieur Pflim. ¿Puedo irme ya?
—Sí, puede irse.
Monsieur Pflim partió hacia la puerta como alma que lleva el diablo.
—¡Eh, espere! Tiene que firmar la declaración.
Monsieur Pflim volvió sobre sus pasos, tomó la pluma que le tendía el gendarme, garrapateó «Rene Pflim» al pie de la página, hizo una preciosa rúbrica y dos borrones, y salió corriendo.
Los gendarmes se miraron significativamente, y uno de ellos se llevó el índice a la sien, haciéndolo girar de adelante atrás y de atrás adelante. Luego volvió a enfrascarse en la lectura de la página deportiva de L'Alsace, donde se describían con gran lujo de detalle los partidos de fútbol celebrados la víspera, que era domingo.
De este modo ciegan los dioses a los que quieren perder. Porque este caso no era único, sino uno entre centenares, entre millares quizás. Pero pasemos a relatar lo que le sucedió al soldado de primera clase Johnny Brown, pues aunque ambos casos puedan parecer dispares, habrá entre ambos una oculta y profunda correspondencia...

 

La mañana del 8 de agosto de 1960, un innegable nerviosismo dominaba los altos mandos de la Marina norteamericana. Ahí es nada: aquél era el día previsto para el lanzamiento del cohete «Super-Vanguard» de tres etapas, que debía situar en órbita, a dos mil kilómetros sobre la superficie terrestre, a un satélite artificial que pesaría una tonelada y media. Con ello se intentaba contrarrestar la abrumadora ventaja que les llevaban los rusos, cuatro satélites de los cuales se paseaban en torno a nuestro planeta, amén de los dos primeros, que al parecer se habían desintegrado ya. El segundo «Sputnik» ruso, como se recordará, contenía a la perra esquimal Troika, que pereció por causas aún no bien conocidas, cosa de seis días después del lanzamiento del satélite. Éste permaneció luego invisible por espacio de un mes, para reaparecer poco antes de su muerte, según comunicaron los astrónomos ingleses de Jodrell Bank, poseedores del mayor radiotelescopio del mundo. Noticias contradictorias de su caída fueron publicadas en la prensa mundial varios días después; y digo contradictorias, porque al parecer se le vio caer casi simultáneamente en sitios tan alejados entre sí como la costa de Noruega, las Antillas y el Golfo Pérsico. El lanzamiento que iba a efectuar la Marina norteamericana, el que hacía el número setenta y dos de su serie —formada casi toda ella por fracasos —era trascendental, porque, caso de salir bien, situaría a un ser humano en órbita alrededor de la Tierra. El «Super-Vanguard», en efecto, estaba tripulado... pero no por un perro, como el segundo Sputnik ruso, sino por un hombre, el marine Johnny Brown, elegido tras minuciosísimas pruebas entre los doscientos voluntarios que se presentaron. Una de las cualidades que confirieron el triunfo a Brown fue su extraordinaria flema. Era un hombre que no se inmutaba por nada, de nervios de acero y sangre tan fría que casi era helada. En una ocasión cayó una avioneta particular a seis metros de donde él se encontraba, produciendo un choque aterrador, incendiándose y pereciendo carbonizados sus ocupantes. Esto, que hubiera causado una tremenda impresión en un ser humano cualquiera, dejó a Johnny más fresco que una lechuga. Se limpió con la mano el polvo que le había caído encima como consecuencia del tremendo impacto, y luego se fue tranquilamente a buscar un cubo de agua, «para ver si podía hacer algo». Luego dijo, a los que le interrogaron asombrados, que si el avión le hubiese caído encima, la cosa ya no hubiera tenido remedio, pero, que al caer a cierta distancia y no hacerle nada, no había porqué alarmarse. Johnny era así.
Johnny medía un metro sesenta y cinco de estatura y pesaba sesenta kilos. Esto también influyó en su elección. Además, era muy delgado pero de una musculatura de acero. Su cara redonda y rubicunda tenía una expresión inocente y cándida, aumentada por sus ojos azul claro y su nariz respingona y algo pecosa. Su cabello, como correspondía, era rubio pajizo. En cuanto a sus gustos particulares, su pasión era la pesca con caña en los arroyos de montaña. Contaba veintitrés años y no se le conocía novia, siendo notable su indiferencia ante el bello sexo. Sus reflejos eran rapidísimos, su estado de salud perfecto y su corazón era una potente bomba aspirante-impelente, que distribuía la sangre en pulsaciones lentas y regulares por su joven organismo.
Estas y otras muchas cosas fueron las que averiguaron los médicos y los psiquíatras de la Armada después de medir, pesar, analizar, radiografiar y psicoanalizar cuidadosamente a Johnny. La prueba final consistió en encerrarle durante una semana en una cabina hermética, que reproducía en todo la cabina del satélite, y donde fue sometido a diversas pruebas. Se principió por centrifugarlo a espantosa velocidad, haciéndole soportar aceleraciones de hasta 11 G. Luego se le frenó bruscamente, se hizo caer a la cabina desde un segundo piso sobre una superficie acolchada, se la sometió a temperaturas elevadísimas y luego a fríos polares, se la sacudió durante siete horas seguidas y luego se la hizo vibrar hasta casi desintegrarla. Por último fue radiactivada.
Entre tanto, Johnny permanecía encerrado en su interior, ingiriendo alimentos líquidos y mascando bebidas sólidas. Terminadas las pruebas, se abrió la cabina para sacar a Johnny o lo que quedase de éste después de siete días de encierro. Ante el asombro de todos, Johnny apareció tranquilo e imperturbable, mascando chicle y preguntando si ya habían empezado de verdad las pruebas.
Después de esto, se le eligió por unanimidad; (Varios de sus predecesores aún permanecían en el hospital; tres estaban en una casa de salud, y uno en el cementerio, y no precisamente de visita.)
El 7 de agosto, la Armada difundió el siguiente comunicado:
«Mañana, 8 de agosto de 1960, la Navy lanzará al espacio su primer satélite tripulado. No nos gusta que se paseen satélites de potencias extranjeras sobre nuestras cabezas. El territorio de los Estados Unidos es el de una nación libre y soberana. No estamos dispuestos a soportar desafíos para nuestra seguridad nacional. Los satélites artificiales pueden constituir graves amenazas para la paz y seguridad, y no estamos dispuestos a dejarnos vencer en esta carrera bélica. No creemos en la Ciencia pura, y creemos que los demás tampoco creen en ella. No cejaremos hasta alcanzar el equilibrio técnico indispensable en las fronteras del espacio exterior. El «Super-Vanguard» que mañana se elevará desde el terreno de pruebas del Cabo Cañaveral, es un cohete gigante en tres etapas, en cuyo morro, que luego será el satélite artificial propiamente dicho, se alojará el soldado de primera clase Johnny O. Brown, que ha resultado seleccionado para este honroso cometido. El cohete, después de describir varias vueltas en torno a la Tierra, a lo largo de una órbita cuyo apogeo se hallará a dos mil doscientos kilómetros de altura y su perigeo a doscientos, descenderá a las capas inferiores de la atmósfera aproximadamente a los siete días después de su lanzamiento. El roce con las capas atmosféricas actuará como un suave frenado, y en el momento oportuno se desplegarán varios paracaídas, que terminarán de frenar su caída y lo harán descender suavemente. Esperamos que Johnny O. Brown resista felizmente la prueba. En ese caso, será el primer «hombre del espacio», y la Historia tendrá un lugar distinguido para él. Tanto Brown como los aparatos de medición de a bordo podrán proporcionar valiosos datos científicos.»
Entre tanto, el Ejército estaba a la expectativa, en espera de asistir al fracaso número setenta y tres de la Navy, frotándose de antemano las manos y preparándose para lanzar su «Viking» tripulado por «una forma de vida» (probablemente, colibacilos y neumococos). Pero esta vez, el disparo salió bien, y el satélite con su pasajero se colocó perfectamente en órbita, empezando a girar alrededor de la Tierra como una Luna en miniatura. Unos astrónomos australianos comunicaron haber observado «un cuerpo brillante, que parecía preceder al satélite a unos 700 kilómetros de distancia». (Idénticas observaciones se habían hecho para el segundo Sputnik soviético.) Pero aparte de esto, nada sucedió. Los aparatos de a bordo funcionaban perfectamente, transmitiendo a la Tierra, por la emisora del satélite, datos sobre los rayos cósmicos, temperatura, densidad de la ínfima atmósfera que atravesaba en el perigeo, impactos meteóricos, etc., así como otros datos sobre el estado de salud de Johnny, número de pulsaciones de su corazón, tensión arterial, y otros igualmente importantes. Al parecer, Johnny se encontraba perfectamente... hasta el quinto día, dos antes de su previsto aterrizaje, en que de pronto se dejaron de recibir datos del satélite. Los aficionados de radio de todo el mundo dejaron de percibir el familiar Bip, bip, bip, y un silencio sepulcral se extendió sobre el satélite y su ocupante.
En algunos periódicos aparecieron tímidos artículos de protesta porque se hubiese enviado a un hombre a aquellas alturas. Sin embargo, después del histérico guirigay que armaron las sociedades protectoras de animales cuando los rusos lanzaron a la perra Troika, aquellas protestas apenas hallaban el menor eco. La suerte de un ser humano no interesaba al mundo como interesó la suerte de una perra. Como las únicas que hubieran podido armar revuelo hubieran sido las Sociedades Protectoras de Animales y Plantas, y Johnny no era ninguna de ambas cosas, su hipotética suerte no conmovió a los sectores sensibles de la población como hubiera sucedido caso de ser Johnny un pequinés, por ejemplo.
Así llegó el día previsto para el aterrizaje y recuperación del morro del cohete con su tripulante. Los técnicos que lanzaron el «Super-Vanguard» calcularon una órbita muy excéntrica, para que el frenado en su perigeo fuese mucho mayor, y la estancia en el espacio se redujese considerablemente. Se había calculado que el satélite caería en algún lugar del Atlántico meridional, poco más o menos a la altura de la Argentina, en un amplio cuadrado de unas doscientas millas de lado. El día fijado, docenas de barcos de la US Navy patrullaban por dicha zona, y desde el puente de todos ellos se escrutaba ansiosamente el cielo. A las 11,16, tres barcos que patrullaban en las proximidades de la solitaria isla de Tristán de Acunha, vieron claramente una bola de fuego que cruzaba el cielo, muy baja, hacia el oeste, en una dirección general noroeste-sudeste. Por los cálculos, correspondía a la ruta que debía seguir el satélite en su caída. Los barcos comunicaron por radio al resto de la flota lo que habían observado. El USS «Thunder», un dragaminas que se encontraba ochenta y siete millas más al oeste, vio cruzar casi por encima de su cabeza la bola de fuego, a las once y diecisiete.
Pero fue «USS «Minnesota», un crucero, quien vio caer realmente el objeto. Patrullando bastantes millas más al sur a las 11,20, este barco comunicó haber observado «un objeto blanco que parecía estar suspendido en el cielo». Examinado con ayuda de potentes instrumentos ópticos, resultó ser un gran paracaídas que descendía lentamente, y del cual pendía un objeto negro fusiforme. Era sin ningún género de dudas el satélite y su sistema de paracaídas, que había funcionado perfectamente después que aquél sufrió el frenado atmosférico, durante el cual sus paredes, revestidas de una cerámica especial capaz de soportar elevadísimas temperaturas, se pusieron al rojo vivo.
El día era radiante, el mar estaba azul y tranquilo y la recuperación de la cápsula fue un juego de niños para los marineros del «Minnesota». Cuando el satélite fue izado a bordo por medio de una grúa, la emoción de todos era indescriptible. ¿Viviría aún el pobre Johnny? Sobre todo, entre los dos centenares de marines que transportaba el «Minnesota», la emoción llegó a extremos indecibles. Algunos no podían contener el llanto. Otros miraban el satélite, con los ojos muy abiertos, mientras dos técnicos procedían a la apertura de la escotilla, de acuerdo con las instrucciones que —todos los barcos llevaban a bordo. Tras un cuarto de hora de ímprobos trabajos, la escotilla se abrió... y por el negro orificio saltó al exterior, meneando alegremente la cola y lanzando gozosos ladridos, una perra esquimal...
He aquí algunos de los titulares que aquella noche publicó la prensa mundial:
¡LA PERRA «TROIKA» NO HA MUERTO! SALIÓ, VIVITA Y COLEANDO, DEL INTERIOR DEL SATÉLITE AMERICANO.
¿QUE HA PASADO CON JOHNNY O. BROWN?
EL HECHO MAS INEXPLICABLE DE TODOS LOS SIGLOS: «ALGUIEN» CAMBIO A JOHNNY POR «TROIKA».
DESPUÉS DE HABERLA DADO OFICIALMENTE POR MUERTA, TROIKA REAPARECE.
LOS SABIOS SOVIÉTICOS GUARDAN SILENCIO.
UN PORTAVOZ DEL KREMLIN DICE QUE SE TRATA DE UNA MANIOBRA PROPAGANDÍSTICA DE LOS IMPERIALISTAS.

 

Etcétera, etc.
Pero Johnny había desaparecido. Esta era la verdad. ¿Dónde estaba? Esto es lo que se verá en el próximo capítulo.