Capítulo VI: LOS URANIDAS

 

JOHNNY se precipitó hacia la yacente Chantal y la tomó en brazos, para colocarla tendida sobre el lecho. Una oleada de ternura por aquel cuerpo desvalido le invadió, su experiencia con las truchas no le había revelado a Johnny que aquello era, pura y simplemente, amor en estado bruto, amor tan inocente, cándido y completo como el que experimentó Adán por nuestra madre Eva. Johnny aún no lo sabía, entonces, pero no había de tardar en darse cuenta de ello.
Lleno de desesperación, contempló el semblante apacible de la joven, que parecía dormir. Acercando su casco transparente a la cara do Chantal, escrutó ansiosamente su expresión. Y de pronto advirtió que la superficie esférica de su casco se empañaba regularmente, frente a los labios de Chantal. ¡La joven vivía! ¡Respiraba! Una voz resonó a sus espaldas, apagada por el video:
—Está únicamente aletargada, Johnny. No te inquietes por su estado. Está inconsciente, como los demás miembros de la base, supongo. Vamos a verlo.
Dejando a la joven tendida en el lecho, Johnny siguió a Muir. Era la primera vez que visitaba la base espacial, cuya circunferencia exterior medía más de un kilómetro. En distintas dependencias, Johnny vio a hombres iguales al doctor Muir, tendidos inertes por el suelo Algunos yacían ante complicados y extraños aparatos brillantes, cuyo uso Johnny no fue capaz de adivinar. La narcosis los sorprendió entregados a las más diversas tareas. En una sala, Johnny vio a seis hombres de bruces sobre una enorme tarima, en la-que se alineaban unos objetos oblongos de color negro mate, provistos de pequeñas antenas. Lo más parecido a algo terrestre fue una sala, que a Johnny recordó vagamente la torre de control de un aeropuerto, por las pantallas y cuadros de mando que vio en ella. En varios dormitorios, encontraron a hombres tendidos en el lecho, sorprendidos al parecer cuando descansaban. Por lo visto, Chantal era la única mujer que se encontraba en la base. Johnny calculó que habría en ella como un centenar de individuos. No fue capaz de identificar a los dos extraterrestres que ya conocía, además de Muir, por parecerse todos entre ellos y llevar el mismo indumento negro. Por parte alguna apareció el profesor Semenov.
—Han hecho dos cosas, Johnny —dijo Muir, cuando ambos se detuvieron, terminada la inspección de la base. Muir llevó durante todo aquel tiempo un tubo brillante, que tomó del interior de la nave de exploración, y que entonces dejó sobre una mesa—. Primero, se han cubierto de una pantalla protectora, que ha absorbido las ondas de nuestro radar—te digo radar para que me entiendas, Johnny, pero no lo es exactamente. Luego, han inyectado un narcótico al interior de la base, para penetrar en ella con toda impunidad y raptar al profesor Semenov. Pues has de saber que era al profesor a quien buscaban.
—¿Por qué precisamente al profesor?
—Seria muy largo de contar ahora, Johnny. Te diré únicamente que a los djinni les interesa también la Tierra, pero sus propósitos son muy distintos de los nuestros. Ellos quieren, simplemente, convertirla en una colonia suya y hacer de los humanos sus esclavos... en el mejor de los casos. Nuestros fines son muy distintos, y a su debido tiempo se sabrán. Puedo adelantarte, sin embargo, que no nos hallamos animados de las menores ansias de conquista y que sólo deseamos el bien de la Humanidad... que por desgracia ha tomado un sendero equivocado, que puede acarrearle funestos males.
—¿Pero, qué tiene que ver con esta lucha cósmica el profesor Semenov?
—El profesor Semenov constituye una baza importantísima en este juego. Su presencia aquí, como sabrás, no es casual, sino que responde a un plan preconcebido. A su debido tiempo, el profesor Semenov, con todo su enorme prestigio científico y moral, se podría convertir en nuestro... emisario, legado o como quieras llamarle. De ahí el interés de los djinni por arrebatárnoslo. Saben que nosotros sólo apelamos a la violencia en el último extremo, cuando nos vemos obligados a defender nuestras vidas. Para nosotros, incluso la existencia de un djinn es preciosa. En realidad, ellos no son malos. Son únicamente distintos y no nos comprenden ni os comprenden a vosotros. Para ellos, somos una forma de vida molesta y repugnante, que hay que apartar de su camino. Y este camino, ahora, por una serie de causas históricas e incluso cósmicas que sería largo enumerar, son los planetas interiores, o sea los que se encuentran rodeados por el cinturón de asteroides.
—Pero esto puede significar una guerra interplanetaria —observó Johnny.
—De momento, no. Los djinni no son todopoderosos. Por ahora se limitan a tantear nuestras fuerzas, pues en el fondo temen nuestra superioridad técnica.
—¿Sois superiores a ellos?
—Todo cuanto saben y poseen se lo enseñamos y se lo dimos nosotros. ¿Comprendes? Es un caso de desagradecimiento fabuloso; es el perro que muerde la mano que lo alimentó. Para nosotros constituyó una severa lección, que de ahora en adelante nos hace desconfiar de todas las razas no humanoides. —Muir hizo una pausa—. Pero no perdamos tiempo hablando. Vamos a poner en funcionamiento los purificadores de aire de la base, que en pocos minutos limpiarán su atmósfera del gas narcótico.
La conversación sostenida a través de los videos había resultado algo engorrosa para Johnny, quien tenía que aguzar mucho el oído para oír las palabras que pronunciaba Muir. Sin embargo, tuvo que hacer un esfuerzo para no continuar haciendo más preguntas y seguirle. Empezaba a comprender algo de las finalidades ocultas de aquellos hombres del espacio. Muy vagamente, entreveía las líneas de una grandiosa política interestelar y de una acción noble y caballeresca, junto a la cual las mezquinas rivalidades políticas y nacionales de la Tierra parecían disensiones entre diversas bandas de golfillos mal educados.
Muir avanzó con paso rápido y elástico por el corredor tubular exterior y se detuvo ante un gran cuadro de mandos del que emergían diversas palancas. Accionó varias de ellas y, aun a través del casco, Johnny pudo oír un bordoneo continuado. Ambos permanecieron a la expectativa ante el cuadro, hasta que transcurrido cierto tiempo, se encendió una luz verde en lo alto del mismo. Entonces Muir se quitó con ambas manos el casco esférico transparente, levantándolo sobre su cabeza. Johnny hizo lo propio. Inmediatamente percibió de nuevo el familiar olor a ozono, que el primer día de su estancia allí le hizo pensar en una clínica. Todo rastro del espantoso hedor había desaparecido. Del fondo del corredor les llegaron voces. Un grupo de hombres vestidos de negro pareció descender hacia ellos por la larguísima rampa tubular. El que iba a su frente se acercó a Muir. Su rostro reflejaba preocupación.
—¿Qué ha pasado, Muir? ¿Han sido ellos? —En efecto, Altios; han utilizado el raszwill para cubrirse. Creía que nuestras entregas se terminaban con el anticampo.
—Pero hubo aquel grupo apresado, ¿recuerdas? Los que fueron a Plutón.
—¡Ah, claro! Entonces, fueron los djinni sus captores, no seres ajenos al Sistema, como se dijo entonces.
—A la vista está, Muir. ¿Cómo se explica si no que no los hayamos detectado?
Johnny escuchaba maravillado esta conversación, que se sostenía en un correctísimo inglés. La corrección de aquellos hombres era tan grande, que consideraban una indelicadeza hablar en su lengua ante un extranjero. Este era uno sólo de los innumerables y bellos rasgos que adornaban su carácter, y que Johnny había de ir descubriendo en el transcurso del tiempo, para terminar sintiendo verdadera veneración por aquellos nobles caballeros errantes del Cosmos, que perseguían siempre los fines más elevados y altruistas en sus empresas.
A los pocos instantes se celebraba consejo en una sala de la Base. Johnny, muy colorado y confuso, se sentaba en un escabel al lado de Chantal.
—¿De modo que fuiste tú quien me encontró desvanecida? —preguntó Chantal a Johnny.
Éste asintió en silencio.
—Tiene gracia. ¿No te diste cuenta de las dos tazas de café preparadas?
—No.
—Estaba esperando que llegases de un momento a otro, cuando de repente me dio mareo, y apenas tuve tiempo de llegar hasta la cama. No recuerdo nada más.
Muir se hallaba deliberando con varios compañeros suyos en un extremo de la sala. Levantándose, se acercó a los dos jóvenes.
—¿Estaríais dispuestos a realizar un viajecito conmigo? —les preguntó.
Chantal y Johnny se miraron. La joven contestó:
—Por mí no hay inconveniente. ¿Y tú, Johnny? —¿Adonde iríamos? —preguntó éste.
Muir los contemplaba afablemente,
—En primer lugar, a la Luna.
Los ojos de Johnny se abrieron desmesuradamente. Muir prosiguió:
—Una vez allí, y a la vista de los informes de que dispongamos, veremos qué curso de acción vamos a seguir. Se trata del profesor Semenov, muchachos. Su vida está en juego. Es probable que de momento los djinni lo hayan respetado. Para ellos viene a ser algo así como un precioso rehén, con el que pueden intentar negociar. Su técnica les permite disponer un lugar habitable para el profesor a bordo de sus astronaves. En la Luna sabremos qué rumbo ha tomado la nave que lo lleva prisionero. Disponen allí de aparatos mucho más potentes que los que tenemos aquí en la Base.
—¿Tienen también bases en la Luna? —preguntó Johnny, muy interesado.
Muir sonrió.
—¡Cómo no íbamos a tenerlas! La Luna, por sí misma, ya es una magnífica base natural. Sólo hemos tenido que habilitar algunos de sus cráteres más pequeños, como tendrás ocasión de ver—. Hizo una pausa y prosiguió: —Iremos en este viaje únicamente Chantal, tú, Olkios, a quien ya conoces, y yo, en una de nuestras naves interplanetarias, pues para un viaje a esa distancia las navecillas exploradoras no sirven. Vamos, no hay tiempo que perder.
A los pocos momentos los cuatro se hallaban en el hangar o depósito de navecillas exploradoras, donde, a indicación de Muir, Chantal y Johnny se pusieron un videoscafo y unos guaníes ajustadísimos. Luego Muir les indicó la pared por donde salió antes la navecilla.
—Por aquí. Vamos. La nave que ha de llevarnos ya ha sido advertida y nos aguarda.
Johnny tragó saliva y miró con recelo la pared de energía pura.
—¿No... nos caeremos al vacío, doctor Muir? Además, ahí fuera debe de hacer un frío espantoso.
Muir sonrió dentro de su videoscafo transparente.
—En primer lugar, no puedes caerte porque ahí fuera no hay arriba ni abajo. Y si algo te atrae, será precisamente la Base. En segundo lugar, el traje que llevas te protegerá completamente, aunque a ti te parezca imposible. Mira, yo iré delante, tú no te separes de mí.
Uniendo la acción a la palabra, Muir avanzó hacia la pared. Johnny miró a Chantal. Ésta le sonreía dentro del globo transparente.
—No temas, Johnny —dijo—. Yo ya he ido dos veces. Es muy divertido... aunque al principio asusta un poco.
—¡Haberlo dicho antes! —pensó Johnny—. ¡Me hubiera evitado hacer el ridículo y pasar por miedoso!—Y echó a andar resueltamente detrás de Muir, que se había detenido a esperarle junto a la pared en compañía de Olkios. Los cuatro atravesaron casi simultáneamente el muro de energía-para encontrarse acto seguido flotando en el vacío exterior, junto a la inmensa rueda que era la Base espacial extraterrestre. Con sorpresa, Johnny observó la presencia en las proximidades de un enorme disco obscuro, con una protuberancia central en forma de cúpula y otro abultamiento tubular que lo rodeaba a la mitad de su diámetro, el cual era muy considerable: setenta u ochenta metros, calculó Johnny.
El muchacho buscó con su mano la de Chantal, que estaba a su lado, y la oprimió fuertemente. Sus ojos también se buscaron, y por primera vez, en pleno espacio sideral dos seres humanos cambiaron un mudo mensaje de amor. En aquel absoluto vacío y en el silencio eterno, rodeados del frío absoluto, sus miradas hablaron con cálida elocuencia. El frío sideral era tan espantoso, que a Johnny le pareció que atravesaba la delgada coraza molecular que revestía su cuerpo. Sin embargo, después de aquella mirada de Chantal se sentía capaz de arrostrar todos los fríos del espacio, tan intenso era el fuego que se había encendido en su corazón, y que competía con el espantoso ardor de la radiación solar, no atenuada ni filtrada por atmósfera alguna. En el lado de su cuerpo expuesto al sol, Johnny soportaba un calor abrasador, y en el contrarío, el frío sideral más espantoso. Sin embargo, él estaba inmune a ambos.
Muir le tocó en un brazo. Johnny le miró y vio que le indicaba con el índice la astronave. De la cúpula central de ésta parecía surgir algo, como una delgada serpiente que se dirigía hacia ellos. Con matemática precisión, el extremo del cable de remolque llegó junto a Muir, el cual lo sujetó. Indicándoselo a sus compañeros, éstos se asieron al mismo, para ser remolcados por el espacio hasta la astronave, que parecía acercarse hacia ellos, negra e impresionante. El cable surgía de una obscura escotilla redonda de unos dos metros de diámetro, por la que todos penetraron. Muir buscó a tientas en la pared, junto a la escotilla, y ésta empezó a cerrarse lentamente. A los pocos instantes Johnny percibió un siseo continuado y una luz azulada le cegó, haciéndole cerrar momentáneamente los ojos. Cuando los abrió se encontró en una estancia circular, en uno de cuyos lados empezaba a abrirse lentamente una puerta corredera. Muir, de pie junto a ella, se quitaba el casco transparente, que Olkios ya llevaba debajo del brazo. Johnny y Chantal hicieron lo propio. Muir les invitó a penetrar en la astronave, pues aquello no era más que un airlock o compuerta neumática de acceso a la misma.
Johnny y Chantal se encontraron en un corredor toroidal de proporciones más reducidas y curvatura mucho más pronunciada que el de la Base, al que llegaron después de descender por la escalerilla de una especie de pozo que comunicaba con la compuerta de entrada. En realidad, se descolgaron en el corredor tubular por una abertura practicada en el «techo» del mismo, pero Johnny comprendió que las nociones de alto y bajo eran completamente relativas. La enorme astronave discoidal se hallaba animada de un movimiento de rotación, como la propia Base, pero más rápido a proporción, que creaba en ella una gravitación artificial. Al penetrar en la misma por su centro, habían tenido que «descender» hacia su periferia por un pozo radial, notando a cada peldaño como la gravedad —en realidad la fuerza centrífuga —iba siendo mayor. Así pues, un cuerpo colocado en el centro matemático de la astronave no pesaría nada en absoluto.
Johnny contempló aquel tubo curvado de tres metros de diámetro, y pensó en lo curioso que resultaba que, en aquellos mismos momentos, hubiese quizás otros hombres de pie como él en los «antípodas» de la astronave, apuntando con sus cabezas hacia el centro de la misma. Era exactamente lo contrario de lo que sucedía en la Tierra. A pesar de que la sensación de inmovilidad era total, la astronave ya se había lanzado en su viaje a la Luna, avanzando hacia ella no de canto, sino de plano, ya que no tenía que vencer ninguna resistencia atmosférica. Iba impelida por sus poderosos reactores iónicos, que utilizaban como masa de eyección, según tenia que saber Johnny más tarde... únicamente agua.
Muir se volvió hacia los dos terrestres:
—Johnny, Chantal, os presento al capitán Mirkios, que se halla al mando de esta astronave.
Los jóvenes estrecharon la mano de otro hombre vestido de negro, de la misma estatura que Muir. Por primera vez, Johnny empezó a reconocer rasgos personales en aquellos hombres. Desde luego, a Muir le costaría ya mucho trabajo confundirlo con otro.
—El doctor Muir me ha hablado de un café interrumpido —dijo el capitán Mirkios, sonriendo afablemente—. ¿Y si lo tomásemos aquí?
Todos sonrieron, y el capitán de la astronave les acompañó hasta su cabina, que no era más que una división del corredor tubular, provista de una mesa metálica, varios escabeles... y una humeante cafetera acompañada de varias tazas.
Mientras los cuatro recién llegados y el capitán tomaban café como si se hallasen en un bar de Brooklyn, la poderosa astronave cruzaba los espacios a una velocidad de vértigo, aproximándose cada vez más a la base lunar de donde había partido pocas horas antes.
Muir dijo:
—Entre los productos de vuestro mundo, el café es uno de los más agradables. En nuestro planeta no existen las condiciones propicias para su desarrollo. Sin embargo, tenemos otras cosas. ¿Os gustaría probar una comida marciana? Cuando lleguemos a la Base, os llevaré a cenar a un restaurante donde se sirven las mejores especialidades de nuestra cocina.
—Ofréceles un asado de tarpoil —intervino el capitán de la astronave—. Hay que ser un djinn para que no te guste el tarpoil.
—¿Qué es eso? —preguntó Chantal, paladeando lentamente el aromático café.
—El tarpoil es un animalillo de seis patas, que vosotros llamaríais un mamífero. Habita en las estepas australes de Marte. Creo que recuerda algo a vuestro pollo, pero el profesor Semenov lo encontró mucho más delicado y sabroso.
—¡Pobre profesor! —observó Chantal—. ¿Qué habrá sido de él?
—No temo por su integridad física —observó Muir—, pero sí por su salud mental. Sólo quien ha convivido con los djinni sabe cuan repugnantes son. Tienen dos patas más que los pobrecillos tarpoils—, es decir, ocho. Existen en el universo unos cuántos tipos vivientes fundamentales que permiten combinaciones casi infinitas en cuanto a tamaño, forma e inteligencia en los más distintos mundos. Para un zoólogo terrestre, los djinni serían gigantescos arácnidos con un metabolismo basado en el silicio en lugar del carbono. Sin embargo, presentan características reptiloides, como su piel verde y escamosa, y un gran desarrollo cerebral, que les confiere una inteligencia casi humana, aunque de signo y manifestaciones totalmente opuestos. Como ya he dicho antes, no son malos; sólo distintos. Lo que para ellos es bueno, para un terrestre puede ser mortal. La bondad o la maldad se puede apreciar únicamente entre seres de una misma especie. Por esto nosotros no sentimos odio hacia los djinni; únicamente queremos evitar que penetren en los mundos interiores. Fuera del anillo de asteroides tienen campo más que suficiente para sus actividades; en realidad, no desesperamos de llegar a un acuerdo con ellos para el reparto de lo que un político terrestre denominaría zonas de influencia.
—Lo que ahora ocurre es culpa de Zrill —intervino Olkios.
—¿Quién es Zrill? —preguntó Johnny.
—Zrill es el actual jefe supremo de los djinni —contestó Muir—. Es hijo del descubridor de los mundos interiores, el cual llevaba su mismo nombre. Este ya intentó colonizar la Tierra, pero nosotros supimos impedirlo entonces, igual que lo impediremos ahora. Existe entre los djinni, afortunadamente, un sector contrario a estas aventuras imperialistas, y que propugna la expansión de su raza únicamente por los mundos dotados de una atmósfera de metano.
—¡Qué interesante! ¿Verdad, Johnny? —dijo Chantal, dando un codazo al muchacho.
—La verdad, a mi esos djinni no me hacen la menor gracia —respondió Johnny.
—Hace bastantes años, una expedición nuestra que intentaba llegar a Plutón se perdió —dijo Muir—. Poco después, los djinni empezaron a dar señales de actividad. Nosotros creímos entonces que la nave exploradora fue apresada por seres procedentes de nuestra misma Galaxia —nos han visitado esporádicamente, y nunca en forma amistosa. Pero fueron los djinni, por lo visto, que entonces estábamos intentando civilizar, y que nos atacaron con nuestras propias armas. Sin embargo, todavía no desconfiamos de hacerles entrar en razón. La violencia es el último medio que emplearemos contra ellos.
—¿Hay otras razas en la Galaxia? —preguntó Johnny.
—Infinitas —respondió Muir—. Y por desgracia, no todas pacíficas. Nuestro Sol, ante la totalidad de la Galaxia, es como un suburbio urbano habitado únicamente por obreros. Hay en la Galaxia los barrios aristocráticos, por utilizar este símil terrestre, los barrios poblados por los ricos y los poderosos. Y éstos no somos nosotros, ciertamente. En cuanto a vosotros, no sois más que una joven raza, llena de vida y energía, que apenas ha salido de la barbarie. De todos modos, tenemos confianza en vosotros... aunque vuestros recientes descubrimientos científicos os han deslumbrado y la técnica —vuestra rudimentaria técnica —se os ha subido a la cabeza. Aunque todo esto pasará. Son, como el sarampión, enfermedades de la infancia, que nosotros también hemos pasado hace muchísimo tiempo, hasta que comprendimos que el único progreso válido era el moral. Sólo entonces supimos dar a la técnica su verdadero lugar, inferior siempre.
—Dígame, doctor Muir, ¿se conocen también razas extragalácticas? —preguntó Chantal.
—Los soles y sus planetas son ciudades; las galaxias, islas; y el Universo es un océano infinito que ha sido surcado ya por algunos atrevidos navegantes. Pero todo se repite eternamente; las naves que abordaron en islas desconocidas hallaron los mismos paisajes y el mismo espíritu que todo lo vivifica. Bástete con saber eso, Chantal. Algún día, cuando tu raza haya llegado a la madurez, quizás te sea dado saber más.
Impresionados por el tono solemne de Muir, Chantal y Johnny guardaron silencio. Los tres hombres extraterrestres, sentados ante ellos, también permanecían mudos. Una indefinible corriente de fraternidad unía a aquellos cinco seres, surgiendo de quién sabe qué remotas profundidades del Tiempo y el Espacio. Johnny se sintió como el pariente joven e inexperto en presencia de los parientes sabios y poderosos... y tuvo el presentimiento, que arraigó profundamente en su ser, de que una misma sangre corría por las venas de los cinco. Había entre ellos algo más que una simple identidad física. Aquella raza superior era también de la estirpe de Adán.
El capitán de la nave consultó una esfera brillante que llevaba en la muñeca.
—Disculpadme, pero tengo que ir a dirigir la nave.
Levantándose, el capitán se alejó por el corredor toroidal. Quedaron solos en la reducida cabina los dos terrestres y los dos hijos de Urano.
—¿Tardaremos mucho en llegar a la Luna? —preguntó Johnny a Muir.
—Unas ocho horas terrestres —respondió éste—. Esta nave utiliza únicamente reactores iónicos. No está dotada de campo antigravitacional, como las pequeñas navecillas de exploración.
—¿Por qué?
—Porque su aplicación sólo es posible en naves de pequeñas dimensiones.
—¿Hace mucho que perteneces a la «quinta columna»? —volvió a preguntar Johnny, dirigiéndose esta vez a Chantal.
—Estás hecho un preguntón incansable —respondió ésta—. Te pasas la vida haciendo preguntas a diestro y siniestro.
—Supongo que, las primeras veces que te encontraste aquí entre nuestros amigos, tú también debías hacer preguntas.
—Sí, desde luego —admitió Chantal—. En cuanto a lo que me preguntabas, formo parte del servicio de Inteligencia marciano de la Tierra desde, noviembre del año pasado. Una compañera mía de la Universidad me «captó». Nuestra misión, aparte de suministrar informes, es preparar a la gente para el día que el encuentro se realice, y los Señores del Espacio salgan de su anonimato y su misterio.

 

Las horas que faltaban para la llegada a la Luna, transcurrieron para Johnny casi sin darse cuenta, sobre todo las últimas, en que Muir y Olkios le dejaron a solas con Chantal. Los dos jóvenes, muy juntos, se hallaban enfrascados en una de esas conversaciones misteriosas que los enamorados sostienen en susurros y cogiéndose las manos, cuando entró en la cabina el doctor Muir.
Sobre la mesa se veían aún los restos del pequeño refrigerio que habían tomado los jóvenes un par de horas antes. Muir les dijo:
—Muchachos, estamos llegando. La nave ha entrado en órbita alrededor de la Luna. Si queréis acompañarme a la cabina de mando, os mostraré algo que os gustará.