Capítulo VI: LOS URANIDAS
JOHNNY se precipitó hacia la
yacente Chantal y la tomó en brazos, para colocarla tendida sobre
el lecho. Una oleada de ternura por aquel cuerpo desvalido le
invadió, su experiencia con las truchas no le había revelado a
Johnny que aquello era, pura y simplemente, amor en estado bruto,
amor tan inocente, cándido y completo como el que experimentó Adán
por nuestra madre Eva. Johnny aún no lo sabía, entonces, pero no
había de tardar en darse cuenta de ello.
Lleno de desesperación, contempló el
semblante apacible de la joven, que parecía dormir. Acercando su
casco transparente a la cara do Chantal, escrutó ansiosamente su
expresión. Y de pronto advirtió que la superficie esférica de su
casco se empañaba regularmente, frente a los labios de Chantal. ¡La
joven vivía! ¡Respiraba! Una voz resonó a sus espaldas, apagada por
el video:
—Está únicamente aletargada, Johnny. No te
inquietes por su estado. Está inconsciente, como los demás miembros
de la base, supongo. Vamos a verlo.
Dejando a la joven tendida en el lecho,
Johnny siguió a Muir. Era la primera vez que visitaba la base
espacial, cuya circunferencia exterior medía más de un kilómetro.
En distintas dependencias, Johnny vio a hombres iguales al doctor
Muir, tendidos inertes por el suelo Algunos yacían ante complicados
y extraños aparatos brillantes, cuyo uso Johnny no fue capaz de
adivinar. La narcosis los sorprendió entregados a las más diversas
tareas. En una sala, Johnny vio a seis hombres de bruces sobre una
enorme tarima, en la-que se alineaban unos objetos oblongos de
color negro mate, provistos de pequeñas antenas. Lo más parecido a
algo terrestre fue una sala, que a Johnny recordó vagamente la
torre de control de un aeropuerto, por las pantallas y cuadros de
mando que vio en ella. En varios dormitorios, encontraron a hombres
tendidos en el lecho, sorprendidos al parecer cuando descansaban.
Por lo visto, Chantal era la única mujer que se encontraba en la
base. Johnny calculó que habría en ella como un centenar de
individuos. No fue capaz de identificar a los dos extraterrestres
que ya conocía, además de Muir, por parecerse todos entre ellos y
llevar el mismo indumento negro. Por parte alguna apareció el
profesor Semenov.
—Han hecho dos cosas, Johnny —dijo Muir,
cuando ambos se detuvieron, terminada la inspección de la base.
Muir llevó durante todo aquel tiempo un tubo brillante, que tomó
del interior de la nave de exploración, y que entonces dejó sobre
una mesa—. Primero, se han cubierto de una pantalla protectora, que
ha absorbido las ondas de nuestro radar—te digo radar para que me entiendas, Johnny,
pero no lo es exactamente. Luego, han inyectado un narcótico al
interior de la base, para penetrar en ella con toda impunidad y
raptar al profesor Semenov. Pues has de saber que era al profesor a
quien buscaban.
—¿Por qué precisamente al profesor?
—Seria muy largo de contar ahora, Johnny. Te
diré únicamente que a los djinni les
interesa también la Tierra, pero sus propósitos son muy distintos
de los nuestros. Ellos quieren, simplemente, convertirla en una
colonia suya y hacer de los humanos sus esclavos... en el mejor de
los casos. Nuestros fines son muy distintos, y a su debido tiempo
se sabrán. Puedo adelantarte, sin embargo, que no nos hallamos
animados de las menores ansias de conquista y que sólo deseamos el
bien de la Humanidad... que por desgracia ha tomado un sendero
equivocado, que puede acarrearle funestos males.
—¿Pero, qué tiene que ver con esta lucha
cósmica el profesor Semenov?
—El profesor Semenov constituye una baza
importantísima en este juego. Su presencia aquí, como sabrás, no es
casual, sino que responde a un plan preconcebido. A su debido
tiempo, el profesor Semenov, con todo su enorme prestigio
científico y moral, se podría convertir en nuestro... emisario,
legado o como quieras llamarle. De ahí el interés de los djinni por arrebatárnoslo. Saben que nosotros sólo
apelamos a la violencia en el último extremo, cuando nos vemos
obligados a defender nuestras vidas. Para nosotros, incluso la
existencia de un djinn es preciosa. En
realidad, ellos no son malos. Son únicamente distintos y no nos
comprenden ni os comprenden a vosotros. Para ellos, somos una forma
de vida molesta y repugnante, que hay que apartar de su camino. Y
este camino, ahora, por una serie de
causas históricas e incluso cósmicas que sería largo enumerar, son
los planetas interiores, o sea los que se encuentran rodeados por
el cinturón de asteroides.
—Pero esto puede significar una guerra
interplanetaria —observó Johnny.
—De momento, no. Los djinni no son todopoderosos. Por ahora se limitan
a tantear nuestras fuerzas, pues en el fondo temen nuestra
superioridad técnica.
—¿Sois superiores a ellos?
—Todo cuanto saben y poseen se lo enseñamos
y se lo dimos nosotros. ¿Comprendes? Es un caso de
desagradecimiento fabuloso; es el perro que muerde la mano que lo
alimentó. Para nosotros constituyó una severa lección, que de ahora
en adelante nos hace desconfiar de todas las razas no humanoides.
—Muir hizo una pausa—. Pero no perdamos tiempo hablando. Vamos a
poner en funcionamiento los purificadores de aire de la base, que
en pocos minutos limpiarán su atmósfera del gas narcótico.
La conversación sostenida a través de los
videos había resultado algo engorrosa para Johnny, quien tenía que
aguzar mucho el oído para oír las palabras que pronunciaba Muir.
Sin embargo, tuvo que hacer un esfuerzo para no continuar haciendo
más preguntas y seguirle. Empezaba a comprender algo de las
finalidades ocultas de aquellos hombres del espacio. Muy vagamente,
entreveía las líneas de una grandiosa política interestelar y de
una acción noble y caballeresca, junto a la cual las mezquinas
rivalidades políticas y nacionales de la Tierra parecían
disensiones entre diversas bandas de golfillos mal educados.
Muir avanzó con paso rápido y elástico por
el corredor tubular exterior y se detuvo ante un gran cuadro de
mandos del que emergían diversas palancas. Accionó varias de ellas
y, aun a través del casco, Johnny pudo oír un bordoneo continuado.
Ambos permanecieron a la expectativa ante el cuadro, hasta que
transcurrido cierto tiempo, se encendió una luz verde en lo alto
del mismo. Entonces Muir se quitó con ambas manos el casco esférico
transparente, levantándolo sobre su cabeza. Johnny hizo lo propio.
Inmediatamente percibió de nuevo el familiar olor a ozono, que el
primer día de su estancia allí le hizo pensar en una clínica. Todo
rastro del espantoso hedor había desaparecido. Del fondo del
corredor les llegaron voces. Un grupo de hombres vestidos de negro
pareció descender hacia ellos por la larguísima rampa tubular. El
que iba a su frente se acercó a Muir. Su rostro reflejaba
preocupación.
—¿Qué ha pasado, Muir? ¿Han sido ellos? —En
efecto, Altios; han utilizado el raszwill para cubrirse. Creía que nuestras
entregas se terminaban con el anticampo.
—Pero hubo aquel grupo apresado, ¿recuerdas?
Los que fueron a Plutón.
—¡Ah, claro! Entonces, fueron los djinni sus captores, no seres ajenos al Sistema,
como se dijo entonces.
—A la vista está, Muir. ¿Cómo se explica si
no que no los hayamos detectado?
Johnny escuchaba maravillado esta
conversación, que se sostenía en un correctísimo inglés. La
corrección de aquellos hombres era tan grande, que consideraban una
indelicadeza hablar en su lengua ante un extranjero. Este era uno
sólo de los innumerables y bellos rasgos que adornaban su carácter,
y que Johnny había de ir descubriendo en el transcurso del tiempo,
para terminar sintiendo verdadera veneración por aquellos nobles
caballeros errantes del Cosmos, que perseguían siempre los fines
más elevados y altruistas en sus empresas.
A los pocos instantes se celebraba consejo
en una sala de la Base. Johnny, muy colorado y confuso, se sentaba
en un escabel al lado de Chantal.
—¿De modo que fuiste tú quien me encontró
desvanecida? —preguntó Chantal a Johnny.
Éste asintió en silencio.
—Tiene gracia. ¿No te diste cuenta de las
dos tazas de café preparadas?
—No.
—Estaba esperando que llegases de un momento
a otro, cuando de repente me dio mareo, y apenas tuve tiempo de
llegar hasta la cama. No recuerdo nada más.
Muir se hallaba deliberando con varios
compañeros suyos en un extremo de la sala. Levantándose, se acercó
a los dos jóvenes.
—¿Estaríais dispuestos a realizar un
viajecito conmigo? —les preguntó.
Chantal y Johnny se miraron. La joven
contestó:
—Por mí no hay inconveniente. ¿Y tú, Johnny?
—¿Adonde iríamos? —preguntó éste.
Muir los contemplaba afablemente,
—En primer lugar, a la Luna.
Los ojos de Johnny se abrieron
desmesuradamente. Muir prosiguió:
—Una vez allí, y a la vista de los informes
de que dispongamos, veremos qué curso de acción vamos a seguir. Se
trata del profesor Semenov, muchachos. Su vida está en juego. Es
probable que de momento los djinni lo
hayan respetado. Para ellos viene a ser algo así como un precioso
rehén, con el que pueden intentar negociar. Su técnica les permite
disponer un lugar habitable para el profesor a bordo de sus
astronaves. En la Luna sabremos qué rumbo ha tomado la nave que lo
lleva prisionero. Disponen allí de aparatos mucho más potentes que
los que tenemos aquí en la Base.
—¿Tienen también bases en la Luna? —preguntó
Johnny, muy interesado.
Muir sonrió.
—¡Cómo no íbamos a tenerlas! La Luna, por sí
misma, ya es una magnífica base natural. Sólo hemos tenido que
habilitar algunos de sus cráteres más pequeños, como tendrás
ocasión de ver—. Hizo una pausa y prosiguió: —Iremos en este viaje
únicamente Chantal, tú, Olkios, a quien ya conoces, y yo, en una de
nuestras naves interplanetarias, pues para un viaje a esa distancia
las navecillas exploradoras no sirven. Vamos, no hay tiempo que
perder.
A los pocos momentos los cuatro se hallaban
en el hangar o depósito de navecillas exploradoras, donde, a
indicación de Muir, Chantal y Johnny se pusieron un videoscafo y
unos guaníes ajustadísimos. Luego Muir les indicó la pared por
donde salió antes la navecilla.
—Por aquí. Vamos. La nave que ha de
llevarnos ya ha sido advertida y nos aguarda.
Johnny tragó saliva y miró con recelo la
pared de energía pura.
—¿No... nos caeremos al vacío, doctor Muir?
Además, ahí fuera debe de hacer un frío espantoso.
Muir sonrió dentro de su videoscafo
transparente.
—En primer lugar, no puedes caerte porque ahí fuera no hay arriba ni abajo. Y
si algo te atrae, será precisamente la Base. En segundo lugar, el
traje que llevas te protegerá completamente, aunque a ti te parezca
imposible. Mira, yo iré delante, tú no te separes de mí.
Uniendo la acción a la palabra, Muir avanzó
hacia la pared. Johnny miró a Chantal. Ésta le sonreía dentro del
globo transparente.
—No temas, Johnny —dijo—. Yo ya he ido dos
veces. Es muy divertido... aunque al principio asusta un
poco.
—¡Haberlo dicho antes! —pensó Johnny—. ¡Me
hubiera evitado hacer el ridículo y pasar por miedoso!—Y echó a
andar resueltamente detrás de Muir, que se había detenido a
esperarle junto a la pared en compañía de Olkios. Los cuatro
atravesaron casi simultáneamente el muro de energía-para
encontrarse acto seguido flotando en el vacío exterior, junto a la
inmensa rueda que era la Base espacial extraterrestre. Con
sorpresa, Johnny observó la presencia en las proximidades de un
enorme disco obscuro, con una protuberancia central en forma de
cúpula y otro abultamiento tubular que lo rodeaba a la mitad de su
diámetro, el cual era muy considerable: setenta u ochenta metros,
calculó Johnny.
El muchacho buscó con su mano la de Chantal,
que estaba a su lado, y la oprimió fuertemente. Sus ojos también se
buscaron, y por primera vez, en pleno espacio sideral dos seres
humanos cambiaron un mudo mensaje de amor. En aquel absoluto vacío
y en el silencio eterno, rodeados del frío absoluto, sus miradas
hablaron con cálida elocuencia. El frío sideral era tan espantoso,
que a Johnny le pareció que atravesaba la delgada coraza molecular
que revestía su cuerpo. Sin embargo, después de aquella mirada de
Chantal se sentía capaz de arrostrar todos los fríos del espacio,
tan intenso era el fuego que se había encendido en su corazón, y
que competía con el espantoso ardor de la radiación solar, no
atenuada ni filtrada por atmósfera alguna. En el lado de su cuerpo
expuesto al sol, Johnny soportaba un calor abrasador, y en el
contrarío, el frío sideral más espantoso. Sin embargo, él estaba
inmune a ambos.
Muir le tocó en un brazo. Johnny le miró y
vio que le indicaba con el índice la astronave. De la cúpula
central de ésta parecía surgir algo, como una delgada serpiente que
se dirigía hacia ellos. Con matemática precisión, el extremo del
cable de remolque llegó junto a Muir, el cual lo sujetó.
Indicándoselo a sus compañeros, éstos se asieron al mismo, para ser
remolcados por el espacio hasta la astronave, que parecía acercarse
hacia ellos, negra e impresionante. El cable surgía de una obscura
escotilla redonda de unos dos metros de diámetro, por la que todos
penetraron. Muir buscó a tientas en la pared, junto a la escotilla,
y ésta empezó a cerrarse lentamente. A los pocos instantes Johnny
percibió un siseo continuado y una luz azulada le cegó, haciéndole
cerrar momentáneamente los ojos. Cuando los abrió se encontró en
una estancia circular, en uno de cuyos lados empezaba a abrirse
lentamente una puerta corredera. Muir, de pie junto a ella, se
quitaba el casco transparente, que Olkios ya llevaba debajo del
brazo. Johnny y Chantal hicieron lo propio. Muir les invitó a
penetrar en la astronave, pues aquello no era más que un airlock o compuerta neumática de acceso a la
misma.
Johnny y Chantal se encontraron en un
corredor toroidal de proporciones más reducidas y curvatura mucho
más pronunciada que el de la Base, al que llegaron después de
descender por la escalerilla de una especie de pozo que comunicaba
con la compuerta de entrada. En realidad, se descolgaron en el
corredor tubular por una abertura practicada en el «techo» del
mismo, pero Johnny comprendió que las nociones de alto y bajo eran
completamente relativas. La enorme astronave discoidal se hallaba
animada de un movimiento de rotación, como la propia Base, pero más
rápido a proporción, que creaba en ella una gravitación artificial.
Al penetrar en la misma por su centro, habían tenido que
«descender» hacia su periferia por un pozo radial, notando a cada
peldaño como la gravedad —en realidad la fuerza centrífuga —iba
siendo mayor. Así pues, un cuerpo colocado en el centro matemático
de la astronave no pesaría nada en absoluto.
Johnny contempló aquel tubo curvado de tres
metros de diámetro, y pensó en lo curioso que resultaba que, en
aquellos mismos momentos, hubiese quizás otros hombres de
pie como él en los «antípodas» de la
astronave, apuntando con sus cabezas hacia el centro de la misma.
Era exactamente lo contrario de lo que sucedía en la Tierra. A
pesar de que la sensación de inmovilidad era total, la astronave ya
se había lanzado en su viaje a la Luna, avanzando hacia ella no de
canto, sino de plano, ya que no tenía que vencer ninguna
resistencia atmosférica. Iba impelida por sus poderosos reactores
iónicos, que utilizaban como masa de eyección, según tenia que
saber Johnny más tarde... únicamente agua.
Muir se volvió hacia los dos
terrestres:
—Johnny, Chantal, os presento al capitán
Mirkios, que se halla al mando de esta astronave.
Los jóvenes estrecharon la mano de otro
hombre vestido de negro, de la misma estatura que Muir. Por primera
vez, Johnny empezó a reconocer rasgos personales en aquellos
hombres. Desde luego, a Muir le costaría ya mucho trabajo
confundirlo con otro.
—El doctor Muir me ha hablado de un café
interrumpido —dijo el capitán Mirkios, sonriendo afablemente—. ¿Y
si lo tomásemos aquí?
Todos sonrieron, y el capitán de la
astronave les acompañó hasta su cabina, que no era más que una
división del corredor tubular, provista de una mesa metálica,
varios escabeles... y una humeante cafetera acompañada de varias
tazas.
Mientras los cuatro recién llegados y el
capitán tomaban café como si se hallasen en un bar de Brooklyn, la
poderosa astronave cruzaba los espacios a una velocidad de vértigo,
aproximándose cada vez más a la base lunar de donde había partido
pocas horas antes.
Muir dijo:
—Entre los productos de vuestro mundo, el
café es uno de los más agradables. En nuestro planeta no existen
las condiciones propicias para su desarrollo. Sin embargo, tenemos
otras cosas. ¿Os gustaría probar una comida marciana? Cuando
lleguemos a la Base, os llevaré a cenar a un restaurante donde se
sirven las mejores especialidades de nuestra cocina.
—Ofréceles un asado de tarpoil —intervino el capitán de la astronave—.
Hay que ser un djinn para que no te
guste el tarpoil.
—¿Qué es eso? —preguntó Chantal, paladeando
lentamente el aromático café.
—El tarpoil es un
animalillo de seis patas, que vosotros llamaríais un mamífero.
Habita en las estepas australes de Marte. Creo que recuerda algo a
vuestro pollo, pero el profesor Semenov lo encontró mucho más
delicado y sabroso.
—¡Pobre profesor! —observó Chantal—. ¿Qué
habrá sido de él?
—No temo por su integridad física —observó
Muir—, pero sí por su salud mental. Sólo quien ha convivido con los
djinni sabe cuan repugnantes son. Tienen
dos patas más que los pobrecillos tarpoils—, es decir, ocho. Existen en el universo
unos cuántos tipos vivientes fundamentales que permiten
combinaciones casi infinitas en cuanto a tamaño, forma e
inteligencia en los más distintos mundos. Para un zoólogo
terrestre, los djinni serían gigantescos
arácnidos con un metabolismo basado en el silicio en lugar del
carbono. Sin embargo, presentan características reptiloides, como
su piel verde y escamosa, y un gran desarrollo cerebral, que les
confiere una inteligencia casi humana, aunque de signo y
manifestaciones totalmente opuestos. Como ya he dicho antes, no son
malos; sólo distintos. Lo que para ellos es bueno, para un
terrestre puede ser mortal. La bondad o la maldad se puede apreciar
únicamente entre seres de una misma especie. Por esto nosotros no
sentimos odio hacia los djinni;
únicamente queremos evitar que penetren en los mundos interiores.
Fuera del anillo de asteroides tienen campo más que suficiente para
sus actividades; en realidad, no desesperamos de llegar a un
acuerdo con ellos para el reparto de lo que un político terrestre
denominaría zonas de influencia.
—Lo que ahora ocurre es culpa de Zrill
—intervino Olkios.
—¿Quién es Zrill? —preguntó Johnny.
—Zrill es el actual jefe supremo de los
djinni —contestó Muir—. Es hijo del
descubridor de los mundos interiores, el cual llevaba su mismo
nombre. Este ya intentó colonizar la Tierra, pero nosotros supimos
impedirlo entonces, igual que lo impediremos ahora. Existe entre
los djinni, afortunadamente, un sector
contrario a estas aventuras imperialistas, y que propugna la
expansión de su raza únicamente por los mundos dotados de una
atmósfera de metano.
—¡Qué interesante! ¿Verdad, Johnny? —dijo
Chantal, dando un codazo al muchacho.
—La verdad, a mi esos djinni no me hacen la menor gracia —respondió
Johnny.
—Hace bastantes años, una expedición nuestra
que intentaba llegar a Plutón se perdió —dijo Muir—. Poco después,
los djinni empezaron a dar señales de
actividad. Nosotros creímos entonces que la nave exploradora fue
apresada por seres procedentes de nuestra misma Galaxia —nos han
visitado esporádicamente, y nunca en forma amistosa. Pero fueron
los djinni, por lo visto, que entonces
estábamos intentando civilizar, y que nos atacaron con nuestras
propias armas. Sin embargo, todavía no desconfiamos de hacerles
entrar en razón. La violencia es el último medio que emplearemos
contra ellos.
—¿Hay otras razas en la Galaxia? —preguntó
Johnny.
—Infinitas —respondió Muir—. Y por
desgracia, no todas pacíficas. Nuestro Sol, ante la totalidad de la
Galaxia, es como un suburbio urbano habitado únicamente por
obreros. Hay en la Galaxia los barrios aristocráticos, por utilizar
este símil terrestre, los barrios poblados por los ricos y los
poderosos. Y éstos no somos nosotros, ciertamente. En cuanto a
vosotros, no sois más que una joven raza, llena de vida y energía,
que apenas ha salido de la barbarie. De todos modos, tenemos
confianza en vosotros... aunque vuestros recientes descubrimientos
científicos os han deslumbrado y la técnica —vuestra rudimentaria
técnica —se os ha subido a la cabeza. Aunque todo esto pasará. Son,
como el sarampión, enfermedades de la infancia, que nosotros
también hemos pasado hace muchísimo tiempo, hasta que comprendimos
que el único progreso válido era el moral. Sólo entonces supimos
dar a la técnica su verdadero lugar, inferior siempre.
—Dígame, doctor Muir, ¿se conocen también
razas extragalácticas? —preguntó Chantal.
—Los soles y sus planetas son ciudades; las
galaxias, islas; y el Universo es un océano infinito que ha sido
surcado ya por algunos atrevidos navegantes. Pero todo se repite
eternamente; las naves que abordaron en islas desconocidas hallaron
los mismos paisajes y el mismo espíritu que todo lo vivifica.
Bástete con saber eso, Chantal. Algún día, cuando tu raza haya
llegado a la madurez, quizás te sea dado saber más.
Impresionados por el tono solemne de Muir,
Chantal y Johnny guardaron silencio. Los tres hombres
extraterrestres, sentados ante ellos, también permanecían mudos.
Una indefinible corriente de fraternidad unía a aquellos cinco
seres, surgiendo de quién sabe qué remotas profundidades del Tiempo
y el Espacio. Johnny se sintió como el pariente joven e inexperto
en presencia de los parientes sabios y poderosos... y tuvo el
presentimiento, que arraigó profundamente en su ser, de que una
misma sangre corría por las venas de los cinco. Había entre ellos
algo más que una simple identidad física. Aquella raza superior era
también de la estirpe de Adán.
El capitán de la nave consultó una esfera
brillante que llevaba en la muñeca.
—Disculpadme, pero tengo que ir a dirigir la
nave.
Levantándose, el capitán se alejó por el
corredor toroidal. Quedaron solos en la reducida cabina los dos
terrestres y los dos hijos de Urano.
—¿Tardaremos mucho en llegar a la Luna?
—preguntó Johnny a Muir.
—Unas ocho horas terrestres —respondió
éste—. Esta nave utiliza únicamente reactores iónicos. No está
dotada de campo antigravitacional, como las pequeñas navecillas de
exploración.
—¿Por qué?
—Porque su aplicación sólo es posible en
naves de pequeñas dimensiones.
—¿Hace mucho que perteneces a la «quinta
columna»? —volvió a preguntar Johnny, dirigiéndose esta vez a
Chantal.
—Estás hecho un preguntón incansable
—respondió ésta—. Te pasas la vida haciendo preguntas a diestro y
siniestro.
—Supongo que, las primeras veces que te
encontraste aquí entre nuestros amigos, tú también debías hacer
preguntas.
—Sí, desde luego —admitió Chantal—. En
cuanto a lo que me preguntabas, formo parte del servicio de
Inteligencia marciano de la Tierra desde, noviembre del año pasado.
Una compañera mía de la Universidad me «captó». Nuestra misión,
aparte de suministrar informes, es preparar a la gente para el día
que el encuentro se realice, y los Señores del Espacio salgan de su
anonimato y su misterio.
Las horas que faltaban para la llegada a la
Luna, transcurrieron para Johnny casi sin darse cuenta, sobre todo
las últimas, en que Muir y Olkios le dejaron a solas con Chantal.
Los dos jóvenes, muy juntos, se hallaban enfrascados en una de esas
conversaciones misteriosas que los enamorados sostienen en susurros
y cogiéndose las manos, cuando entró en la cabina el doctor
Muir.
Sobre la mesa se veían aún los restos del
pequeño refrigerio que habían tomado los jóvenes un par de horas
antes. Muir les dijo:
—Muchachos, estamos llegando. La nave ha
entrado en órbita alrededor de la Luna. Si queréis acompañarme a la
cabina de mando, os mostraré algo que os gustará.