Recordé las advertencias de Arion. Malhechores. Miré a los ojos a la más dura de las jóvenes, la que esperaba que me asesinaran, y pude leerle la mente: vi su rabia, su amargura, su mal genio. Y mientras la miraba y el tierno adonis me ajustaba la ropa, ella habló con su voz más desagradable:
—¿Por qué tú? —preguntó—. ¿Por qué tú y no uno de nosotros? ¿Quién eres para que te hayan elegido?
—No, calla —se apresuró a advertir el chico—. No seas temeraria.
La otra joven asumió un aire frío y cínico, pero sentía lo mismo. Se sentía engañada y furiosa. Las dos mujeres emanaban odio y eso me enfurecía. Las odiaba, las odiaba porque habían estado dispuestas a deshacerse de mi cadáver esa misma noche, sin consideraciones, pensando sólo que era una pesada tarea.
—Trabajamos, esperamos —dijo la más atrevida—, y ahora te traen a ti y ella te elige. ¡Por qué!
—Calla —insistió de nuevo el muchacho. Había terminado de ponerme el jersey y alisarme las solapas de la chaqueta. Me miraba a los ojos suplicante, adorándome. Parecía muy contento de que no hubiera muerto. Le parecía maravilloso.
—¿A cuántos otros ha traído ella aquí? —le pregunté.
Pero no tuvo tiempo de contestar. Las puertas del baño se cerraron de golpe y antes de que los criados pudieran volverse, se cerraron otras dos puertas. No quedaba más salida que la terraza, y yo sabía que bajo ella había una buena caída.
Al darme la vuelta vi a Petronia contra las puertas.
—Muy bien. Ya veo que has terminado de morir y no volverás a saber lo que es eso a menos que así lo decidas. Ahora tendrás que tomar otra decisión. Vas a decidir a quién matarás primero. Y será uno de éstos. Date prisa, a mí no me importa quién sea. No, sí que me importa. Siento curiosidad. ¡Vamos!
Las chicas retrocedieron gritando, abrazadas la una a la otra, contra la pared de mármol. El muchacho se limitó a mirar a Petronia sin hacer nada. Parecía sentir una profunda decepción, pero no abrió la boca.
—No puedo —dije.
—Sí que puedes y lo harás. Elige a uno de éstos o elegiré yo por ti. Son malhechores por excelencia. Esta noche se habrían librado de ti si hubieras muerto, no habrías sido más que un despojo para ellos.
Se acercó a mí. Se le suavizó el rostro, me puso el brazo sobre los hombros mirándome con ternura y me habló con amabilidad mientras las chicas se estremecían y gemían de pánico y el muchacho permanecía inmóvil.
—Quinn, Quinn, mi pupilo —dijo con su voz cariñosa, una voz que yo le había oído muy pocas veces—. Quiero que seas fuerte, que te valgas por ti mismo, de manera que debes aceptar mis duras lecciones. Lee sus mentes. Utiliza el don del hechizo para encantarlos. Estás hambriento de ellos. Sí, sí, así. Utiliza tus dones y guíate por el olor de su sangre.
Miré a la joven que hablaba con dureza y leí en su mente. Vi su maldad, su maligna desconexión del rebaño humano, su vulgar egocentrismo. Y cuando me acerqué a ella su rostro estaba terso, sus ojos grandes vacíos, como si la hubiera inmovilizado. Su compañera de crimen se había alejado y estaba con el muchacho al otro lado de la habitación. Ella era mía; abandonada, hechizada, resignada. Sólo había paz en su interior.
—Devora el mal —me ordenó Petronia, junto a mí, como mi mala conciencia—. Bébelo e introdúcelo en tu sangre limpia y eterna.
La muchacha estaba fláccida. Se desplomó en mis brazos, caliente y sedosa, con la cabeza a un lado. Su mente estaba rota como el tallo de una rosa con espinas. Le besé el cuello y entonces le hundí los dientes y sentí el delicioso flujo de su sangre, más salada que la de mis maestros vampiros, de alguna manera más sabrosa, y con la sangre manó la espantosa historia de su vida, pútrida, común, indecente. Yo sólo buscaba el exuberante sabor de la sangre, sólo ansiaba el rico flujo de la sangre. Repudié las imágenes, aparté mi corazón del suyo y concentré mis sentidos sólo en la sangre espesa. Por fin Petronia me apartó. La chica yacía a mis pies, un cadáver de grandes ojos negros y vacíos, unos ojos muy hermosos, con el cuello ensangrentado.
—Has derramado la sangre, mírala. Agáchate y límpiala con la lengua. Limpia la herida hasta que no quede nada.
Me arrodillé, la levanté e hice lo que me decían.
—Hazte un corte en la lengua, y con una gota de tu sangre sella la herida hasta que desaparezca.
Me concentré mucho en la tarea. Vi desaparecer los diminutos pinchazos y solté a la muchacha, que cayó pálida y amoratada, yerta, en el suelo.
Me levanté aturdido. Era de nuevo un borracho. El objeto más común parecía palpitar de vida.
Tendí la mano hacia el adonis.
—Gracias por tu amabilidad conmigo —dije, pero él estaba demasiado asustado para contestar y se me quedó mirando como si yo le hubiera obligado a hacerlo. Me di media vuelta.
¿Estaba saliendo del baño con Petronia? ¿Estábamos subiendo por una gran escalera? La tarde parecía una bruma más que una cuestión de luz. Las estrellas parecían moverse en el cielo mientras caminábamos por una terraza cubierta. Oía y olía el mar.
Llegamos a la habitación donde estaba Manfred sentado ante el tablero de ajedrez, todavía con Arion. Los dos me parecieron magníficos, infinitamente más gloriosos que los criados.
—De modo que nuestra visión ha cambiado —murmuré—. Lo vemos todo como si estuviera en llamas.
—Sabía que lo comprenderías —contestó Petronia—. Me gustan tus palabras. No tengas nunca miedo de hablar conmigo. Te estuve observando durante años antes de escogerte, a ti y a tus espíritus. Era un lenguaje que me atraía como la belleza.
—Te quiero —dije—. ¿No era eso lo que querías?
Ella soltó una suave risa. Me rodeaba la cintura con su cálido brazo y en ese momento su belleza me llegó al corazón. Incluso poseía un aire majestuoso. Yo la adoraba.
Salimos a la terraza para ver el mar. Era de un claro azul verdoso. Lo veía en la oscuridad, advertía cómo tomaba su color del cielo iluminado por la luna. Las estrellas se movían como si quisieran abrazarnos. A lo lejos se alzaba, en la ladera de la montaña, un pueblo de casas blancas, tan precariamente colgadas que parecían irreales. Más allá se veían las cumbres nevadas.
—¿Que quiero que me ames? —dijo ella, repitiendo mi comentario—. No lo sé. Tal vez lo quise durante un tiempo, tal vez todavía lo deseo. ¿Cómo sabes tú lo que yo quiero? Si yo llegara a saberlo me daría por contenta. Pero, ¿por qué digo estas mentiras? O más concretamente, ¿por qué me las creo? Te quise desde el primer momento en que te vi. Ibas a ser para mí. Y sólo por esta noche o por unas cuantas más. Decidí que fueras fuerte, ya te lo dije, así que tenemos que volver con Arion y él te dejará de nuevo hambriento. ¿No es así, dulce maestro?
—¿Puedo atreverme a hablar de las cosas que vi en la sangre? —le pregunté.
—Inténtalo —me contestó, con su nueva amabilidad—, y si no me gusta lo que dices, ¿quién sabe lo que haré? No lo sé ni yo. ¿Qué viste en la sangre?
—Cuando luchabas en la arena, ¿eran combates a muerte?
—Sí, siempre. ¿Acaso no has estudiado la antigua Roma? Había muchas mujeres gladiadores. Yo era una de las mejores, siempre la favorita de la multitud. Era tal como ahora me conoces, despiadada. Sobreviví aquellos años por pura fiereza. Era natural, era de esperar. Y yo lo acepté con sencillez.
Petronia me miraba radiante.
—Fue Arion quien domó mi corazón —prosiguió—. Fue Arion el que me apartó de mis crueles objetivos, de la burla y la maldad, para hacer camafeos. No te imaginas los magníficos objetos que hice para él. Arion me daba rubíes y esmeraldas y yo tallaba para él auténticas historias en nácar: las victorias de los emperadores, el avance de las legiones. Mi trabajo era famoso en todo el Imperio. Me pasaba el día inclinada sobre mi mesa, vestida con descuido como un muchacho, con el pelo atado con un cordel, sin dedicarme más que al trabajo, que era lo más importante, fuera cual fuera. Cuando caía la noche llegaba Arion. Entonces me convertía en mujer para él. Me convertía en algo suave, algo decente, algo magnífico para él.
—¿Qué es la decencia?
—¿Pero qué es ahora? Yo sabía lo que era antes, sí, pero ahora ya no. He matado a esa joven réproba, a esa joven asesina. Eso no ha sido decente. Dímelo.
—¿Seré decente? —pregunté—. ¿Seré honorable?
—Ya veremos lo que serás. —De pronto se puso triste—. Para eso utiliza tu inteligencia. No me imites. Imita a los que son mejores que yo. Imita a Arion.
Cuando volvimos a la sala grande, Manfred se levantó para saludarnos y me abrazó. Sólo lo separaron de mí los brazos amantes de Arion, cuyo hermoso rostro negro se me antojaba adorable. Parecía tan esbelto, tan cálido, una criatura de milagrosos contornos y expresividad.
—Vacíalo, maestro —pidió Petronia. El maestro me tomó en sus brazos y hundió los dientes en mi cuello.
Volví a ver las imágenes de mi vida fluir con la sangre. Sentí el dolor que conocía, el inefable dolor de estar para siempre alejado de Mona, de mi hijo Jerome, de tía Queen, Nash, Jasmine, mi amada Jasmine de color chocolate, de mi amado Tommy. Sentí todo esto salir de mí con la sangre, pero no salir de mí para siempre, sólo revelado, abierto como una herida fiera y terrible — Has muerto, Quinn— y sentí que Arion lo recibía como si quisiera aliviarme. No tardó en invadirme una oleada de debilidad.
Desperté sentado en una silla y, por un momento, el dolor me resultó insoportable. Era tan terrible que lo único que me quedaba por hacer era salir a la terraza y tirarme a las rocas para quedar aplastado y morir de verdad. Pero me pregunté, sabiamente, si con aquello lograría la muerte.
Entonces me consumió el hambre. Nunca me había sentido tan voraz, y la sangre era mi único deseo. Quería la sangre de Arion. Quería la sangre de Petronia. Me quedé mirando a Manfred, que a su vez me miraba a mí.
—Sigamos con las lecciones —dijo Arion, tendiéndome los brazos—. Ven a mí, a mi cuello y toma el pequeño sorbo, sólo una fracción de lo que deseas, y no derrames nada. Aprende a tomar el pequeño sorbo y podrás alimentarte de los inocentes. Podrás alimentarte de ellos suavemente sin arrancarles el alma. Sólo los dejarás aturdidos después de tu beso.
Obedecí de inmediato. La sangre era muy espesa. Volví a ver imágenes de la soleada Atenas. Era una agonía, pero me retiré en el momento preciso como Arion me había indicado, y lamí las gotas que amenazaban la blancura de su jersey de satén. Él me sujetó hasta que me sostuve firme sobre mis pies. Luego me besó en los labios, me metió la lengua en la boca y la forzó hacia arriba contra mis colmillos. La sangre manó de nuevo. Me tambaleé y retrocedí a trompicones.
—¿Cómo va a ser ahora mi vida? —susurré—. ¿Un éxtasis?
—Éxtasis y control —me contestó suavemente—. Ahora bebe de Manfred. Llama a tu hijo, Manfred.
El anciano tendió los brazos y yo fui hacia él.
—Ven, hijo de mi casa, hijo de mi legado —dijo con su voz grave—. Amado hijo de mi linaje. Bebe de mi sangre. Fue Petronia en su maldad la que construyó Blackwood Manor con su oro, su miserable oro. Yo te doy mi amor, muchacho infortunado. Te doy mi sangre. Toma de mí la imagen de lo único puro que he amado.
—Un sorbo corto y limpio —dijo Petronia.
Hundí los dientes en su cuello de toro mientras él me sostenía el hombro con su manaza. Pero no vi a Virginia Lee, sino a Rebeca, a Rebeca espantosamente colgada del gancho oxidado, y a Manfred maldiciendo a Petronia mientras ella aullaba de risa. A Rebeca atormentada, la sangre oscura que significa muerte manando de su rostro, el gancho clavado en su cuerpo, muy hondo, atravesándole el corazón.
De pronto Rebeca se echó a reír. Estaba sola, señalándome, riéndose burlona.
—¡Dios mío! —exclamé, retrocediendo a trompicones. El anciano se había llevado un pañuelo al cuello y parecía muy abatido. Arion me agarraba los hombros.
—Qué daño —dijo el anciano—. ¿Por qué le has tendido la mano, Quinn? ¿Por qué le tiendes la mano a esa arpía?
—Control, hijo mío, control —terció Arion—. Para poderte mover por una sala atestada de mortales, elegir a los que quieras, dar el beso fatal y marcharte sin que nadie sepa nada.
—Pero, ¿por qué he visto a Rebeca? —resollé—. ¿Por qué razón? Tú querías que yo viera a Virginia Lee.
—Sí, pero ¿cómo ocultar la culpa de mi corazón? Tú la buscaste, la encontraste, la poseíste.
Entonces oí su susurro: Gimen y lloran por ti en tu preciosa Blackwood Farm. ¿Cuándo pondrán tu nombre en una lápida?
—Apártate de mí, desgraciado fantasma. Con la mía, ya te has cobrado una vida por tu vida. Déjame.
No hubo respuesta.
Y así seguí aprendiendo durante horas entre ellos.
Me adiestraron hasta que aprendí a dar el pequeño sorbo, pero no quedé nunca saciado, y se rieron de mi hambre cuando me quejé del dolor. Y si Petronia se mostraba huraña o impaciente, Arion la avergonzaba con su dulzura.
—Ahora tenemos que ir a cazar, los cuatro —dijo Arion—. Buscarás al malhechor utilizando el don de leer las mentes y nosotros te vigilaremos.
—Es una boda —explicó el anciano con su voz de bajo—. Un americano rico ha venido a Nápoles para la boda de su hija. Encontrarás malhechores por todas partes. Atraerás a uno y lo tomarás de tal manera que nadie sepa nada. Unas gotas de sangre de tu lengua harán desaparecer la herida. ¿Estás listo para ser uno de nosotros, hijo?
—Imagínatelo antes de salir —añadió Arion—. Llevan horas bebiendo. Tienes que moverte entre ellos en silencio, sin que nadie repare en ti. Dejarás a tus víctimas como si estuvieran borrachas. Podrás beber el pequeño sorbo de los inocentes si lo deseas.
—Sí —contesté. Tenía sed y el corazón inflamado. Deseaba con toda mi alma maldita ser como ellos. ¡Era uno de ellos!
De pronto Petronia me alzó y me arrojó por los aires, más allá de la puerta abierta de la terraza. Yo caí, caí hasta la playa y aterricé sin ruido en las rocas, de pie, justo al borde de la espuma verde del mar.
Miré en torno a mí. Alcé la vista. Qué lejos estaba Petronia. Me hacía señas desde la terraza y yo apenas la veía. Pero oí su susurro como si la tuviera al lado.
—Ven a mí, Quinn.
Deseé que mi cuerpo se elevara, y me elevé. Me moví más y más deprisa hasta flotar junto a ella, por encima de la barandilla de la terraza. Por fin aterricé a su lado.
Me rodeó con el brazo y me miró con ojos llameantes.
—Ya lo has visto. Nos movemos por velocidad, no por magia. Te tengo en mi poder. Y no derrames ni una gota cuando bebas. De ti sólo esperamos la perfección.
—Pero, ¿llegamos a matar?
—Sí así lo deseas. Si el mal está listo para ello y tú eres astuto y hábil.
El olor a comida era repugnante, el olor del licor, acre y extraño, como si jamás lo hubiera probado. El olor de la sangre emanaba de cada poro de piel que tocaba mientras avanzaba por el laberinto.
La novia estaba bajo una pesada pérgola, flaca como un espectro, hermosa, con un vestido de manga larga de encaje. Sostenía un cigarrillo con la mano izquierda y al verme me hizo señas apremiantes, como si me conociera, y yo leí su mente: era una invitación. Pero, ¿qué quería?
No podía apartar los ojos de ella mientras me acercaba. Entrelazó su brazo con el mío y yo capté el olor de su sangre, fuerte y palpitante bajo su piel olivácea.
Me llevó a un gran dormitorio y cerró la puerta con llave. Sus ojos negros me miraban implorantes. Tenía el maquillaje corrido y un mohín en los labios rojos.
—Ya le has visto, al muy hijo de perra —dijo furiosa—. ¡Lo que me hace el día de mi boda! — Su rostro era una impresionante mueca de rabia.
Me arrancó el abrigo y me llevó a la cama. El pelo negro le caía suelto de sus broches engastados de diamantes.
—Venga, deprisa, quiero que intente echar la puerta abajo, el muy cerdo.
Le sostuve la barbilla con la mano derecha para volverle la cara hacia mí. La besé en la boca. ¿Qué era aquello para mí? El olor de la sangre me abrumaba. Fui a su cuello, mordí con fuerza y la arteria explotó. La sangre manaba sobre su vestido de novia como de una fuente. Ella resolló. Yo cerré los labios sobre la herida maldiciéndome, maldiciendo mi torpeza, mi hambre, mi suerte. Por el Dios del cielo. Bebí y bebí. Ella estaba yerta, como en éxtasis, y una letanía de inocencia banal surgía de ella, no había maldad, no había malicia ni conocimiento ni dolor.
Seguí bebiendo y bebiendo la sangre salada. Me poseía, yo era un esclavo, no deseaba otra cosa. Excepto que ella no muriera, que no hubiera sangre en su vestido blanco, su espléndido vestido blanco.
Su corazón se apagó como una vela. No había manera de resucitarlo. La sostuve, la sacudí. Vuelve. Ha sido un error. Un espantoso error. Bebí de nuevo como un idiota, hasta que no quedó nada. Entonces me encogí gimiendo. No quedaba vida en ella, no quedaba sangre. La sacudí como una muñeca, una muñeca rota. ¡Estaba muerta! Miré los diamantes de su pelo arruinado.
Alguien me agarró del pelo y me lanzó contra la pared. Me di tal golpe que por un momento quedé ciego y casi sin sentido. Luego, bajo la luz parpadeante, la vi allí muerta, con un pie caído de la cama, el vestido cubierto de sangre, su hermoso vestido de encaje, su hermoso vestido blanco con sus filigranas y los círculos de lustrosas perlas, el pelo caído de los broches de diamantes, su rostro muy dulce, sin rabia ya, sin odio.
Era Petronia la que me había atacado. Ahora me sacó por la ventana bajo la pérgola y volvió a arrojarme contra la pared. Esta vez sentí la sangre manar de mi cabeza. Estaba aturdido de dolor. Me tiró por encima de la barandilla y yo caí y caí hacia el mar. Sentía que me moría. Estaba lleno de sangre inocente y me moría. Lloraba y me moría, y la novia, la pobre novia estaba muerta. La había dejado cubierta de su propia sangre. Traicionadas todas las novias de Blackwood Farm, Ofelia Inmortal nunca sería mi novia traicionada, con sangre en su vestido blanco, Rebeca nunca sería la novia de Manfred, riéndose.
Estábamos de vuelta en a palazzo. Petronia me golpeaba una y otra vez, maldiciéndome y maldiciéndose a sí misma por lo que había creado.
—Imbécil, la has matado. Imbécil. No era más que una zorrita, y por eso la has matado. En la locura del asesino, la has matado. No era nada más que una zorra. Idiota. —Me golpeaba la cara una y otra vez. Dolía, pero el dolor no es la muerte. Me daba patadas en las costillas. Yo me aferraba al suelo.
—¡Detenla! —gritó el anciano—. ¡Detenla, detenla, detenla!
—Te llevo a cazar a una boda plagada de asesinos y tú matas a la novia. —Petronia hervía de rabia. Me dio una patada en la cara y rodé en el suelo hasta quedar boca arriba. Entonces me pateó la entrepierna—. ¡Estúpido, torpe, ignorante, idiota, torpe!
—¡Que alguien la detenga! —rugió el viejo.
—¡Y la sangre del vestido! Pero, ¿cómo lo hiciste? ¡Cretino, idiota, imbécil! ¿Dónde creías que estabas? ¡Qué te creías que eras!
Por fin Arion la apartó de mí.
—Ha sido culpa nuestra —dijo—. Le hemos dejado solo. Es demasiado joven. Deberíamos haber estado con él.
Petronia lloraba. Estaba en brazos de Arion y lloraba.
Ay, Dios mío, ¿cómo había llegado a esto? ¿Cómo pudieron engañarme tanto mis sentidos? ¿Cómo permití que mi voracidad me llevara a aquel abismo? Estoy en la oscuridad, más allá del pánico y la ansiedad. Dios mío, esto es angustia. Pero aun así me aferró a lo que soy. Me aferró a todo lo que soy.
Y en algún lugar, muy, muy lejos de allí, otros me buscaban. Rebeca tenía razón. Y debían de estar diciendo: «Los caimanes lo han matado. Pobre Quinn. Está muerto.»
Y lo estaba.
Yo pensé, como un estúpido, que comprendía estas cosas. Arion me dijo también que todas las heridas que me había hecho Petronia en su ataque de rabia sanarían en un día puesto que no representaban nada serio para alguien de mi fortaleza, y que él vendría por mí cuando se pusiera el sol. Tenía que esperarle.
—No tengas miedo de la caja, hijo. Conviértela en tu refugio. Y no tengas miedo de tus sueños. Ahora eres inmortal y todas tus facultades han aumentado. Acéptalo y disfrútalo.
Me tumbé en la cripta, que me inspiraba el más inefable de los horrores, pero no podía hacer nada. Cerraron sobre mí la tapa de granito y muy pronto, llorando en silencio, quedé inconsciente.
Soñé con Patsy. Olía a algodón de azúcar. Sus labios sabían a manzana de caramelo. Soñé que era un niño pequeño y me sentaba en su regazo. Ella me echaba y yo me convertía al instante en un hombre y la mataba. Bebía su sangre, que sabía a caramelo. Sus enfermedades y su maldad no me contaminaban. Intenté despertar. Soñé esto mismo una y otra vez y me desperté en una ocasión, o lo soñé, con su cuerpo en mis brazos. Una Barbie. La tiré al agua verdosa del pantano y cuando se hundió bajo la superficie quedé horrorizado. Pero Patsy estaba muerta y manaba la sangre. Era demasiado tarde para salvarla. Adiós, Patsy. Rebeca se echó a reír. Una muerte por mi muerte.
—Sí —me burlé—, crees que lo tienes todo planeado.
—La maldición de Quinn —dijo el padre Kevin.
Cuando volví a abrir los ojos el sol acababa de ponerse y el cielo seguía rojo. Una luz dorada llenaba la cripta. Arion me miraba, contento de que estuviera consciente. Me llevó a la terraza.
Las estrellas surcaban el cielo púrpura. Detrás de las nubes colgaba el sol. Era magnífico.
—Algunos buscadores de sangre no se despiertan hasta que el cielo está totalmente oscuro — me contó—, y no llegan a conocer esta gloria. Ya veo que te proteges los ojos, pero no te hace daño.
Era cierto, pero me costó asimilar el hecho de que no volvería a ver la luz del día.
—No mires atrás. Ahora te llevaré a cazar. Esta noche serás mi aprendiz.
—No —contestó él con una carcajada sincera—. Está deseando verte. Pero es muy mala profesora, de modo que se lo he prohibido. Vendrás conmigo. Cazaremos en los cafés y los clubes de Nápoles.
Arion iba vestido de manera informal, con una camisa de seda negra abierta en el cuello, una chaqueta de seda rojo oscuro y unos elegantes pantalones.
Me llevó a una sala donde el muchacho mortal me ayudó a elegir un atavío similar. Una vez más, le di las gracias.
—Si tuviera dinero, te lo daría.
Encontramos toda clase de muchedumbre y practicamos el pequeño sorbo una y otra vez hasta que logré dominarlo. Luego, arrinconamos a dos «perfectos asesinos» y nos saciamos con ellos en un callejón de la parte más vieja de Nápoles. Dejamos allí sus cuerpos porque Arion dijo que no importaba, pero que habría otras ocasiones en que no sería así y sería necesario eliminar los cadáveres. En aquel caso, Arion les rebanó el cuello para que pareciera que se habían desangrado.
—Lo más importante es alimentarse sin matar. Si puedes vivir sin provocar la muerte, resistirás. Pero de vez en cuando el ansia de matar será abrumadora, ansiarás tomar el corazón ardiente, por eso te he enseñado a hacerlo.
Estaba exultante y la elegante figura de Arion me emocionaba. Imitaba su gracia. Quería que fuera mi modelo en todo. Y en cierto modo sigue siéndolo hoy en día. Se movía con aire felino y hablaba con una voz suave que inspiraba respeto y lealtad.
Tenía la piel tan negra que a la luz de los cafés y los bares parecía casi azul, y en sus profundos ojos amarillos había destellos castaños y verdes. Sus dientes eran de un blanco perfecto, sus labios, pequeños para su rostro, y su sonrisa, dulce y encantadora.
Por fin, después de cazar tal vez más de lo necesario, nos acomodamos en un café tranquilo donde él pudiera seguir aleccionándome. Y aquello me emocionó casi tanto como la caza.
Pero en cuanto me sosegué, en cuanto tuve en las manos el café, que no podía y no quería beber, me puse a temblar violentamente, en estado de conmoción.
Él puso la mano sobre la mía, se besó los dedos y repitió el gesto.
—Tienes que comprender en la medida de lo posible el don que se te ha otorgado. No renuncies en los primeros años. Muchos perecen de ese modo. Por supuesto, desprecias a Petronia por dártelo, pero todo esto es bueno y natural. Cuando ella bebió de ti, cuando estuvo a punto de matarte, viste a los que han ido al Paraíso antes que tú, y te apartaste.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque te leí la mente. Ahora no es lo mismo. Hemos intercambiado mucha sangre. Con Petronia pasa igual. No dejes que te engañe. Es despiadadamente inteligente, caprichosa y desgraciada. Pero te quiere, y ya no puede leer tu mente.
—¿Siempre es para ti una mujer? ¿Nunca la ves como un hombre?
Arion se echó a reír.
—Ella misma tomó la decisión hace tiempo de ser mujer conmigo. Cuando luchaba en el circo, hace siglos, era como mujer. Los que se enfrentaban a ella se maravillaban de su musculatura y su resistencia. Pero la consideraban mujer. Ella va de un género a otro, es hombre y mujer a la vez. Pero no tenemos que hablar de eso ahora. Hablemos de ti.
—¿Y qué hay que decir de mí? ¿He llegado aquí por propia voluntad? No, pero a pesar de todo, me culpo de lo sucedido. En la visión que tuve del Paraíso me aparté de mis abuelos, tienes razón. Pero me gustaría que me dijeras, incluso si la respuesta me atormenta, si lo que vi fue real.
—No te lo puedo decir —contestó encogiéndose de hombros con un gesto elegante—. No lo sé. Yo sólo sé lo que viste. Con mis víctimas pasa lo mismo. Muchas veces ven la luz del Paraíso y los seres que amaron los llaman, de manera que dejan mi abrazo en espíritu y yo me quedo con el cadáver.
Esa respuesta me inquietó. Me quedé callado un buen rato. Incluso alcé el café y volví a dejarlo. El bar estaba medio vacío, pero en la calle se oía el ruido de los transeúntes. Frente a nuestro establecimiento había un club nocturno y la música palpitaba más allá del cartel de neón. Me pregunté si habría recorrido aquella calle cuando estaba vivo. No me acordaba. Pero Nash y yo habíamos paseado por Nápoles. Era posible. Y ahora, ¿cómo volvería a ver a Nash? ¿Cómo iba a volver a casa?
—Déjame que insista de nuevo en ello —dijo Arion—. No te destruyas los primeros años. Les sucede a muchos. Hay muchos peligros a tu alrededor y es fácil desesperar. Es fácil sucumbir al odio amargo contra ti mismo. Es fácil sentir que el mundo ya no te pertenece, cuando nada está más lejos de la verdad. El mundo es tuyo y tuyo es el paso de los años. Y ahora debes sencillamente vivir para ello.
—¿Cuánto tiempo tenemos?
La pregunta le sorprendió.
—La eternidad —dijo, encogiéndose de nuevo de hombros—. No tenemos final. Cuando te di mi sangre intenté ocultarte mi vida, pero tú viste el lugar de mi felicidad mortal. Sabes que era Atenas. Viste la Acrópolis y la reconociste de inmediato. Viste el templo de Atenea en todo su esplendor. No pude ocultarte el secreto del brillo de aquella época, el sol de Atenas, tan fuerte, tan caliente, tan inclemente, tan maravilloso. Tú absorbiste de mí este conocimiento y debes saber sin duda cuánto tiempo llevo viviendo, cuánto tiempo he caminado sobre la tierra, cuántos siglos he vagado.
—¿Qué te sostiene? ¿Qué te mantiene? Desde luego no son Petronia ni el viejo.
—No seas tan apresurado en tus juicios —me reprendió con dulzura—. Alguna noche, dentro de mucho tiempo si es que sobrevives, te reirás cuando te acuerdes que me hiciste estas preguntas. Además, yo amo a Petronia y puedo controlarla. Te preguntarás tal vez por qué no impedí que te creara, por qué no hice uso de mi autoridad para que no te corrompiera. Debes comprender que lo que yo vi es que te daba la inmortalidad.
Hizo una pausa, sonriendo y tocándome la mano.
—¿Existen otras razones? Lo cierto es que no lo sé —prosiguió—. Tal vez albergaba el deseo de verte transformado. Eres tan admirable, tan joven, tan espléndido en todo tu ser... Y con la única excepción de Manfred, hacía siglos que Petronia no realizaba el oscuro truco, como algunos lo llamamos. Siglos. Petronia tiene la teoría de que el deseo va creciendo en nosotros y tiene que ser saciado, de manera que entonces nos trae a alguien y lo convierte en un buscador de sangre.
—Pero las chicas y el muchacho que me prepararon hablaban como si hubiera habido otros.
—Petronia juega con los otros y luego los destruye. ¿Qué sabrán los criados? A ellos les dicen que el postulante se está preparando para recibir grandes dones y luego fracasa. Eso es todo. De la niña no sé gran cosa. Es ignorante y codiciosa. Pero el chico tiene chispa. Tal vez Petronia lo incluirá en nuestro grupo.
—¿Y se ha hecho bien?
—Por supuesto que se ha hecho bien —contestó Arion, casi como si mi pregunta fuese un insulto—. A pesar de que se emplearon más palabrotas y patadas de lo que yo considero necesario, en general se hizo bien. Yo me encargué de que se hiciera bien. Pero tengo algo más que decirte.
Hizo un gesto con el café, jugando con él como si le gustara verlo moverse en la taza y saborear su aroma, que era oscuro y denso y extraño para mí.
—Te estoy vigilando, por supuesto —prosiguió—. Cuando bebas de los malhechores, tienes que deleitarte en ello, no retroceder ante el mal. Es tu ocasión de ser tan malo como la persona que matas. Sigue el mal de tus víctimas mientras vacías su alma. Aventúrate en crímenes que tú nunca cometerías sin miramientos. Cuando termines, retoma tu alma con lo que has aprendido y estarás limpio de nuevo.
—Me siento de todo menos limpio.
—Entonces siéntete poderoso. La enfermedad no puede tocarte, ni la edad. Cualquier herida que sufras sanará. Si te cortas el pelo, volverá a crecer en una noche. Tendrás siempre el mismo aspecto que ahora, mi Cristo de Caravaggio. Recuerda, sólo el sol y el fuego pueden afectarte.
Le escuchaba con toda mi atención.
—Debes evitar el fuego a toda costa, porque tu sangre arderá y padecerás un terrible sufrimiento, aunque podrías sanar, curándote poco a poco con los siglos. En cuanto al sol, a mí no me mataría en un día. Pero en éstos tus primeros años puede destruirte. No te rindas al deseo de la muerte. Se lleva a demasiados jóvenes en su impetuosidad y sus exaltadas emociones.
Sonreí. Sabía muy bien lo que eran las emociones exaltadas.
—No tienes que encontrar una cripta todos los días de tu vida. Petronia y yo juntos te hemos hecho fuerte, y hasta la sangre del viejo ha sido buena para ti. Una habitación cerrada a cal y canto, apartada del sol, un escondrijo te será suficiente, pero al final elegirás un refugio donde puedas retirarte, un lugar que sea tuyo donde nadie pueda encontrarte. Recuerda, cuando llegue el momento, que ahora eres diez veces más fuerte que cualquier mortal.
—¡Diez veces más fuerte! —exclamé maravillado.
—Sí. Cuando tomaste a la hermosa novia le partiste el cuello en los últimos momentos. No te diste ni cuenta. Y lo mismo pasó con el asesino del callejón. Le partiste la columna. Tienes que aprender a tener cuidado.
—Estoy empapado de muerte. —Me miré las manos. Sabía que no volvería a ver nunca a Mona, porque una bruja como ella vería la sangre que me cubría.
—Ahora te alimentas de mortales —contestó Arion con su habitual elegancia—. Es tu naturaleza. Los buscadores de sangre han existido desde el principio de los tiempos y probablemente antes. Hay viejos mitos, tanto escritos como orales, que cuentan que en una época vivían aquí los seres de los que manaba la fuente primigenia a todos nosotros, y que lo que les pasara a ellos nos pasaba a nosotros y por tanto debían permanecer para siempre sin mácula. Pero ya te daré los libros en los que se cuentan estas fábulas...
Se interrumpió un momento para recorrer con la mirada el bar. Me pregunté qué vería. Yo veía sangre en todos los rostros, oía la sangre en todas las voces y percibía los pensamientos de todas las mentes como ruido estático.
—Baste decir que la Madre se alzó de su sueño de miles de años y destruyó iracunda a muchos de sus hijos. Se movía al azar, y agradezco a los dioses el hecho de que nos pasara de largo. Yo no podría haber hecho nada contra su poder, porque ella tenía el don de la mente, es decir, el don de matar a voluntad, y el don del fuego, de quemar a voluntad, y quemó a los buscadores de sangre que encontró, que se contaban por centenares.
»Al final ella misma fue destruida, y el núcleo sagrado —la sangre primigenia de la que todos venimos— pasó a otro, porque si no se hubiese marchitado como las flores en un tallo muerto. Pero la raíz ha sido siempre preservada.
—Y esa persona, la que tiene el núcleo o la raíz, ¿es muy vieja?
—Es una mujer, y es ancestral, tan antigua como la Madre, y no tiene ningún deseo de gobernar, sólo de mantener la raíz a salvo y de vivir como testigo del tiempo, en un lugar apartado del mundo y sus preocupaciones. Con esa edad sobreviene la paz. Ya no necesita beber sangre.
—¿Y cuándo llegará para mí esa paz?
Arion lanzó una suave carcajada.
—Tardará miles de años. Aunque con la sangre que te he dado, puedes aguantar muchas noches sólo con el pequeño sorbo o incluso sin nada. Sufrirás pero no te debilitarás hasta morir. Eso es lo importante, no te olvides: no llegues a estar tan débil que no puedas cazar. No dejes que te pase nunca. Prométemelo.
—¿A ti te importa lo que a mí me pase?
—Por supuesto. Si no fuera así, no estaría aquí contigo. Te he dado mi sangre, ¿no es verdad? —Se echó a reír de nuevo, pero con gentileza—. Tú no sabes qué regalo es mi sangre. He vivido mucho tiempo. En el argot de nuestra gente, soy un hijo del milenio, y mi sangre se considera demasiado fuerte para los jóvenes e ignorantes, pero yo te considero sabio y por tanto te la he dado a probar. Vive para hacerle justicia.
—¿Y qué esperas de mí? Sé que tengo que matar a los malhechores y no a otros, sí, y que el pequeño sorbo se debe tomar con astucia y elegancia, pero, ¿qué más esperas?
—Nada, en realidad. Ve donde quieras ir y haz lo que desees hacer. Tú mismo tendrás que descubrir lo que te sostiene, cómo quieres vivir.
—¿Tú cómo lo hiciste?
—Me estás pidiendo que retroceda muchos años. Mi maestro y mi creador fueron la misma persona, un gran escritor de teatro griego, justo antes y durante los tiempos de Esquilo. Antes de establecerse en Atenas, se había dedicado a recorrer mundo y había estado en la India, donde me compró. Mi amo era entonces un hombre del que apenas me acuerdo, que me tenía para su cama y me había educado para su biblioteca, y que me vendió por un precio muy alto al ateniense, que me llevó a Atenas para que copiara libros para él y fuera su esclavo en la cama. A mí me encantaba. El mundo del teatro me fascinaba. Trabajábamos mucho en la escenografía, los ensayos del coro y del actor en solitario al que Tespis había introducido entonces en el teatro.
»Mi amo escribía obras de todo tipo: sátiras, comedias, tragedias. Escribía odas para celebrar a los atletas triunfadores, largos poemas épicos, poesías para su propio placer. Muchas veces me despertaba en plena noche para que copiara algo o, simplemente, para que le escuchara.
«"Despierta, Arion, despierta. ¡No te vas a creer lo que acabo de crear!", me decía, sacudiéndome y poniéndome un vaso de agua en las manos. Ya sabes que la métrica y el ritmo eran muy importantes para los griegos de aquel entonces. Mi amo era un auténtico maestro y me hacía reír con su ingenio.
«Escribía para cada festival, cada concurso, con cada excusa imaginable, y se involucraba en todos los detalles de la representación, hasta en la procesión que a veces la precedía o la pintura de las máscaras que se utilizarían en ella. Era su vida. Bueno, eso cuando no estábamos viajando.
»Le encantaba ir a otras colonias griegas y participar también en el teatro. Fue precisamente aquí, en Italia, donde encontró a la hechicera que le dio el poder. Vivíamos en la ciudad etrusca que más tarde se convertiría en Pompeya. Él estaba ocupado montando una obra para los griegos con motivo del festival de Dionisos.
»Todavía recuerdo aquella noche. Cuando volvió a casa no parecía querer saber nada de mí, pero luego me llamó a su presencia y bebió de mí torpemente y cuando me pareció que me iba a morir, cuando estuve seguro de que era mi fin, me dio la sangre en un momento terrible, llorando desesperado, suplicándome que comprendiera, que no sabía lo que le había pasado.
»Los dos éramos neófitos y aprendimos juntos. Éramos niños de la sangre. Él quemó todas sus obras, declarando que lo que había escrito no valía nada. Ya no se contaba entre los seres humanos. Hacia el final de sus días se dedicó a buscar brujos y hechiceros que le ayudaran a sanar la Sangre Malvada que había en él. Y murió ante mis propios ojos. Se inmoló cuando apenas habían pasado veinticinco años. Me dejó huérfano y endurecido,
»Se habían conocido aquí, en Nápoles, y Petronia se había encaprichado con visitar los pantanos donde él vivía y buscar allí un refugio. Le parecía un lugar muy apropiado para ir a cazar a los desahuciados, a los bebedores y jugadores de Nueva Orleans y de todo el Sur. Y al final él le construyó una casa y una tumba, como ella deseaba. A Petronia le encantaba retirarse allí cuando se enfadaba conmigo o cuando quería algo nuevo y excitante y tenía que alejarse de Italia, donde todo se había hecho ya más de cien veces.
»Pero con el tiempo llegó a prometer a Manfred que le daría la sangre, porque ya le había contado lo que era. Al final tuvo que cumplir su palabra. Eso fue lo que le dije, y ella me obedeció. Lo trajo aquí para que sus seres queridos pensaran que había muerto en el pantano.
»Y contigo pasará lo mismo. Supondrán que has muerto en el pantano, ¿no es así?
No contesté de inmediato.
—Gracias por todo lo que me has contado y por lo que me has enseñado —dije por fin—. Me siento humilde ante ti. Sería un estúpido si pretendiera comprender del todo tu edad, el valor de tu perspectiva, tu paciencia. Sólo puedo ofrecerte mi gratitud. ¿Podría hacerte una última pregunta?
—Por supuesto. Pregunta lo que quieras —se ofreció sonriendo.
Asintió con la cabeza.
—¿Qué le has dado al mundo a cambio?
Arion se me quedó mirando con gesto pensativo, pero todavía cariñoso y cordial.
—Nada.
—¿Porqué?
—No lo sé, pero tengo la impresión de que me estoy volviendo loco. Siento que si voy a vivir para siempre, tengo que dar algo a cambio.
—Pero nosotros no formamos parte del mundo, ¿es que no lo ves?
—No te atormentes. Piensa en ello. Tienes tiempo, todo el tiempo del mundo.
—Te voy a preguntar una cosa. Cuando estabas vivo, ¿sentías que tenías que dar algo a cambio de la vida?
—Sí.
—Ya. De manera que eres como mi viejo maestro con su poesía. ¡Pero no debes seguir su ejemplo! Imagínate, Quinn, lo que yo he visto. Y siempre hay pequeñas cosas que hacer, siempre hay cosas maravillosas.
—¿Eso crees?
Solté una carcajada irónica.
Cuando nos levantamos para marcharnos del café me miré con atención en el espejo de la pared. Incluso con mi visión aumentada, tenía un aspecto bastante humano. Y nadie nos había mirado dos veces, excepto un par de chicas que habían entrado a tomar un café. Era bastante humano. Sí, eso me gustó. Estaba encantado.
La habitación era espectacular, con las paredes completamente cubiertas de espejos. Petronia estaba sentada en un banco curvo de granito cubierto por un cojín de terciopelo. El joven adonis la peinaba.
Iba vestida de hombre, con un abrigo de terciopelo beis, camisa blanca de volantes, que habría sido muy apropiada en el siglo XVIII, y un enorme camafeo rectangular al cuello con muchas figuras talladas y bordeado de diamantes.
Llevaba el pelo recogido y el muchacho le estaba haciendo una trenza. Desde la parte superior de la cabeza, que como ya he dicho tenía una forma muy hermosa para aquel peinado tan severo, el criado trenzaba con el pelo dos sartas de diamantes.
La sala estaba abierta al mar, como todas las habitaciones del palazzo que había visto, aunque creo que había olvidado mencionar que el baño también lo estaba.
A pesar de la hora veía el cielo color violeta, y las estrellas, de nuevo, parecían moverse. De hecho el cielo parecía entrar en la sala.
Me quedé sin aliento, literalmente, no sólo por las estrellas y las constelaciones, sino por la pura belleza de Petronia con su estricto atavío masculino y su elegante cabeza resaltada una vez más por la austeridad de su peinado.
Nos quedamos mucho tiempo mirándonos, hasta que el adonis le dijo con suavidad que había terminado la trenza y le ajustó el broche de diamantes.
Ella se volvió y le ofreció lo que parecía una gran cantidad de dinero.
—Vete a divertirte, lo has hecho muy bien.
Él hizo una reverencia y salió de la sala caminando hacia atrás, como si estuviera ante la reina de Inglaterra.
—Así que lo encuentras hermoso, ¿no es así? —me preguntó Petronia.
—¿Ah, sí? No lo sé. Todo me resulta encantador. Como ser humano era un entusiasta, ahora creo que me estoy volviendo loco.
Petronia se levantó del banco y me tomó en sus brazos.
—Todas las heridas que te infligí se han curado. ¿Me equivoco?
—No, tienes razón. Excepto la herida que nadie puede sanar, la que yo mismo me he abierto, la de matar a una mujer inocente en su propia boda. Eso es incurable. El tiempo no lo curará, y supongo que es lo correcto.
Ella se echó a reír.
—Ven, vamos con los demás. Tu tatarabuelo no sabe más que jugar al ajedrez. Cuando le conocí era un jugador de póquer empedernido. Me ganaba a mí, aunque no te lo creas. Rebeca era una mujer muy reservada. No estés triste por ella. Pero tengo que decirte, en cuanto a lo de la novia, que para mí fue una noche espléndida.
Al cabo de un momento estábamos en la sala grande, con la ominosa jaula de oro en un extremo. Me imaginé dentro un pájaro gigante. Desde luego, yo no parecía un pájaro. Me acordé del Cupido victorioso de Caravaggio. ¿Tendría yo ese aspecto?
—Tengo que contarte lo que pasó —prosiguió Petronia, llamando la atención de Arion—. Fue una suerte. El padre y el marido de la novia son unos asesinos de primera, y por supuesto la pequeña zorra lo sabía, de modo que apacigua con eso tu conciencia si quieres, Quinn. Pero esta noche han enviado aquí un pelotón armado, cuatro matones, como solemos llamarlos, porque se ve que nos reconocieron, y no te puedes imaginar lo que me he divertido con ellos. No es que me guste dar palizas a los mortales, por mucho que tú creas lo contrario, Quinn, pero eran cuatro.
—¿Y ahora dónde están? —preguntó Arion. Estaba sentado a la mesa con el anciano, que miraba el tablero. Yo me senté entre ellos.
Petronia se puso a caminar de un lado a otro.
—En el mar. Cayeron en el coche por el acantilado. Así, sin más. No fue nada. Ahora bien, la pelea que hubo aquí antes de que me librase de los cuerpos fue una verdadera maravilla.
—Estoy seguro —comentó Arion un poco asqueado—. Y tú te has quedado contenta.
—Contentísima. Bebí hasta hartarme del último, y eso fue lo mejor. No, lo retiro. Lo mejor fue la pelea, matarlos antes de que pudieran sacar las armas y hacerme un agujero en el cuerpo. Fue de lo más emocionante. Me hizo pensar que debería pelear más, que no basta con matar.
Arion movió la cabeza con gesto cansado.
—Deberías hablar con un poco más de elegancia, por tu pupilo. Explícale algunas reglas.
—¿Qué reglas? —preguntó ella. Seguía caminando de un lado a otro, casi hasta la ventana y de nuevo hacia los murales, barriendo la sala con la vista. Luego miró las estrellas.
—Está bien. Reglas. Nunca le cuentes a un mortal lo que eres. ¿Qué te parece? Nunca mates a uno de los nuestros. ¿Te basta con eso, Arion? Creo que no me acuerdo de nada más.
—Sé que te acuerdas muy bien. —Arion, que también miraba el tablero, movió la reina.
—Tienes que ocultar a la víctima para no llamar la atención —prosiguió ella— y siempre, siempre... —Se interrumpió y se me quedó mirando, señalándome con el dedo—. Siempre debes respetar a tu creador y maestro. Atacar a tu amo, tu maestro, significa la muerte a sus manos. ¿Qué te parece?
—Eso está muy bien —terció el anciano con el mentón trémulo. Me apretó el hombro y sonrió con su boca enorme y fláccida—. Ahora las advertencias. Necesita advertencias.
—¡Como qué! —exclamó Petronia enfadada—. ¡No te asustes de tu propia sombra! ¡No te comportes como si fueras un viejo cuando eres inmortal! ¿Qué más?
—Talamasca. Háblale de Talamasca —insistió el anciano, haciéndome un gesto con la cabeza y frunciendo la boca como si fuera un pez—. ¡Saben de nosotros! ¡Lo saben! Y no debes jamás caer en la trampa de sus halagos. ¿Lo entiendes, hijo mío? Te halagarán con su curiosidad, que es lo que hacen con todo el mundo. Las lisonjas son su arma. Pero no debes rendirte a ellas jamás. La orden de Talamasca es una sociedad secreta de magos y parapsicólogos, y van detrás de nosotros. Quieren encerrarnos en sus castillos, aquí en Europa, y estudiarnos en sus laboratorios como si fuéramos ratas.
Me quedé sin habla. Intenté no pensar en Stirling, pero el anciano me miraba fijamente, como queriendo leer mi mente.
—Ah, ya veo que los has conocido. Ya se han metido en tu vida porque sabías ver los espíritus. Esto es muy peligroso. No puedes arriesgarte a acercarte a ellos nunca más.
—Todo eso terminó hace mucho tiempo. Veía a los espíritus, sí. Probablemente los siga viendo.
Arion negó con la cabeza.
—Los fantasmas no vienen a nosotros, Quinn.
—Desde luego que no —confirmó Petronia, que no dejaba de andar—. Ya verás que el tuyo ha desaparecido, si es que vuelves para espiar tal vez a aquellos a los que amabas.
Yo no dije nada. Miré el tablero. El viejo hizo jaque a la reina de Arion.
—¿Cuáles son las demás reglas? —pregunté.
—No crees a otros sin el permiso de tu creador —dijo Arion— o del más anciano de los que formen el grupo con el que vives.
—¿Quieres decir que yo podría crear a alguien?
—Por supuesto. Pero debes resistir la tentación. Como te he dicho, sólo podrías hacerlo con el permiso de Petronia o, en realidad, mi permiso, puesto que estás en mi casa.
Petronia resopló con desdén.
—Ésa podría ser tu peor tentación —prosiguió Arion—. Pero eres demasiado joven y demasiado débil para lograr la transformación. Acuérdate de lo que te digo. No seas temerario. No compartas la eternidad con alguien a quien puedas llegar a despreciar o incluso odiar.
Asentí.
Entonces se produjo un largo silencio durante el cual Petronia se detuvo en la ventana y miró las estrellas.
—Otra advertencia —dijo por fin, volviéndose hacia mí—. Si vuelves al pantano, y alguna noche puede que vuelvas aunque sólo sea para ver a tu querida tía, la gran dama, o por alguna otra razón, no cedas a la tentación de cazar en Nueva Orleans. Talamasca nos vigila allí muy de cerca, y aunque son torpes mortales, pueden hacernos daño. Pero existe otro peligro, y es un poderoso buscador de sangre que se hace llamar el vampiro Lestat. Gobierna en Nueva Orleans y destruye a los buscadores jóvenes. Es inclemente, iconoclasta y egocéntrico. Escribe libros sobre nosotros que pasan por ficción. Muchas de las historias de esos libros son ciertas.
Me quedé en silencio un buen rato.
Petronia acercó una silla a la mesa y, con el brazo en torno a Arion, se puso a mirar la partida. Arion había salvado a su reina, pero por los pelos, y estaba a punto de recibir el jaque mate de forma muy taimada. Yo lo vi venir y, por las piezas que él movía, estaba claro que no se había dado cuenta. De pronto el anciano realizó su movimiento sorpresa y Arion se echó hacia atrás perplejo. Luego sonrió, moviendo la cabeza.
—¡Otra partida! —exclamó entre risas—. Lo exijo.
Mientras él colocaba las piezas, me levanté despacio.
—Os dejo, caballeros. Gracias por vuestra hospitalidad y vuestros dones.
—¿De qué hablas? —terció Petronia.
—Me voy a casa. Quiero estar con mi familia.
—No, en absoluto. Y ahora deseo romper nuestro trato. El santuario es mío. Lo reclamo en este momento. Necesito el mausoleo para ocultarme de día y necesito el resto como refugio de noche. Ahora os dejo con vuestro ajedrez. Una vez más, muchas gracias.
Arion se puso en pie.
—¿Pero cómo llegarás a tu casa? —preguntó con suavidad—. Puedes muy bien desafiar la gravedad en distancias cortas, y con gran velocidad, tal vez más de lo que imaginas. Pero no puedes atravesar la mitad del mundo. Tardarás años en adquirir esa habilidad.
—Me voy como iría cualquier mortal.
—¿Y qué harás cuando llegues? —preguntó Petronia.
—Vivir en mi casa, como siempre. Vivir en la habitación donde siempre he vivido. Estar con mi familia, como siempre he estado. Lo haré todo el tiempo que pueda. No pienso renunciar a ellos.
Petronia se levantó.
—Pero no sabes cómo fingir que eres humano. No tienes ni idea.
—Sí que la tengo. Te he visto hacerlo. Lo has conseguido en una habitación llena de gente. ¿Por qué me iba a resultar tan difícil? Además, estoy decidido a ello. No voy a renunciar a mi antigua vida.
—¿No te das cuenta de que si revelas tu secreto a esos mortales los destruirás?
—No puedes marcharte así sin más, Quinn —insistió Arion.
—¿Es que necesito tu permiso? —repliqué, mirándole a los ojos.
Se encogió de hombros, como yo sabía que haría.
—No, no lo necesitas.
—¡Haz lo que te dé la gana! —exclamó Petronia, como también yo esperaba.
—Entonces, ¿el santuario es ahora mío? —pregunté con una sonrisa.
—Considéralo un regalo de mi parte —dijo ella con malevolencia.
Entonces me volví hacia el anciano.
—Manfred, ya nos veremos en otra ocasión.
Bajé las escaleras del palazzo y no tardé en salir a un camino estrecho y sinuoso que llevaba a la ciudad.
Al cabo de veinte minutos entraba en el hotel Excelsior, donde me había alojado en tres ocasiones durante nuestros viajes a Nápoles. Fui directamente al mostrador del conserje, que se acordó de mí y me preguntó por tía Queen.
—Me han robado. Me lo han quitado todo. Necesito llamar a mi tía a cobro revertido.
Pusieron de inmediato el teléfono a mi disposición y me prepararon una suite.
Fue Jasmine la que contestó, y se echó a llorar. Cuando tía Queen se puso al aparato estaba casi histérica.
—Escucha —le dije—, no te lo puedo explicar, pero estoy en Nápoles, en Italia. Necesito desesperadamente mi pasaporte y dinero. —Le repetí una y otra vez que la quería y que aquello había sido inesperado incluso para mí. Le conté que no se lo iba a poder explicar, pero que necesitaba pasar una noche decente en el hotel y emprender el vuelo hacía casa al día siguiente por la noche.
Por fin se puso Nash para dar todos los datos que hacían falta. Me suministraron oficialmente todo lo que necesitaba y me dijeron que me enviarían los billetes de avión. Yo insistí en que sólo podía viajar de noche. Pretendía ir de Nápoles a Milán en vuelo nocturno, luego de Milán a Londres y de allí a Nueva York, desde donde volvería a Nueva Orleans.
Cuando cerré la puerta de mi habitación entré en estado de conmoción.
Parecía que mi vida había sido una sucesión de miedos crecientes, y éste que sentía ahora era el peor. Era silencioso y frío y más intenso que el pánico. El corazón me latía en la garganta. Era un terror que nunca podría aplacarse, un dolor que jamás podría mitigar.
Tarquin Blackwood estaba muerto, eso lo sabía. Pero todavía existía una gran parte de mí, y esa parte, por muy confuso que estuviera después de recibir tantos dones que yo no había pedido, sólo deseaba estar con tía Queen, con Tommy, con Jasmine, con mis seres queridos, con mis insustituibles y adorados amigos y mi familia.
No, no pensaba renunciar a la familia. No, no me alejaría sin más de Blackwood Manor y de las personas a las que tanto quería.
No, no me alejaría sin luchar, sin intentar al menos quedarme con ellos todo lo posible.
En cuanto a Mona, mi amada bruja, no volvería a verla nunca jamás ni dejaría que oyera mi voz a través de un teléfono. Mi maldad no la tocaría, ni conocería nunca mi auténtico destino. Mi dolor no habría de mezclarse con el suyo.
Debí pasar así una hora, con la espalda apoyada contra la puerta, incapaz de moverme. Intenté respirar hondo, intenté no apretar los puños, intenté superar el miedo, intenté no sentir ira.
La transformación se había realizado y tenía que seguir adelante. Tenía que volver a casa. Tenía que hacerlo todo con suavidad y mucha convicción, y amar con todo mi corazón a las personas que me amaban.
Por fin me tumbé en la cama con un nudo en la garganta, temblando, atenazado de pronto por un cansancio sobrecogedor, y caí dormido como un mortal.
No debí de tener sueños. No soñé con Patsy ni con Rebeca, aunque me pareció oír de nuevo la risa de esta última, pero no me importó.
Me despertaron las primeras luces como agua hirviendo.
Cerré enseguida las cortinas y me inundó una dulce y fresca oscuridad. Luego me metí debajo de la cama y no tardé en perder de nuevo la consciencia.
A la noche siguiente ya tenía un pasaporte provisional, dinero en el bolsillo, una nueva tarjeta American Express y los billetes para emprender el viaje. En cuanto llegué a Londres me di cuenta de que debía establecer una ruta diferente para volver a casa, de modo que hice escala en Nueva Escocia, Canadá y por fin Newark. Desde allí me encaminé a Nueva Orleans.
Durante todo este tiempo practiqué temeroso mi habilidad con el pequeño sorbo en aeropuertos, acechando las multitudes como un felino, siguiendo a mis víctimas durante horas antes de encontrar el momento oportuno, ese dulce momento que amaba y odiaba al mismo tiempo. No tenía ninguna duda de que yo parecía humano a los ojos de la gente, parecía incluso agradable. Y en mi caza no cometí torpezas, no maté a nadie, no derramé una gota.
Era una agonía de miedo y placer. Me movía entre una humanidad de la que sólo podía formar parte como un monstruo. Y los bulliciosos aeropuertos se convirtieron en un infierno, como enormes decorados para un drama existencial. Pero me estaba volviendo tan adicto a la caza como a la sangre.
Cuando por fin llegué a Nueva Orleans, tía Queen abrió los brazos para recibirme, y luego lo hicieron Nash, mi encantadora Jasmine y mi hijo Jerome, a quien alcé en brazos dándole besos y estrechándole con fuerza. También había venido Tommy, mi reservado tío de trece años a quien yo adoraba.
Si cualquiera de ellos vio algo raro en mí, la impresión quedó totalmente eclipsada por mi entusiasmo. En cuanto a la historia de cómo había llegado a Italia, les prometí que algún día se la contaría. Por supuesto, pusieron el grito en el cielo, pero no podía decirles más.
Nada más entrar en la limusina para volver a casa me contaron que Patsy estaba muy enferma de sida pero que respondía bien a la medicación. Sin embargo, Seymour la había demandado. Sostenía que ella no le había advertido y que le había contagiado la enfermedad. No supe qué decir. Pensé en el sueño espantoso que había tenido. No podía olvidar las imágenes.
—¿Cómo está? —pregunté. Me contestaron que bien.
—¿Cómo va la banda? —Me contestaron que bien.
En cuanto llegamos a casa fui a abrazar a la Gran Ramona y le dije que ya era muy mayor para seguir durmiendo con ella y ella me respondió que ya era hora, que llevaba tiempo esperándolo.
Estuve llorando mucho tiempo. Fui al baño y vi que la sangre me surcaba la cara, y así es como supe que lloramos lágrimas de sangre. Me limpié con un pañuelo y por fin dejé de llorar. Entonces me di cuenta de que Goblin estaba allí.
Estaba sentado en la silla de mi mesa, mirándome. Era mi duplicado perfecto, incluso con sangre en los ojos.
Tenía tal aspecto que por un instante se me paró el corazón y casi grité de terror.
Me limpié la cara una y otra vez y eché a correr hacia él.
—Mira. ¡Me estoy limpiando la cara! ¡Me estoy limpiando! Ya no tengo sangre, ¿lo ves? —le grité como un loco. Tenía que bajar la voz—. ¿Es que no lo ves? Ya no tengo sangre. ¡Me la he limpiado!
El se quedó allí un momento, con sangre en los ojos y sangre en las mejillas. Luego se lanzó hacia mí. Entró en mí. Se fundió conmigo empujándome hacia atrás contra la mesa redonda y contra la cama. No me lo podía quitar de encima, estaba en mí, fusionado conmigo, y era como una mortal descarga eléctrica. Cuando por fin se apartó lo vi enorme, cubierto de gotas de sangre, y me desmayé.
Ya puedes imaginar los sucesos que siguieron a mi vuelta a casa. Sabes, por mis palabras, cuánto quiero a mi familia. Sabes lo mucho que mi vida está entretejida con la suya.
Sentía un odio terrible por Petronia y por lo que me había hecho. Con una pasión que sólo puede calificarse de frenesí retomé mi vida humana, mi mundo mortal, mi existencia familiar. No pensaba tolerar lo contrario, a menos que me demostrasen que todos sospechaban de mí y me rechazaban. Pero eso no sucedió.
Antes bien al contrario, la gente me necesitaba y yo lo sabía. Mi extraña desaparición había herido seriamente a tía Queen, a Tommy, a Jerome, a Jasmine e incluso a Clem y la Gran Ramona. Intenté redimirme con interminables disculpas, aunque no podía explicarles lo sucedido.
Lo único que podía hacer era prometer que no volvería a desaparecer, que aunque me había convertido en un soltero reservado, en una criatura de hábitos nocturnos, y aunque de vez en cuando podía pasar fuera una noche o dos o incluso tres, siempre terminaría por volver a casa y nadie debía preocuparse por mí.
—Lo de Quinn es sólo una fase —decían ellos entre risas. Pero Quinn estaba mucho por casa.
Hice que decorasen mi habitación tal como la ves, con gruesas cortinas de terciopelo para evitar la luz y una sólida cerradura en la puerta. Pero solía pasar las horas del día en el mausoleo
Tía Queen ha confesado que en realidad tiene ochenta y cinco años, no ochenta, un pequeño secreto que no nos había revelado cuando paseábamos con ella por las ruinas de Pompeya, pero es una mujer dinámica, curiosa, con una gran capacidad para disfrutar de la vida, como tú mismo viste, y recibe a gente en su habitación todas las noches con Cindy, la enfermera, y Jasmine y otros asistentes, incluido yo, sobre todo al final de la tarde, puesto que no suelo marcharme a mis correrías nocturnas hasta que dan las doce.
En cuanto al hotel, Jasmine estaba absolutamente molida, como solemos decir, y no quería seguir haciéndose cargo de él. Y una vez que cedimos a Tommy una de las habitaciones del piso superior, destinamos otra para Brittany cuando venía de visita y pusimos a Nash en la de Pops, sólo quedó un cuarto para un huésped, de manera que nos pareció inútil alquilarlo.
Luego Patsy, que está bastante débil, comenzó a quedarse en ese dormitorio. De manera que el hotel se acabó.
Pero el barrio no podía pasarse sin el gran banquete de Navidad, el bufé de Pascua, el festival de la azalea y alguna que otra boda, de manera que Jasmine todavía se dedica a organizar estos eventos con gran orgullo, aunque se queja de ello como si fuera una mártir.
Este último año yo me quedé al fondo cuando se cantaban los villancicos, sin atreverme a llorar, pero llorando por dentro cuando la soprano cantó Noche de paz dos veces sólo para mí.
Puesto que estoy loco, organicé también una cena de medianoche entre el Sábado Santo y el Domingo de Pascua, sólo porque no pude asistir al almuerzo de Pascua. Salió de maravilla este año, además del habitual bufé de mediodía, y atrajo a una multitud muy diferente. Y he estado maquinando otros eventos benéficos nocturnos, aunque ando un poco distraído estos días.
Tommy nos sorprendió a todos pidiendo por propia voluntad que le enviáramos a un internado en Inglaterra, a Eton nada menos.
Nash le acompañó y le ayudó a instalarse, y cuando nos llama nos maravillamos y nos alegramos de que esté adquiriendo acento inglés. Le echo mucho de menos. Pronto vendrá a casa a pasar las vacaciones. Tiene ya catorce años y está muy alto. Todavía quiere encabezar una expedición para descubrir el continente perdido de la Atlántida. Yo le recorto y le envío todos los artículos que encuentro sobre el tema, y Nash hace lo mismo.
A Terry Sue y sus hijos les va bien. La niñera y el ama de llaves han significado un gran cambio en su vida. Brittany y los otros niños están en buenos colegios y tendrán una auténtica oportunidad en la vida. Terry Sue está contenta. En cuanto cobra, cada dos semanas, se va a Wal-Mart a comprar ropa y flores artificiales. Su casa está llena a rebosar de flores artificiales, ya no cabe ni una más. En cuanto llegas a su casa, te ofrece algunas flores viejas para poder comprar otras nuevas. Se ha operado para no tener más hijos. Charlie, su novio, el amante de las armas, después de tener a raya al sheriff y a toda la familia con una Magnum tres cincuenta y siete, acabó por pegarse un tiro en la cabeza.
Tía Queen ha decidido convertirse en maestra de Terry Sue, de manera que Terry Sue viene a casa a hablar de ropa con ella y a recibir consejos sobre esmaltes de uñas y peinados. Brittany también se ha convertido en mascota de mi tía y como resultado tiene ahora una colección de muñecas.
Jasmine, después de una lucha a brazo partido, permitió muy de mala gana que diera mi apellido a Jerome e incluso que el niño me llame «papá». Y luego accedió también a que Jerome fuera todos los días a Nueva Orleans para asistir a la escuela Trinity. Jerome es muy inteligente. A tía Queen le encanta leerle en voz alta. Nash pasaba también mucho tiempo instruyéndole. El niño ya se inventa sus propias historias, que luego dicta a una grabadora. Lo hace como si fuera una emisión de radio, con todos los efectos de sonido.
Me conmueve profundamente que sea mi hijo, el único que tendré, pero también siento un afecto similar por Tommy, y pienso muchas veces en lo que Petronia me dijo en Nápoles, que mis actos podían ser honorables y decentes. No sé si ella se refería, por ejemplo, a ser mecenas de los mortales, pero cuando pienso en ello creo que mi trabajo sólo acaba de empezar. Sueño con ser mecenas de un pianista: comprarle las partituras, producir sus discos y ayudarle con las clases y la educación. Es un sueño, pero creo que puedo hacerlo. No veo por qué no.
Pero me estoy distrayendo. Todavía falta el epílogo.
Durante nueve meses Nash y yo estuvimos leyendo juntos a Dickens. Nos dedicábamos a ello todas las noches, antes de que yo saliera a cazar, cuando todavía estaba a salvo de los ataques de Goblin. Nos sentábamos en las dos butacas, junto al fuego, en la habitación de Nash, y nos leíamos en voz alta el uno al otro. Releímos Grandes esperanzas, David Copperfield y La tienda de antigüedades. Leímos también Hamlet, que me hizo llorar a escondidas por Mona, Macbeth, El rey Lear y Ótelo. Solíamos dejarlo a eso de las once de la noche. Los pocos días en los que tía Queen se obligaba a soportar la luz del día para comprar camafeos o ropa, Nash la acompañaba.
Otras noches Nash veía películas con tía Queen, Jasmine y Cindy, la enfermera, entre otros. Hasta la Gran Ramona le tomó gusto al asunto.
Luego Nash se marchó a California para terminar su doctorado. Cuando vuelva será de nuevo el escolta de tía Queen, que le echa muchísimo de menos y, como ella misma te ha dicho, ahora mismo no tiene a nadie y sufre por ello.
A Patsy le va muy bien con el combinado de medicinas que le están dando para el sida, y ha podido trabajar un poco con su banda. Con Seymour llegamos a un acuerdo, sin ir a juicio. Le pagamos una enorme suma de dinero, pero el hombre murió poco después de recibirlo. Patsy jura que no ha contagiado a nadie, aunque ha recibido otras dos demandas de antiguos miembros de su banda.
Todo esto le ha pasado factura. Le gusta estar en la casa, en la habitación delantera, al otro lado del pasillo. Yo no hablo mucho con ella porque cada vez que subo por esas escaleras siento el fuerte impulso de matarla. Todas las noches. Puedo leer su mente sin quererlo y sé que ha sido muy negligente y ha corrido el riesgo de contagiar el sida a muchas personas, e incluso estaría dispuesta a hacerlo ahora, sólo que todo el mundo está ya prevenido contra ella. Siento tal necesidad de acabar con su vida que me mantengo apartado de ella.
Desde la primera noche de mi retorno he intentado mejorar mis habilidades y conocer mis poderes.
Controlo mi telepatía con mi familia y con todos menos con mis víctimas, porque me resulta obscena, y además los pensamientos son como ruido a mi alrededor.
He viajado por los aires, he practicado la velocidad. He ido y venido del santuario a lejanas tabernas y bares de autopista para cazar malhechores o para tomar pequeños sorbos, y siempre he tenido éxito. Incluso cuando he bebido hasta saciarme, he dejado casi siempre viva a mi víctima. He aprendido, como dijo Arion, a dejarme llevar por el mal, a hacerlo parte de mí en esos importantes momentos.
Nunca salgo a cazar antes de medianoche y, por supuesto, Goblin me ataca justo después. No suelo volver a casa hasta que terminan sus ataques. No quiero perturbar a la familia por su culpa. Pero a veces calculo mal.
No he cometido errores morales hasta esta noche, cuando he estado a punto de matar a Stirling Oliver.
Pero los ataques de Goblin son cada vez más violentos y nuestra comunicación es nula. Nunca me dice nada. Parece sentir que al convertirme en lo que soy le he traicionado, y sólo está dispuesto a obtener de mí lo que quiere: la sangre, para lo cual no hace falta afecto ni comunicación.
Tal vez se sienta también traicionado por mi larga ausencia en Europa.
He intentado hablar con él, pero en vano. Casi nunca aparece. Sólo está presente justo después de que yo me alimente.
Y durante este último año, mientras yo demostraba que podía cazar, que podía sobrevivir, que podía vivir con tía Queen y Nash y Jasmine, que podía estar con mi hijo, que podía infiltrarme todas las noches en el mundo de los seres humanos y luego meterme en mi tumba, Goblin se ha hecho mucho más fuerte y más violento, de manera que por fin he venido a suplicar tu ayuda, y creo que también he venido porque me siento solo.
Como ya he indicado, sé cómo acudir a Petronia, pero no deseo hacerlo. No quiero enfrentarme a su desprecio y su frialdad. Ni siquiera deseo la suave indiferencia de Arion. En cuanto al anciano, aunque sé que me abriría su corazón, me parece que chochea. ¿Qué saben ellos de un espíritu como Goblin? Tú has estado con espíritus. He venido a que me ayudes, he arriesgado mi vida por ello.
— Creo que Goblin es una amenaza no sólo para mí, sino también para los demás, y ahora tengo la certeza de que puede viajar conmigo vaya adonde vaya, por mucho que me aleje de Blackwood Manor
Está ligado a mí con nuevos lazos que tal vez tengan que ver con la sangre. De hecho, estoy seguro de que tienen que ver con la sangre. La sangre le ha atado a mí con un lazo mucho más fuerte que el que él tenía con esta casa.
Tal vez existan límites a la distancia a la que puede viajar, pero yo no puedo renunciar a Blackwood Manor. No puedo alejarme de las personas que me necesitan. No quiero alejarme de ellas. Y en consecuencia, debo luchar contra Goblin, por mi casa y por mi vida, si es que quiero vivirla.
Además, siento una gran responsabilidad por Goblin. Siento que le he creado yo, que lo he nutrido y lo he convertido en lo que es. ¿Y si un día hace daño a otra persona?
Sólo me queda por contar un detalle y habré concluido mi historia.
entre el mármol reluciente y las lámparas, soñando, pensando, meditando, no sé exactamente qué, sintiéndome infeliz de manera casi espectacular, cuando ella subió por las escaleras, vestida con un traje blanco, el pelo suelto al viento y llena de cadenas de diamantes. Me dio tus libros, que llevaba en una bolsa de terciopelo verde.
—¡Fuera de aquí! Te odio, te detesto —exclamé yo—. Te dije que ya no teníamos ningún trato. ¡Este lugar es mío! —Me lancé contra ella y le di un fuerte golpe en la cara antes de que pudiera reaccionar siquiera. Se cortó el labio con sus propios colmillos y la sangre que le manó de la boca le manchó el chaleco blanco. Estaba furiosa. Me dio un par de fuertes bofetadas, me tiró al suelo y se puso a darme patadas.
—Qué recibimiento tan encantador —me decía, pateándome una y otra vez las costillas—. Eres la quintaesencia del agradecimiento.
Me incorporé de rodillas, fingiendo tambalearme, fingiendo estar herido, y entonces me levanté y la agarré del pelo con las dos manos de manera que no pudiera soltarse. No dejaba de maldecirla.
—Alguna noche te lo haré pagar —le dije—. Vas a sufrir por tus espantosos golpes, por la forma en que lo hiciste, por la maldición que has arrojado sobre mí.
Ella me daba manotazos, me agarró la cabeza y me apartó de un tirón. Yo tenía pelos en las manos. Petronia me tiró al suelo, me arrastró a patadas y me estrelló contra la pared. Luego se sentó a la mesa, enterró el rostro entre las manos y se echó a llorar. Sollozaba desconsolada.
Me acerqué despacio. Notaba un hormigueo en los brazos, lo cual significaba que las magulladuras estaban sanando. En el suelo había trozos de las cadenas de diamantes que llevaba en el pelo. Los fui recogiendo y los puse sobre la mesa en la que ella seguía llorando, donde pudiera verlos.
Tenía el rostro entre las manos y las manos llenas de sangre.
—¿Por qué lo sientes? Es natural que odies a una criatura como yo. ¿Cómo no me ibas a odiar?
—¿Y eso? —Esperaba que en cualquier momento volviera a arrojarse contra mí.
—¿Quién debería convertirse en una criatura como nosotros? Los heridos, los esclavos, los desposeídos, los agonizantes. Pero tú eras un príncipe, un príncipe mortal. Y yo no me lo pensé dos veces.
—Eso es cierto.
—Así que ahora... ¿has conseguido engañarlos? —preguntó, haciendo un gesto con la mano derecha—. ¿Vives con tus queridos mortales a tu alrededor?
—Sí. De momento.
Ella miró los diamantes. Yo no sabía qué hacer con ellos. Observé la sala. Los había recogido todos. Por fin se los metió en el bolsillo. Tenía el pelo alborotado. Saqué el peine y pregunté con un gesto, ¿me permitiría peinarla? Ella aceptó. Tenía el pelo abundante y sedoso.
Por fin se levantó para marcharse. Me abrazó y me besó.
—No te enfrentes al vampiro Lestat —me dijo—. Podría quemarte hasta convertirte en cenizas, sin inmutarse. Y entonces yo tendría que enfrentarme a él y no soy lo bastante fuerte.
—¿Es eso verdad?
—Ya te dije en Nápoles que leyeras los libros. Él ha bebido la sangre de la Madre. Yació en las arenas del desierto de Gobi durante tres días. Nada puede matarle. Ni siquiera sería divertido luchar con él. Pero si no te acercas a Nueva Orleans, no tienes de qué preocuparte. Sería innoble que alguien tan poderoso como Lestat se meta con alguien tan joven como tú. No vendrá hasta aquí para ello.
—Gracias.
Petronia echó a andar hacia la puerta con elegancia. Yo no sabía si se había dado cuenta de que llevaba la ropa manchada de sangre. Tampoco sabía si decírselo o no. Por fin me decidí.
—Tienes el traje manchado de sangre.
—No puedes resistir la ropa blanca, ¿verdad? —me preguntó, pero no parecía enfadada—. Te voy a preguntar una cosa. Y quiero que me respondas la verdad o que te calles. ¿Por qué nos dejaste?
—¿Acaso no te resultábamos interesantes? Al fin y al cabo, podías haberme pedido que te llevara a casa de vez en cuando. Sabes muy bien que tengo grandes poderes.
—Probablemente tengas razón, pero de momento tengo que estar aquí. Más tarde, quizá, pueda presentarme ante Arion.
»Hace unos seis meses, tal vez más, recibí una carta mecanografiada de Rowan, escrita a petición de Mona, explicándome que le habían hecho una histerectomía y que Mona quería que lo supiera. "Querido Abelardo, te libero de todas tus promesas", le había dictado. Esperaban que la operación la ayudase, pero no fue así. Mona necesitaba diálisis cada vez con mayor frecuencia. Todavía quedaban medicamentos por probar.
»Mi respuesta fue asaltar todas las floristerías de Nueva Orleans y enviar ramos, cestas y jarrones de flores con notas en las que le declaraba mi amor eterno, notas que podía dictar por teléfono. No me atreví a enviar nada que hubieran tocado mis manos, porque Mona hubiese podido percibir en ello el mal que me habitaba. No podía correr ese riesgo.
»Todavía hoy le envío flores casi a diario. De vez en cuando me desmorono y llamo, pero siempre es igual: Mona no puede ver a nadie en estos momentos. Mona no hace concesiones.
»Creo que en realidad temo que un día me pidan que vaya a verla. No podré resistir la tentación y no podré engañar a Mona, y en esos preciosos momentos, tal vez los últimos que pasemos juntos, la mente de Mona estará nublada por el miedo hacia la criatura en la que me he convertido. En el mejor de los casos, pareceré frío y desapasionado aunque se me parta el corazón. Me da miedo. Me aterra.
»Pero más que nada me da miedo la llamada final, el mensaje de que Mona ha perdido la batalla, la noticia de que Mona ha muerto.
Lestat asintió. Se apoyó sobre el codo, con el pelo algo alborotado, mirándome compasivo con sus grandes ojos azules, como me había mirado durante las largas horas de mi relato.
—¿Y cuál crees que es el sentido de la historia que me has contado? —preguntó—. Aparte del hecho de que debemos impedir a toda costa que tu tía Queen se entere de lo que te ha pasado, porque le haría mucho daño, y de que debemos destruir a Goblin.
Lestat asintió de nuevo.
—Es como el odio que siento por Patsy —dije con voz queda—. Necesito librarme de él, librarme de todo el odio. Pero en este momento lo primero es destruir a Goblin. He intentado, en justicia, explicar hasta qué punto soy responsable de lo que él es, e incluso de sus ansias de venganza contra mí.
—Eso está claro —repuso Lestat—. Pero no sé si yo solo podré detenerle. Tal vez necesite ayuda. De hecho, creo que sí, que necesito ayuda. Necesito la ayuda de un bebedor de sangre cuya habilidad con los espíritus es leyenda. —Se apartó el pelo de la frente—. Creo que podré convencerla para que venga a ayudarme. Me refiero a Merrick Mayfair. Ella no conoce a Mona, por lo menos que yo sepa, y aunque la conociera en otros tiempos, ahora no tiene ninguna relación con ella. Pero Merrick conoce los espíritus como ningún vampiro. Antes de convertirse ella misma en vampiro era una bruja muy poderosa.
—¿Entonces la sangre oscura no eliminó sus poderes con los espíritus?
—No —contestó Lestat moviendo la cabeza—. Merrick es demasiado compleja para eso. Además, no es cierto que los espíritus nos rehuyan. Como tú mismo has dicho, yo puedo verlos. Ojalá no pudiera. Mañana por la noche buscaré a Merrick Mayfair. Merrick es casi tan joven en la sangre como tú. Está sufriendo. Pero creo que podré traerla, tal vez a la una o las dos de la madrugada. No creo que se niegue a venir, pero ya veremos. En cualquier caso, volveré. Tienes mi promesa.
—Te lo agradezco de todo corazón.
—Por supuesto. ¿De qué se trata?
Me quedé tan perplejo que no atiné a contestar. Decir que lo encontraba exquisito sería quedarme corto. Era un ser profundo y elegante y durante toda la noche, mientras le contaba mi historia, me sentía tan cercano a él como si me hubieran hechizado, como si no hubiera barreras entre nosotros.
—Bien —dijo de pronto, como si me leyera la mente—. Ahora creo que me marcharé temprano para buscar a Merrick de inmediato. Nos queda algo de tiempo antes de que amanezca.
Un grito nos interrumpió de pronto. Era Jasmine. Luego se oyó otro grito.
—¡Quinn! ¡Quinn! ¡Es Goblin! —chillaba al pie de las escaleras.
Tuve que contenerme y hacer un esfuerzo por correr como un hombre mortal mientras bajaba seguido de Lestat.
En la habitación de tía Queen se oían gritos. Oí la voz de Cindy y los sollozos de la Gran Ramona. Jasmine se precipitó hacia mí y me agarró los dos brazos.
—¡Era Goblin, Quinn! ¡Lo he visto!
Echamos a correr por el pasillo, yo de nuevo controlando mi velocidad, intentando desesperadamente mantener un paso mortal.
En cuanto vi a tía Queen en el suelo junto a la mesa de mármol supe que estaba muerta.
Lo supe por sus ojos.
No necesité ver la sangre que le manaba de la cabeza y manchaba la mesa. Lo supe. Y cuando miré sus pies desnudos, cuando miré sus humildes medias, me eché a llorar cubriéndome la cara con el pañuelo.
Allí estaba el hermoso camafeo de Medusa, en su cuello, el amuleto contra el mal. No le había servido de nada, no la había protegido. Estaba muerta. La había perdido.
Había perdido a tía Queen, su aire majestuoso y su bondad.
¿Qué más me quedaba? Se hicieron frenéticas llamadas de teléfono. Pronto se oyó el ruido de las sirenas. ¿Qué importaba ya?
Tía Queen se había quitado sus mortales zapatos. Por eso nadie la agarraba del brazo. Se había quitado los terribles zapatos. Por eso Jasmine no la agarraba del brazo. Se había quitado los peligrosos zapatos. Por eso Cindy no estaba a su lado. Se había acercado a la mesa para ver sus camafeos. Buscaba uno en particular para la hija de Cindy.
Lo dijeron una y otra vez y el forense escuchó y el sheriff Jeanfreau escuchó y Henderson el Feo escuchó, y Jasmine y Cindy dijeron que había sido Goblin el que la había tirado, Goblin remolineando en el aire, Goblin como un pequeño tornado en la habitación. Tía Queen había
—¿Me están ustedes diciendo que un fantasma ha matado a la señora McQueen? —preguntó el forense.
—¡Por el amor de Dios! —exclamé yo—. ¡Mi tía se cayó! No irán a pensar que Cindy o Jasmine han tenido nada que ver con esto.
Y así estuvimos dándole vueltas y vueltas al asunto hasta que tuve que irme. Me llevé un momento a Jasmine para decirle que se encargara de los preparativos con Lonigan and Sons en Nueva Orleans. El velatorio sería a la noche siguiente, a partir de las siete. Yo la vería entonces. Le dije también que hiciera lo posible para que el entierro fuera por la noche. Sería algo muy irregular, por supuesto, pero tal vez con dinero pudiera arreglarse.
—Y por amor del cielo, ten cuidado con Goblin.
—¿Qué vas a hacer con él, Quinn? —Jasmine estaba temblando y tenía la cara hinchada de llorar.
—Pienso acabar con él. Pero voy a tardar un poco. Mientras tanto, ten cuidado. Y avisa a los demás. Goblin está henchido de poder...
—No puedes marcharte ahora, Quinn.
Estaba horrorizada, y no era de extrañar.
—Jasmine, tenemos que irnos para buscar a la mujer que puede acabar con Goblin. Es de la mayor importancia. ¿Lo entiendes?
Jasmine asintió, chupándose las lágrimas que le caían en los labios. No podía apartar los ojos de Lestat.
—No pierdas de vista a Jerome —prosiguió él, con voz suave y persuasiva—. Esa criatura quiere hacer daño a todos los seres queridos de Quinn. Que todo el mundo esté en guardia.
Le dio un beso en la frente y se apartó.
Por fin estuvimos a solas en Sugar Devil Island, donde pude dar rienda suelta a mi dolor sollozando como un niño.
—No me imagino la vida sin ella, no quiero la vida sin ella. Le odio con toda mi alma. ¿Cómo demonios ha conseguido tanto poder? Mi tía era demasiado vieja, demasiado frágil. ¿Cómo podemos hacerle sufrir? Quiero hacerle sufrir hasta el punto de que desee la muerte. ¿Cómo podemos enviarle al infierno?
Me pasé un buen rato despotricando de esta manera, hasta que por fin fuimos juntos a descansar.
En cuanto llegué a casa advertí que Nash y Tommy estaban allí. Tommy se había pasado todo el día y parte de la noche en un avión procedente de Inglaterra, y Nash había llegado mucho antes de la Costa Oeste. La expresión de dolor de ambos era espantosa y apenas pude contener las lágrimas.
La verdad es que no quería contenerlas pero, puesto que eran de sangre, era absolutamente necesario, de manera que me dediqué a dar besos y abrazos comprobando que tenía por lo menos tres pañuelos de lino. Sin apenas decir nada, ¿qué podía decir?, nos metimos en la lujosa limusina de tía Queen y nos dirigimos hacia Lonigan and Sons, Nueva Orleans, al lugar donde Manfred Blackwood había tenido su primer saloon.
Cuando llegamos ya había una verdadera muchedumbre en el velatorio. Patsy estaba en la puerta, cosa que me sorprendió, puesto que no solía acudir nunca a los funerales. Iba sobriamente vestida de negro y se notaba que había llorado.
Cuando me vio me dio un pequeño fajo de papeles.
—La fotocopia de su testamento —me informó con voz trémula—. Hace mucho tiempo que dio instrucciones a Grady para que no nos tuviera en ascuas. A mí me ha dejado mucho. Todo un detalle por su parte. Grady tiene otra copia para ti.
Yo me limité a asentir. Era típico de tía Queen haber tenido aquel último gesto de generosidad. A lo largo de la noche Grady estuvo pasando las copias del testamento a los demás, entre ellos Terry Sue y Nash.
Patsy había salido a fumar un cigarrillo y no parecía tener ganas de hablar.
Jasmine, encantadora con su traje azul y su habitual blusa blanca, exhausta después de un largo día eligiendo el ataúd, la cripta y el vestido de tía Queen, estaba al borde del colapso.
—Le he comprado esmalte de uñas —me repitió tres veces—. Han hecho un buen trabajo. Les dije que le quitaran algo de colorete, pero está muy bien. Un buen trabajo. ¿Quieres enterrarla con las perlas? Son sus perlas —me preguntaba una y otra vez.
Yo dije que sí.
Por fin Nash se la llevó a una de las muchas sillas adosadas a las paredes de la sala central. La Gran Ramona estaba allí sentada, llorando, y Clem, después de aparcar la limusina, se quedó de pie al lado de su madre. Estaba destrozado.
Tommy sollozaba y Terry Sue lloraba aferrada a él. Me hubiera gustado consolar a Tommy, pero estaba tan perturbado con mi propio dolor y el esfuerzo de contener las lágrimas, que no pude. Brittany estaba pálida.
Rowan Mayfair también había acudido, cosa que me sorprendió. Tenía un aspecto delicado con su traje chaqueta y la melena perfecta que tanto destacaba sus altos pómulos. A su lado estaba Michael Curry, con el pelo rizado un poco más gris de lo que yo recordaba. Los dos parecían radiantes, cosa que me alarmó. Eran brujos, sí. La sangre me lo dijo. Ambos me saludaron respetuosamente con la cabeza, sin sospechar nada, y yo me aparté de ellos, receloso de su poder, con un simple gesto de la cabeza, como si estuviera demasiado triste para hablar, lo cual de hecho era cierto.
No había forma de evitarlo: tenía que acercarme al ataúd. Tenía que mirar dentro. Y eso hice.
Allí yacía tía Queen en el esplendor de su ropa de seda, con collares de perlas sobre el pecho y un gran camafeo rectangular al cuello que yo nunca había visto en su colección y al principio no reconocí. Pero luego me acordé de él. Se lo había visto a Petronia. Lo llevaba en el santuario y la última vez que la vi en Nápoles.
¿Cómo había llegado a mi tía? Sólo tuve que alzar la vista para comprenderlo. Petronia estaba al pie del ataúd, vestida de azul oscuro con el pelo recogido y una expresión triste y abatida. Con un rápido movimiento que me pareció como un abrir y cerrar de ojos, se puso a mi lado, me agarró suavemente el antebrazo y me susurró al oído que Jasmine le había permitido ponerle el camafeo a tía Queen, y ahora solicitaba también mi permiso.
—Así podrás conservar sus tesoros especiales y saber a la vez que la enterraron con algo digno de ella, algo que le hubiera gustado.
—Muy bien.
A continuación desapareció. Lo supe sin mirar. Lo sentí. Y sentí algo extraño al haberla visto entre tantos mortales, y sentí una nueva seguridad en mi propia capacidad de fingir, pero sobre todo sentí una tristeza sobrecogedora al mirar a mi querida tía Queen.
La de Lonigan era la funeraria por excelencia, como todo el mundo sabía, pero en este caso se había superado al capturar la agradable expresión de tía Queen, casi alegre, casi sonriendo. Y el pelo gris caía en perfectos y suaves rizos en torno a su rostro. El color de las mejillas era sutil y el carmín coral de sus labios, perfecto. Ella habría quedado muy satisfecha. Jasmine, por supuesto, había ayudado. Pero Lonigan era el autor de la obra maestra y, gracias a su trabajo quedaba muy de relieve la generosidad de tía Queen.
Jasmine había elegido para ella un vestido color salmón y un collar de perlas, un atuendo maravilloso, así como el rosario que reposaba en las manos de mi tía, que era el de cristal de su primera comunión, el que siempre llevaba a todas partes.
Estaba tan angustiado que no podía moverme ni hablar. Deseé, en mi desesperación, que Petronia se hubiera quedado un poco más, me descubrí mirando fijamente el camafeo rectangular con sus pequeñas figuras mitológicas —Hebe, Zeus alzando la copa— y se me llenaron los ojos de lágrimas de sangre. Me las enjugué furioso con el pañuelo de lino.
Luego me apresuré a retirarme. Atravesé precipitadamente las salas atestadas y me senté a solas en la esquina de la calle, mirando las estrellas. Nada podría consolarme del dolor que sentía. Lo llevaría conmigo todas las noches hasta que mi ser se hubiera desintegrado, hasta que
Jasmine vino a decirme que mucha gente quería expresar sus condolencias, pero todos vacilaban porque me veían muy perturbado.
—No puedo hablar con nadie, Jasmine. Tendrás que hacerlo por mí —contesté—. Ahora tengo que irme. Ya sé que te voy a parecer un cobarde, pero no tengo más remedio.
—¿Es por Goblin?
—Por temor a Goblin, sí —mentí, más para consolarla a ella que para disimular mi propia vergüenza—. ¿Cuándo es la misa? ¿Cuándo es el sepelio?
—La misa será a las ocho de la tarde mañana, en St. Mary. Luego iremos al Metairie.
Le di un beso y, prometiéndole que nos veríamos en la iglesia, hice ademán de marcharme.
Pero al echar un último vistazo a la multitud que salía a la calle me quedé perplejo: allí estaba también Julien Mayfair, con su elegante traje gris, el mismo que llevaba el día que tan regiamente me recibió con un chocolate caliente. Parecía que estuviera tomando el aire con los demás, pero me miraba.
Tenía un aspecto tan sólido como cualquier otra persona, aunque su color era vagamente distinto, como si lo hubiera pintado otro artista y los tonos de su ropa, su piel y su pelo fueran algo más oscuros. Un fantasma tan fino y elegante, venido de quién sabe dónde. ¿Quién había dicho que, como bebedor de sangre, ya no vería a mis espíritus?
—Ah, claro, era tu hija, por supuesto —dije, y aunque mediaba una gran distancia entre nosotros y Jasmine me miraba sin comprender qué pasaba, él asintió y me ofreció una sonrisa muy triste.
—¿Qué dices? ¿Estás loco? ¿Estás tan agotado como yo?
—No lo sé, cariño —contesté—. Es que veo cosas, siempre me ha pasado. Parece que tanto los vivos como los muertos han venido a ver a tía Queen. No me pidas que te lo explique. Pero tiene sentido, ¿no te parece?
La expresión de Julien fue cambiando hasta volverse casi amarga. Sentí un escalofrío. Él negó con la cabeza, de manera sutil pero firme, y yo sentí las palabras que surgían de él en silencio: Nunca a mi amada Mona.
Me quedé sin aliento y un aluvión de argumentos surgió de esa parte de mí que podía alcanzarle sin palabras, queriendo tranquilizarle.
—Ven conmigo —dijo Jasmine. Me dio un beso en la mejilla y noté la presión de sus dedos vigilantes.
No podía apartar la mirada de Julien, pero su rostro se suavizaba.
Por fin comenzó a disiparse y desapareció justo cuando Rowan, Michael y el doctor Winn Mayfair salían por la puerta más cercana. Y con ellos iba nada menos que Stirling Oliven Stirling, que sabía lo que era yo; Stirling, a quien casi había matado la noche anterior; Stirling, que me miraba como si me aceptara cuando eso era moralmente imposible; Stirling, a quien tanto había querido como amigo. No podía soportar su escrutinio, ni el suyo ni el de nadie. No podía hablar de Mona como si mi alma no ansiara estar con ella, como si no supiera que jamás volvería a verla, como si el fantasma de Julien no acabara de amenazarme. Tenía que marcharme a toda prisa.
Y eso fue lo que hice.
La noche requería un asesinato especial. Estuve rondando por las calurosas calles. Me alejé de los grandes árboles del Garden. Atravesé la avenida. Sabía adonde ir.
Quería encontrar un traficante de drogas, un asesino licencioso, una buena comida, y sabía dónde encontrarlo. Había pasado por delante de su puerta en noches más amables. Conocía sus costumbres. Lo tenía reservado para un momento de furia. Lo tenía reservado para aquel momento.
Era una casa grande de dos pisos en Carondolet Street, ruinosa por fuera y lujosa por dentro, con sus cacharros eléctricos y sus moquetas, una celda acolchada desde la que ordenaba ejecuciones y compras e incluso se vengaba de los niños que se negaban a hacerle recados. Les ataba las zapatillas deportivas y los arrojaba sobre los cables eléctricos para que los otros supieran que habían sido asesinados.
A mí no me importaba lo que pensara el mundo. Entré en la casa y maté a sus dos acompañantes drogados con rápidos golpes en la cabeza. Él intentó asir su pistola, pero le agarré del cuello y se lo partí como si fuera un tallo. Recibí de inmediato la dulce savia de su monstruoso amor por sí mismo, la planta venenosa en el jardín del odio alzando su puño simbólico contra cualquier asesino, creyendo hasta la última gota de sangre que triunfaría, que de alguna manera la conciencia no le traicionaría, hasta que finalmente derramó el alma infantil, las primeras oraciones, las imágenes de su madre y el jardín de infancia, el sol, y su corazón se detuvo. Me aparté relamiéndome, ahíto, furioso, lleno.
Le quité el arma con la que pretendía matarme. Le apreté la pistola contra la cabeza y un cojín del sillón, le metí dentro dos balas e hice lo mismo con sus acompañantes. Algo que pudiera entender el forense. Luego limpié el arma y la dejé allí.
Por un instante vi a Goblin, con los ojos llenos de sangre, las manos rojas de sangre. Se lanzó hacia mí como para agarrarme del cuello.
«¡Arde, demonio, arde!» Lancé el fuego contra él mientras me rodeaba, mientras pretendía fundirse conmigo, y noté que el calor me quemaba, me achicharraba el pelo y la ropa. «¡Has matado a tía Queen! ¡Arde, demonio! ¡Arderás aunque tenga que arder contigo!» Caí al suelo, o más bien el suelo se alzó hacia mí, lleno de polvo y suciedad, y quedé despatarrado en la apestosa moqueta con él dentro, su corazón palpitando junto al mío, y entonces me desvanecí. Éramos niños, estábamos en la cuna y alguien cantaba, y Pequeña Ida dijo: «El niño tiene unos rizos preciosos.» Era tan dulce estar con Pequeña Ida, oír de nuevo su voz... era muy bonito, me sentía seguro. Tía Queen cerró la puerta a su espalda.
—Ida, cariño, ayúdame con el cierre. ¡Voy a acabar perdiendo las perlas!
«¡Demonio asesino! No quiero verla, no quiero sentirlo, no quiero saberlo.»
Estaba con Goblin y le amaba y nada más importaba, ni siquiera mis pequeñas heridas y el tirón en mi corazón.
—¡Suéltame, demonio! Te juro que acabaré contigo. Te llevaré conmigo al fuego. ¡Te lo juro!
Me puse a gatas.
Una ráfaga de viento me asaltó y atravesó la puerta rota. Los cristales de la ventana se hicieron añicos.
Estaba tan lleno de odio que casi percibía su sabor en la boca, y no era como el sabor de la sangre.
Goblin desapareció.
Estaba en la guarida de un borracho, entre cuerpos putrefactos. Tenía que salir de allí.
Y tía Queen estaba muerta. Estaba completamente muerta. Yacía ataviada con ropa de seda de color crema y collares de perlas. Alguien recordó sus pequeñas gafas con la cadena de plata. Y su perfume Chantilly. Unas gotas de Chantilly.
Está muerta.
En la nave central de St. Mary's Assumption se congregó la misma multitud, una multitud que yo jamás había visto en las misas semanales. De hecho, había más gente porque muchos McQueen habían venido de lejos y no habían podido llegar a tiempo para el velatorio la noche anterior.
Sentí un terrible escalofrío al ver el ataúd cerrado en el pasillo central. Como llegué a la iglesia justo después de que anocheciera, no había visto a tía Queen antes de que cerrasen la tapa para siempre.
Pero no tuve que sufrir solo, porque Lestat y Merrick Mayfair aparecieron a mi lado justo cuando pasaba junto a los Mayfair para sentarme en el mismo banco que Jasmine, Tommy y Nash.
Aquello fue tan inesperado que me conmocionó, y Lestat tuvo que agarrarme con firmeza del brazo para sostenerme. Se había cortado el pelo, llevaba unas gafas de sol no muy oscuras para disimular la iridiscencia de sus ojos e iba vestido de forma muy conservadora, con una chaqueta cruzada de color azul y unos pantalones caqui.
Merrick Mayfair, con un vestido camisero de lino blanco, llevaba un pañuelo blanco en torno al rostro y el cuello y unas gafas de sol enormes que casi le cubrían toda la cara. Pero estaba seguro de que era ella y no me sorprendió que Stirling Oliver, que ocupaba un lugar en el banco de atrás, se le acercara. Le dijo en susurros que se alegraba de verla y que esperaba que pudieran hablar luego un momento.
Ella contestó que estaba muy ocupada, pero que intentaría acceder a sus deseos. Luego me pareció que le estampaba dos besos en las mejillas, pero no estuve seguro, puesto que me daba la espalda. Sólo supe que para Stirling aquél había sido un momento de increíble importancia.
El padre Kevin Mayfair comenzó la misa de réquiem con dos monaguillos. Yo no había pisado una iglesia desde la transformación y no estaba preparado para el hecho de que me recordara tanto a mi pelirroja Mona. Sufría sólo mirándolo cuando nos saludó. Y entonces me di cuenta de que le deseaba con locura, como siempre-
El padre Kevin Mayfair creía a pies juntillas en las palabras sagradas que pronunciaba. Era un sacerdote y su conciencia de ello penetraba todo su ser. La sangre me reveló este hecho. Pero ni siquiera cuando era mortal había dudado de ello.
Luego Lestat y Merrick se arrodillaron a mi lado, hicieron la señal de la cruz y, aparentemente, murmuraron sus oraciones respondiendo a los cánticos de la misa, igual que yo. Para mí fue una sorpresa, pero una sorpresa agradable, como si el mundo demencial en el que me hallaba perdido pudiera formar su propio tejido conjuntivo.
Cuando llegó el momento de leer un pasaje de la Biblia y de hablar de tía Queen, Nash pronunció un discurso muy solemne acerca de la nobleza de mi tía, siempre considerada con los demás. Jasmine salió temblando para contar que tía Queen había sido su guía en la vida. Otras personas hablaron también, gente a la que yo apenas conocía, y todas dijeron cosas amables. Y por fin se hizo el silencio.
Recordé que nunca había sido capaz de hablar en los funerales, a pesar de mi amor por Lynelle, por Pops y por Sweetheart, y me encontré subiendo hacia el atril y el micrófono que había justo detras del altar. Me parecía impensable poder hacer aquello siendo lo que era, pero estaba decidido y sabía que nada podría impedírmelo.
Después de ajustar mi voz al micro, dije que tía Queen había sido la persona más sabia que había conocido y que, con su auténtica sabiduría, tenía el don de la caridad perfecta y que encontrarse ante ella era estar en presencia de la bondad. Luego leí en el Libro de la Sabiduría la descripción del don de la sabiduría:
Porque la sabiduría es más activa que todas las cosas activas: y alcanza todas las cosas por razón de su pureza. Porque es un vapor del poder de Dios y una emanación pura de la gloria de Dios todopoderoso: y por tanto nada puede corromperla. Porque es el brillo de la luz eterna y el espejo inmaculado de la majestad de Dios y la imagen de su divinidad. Puesto que sólo es una, lo puede todo. Y permaneciendo inmutable en sí misma renueva todas las cosas.
En este punto me interrumpí.
—No se puede utilizar un lenguaje más apropiado para describir a tía Queen —dije—. El hecho de que viviera ochenta y cinco años entre nosotros ha sido un regalo para todos, un regalo precioso. Y si queremos conservar la cordura, debemos considerar su muerte súbita como una clemencia, y debemos pensar lo que la decrepitud habría significado para ella. Tía Queen se ha ido. Ella, que no tenía hijos y fue una madre para todos. El resto es silencio.
Apenas podía creer que hubiera subido al altar de la iglesia para pronunciar estas palabras ante una multitud en un funeral. Cuando me disponía a volver a mi sitio Tommy se levantó y me hizo una seña para que esperase.
Se acercó temblando violentamente y me rodeó con el brazo para sostenerse. Yo le puse la mano en el hombro.
—Ella me dio el mundo —dijo por fin al micrófono—. Viajé con ella y, allí donde íbamos, de Calcuta a Aswan, de Río a Roma o a Londres, ella me dio esos lugares, con sus palabras, su entusiasmo, su pasión y... y al... al mostrarme y decirme lo que podía hacer con mi vida. Nunca la olvidaré. Y aunque espero querer a otras personas, como ella me enseñó a querer a los demás, jamás amaré a nadie como la amaba a ella.
Me miró para indicarme que había terminado y se aferró a mí mientras bajábamos de nuevo al banco.
Estaba tan orgulloso de él que me distraje por completo de mis propios pecados. Cuando me senté, Lestat me agarró la mano y yo agarré la de Tommy.
En el momento de la comunión mucha gente salió al pasillo. Tommy y Jasmine también, por supuesto. Yo, por puro instinto, me levanté para unirme a la cola y me quedé perplejo al ver que Merrick y Lestat hacían lo mismo, siguiendo mi ejemplo tal vez, o quizá lo hubieran hecho de todos modos.
Los tres recibimos el sacramento.
Tomé la hostia en la mano, según era mi costumbre, y luego me la llevé a la boca. No sé cómo la tomaron ellos, pero la tomaron. Noté, como siempre, que se me disolvía en la lengua —mi cuerpo no rechazó un bocado tan diminuto de comida— y recé a Dios, a quien había recibido, para que me perdonara por todo lo que era. Pedí a Jesucristo que me redimiera de lo que era. Supliqué que me indicara lo que tenía que hacer, si es que había alguna forma honorable, decente
Pensé en Dios omnisciente haciéndose hombre. ¡Un gesto tan notable! Era como si me acabaran de contar la historia. Y parecía que el Dios omnisciente tenía que hacerlo para comprender del todo su creación, porque había creado algo que podía ofenderle tan profundamente como le había ofendido la humanidad. Era muy complicado, muy extraño. Los ángeles no le habían ofendido tanto. No. Pero los seres humanos sí. Mi cabeza rebosaba de ideas, mi corazón estaba lleno de Jesucristo y mi alma lloraba sus propias lágrimas sin sangre, y me sentí inocente sólo por unos momentos.
Luego: el cementerio.
Lonigan and Sons nos habían dado a todos velitas con sus conos de papel para que la cera no nos quemara las manos. El padre Kevin Mayfair concluyó la ceremonia junto a la tumba con brío y encanto. Lloró por tía Queen. Mucha gente lloraba. Terry Sue seguía sollozando. Las flores se amontonaban sobre el féretro. Luego nos invitaron a desfilar frente a él y tocar la madera por última vez. Las puertas de la alta tumba de granito estaban abiertas. El ataúd se colocaría en uno de los estantes cuando nos marcháramos.
Patsy estalló en sollozos histéricos.
—¡Cómo has podido traernos aquí de noche! —me gritó con los ojos húmedos y manchados—. ¡Siempre tú, Tarquin! Odio este sitio, y tenías que traernos de noche. ¡Siempre, siempre tú!
Sentí lástima por ella. Era muy desgraciada y todo el mundo la miraba sin saber lo enferma y lo loca que estaba.
La Gran Ramona intentó tranquilizarla. Merrick Mayfair estaba a mi lado, mirándola fijamente. Lestat también la miraba. Me sentí humillado, ¿pero qué les importaba a ellos su histérico dramatismo?
Patsy no había asistido al entierro de sus propios padres. Pero quería a tía Queen. Todos la querían.
Cuando la Gran Ramona se la llevaba hacia el coche, nuestro abogado, Grady Breen, intentó consolarla.
—¡Maldito seas, Quinn! —me gritó mientras la obligaban a entrar en la limusina—. ¡Ojalá vayas al infierno! —Me pregunté si no tendría algunos poderes adivinatorios para haber proferido tan apropiadas maldiciones.
—Nos reuniremos esta noche —dijo Merrick en voz baja—. Tu espíritu es muy peligroso. Noto su presencia. No tiene muchas ganas de que Lestat o yo le veamos, pero está aquí. No hay tiempo que perder.
—¿Nos vemos en la casa? —pregunté.
—Sí. Tú ve con tu familia —terció Lestat—. Te estaremos esperando.
—Tu madre también va hacia allí —informó Merrick—. Pero quiere marcharse. Intenta retenerla. Tenemos que hablar con ella. Dile que queremos hablar con ella. Utiliza todos los medios posibles para que no se vaya.
—¿Porqué?
Miré una vez más hacia el ataúd, el personal de la funeraria y los trabajadores del cementerio que preparaban la cripta (justo lo que no habían querido que viéramos). Volví atrás un momento para llevarme dos rosas rojas del montón de flores y, al alzar la vista, vi a Goblin.
Estaba en la puerta del mausoleo, vestido como yo, con un traje negro. Su pelo era como el mío, abundante pero bien peinado. Me miraba con ojos desencajados, chispeantes y, a pesar de que era muy sólido, vi a través de él una intrincada telaraña de sangre, como si infectara todo lo que formaba la ilusión. La imagen duró un segundo, tal vez dos, y luego desapareció como una llama.
Me estremecí y sentí la brisa y el vacío.
—No había ido a ver esa tumba en todos estos años —repetía—, y tenemos que venir en plena noche por culpa de Quinn, del pequeño Quinn. ¡Estupendo, pequeño Quinn!
—No tenías por qué venir —dijo la Gran Ramona—. Cálmate, te vas a poner enferma.
Y así durante todo el largo camino hasta la casa,
Cuando llegamos mis manos ansiosas habían desmenuzado sin querer las rosas.
Todavía no era medianoche.
En cuanto a Goblin, todo el mundo conocía el peligro. No tuve que decir a Jasmine y Clem que cuidaran de Jerome, ni a Nash que vigilara de cerca a Tommy. Todo el mundo sabía lo que Goblin le había hecho a tía Queen. Hasta Patsy lo creía, y la Gran Ramona era ahora su compañera y guardiana.
Nadie tenía que subir las escaleras a solas. Nadie tenía que reaccionar con pánico a la rotura de cristales. Todo el mundo debía permanecer en la casa en grupos de dos o tres personas, incluido yo, que había recibido la visita de mis «dos amigos» en mi salón privado.
Me estaban esperando tal como prometieron. Nos sentamos en torno a la mesa central, Merrick, Lestat y yo. Merrick, una mujer alta y muy delgada, de piel aceitunada y abundante pelo oscuro, se había quitado el pañuelo blanco y las enormes gafas y comenzó a hablar de inmediato.
—Esta criatura, este fantasma que te acecha está relacionado contigo por la sangre, y la conexión es más que importante.
—Pero, ¿cómo puede ser? Siempre he creído que era un espíritu. Ya he sido acechado por fantasmas y siempre dicen quiénes son. Tienen sus historias, responden a un patrón.
—Él también tiene una historia y un patrón, créeme.
—Pero, ¿cuáles?
—¿No tienes idea? —preguntó ella mirándome a los ojos como si estuviera ocultando algo, quizás a mí mismo.
—En absoluto. —Me resultaba fácil hablar con ella. Sentía que comprendería—. Siempre ha estado conmigo, desde el principio. Casi llegué a pensar que lo había creado yo, que lo atraje hacia mí sacándolo del vacío y lo desarrollé a mi imagen. Bueno, ya sé que está hecho de algo, éter, partículas astrales, alguna forma de materia, algo que obedece a las leyes naturales. Mona Mayfair me explicó una vez que estos espíritus tienen un núcleo, una especie de corazón y un sistema circulatorio, y yo entiendo que mi sangre alimenta ahora ese sistema, que se hace cada vez más fuerte a medida que bebe sangre de mí cuando me he alimentado. Pero nunca había sospechado que fuera el fantasma de alguien.
—Lo vi en el cementerio, igual que tú.
—Lo vi antes. Era fuerte allí. Tarquín, es tu hermano gemelo.
—Sí, ya lo sé. Es un doble perfecto.
—Eso es imposible, Merrick. Créeme, te agradezco que quieras atacar el problema de raíz, pero eso es imposible por una razón muy sencilla. Bueno, en realidad por dos razones.
—¿Cuáles son?
—En primer lugar, si hubiera tenido un hermano gemelo, lo sabría. Alguien me lo hubiese dicho. Pero, lo que es más importante, Goblin escribe con la mano derecha, y yo siempre he sido zurdo.
—Tarquin, es tu gemelo reflejo. ¿No habías oído hablar de ellos? Estos gemelos son la imagen opuesta el uno del otro, como la imagen de un espejo. Según una antigua leyenda, toda persona zurda es la superviviente de una pareja de gemelos reflejos, uno de los cuales pereció en el útero. Pero tu gemelo no murió así. Tarquin, creo que tenemos que hablar con Patsy. Patsy quiere que lo sepas. Está cansada de guardar silencio.
Me había quedado tan conmocionado que no podía ni hablar.
Hice un gesto pidiendo paciencia, me levanté y les indiqué que me siguieran.
Cruzamos el pasillo. La puerta de Patsy estaba abierta. Su habitación no contaba con un salón como la mía, pero era grande y hermosa, con una cama regia vestida con volantes azules y blancos, un sofá de seda azul y unas sillas delante. Patsy estaba sentada en él con Cindy, viendo la televisión mientras la Gran Ramona bordaba en una de las sillas. El volumen del televisor estaba tan bajo que no parecía importante. La Gran Ramona y Cindy se levantaron al vernos entrar.
—¿Qué clase de invasión es ésta? —preguntó Patsy—. Eh, Cindy, no te vayas sin ponerme otra inyección. Me encuentro mal. Y tú, Tarquin Blackwood, a ti ni siquiera te interesa si estoy viva
Ella se echó a reír. Parecía muy delgada con su camisón de franela y me dejó preocupado. Y en lugar de llevar el pelo cardado, como era lo habitual, le caía suelto y ondulado y le daba un aspecto muy joven. Tenía los ojos grandes y una mirada dura.
—Estás loco, Tarquin Blackwood —se burló—. Debieron ahogarte al nacer. No sabes cuánto te odio.
—Vamos, Patsy, no hablas en serio —terció la enfermera—. Dentro de una hora te pondré otra inyección.
—¿Podemos hablar contigo un momento? —preguntó Lestat. Ella le hizo una seña para que se sentara a su lado. Lestat puso el brazo en el respaldo del sillón, detrás de ella.
—Claro, siempre estoy dispuesta a hablar con los amigos de Quinn. Sentaos. Es la primera vez. Nash es tan estirado que me llama señorita Blackwood todo el rato. Jasmine no me soporta. Se cree que no sé que su bastardo negro es hijo tuyo. ¡Ja! ¡Pero si lo sabe todo el mundo! Y va por ahí diciendo «es mi hijo», como si fuera una madre virgen, ¿os imagináis? Mira, si ese niño no fuera tuyo, Quinn, lo habrían tirado a la basura, pero fue el pequeño Quinn el que se llevó a la cama a Jasmine, así que no pasa nada; según tía Queen, no pasa nada. Que el bastardo tenga la casa a su disposición, es...
—Venga, Patsy, ya está bien —repliqué—. Si alguien quisiera hacer daño a ese niño, tú serías
Merrick se había sentado en la silla que antes ocupaba la Gran Ramona y, durante todo este rato, se había dedicado a observar a Patsy. Ahora se presentó en voz baja dando su nombre de pila y presentó también a Lestat.
Me senté junto a ella.
—Patsy, ¿tenía Tarquín un hermano gemelo? —preguntó Merrick—. ¿Un hermano que nació a la vez o pocos momentos después?
Se produjo un silencio absoluto. Nunca había visto aquella expresión en el rostro de Patsy. Se quedó como en blanco, con una mezcla de perplejidad y temor.
—¡Cindy! —gritó de pronto—. ¡Cindy, te necesito! ¡Cindy, tengo una crisis de pánico! ¡Cindy!
Se volvió a un lado y otro hasta que Lestat le puso la mano con firmeza en el hombro y pronunció su nombre en un susurro. Ella le miró a los ojos y su histeria se desvaneció como si se evaporase.
Cindy apareció en la puerta con la jeringuilla en la mano.
—Patsy, aguanta —dijo sentándose a su lado. Alzó con modestia el camisón y le inyectó el sedante en la cadera izquierda. Luego se levantó y se quedó esperando.
Patsy seguía mirando a Lestat a los ojos.
—Tenéis que comprender. Fue lo más lamentable, lo más terrible... —Se estremeció—. No os lo podéis imaginar.
Sin apartar la mirada de Patsy, Lestat le dijo a Cindy que Patsy estaba bien.
—Te odiaba mucho. Te odio ahora. Siempre te he odiado. Tú le mataste.
—¡Que le maté! ¿Cómo? —pregunté estupefacto.
—¿Qué estás diciendo? ¿Cómo hice una cosa así? —Quería leer su mente, pero nunca había utilizado ese poder con ella y una profunda e inveterada repulsión me impedía hacerlo.
—Eras muy grande. Muy sano, muy normal. Pesabas casi cinco kilos. Hasta los huesos los tenías grandes. Y luego vino el pequeñito, Garwain, de sólo kilo y medio. Me dijeron que te había dado toda su sangre en el útero, toda su sangre. Eras como un niño vampiro, ¡bebiéndote su sangre! Fue espantoso. Y él era tan pequeño... Un kilo y medio. Era la criatura más terrible y lastimosa que te puedes imaginar.
Me había quedado tan pasmado que no podía ni hablar.
Patsy tenía la cara surcada de lágrimas. Cindy se las enjugó con un pañuelo de papel.
—Yo me moría por abrazarle, pero no me dejaron. Me dijeron que era el gemelo donante. El gemelo donante. Lo dio todo. Y al final, era tan pequeño que apenas podía vivir. Lo metieron en la incubadora. Ni siquiera me dejaron tocarle. Me quedé allí en el hospital día y noche, día y noche. Y tía Queen no hacía más que llamarme para decirme que el otro niño, que estaba en casa, me necesitaba. ¡Cómo se le ocurrió decirme eso! Como si el bebé diminuto que estaba en el hospital no me necesitara. ¡Como si aquella pobre criatura no me necesitara! Ella quería que volviera a casa y diera de mamar a un monstruo de cinco kilos. ¡Y yo ni siquiera podía mirarte! No quería estar bajo el mismo techo que tú. Por eso me marché.
Se enjugó furiosa las lágrimas. Hablaba con voz tan baja que no creo que los seres humanos pudieran oírla. No sé si Cindy, que estaba sentada a su lado, la había oído.
—Me quedé allí en el hospital día y noche. Les supliqué que me dejaran tocar a mi niño, pero el pobre se murió en aquella máquina, con todos aquellos cables y tubos y monitores. ¡Se murió! Mi niño, mi pobre Garwain, mi pequeño caballero. Así le llamaba: Garwain, mi pequeño caballero. Y entonces me dejaron tenerle en mis brazos, cuando ya estaba muerto, mi pobre hijito.
Nunca había visto así a Patsy, nunca la había visto llorar de esa manera, nunca había visto en ella una tristeza tan amarga.
—Le hicimos un ataúd diminuto —prosiguió— y le metimos allí acurrucadito con un traje blanco de bautizo, pobre. Luego fuimos al Metairie, todos. Y a tía Queen se le ocurrió llevarte también. ¡Por el amor de Dios! ¿Cómo se le pasó por la cabeza? Tú no hacías más que gritar y llorar y dar berridos. La odié entonces por llevarte. Ella insistía en que tú sabías que tu hermano había muerto, que lo notabas, que yo debía abrazarte, ¿te imaginas?, que tenía que abrazarte. Y allí estaba mi pequeño Garwain, en su ataúd diminuto. Le metieron en la tumba. Había hecho grabar la lápida. «Garwain, mi pequeño caballero», ponía. Y ahí está ahora.
Patsy no dejaba de llorar.
—No te creas que lo movieron para meter los féretros de Pops y Sweetheart o el de tía Queen. No, señor. No. —Patsy movió la cabeza—. En ese mausoleo hay ocho nichos, y no lo movieron. Ya me encargué yo. Y nunca, nunca jamás volví a aquella cripta desde el día en que le enterramos. Hasta esta noche. Y sólo porque tía Queen le dejó encargado a Grady Breen que me diera un cheque extra si asistía a su estúpido y patético funeral. Y Grady Breen me sobornó. Me dio anoche una fotocopia del testamento, como ya te dije, siguiendo las indicaciones de tía Queen.
»Un soborno con todas las de la ley. El colmo. Tía Queen sabía lo que yo pienso de ese lugar, lo sabía, fue ella la que me hizo jurar que jamás te diría una palabra, que nadie te diría nunca que le habías chupado la sangre a tu hermano, al pequeño niño donante de kilo y medio. Como si fuera a ti a quien había que proteger. Pobre Quinn. Que Dios te perdone por lo que hiciste, maldito hijo de puta. No sabrás lo que es el odio hasta que no sepas cuánto te odio.
Patsy sollozaba con el pañuelo pegado a la cara. Cindy estaba destrozada. Se levantó para irse, pero Patsy la agarró con dedos trémulos. Lestat le puso la mano en el hombro con suavidad.
—Garwain —dijo—. Y cuando Goblin comenzó a aparecer, ¿nunca pensaste que podía ser el fantasma de Garwain?
—No —contestó ella sombría—. De ser el fantasma de Garwain hubiese venido a mí porque yo le quería. ¡Nunca hubiese acudido a Quinn! ¡Quinn lo mató! Quinn le chupó toda la sangre. Goblin era el propio deseo de Quinn de tener un hermano gemelo, porque sabía que debía haber tenido uno y lo mató, de manera que creó a Goblin de la nada en su locura. ¡Siempre ha estado loco!
—¿A nadie se le ocurrió que podía ser el fantasma del pequeño? —preguntó Merrick.
—No —insistió Patsy—. Garwain, mi pequeño caballero. Eso es lo que está escrito en la losa. —Entonces me miró—. ¡Y cómo gritabas en su funeral! ¡Gritabas sin parar! Me pasé un año entero sin mirarte siquiera. No podía soportarlo. Al final cedí sólo porque tía Queen me pagó por ello. Pops no quería darme ni un centavo. Tía Queen me pagó mientras tú crecías. Hicimos un trato. No podía hablarte de tu hermano, para que no te sintieras culpable, no podía decirte que mataste a tu hermano. Si yo cumplía, ella cuidaría de que no me faltara nada. Y así fue.
Patsy se encogió de hombros. Alzó las cejas y luego su rostro se relajó un poco, pero seguía llorando.
—Tía Queen me dio cincuenta mil dólares. No era lo que yo quería, pero me dio eso para empezar, para que accediera a tocarte. Y lo hice. Te abracé una sola vez. Consiguió poner a Pops y a Sweetheart y a todo el mundo de su parte. Todos se preocupaban por ti. «Que no se te ocurra decirle a Quinn que tenía un hermano gemelo que murió.» Como si yo nunca hubiera tenido ese hijo. Jamás le hables a Quinn de Garwain. Que no sepa nunca que le chupó toda la sangre a ese niño indefenso. No le cuentes nunca a Quinn esa espantosa historia. Y ahora vienes y me preguntas que si tuviste alguna vez un hermano gemelo. Querías saberlo y tía Queen está muerta. Y como Grady me contó lo del dinero que me tocaba y lo que había en el testamento, sé que no arriesgo nada contándotelo. Así que ya lo sabes. Ya sabes por qué te he odiado todos estos años. Por fin lo entiendes.
Me levanté. Ya habíamos averiguado lo que queríamos saber. Estaba demasiado conmocionado y agotado para decir ni una palabra. Odiaba a Patsy tanto como ella a mí. La odiaba tanto que no podía ni mirarla.
Creo que di las gracias entre dientes y me dispuse a salir de la habitación con mis amigos.
Cindy parecía muy abatida.
—¿Qué? —repliqué.
—¿Te puedes imaginar lo que fue para mí? Cuando pasó yo tenía dieciséis años.
—Me estoy muriendo —insistió ella—. Y nunca en mi vida me a querido nadie como la gente te quiere a ti.
—Pues sí, es verdad —contesté—. Y ahora te odio igual que me tú a mí.
—Fuera de mi vista —dijo Patsy.
—Era lo que estaba haciendo cuando me has detenido.
—Tengo que saber una cosa —comencé, sin aceptar la silla que me ofrecían—. Patsy me acaba de contar que yo tenía un hermano gemelo que está enterrado en el cementerio de Metairie. ¿Es verdad?
Recibí la respuesta de inmediato: la vi en sus rostros y la leí en sus mentes.
—Patsy no tenía por qué contarte eso ahora —dijo la Gran Ramona—. Estaba totalmente fuera de lugar. —Y se levantó para marcharse.
Le indiqué que se sentara.
—¿A alguien se le ha ocurrido que Goblin podía ser el fantasma de mi hermano, Garwain?
—Bueno, sí, lo llegamos a pensar. Pero, ¿de qué habría servido decírtelo cuando eras pequeño, o más adelante, cuando ya estabas en Europa pasándotelo bien? Sobre todo cuando Goblin desapareció y no causó más problemas. ¿Y cómo íbamos a decírtelo cuando, ya hecho un hombre, volviste a casa?
—Lo entiendo —contesté—. Mi hermano era mucho más pequeño que yo, ¿no? Un niño diminuto.
—Patsy no tenía por qué preocuparte de ese modo —saltó Jasmine—. Con ella todo son excusas o mentiras. La única razón de que se quejara tanto de lo del pequeño es porque quería que todo el mundo le tuviera lástima.
Nash se levantó para llevarse a Tommy, pero yo les indiqué que siguieran cenando. Tommy sentía curiosidad por la historia, y no vi qué mal podía haber en que se enterara. ¿Por qué debíamos seguir manteniendo el secreto? Pero Nash parecía preocupado, como siempre.
—¿Y nadie sintió lástima por Patsy?
Se produjo un silencio.
—Patsy es una mentirosa —dijo por fin la Gran Ramona—. Es verdad que lloró por el pequeño. Sabía que se iba a morir. Es muy fácil sentir lástima por alguien que no tiene ninguna oportunidad, que no va a vivir ni una semana. Es mucho más difícil ser una auténtica madre. Tía Queen sintió lástima por ella y le dio dinero para empezar su grupo. Pero ella no se quedó para...
—Lo entiendo —la interrumpí—. Sólo quería saberlo.
—Tía Queen nunca quiso que lo supieras —repuso la Gran Ramona—. No tenían que habértelo contado. Pops y Sweetheart tampoco querían que lo supieras. Pops siempre dijo que era mejor olvidar el asunto, que era morboso. También empleaba otra palabra, ¿cómo era...?
—Grotesco —apuntó Jasmine—. Decía que era morboso y grotesco y que no pensaba decirte nada.
—Tampoco encontró nunca el momento adecuado.
—Es verdad que pensamos que Goblin era el fantasma de tu hermano —prosiguió Jasmine—, por lo menos a veces. Y supongo que en general pensamos que tampoco importaba quién fuera.
La Gran Ramona se levantó para remover las judías en el fogón y sirvió unas cuantas en el plato de Tommy. Mi hijo, Jerome, tenía toda la cara manchada de puré de melocotón.
—Mira, si cuando volviste de Europa Goblin hubiera creado problemas de nuevo, tal vez te hubiésemos dicho lo de tu hermano gemelo, no sé, para realizar alguna clase de exorcismo. Pero no volviste a mencionar a Goblin.
—Y entonces salió de la nada y tiró al suelo a tía Queen —dijo Jasmine, con un nudo en la garganta. De pronto se echó a llorar.
—Lo sucedido ha sido culpa mía —repliqué—. Fui yo quien atrajo a Goblin y quien le hizo fuerte. No importa si era un fantasma o un espíritu.
Noté una brisa. El ventilador del techo había comenzado a girar sin que nadie lo hubiese encendido. Jasmine y la Gran Ramona lo notaron también.
—Que nadie se separe del grupo —ordené—. Y no le miréis ni miréis lo que hace. Tengo que ir a hablar con mis amigos. Me ayudarán a librarme de él.
Un plato cayó de un estante de la despensa y se hizo añicos en el suelo. Jasmine se levantó temblorosa a buscar la escoba. La Gran Ramona hizo la señal de la cruz y yo también.
Nash rodeó a Tommy con el brazo. El chico parecía muy emocionado. Jerome seguía comiendo puré como si no pasara nada.
Por fin salí de la cocina.
Goblin tocaba su lúgubre música en las arañas del techo, La Gran Ramona subió corriendo por las escaleras murmurando que tenía que estar con Patsy y Cindy. Desde allí se oían los histéricos sollozos de Patsy.
Me quedé escuchando a su puerta un buen rato, incapaz de entender lo que decían, preguntándome qué droga le había inyectado Cindy para que siguiera tan abatida. Me di cuenta de que me había quedado helado. Por supuesto siempre había sabido que Patsy me odiaba, pero nunca me lo había dicho de forma tan clara, tan convincente. Y ahora yo también me odiaba. Era casi demasiado para mí.
Por fin entré en mi habitación y cerré la puerta.
Lestat y Merrick estaban sentados a la mesa, dos elegantes criaturas una frente a la otra. Me senté de espaldas a la puerta. El ordenador se encendió de inmediato. Las ventanas vibraban. Las pesadas cortinas de terciopelo se agitaron. Los adornos del dosel de la cama ondearon en la brisa.
Merrick se levantó mirando alrededor. Su melena caoba le caía abundante sobre la espalda. Lestat la miraba con atención.
—Muéstrate, espíritu —dijo ella en voz baja—. Ven, muéstrate a aquellos que pueden verte. — Sus ojos verdes escudriñaron la habitación. Merrick se volvió para mirar el techo, la araña—. Sé que estás aquí, Goblin. Y conozco tu nombre, tu verdadero nombre, el nombre que te dio tu madre.
Las ventanas que teníamos más cerca reventaron. El cristal voló contra las cortinas, pero no las traspasó y cayó al suelo hecho añicos. La brisa cálida de la noche entró en la habitación.
—Ése es un truco estúpido y cobarde —prosiguió Merrick, como si le susurrase al oído—. Yo misma podría hacerlo. ¿No quieres que diga tu verdadero nombre? ¿Te da miedo oírlo?
Las teclas del ordenador se movían a toda velocidad. Lo que aparecía en pantalla no tenía sentido. Me acerqué: QUEMERRICKYLESTATSEMARCHENOBOMBARDEARECONCRISTALESTODOBLACKWOODMANORTEODIOQUINN.
De pronto una enorme nube amorfa se extendió por el techo y cobró una espantosa forma humana hecha de filamentos de sangre, con un rostro gigantesco, la boca abierta en un grito silencioso. La figura se contraía agitándose mientras rodeaba a Merrick, azotándola con sus tentáculos. Merrick cayó hacia atrás en la alfombra y alzó los brazos.
—¡No hagáis nada! —gritó—. Sí, ven a mis brazos —le dijo a Goblin—. Deja que te conozca, ven a mí, ven conmigo, sí, bebe mi sangre, conóceme, sí, te conozco, sí... —Puso los ojos en blanco y pareció quedar inconsciente.
Por fin, cuando yo ya no podía soportarlo más, Goblin se alzó con un furioso viento lleno de sangre, agitándose violentamente una vez más. Luego salió disparado por la ventana rota, arrojando más cristales contra las cortinas, que quedaron manchadas de sangre. Merrick también tenía los brazos, las manos, las piernas y la cara cubiertas de sangre.
Lestat la ayudó a levantarse, la besó en la boca y le acarició el pelo. Luego la sentó en una silla.
—¡Quería quemarlo! —exclamó—. ¡Estaba deseando acabar con él!
—Yo también —dije. Enderecé la falda blanca de Merrick y comencé a limpiar con mi pañuelo los arañazos ensangrentados que la cubrían.
—No, era demasiado pronto para el fuego —contestó ella—, y la unión tenía que celebrarse. Quería estar bien segura de todo.
—¿Es de verdad el fantasma de mi hermano? —pregunté.
—Sí. —Merrick me agarró la mano con suavidad y me dio un beso—. Es el fantasma del niño enterrado en el cementerio de Metairie, y por eso siempre ha sido más fuerte aquí. Por eso no pudiste llevártelo a Europa, como me contó Lestat. Por eso era débil y translúcido cuando fuiste a Nueva York. Por eso era más fuerte cuando fuiste a Nueva Orleans. Y por eso parecía tan fuerte esta noche junto al mausoleo. Sus restos están allí dentro.
—Pero él no lo entiende, ¿verdad? —pregunté—. No sabe de dónde viene ni cuál es su nombre auténtico.
—No, no lo sabe.
Los arañazos se desvanecían y Merrick volvía a ser la mujer atractiva que había sido. Su larga melena castaña resultaba preciosa, así alborotada. Tenía los ojos verdes todavía inyectados en sangre y parecía aún un poco agitada.
—Pero podemos hacer que lo sepa —prosiguió—, y ésa es nuestra mejor arma. Porque un fantasma, a diferencia de un espíritu puro, está conectado a sus restos, y este fantasma más que cualquier otro. Está conectado a ti por la sangre, y por eso siempre ha creído que tiene derecho a todo lo que tú tienes.
—¡Por supuesto! —exclamé—. ¡Claro! —Por fin lo comprendía—. Cree que es su derecho. Estuvimos juntos en el útero. —Noté una honda punzada de dolor en el corazón.
—Sí, e intenta imaginar por un momento lo que fue la muerte para este espíritu. En primer lugar, era tu hermano gemelo, y sabemos que para los gemelos la muerte de su hermano es una pérdida terrible. Patsy dice que tú llorabas en su funeral, que tía Queen le suplicó que te consolara. Tía Queen sabía que tú sentías la muerte de Garwain. Bueno, Garwain vivió esta separación también en la incubadora, y en la muerte. Sin duda su espíritu estaba confuso y no fue hacia la luz, como debería haber hecho.
—Ya veo. Y ahora, por primera vez en todos estos meses vuelvo a sentir lástima por él. Siento... piedad.
—Apiádate de ti mismo —dijo Merrick suavemente. Sus modales eran muy elegantes. De hecho me recordaba mucho a Stirling Oliver—. Pero cuando te llevaron a su funeral, cuando te llevaron allí el día de su entierro, su pobre espíritu a la deriva encontró en ti a su hermano gemelo vivo y se convirtió en tu doble. De hecho se convirtió en algo mucho más fuerte. Se convirtió en tu acompañante y tu amante, un auténtico gemelo que creía tener derecho a tu patrimonio.
—Y así comenzó nuestro largo viaje juntos, dos gemelos auténticos, dos hermanos auténticos. —Intenté con todas mis fuerzas recordar que en otro tiempo le había querido. Me pregunté si Merrick podría ver en mi alma la animosidad que ahora sentía por él, la esclavitud que para mí había sido tan terrible durante todo aquel largo año, desde que Petronia me había creado. Y la pérdida de tía Queen, la inefable pérdida de tía Queen.
—Y ahora que te han dado la sangre oscura —terció Lestat enfadado—, quiere lo que él considera su parte.
—No, no es eso en absoluto —le corrigió Merrick, mirándome fijamente—. Quiero que me describas lo que pasa cuando te ataca.
Me quedé pensando un momento.
—Es como una fusión —expliqué por fin, mirando a Merrick y a Lestat alternativamente—, una fusión que no experimenté nunca cuando estaba vivo. Es verdad que muchas veces estaba dentro de mí. Mona Mayfair me lo dijo. Cuando hacíamos el amor me decía que Goblin estaba en mí. Lo sentía. Mona se considera una bruja porque puede advertir la presencia de los espíritus.
—¿Tú amas a Mona Mayfair? —me preguntó con suavidad Merrick.
—Mucho —logré contestar—, pero no volveré a verla. Sabría lo que soy en cuanto me pusiera la vista encima. En el funeral y en la misa traté desesperadamente de evitar a Rowan Mayfair y a su marido, Michael. Ambos son lo que la orden de Talamasca llama brujos. En el funeral se me apareció también el fantasma de Julien Mayfair. Tía Queen era hija suya. Soy su descendiente.
—¿Tú tienes sangre Mayfair? —preguntó Merrick—. ¿Y viste a Julien?
—Mi querida Merrick, una vez me tomé una taza de chocolate con el tío Julien, en los días en que podía tomar chocolate. Me sirvió también galletas en un plato de porcelana, todo lo cual se desvaneció más adelante junto con él.
Le conté deprisa toda la historia, incluido el asunto de la máscara y la capa, y sus labios se abrieron en una generosa y hermosa sonrisa.
—Ay, nuestro oncle Julien —suspiró—. La de camas que llegó a deshacer. Menudo tipo. Milagro sería que existiera una sola persona en toda la ciudad de Nueva Orleans que no hubiera recibido algunos genes suyos. —Me miró radiante—. Acudió a mi Great Nananne en un sueño cuando yo tenía once años y le dijo que me enviara a la orden de Talamasca, que ellos eran mi salvación.
—¡Ay, por Dios! —exclamé—. No sabes lo que estuve a punto de hacerle a Stirling Oliven
—¡Olvídate! —saltó Lestat—. Lo digo en serio. Lo pasado, pasado está. —Alzó la mano e hizo la señal de la cruz—. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, te absuelvo de todo pecado. ¡Stirling Oliver está vivo! El asunto está cerrado mientras yo sea aquí el maestro de la
—Así que eres el maestro de la secta, ¿no? —le preguntó con una mirada coqueta—. Asumes el título automáticamente vayas donde vayas.
Lestat se encogió de hombros.
—Por supuesto —contestó, como si hablara en serio.
—Es un asunto discutible, mi magnífico amigo, pero tenemos que aprovechar el tiempo, ahora que Goblin está exhausto. Volvamos a lo nuestro. Así pues, Tarquín, Goblin es tu hermano gemelo y me ibas a contar qué pasa exactamente cuando estáis juntos. Descríbeme la fusión.
—Es eléctrica, sin duda. Como si sus partículas, asumiendo que esté hecho de...
—Así es.
—Pues todas sus partículas están fusionadas con las mías y yo pierdo por completo el equilibrio. Me siento perdido también en los recuerdos. Él engendra esos recuerdos o cae presa de ellos, no lo sé, pero revivimos momentos en la cuna o en el parque y sólo siento amor por él, como debí de sentir de niño. Es un puro éxtasis. Y todo transcurre sin palabras, excepto por rudimentarias expresiones de amor.
—¿Y cuánto dura?
—Unos momentos. Segundos —contestó Lestat por mí.
—Sí, y cada vez es más fuerte que la anterior —añadí—. La última vez, que fue anoche, noté un tirón en el corazón, además de los arañazos, mucho peor que antes. Él salió por la ventana, rompiendo el cristal como hace un momento. Nunca había sido tan destructivo.
—Ahora tiene que ser destructivo —dijo Merrick—. Ha cometido la imprudencia de aumentar la estructura material de su ser. Mientras que antes era casi por completo energía, ahora tiene también bastante materia y no puede atravesar las paredes sólidas como antes. Al contrario, necesita una puerta o una ventana.
—Exacto. Yo he sido testigo. Notaba el aire cambiar, notaba que se marchaba.
Merrick asintió.
—El hecho de que esté sujeto a la gravedad juega a nuestro favor, como siempre sucede con los fantasmas. Con él ahora más, porque ha desarrollado el apetito por la sangre y por tanto se ha cargado de materia. ¿Puedes decirme algo más de esta fusión?
Vacilé un momento.
—Es muy placentera —confesé—. Es como... como un orgasmo. O como el contacto con nuestras víctimas. Es como la fusión con ellas, sólo que mucho más suave.
—¿Más suave? ¿Tú pierdes el equilibrio cuando tomas a tus víctimas?
—No, no. Ya veo. Pero con Goblin el placer no es tanto. Si fuera así lo diría. Lo que siento es confusión, junto con un leve placer.
—Muy bien. ¿Algo más?
Me quedé pensando un buen rato.
—Me siento triste, estoy muy triste porque es mi hermano y murió y nunca ha tenido más vida que la que yo le he dado. Y ahora ha pasado esto y no puede seguir adelante. Y creo... creo que sé que debería morir con él.
Merrick y Lestat se me quedaron mirando.
—No hace falta, Quinn —dijo por fin este último con un fuerte acento francés—. Además, si intentaras morir y llevártelo contigo, no hay garantía de que Goblin te siguiera.
—Justo —convino Merrick—. Podría dejarte ir y quedarse él aquí para acechar a otra persona. Al fin y al cabo decidió estar contigo porque eras su hermano, pero podría acudir a otro. Tú mismo has dicho que es muy astuto y que aprende muy deprisa.
—No quiero que mueras, hermanito —dijo Lestat.
—¿Qué hacemos entonces? —pregunté con un suspiro—. ¿Cuál será el destino del hermanito del hermanito?
—Ahora mismo lo voy a explicar, pero primero quiero que comprendas lo que pasa cuando te fundes con él. Goblin está atado no sólo a ti, sino al espíritu del vampiro que llevas dentro. Ya sabes por las viejas historias que todos descendemos de un solo padre, en el que un espíritu puro se fundió con un mortal y que, hasta el día de hoy, todos formamos parte de ese espíritu puro y llevamos en nuestros cuerpos sobrenaturales el espíritu inmortal que nos anima, nos da nuestra
—Sí.
Merrick movió la cabeza.
—¿Estás dispuesto a dejarle ir?
—Sí. Espíritus estúpidos, espíritus que no te dan nada. —Me enjugué los ojos, ya un poco más calmado.
—Sí, hay una así de alta, pero la inscripción está borrada. –
—¿Es ancha? ¿Larga?
—Las dos cosas. Es un rectángulo.
—No. Tienen que alejarse de Blackwood Farm. Todo el mundo,
—¿Y qué les digo? —pregunté.
—De la mejor manera que sé. Mis queridos amigos, la Tropa de Amados, no me llaman bruja por nada.
Me encontraba bajo el roble al borde del cementerio. Miré la tumba que al día siguiente sería nuestro altar.
A Clem se le ocurrió de dónde sacar leña para el fuego: había un viejo roble muerto al borde de los pastos. Al día siguiente iría a cortarlo con la sierra mecánica. El carbón lo compraría en Mapleville. Yo no tenía que preocuparme de nada.
De momento se había ido con los demás. Todos se alegraron de marcharse. Estaban muy animados mientras preparaban el equipaje, charlando y riéndose. Se metieron a toda prisa en la limusina, dando gritos en plena noche.
Tommy había suplicado que le dejara quedarse a ver el exorcismo, pero por fin Nash se lo llevó al coche.
Sólo Patsy se había negado a marcharse. Sólo Patsy me había maldecido, asegurándome que no pensaba participar en mis planes egoístas para librarme de Goblin, sólo Patsy se había quedado atrás. Por fin logré que Cindy se marchara también.
—Yo me encargaré de ella —le dije.
De manera que había llegado el momento. Desde que se había cerrado la puerta de la habitación todo estaba en silencio.
—¿Qué haces aquí? —me había preguntado—. Niñato consentido.
Parecía una niña con su camisón de franela color crema y su precioso pelo rubio cayéndole en tirabuzones a ambos lados de la cara.
—Fuera de aquí —exclamó—. No quiero que estés aquí. Vete. No pienso salir de esta casa te pongas como te pongas, hijo de puta.
De su mente surgía un aluvión de pura animosidad y celos, el odio puro que tan claramente había expresado.
—¡Ya te he dicho que no quiero tu dinero! ¡Te odio!
Y detrás de ella apareció la vaporosa figura de Rebeca, mi antiguo fantasma. Un fantasma odioso y vengativo. ¿Qué hacía allí? Rebeca, con su coqueta blusa de encaje y la falda de tafetán, sonriendo. «Apártate de mí, fantasma vengativo.» ¿Cómo se atrevía a estar allí? Una vida por mi vida. «¡No pienso escucharte!»
Me acerqué a Patsy y le rompí el cuello antes de que se asustara siquiera. Maté a mi madre, a mi propia madre. Grandes ojos vacíos. Carmín. Patsy, muerta.
No bebí ni una gota de su sangre.
¿Me vio alguien atravesar la puerta con ella en brazos, como una novia? Nadie excepto Rebeca, la vengativa, la odiosa Rebeca que flotaba cerca del cementerio. Rebeca, sólo un vapor, sonriente, llena de júbilo con su bonito vestido. Una muerte por mi muerte.
Y nadie me vio dejar a Patsy en la barca. Nadie me vio con su cuerpo yerto en las aguas más profundas del pantano. Allí se hundió, bajo el agua verde y lodosa. Ya no era Patsy de algodón de azúcar. Ya no era Barbie. Ya no era mi madre.
Nadie sino yo captó la vibración de Rebeca. Nadie sino yo oyó su voz:
—Atrás, Satanás —dije yo—. No he hecho esto por ti sino por mí.
Fue muy turbador: el fantasma desaparecido, Patsy desaparecida y el espantoso pantano tan vacío. Los caimanes se movían en el agua. Se comían a mi madre. Volví solo al cementerio desierto. Pasaron las horas. La sangre de mi madre manchaba mis manos, aunque no hubiera sangre. Pensaba mentir,
había hundido a Patsy en las aguas del pantano.
Y eso nunca, nunca había sucedido: estar solo en mi tierra. Me quedé detrás del roble, mirando la tumba donde se dispondría el altar y preguntándome si podríamos obligar a Goblin, la maligna criatura en la que se había convertido mi hermano, el asesino de tía Queen, a entrar en la luz.
Cerré los ojos. Me moría de sed. Pero ya casi había amanecido. No podía cazar. No tenía fuerzas. ¿Y cómo podría hacerlo la noche siguiente? Pero tenía que alimentarme antes de empezar con el ritual. Había sido un estúpido al no dejar de lado mi dolor y mi odio asesino. Tendría que haberme marchado antes.
¿Por qué me quedé en el cementerio? ¿Qué quería recordar? ¿Dónde estaban los fantasmas mudos que hacía tanto tiempo me miraban, en mis años de inocencia? ¿Por qué no acudían esa mañana mientras el cielo se teñía de púrpura y rosa para decirme que mi sitio estaba entre los muertos ?
Tal vez el sol no fuera tan doloroso como el fuego. Pero, ¿cómo podía colaborar para destruir a Goblin sencillamente internándome en la mañana? Necesitaba valor, necesitaba fuerza.
Yo te la puedo dar. Ven a mis brazos.
Me volví. Era Lestat. Obedecí su orden y sentí sus brazos ceñirse en torno a mí. Me puso la mano en la cabeza.
Bésame, pequeño. Toma lo que necesitas. Te lo doy.
Hundí los dientes en su piel. La superficie cedió y la sangre caliente me llenó la boca y la garganta, poderosa y divina. Durante un buen rato su pura fuerza física dominó sobre cualquier otra cosa, pero luego surgió un aluvión de imágenes, vividas, rápidas, brillantes como el neón, un rugiente carrusel de vida, el paso de los siglos, una multitud infinita de sensaciones magníficas y, por fin, una jungla de colores y flores y el centro tierno y palpitante de su corazón, su corazón puro, su corazón era la único que podía desearse, su corazón y nada más, nunca.
Clem había apilado la leña en un alto montón alrededor de toda la tumba. El carbón estaba encima. Había velas por todas partes.
Merrick se había puesto un precioso vestido de algodón negro, de manga larga, y un collar de azabache. Llevaba el pelo suelto. En la mano, una bolsa grande cubierta de relucientes cuentas, con dos asas. Dejó la bolsa con cuidado junto a una de las tumbas, hizo la señal de la cruz y puso la mano con respeto sobre la losa que iba a ser el altar.
Encendió la primera vela con un mechero. Luego sacó de la bolsa una vela más larga con la que fue encendiendo las demás, una a una. Poco a poco el cementerio se llenó de luz.
Lestat, a mi lado, me puso la mano en la espalda. Yo temblaba como si tuviera frío.
Cuando por fin quedó todo iluminado, Clem colocó varias hileras de velas en la pequeña iglesia, que yo había olvidado por completo. Merrick las encendió también y una oscilante luz salió por las ventanas.
Sentí un escalofrío cuando Merrick alzó la lata de gasolina para verterla sobre el carbón y la leña. Por fin acercó la vela y retrocedió. Nunca había visto una hoguera de aquellas dimensiones.
—Venid conmigo, los dos —nos llamó—. Tenéis que ayudarme. Repetid lo que yo diga. Lo que creíais en el pasado no importa. Creedme ahora. Eso es todo. Debéis tener fe en lo que hago y en lo que digo para que el exorcismo tenga fuerza.
Los dos asentimos.
—Quinn, no tengas miedo.
El fuego crepitaba. Retrocedí instintivamente, igual que Merrick y Lestat. Lestat parecía odiarlo más que nadie. Merrick estaba fascinada. Demasiado fascinada, pensé, pero yo qué sabía.
—Dime los nombres auténticos de los padres y antepasados de Garwain —pidió Merrick.
Luego Lestat, temiendo por ella, la apartó de las llamas.
Merrick contuvo el aliento como si hubiera estado en peligro y tuviera miedo. Luego sacó un cáliz de la bolsa, me lo tendió y volvió a hendirse la muñeca, haciendo un corte hondo y tosco. La sangre se vertió en la copa y de allí volvió a echarla a las llamas.
El calor del fuego era tremendo. Me asustaba, lo aborrecía. Lo odiaba con el instinto de un buscador de sangre y con el instinto humano. Fue un alivio cuando Merrick me quitó el cáliz de las manos.
De pronto Merrick echó atrás la cabeza y alzó los brazos, obligándonos a separarnos de ella para hacerle sitio.
—Señor Dios —gritó—, Creador de todas las cosas, de todo lo visible y lo invisible, trae ante mí a tu siervo Garwain, porque todavía ronda el reino de este mundo y está perdido a tu Sabiduría y tu Protección. Tráelo ante mí, Señor, para que lo guíe hacia ti. Señor, oye mi súplica. Señor, que mi súplica llegue hasta ti. Oye a tu sierva, Merrick. No mires mis pecados sino mi causa. ¡Lestat, Tarquin! ¡Unid vuestras voces a la mía!
—Óyenos, Oh Dios —dije yo de inmediato mientras Lestat pronunciaba una oración similar—. Oh, Dios, óyenos. Tráenos a Garwain.
Aunque estaba asustado me vi de pronto inmerso en la ceremonia. Mientras Merrick proseguía, Lestat y yo murmurábamos cánticos algo más familiares.
—Señor, contempla con piedad a tu siervo Garwain —decía Merrick—, que desde la infancia ha vagado confuso entre otros mortales, perdido lejos de la luz y hambriento de ella. Señor, oye nuestra oración. Señor, busca a Garwain, Señor, envíanos a Garwain.
De pronto una fuerte ráfaga de viento agitó los robles cercanos y una lluvia de hojas cayó en el fuego. Las llamas rugieron y el viento las aumentó. Por encima de la hoguera vi la figura de Goblin, como mi doble, sus ojos rojos a la luz del fuego.
—Tú crees que un espíritu no conoce los trucos de una bruja, Merrick —dijo por encima del fragor de la hoguera, con una voz baja y monótona que yo no había oído en más de cuatro años— . ¿Crees que no sé que quieres matarme, Merrick? Tú me odias.
La figura comenzó a dispersarse y a crecer hasta hacerse inmensa. Entonces se lanzó con enorme fuerza contra Merrick, pero ella gritó:
—¡Arde ahora! ¡Arde!
Y todos concentramos nuestra fuerza contra él, gritando aquella sola palabra, «arde». La figura se alzó sobre las llamas, ella misma una miríada de llamas, paralizada sobre el fuego, retrayéndose y aullando en espantosa confusión. A continuación se contrajo hasta convertirse en una ráfaga de viento que asaltó el altar y luego se arrojó de nuevo contra Merrick.
El ruido era intolerable. Las hojas eran un huracán sobre nosotros, el fuego rugía. Merrick se tambaleó pero nosotros mantuvimos la concentración.
—¡Arde, Garwain, arde! —gritábamos.
—¡Arde hasta que todo tu ser sea un puro fantasma, como debería ser! —dijo Merrick—. Para poder entrar en la luz como Dios quiere, Garwain.
De pronto sacó un pequeño fardo del bolso, apartó las sábanas blancas que lo cubrían y dejó al descubierto el cadáver pequeño y arrugado de un niño.
—¡Éste eres tú, Garwain! Éste eres tú, sacado de tu tumba, el cuerpo del que partiste, vagando a la deriva, confundido y maldito. Éste es tu cuerpo mortal, tu ser de niño, y a partir de este ser te has perdido y te alimentas de Quinn. Contempla este cuerpo, porque es el tuyo, Goblin.
—¡Mentira! —se oyó la voz. Goblin se alzó a un lado del altar, justo delante de nosotros, idéntico a mí hasta el último detalle, queriendo atacar a Merrick, intentando arrebatarle al niño negro y arrugado que tenía en los brazos. Pero Merrick no lo soltaba.
—¡Eres humo y espejos! —gritó—. Eres aire y voluntad, latrocinio y terror. ¡Ve donde Dios te envía! Señor, te lo ruego, acoge a tu siervo, recíbelo según tu voluntad. La imagen osciló. Goblin intentaba fundirse con ella pero Merrick se resistía con todo su poder. Goblin flaqueaba, se desvanecía. Se volvió pálido, enorme, hinchado. ¿Cómo sentiría el fuego?
Se elevó una vez más sobre nosotros, extendiéndose como una bóveda.
—Oh, Dios —grité yo—, que creaste a Julien, a Gravier, a Patsy, acógelo, acoge a este huérfano. Grace, Alice, Rose, venid por este ser errante y maldito. Unid vuestras oraciones a las nuestras.
—¡Sí! —exclamó Merrick, estrechando al niño contra su pecho—. Julien, Gravier, Thomas, os lo suplico, salid de vuestro reposo eterno y llevaos a este niño a la luz. ¡Lleváoslo!
—¡Te repudio, Goblin, ahora y siempre! —añadí—. ¡Te repudio ante Dios! Ante Pops, ante todos mis antepasados, ante los ángeles y los santos. ¡Dios mío, escucha mi oración!
—¡Oh, Señor, oye nuestra súplica!
Merrick levantó el cuerpo y vi con mis propios ojos a un niño vivo. Movía los brazos, lloraba. ¡Yo mismo oí su llanto!
—¡Sí, Goblin! —gritó Merrick—. ¡El niño eres tú! Ven a este cuerpo. ¡Penetra tu propia carne! Te conmino a ello. ¡Te lo ordeno!
Por encima del fuego la enorme imagen de Goblin se estremeció, espantosa, débil, confusa, hasta que de pronto se lanzó hacia el niño que lloraba. Yo lo vi. Lo sentí, y dije en mi corazón: «Amén, hermano, amén.»
Se oyó un terrible gemido y de nuevo las ramas del roble se agitaron al viento.
Y luego todo quedó en silencio, excepto por el fragor de las llamas. La quietud era tan absoluta que parecía que la Tierra hubiera dejado de girar.
Me di cuenta de que estaba en el suelo. Una fuerza invisible me había derribado.
Veía una luz muy brillante, pero no hería mis ojos. Era una luz magnífica que caía sobre el fuego, pero algo terrible sucedía en la hoguera.
Merrick estaba entre las llamas. Había subido al altar y se había tirado al fuego con el niño. Los dos ardían de manera irrevocable, pero en aquella pura luz celestial vi moverse unas figuras, la inconfundible silueta delgada de Pops, y con él un niño, un niño diminuto que gateaba. Merrick también estaba, con una anciana pequeña. Se volvió y alzó la mano como para despedirse.
Yo estaba paralizado ante la luz, ante su inmensidad y el innegable amor que parecía formar parte de su naturaleza.
Creo que lloré.
Luego el torrente de luz bendita se desvaneció. Desaparecieron su calor y su gloria. El calor de la noche se cernió sobre mí. La Tierra volvía a ser de nuevo la Tierra solitaria.
Tuve que redescubrir mis miembros y aprender a utilizarlos antes de levantarme. Vi que Lestat había sacado del fuego el cadáver de Merrick y, entre sollozos, intentaba apagar las llamas que lo consumían, golpeando el cuerpo con su abrigo.
—Se ha ido. Yo lo he visto —dije.
Pero Lestat estaba frenético. No me escuchaba. Por fin apagó las llamas, pero Merrick tenía la mitad de la cara quemada, así como la mayor parte del torso y el brazo derecho. Era espantoso. Lestat se cortó la muñeca y dejó que la sangre espesa y viscosa se derramara sobre el cuerpo, pero no pasó nada. Yo sabía lo que Lestat pretendía, conocía la tradición.
—Se ha ido —repetí—. Lo he visto. La vi entrar en la luz. Alzó la mano para despedirse.
Lestat se levantó, se enjugó las lágrimas de sangre y el hollín de la cara. No podía dejar de llorar. Yo le amaba.
Pusimos los restos de Merrick sobre el altar. Alimentamos el fuego y el cuerpo no tardó en quedar reducido a cenizas, que esparcimos. Por último no quedó nada de la hoguera ni de Merrick.
La noche húmeda era silenciosa y tranquila y el cementerio quedó en tinieblas.
Lestat lloraba.
—¡Era tan joven entre nosotros! —dijo—. Siempre son los jóvenes los que se van. Aquellos para los que la mortalidad alberga algo mágico. Al hacernos viejos, la eternidad se convierte en nuestra bendición.
Nos invitó a entrar en la biblioteca y nos acomodamos en las butacas de cuero dispuestas por todas partes. Stirling le dijo a la agradable ama de llaves que no necesitábamos nada.
Una vez a solas, con voz rota, Lestat le contó lo que le había pasado a Merrick. Describió la ceremonia, detallando cómo Merrick había subido al altar, cómo el niño había cobrado vida, cómo Goblin había descendido sobre él.
Luego yo dije lo que había visto: la luz y las figuras moviéndose en ella. Lestat no había visto la luz, pero no dudó de mi palabra.
—¿Puedo anotar esto en nuestros archivos? —preguntó Stirling. Se limpió la nariz con el pañuelo. Lloraba interiormente por Merrick. Cuando brotaron las lágrimas las dejó fluir un momento antes de enjugárselas.
—Por eso te lo he contado —dijo Lestat—. Para que puedas cerrar el expediente de Merrick Mayfair sabiendo lo que ha sido de ella, para que no termine en silencio y confusión, para que no la llores para siempre sin saber siquiera dónde está o en qué se ha convertido. Era un alma buena. Sólo perseguía a los malhechores. Jamás manchó sus manos con sangre inocente. Y lo que hizo fue por propia voluntad. No sé en realidad por qué eligió este momento.
—Yo creo que lo sé —apunté—, pero no quisiera ser presuntuoso. Merrick eligió este momento porque no estaba sola. Tenía a Garwain.
—¿Y cómo te sientes ahora que se ha ido? —preguntó Stirling interesado.
—Libre de él. Y bastante conmocionado por lo sucedido. Horrorizado porque Garwain mató a tía Queen. Tú lo sabías, ¿verdad? La asustó y la hizo caerse. Todo el mundo lo sabía.
—Sí. Se habló mucho en el funeral. ¿Qué vas a hacer ahora?
—Es espantoso que Merrick haya muerto. Merrick me liberó de Garwain. Lestat la quería. Yo la quería. No sé qué voy a hacer, no sé adonde iré. Hay gente que me necesita. Siempre ha habido gente que me necesita, gente que me importa. Estoy enredado en la vida humana.
Pensé en silencio en el asesinato de Patsy. Deseaba con toda mi alma confesarlo, pero me odiaba tanto por ello que no llegué a pronunciar palabra.
—Es una buena manera de decirlo —comentó Lestat con amargura—. Enredado en la vida humana.
Stirling asintió.
—¿Por qué no me preguntas a mí lo que voy a hacer? —preguntó Lestat, alzando una ceja y haciendo un guiño.
—¿Acaso me lo dirías? —repuso Stirling echándose a reír.
—Por supuesto que no. Pero estoy enamorado de Tarquin. Lo puedes poner en tus archivos, si quieres. Eso no significa que puedas atraparme en Blackwood Manor. Y recuerda que me prometiste que dejarías a Tarquin en paz.
—Desde luego. Soy un hombre de palabra.
—Me gustaría hacerte una pregunta —comencé con timidez—. He hablado con Michael Curry y Rowan Mayfair varias veces en los últimos meses, pero no me dan más que respuestas vagas. No quieren decirme nada de Mona, excepto que no puede verme, que la están sometiendo a una terapia especial, que está en cuidados intensivos. Dicen que podría morirse de alguna infección. Ni siquiera puedo hablar con ella por teléfono.
—Se está muriendo. —Stirling me miraba fijamente.
—¿Por qué le dices eso? —saltó por fin Lestat.
—Muy bien. Vamos, hermanito, vamos a cazar. Conozco a dos malhechores en Boca Ratón que están solos en una magnífica mansión, junto al río. No te imaginas lo divertido que va a ser. Buenas noches, Stirling. Buenas noches, Talamasca. Vámonos.
Pero de pronto Jasmine y Clem vinieron corriendo a las escaleras.
—Hay una loca en tu habitación —dijo Jasmine—. No hemos podido impedirlo, Quinn. Es Mona Mayfair, ¿te acuerdas de ella? Está allí arriba, Quinn. Llegó en una limusina cargada de flores. Es un esqueleto. Te vas a morir cuando la veas, Quinn. Espera, no hemos podido detenerla. Sólo la ayudamos con las flores porque estaba muy débil.
—¡Jasmine, suéltame! —grité—. La amo, ¿no lo entiendes?
—¡Pero, Quinn! ¡Le pasa algo muy grave! ¡Ten cuidado!
Subí las escaleras tan deprisa como me atreví, como correría un mortal, irrumpí en la habitación y cerré la puerta con llave.
Mona se levantó para recibirme. ¡Un esqueleto! Era un auténtico esqueleto. La cama estaba cubierta de flores. Me quedé allí de piedra, conmocionado y a la vez muy contento de verla. Me moría de ganas de correr hacia ella y estrechar su frágil cuerpo entre mis brazos. Mi Mona, mi frágil y marchita Mona, mi pálida, mi magnífica Mona. Ay, Dios mío, no dejes que te haga daño.
—¡Te amo, mi querida Ofelia! Mi Ofelia Inmortal, mía para siempre... ¡Mira las rosas, las margaritas, las zinnias, los lirios!
—Noble Abelardo —susurró ella—. He venido a pedirte el sacrificio supremo. He venido a pedirte que me dejes morir aquí, que me dejes morir contigo. Déjame morir aquí y no allí, entre agujas y tubos. Déjame morir en tu cama.
Me aparté. El cráneo se le transparentaba bajo la piel y los huesos de los hombros se le marcaban bajo la bata de hospital que llevaba. Sólo conservaba su melena pelirroja. Sus brazos, sus manos, eran como palillos. Era espantoso. Mona sufría con cada aliento.
—¡Mi vida, mi amor! Gracias a Dios que has venido a mí —exclamé—. Pero, ¿no ves lo que me ha pasado? ¿No lo ves con tus ojos de bruja? Ya no soy humano. No soy tu Noble Abelardo. No duermo donde los rayos del sol puedan alcanzarme. Mírame, Mona, mírame. ¿Quieres ser lo que yo soy? —¿Qué estaba diciendo? Me había vuelto loco. No podía detenerme—. ¿Quieres ser lo que yo soy? —repetí—. Porque entonces no morirás. Vivirás de la sangre de otros para siempre. Serás inmortal conmigo.
Mona se aferraba a mí mientras Lestat hablaba paseando de un lado a otro, diciéndole muchas cosas: cómo era nuestro mundo, las reglas, las limitaciones, cómo él había violado las reglas y las limitaciones, cómo los fuertes y los viejos sobrevivían, cómo los nuevos terminaban en las llamas. Siguió hablando y hablando mientras ella me abrazaba, mi Ofelia en su nido de flores, con las piernas frágiles y todo el cuerpo tembloroso, mi dulce Ofelia Inmortal
—Sí, quiero