Blackwood Farm

El Santuario

Anne Rice

RESUMEN

Quinn Blackwood, un rico y excéntrico joven convertido en vampiro, pide la ayuda de Lestat para librarse del celoso control a que le somete Goblin, su doppelgänger. Desde que Quinn entró en el reino de los muertos, Goblin, otrora su sombra fiel, se ha convertido en una amenaza para los seres cercanos al atractivo gentleman. Lestat, intrigado, le pide a Quinn que narre la historia de su vida. Este recuerda su infancia en el seno de una familia muy peculiar y describe sus días en Blackwood Farm, la mansión de altas columnas y extensos jardines rodeada de zonas pantanosas en la que creció y ahora reside. A pesar de su amor por Mona Mayfair, una bella bruja con la que mantiene una apasionada relación, Quinn posee una agitada vida amorosa que, junto a su imperioso deseo de beber sangre, le ha llevado a recorrer el mundo y conocer distintas épocas de la historia. Del Nueva Orleans actual al Nápoles del siglo XIX, pasando por la antigua Atenas o Pompeya, la intensa trayectoria vital de Quinn reúne en un mismo volumen las Crónicas Vampíricas y la serie de Las Brujas de Mayfair para revelar nuevos episodios de la historia

Pasaron mis días entre quejas, se quebraron los deseos de mi corazón: los que convierten la noche en día y cambian la luz en tinieblas. ¿Qué puedo esperar? El seol es mi morada, en las tinieblas extiendo mi lecho. Dije al sepulcro: «¡Tú eres mi padre!», y a los gusanos: «¡Sois mi madre y mis hermanos!» ¿Dónde estará mi esperanza? Y mi dicha, ¿quién la verá? ¿Bajarán conmigo al seol? ¿Nos hundiremos juntos en el polvo? es-

Job 17:11-16

1

Lestat:

Si encuentras esta carta en tu casa de la Rué Royale (y espero sinceramente que la encuentres) comprenderás de inmediato que he quebrantado tus reglas.

Sé que Nueva Orleans está vedada a los buscadores de sangre, y que estás dispuesto a destruir a los que se aventuren allí. A diferencia de muchos invasores díscolos a los que ya has despachado, comprendo tus motivos. No quieres que nos vean los miembros de Talamasca. No quieres entablar una guerra con la venerable orden de los detectives clarividentes, por el bien de ellos y el nuestro.

Pero por favor, te ruego que antes de que vengas por mí, leas estas líneas.

Me llamo Quinn. Tengo veintidós años y soy un buscador de sangre, según dice mi creador, desde hace poco menos de un año. Soy huérfano, al menos así me siento, y acudo a ti en busca de ayuda.

Pero antes de exponerte mi caso, te ruego que comprendas que conozco a los de Talamasca, que los conocí antes de que se me concediera la sangre oscura, conozco su inherente bondad y su legendaria neutralidad con respecto a todo lo sobrenatural, y me he esforzado en esquivarlos para dejar esta carta en tu apartamento.

Sé que vigilas Nueva Orleans por vía telepática. Y no tengo ninguna duda de que hallarás esta carta.

Si decides liquidarme rápidamente por mi desobediencia, prométeme que harás cuanto puedas por destruir al espíritu que me acompaña desde que yo era niño. Esta criatura, una réplica de mí que ha crecido conmigo desde que tengo uso de razón, actualmente representa un peligro para los humanos y para mí mismo.

Permíteme que te lo explique.

De niño llamé a este espíritu Goblin, que significa «duende», mucho antes de que nadie me relatara cuentos infantiles y de hadas en los que aparecía esa palabra. Ignoro si ese nombre proviene del propio espíritu. El caso es que cuando deseaba llamarlo, no tenía más que pronunciar esa palabra. Muchas veces Goblin acudía espontáneamente y no lograba deshacerme de él. Otras, ha sido el único amigo que he tenido. A lo largo de los años se ha convertido en una presencia constante a mi lado, madurando al tiempo que yo maduraba y perfeccionando su habilidad de transmitirme sus deseos. Puede decirse que yo he fortalecido y moldeado a Goblin, creando involuntariamente al monstruo en el que se ha convertido. Lo cierto es que no imagino la existencia sin Goblin. Pero debo hacerlo. Debo aniquilar a Goblin antes de que se transforme en algo que yo no pueda controlar.

¿Por qué califico de monstruo este ser que hasta hace poco fue mi único compañero de juegos? La respuesta es bien sencilla. Durante los meses que han transcurrido desde que me convertí en un buscador de sangre (sin que yo pudiera hacer nada para impedirlo, te lo aseguro), Goblin ha adquirido también el deseo de beber sangre. Cada vez que me alimento, me abraza y succiona la sangre que he ingerido a través de un millar de minúsculas heridas, lo cual refuerza su imagen y confiere a su presencia una suave fragancia que antes no poseía. Con el paso de los meses se hace más fuerte y sus ataques contra mi persona son más prolongados.

No consigo quitármelo de encima.

No te sorprenderá si te digo que esos ataques me resultan vagamente gratos, aunque no tanto como alimentarme de una víctima humana, pero me producen un leve e innegable estremecimiento orgásmico.

No es mi vulnerabilidad ante Goblin lo que ahora me preocupa sin embargo, sino el hecho de que éste pueda convertirse en un despiadado monstruo.

He leído tus Crónicas Vampíricas de cabo a rabo. Me las regalo mi creador, un antiguo buscador de sangre que, según su versión de los hechos, me concedió asimismo una fuerza extraordinaria.

En tus relatos te refieres a los orígenes de los vampiros, citando a una antigua bebedora de sangre egipcia que relató la historia a Marius, el sabio, el cual siglos atrás te la transmitió a ti.

Ignoro si tú y Marius os inventasteis algunas de las historias que relatas en tus libros. Es posible que tú y tus camaradas, la secta de eruditos, como os denomináis ahora, tengáis por costumbre contar mentiras.

Pero no lo creo. Yo mismo soy prueba de que los bebedores de sangre existen —ya se llamen bebedores de sangre, vampiros, hijos de la noche o hijos del milenio—, y la forma en que me convertí en uno de ellos confirma lo que describes en tus crónicas.

Mi creador prefería llamarnos buscadores de sangre en lugar de vampiros, y utilizaba palabras que tú empleas en tus relatos. Me concedió el don de las nubes para que pudiera desplazarme con facilidad por el aire, el don de la mente para que pudiera localizar telepáticamente los pecados de mis víctimas y el don del fuego para que pudiera encender el fuego en la estufa de hierro que me da calor.

De modo que creo en tus historias. Creo en ti. Te creo cuando dices que Akasha, la primera de la especie de los vampiros, fue creada por un espíritu maligno que invadió cada fibra de su ser, un espíritu que, antes de atacar a Akasha, había adquirido el deseo de beber sangre.

Te creo cuando dices que ese espíritu, al que llamaron Amel las dos brujas que podían verlo y oírlo —Maharet y Mekare—, existe en todos nosotros, pues su misterioso cuerpo, por llamarlo de alguna manera, ha proliferado como una gigantesca parra y ha florecido en cada buscador de sangre que es transformado en un vampiro por otro vampiro, hasta hoy.

También sé por tus Crónicas que cuando las brujas Mekare Maharet se convirtieron en buscadoras de sangre, perdieron sus dotes de ver y hablar con espíritus. Mi creador me advirtió que yo también perdería esa capacidad.

Pero te aseguro que no he perdido mi capacidad de ver espíritus. Sigo atrayéndolos como un imán. Quizá sea esta capacidad, esta receptividad, aparte de mi anterior renuencia a rechazar a Goblin, lo que le ha proporcionado la fuerza para atacarme y succionar la sangre vampírica que ingiero.

¿Crees posible, Lestat, que si esta criatura se hace más fuerte, cosa que al parecer no puedo impedir, consiga penetrar en un ser humano, como hizo Amel antiguamente? ¿Es posible que nazca otra raíz vampírica, y que de ésta brote otra parra? No creo que esta pregunta te deje indiferente, ni la posibilidad de que Goblin se convierta en un asesino de seres humanos, aunque hoy por hoy no posee la fuerza necesaria.

Comprende que tengo motivos fundados para temer por los seres a los que amo y atesoro (mi familia mortal), y por cualquier extraño al que Goblin pueda atacar.

Me resulta difícil escribir estas palabras. He querido a Goblin durante toda mi vida y he censurado a cualquiera que lo denigrara tachándole de «compañero imaginario» o «absurda obsesión». Pero él y yo, durante mucho tiempo extraños compañeros de fatigas, nos hemos convertido ahora en enemigos, y temo sus ataques porque siento que su fuerza aumenta peligrosamente.

Goblin no se acerca a mí cuando no salgo en busca de una víctima, pero reaparece en cuanto fluye por mis venas sangre fresca. Ya no tenemos una comunicación espiritual. Está celoso porque me he convertido en un buscador de sangre. Tengo la impresión de que su mente infantil ha olvidado todo cuanto ha aprendido.

Todo ello supone un suplicio para mí.

Pero insisto, no te escribo para pedirte un favor personal, sino porque temo en lo que pueda convertirse Goblin.

Desde luego, deseo verte. Deseo hablar contigo. Deseo ingresar, si es posible, en la secta de eruditos. Deseo que tú, el gran quebrantador de reglas, me perdones por haber quebrantado las tuyas.

Deseo que tú, que fuiste secuestrado y transformado en un vampiro en contra de tu voluntad, me acojas con benevolencia por haber corrido la misma suerte que tú.

Deseo que me perdones por entrar subrepticiamente en tu antiguo apartamento de la Rué Royale, donde confío en poder ocultar esta carta. Por lo demás, te aseguro que no he cazado en Nueva Orleans y jamás lo haré.

A propósito de cazar, a mí también me enseñó a cazar un espíritu maligno, y aunque mi historial deja mucho que desear, voy aprendiendo con cada festín que me doy. He llegado a dominar el «pequeño sorbo», como lo llamas elegantemente, y acudo a las bulliciosas fiestas de los mortales sin que nadie repare en mi presencia mientras succiono la sangre de uno tras otro con movimientos rápidos y diestros.

Pero, en términos generales, llevo una vida amarga y solitaria. De no ser por mi familia mortal, sería insoportable. En cuanto a mi creador, lógicamente procuro esquivarlo a él y a sus compinches.

Esta es la historia que deseaba contarte. Lo cierto es que deseo contarte muchas historias. Confío en que mis relatos impidan que me destruyas. Te propongo un juego: podemos encontrarnos, yo me pondré a hablar y si mi historia toma un sesgo que te disgusta, puedes matarme sin contemplaciones.

En serio, Goblin me preocupa. Permíteme añadir antes de finalizar que durante este último año en que he hecho mis pinitos como vampiro neófito y he leído tus Crónicas para aprender de ellas, a menudo he tenido la tentación de acercarme a la casa matriz de Talamasca en Oak Haven, en las afueras de Nueva Orleans, para pedir consejo y ayuda a los de Talamasca.

Siendo yo niño (aún soy muy joven), conocí a un miembro de Talamasca que veía a Goblin con tanta nitidez como yo. Era un inglés amable y tolerante, llamado Stirling Oliver, que me hizo comprender que yo poseía unos poderes que el día de mañana quizá no podría controlar. Me encariñé enseguida con Stirling.

También me enamoré de una joven que se hallaba con Stirling cuando le conocí, una belleza pelirroja dotada de unos notables poderes paranormales que también veía a Goblin, a la que los de Talamasca habían abierto su generoso corazón.

He perdido todo contacto con esa joven. Se llama Mayfair, un nombre que no te resultará desconocido, aunque seguramente no sabe nada sobre tu amiga y compañera Merrick Mayfair.

Pero no cabe duda de que pertenece a esa familia de poderosos clarividentes —los cuales se empeñan en denominarse brujos—, y he jurado no volver a verla. Debido a sus notables poderes, se percataría enseguida de que me había ocurrido algo catastrófico. Y no puedo permitir que mi maldad la roce siquiera.

Cuando leí tus Crónicas, me sorprendió averiguar que los de Talamasca se habían indispuesto contra los bebedores de sangre. Me lo contó mi creador, pero no lo creí hasta que lo leí en tus libros.

Me cuesta creer que esas personas tan bondadosas hayan roto mil años de neutralidad para advertirnos a todos los de nuestra especie. Parecían ufanarse de su legendaria benevolencia, de depender psicológicamente de una amable y secular definición de sí mismos.

Es obvio que ahora no puedo acudir a los de Talamasca, pues me expongo a que se conviertan en mis enemigos. En realidad, son mis enemigos declarados. Y debido a mi contacto anterior, saben dónde vivo. Pero lo que es más importante, no puedo pedirles ayuda porque tú no quieres.

Ni tú ni los demás miembros de la secta de eruditos queréis que alguno de nosotros caigamos en manos de una orden de sabios que estarían encantados de poder observarnos de cerca.

En cuanto a Mayfair, mi adorada pelirroja, repito que jamás se me ocurriría acercarme a ella, aunque a veces me pregunto si sus extraordinarios poderes me ayudarían a acabar con Goblin de una vez para siempre. Pero no puedo hacerlo sin atemorizarla y confundirla, y no deseo interrumpir su destino humano como hizo otro vampiro conmigo. Me siento más distanciado de ella que antes.

Así pues, salvo por mis parientes y amigos mortales, me siento solo.

No espero que te compadezcas de mí. Pero confío en que tu comprensión te impida aniquilarnos a mí y a Goblin sin previo aviso.

No dudo que eres capaz de localizarnos. Aunque sólo fueran ciertas la mitad de las Crónicas, está claro que posees un don de la mente ilimitado. No obstante, te diré dónde me encuentro. Mi verdadero hogar es mi santuario de madera situado en Sugar Devil Island, en Sugar Devil Swamp, en el nordeste de Luisiana, no lejos de la frontera de Misisipí. Sugar Devil Swamp está regado por el West Ruby, que se separa del Ruby en Rubyville. Varias hectáreas de esta zona pantanosa han pertenecido a mi familia desde hace muchas generaciones, y estoy seguro de que ningún mortal se ha aventurado por azar en Sugar Devil Island, aunque mi tatarabuelo Manfred Blackwood construyó la casa desde la que te escribo en estos momentos.

Nuestra casa solariega es Blackwood Manor, una noble aunque ostentosa mansión de estilo neoclásico recargada de columnas corintias, una inmensa estructura construida en un altozano.

Pese a su espectacular belleza, carece de la gracia y dignidad de las mansiones de Nueva Orleans, pues se trata de un pretencioso monumento a la avaricia y los sueños de Manfred Blackwood. Construida en los años ochenta del siglo XIX, sin una plantación que justificara su existencia, su único propósito era deleitar a quienes vivían en ella. La finca —el pantano, el terreno y la gigantesca casa— se llama Blackwood Farm. Que la mansión y el terreno que la circunda están invadidos de espíritus no es una leyenda sino un hecho. El espíritu más potente sin duda es Goblin, aunque hay fantasmas. ¿Pretenden apoderarse de mi sangre oscura? En su mayoría me parecen demasiado débiles para semejante hazaña, pero, ¿quién sabe si los fantasmas no son capaces de ver y aprender? Al parecer poseo el maldito don de atraerlos y conferirles la vitalidad que precisan. Me ha ocurrido toda la vida.

¿He puesto a prueba tu paciencia? Ruego a Dios que no sea así.

Quizás esta carta sea mi única oportunidad de convencerte, Lestat, por lo que en ella te revelo todas mis inquietudes.

Y cuando llegué a tu casa en la Rue Royale, utilizaré mis dotes y mi ingenio para ocultar esta carta donde sólo tú puedas encontrarla.

Con la esperanza de lograrlo, se despide de ti

Tarquín Blackwood, Quinn

Posdata:

Ten presente que sólo tengo veintidós años y soy un poco torpe. Pero no puedo resistirme a hacerte este pequeño ruego. Si decides buscarme y eliminarme, ¿podrías concederme una hora para despedirme de mi pariente mortal que más quiero en el mundo?

En las Crónicas Vampíricas tituladas Merrick, se te describe enfundado en una chaqueta con botones de camafeo. ¿Era cierto o un detalle caprichoso que se le ocurrió a otra persona? Si lucías esos botones de camafeo —si eran unos objetos queridos para ti y los elegiste con esmero—, permite, antes de destruirme, en recuerdo de esos camafeos, que me despida de una anciana dotada de un encanto y una bondad admirables, que cada noche goza disponiendo sus centenares de camafeos sobre una mesa de mármol para examinarlos uno por uno a la luz de la lámpara. Es mi tía abuela y mi maestra en todo, una mujer que ha procurado darme lo que necesitaba para llevar una existencia importante.

Ya no soy digno de su amor. No estoy vivo. Pero ella no lo sabe. Mis visitas nocturnas a su casa son cautas pero imprescindibles para ella. Separarme de ella repentinamente y sin explicaciones sería una crueldad que esa mujer no merece. Podría contarte más detalles sobre sus camafeos, sobre el papel que han desempeñado en mi azarosa vida. Pero de momento, sólo te formularé esta súplica: perdóname la vida y ayúdame a destruir a Goblin. O mátanos a ambos. , Atentamente

Quinn

2

Durante un buen rato y después de concluida la carta no me moví.

Me quedé sentado escuchando los inevitables sonidos de Sugar Devil Swamp, con los ojos fijos en los folios que había ante mí, tomando distraídamente nota de mi cuidada letra, de la luz mortecina que me rodeaba reflejada en el suelo de mármol, de las ventanas abiertas a la brisa nocturna.

Todo estaba en orden en mi pequeño palacio del pantano.

No había rastro de Goblin. No sentí su sed ni su inquina. Nada salvo lo natural, y a lo lejos percibí con mi agudo oído vampírico los tenues sonidos de Blackwood Manor, donde tía Queen acababa de levantarse, con la solícita ayuda de Jasmine, nuestra ama de llaves, para disfrutar de una plácida y agradable velada. Al cabo de unos instantes encendería la televisión, que a tales horas emite unas deliciosas películas en blanco y negro. Tía Queen preguntaría a Jasmine: «¿Dónde está mi muchachito?»

Pero en esos momentos debía hacer acopio de todo mi valor y llevar a cabo lo que me había propuesto.

Saqué el camafeo del bolsillo y lo contemplé. Hacía un año, cuando aún era un mortal, cuando aún estaba vivo, hubiese tenido que acercarlo a la luz de la lámpara, pero ahora lo veía con toda claridad.

Era mi busto, de medio perfil, hábilmente esculpido en dos estratos de ónice de distinto color, de forma que la imagen era blanca y asombrosamente detallada mientras que el fondo era de un negro puro y reluciente.

Era un camafeo pesado y exquisitamente trabajado. Lo había encargado para regalárselo a mi querida tía Queen, en plan de broma, pero había recibido la sangre oscura antes de ese momento perfecto. Y ese momento se había desvanecido para siempre.

¿Qué revelaba el camafeo de mí? Un rostro largo y ovalado, con unas facciones excesivamente delicadas, una nariz demasiado estrecha, unos ojos redondos enmarcados por cejas arqueadas y una boca carnosa y bien perfilada que me daba el aspecto de una niña de doce años. No tenía los ojos enormes, los pómulos marcados ni la mandíbula pronunciada. Era un rostro muy bonito, demasiado, motivo por el cual aparecía con el ceño fruncido en la mayoría de las fotografías que me tomaron para el retrato; pero el artista no había esculpido mi expresión ceñuda.

Por el contrario, había plasmado una leve sonrisa. Mi pelo corto y rizado formaba un apolíneo halo de gruesos bucles. Había esculpido el cuello de mi camisa, la solapa de mi chaqueta y la corbata con idéntica gracia.

Como es lógico, el camafeo no reflejaba mi estatura, de más de un metro noventa, ni que tenía el pelo negro azabache, los ojos azules y complexión delgada. Tenía unos dedos largos y finos muy apropiados para el piano, que toco de vez en cuando. Y era mi estatura lo que confirmaba a la gente que, pese a mi delicado rostro y mis manos femeninas, en realidad soy un muchacho.

De modo que el camafeo constituye un buen retrato de esta enigmática criatura. Una criatura que implora comprensión. Una criatura que dice sin rodeos: «Piénsalo, Lestat. Soy joven, soy estúpido. Y soy guapo. Mira el camafeo. Soy guapo. Dame una oportunidad.»

Yo quería grabar estas palabras en el dorso con letras diminutas, pero el dorso era un estuche ovalado que contenía una fotografía, la cual mostraba de nuevo mi imagen en colores desteñidos, verificando la precisión del retrato que aparecía en la otra cara del camafeo.

No obstante, había una palabra grabada en el marco dorado, justo debajo del camafeo: la palabra «Quinn», en una excelente imitación de esa letra insulsa que siempre he odiado —una letra de zurdo que pretende pasar por diestro, de un ser capaz de ver fantasmas que dice «soy disciplinado, no estoy loco»,

Tomé los folios de la carta, los releí rápidamente, enojándome de nuevo al contemplar mi letra vulgar, los doblé y los introduje junto con el camafeo en un sobre alargado de color marrón, que luego sellé.

Me guardé el sobre en el bolsillo interior de mi blazer negro. Me abroché el botón superior de la camisa blanca y me ajusté la sobria corbata de seda roja. Quinn, el petimetre. Quinn, digno de figurar en las Crónicas Vampíricas. Quinn, ataviado para ir a implorar que le acepten en el selecto círculo.

Me recliné en la silla y agucé el oído. No oí a Goblin. ¿Dónde se había metido? Sentía una angustiosa soledad y ansiaba su presencia. Sentía el vacío de la atmósfera nocturna. Supuse que Goblin esperaba que yo fuera a cazar, que anhelaba beber sangre fresca. Pero yo no pensaba ir a cazar esa noche, aunque confieso que estaba hambriento. Pensaba ir a Nueva Orleans, tal vez al encuentro de la muerte.

Goblin no podía adivinar lo que ocurría. Nunca había pasado de ser un niño. Se parecía a mí, sí, en cada etapa de mi vida, pero era el eterno chiquillo. Cada vez que asía mi mano izquierda con su derecha, yo escribía con la letra de un niño.

Me incliné hacia delante y oprimí el botón del mando a distancia que descansaba sobre el escritorio de mármol. La luz de los apliques se apagó lentamente. La oscuridad invadió mi santuario. Los sonidos se intensificaron: el grito de la garza nocturna, el movimiento sutil de las hediondas aguas oscuras, el rumor de los bichejos correteando por las copas de los vetustos cipreses y eucaliptos. Percibí el olor de los caimanes, a los que la isla infundía tanto respeto como a los seres humanos. Percibí el olor fétido del propio calor.

La luna era generosa y al cabo de unos instantes distinguí una porción del cielo, de un brillante azul metálico.

La isla era la parte del pantano donde la vegetación crecía más frondosa. Cipreses milenarios de sarmentosas raíces rodeaban la orilla y sus maltrechas ramas estaban cubiertas de musgo. Parecía como si quisieran ocultar mi santuario.

Sólo los relámpagos atacaban de vez en cuando a estos viejos centinelas. Sólo los relámpagos no temían las leyendas que decían que en Sugar Devil Island moraba el mal, que quien se aventurara allí no regresaría jamás.

Me habían contado esas leyendas cuando tenía quince años. Y al cumplir veintiuno volví a oírlas, pero la vanidad y la fascinación de ese lugar me atrajeron al santuario, a su insondable misterio, a esta recia casa de dos plantas y al inexplicable mausoleo vecino. La posteridad ya no existía. Existía sólo esta inmortalidad, este pletórico poder que me mantenía desconectado del presente y el tiempo.

Un hombre en una piragua tardaría por lo menos una hora en salir de allí, sorteando las raíces de los árboles para regresar al embarcadero situado a los pies del altozano sobre el que se alzaba Blackwood Manor, fría y arrogante.

Lo cierto era que no amaba mi santuario, por más que lo necesitara. No me gustaba el siniestro mausoleo de oro y granito con sus extrañas inscripciones romanas, aunque de día tenía que ocultarme en él para protegerme del sol.

Pero amaba Blackwood Manor, con el amor posesivo e irracional que sólo puede infundirnos una espléndida mansión, una mansión que dice «yo estaba aquí antes de que nacieras y seguiré aquí después de que mueras»; una mansión que al mismo tiempo constituye una responsabilidad y un paraíso de sueños.

La historia de Blackwood Manor me cautivaba tanto como su abrumadora belleza. Había vivido toda mi vida en Blackwood Farm y en la mansión, excepto durante mis fabulosas aventuras en el extranjero.

No entendía por qué buena parte de mis tías y tíos habían abandonado Blackwood Manor a lo largo de los años, pero no eran importantes para mí, eran unos meros extraños que se habían mu-dado al Norte y sólo regresaban para asistir a algún funeral. Pero la casa me tenía embelesado.

En esos momentos estaba indeciso. ¿Debía volver y recorrer de nuevo las habitaciones? ¿Debía volver y dirigirme al espacioso dormitorio del primer piso donde tía Queen acababa de sentarse en su butaca favorita? Llevaba otro camafeo en el bolsillo de mi chaqueta, que había comprado para ella hacía unas noches en Nueva York. ¿Debía dárselo? Era una pieza preciosa, una de las mejores que había visto...

Pero no. No podía despedirme de ella a medias. No podía insinuarle que quizá me ocurriera una desgracia. No podía caer alegremente en el misterio en el que estaba inmerso hasta las cejas: Quinn, el visitante nocturno, Quinn, a quien le gustan las habitaciones tenuemente iluminadas y huye de las lámparas como si padeciera una enfermedad exótica. ¿De qué le serviría a mi querida y dulce tía Queen que me despidiera de ella a medias?

Si yo fracasaba aquella noche, me convertiría en otra leyenda: «El incorregible Quinn. Una noche fue a Sugar Devil Swamp, pese a que todo el mundo le advirtió que no lo hiciera; se adentró en la isla donde tiene su santuario, y no regresó.»

En realidad no creía que Lestat quisiera aniquilarme. No creía que lo hiciera sin dejarme que le relatara mi historia, en su totalidad o en parte. Quizás era demasiado joven para creerlo. Quizá creía, por el mero hecho de haber leído las Crónicas con avidez, que Lestat se sentía tan unido a mí como yo a él.

Probablemente era una locura. Pero estaba empeñado en aproximarme tanto como pudiera a Lestat. Ignoraba desde dónde y cómo vigilaba Nueva Orleans. Tampoco sabía cuándo y con qué frecuencia visitaba el Barrio Francés. Pero la carta y el camafeo de ónice con mi retrato llegarían esa noche a su apartamento.

Por fin me levanté de la silla de cuero y oro.

Salí de la casa de espléndidos suelos de mármol y, sin pensármelo dos veces, me elevé despacio sobre la cálida tierra, experimentando una deliciosa ingravidez, hasta divisar desde las frías alturas la gigantesca y serpenteante masa negra del pantano y las luces de la fabulosa mansión, que la hacían relucir como una linterna sobre la mullida hierba.

Me dirigí a Nueva Orleans utilizando ese extraño poder del don de las nubes, sobrevolando las aguas del lago Pontchartrain hacia la tristemente famosa residencia urbana de la Rue Royale, que todos los buscadores de sangre sabían que era la casa del invencible Lestat.

«Es un diablo —había dicho de él mi creador—. Mantiene sus propiedades a su nombre a pesar de que los de Talamasca van por él. Está decidido a sobrevivirles. Es más misericordioso que yo.»

Misericordioso; yo contaba ahora con eso. Lestat, dondequiera que estés, sé misericordioso conmigo. No he venido para encararme contigo. Te necesito, como indico en mi carta.

Descendí lentamente hasta penetrar de nuevo en la atmósfera templada, una sombra fugaz para cualquier curioso que me viera; aterricé en el patio de la casa, cerca de la cantarina fuente, y contemplé la escalera de caracol de hierro forjado que conducía a la puerta trasera del apartamento de Lestat.

Muy bien. Ya estoy aquí. He quebrantado las reglas. Me encuentro en el patio del mismísimo Príncipe Mocoso. Recordé algunas descripciones que aparecían en páginas de las Crónicas, como la buganvilla que se enroscaba alrededor de las columnas de hierro hasta alcanzar la balaustrada de hierro forjado del piso superior. Parecía un gigantesco mausoleo.

Oí a mi alrededor los estridentes sonidos del Barrio Francés: el fragor de las cocinas de los restaurantes, las alegres voces de los inevitables turistas que caminaban por las aceras. Oí las tenues notas de la música de jazz que se filtraba por las puertas de Bourbon Street. Oí el ruido de los coches que pasaban despacio frente a la casa.

El patio, pequeño e íntimo, era una maravilla; la altura de sus muros de piedra me asombró. Los verdes y relucientes plataneros eran los más altos que había visto jamás; en algunos sitios sus cerosos tallos casi rozaban las losas de color violeta. Pero no daba la impresión de estar abandonado.

Alguien se había ocupado de cortar las hojas muertas de los plataneros. Alguien había quitado los plátanos negros y arrugados que siempre se marchitan en Nueva Orleans antes de madurar. Alguien había podado los abundantes rosales para despejar el patio.

Hasta el agua que borboteaba en la concha de piedra que sostenía el querubín en la mano y caía en la taza de la fuente era fresca y limpia.

Todos estos pequeños y deliciosos detalles hicieron que me sintiera como un intruso, pero estaba demasiado obsesionado para dejar que eso me importara.

Entonces vi una luz en las ventanas traseras del piso superior, una luz muy tenue, como si hubiera una lámpara encendida en el apartamento.

Me asusté, pero se impuso de nuevo la loca obsesión que me dominaba. ¿Conseguiría hablar con Lestat? ¿Y si, al verme, se apresuraba a activar el don del fuego? Ni la carta, ni el camafeo de ónice ni mis amargas súplicas servirían de nada.

Tendría que haber entregado a tía Queen el nuevo camafeo. Tendría que haberla abrazado y besado. Tendría que haber pronunciado un discurso de despedida. Estaba a punto de morir.

Sólo un idiota se habría sentido tan eufórico como yo. Lestat, te amo. ¡Aquí me tienes, soy Quinn, tu discípulo y esclavo!

Subí apresuradamente la escalera de hierro forjado procurando no hacer ruido. Cuando alcancé el balcón trasero, percibí el inconfundible olor de un ser humano dentro de la casa. Un ser humano. ¿Qué significaba eso? Me detuve y utilicé el don de la mente para explorar el interior de la casa antes de entrar.

De inmediato percibí un mensaje confuso. En la casa había un ser humano, era evidente, un intruso, pues se movía con rapidez, consciente de que no tenía ningún derecho a estar ahí. Y esa persona, ese ser humano, sabía también que yo estaba ahí.

Por un momento no supe qué hacer. Al entrar subrepticiamente en la casa había sorprendido a un intruso. Me invadió un extraño afán protector. Esa persona había irrumpido en la vivienda de Lestat. ¡Qué atrevimiento! ¡Qué majadero! ¿Y cómo sabía que yo estaba allí, que mi mente había registrado la suya?

Lo cierto era que aquel extraño e ingrato ser poseía un don de la mente casi tan potente como el mío. Traté de identificar su nombre y él me lo facilitó: Stirling Oliver, mi viejo amigo de Talamasca. Al tiempo que descifraba su identidad, oí que su mente reconocía la mía.

«Quinn», dijo mentalmente, como si se dirigiera a mí. Pero, ¿qué sabía de mí? Hacía muchos años que no veía a Stirling. ¿Había éste presentido el cambio que se había operado en mi ser? ¿Podía detectarlo con su telepatía? ¡Dios santo, tenía que desterrar ese pensamiento de mi mente! Estaba a tiempo de librarme de esa comprometida situación, de regresar a mi santuario y dejar que Stirling siguiera con sus investigaciones furtivas, de huir antes de que se percatara de en qué me había convertido.

Sí, debía marcharme cuanto antes, dejar que Stirling pensara que me había convertido en un lector mortal de las Crónicas y regresar cuando no hubiera ningún intruso merodeando.

Pero no podía marcharme. Me sentía demasiado solo. Estaba empeñado en encararme con Lestat. Ésa era la verdad. Y aquí estaba Stirling, y aquí estaba quizá la vía de acceso al corazón de Lestat.

Sin pensármelo dos veces cometí la peor torpeza que podía cometer. Abrí la puerta trasera del apartamento, que no estaba cerrada con llave, y entré. Me detuve unos instantes en el elegante y sombrío saloncito posterior, conteniendo el aliento para contemplar sus imponentes cuadros impresionistas, luego avancé por el pasillo pasando frente a las puertas de unos dormitorios que, obviamente, estaban vacíos, y hallé a Stirling en la habitación delantera, el gran salón, repleto de muebles dorados, con sus ventanas que daban a la calle cubiertas con visillos de encaje.

Stirling estaba junto a la alta estantería situada a la izquierda, con un libro abierto en la mano. Cuando entré y me detuve bajo la luz de la araña que pendía del techo, se limitó a mirarme.

¿Qué fue lo que vio? Durante unos instantes me abstuve de intentar averiguarlo. Estaba demasiado absorto mirándole, comprendiendo lo mucho que aún le amaba al evocar aquellos tiempos en que yo era un joven de dieciocho años que veía espíritus, y comprobando que él apenas había cambiado: el pelo ligeramente entrecano, peinado hacia atrás dejaba ver una incipiente calvicie, y los ojos eran grises, grandes y bondadosos. No aparentaba más de sesenta y pocos años, como si el paso del tiempo no le hubiera afectado, seguía delgado y con aspecto saludable y lucía un elegante traje de mil rayas azul y blanco.

Pero al cabo de un rato, aunque debieron transcurrir apenas unos segundos, comprendí que Stirling estaba atemorizado. Alzó la vista para mirarme —debido a mi estatura, prácticamente todo el mundo tenía que alzar la vista para mirarme— y pese a su manifiesta dignidad, de la que andaba sobrado, vio cambios en mí, aunque no estaba seguro de lo que había ocurrido. Sólo sabía que sentía un instintivo y cauto temor.

Yo soy un buscador de sangre que puede pasar por un ser humano, pero no necesariamente ante una persona tan inteligente como aquel hombre. Estaba además la cuestión de la telepatía, aunque me había esforzado en bloquear la mente tal como me había enseñado mi creador, lo cual puede conseguirse con simple fuerza de voluntad.

—¿Te ha ocurrido algo malo, Quinn? —me preguntó Stirling. Su ligero acento inglés me hizo retroceder cuatro años y medio en un abrir y cerrar de ojos.

—Todo lo que puedas imaginar, Stirling —respondí sin reprimirme—. Pero, ¿qué haces aquí? —Tras lo cual le espeté sin andarme con rodeos—: ¿Te ha autorizado Lestat a entrar en su casa?

—No —se apresuró a contestar Stirling—. Confieso que no. Pero, ¿y tú, Quinn? —preguntó inquieto—. ¿Qué haces aquí? —Dejó el libro en la estantería y avanzó un paso hacia mí, pero retrocedí hacia la penumbra del pasillo.

Su amabilidad casi me desarmó. Pero otro elemento inevitable entró rápidamente en juego. Su dulce e inconfundible olor humano era muy intenso, y de pronto le vi disociado de todo cuanto de él conocía. Le vi como una presa.

Lo cierto es que capté el inmenso abismo que nos separaba y sentí deseos de succionar su sangre, como si ésta pudiera transmitirme su bondad.

Pero Stirling no era un malvado. No era una presa. Al mirarle comprendí que mi mentalidad de vampiro neófito me había jugado una mala pasada. Mi intensa soledad me nublaba la razón. Mi hambre me confundía. Al mismo tiempo deseaba beber su sangre y contarle todas mis cuitas y desgracias.

—No te acerques a mí, Stirling —dije tratando de adoptar un tono sereno—. No deberías estar aquí. No tienes ningún derecho a estar aquí. Si eres tan listo, ¿por qué no has venido de día, cuando Lestat no puede impedírtelo?

El olor a sangre me enloquecía, unido al feroz deseo de salvar el abismo que nos separaba mediante el asesinato o el amor.

—No sé qué responder a eso, Quinn —contestó Stirling; su acento inglés era ceremonioso y elocuente, pero su tono no—. Eres la última persona que esperaba encontrar aquí. Por favor, deja que te mire, Quinn.

Yo me negué de nuevo. Estaba temblando.

—No trates de seducirme con tu encanto, Stirling —proseguí—. Quizá te encuentres aquí con alguien infinitamente más peligroso que yo. ¿O es que no te crees los relatos de Lestat? No me digas que piensas que los vampiros sólo existen en las novelas.

—Tú eres uno de ellos —dijo Stirling suavemente. Frunció el ceño, pero su expresión de preocupación se disipó en el acto—. ¿Ha sido obra de Lestat? ¿Te ha convertido él?

Su franqueza, aunque no exenta de cortesía, me chocó. Stirling era mucho mayor que yo y rebosaba elegancia y autoridad, mientras que yo era joven e inexperto. Me embargó de nuevo, en oleadas, mi antiguo amor por él, mi antigua necesidad de él, que se fundió una vez más perfecta y estúpidamente con mi sed de sangre.

—No fue obra de Lestat —respondí—. De hecho, él no tuvo nada que ver con esto. He venido para verle, Stirling, pero ha ocurrido esta pequeña tragedia, me he encontrado contigo.

—¿Tragedia?

—¿Cómo lo calificarías tú, Stirling? Sabes lo que soy. Sabes dónde vivo. Lo sabes todo sobre mi familia en Blackwood Manor. ¿Cómo quieres que me vaya de aquí tranquilamente después de haberte visto y de que tú me hayas visto? —Estaba tan sediento que tenía la garganta reseca, la visión nublada. Dije casi sin pensar—: No trates de convencerme de que si te dejo marchar, los de Talamasca no vendrán por mí. No trates de convencerme de que tú y tus compinches no vendréis a buscarme. Sé lo que ocurrirá. Esto es un desastre, Stirling.

Su temor se intensificó, pero trató de dominarse. Y mi sed era casi incontrolable. Si me dejaba arrastrar por ella, si me dejaba vencer por ella, ocurriría lo inevitable, lo que mi conciencia no podía dominar; pero eso no podía suceder, no a Stirling Oliver. Yo estaba hecho un lío.

Antes de darme cuenta de lo que hacía, me aproximé a él. Aparte de oler su sangre, ahora le veía. De pronto Stirling cometió un error garrafal. Retrocedió, como si no pudiera remediarlo, y ese gesto le hizo parecer una víctima. Ese paso hacia atrás hizo que yo avanzara hacia él.

—No debiste venir, Stirling —dije—. Eres un intruso. —Pero percibí en mi sed el tono inexpresivo de mi voz, lo absurdo de mis palabras. Intruso, intruso, intruso.

—No puedes lastimarme, Quinn —contestó Stirling, sereno y razonable—, no te atreverás. Nos unen demasiadas cosas. Siempre te he comprendido. Siempre he comprendido a Goblin. ¿Vas ahora a traicionar nuestra amistad?

—Es una vieja deuda —respondí en un murmullo.

Sabía que me hallaba bajo la intensa luz del candelabro, y que Stirling podía apreciar la leve intensificación de mi metamorfosis. Era una metamorfosis muy sutil. En mi delirante estado tuve la sensación de que el temor que le embargaba había dado paso a un pánico silencioso, y que ese pánico intensificaba la fragancia de su sangre.

¿Son capaces los perros de oler el temor? Los vampiros, sí. Cuentan con él. Les agrada. No pueden resistirse a él.

—Es injusto —dijo Stirling, que había bajado también la voz como si mi mirada le hubiera cohibido, un efecto que sin duda tiene sobre los mortales. Sabía que era inútil resistirse—. No lo hagas, muchacho —dijo con una voz apenas audible.

Extendí la mano y, cuando mis dedos rozaron su hombro, sentí una descarga eléctrica que me atravesó el cuerpo. Machácalo. Machaca sus huesos, pero antes devora su alma a través de su sangre.

—¿No comprendes...? —Stirling se detuvo, y deduje de su mente el resto de la frase, que aquello enfurecería más a los de Talamasca, que todos saldríamos perjudicados. Los vampiros, los buscadores de sangre, los hijos del milenio habían abandonado Nueva Orleans. Los vampiros se habían disuelto en las sombras. Era una tregua. Y yo estaba a punto de dar al traste con ella.

—Pero ellos no me conocen bajo esta forma —dije—. Sólo me conoces tú, amigo mío, y ésa es la tragedia. Me conoces, y por esto es inevitable que ocurra.

Me incliné sobre él y le besé en el cuello. Mi amigo, el que había sido mi mejor amigo. Ahora celebraríamos esta unión. La vieja y renovada lujuria. El muchacho que yo había sido le amaba. Sentí su sangre pulsando en la arteria. Deslicé el brazo izquierdo bajo su brazo derecho. No le hagas daño. Stirling no podía escapar de mí. Ni siquiera lo intentó.

—No sentirás ningún dolor, Stirling —musité. Le clavé los colmillos en la arteria y sentí que la boca se me llenaba lentamente de sangre, y junto con su sangre succioné su vida y sus sueños.

Inocente. La palabra me produjo un agradable escozor. En un luminoso torrente de figuras y voces apareció él, abriéndose paso entre la multitud: Stirling, el hombre, suplicándome en mi visión mental, diciendo inocente. Yo estaba allí, el muchacho de antaño, y Stirling decía inocente. Pero yo no podía detener lo que había iniciado.

Lo hizo otro.

Una poderosa mano me agarró por el hombro y me obligó a soltar a Stirling, que perdió el equilibrio y estuvo a punto de desplomarse en el suelo, pero dio un traspiés y cayó de lado sobre una silla junto al escritorio.

Luego alguien me empujó contra la librería. Me lamí la sangre del labio y traté de vencer la sensación de mareo. La araña parecía oscilar y los colores de los cuadros de las paredes me deslumbraban.

Alguien apoyó una mano con firmeza en mi pecho, sujetándome para impedir que cayera al suelo.

Entonces me di cuenta de que miraba a Lestat.

3

Recobré rápidamente el equilibrio. Lestat, con los ojos fijos en mí, no tenía la menor intención de desviar la mirada. No obstante, le miré de arriba abajo porque no pude remediarlo, y porque era tan impresionante como siempre se le había descrito, y porque quería verlo, lenta y pausadamente, aunque fuera lo último que viera en mi vida.

Tenía la piel de un dorado pálido que realzaba maravillosamente sus ojos de color violeta, y su pelo era una auténtica melena leonina rubia que casi le rozaba los hombros, encrespada y ligeramente ondulada en las puntas. Llevaba unas gafas tintadas, casi del mismo color violeta que sus ojos, sujetas sobre la cabeza y me observaba fijamente, con sus doradas cejas levemente fruncidas, quizás esperando a que yo recobrara la compostura; sinceramente, no lo sé.

Enseguida me percaté de que Lestat lucía la misma chaqueta de terciopelo negro con botones de camafeo que había constituido su atuendo habitual en las Crónicas tituladas Merrick. Cada pequeño camafeo era sin duda de ónice y, la chaqueta, muy elegante, entallada y de faldón amplio. Llevaba una camisa de lino con el botón superior desabrochado y un pantalón gris vulgar y corriente, al igual que sus botas negras.

Lo que quedó impreso en mi mente fue su rostro: cuadrado y tenso, de ojos muy grandes, boca bien perfilada y voluptuosa y mandíbula un tanto dura. El conjunto resultaba incluso más armonioso y atractivo de lo que él pudo haber afirmado.

Es más, sus descripciones de sí mismo no le hacían justicia, porque su encanto, aunque sin duda basado en un físico imponente, estaba alimentado por un intenso fuego interior.

Lestat no me miraba con odio. Apartó la mano con la que me sujetaba.

Yo me maldije por ser más alto que él y obligarle a alzar la vista para mirarme, un hecho que quizás hubiese bastado para que me aniquilara.

—La carta —farfullé—. ¡La carta! —murmuré, pero aunque alargué la mano y traté de localizarla mentalmente, no conseguí introducir la mano en el bolsillo de mi chaqueta para extraerla. Temblaba de terror.

Y mientras yo permanecía inmóvil, temblando y sudando, Lestat metió la mano en el bolsillo de mi chaqueta y sacó el sobre. Vi de pasada sus relucientes uñas.

—¿Es para mí, Tarquín Blackwood? —preguntó Lestat. Tenía cierto acento francés, pero muy leve. De pronto sonrió y me miró como si fuera incapaz de hacer daño a nadie. Era demasiado atractivo, demasiado afable, demasiado joven. Pero su sonrisa se desvaneció con la misma rapidez con que había aparecido.

—Sí —contesté. Mejor dicho, balbucí—. Haz el favor de leer la carta. —Me detuve unos instantes y luego proseguí—: Antes de... tomar una decisión.

Lestat se guardó la carta en el bolsillo interior de su chaqueta y luego se volvió hacia Stirling, que seguía sentado, aturdido y silencioso, con los ojos nublados y las manos apoyadas en el respaldo de la silla situada ante el escritorio. El respaldo le servía a modo de escudo, aunque era absolutamente inútil.

Lestat volvió a fijar los ojos en mí. —Nosotros no nos alimentamos de los miembros de Talamasca, hermanito —dijo—. Pero usted —añadió mirando a Stirling— estuvo a punto de recibir el castigo que merecía. Stirling, que seguía con la vista fija en el infinito, obviamente incapaz de responder, se limitó a menear la cabeza.

—¿Por qué ha venido, señor Oliver? —le preguntó Lestat.

Stirling volvió a menear la cabeza. Vi unas gotitas de sangre sobre su cuello blanco almidonado. Una abrumadora sensación de vergüenza, una vergüenza profunda y dolorosa me embargó por completo, eliminando incluso el ligero regusto de mi malogrado festín.

Me sentí enloquecer, pero guardé silencio.

Stirling casi había muerto, por mi afán de beber su sangre. Stirling estaba vivo. Stirling estaba ahora en peligro de morir a manos de Lestat. Qué espectáculo: Lestat, deslumbrante, ante mí. Sí, podía pasar por un ser humano, pero qué ser humano: irresistible y dotado de una energía que le permitía controlar la situación.

—Le estoy hablando, señor Oliver —dijo Lestat en un tono suave pero imperioso. Asió a Stirling por las solapas y después de arrastrarle torpemente hasta la otra esquina del salón, le obligó a sentarse en una amplia butaca de orejas tapizada de satén.

Stirling parecía a punto de desvanecerse —lógicamente, incapaz de mirar a Lestat.

Lestat tomó asiento en el sofá de terciopelo, muy cerca de Stirling. Durante unos momentos se olvidó por completo de mí. Al menos, eso me pareció. —Señor Oliver —dijo Lestat—, le he preguntado por qué ha venido a mi casa. —No lo sé —respondió Stirling. Acto seguido me miró a mí y a la figura que le estaba

interrogando. Yo no pude por menos de tratar de ver lo que veía Stirling, el vampiro cuya piel aún relucía aunque estaba tostada, y cuyos ojos prismáticos eran innegablemente feroces. La legendaria belleza de Lestat resultaba tan potente como una droga. Y la luz de la araña que pendía del techo era tan inmisericorde o espléndida según el punto de vista de cada cual.

—Sí que sabe por qué ha venido —dijo Lestat bajando la voz; su acento francés era tan sutil como delicioso—. Los de Talamasca no se han contentado con expulsarme de su ciudad. ¿Por qué tienen ustedes que venir a los lugares que me pertenecen?

—He hecho mal en venir —respondió Stirling con un suspiro. Luego frunció el ceño y apretó los labios—. No he debido hacerlo. —Por primera vez miró a Lestat a los ojos.

Lestat alzó la vista y me miró a mí.

A continuación se inclinó hacia delante y deslizó los dedos bajo el cuello manchado de sangre de Stirling, haciendo que éste se sobresaltara y observándome fijamente. —Nosotros no derramamos sangre cuando nos alimentamos, hermanito —dijo esbozando una sonrisa picara—. Tienes mucho que aprender. Las palabras me impactaron como una bofetada y me quedé mudo. ¿Significaba eso que iba a salir vivo de allí? No mates a Stirling, pensé yo, y de pronto Lestat, sin apartar los ojos de mí, soltó una breve carcajada. —Gira esa silla, Tarquín —dijo señalando el escritorio—, y siéntate. Me pone nervioso verte de pie. Eres demasiado alto. Y pones también nervioso a Stirling Oliven Sentí un inmenso alivio, pero cuando me afané en hacer lo que me había ordenado comprobé que mis manos no cesaban de temblar y volví a sentirme profundamente turbado. Por fin conseguí

sentarme frente a los dos, aunque a una distancia prudencial.

Stirling frunció ligeramente el ceño al mirarme, pero de forma afectuosa. Por lo demás, aún estaba un tanto ofuscado debido al hecho en sí mismo, a haberle yo succionado la sangre a través de la arteria que conectaba con su corazón. Eso, unido al hecho de haberse presentado Lestat, de que Lestat nos hubiera interrumpido, de que Lestat estuviera allí y preguntara de nuevo a Stirling por qué había venido a su apartamento.

—Pudo haber venido de día —dijo Lestat, dirigiéndose a Stirling con serenidad—. Tengo unos guardias desde el amanecer hasta el anochecer, pero los de Talamasca son muy hábiles a la hora de sobornar a los guardias. ¿Cómo no captó el hecho de que yo mismo vigilo mis propiedades después de ponerse el sol? Ha contravenido las órdenes de su superior general. Ha ido en contra de su sentido común.

Stirling asintió con la cabeza, desviando la vista, como si no supiera qué decir, pero luego respondió, digno:

—La puerta no estaba cerrada con llave.

—No me ofenda —replicó Lestat sin exaltarse ni perder la paciencia—. Ésta es mi casa.

Stirling miró de nuevo a Lestat a los ojos. Le miró sosegadamente y dijo en un tono más coherente:

—He hecho mal en venir, y usted me ha pillado. Sí, he desobedecido las órdenes del superior general, es cierto. He venido porque no he podido resistirme. He venido porque no acababa de creer en usted, a pesar de todo lo que había leído y me habían contado.

Lestat meneó la cabeza con gesto de reproche y volvió a soltar una breve carcajada.

—Espero esa incredulidad de los lectores mortales de mis Crónicas —dijo—. Incluso de los vampiros neófitos como nuestro hermanito aquí presente. Pero no la espero de los de Talamasca, que nos han declarado ceremoniosamente la guerra.

—Para lo que nos ha servido... —contestó Stirling, haciendo acopio de fuerzas—. Yo no era partidario de esa guerra. Voté contra ella en cuanto me enteré de la declaración. Era partidario de cerrar, en caso necesario, la casa matriz aquí, en Luisiana. Pero... Era partidario de aceptar nuestras pérdidas y retirarnos a nuestras bibliotecas en el extranjero.

—Ustedes me echaron de mi ciudad—dijo Lestat—. Interrogaron a mis vecinos de este barrio. Examinaron los títulos de propiedad y demás documentos de todos mis bienes públicos. ¿Y ahora usted se atreve a irrumpir en mi casa y decir que era porque no me creía? Eso es una excusa, pero no un motivo.

—El motivo era que quería verle —dijo Stirling con voz más enérgica—. Quería conseguir lo mismo que otros miembros de la orden. Quería verle con mis propios ojos.

—Y ahora que me ha visto —replicó Lestat—, ¿qué se propone hacer exactamente? —Lestat volvió a mirarme con ojos chispeantes y una sonrisa que se disipó al cabo de un segundo, tras lo cual se volvió de nuevo hacia el hombre sentado en la silla.

—Lo que hacemos siempre —dijo Stirling—. Escribir sobre ello, incluirlo en un informe para los Ancianos, adjuntar una copia en el archivo sobre el Vampiro Lestat... Es decir, si usted me permite marcharme de aquí, si así lo desea.

—Yo no he lastimado a ninguno de ustedes, ¿no es cierto? —contestó Lestat—. Piense en ello. ¿Cuándo he lastimado a un miembro auténtico y activo de la orden de Talamasca? No me culpe por lo que han hecho otros. Y desde su declaración de guerra, desde que decidieron expulsarme de mi hogar, he demostrado un admirable dominio de mí mismo.

—No es cierto —replicó Stirling.

Yo le miré asombrado.

—¿A qué se refiere? —preguntó Lestat—. ¿A qué diablos se refiere? Creo que me he comportado como un caballero —añadió, sonriendo a Stirling por primera vez.

—Sí, se ha comportado como un caballero —respondió Stirling—. Pero no creo que haya demostrado un admirable dominio de sí mismo.

—¿Sabe cómo me sentó que me echaran de Nueva Orleans? —preguntó Lestat sin perder la calma—. ¿Sabe cómo me sentó saber que no podría pasearme por el Barrio Francés por temor a toparme con sus espías en el Café du Monde, ni recorrer la Rue Royale cuando la gente va de compras por las tardes para no encontrarme allí a uno de sus sabuesos? ¿Sabe cómo me hiere dejar atrás la única ciudad en el mundo de la que estoy verdaderamente enamorado?

Stirling le replicó con estas palabras:

—Pero, ¿no quedamos en que usted había sido siempre más listo que nosotros?

—Por supuesto —respondió Lestat, encogiéndose de hombros.

—Además —prosiguió Stirling—, no le hemos echado de aquí. Se ha quedado. Le han visto varios miembros de nuestra orden, sentado descaradamente en el Café du Monde, ante una humeante taza de café con leche que pensaba beberse.

Sus palabras me dejaron pasmado.

—¡Stirling! —murmuré—. Por el amor de Dios, no discutas con él.

Lestat me miró de nuevo, pero no enojado. Luego se volvió hacia Stirling.

Stirling no había terminado.

—Usted sigue alimentándose de chusma —prosiguió con firmeza—. A las autoridades les tiene sin cuidado, pero nosotros reconocemos el patrón. Sabemos que es usted.

Me temía lo peor. ¿Cómo se atrevía Stirling a hablar en ese tono?

Lestat rompió a reír a mandíbula batiente.

—Y no obstante, ¿decidió presentarse de noche? —preguntó—. ¿Se atrevió a venir a sabiendas de que yo podía descubrir su presencia?

—Creo... —Tras dudar unos instantes, Stirling continuó—: Creo que he venido para retarle. Como he dicho, creo que ha cometido usted un pecado de orgullo.

Gracias a Dios que ha confesado, pensé. «Que ha cometido un pecado...» Unas palabras muy oportunas. Yo les observé temblando, horrorizado por el descaro de Stirling.

—Le respetamos más de lo que merece —dijo Stirling.

Yo contuve el aliento.

—Explíquese, por favor —dijo Lestat sonriendo—. Me gustaría saber cómo se concreta ese respeto que según usted les infundo. Si estoy en deuda con ustedes, me gustaría darles las gracias.

—St. Elizabeth's —respondió Stirling, expresándose airosamente—, el edificio en el que permaneció postrado durante muchos años, acostado en el suelo de la capilla. Jamás tratamos de entrar en él para comprobar qué sucedía. Y como bien ha dicho, somos muy hábiles a la hora de sobornar a guardias. Sus Crónicas convirtieron en famoso su sueño. Y sabíamos que habríamos podido entrar en el edificio. Le veíamos de día, postrado en el suelo de mármol, sin que nadie le protegiera. Era un espectáculo tentador: el vampiro dormido, que ya no se molestaba en acostarse en un ataúd. Un oscuro y siniestro ejemplo a la inversa del rey Arturo durmiente, esperando que Inglaterra le necesitara de nuevo. Pero no entramos furtivamente en su gigantesca morada. Como he dicho, creo que le respetamos más de lo que merecía.

Cerré los ojos unos segundos, convencido de que iba a producirse un desastre.

Pero Lestat volvió a prorrumpir en carcajadas.

—Pamplinas —dijo—. Usted y los demás miembros de la orden tenían miedo. No se acercaron a St. Elizabeth's ni de día ni de noche porque temían que los Ancianos los eliminaran sin contemplaciones. Y también temían a los vampiros díscolos que merodeaban por allí, a quienes el nombre de Talamasca no les habría impresionado hasta el extremo de perdonarles la vida. En cuanto a acudir de día, ustedes no tenían remota idea de lo que encontrarían allí, de si se toparían con unos matones de élite que les habrían liquidado y enterrado debajo del suelo de cemento del sótano. Era una cuestión meramente práctica.

Stirling achicó los ojos.

—Sí, debíamos andarnos con cuidado —reconoció—. No obstante, en ocasiones...

—Bobadas —replicó Lestat—. Lo cierto es que mi tristemente famoso sueño terminó antes de que ustedes nos declararan la guerra. ¿Y qué si me vieron sentado «descaradamente» en el Café du Monde? ¡Cómo se atreve a utilizar la palabra «descaradamente»! ¿Insinúa que no tenía derecho a hacerlo?

—Se alimenta de otros seres humanos —dijo Stirling con calma—. ¿Acaso lo ha olvidado?

Yo estaba desesperado. Sólo la sonrisa de Lestat logró convencerme de que a Stirling no le aguardaba una muerte segura.

—Jamás lo olvido —contestó Lestat también sin perder la calma—. ¡Pero no pretenderá echarme ahora en cara lo que hago o dejo de hacer para sobrevivir! Recuerde que no soy ni mucho menos un ser humano, y con cada nueva aventura y cada año que pasa me alejo aún más de esa posibilidad. He estado en el cielo y el infierno, cosa que también le agradecería que recordara. —Lestat se detuvo, como si también él lo recordara, y Stirling trató de responder, pero era evidente que no podía—. He vivido en un cuerpo humano y he recuperado este cuerpo que ve ante usted —prosiguió Lestat en tono mesurado—. He sido el consorte de una criatura a la que otros calificaban de diosa. Y sí, me alimento de otros seres humanos porque tal es mi naturaleza, y usted lo sabe, y sabe lo que me esmero al escoger cada bocado mortal, asegurándome que esté tarado y sea indigno de una vida humana. Lo que pretendo decir es que su declaración de guerra contra nosotros estuvo fuera de lugar.

—Coincido con usted; fue una declaración de enemistad absurda. No debimos hacerla.

—¿Así lo llaman ustedes, una declaración de enemistad? —preguntó Lestat.

—Creo que ésos fueron los términos oficiales —contestó Stirling—. Siempre hemos sido una orden autoritaria. Lo cierto es que apenas sabemos nada sobre la democracia. Cuando me referí a mi voto, me referí a una voz simbólica más que literal. Sí, una declaración de enemistad, así lo llamaron. Fue una iniciativa equivocada y un tanto ingenua.

—Ah, equivocada e ingenua —repitió Lestat—. Me gusta eso. Convendría que todos ustedes tuvieran presente que son un hatajo de necios presuntuosos, y que sus Ancianos no son mejores que el resto de ustedes.

Stirling se mostraba relajado, ligeramente fascinado, pero yo no podía relajarme. Temía lo que pudiera ocurrir en el momento más impensado.

—Tengo una teoría sobre esa declaración de enemistad —dijo Stirling.

—Oigámosla —respondió Lestat.

—Creo que los Ancianos pensaron, aunque Dios sabe que desconozco sus venerables mentes, que la declaración induciría a algunos miembros de la orden que se habían pasado a sus filas a regresar al redil.

—Esto es fantástico —dijo Lestat echándose a reír—. ¿Por qué se anda con tantos rodeos? ¿Debido a la presencia de este chico?

—Es posible —respondió Stirling—, pero lo cierto es que los miembros de Talamasca pensamos con este lenguaje.

—Pues bien, para su información —dijo Lestat—, no hay filas entre nosotros. Es más, como especie tendemos a una personalidad rígidamente individualista y a mostrar unas diferencias irreconciliables y, en lo tocante a amistades, compañías y coincidencia de opiniones, a una singular movilidad. Nos juntamos para formar pequeñas sectas y al menor roce nos separamos. La paz dura poco entre nosotros. No tenemos filas.

Esto me intrigó y mi temor se disipó un poco cuando Stirling respondió en tono prudente y educado:

—Lo comprendo. Pero para retomar el tema que nos ocupa, el motivo por el cual los Ancianos emitieron esta declaración de guerra, creo sinceramente que pensaron que esos vampiros que antiguamente habían formado parte de nuestra orden quizá trataran de razonar con nosotros, y que quizá fuera provechoso para nosotros entrevistarnos con seres como usted. Para perfeccionar nuestros conocimientos sobre ustedes.

—De modo que, según usted, fue por motivos escolásticos —dijo Lestat.

—Sí. Imagine lo que ha significado para nosotros perder a tres miembros de la orden, que nos abandonaron atraídos por su poder colectivo, sea cual fuere la causa y al margen de cómo lo haya conseguido. Cada deserción nos dejaba atónitos y nos intrigaba el diálogo que podía haberse producido con anterioridad a esa deserción. Deseábamos comprenderlo. Deseábamos... saber.

—Pero no lo consiguieron —dijo Lestat con el mismo tono sereno—. Y no se contentaron con leer las Crónicas, que les habrían revelado lo que deseaban saber sobre el diálogo. Pero ustedes y los Ancianos deseaban contemplarme en persona.

—No, no lo conseguimos —respondió Stirling, que parecía haber recuperado su dignidad y sus fuerzas. Sus ojos grises delataban una aguda perspicacia—. Por el contrario, no hicimos sino espolear su atrevimiento. Se atrevió a publicar una crónica utilizando el nombre de Merrick Mayfair. Se atrevió a hacerlo a pesar de que en esta ciudad y sus inmediaciones vive una reputada familia llamada Mayfair. Pero usted no tuvo eso en cuenta.

Sentí un pellizco en el corazón e imaginé a mi adorada Mayfair. Pero Stirling seguía comportándose con temeridad.

—¡Atrevimiento! —exclamó Lestat, sonriendo al tiempo que miraba a Stirling—. ¡Me acusa de atrevido! Si en estos momentos vive y respira es porque yo quiero.

—Sin duda, pero eso no quita que sea usted un atrevido —insistió Stirling.

Creí que iba a desmayarme.

—Soy atrevido y me ufano de ello —replicó Lestat—. Pero aclaremos una cosa. No soy el único autor de las Crónicas. Debe culpar a su polifacético David Talbot por la crónica sobre Merrick Mayfair. Fue David quien relató esa historia. Merrick deseaba obtener el don oscuro. Merrick Mayfair era una bruja antes de convertirse en una vampiro. Usted debe de saberlo mejor que nadie. Ahí no hubo mentira. Y fue David quien decidió utilizar su nombre, al igual que el de Talamasca. ¿Qué tiene eso que ver conmigo?

—David no lo hubiera hecho sin su aprobación —dijo Stirling con apabullante aplomo.

—¿Usted cree? —preguntó Lestat—. ¿Por qué habría de preocuparme por una familia mortal de brujos? ¿Qué me importan a mí los Mayfair? ¿Y qué considera usted una familia reputada, si se puede saber? ¿Una familia rica? Los vampiros detestamos a los brujos, tanto si son pobres como ricos. Cualquiera que lea la historia de Merrick Mayfair comprenderá el motivo. Lo cual no significa que Merrick no se haya convertido en una princesa entre nosotros. Además, nuestros ávidos lectores piensan que todo eso es pura ficción. ¿Qué sabrá usted lo que es real o no?

Yo lloré en mi fuero interno al pensar en mi Mayfair pelirroja. Pero ellos siguieron hablando.

—Gracias a Dios que sus lectores piensan que es ficción —dijo Stirling, más acalorado—, y que los Mayfair no están al tanto de las verdades que usted ha relatado. Una familia reputada es la que sobrevive a los siglos y atesora los vínculos del amor. ¿Qué otra cosa iba a ser? Usted siempre busca una familia con la que meterse, tal como evidencian sus crónicas.

—Basta, me niego a seguir escuchándole —contestó Lestat, bruscamente pero sin levantar la voz—. No consiento que me juzgue. Ha habido mucha corrupción entre sus filas, como bien sabe. Y yo también lo sé. Y ahora compruebo que usted también es corrupto, que ha desobedecido a sus Ancianos al venir aquí. ¿Cree acaso que le concederé la sangre oscura?

—No la quiero —replicó Stirling reprimiendo su estupor—. No he venido en busca de ella. Deseaba verlo y escuchar su voz.

—Y ahora que lo ha conseguido, ¿qué piensa hacer?

—Ya se lo he dicho. Escribir un informe. Confesárselo a los Ancianos. Describirlo todo.

—Son ustedes admirables —dijo Lestat meneando la cabeza—. ¿No adivina a qué me refiero?

—Procuramos ser admirables —contestó Stirling—. Los Ancianos me censurarán. Quizás incluso me obliguen a abandonar Luisiana, aunque lo dudo. Tengo otra importante labor que cumplir.

Sentí de nuevo que se me encogía el corazón. Pensé en la «reputada familia Mayfair». Pensé en mi adorada pelirroja, mi bruja Mayfair, a la que no volvería a ver. ¿Qué era esa labor importante que debía llevar a cabo Stirling? Ansiaba preguntárselo.

Lestat observaba atentamente a Stirling, quien había guardado silencio y miraba a Lestat de hito en hito, quizá tratando de memorizar todos los detalles que más tarde plasmaría en su informe. Era una habilidad mental que poseían todos los miembros de Talamasca.

Traté de leer su pensamiento, pero no lo conseguí, y no me atreví a intentarlo siquiera con Lestat. Lestat se habría dado cuenta enseguida.

Fue precisamente Lestat quien rompió el silencio.

—Revoque esa declaración de enemistad —dijo.

Stirling le miró sorprendido. Tras reflexionar unos instantes, respondió:

—No puedo. Eso les corresponde a los Ancianos. Puedo decirles que usted me ha pedido que revoque la declaración. Es cuanto puedo hacer.

La mirada de Lestat se suavizó. Miró a Stirling y luego a mí. Lestat y yo nos miramos brevemente, pero acabé por achicarme y desvié la vista.

Al mirarnos observé algo en sus ojos.

Un detalle que no recordaba haber leído en las Crónicas: una sutil diferencia en los ojos de Lestat. Tenía un ojo casi imperceptiblemente mayor que el otro y ligeramente inyectado de sangre. No sé si como mortal yo habría detectado esa pequeña diferencia. Al observarla me sentí confundido. Si Lestat lo consideraba un defecto, me odiaría por haberlo detectado.

Lestat miró a Stirling.

—Le propongo un trato —dijo.

—Me alivia oírle decir eso —respondió Stirling con la leve arrogancia de sus otros comentarios.

—Es un trato muy sencillo —dijo Lestat—, pero si lo rechaza, o se indispone contra mí, yo me indispondré contra usted. Pude haberlo hecho antes, como sin duda sabe.

—David Talbot no dejará que nos lastime —dijo Stirling echándole valor pero sin perder la calma—. Y uno de los viejos vampiros más importantes que usted menciona en sus relatos, una vampiro hembra, tampoco dejará que nos lastime.

—¡Stirling! —murmuré sin poder reprimirme.

Pero Lestat se limitó a sopesar unos instantes las palabras de Stirling.

—Aún puedo lastimarle —dijo—. Yo no acato ninguna regla salvo las mías. En cuanto a los vampiros ancianos, no esté tan seguro de que deseen gobernar. Lo que desean es gozar de absoluta privacidad y paz.

—Comprendo —respondió Stirling tras reflexionar unos instantes.

—Usted me desprecia, ¿no es así? —preguntó Lestat con conmovedora sinceridad.

—En absoluto —se apresuró a contestar Stirling—. Por el contrario, observo que posee cierto encanto. Usted lo sabe. Explíqueme en qué consiste ese trato. ¿Qué quiere que haga?

—En primer lugar, regrese junto a sus Ancianos y dígales que deben retirar oficialmente esta declaración de enemistad. A mí no me importa excesivamente, pero a lo otros sí, y por otra parte sé que si juran por su honor comportarse en el futuro como meros observadores, no nos molestarán, lo cual es muy importante para mí. Odio que me importunen. Me irrita y exacerba mis instintos malévolos.

—Muy bien.

—El segundo requisito deriva del primero. Deje en paz a este chico. Este chico es el punto clave que debe omitir en su informe. Por supuesto puede decir que un vampiro anónimo le asaltó. Comprendo que debe dar un sentido y una lógica a lo que usted crea que ha averiguado aquí. Imagino su inevitable fascinación con lo que ha presenciado. Pero debe comprometerse a salvaguardar el anonimato de este chico... Y hay algo más.

Stirling guardó silencio.

—Usted conoce su nombre —dijo Lestat—, sabe dónde vive, conoce a su familia. Yo conocía todos esos datos antes de interrumpir su chapucero ataque contra usted. Ahora usted sabe que es uno de los nuestros, como suele decirse. No sólo debe abstenerse de citarlo en su informe, sino que debe dejarlo tranquilo.

Stirling sostuvo unos instantes la mirada de Lestat y luego asintió con la cabeza.

—Si trata de lastimar a este chico —dijo Lestat—, si adopta una actitud beligerante contra él, le juro por Dios que le mataré. A usted y al resto de los de Talamasca. No dejaré más que sus bibliotecas y sus abultados archivos. Empezaré por la casa matriz de Luisiana y seguiré con las otras casas matrices repartidas por el mundo. Le aseguro que lo haré. Los eliminaré uno por uno. Aunque los vampiros ancianos se alcen para protegerlos, no lo harán de inmediato, y entretanto yo habré causado unos estragos tremendos.

Mi temor dejó paso al estupor.

—Le comprendo —dijo Stirling—. Es normal que desee protegerlo. Me parece perfecto.

—Confío en que me haya entendido —respondió Lestat. Tras mirarme de nuevo añadió—: Es joven, e inocente, y yo decidiré quién debe sobrevivir y quién no.

Creo que en aquel momento Stirling soltó una breve exclamación.

En cuanto a mí, experimenté de nuevo una profunda sensación de alivio, tras lo cual me embargó otra oleada de cauto temor.

—Huelga decir que deseo que se marche inmediatamente y que no vuelva a poner los pies en mi casa —dijo Lestat señalando a Stirling.

Stirling se levantó en el acto y yo hice lo propio. Stirling me miró y entonces comprendí que esa noche había estado a punto de matarlo y sentí de nuevo una intensa vergüenza.

—Adiós, amigo mío —dije, procurando dotar mi voz de la mayor firmeza. Le tomé la mano y se la estreché torpemente. Stirling me miró y su expresión se suavizó.

—Quinn —dijo—. Mi valeroso Quinn. —Luego se volvió—. Adiós, Lestat de Lioncourt —dijo—. Jamás podré saldar mi deuda de gratitud con usted.

—Cierto, pero estoy acostumbrado a toparme con ingratos —contestó Lestat sonriendo socarronamente—. Ande, váyase, señor Oliver. Tiene suerte de que una de las limusinas que suelen seguirle esté aparcada a un par de manzanas de aquí. No creo que esté en condiciones de conducir usted mismo.

—Tiene razón —respondió Stirling, tras lo cual echó a andar por el pasillo sin agregar palabra y salió por la puerta trasera. Oí sus recias pisadas en la escalera de hierro forjado.

Lestat, que también se había levantado, avanzó hacia mí indicándome que volviera a sentarme. Luego tomó mi mano entre las suyas, pero sin apretarlas excesivamente, sin hacerme daño. Las sostuvo con delicadeza.

Yo estaba tan aterrorizado que sólo atiné a mirarle a los ojos en silencio. Observé de nuevo la pequeña diferencia, que tenía un ojo menos de un milímetro más grande que el otro. Traté de reprimir este pensamiento. Traté de pensar tan sólo haré lo que me pidas, y casi sin darme cuenta

cerré los ojos, como si alguien fuera a abofetearme.

—¿Crees que voy a matarte? —le oí decir.

—Espero que no —respondí con voz trémula.

—Vamos, hermanito —dijo Lestat—, ha llegado el momento de abandonar este lugar encantador a quienes creen saber tanto sobre él. Es hora de que te alimentes, mi joven amigo.

Entonces sentí que me abrazaba con fuerza y me quedé sin aliento. Me aferré a él, aunque creo que no era necesario, y salimos a la oscuridad de la noche y nos elevamos hacia las nubes.

4

Era como viajar con mi creador, dados la velocidad, la altitud y los musculosos brazos que me sostenían. Confié en que nada fallaría.

De pronto descendimos en picado. Cuando me soltó temblaba, y tuve que esforzarme para no andar a trompicones hasta que se me pasó el mareo.

Nos hallábamos en una terraza. Una cristalera entreabierta nos separaba de una habitación iluminada. Estaba elegantemente decorada con unos muebles un tanto socorridos: butacas y sofás de terciopelo color crema, el inevitable televisor de pantalla gigante, lámparas que proyectaban una luz mortecina y varias mesitas de cristal y hierro forjado repartidas por la habitación.

Había en ella dos jóvenes morenas y atractivas. Una de ellas con una maleta abierta sobre la mesa de café y la otra frente a un espejo, cepillándose su larga melena. Lucían unos ceñidos vestidos de seda, a la última moda, que dejaban al descubierto buena parte de su piel aceitunada.

Lestat me rodeó de nuevo con el brazo y me dio un apretoncito en el hombro.

—¿Qué te dice tu mente? —susurró.

Activé el don de la mente para informarme sobre la joven situada ante el espejo, y de inmediato capté el murmullo del asesinato. La otra estaba aún más acostumbrada a esas cosas. Al parecer ambas mujeres eran cómplices de un crimen que en esos momentos se estaba cometiendo a cierta distancia de ahí.

Era un hotel elegante. A través de la puerta vi el dormitorio.

Percibí el olor de un vaso de ginebra sobre la mesita, el perfume de las flores frescas y, por supuesto, el aroma a presa legítima.

Sentí una tremenda sed que me nubló la vista. Noté el sabor a sangre como si ya hubiera empezado a bebería y la abismal y exasperante sensación de vacío que siempre me acomete antes de darme un festín. Nunca te sentirás saciado. Nada conseguirá hacer que desaparezca esta abominable sed.

—Exactamente, son presas legítimas —dijo Lestat en voz baja—. Pero no debemos hacerlas sufrir, por más que nos apetezca ensañarnos con ellas.

—No, señor—contesté respetuosamente—. ¿Puedo apoderarme de la que está delante del espejo?

—¿Por qué? —inquirió Lestat.

—Porque veo su rostro reflejado en el espejo y es una persona cruel.

Lestat asintió con la cabeza.

Abrió la puerta sigilosamente y penetramos en el aire fresco y grato de la habitación. La sed me abrasaba, me consumía.

Al vernos, las mujeres protestaron de inmediato. ¿De dónde habíamos salido? ¿Quiénes éramos? Soltaron una sarta de palabrotas y amenazas.

Con el escaso juicio que me quedaba, vi que la maleta estaba llena de dinero, pero, ¿qué más daba? Me pareció más interesante un enorme jarrón de flores que había junto a la ventana, rebosante de colorido. E, infinitamente más, la sangre.

Lestat pasó junto a mí y sujetó con ambos brazos a la mujer que corría hacia la derecha. La retahíla de improperios que soltaba cesó de pronto.

La otra corrió hacia el sofá, junto al cual vi la pistola que ésta pretendía alcanzar desesperadamente. Me arrojé sobre ella antes de que lo consiguiera y la estreché con fuerza entre mis brazos, clavando los ojos en sus pupilas negras.

La mujer me dedicó una sarta de improperios en español que hicieron que mi sed se intensificara, como si sus insultos la hubieran exacerbado. Le aparté la negra melena de la cara y pasé el pulgar sobre la arteria. La mujer me miró enfurecida, llena de odio.

Clavé despacio los colmillos en aquella fuente de sangre.

Recordé las lecciones de mi creador. Ama sus pecados, recorre con ella la senda, haz tuya su maldad y no cometerás una injusticia. Me esforcé en obedecer sus indicaciones al tiempo que penetraba en la mente de la mujer. La exploré en busca de los asesinatos y no tardé en dar con ellos, unos crímenes atroces, brutales, siempre debidos al polvo blanco; encontré la riqueza que la había llevado de la miseria en la que se había criado a disfrutar de todo tipo de comodidades y lujos; encontré a quienes habían celebrado su belleza y su astucia; dieron los innumerables asesinatos de quienes estaban tan manchados de sangre como ella misma. Sí, te amo, musité, amo tu fuerza de voluntad y tu permanente ira; sí, dame su rabia en la sangre cálida que fluye, y de pronto me embargó como un torrente: su infinito amor.

La mujer dijo sin palabras: Me rindo. Dijo sin palabras: ¡La veo!, refiriéndose a toda su vida, sin paginación, y su alma madura se expandió, y se produjo el terrible reconocimiento de las circunstancias y lo inevitable, y sus crímenes fueron extirpados de raíz de su corazón como por una mano divina.

Pero yo había saciado mi sed, estaba lleno de ella, la había poseído, y me retiré, besando los orificios de su cuello, lamiendo las gotitas de sangre que había vertido, cicatrizando las heridas para no dejar rastro, sintiendo que el sopor se apoderaba de mí, y entonces, suavemente, con delicadeza, la deposité sobre una de las insulsas butacas y la besé en los labios.

Me arrodillé frente a ella. Introduje la lengua entre sus labios y, tras abrirle la boca, le chupé la lengua y se la mordí delicadamente, provocando de nuevo un pequeño chorro de sangre.

Por fin agoté todas sus reservas.

Cerré sus ojos grandes y vacíos con mis hábiles dedos. Palpé sus ojos a través de los párpados mientras sentía su sangre fluir por mis venas. Me incliné sobre ella y le besé los pechos. El torrente de sangre me producía unas descargas eléctricas que me recorrían todo el cuerpo. Luego la solté.

Aturdido como me sentía siempre en estas circunstancias, me volví y vi a Lestat, con su majestuoso porte, aguardando, observándome, cavilando; su pelo rubio parecía casi blanco a la luz de la lámpara; sus ojos de color violeta estaban muy abiertos.

—Esta vez lo has hecho perfectamente, hermanito —dijo—. No has derramado una sola gota.

Yo quería decirle muchas cosas. Quería hablar sobre la vida de esa mujer, una vida increíblemente dilatada que yo había sentido a través de su sangre, sobre las cuentas pendientes que había saldado, y mis esfuerzos por cumplir lo que me había ordenado mi creador, por no limitarme a devorar su sangre sino devorar su maldad, sumergir mi lengua en su maldad, pero ella no era importante.

Era una víctima. Esa mujer que nunca había sido un sujeto se había convertido en pretérito.

Me sentía inundado de sangre. Inundado de calor. La habitación era fantasmal. La mujer de la que se había apoderado Lestat yacía muerta en el suelo. Vi la maleta que contenía el dinero, pero no significaba nada, no podía comprar nada, no podía cambiar nada, no podía salvar a nadie. Las flores, unos lirios rosáceos cubiertos de polen y unas rosas de color rojo vivo, ofrecían un intenso colorido. La habitación era completa, definitiva, silenciosa.

—Nadie derramará una lágrima por ellas —comentó Lestat suavemente. Su voz sonaba distante, fuera de mi alcance—. No es preciso que nos apresuremos a enterrarlas. Pensé en mi creador. Pensé en las aguas turbias de Sugar Devil Swamp, en las frondosas lentejas de agua, en la voz de los búhos.

Había cambiado algo en la habitación, pero Lestat no se había percatado.

—Regresa a mí—dijo Lestat—. No debes dejar que la sangre te debilite después de haberte alimentado, hermanito, por dulce que sea. Asentí con la cabeza. Pero había ocurrido algo. No estábamos solos. Vi la figura borrosa de mi doble formándose detrás de Lestat. Vi a Goblin, creado a mi imagen y semejanza. Vi en su rostro una sonrisa desquiciada.

Lestat se volvió bruscamente.

—¿Dónde está?—preguntó

—No, Goblin, te lo prohíbo —dije. Pero no pude detenerle. La figura avanzó hacia mí a la velocidad del rayo, aunque conservando su forma humana. Me pareció tan sólido como yo, y de pronto, cuando se fundió conmigo, noté un cosquilleo en todo el cuerpo y alfilerazos en las manos, el cuello y la cara. Traté de liberarme como si hubiera caído en una trampa perfecta.

Sentí en lo más profundo de mí esa palpitación orgásmica, esa abrumadora sensación de que él y yo formábamos un solo ser y que nada podía separarnos, y de repente confieso que deseé que permaneciéramos juntos para siempre, por más que dije todo lo contrario.

—Aléjate de mí, Goblin. Atiende, Goblin. Yo hice que cobraras vida. Debes escucharme.

Pero era inútil. Las descargas eléctricas no cesaban y vi tan sólo imágenes de ambos cuando éramos unos niños, unos adolescentes, unos hombres, pero pasaban demasiado deprisa para que pudiera concentrarme en ellas, para que pudiera negarlas o confirmarlas. El sol entraba a raudales por una puerta abierta; vi el dibujo floreado del linóleo. Oí las risas de unos niños y sentí el sabor de la leche.

Comprendí que me caía o que estaba a punto de caerme, que Lestat me sostenía con sus recias manos, porque yo no estaba en la habitación iluminada por el sol, pero fue lo único que vi, y ahí estaba Goblin, el pequeño Goblin jugando y riendo, y yo también reía. Te quiero, vale, te necesito, por supuesto, soy tuyo, juntos tú y yo. Bajé la vista y contemplé mi mano izquierda, regordeta como la de un niño, que sostenía una cuchara con la que golpeaba la mesa. La mano de Goblin cubría la mía, no dejaba de golpearla sobre la mesa de madera, y reparé en la espléndida luz del sol que entraba por la puerta, pero las flores del linóleo estaban desteñidas.

De repente, con la misma violencia con que había aparecido, Goblin desapareció. Vi su forma humanoide unos segundos, sus inmensos ojos, su boca abierta; luego su imagen se expandió, se desdibujó y se desvaneció.

Las cortinas de la habitación empezaron a agitarse, el jarrón de flores se volcó de repente y oí vagamente el goteo de un grifo, y luego el jarrón cayó al suelo.

Vi como a través de la niebla el ramo de flores destrozado, esparcido por el suelo. Los lirios con el cuello sonrosado. Deseé recogerlos. Las diminutas heridas que tenía por todo el cuerpo me escocían. Le odié por haber derribado el jarrón de flores, por haber diseminado los lirios por el suelo.

Miré a las mujeres, primero a una y luego a la otra. Parecían dormidas. No tenían aspecto de estar muertas.

Mi Goblin, mi querido Goblin. Ese pensamiento inexpresado me martilleaba incesantemente. Mi espíritu entrañable, mi compañero de toda la vida; me perteneces y yo te pertenezco.

Lestat me sujetaba por los hombros. Apenas podía sostenerme en pie. Si Lestat me hubiera soltado, me habría desplomado al suelo. No podía apartar los ojos de los lirios con el cuello sonrosado.

—Goblin no tenía por qué derribar el jarrón de flores —dije—. Le enseñé a no destrozar las cosas bonitas. Se lo enseñé cuando éramos pequeños.

—¡Regresa junto a mí, Quinn! —exclamó Lestat—. ¡Te estoy hablando Quinn!

—Tú no le has visto —dije. Temblaba de pies a cabeza. Observé las diminutas heridas de mis manos, pero habían comenzado a cicatrizar. Al igual que los pequeños pinchazos en el rostro. Me enjugué la cara. Tenía unas manchitas de sangre en los dedos.

—He visto la sangre —contestó Lestat.

—¿Cómo es posible? —pregunté. Empezaba a recuperar las fuerzas. Traté de aclararme las ideas.

—La he visto en forma de hombre —respondió Lestat—, un hombre vagamente bosquejado en sangre, dibujado en el aire, apenas unos segundos, y luego he visto una nube de gotitas que giraba como una peonza y ha pasado por la puerta abierta tan rápidamente como si la hubiera engullido un remolino.

—Entonces ya sabes por qué he venido a verte —dije. Pero comprendí que Lestat no podía haber visto al espíritu llamado Goblin. Había visto la sangre, sí, porque la sangre era visible, pero el espíritu que se me aparecía constantemente era invisible para él.

—No puede lastimarte —dijo Lestat con tono dulce y amable—. No puede arrebatarte una cantidad importante de sangre. Sólo ha probado unas gotas de la sangre que le has arrebatado a esa mujer.

Por fin logré recobrar el equilibrio y Lestat me soltó, acariciándome el pelo con la mano derecha. Ese pequeño gesto afectuoso, sumado a su deslumbrante aspecto —sus vibrantes ojos, sus rasgos exquisitamente proporcionados— me cautivó al tiempo que el trance que me había inducido Goblin se disipaba lentamente.

—Goblin ha logrado dar conmigo —dije—, y yo ni siquiera sé dónde estoy. Me ha encontrado aquí, porque puede encontrarme en cualquier sitio, y cada vez, como te he explicado, me arrebata más sangre,

—Estoy seguro de que podrías derrotarlo —dijo Lestat para darme ánimos.

Me miró con expresión preocupada y protectora, y en aquel momento sentí por él un amor, un deseo tan apabullante que por poco rompo a llorar. Pero me contuve.

—Quizás aprenda a derrotarlo —dije—, ¿pero bastará con eso?

—Vamos, abandonemos este cementerio —respondió Lestat—. Quiero que me hables de él. Quiero que me cuentes cómo ha ocurrido esto.

—No sé si conozco todas las respuestas —dije—. Pero puedo contarte una historia.

Le seguí hasta la terraza y aspiré el aire puro.

—Regresemos a Blackwood Manor —dije—. No conozco otro lugar donde podamos hablar con mayor tranquilidad. Esta noche sólo están allí mi tía y su amable sirvienta, y quizá mi madre, pero no nos importunarán. Están acostumbradas a mí.

—¿Y Goblin? —preguntó Lestat—. ¿Tendrá más fuerza allí suponiendo que aparezca?

—Hace un momento alcanzó su fuerza máxima —respondí—. Creo que yo tendría más que él.

—Entonces vayamos a Blackwood Manor —dijo Lestat.

De nuevo me rodeó con su musculoso brazo y comenzamos a elevarnos. El vasto cielo estaba cubierto de nubes; conseguimos atravesarlas y alcanzar las estrellas.

5

Al cabo de unos momentos nos detuvimos frente a la imponente mansión, y experimenté una breve sensación de turbación al contemplar su gigantesco pórtico de dos plantas sostenido por columnas.

Como es lógico, las luces del jardín estaban encendidas e iluminaban intensamente las esbeltas y altas columnas, así como las numerosas habitaciones de la casa. Yo había impuesto de niño una norma consistente en que todos los candelabros de la casa principal tenían que encenderse a las cuatro de la tarde, y aunque ya no era un adolescente presa de melancolía crepuscular, los candelabros seguían encendiéndose a esa hora.

Una breve carcajada de Lestat me sobresaltó.

—¿Por qué te sientes tan turbado? —preguntó alegremente, habiendo adivinado con facilidad mi pensamiento—. América destruye sus grandes mansiones. Algunas no duran siquiera cien años. —Se le notaba menos el acento y hablaba en un tono más íntimo—. Es una casa magnífica —dijo con naturalidad—. Me gustan sus grandes columnas. El pórtico, el frontispicio, todo es soberbio. De un perfecto estilo neoclásico. ¿Cómo puedes avergonzarte de esto? Eres un ser muy raro, muy refinado, que no encaja en la época que le ha tocado vivir.

—¿Cómo voy a encajar en ella después de haber recibido la sangre oscura y todos sus maravillosos atributos? —pregunté—. ¿Te parece posible?

Enseguida me avergoncé de haberle hecho una pregunta tan directa, pero Lestat no se molestó.

—No —respondió—, pero tampoco encajabas en ella antes de recibir el don oscuro, ¿no es así? Los hilos de tu vida no fueron tejidos en una determinada urdimbre —añadió con sencillez y afabilidad.

—Supongo que tienes razón —contesté—. Sí, tienes toda la razón.

—Vas a contármelo todo, ¿no es así? —preguntó Lestat. Sus doradas cejas contrastaban con su piel tostada. Al mirarme frunció el ceño ligeramente, lo cual me pareció que le confería un aspecto muy inteligente y al mismo tiempo encantador, aunque no habría sabido decir por qué.

—¿Quieres que lo haga? —pregunté.

—Por supuesto —respondió Lestat—. Tú también deseas hacerlo y debes hacerlo —dijo esbozando esa sonrisa socarrona y arrugando de nuevo el ceño—. ¿Entramos?

—Desde luego —respondí, sintiéndome aliviado tanto por la afabilidad de Lestat como por lo que decía. Casi no daba crédito a que hubiera accedido a acompañarme; no sólo había dado con él, sino que estaba impaciente por escuchar mi historia; me asombraba el mero hecho de tenerlo a mi lado.

Subimos los seis peldaños del porche de mármol y abrí la puerta, que no cerraba nunca con llave debido a que vivíamos en el campo.

Penetramos en el amplio vestíbulo, con su suelo de mármol de rombos blancos y negros que se extendía hasta la salida trasera, idéntica a la puerta por la que habíamos entrado.

El resto del vestíbulo quedaba parcialmente oculto por la escalera de caracol, uno de los mayores atributos de Blackwood Manor, que Lestat observó con admiración.

El gélido aire acondicionado resultaba grato.

—Es soberbia —dijo Lestat, contemplando la escalinata de elegante pasamanos y delicados balaustres. Se situó en el hueco de la misma y añadió—: Se eleva hasta el tercer piso girando airosamente sobre sí misma.

—El tercer piso es el desván —dije—. Es como una cueva del tesoro lleno de baúles y muebles antiguos, que me ha revelado algunos de sus secretos.

Lestat contempló el mural que cubría las paredes del vestíbulo, una soleada escena bucólica italiana que daba paso a un cielo añil cuyo brillante color dominaba el prolongado espacio y el salón superior.

—Es precioso —dijo, alzando la vista hacia el elevado techo—. ¡Qué molduras de yeso tan exquisitas! Están hechas a mano, ¿no?

Yo asentí con la cabeza.

—Por unos artesanos de Nueva Orleans —dije—. Corría la década de los ochenta del siglo XIX y mi tatarabuelo, aparte de ser un romántico impenitente, estaba un poco loco.

—Y este cuarto de estar —comentó Lestat asomando la cabeza por la puerta rematada en arco a su derecha—. Está lleno de muebles antiguos. ¿De qué estilo, Quinn? ¿Rococó? Me produce una encantadora nostalgia.

Asentí de nuevo con la cabeza. Había pasado rápidamente de la turbación a una bochornosa sensación de orgullo. Durante toda mi vida las personas se habían rendido ante Blackwood Manor. Se habían deshecho en halagos sobre la mansión, y entonces me pregunté por qué me avergonzaba de ello. Pero este ser, aquel individuo extrañamente encantador y hermoso, en cuyas manos había depositado mi vida, se había criado en un castillo y temí que se burlara de lo que veía.

Por el contrario, Lestat se mostró fascinado por el arpa dorada y el antiguo piano Pleyel. Contempló el gigantesco y sombrío retrato de Manfred Blackwood, mi venerable antepasado. A continuación se volvió lentamente hacia el comedor situado en el otro extremo del pasillo.

Le indiqué que pasara.

La antigua araña que pendía del techo arrojaba una intensa luz sobre la mesa alargada, una mesa que daba cabida a unos treinta comensales, construida ex profeso para esta habitación. Las sillas doradas habían sido recientemente tapizadas con un damasco de satén verde, y la moqueta era también de color verde y dorado, con una voluta dorada sobre fondo verde. Unos aparadores dorados, decorados con malaquita verde, estaban dispuestos entre las altas ventanas de la pared del fondo.

De pronto sentí la necesidad de disculparme, quizá porque Lestat parecía no saber expresar lo que opinaba sobre el lugar.

—Blackwood Manor es totalmente innecesaria —dije—. Y dado que sus únicos habitantes somos tía Queen y yo, tengo la impresión de que un día alguien logrará convencernos de que le demos un uso más práctico. Claro que hay otros miembros de la familia, además de los sirvientes, tan ricos que no tienen necesidad de trabajar para nadie. —Callé, avergonzado de mi perorata.

—¿A qué te refieres con lo de un uso más práctico? —preguntó Lestat, con la misma naturalidad que antes—. ¿Por qué no quieres seguir utilizando esta elegante mansión como vivienda?

Lestat contempló el inmenso retrato de tía Queen de jovencita, una risueña muchacha ataviada con un traje de noche blanco bordado de pedrería, sin mangas, que parecía haber sido pintado el día antes en lugar de hacía setenta años, y otro retrato, de Virginia Lee Blackwood, la esposa de Manfred, la primera mujer que vivió en Blackwood Manor.

Este retrato de Virginia Lee se había oscurecido con el paso del tiempo, pero poseía un estilo vigoroso y un tanto emocional, y la mujer, rubia, de ojos azules, de expresión honesta, modesta y risueña, tenía unas facciones menudas y un rostro innegablemente hermoso. Iba vistosamente ataviada al estilo de los años ochenta del siglo XIX, con un traje de cuello alto celeste de mangas largas y fruncidas en los hombros, y llevaba el pelo recogido en un moño alto. Había sido la abuela de tía Queen, y yo siempre había encontrado cierto parecido entre los retratos de ambas, en los ojos y en la forma del rostro, aunque otros aseguraban que no se parecían en nada. En fin...

Esos retratos tenían para mí unas connotaciones más que anecdóticas, especialmente el de Virginia Lee. Tía Queen aún vivía, pero Virginia Lee... Me estremecí, aunque traté de reprimir esos inoportunos recuerdos de fantasmas y demás detalles grotescos, unos recuerdos que me asaltaron inopinadamente.

—Insisto, ¿por qué no deseas utilizarla como vivienda y almacén de los tesoros de tus antepasados? —inquirió Lestat ingenuamente—. No lo entiendo.

—Cuando yo era niño —dije, en respuesta a su pregunta—, mis abuelos aún vivían y esto era una especie de hotel. Una pensión con derecho a desayuno, aunque también se servía la cena en el comedor. Venían muchos turistas a pasar unos días aquí. Seguimos celebrando el banquete navideño todos los años, con unos cantantes que se sitúan en la escalera para cantar los villancicos de despedida, mientras los invitados se congregan en el vestíbulo. Esta mansión resulta muy útil en esas ocasiones. El año pasado organicé también un banquete en Pascua, con el único propósito de asistir a él.

De improviso me embargó una intensa nostalgia que me sobresaltó debido a su vitalidad. Continué, tratando injustificadamente de sacar algo de esas primeras evocaciones. ¿Qué derecho tenía a gozar ahora de buenos momentos, o recuerdos?

—Disfruto escuchando a los cantantes —dije—. Solía echarme a llorar junto a mis abuelos cuando la soprano entonaba el Noche de paz. Blackwood Manor parece un lugar muy poderoso en momentos así, un lugar capaz de alterar la vida de las personas. Como puedes comprobar, sigo muy vinculado a ella emocionalmente.

—¿En qué sentido altera la vida de las personas? —se apresuró a preguntar Lestat, como si esa idea le intrigara.

—En esta casa se han celebrado muchas bodas —dije con voz ronca. Bodas. Un recuerdo terrible, un recuerdo reciente eclipsó todos los demás, un recuerdo vergonzoso, sangre, el vestido de la novia, el sabor de la sangre, pero lo desterré de mi mente y proseguí.

—Recuerdo unas bodas maravillosas, y banquetes de aniversario. Recuerdo un picnic en el prado para un anciano que acababa de cumplir noventa años. Recuerdo que muchas parejas regresaban para visitar el lugar donde se habían casado. —De nuevo sentí un pellizco en el corazón: una novia, una novia cubierta de sangre. La cabeza me daba vueltas.

Estúpido, la has matado. No tenías que matarla, y mira cómo has dejado su vestido blanco.

No quería pensar en ello ahora. No podía dejar que me afectara. Se lo confesaría todo a Lestat, pero aún no.

Tenía que continuar. Aunque balbuciendo, logré proseguir:

—En alguna parte hay un viejo libro de invitados con una pluma rota entre sus páginas, repleto de comentarios de las personas que venían y se iban y regresaban al cabo de un tiempo. Siguen viniendo. La llama aún no se ha apagado. Lestat asintió con la cabeza y sonrió ligeramente, como complacido por esa idea. Miró de nuevo el retrato de Virginia Lee.

Sentí un leve estremecimiento. ¿Era posible que el retrato hubiera cambiado? Imaginé vagamente que Virginia Lee me observaba con sus hermosos ojos azules. Pero no podía cobrar vida de repente, ¿o sí? No, por supuesto que no. Todos la conocían por su modestia y magnanimidad. ¿Cómo iba a querer tener tratos con un ser como yo?

—Hoy en día —continué, aferrándome a mi pequeño relato— atesoro esta casa desesperadamente, al igual que a todos mis parientes mortales. A la que más quiero es a tía Queen. Pero tengo otros parientes, que jamás deben averiguar en qué me he convertido.

Lestat me observó con paciencia, como si meditara sobre mis palabras. —Tu conciencia está afinada como un violín —comentó con expresión pensativa—. ¿Te gusta tener aquí a estos extraños, a los invitados de Navidad y Pascua, bajo tu propio techo?

—Es alegre —reconocí—. Siempre hay luz y movimiento. Se oyen voces y la tenue vibración de pasos en la escalera. A veces los huéspedes se quejan —de que las gachas están sosas o de que la salsa tiene grumos—, y hace años, mi abuela Sweetheart se echaba a llorar cuando oía esas quejas, y mi abuelo —le llamábamos Pops— descargaba, en privado, un puñetazo en la mesa de la cocina, pero en términos generales a los huéspedes les encanta este lugar...

»Y de vez en cuando me siento solo aquí, melancólico y deprimido, a pesar de la intensa luz de los candelabros. Creo que cuando murieron mis abuelos y terminó esa época experimenté... una profunda depresión que relacioné con Blackwood Manor, aunque no quise ni pude abandonarla.

Lestat asintió al oír esas palabras, como si me comprendiera. Me miraba al igual que yo le miraba a él. Me observaba al igual que yo le observaba a él.

No pude por menos de pensar en lo atractivo que era, con su melena rubia larga y espesa, con las puntas levemente onduladas rozándole el cuello de la chaqueta, y sus ojos de color violeta, grandes y penetrantes. Hay muy pocas personas en el mundo que tengan los ojos auténticamente violeta. La ligera diferencia entre sus ojos no tenía importancia. Poseía una piel morena e inmaculada. Ignoro lo que Lestat veía en mí con su mirada perspicaz.

—Puedes pasearte por esta casa —dije. Todavía me sentía un tanto asombrado de haber captado su atención y me expresaba de nuevo ansiosa y atropelladamente—. Puedes recorrer todas las habitaciones, y hay fantasmas. A veces hasta los turistas ven fantasmas.

—¿No los aterroriza? —inquirió Lestat sinceramente intrigado.

—En absoluto, les encanta alojarse en una casa habitada por fantasmas. Ven cosas que no existen. Nos piden que los dejemos a solas en las habitaciones donde hay fantasmas.

Lestat soltó una discreta risa.

—Aseguran oír campanas que no repican —proseguí sonriendo también—, huelen el aroma de café cuando no hay café y perciben unos perfumes exóticos. De vez en cuando algún que otro turista se asustaba. Durante la época en que esta casa era una pensión con derecho a desayuno hubo un par que hicieron inmediatamente las maletas y se marcharon, pero por lo general este lugar goza de una excelente reputación. Y, por supuesto, algunos huéspedes llegaron a ver fantasmas.

—¿Y tú ves fantasmas? —preguntó Lestat.

—Sí —respondí—. La mayoría de los fantasmas son debiluchos, poco más que mero vapor, aunque hay excepciones... —Me detuve. Momentáneamente no supe si continuar o no. Temía que mis palabras provocaran una siniestra aparición, pero por otra parte deseaba confesarle mi historia. Así pues, proseguí torpemente:

—Sí, unas excepciones extraordinarias... —No terminé la frase.

—Deseo que me lo cuentes todo —dijo Lestat—. Tienes una habitación arriba, ¿no es así? Un lugar tranquilo donde podamos charlar. Pero presiento que hay otra persona en esta casa.

Lestat se volvió hacia el pasillo.

—Sí, tía Queen ocupa el dormitorio trasero —dije—. No tardaré un minuto en ir a verla.

—Tía Queen, qué nombre tan curioso —comentó Lestat esbozando de nuevo una alegre sonrisa—. Me parece deliciosamente sureño. ¿Quieres llevarme a verla?

—Desde luego —respondí sin vacilar ni atender a mi sentido común—. Se llama Lorraine McQueen, pero todo el mundo de por aquí la llama señorita Queen o tía Queen.

Salimos al pasillo y Lestat alzó de nuevo la vista para contemplar la escalera de caracol.

Le conduje por el pasillo (sus pesadas botas resonaban sobre el mármol), y nos detuvimos delante del dormitorio de tía Queen, cuya puerta estaba abierta.

Al entrar vimos a mi adorada tía, resplandeciente y muy atareada, que no se sobresaltó lo más mínimo al vernos aparecer.

Estaba sentada ante su mesa de mármol, situada a la derecha del tocador; formaban una L en la que mi tía se sentía muy a gusto. La lámpara de pie, junto a ella, así como las luces del tocador enmarcadas por unos volantes la iluminaban perfectamente. Había dispuesto sobre el mármol sus docenas de camafeos y en la mano derecha sostenía una lupa con el mango de hueso.

Tenía un aspecto muy frágil vestida con su bata de raso blanco acolchada, con el cinturón de hebilla sujeto en torno a su menuda cintura, el cuello cubierto con un pañuelo de seda con los extremos bajo las solapas sobre el cual descansaba su collar favorito de perlas y brillantes. Su pelo gris rizado le enmarcaba suavemente el rostro, cuyos ojillos denotaban un espíritu exuberante mientras examinaba los camafeos. Observé que tenía las piernas cruzadas debajo de la mesa y que la bata entreabierta dejaba ver sus escarpines de satén rosa adornados con lentejuelas y de tacón altísimo. Sentí deseos de reñirla, pues esos tacones de aguja eran un peligro.

Tía Queen era un nombre perfecto para ella, y me sentí muy orgulloso de esa mujer que había sido mi ángel guardián durante toda mi vida. No temí que tía Queen observara nada anómalo en Lestat, debido a su atezada piel, salvo quizá su belleza excesiva. En aquel momento sentí una felicidad inenarrable.

Toda la habitación ofrecía un cuadro delicioso y traté de verla tal como la veía Lestat, con la cama cubierta con dosel situada en el ángulo izquierdo. Había sido recientemente tapizada de nuevo con un satén color rosa que formaba unos festones y adornada con galón más oscuro. La cama, a diferencia de otros días, estaba hecha, cubierta con la gruesa colcha de mismo raso que la funda de la almohada, y con multitud de cojines apilados. El sofá y las butacas de damasco rosa hacían juego con el dosel de la cama.

Jasmine, nuestra ama de llaves, que había estado con nosotros toda la vida, de piel oscura y armoniosos rasgos que la convertían en una belleza tan especial como tía Queen, trajinaba en la sombra, muy elegante con su vestido tubo rojo y sus zapatos de tacón alto, con un collar de perlas alrededor del cuello. Creí recordar que yo le había regalado esas perlas.

Jasmine me saludó con un breve ademán y siguió ordenando los pequeños objetos dispuestos en la mesita de noche. Cuando tía Queen alzó la vista y me saludó exclamando «¡Quinn!» con un ligero tono de euforia, Jasmine dejó lo que hacía y salió de la habitación.

Sentí deseos de abrazar a Jasmine. No la había visto desde hacía varias noches. Pero temí hacerlo. Luego pensé: «No, voy a hacerlo durante todo el tiempo que pueda, me he alimentado y siento un calor reconfortante.» Me embargó una apabullante sensación de bondad, pues no estaba maldito. Rebosaba amor. Retrocedí y abracé a Jasmine.

Tenía un tipo estupendo, una piel de un maravilloso color de chocolate con leche, los ojos castaños y el cabello esponjoso y tupido, siempre impecablemente teñido de rubio y muy corto.

—Ah, mi pequeño jefe —dijo Jasmine abrazándome a su vez. Nos hallábamos en la penumbra del pasillo—. Mi pequeño y misterioso jefe —añadió, estrechándome con fuerza y apoyando la cabeza en mi pecho—. Mi pequeño jefe errante, al que apenas veo nunca.

—Mi novia eterna —musité, besándola en la cabeza. Abrazado a ella, agradecí haberme alimentado de la sangre de la muerta. Por lo demás, me sentía esperanzado y ligeramente delirante.

—Pasa, Quinn —dijo tía Queen. Jasmine me soltó suavemente y se dirigió hacia la puerta trasera.

—Ah, veo que has traído a un amigo —dijo tía Queen cuando, obedeciéndola, entré con Lestat. La habitación estaba más caldeada que el resto de la casa.

Tía Queen tenía una voz intemporal, por no decir juvenil, y hablaba articulando las palabras con admirable claridad.

—Me alegro de que hayas venido con un amigo —dijo—. Eres un joven muy apuesto —agregó dirigiéndose a Lestat, bromeando de forma encantadora—. Acércate para que te vea. ¡Qué guapo eres! Acércate a la luz.

—Y usted, estimada señora, es una visión —respondió Lestat, remarcando ligeramente su acento francés para impresionarla. Se inclinó sobre la mesa de mármol en la que estaban dispuestos los camafeos y le besó la mano.

Tía Queen constituía en efecto una visión, con su cálido y hermoso rostro pese a su avanzada edad. Más que enjuto era anguloso, sus labios delgados estaban realzados con un lápiz labial rosa y sus ojos, pese a las arruguitas, seguían siendo de un bonito color azul. Los brillantes y las perlas que reposaban sobre su pecho eran impresionantes, y lucía varios anillos de brillantes en sus dedos largos y finos.

Como de costumbre, las joyas parecían formar parte de su poderío y dignidad, como si la edad le hubiera concedido una importante ventaja, y toda ella exhalaba una dulce feminidad.

—Acércate, muchacho —me dijo.

Yo obedecí y me incliné para recibir su beso en la mejilla. Era una costumbre que había adoptado desde que había alcanzado la respetable estatura de un metro y noventa y cinco centímetros. Con frecuencia tía Queen me sujetaba la cabeza y se negaba afectuosamente a soltarme. Pero esta vez no lo hizo. Estaba demasiado absorta en la atractiva criatura que se hallaba junto a la mesa de mármol, sonriéndole con cordialidad.

—Llevas una chaqueta preciosa —dijo tía Queen a Lestat—. Es una levita. ¿Dónde la has comprado? Y esos botones de camafeo son perfectos. Haz el favor de acercarte para que pueda examinarlos. Como verás, los camafeos me apasionan. A medida que pasa el tiempo, apenas pienso en otra cosa.

Lestat rodeó la mesa y yo me retiré. De improviso sentí un profundo temor, temí que tía Queen intuyera algo anormal en él, pero tan pronto como me invadió ese pensamiento comprendí que Lestat tenía muy controlada la situación.

¿Acaso no había logrado también otro bebedor de sangre, mi creador, encandilar a tía Queen con su encanto? ¿A qué venían esos temores?

Mientras tía Queen examinaba los botones, comentando que cada uno representaba a una de las nueve musas griegas, Lestat la observó sonriendo como si se sintiera auténticamente cautivado por la anciana, cosa que yo agradecí. Porque tía Queen era la persona a la que yo más quería en el mundo. El hecho de verlos juntos me produjo una alegría inenarrable.

—Sí, es una auténtica levita —dijo tía Queen.

—Soy músico, señora —respondió Lestat—. Como sabe, en estos tiempos un músico de rock puede lucir una levita sin mayores problemas, y a mí me encanta esta indumentaria. Soy teatral e incorregible. Un fanático de lo exagerado y excéntrico. Me gusta salvar todos los obstáculos en cuanto entro en una habitación, y soy un apasionado de los objetos antiguos.

—Estás en tu derecho —respondió tía Queen contemplando a Lestat con evidente admiración. Lestat retrocedió y se situó junto a mí frente a la mesa—. Qué dos chicos tan guapos —comentó tía Queen—. No sé si sabes que la madre de Quinn es cantante, aunque ignoro qué tipo de canciones canta.

Lestat no lo sabía y me dirigió una mirada curiosa y un tanto socarrona.

—Canta música country —me apresuré a decir—. Se llama Patsy Blackwood. Tiene una voz muy potente.

—Una música country muy diluida —apostilló tía Queen con cierto reproche—. Creo que lo llama country pop, lo cual puede significar cualquier cosa. Pero tiene buena voz y a veces compone unas canciones que no están mal. Lo que se le da mejor son las baladas tristes, casi celtas, aunque ella no lo sepa. Lo que le gusta componer son canciones folclóricas en modo menor, y si hiciera lo que le gusta en vez de lo que cree que debe hacer, es posible que alcanzara la fama que ambiciona —concluyó tía Queen con un suspiro.

Yo quedé maravillado, no de las sabias palabras de tía Queen, sino de su extraña deslealtad, pues no era dada a criticar a los suyos. Deduje que la mirada de Lestat había provocado en ella esa reacción. Quizá Lestat había obrado sobre ella un hechizo, haciendo que expresara lo que pensaba en su fuero interno.

—En cuanto a ti, joven —dijo la anciana—, a partir de ahora y para siempre soy tu tía Queen. ¿Cómo te llamas?

—Lestat, señora —respondió éste, pronunciándolo «Les-dot», con acento en la segunda sílaba—. Yo tampoco soy muy famoso. Apenas canto, salvo para mí mismo cuando conduzco mi Porsche negro como un loco o mi moto a toda velocidad por las autopistas. Entonces soy todo un Pavarotti...

—¡No debes conducir a una velocidad excesiva! —declaró tía Queen poniéndose sería de repente—. Así perdí a mi marido, John McQueen. Conducía un Bugatti nuevo. ¿Conoces los Bugatti? —Lestat asintió con la cabeza—. Estaba muy orgulloso de su flamante coche deportivo europeo. Circulábamos a gran velocidad por la autopista de la Costa del Pacífico, en un soleado día de verano, tomando las curvas a una velocidad de vértigo, cuando de pronto mi marido perdió el control del volante y salió disparado por el parabrisas. Murió en el acto. Cuando recobré el conocimiento vi a una multitud agolpada a mi alrededor y me hallaba a pocos metros de un acantilado junto al mar.

—Qué horror —dijo Lestat sinceramente conmovido—. ¿Hace mucho que ocurrió?

—Pues claro, hace décadas, cuando yo era lo suficientemente tonta para hacer esas cosas — respondió tía Queen—. No he vuelto a casarme; los Blackwood no solemos volver a casarnos. John McQueen me dejó una fortuna, lo cual no deja de ser un consuelo, pero jamás conocí a otro hombre como él, tan apasionado y lleno de quimeras, pero tampoco lo busqué. —La anciana meneó la cabeza apesadumbrada—. Pero es un tema muy triste. Mi marido está enterrado en el mausoleo de los Blackwood en el cementerio de Metairie; tenemos una tumba allí, una pequeña y bonita capilla, en la que no tardarán en enterrarme a mí.

—¡Por el amor de Dios, no digas eso! —murmuré con un tono excesivamente atemorizado.

—Calla —replicó tía Queen, mirándome—. Lestat, mi querido Lestat, háblame sobre tu ropa y tus gustos exagerados y extravagantes. Confieso que me divierte imaginarte vestido con esa levita, circulando a toda velocidad en tu moto.

—Verá, señora —contestó Lestat con una risita—, ya no siento el gusanillo del escenario y el micrófono, pero me niego a renunciar a mis elegantes atuendos. No puedo hacerlo. Soy prisionero de mi pasión por la ropa caprichosa y elegante, aunque esta noche voy muy sencillito. Me encanta lucir encajes y mis gemelos de diamantes, y envidio a Quinn la magnífica chaqueta de cuero que lleva. Podría decirse que soy un tanto gótico —añadió mirándome con toda naturalidad, como si fuéramos unos simples humanos—. ¿No nos llaman góticos a los que nos gusta vestirnos con prendas antiguas, Quinn?

—Eso creo —respondí, tratando de seguir la conversación.

La breve perorata de Lestat hizo que tía Queen riera a mandíbula batiente. Se había olvidado de John McQueen, quien de hecho había muerto hace bastante tiempo.

—Lestat, qué nombre tan original —comentó tía Queen—. ¿Tiene algún significado?

—En absoluto —respondió Lestat—. Si la memoria no me falla, lo cual me ocurre a menudo, el nombre se compone de la primera letra de cada uno de los nombres de mis seis hermanos mayores, los cuales, me refiero a mis hermanos y sus nombres, llegué a detestar con todas mis fuerzas.

Tía Queen volvió a reírse a carcajadas, claramente sorprendida y totalmente seducida por Lestat.

—El séptimo hijo —dijo tía Queen—. Esto confiere cierto poder, que yo naturalmente respeto. Y te expresas con gran elocuencia. Tengo la impresión de que serás un amigo magnífico y estimulante para Quinn.

—Eso espero, ser su amigo —respondió Lestat de inmediato y sinceramente—, pero no quiero entretenerlos.

—No digas eso —contestó tía Queen—. Siempre serás bien recibido en mi casa. Me gustas. Lo sé. En cuanto a ti, Quinn, ¿dónde te has metido últimamente?

—He estado en varios sitios, tía Queen —respondí—. Soy como Patsy, no dejo de ir de aquí para allá. No sé...

—¿Me has traído un camafeo? —preguntó la anciana—. Es una costumbre que tenemos, Lestat —le aclaró—. Hace una semana que no apareces por esta habitación, Tarquín Blackwood. Quiero que me des mi camafeo. Seguro que me has traído uno. No dejaré que te vayas sin dármelo.

—Desde luego, por poco me olvido —contesté (y no sin razón). Saqué del bolsillo derecho de mi chaqueta el paquetito envuelto en papel de seda que había guardado en él hacía unas noches—. Te lo he comprado en Nueva York, es un precioso camafeo de concha.

Le quité el papel y deposité delante de tía Queen el maravilloso camafeo, uno de los camafeos de concha más grandes que pasarían a engrosar su colección. La imagen estaba esculpida en la superficie blanca de la concha, como es natural, y el fondo era de color rosa intenso. El camafeo era un óvalo perfecto enmarcado por un exquisito borde festoneado de oro de veinticuatro quilates.

—Medusa —dijo tía Queen con evidente satisfacción, identificando el perfil de la mujer por su cabeza alada y el cabello formado por unas serpientes—. ¡Es muy grande, y está esculpida con extraordinaria precisión!

—Es impresionante —dije—. La mejor Medusa que he visto nunca. Observa la altura del ala y el fragmento de color naranja en el extremo. Quería traértelo hace unos días. Lamento haberme demorado.

—Descuida, cariño —respondió tía Queen—. No te disculpes por no venir a verme. Creo que soy intemporal. Lo importante es que estás aquí y te has acordado de mí. Eso es lo que cuenta. — La anciana miró a Lestat y preguntó afanosamente—: ¿Conoces la historia de Medusa?

Lestat dudó unos instantes, confiando en que tía Queen siguiera hablando, pues en aquellos momentos a él no le apetecía. Su arrobamiento por la anciana, que le sonreía también embelesada, le daba un aspecto radiante.

—Era muy bella pero se convirtió en un monstruo —dijo tía Queen, gozando inmensamente de ese momento—. Poseía un rostro capaz de petrificar a un hombre. Perseo la localizó por el reflejo de su imagen sobre su bruñido escudo y después de matarla, Pegaso, el caballo alado, nació de las gotas de sangre que cayeron al suelo de la cabeza cortada de Medusa.

—Y fue esa cabeza —dijo Lestat en tono confidencial— la que Atenea ostentó sobre su escudo.

—Es cierto —apostilló tía Queen.

—Un amuleto contra el mal —dijo Lestat suavemente—. En eso se convirtió Medusa después de ser decapitada. Otra prodigiosa transformación, a mi entender, de belleza en monstruo y de monstruo en amuleto.

—También tienes razón en eso —dijo tía Queen—. Un amuleto contra el mal —repitió—. Ven, acércate, Quinn, ayúdame a quitarme estos pesados brillantes y dame una cadena de oro. Deseo lucir a Medusa alrededor del cuello.

Me apresuré a obedecer sus órdenes. Me acerqué al tocador, le quité el collar de brillantes que llevaba, estampándole de paso un beso en la mejilla, y lo guardé en su acostumbrado estuche de cuero. Este permanecía siempre sobre el tocador, a la derecha. Las cadenas estaban guardadas en una cajita en el cajón superior, cada una dentro de una bolsa de plástico.

Elegí una recia y brillante cadena de oro de veinticuatro quilates que se adaptara bien a su cuello y al mismo tiempo le resultara cómoda. La ensarté a través del colgante del camafeo, se la coloqué alrededor del cuello y cerré el broche.

Después de darle otros dos besos, llenándome la boca de polvo, pues era como besar a una persona hecha de azúcar del que se utiliza en repostería, me situé de nuevo ante ella. El camafeo, una pieza impresionante y exquisita, reposaba perfectamente sobre la seda del pañuelo.

—Debo reconocer —dije a propósito de mi reciente adquisición— que es todo un trofeo. Medusa aparece aquí en toda su maldad, no sólo como una bonita joven alada rodeada de serpientes, lo cual no es frecuente.

—Es verdad —respondió Lestat—, lo cual hace que su encanto resulte mucho mayor.

—¿Eso crees? —le preguntó tía Queen. Pese a su empaque, el camafeo le sentaba mejor que sus imponentes brillantes—. Eres un joven muy singular —prosiguió dirigiéndose a Lestat—. Te expresas de forma lenta y ponderada, y el timbre de tu voz es grave. Me gusta. En cuanto Quinn aprendió a leer, lo cual ocurrió cuando era ya bastante mayor, se convirtió en un ratón de biblioteca que devoraba todos los libros de mitología que caían en sus manos. ¿Pero cómo es que tú sabes tanto de mitología? Y también pareces entender de camafeos, a juzgar por tu chaqueta.

—Los conocimientos entran y salen de mi mente —respondió Lestat sacudiendo la cabeza con cierta expresión de disgusto—. Los devoro y luego los pierdo, y a veces no consigo echar mano de los conocimientos que creo poseer. Me siento desolado, pero de improviso regresan de nuevo

o los busco en otra fuente.

Me chocó lo bien que congeniaban tía Queen y Lestat. Evoqué de nuevo un recuerdo amargo, de mi creador, esa infame presencia, esa maldita presencia, congeniando con tía Queen en aquella misma habitación con la misma facilidad. Habían hablado también sobre camafeos. Camafeos. Pero éste era Lestat, no mi creador, no ese ser odioso. Era mi héroe el que se hallaba en estos momentos bajo mi techo,

—De modo que eres aficionado a los libros —dijo tía Queen. Yo presté atención a la conversación.

—Desde luego —contestó Lestat—. En ocasiones eso es lo único que me mantiene vivo.

—¡Cómo se te ocurre decir eso a tu edad! —exclamó tía Queen riendo.

—¿No cree que uno puede sentirse desesperado a mi edad? Los jóvenes se sienten constantemente desesperados —dijo Lestat francamente—. Y los libros le ofrecen a uno esperanza, la posibilidad de que emerja un universo entre sus tapas y de que uno se salve al caer en ese universo.

—Por supuesto que lo creo —respondió tía Queen casi eufórica—. Así debería ser y a veces ocurre. Imagínate, cada nueva persona todo un universo. ¿Crees que deberíamos permitirlo? Eres inteligente y perspicaz.

—Creo que no queremos permitirlo —contestó Lestat—. Somos demasiado envidiosos y temerosos. Pero deberíamos permitirlo, porque de esa forma pasaríamos de un alma a otra y nuestra existencia sería maravillosa.

Tía Queen rió alegremente.

—¡Eres único! —exclamó—. ¿De dónde has salido? Me gustaría que estuviera aquí Nash, el tutor de Quinn. Le encantaría conocerte. O que el pequeño Tommy no estuviera en la escuela. Tommy es tío de Quinn, lo cual induce a confusión porque Tommy sólo tiene catorce años. Y además está Jerome. ¿Dónde se ha metido Jerome? Seguramente está durmiendo. En fin, tendrás que conformarte conmigo...

—Dígame, señorita Queen, ¿por qué le gustan tanto los camafeos? —preguntó Lestat—. No puedo ufanarme de haber elegido estos botones minuciosamente, ni de que esté obsesionado con ellos. Ignoraba que existieran nueve Musas hasta que usted me lo dijo, lo cual le agradezco infinitamente. Pero usted parece estar enamorada de los camafeos. ¿De qué le viene ese amor por ellos?

—¿Acaso no salta a la vista? —inquirió tía Queen ofreciendo a Lestat un camafeo de concha de las Tres Gracias. Después de examinarlo con detención, Lestat volvió a depositarlo respetuosamente delante de la anciana.

—Son unas obras maestras muy especiales —dijo tía Queen— Son retratos, pequeños pero completos, eso es lo que cuenta. Pequeños, intrincados e intensos. Utilicemos de nuevo tu metáfora de todo el universo; eso es lo que hallarás en muchos de estos camafeos.

La anciana lo contempló arrobada.

—Puedes lucirlos —dijo—, sin perder un ápice de dignidad. Tú mismo acabas de referirte a su encanto —añadió tía Queen acariciando el camafeo de Medusa que reposaba sobre su pecho—. Y, por supuesto, todos los que adquiero poseen una cualidad única. Existe una gran variedad de camafeos. Mira —dijo entregando a Lestat otro camafeo—. Como ves, es una escena mítica de Hércules luchando contra un toro; detrás de él hay una diosa y delante una hermosa figura femenina. Jamás he visto ninguno como éste, aunque poseo centenares de escenas míticas.

—Tiene razón, son muy intensos —dijo Lestat—. Comprendo su punto de vista y reconozco que son auténticamente divinos.

Tras mirar brevemente a su alrededor, tía Queen tomó otro voluminoso camafeo de concha y se lo ofreció a Lestat.

—Es Rebeca junto al pozo —dijo—. Un motivo que aparece en numerosos camafeos, extraído de la Biblia, del Génesis, cuando Abraham envió a un mensajero en busca de una esposa para su hijo Isaac, y Rebeca, que se hallaba junto al pozo de la aldea, fue al encuentro del mensajero.

—Conozco la historia —dijo Lestat con voz queda—. Éste también es un espléndido camafeo.

Tía Queen le miró con curiosidad, observando sus ojos, sus manos y sus lustrosas uñas.

—Es uno de los primeros camafeos que vi —dijo, tomándolo de nuevo de manos de Lestat—. Mi colección empezó con Rebeca junto al pozo. Me regalaron diez camafeos con ese mismo motivo, aunque estaban esculpidos de forma muy distinta. Los conservo todos aquí. Hay una historia ligada a mi colección de camafeos.

Lestat se mostró intrigado, como si dispusiera de todo el tiempo del mundo.

—Cuéntemela —dijo con naturalidad.

—¡Qué modales los míos! —exclamó de pronto tía Queen—. Disculpadme por dejaros ahí de pie como unos alumnos díscolos ante la directora. Sentaos. ¡Me avergüenza haberme comportado de esa forma en mi vestidor!

Cuando me disponía a protestar, afirmando que era innecesario que se disculpara, me percaté de que Lestat deseaba conocerla a fondo y que se estaba divirtiendo de lo lindo.

—Acerca esas dos sillas, Quinn —me dijo la anciana—. Si quieres que te cuente la historia, Lestat, debemos formar un círculo íntimo y acogedor.

Comprendí que era inútil discutir. Por otra parte, me encantaba que aquellos dos seres se cayeran tan bien. Experimenté de nuevo una intensa euforia.

Hice lo que me había pedido tía Queen. Atravesé la habitación, tomé dos de las sillas situadas ante el escritorio circular de tía Queen, instalado entre las ventanas que daban a la fachada posterior de la casa, y las coloqué donde Lestat y yo estábamos de pie, frente a la anciana.

Tía Queen prosiguió.

—Mi pasión por los camafeos comenzó en esta habitación —dijo, observándonos a ambos y fijando los ojos en Lestat—. Tenía nueve años y mi abuelo, Manfred Blackwood, un viejo odioso, el gran monstruo de nuestra historia, el hombre que construyó esta casa, que infundía terror a todo el mundo, agonizaba aquí. Mi padre, William, su único hijo varón vivo, trató de mantenerme alejada de él, pero un día en que el odioso anciano estaba solo me vio asomada a la puerta.

»Me ordenó que entrara, y yo estaba demasiado asustada para desobedecerle aparte de que me picaba la curiosidad, de modo que entré. Mi abuelo estaba sentado en el lugar que ocupo ahora, aunque lógicamente no ante este bonito tocador, sino en una poltrona, con una manta sobre las rodillas y ambas manos apoyadas en el bastón con la empuñadura de plata. Tenía una barba de varios días, llevaba puesto un babero y por las comisuras de la boca le caía un hilo de saliva.

»¡Es horroroso vivir hasta una edad en que no dejas de babear como un bulldog! Cada vez que le recuerdo pienso en un bulldog. Aparte, en aquellos tiempos la habitación de un enfermo no era como ahora. Os aseguro que apestaba. Cuando sea una anciana decrépita y empiece a babear, he autorizado a Quinn para que me haga saltar la tapa de los sesos con mi revólver con el mango

de madreperla o me administre una inyección de morfina. No lo olvides, jovencito.

—No lo olvidaré —respondí, guiñándole el ojo.

—¡Hablo en serio, bribón! No podéis imaginaros lo repugnante que resulta ese espectáculo. Pediré permiso para rezar el rosario antes de que ejecutes la sentencia y luego desapareceré de este mundo. —Tras contemplar unos instantes los camafeos, tía Queen nos miró a Lestat y a mí.

—El anciano —continuó— tenía la mirada fija en el infinito hasta que reparó en mi presencia, murmurando para sí, pero al verme farfulló unas palabras. Junto a él había una pequeña cómoda en la que, según decían, guardaba el dinero, pero no recuerdo cómo averigüé ese dato.

»Como decía, el viejo canalla me ordenó que entrara. Luego abrió con la llave el cajón superior de su cómoda, sacó un pequeño estuche de terciopelo y, dejando que su bastón cayera al suelo, depositó el estuche en mis manos. "Ábrelo ahora mismo —me ordenó—, porque eres mi única nieta y quiero que lo conserves. Tu madre es demasiado necia para hacerse cargo de él. Vamos, apresúrate."

«Obedecí. El estuche contenía estos camafeos, que me fascinaron con sus figuritas esculpidas y sus marcos de oro.

»"Rebeca junto al pozo —dijo mi abuelo—. Todos se refieren a la historia de Rebeca junto al pozo. —Luego añadió—: Si te dicen que yo la asesiné no mienten. Esa mujer no se contentaba con camafeos, brillantes y perlas, así que la maté o, para ser sincero, y ha llegado el momento de ser sincero, la arrastré a su muerte."

»Como es natural sus palabras me impresionaron —dijo tía Queen—, pero en lugar de sentir recelos o temor, lo que me impresionó fue que me lo contara precisamente a mí. Mi abuelo siguió hablando mientras la baba le caía por las comisuras de la boca y el mentón. Debí ayudarle a limpiársela, pero yo era demasiado joven para sentir ese tipo de compasión.

»"En aquellos tiempos —dijo mi abuelo—, ella lucía unas blusas de encaje de cuello alto y los camafeos le quedaban preciosos prendidos en el pecho. Cuando la traje aquí era maravillosa. Todas son maravillosas al principio, pero luego se corrompen. Salvo mi pobre y llorada Virginia Lee. Mi hermosa e inolvidable Virginia Lee. Pero las otras eran unas arpías, te lo aseguro, unas avariciosas y unas arpías. Ella fue la peor y la que me causó mayor amargura —me miró con sus ojos crueles—. Rebeca junto al pozo. Fue él quien me dio el primer camafeo para que se lo regalara, cuando supo que se llamaba Rebeca, y fue él quien me contó la historia del camafeo, y quien me dio los otros camafeos, todos relativos a la historia de Rebeca, para que se los regalara a ella. ¡El condenado andaba siempre espiándonos! Lo cierto es que todos estos camafeos me los dio él, pero no tienen ninguna tara, y tú eres sólo una niña."

Tía Queen se detuvo, mirando en silencio a Lestat, deduzco que para asegurarse de que le prestaba atención, y cuando comprobó que ambos la escuchábamos atentamente, prosiguió.

—Recuerdo perfectamente esas palabras —dijo—. Como es natural, los camafeos me entusiasmaron y deseaba poseerlos. ¡Deseaba poseer todos los que había en el estuche! De modo que estreché el estuche con fuerza contra mi pecho mientras mi abuelo seguía hablando, o mejor dicho ladrando, o quizá sólo farfullara, cualquiera sabe.

»"Ella se encariñó con estos camafeos —dijo aquella bestia—, mientras aún soñaba y se conformaba con lo que tenía. Pero las mujeres no poseen el don de conformarse. Fue él quien la mató por mí, un sacrificio sangriento, ella fue una ofrenda, por así decirlo, pero fui yo quien le indujo a hacerlo. Te aseguro que era la primera vez que arrastraba a una desdichada hacia esas atroces cadenas."

Me estremecí. Esas palabras evocaron en mí un recuerdo siniestro. Ocultaba un sinfín de secretos que me pesaban como un saco de piedras, pero no pude evitar seguir escuchándola fascinado.

—Recuerdo sus palabras: «Hacia esas atroces cadenas», y las frases que siguió mascullando. «A decir verdad, ella me obligó a hacerlo —dijo mi abuelo casi gritando—. Toma estos camafeos y lúcelos, al margen de lo que opines de mí. Quiero regalarte estos preciosos y costosos objetos porque eres una niña, y mi nieta, y eso es lo que deseo.»

«Naturalmente, no supe qué responder —prosiguió tía Queen—. No creo que mi abuelo se considerara un asesino, y yo jamás había oído hablar de ese extraño cómplice al que se refería, ese hombre del que hablaba tan misteriosamente. Jamás he conseguido averiguar quién era. Pero mi abuelo lo conocía y prosiguió como si yo hubiera hurgado en su herida: "Se lo he confesado una y otra vez al cura y al sheriff —dijo—, pero nadie me cree. El sheriff dice que hace treinta y cinco años que Rebeca murió y que son imaginaciones mías. En cuanto a él, ¿qué más da que esta casa se construyera con su oro? Es un embustero y un embaucador y me ha legado esta casa como una prisión, un mausoleo, pero ya no puedo ir a hablar con él, aunque sé que sigue en Sugar Devil Island. Intuyo su presencia, siento sus ojos sobre mí por las noches cuando se acerca, pero no puedo atraparlo. Jamás pude. Y ya no puedo ir a insultarlo a la cara. Soy demasiado viejo y estoy débil."

»Era un misterio indescifrable —dijo tía Queen—. "¿Qué más da que esta casa se construyera con su oro?" No revelé a nadie lo que me había dicho mi abuelo. No quería que mi madre me arrebatara los camafeos. Ella no era una Blackwood, lo cual le echaban siempre en cara. Decían "no es una Blackwood" como si eso explicara su escasa inteligencia y su falta de sentido común. Mi habitación, situada en el piso superior, estaba siempre llena de cachivaches, por lo que no me fue difícil esconder los camafeos. Por las noches los sacaba de su escondite y los admiraba fascinada. Así fue como comenzó mi obsesión por ellos.

»Mi abuelo murió al cabo de unos meses. Un buen día se levantó de su butaca en esta habitación, bajó trastabillando la escalera, se montó en una piragua y se dirigió a Sugar Devil Swamp impulsándose con una pértiga. Por más que los peones le gritaron que se detuviera, no hizo caso y desapareció. Nadie volvió a verle jamás. Desapareció para siempre.

De pronto se apoderó de mí un violento temblor, un temblor que sacudió mi corazón más que mi cuerpo. Observé a tía Queen mientras sus palabras se deslizaban por mi mente como si estuvieran escritas en una cinta.

Tía Queen meneó la cabeza y movió con la mano izquierda el camafeo de Rebeca junto al pozo. No me atreví a tratar de adivinar su pensamiento, como tampoco me hubiera atrevido a espetarle un comentario airado. Aguardé con la paciencia que infunde el cariño, presa de mi sempiterno temor.

Lestat, que parecía cautivado por tía Queen, esperaba a que prosiguiera su relato, cosa que la anciana hizo al cabo de unos momentos.

—Como es natural, al cabo de un tiempo declararon a mi abuelo oficialmente muerto. Mucho antes, cuando seguían buscándole (aunque nadie sabía cómo llegar a la isla y nadie dio nunca con ella), conté a mi madre todo lo que mi abuelo me había dicho. Mi madre se lo contó a mi padre. Pero no sabían nada sobre la confesión de asesinato del anciano ni de su extraño cómplice, el misterioso desconocido, sólo que el abuelo había dejado mucho dinero depositado en numerosas cajas fuertes en diversos bancos.

»Si mi padre no hubiera sido un hombre tan simple y tan pragmático, posiblemente hubiera indagado en el asunto, pero no lo hizo, ni tampoco mi tía, la única hija de Manfred. Ninguno de ellos vio fantasmas. —Tía Queen hizo ese comentario como si a Lestat tuviera que chocarle—. Ambos creían firmemente que Blackwood Farm debía ser explotada para sacarle un rendimiento. Transmitieron ese convencimiento a mi hermano Gravier, el bisabuelo de Quinn, y éste a Thomas, el abuelo de Quinn, y eso es lo que hicieron los tres hombres, trabajar con ahínco para sacarle rendimiento a Blackwood Farm, al igual que sus esposas, que andaban siempre metidas en la cocina, deleitando a los huéspedes con los platos que preparaban, porque así eran ellos. Mi padre, mi hermano y mi sobrino eran unos auténticos hombres del campo.

»Pero siempre hubo dinero, dinero procedente del anciano; todo el mundo sabía que había dejado una fortuna, y no fueron las vacas lecheras ni los árboles de aceite de palo los que dieron lustre a la mansión. Fue el dinero que dejó mi abuelo. En aquellos tiempos la gente no te preguntaba cómo habías obtenido tu dinero. A las autoridades eso no les importaba como les importa hoy en día. Cuando heredé esta casa, examiné todos los documentos relativos a los negocios de mi abuelo, pero no hallé nada referente al misterioso extraño, ni a que mi abuelo hubiera tenido un socio.

Tía Queen suspiró y, después de escudriñar el rostro de Lestat, que la escuchaba atentamente, prosiguió, trabándosele a veces la lengua a medida que se adentraba en el pasado.

—En cuanto a la hermosa Rebeca, mi padre tenía unos recuerdos terribles de ella, al igual que mi tía. Rebeca había sido la compañera de mi abuelo y motivo de escándalo entre las gentes de esta parroquia. Mi abuelo la trajo a casa cuando su santa esposa, Virginia Lee, falleció. Rebeca era la encarnación de la madrastra malvada, demasiado joven para sentir un amor maternal, y trató cruelmente a mi padre y mi tía, que eran unos niños de corta edad, al igual que a todo el mundo.

»Decían que a la hora de cenar, cuando Rebeca se sentaba a la mesa con la familia pese a su indecorosa situación, se ponía a recitar los versos que mi pobre tía Camille escribía en su diario para demostrarle que había entrado a escondidas en su habitación y los había leído. Una noche, tía Camille Blackwood, pese a su dulce carácter, se levantó y le arrojó a Rebeca un plato de sopa a la cara.

Tía Queen se detuvo y suspiró al evocar esos violentos episodios, tras lo cual prosiguió.

—Según dicen, todos odiaban a Rebeca. Mi pobre tía Camille pudo haber sido otra Emily Dickinson o Emily Bronté de no haberse burlado Rebeca de sus versos recitándolos en voz alta. La pobre tía Camille los rompió en mil pedazos después de que esos ojos los hubieran leído y esos labios los hubieran recitado, y no volvió a escribir otro verso. Se sentía tan humillada que se cortó el largo cabello y lo quemó en la chimenea.

»Pero un día, después de otro violento altercado a la hora de cenar, la pérfida Rebeca desapareció. Y puesto que nadie la quería, nadie trató de averiguar cómo y por qué. Según dice Jasmine, encontraron su ropa en el desván. Quinn la ha examinado y ha quitado los camafeos que había prendidos. Quinn insiste en que nos los quedemos. Yo nunca ordené que los bajaran del desván. Soy muy supersticiosa. ¡Y las cadenas...!

La anciana me dirigió una mirada confidencial y cargada de significado. La ropa de Rebeca. Se apoderó de mí otro violento escalofrío.

Tía Queen suspiró y después de bajar la vista y fijarla de nuevo en mí, murmuró:

—Perdóname, Quinn, por hablar por los codos. Especialmente de Rebeca. No quiero disgustarte con esas viejas historias sobre ella. ¿Qué te parece si quemamos su ropa, Quinn? Dado que esta habitación está helada debido al aire acondicionado, ¿qué os parece si encendemos la chimenea? —Apenas hubo formulado esa pregunta, se echó a reír.

—¿Te disgusta esta conversación, Quinn? —preguntó Lestat en voz baja.

—No temas, tía Queen —dije—, nada de lo que digas puede disgustarme. Yo mismo hablo constantemente sobre fantasmas y espíritus —continué—. ¿Por qué iba a disgustarme que hables de cosas reales, de Rebeca, una mujer que estaba viva y bien viva y trataba mal a todo el mundo? ¿O de tía Camille y sus malogrados versos? No creo que mi amigo sepa lo bien que he llegado a conocer a Rebeca. Pero se lo contaré más tarde, si le apetece escuchar un par de historias más.

Lestat asintió con la cabeza y emitió un sonido de conformidad.

—Estoy más que dispuesto —dijo.

—Al parecer, cuando una persona ve un fantasma siente la necesidad de hablar de ello —dijo tía Queen—. Lo sé por experiencia.

Sus palabras provocaron en mí una inesperada reacción.

—Tía Queen, tú me has oído hablar sobre fantasmas y espíritus más que nadie, salvo Stirling Oliver —dije con calma—. Me refiero a mi viejo amigo de la orden de Talamasca, al que también le he hablado sobre ellos. Y al margen de lo que opines de mí, siempre te has mostrado amable y comprensiva conmigo, cosa que te agradezco de todo corazón...

—Desde luego —se apresuró a responder la anciana con firmeza.

—¿Pero crees lo que te he contado sobre el fantasma de Rebeca? —pregunté—. Lo cierto es que no estoy seguro. La gente está dispuesta a creer nuestras historias de fantasmas. La fascinación que siente la gente por los fantasmas varía mucho, por lo que nunca he sabido lo que opinas al respecto. Puesto que te apetece relatarnos unas historias, me parece un buen momento para preguntártelo.

Sabía que me había sonrojado y que hablaba de manera entrecortada, lo cual me disgustaba profundamente. ¡Malditos recuerdos de fantasmas y sus secuelas! No quería pensar en Stirling Oliver yaciendo en mi mortal abrazo ni en la novia ensangrentada postrada en el lecho. ¡Una torpeza tras otra!

—Quieres saber lo que opino al respecto —dijo tía Queen mirando a Lestat y luego a mí—. Tu amigo pensará que ésta es una casa de locos. Dime que no has vuelto a ver a los de Talamasca, Quinn. Nada me disgustaría más. Me arrepentiré siempre de haberos relatado a tu amigo y a ti estas historias si ello hace que vuelvas a ver a esa gente.

—Descuida, tía Queen —contenté. Pero sabía que alcanzaría el límite de mi capacidad de disimulo si continuábamos con aquella dolorosa conversación. Traté de animarme de nuevo por el hecho de que estábamos reunidos los tres, pero en mi mente se agolpaban unas imágenes terroríficas y estaba confundido. Me quedé inmóvil, tratando de ocultar mis emociones.

—No vayas al pantano, Quinn —me imploró de pronto tía Queen con todo su corazón—. No vayas a esa maldita Sugar Devil Island. Conozco tu espíritu aventurero, Quinn. No te ufanes de tu descubrimiento. No vayas allí. No vuelvas a poner los pies en ese lugar.

Me sentí dolido, pero no por culpa de la anciana. Anhelaba poder confesar a Lestat, o a quien fuera, que las advertencias de tía Queen llegaban demasiado tarde. Tiempo atrás las hubiese tenido en cuenta, pero había caído un velo sobre el pasado, impetuoso e invencible. El misterioso extraño había dejado de ser un misterio para mí.

—No pienso más en eso, tía Queen —dije con la máxima suavidad—. ¿Qué te dijo tu padre? Que no existía ningún demonio en Sugar Devil Swamp.

—Es cierto, Quinn —respondió la anciana—, pero mi padre no surcó esas aguas siniestras en una piragua para pasearse por la isla como haces tú. Nadie había dado con esa isla antes que tú, Quinn. Mi padre no tenía espíritu aventurero, y tu abuelo era incapaz de algo tan insensato. Cazaba cerca de las orillas y pescaba cangrejos, lo cual seguimos haciendo. Pero no fuimos en busca de esa isla, y quiero que te olvides de ella.

En aquel momento fui plenamente consciente de lo necesario que yo era para tía Queen.

—Te quiero demasiado para abandonarte —me apresuré a responder atolondradamente, sin pensar en el significado de esas palabras. Luego añadí de sopetón—: Jamás te abandonaré, te lo juro.

—Cariño, tesoro mío —dijo la anciana con aire pensativo mientras acariciaba sus camafeos con la mano izquierda, colocando los cinco de Rebeca junto al pozo uno al lado de otro.

—No tienen ninguna tara, tía Queen —dije contemplándolos, recordando de forma discordante pero con claridad que un fantasma puede lucir un camafeo. Me pregunté si un fantasma podía obrar libremente, rebuscar en sus baúles en el desván.

Tía Queen asintió con la cabeza y sonrió.

—Mi hermoso muchachito —dijo. Luego miró de nuevo a Lestat, que seguía demostrando el mismo interés y la misma amabilidad hacia ella.

—Ya no puedo viajar, Lestat —dijo tía Queen muy seria. Sus palabras me entristecieron—. A veces tengo la horrible sensación de que mi vida se ha terminado. He cumplido ochenta y cinco años. Ya no puedo lucir mis preciosos zapatos de tacón alto, al menos fuera de esta habitación.

Tía Queen se miró los pies, que los tres alcanzábamos a ver, calzados en unos escarpines con lentejuelas de vertiginosos tacones, de los que se sentía muy orgullosa.

—Hasta me supone un esfuerzo ir a Nueva Orleans para visitar a los joyeros que saben que colecciono camafeos —prosiguió la anciana—. Aunque siempre tengo esperando frente a la puerta trasera la limusina más gigantesca que puedas imaginar, sin duda la mayor de la parroquia, y a algunos caballeros dispuestos a acompañarnos a mí y a mi querida Jasmine. Pero, ¿dónde te metes últimamente, Quinn? Cuando me despierto a una hora normal y trato de localizarte, nunca consigo dar contigo.

Yo estaba aturdido. Esa noche me sentía profundamente avergonzado. Me sentía muy alejado de tía Queen pese a estar sentado junto a ella, y pensé de nuevo en Stirling, en el sabor de su sangre y en que había estado a punto de engullir su alma, y me pregunté de nuevo si Lestat había obrado algún encantamiento sobre ambos —sobre tía Queen y yo—, haciendo que nos sintiéramos totalmente inocentes.

No obstante me gustaba aquella sensación. Confiaba en Lestat y de pronto se me ocurrió una idea absurda: que si se proponía lastimarme no se habría molestado en escuchar el relato de tía Queen.

Tía Queen prosiguió con deliciosa vehemencia, en un tono más animado aunque sus palabras seguían destilando tristeza.

—Así que me paso los días sentada aquí, admirando mis pequeños talismanes —dijo—, y viendo mis viejas películas, confiando en que Quinn aparezca, pero no me ofendo si no lo hace. — La anciana señaló un enorme televisor situado a nuestra izquierda—. Procuro no pensar con amargura en mis flaquezas. La mía ha sido una vida grata, satisfactoria. Y mis camafeos me hacen feliz. Mi obsesión por ellos me hace feliz. Siempre me ha hecho feliz. Me dedico a coleccionar camafeos desde aquel lejano día. ¿Me comprendes?

—Sí —respondió Lestat—, la comprendo perfectamente. Me alegro de haberla conocido. Me alegro de que me recibiera en su casa.

—Una respuesta encantadora —dijo tía Queen, evidentemente cautivada por Lestat. Su sonrisa se hizo más alegre a la vez que sus ojos hundidos mostraban una mayor animación—. Siempre serás bienvenido en esta casa.

—Gracias, señora —contestó Lestat.

—Llámame tía Queen, querido —dijo la anciana.

—Tía Queen, la quiero —respondió Lestat afectuosamente.

—Podéis iros —dijo tía Queen—. Coloca las sillas en su lugar, Quinn, porque eres joven y fuerte y Jasmine tendría que arrastrarlas sobre la moqueta. Sois libres, mis jóvenes muchachos. Lamento haber concluido esta animada conversación con una nota triste.

—Con una nota maravillosa —contestó Lestat levantándose. Yo devolví las sillas a su lugar sin problemas y regresé junto al escritorio—. No crea que no me siento honrado por sus confidencias —prosiguió Lestat—. Me parece usted una gran dama, si me permite decirlo, una dama verdaderamente encantadora.

Tía Queen soltó una deliciosa carcajada. Yo me acerqué de nuevo a la mesa y vi sus escarpines reluciendo como si sus pies fueran inmortales y pudieran transportarla a cualquier lugar. De pronto perdí todo sentido de decoro y me postré de rodillas para besarle los escarpines.

No era la primera vez que lo hacía; de hecho solía acariciarle los zapatos y besárselos en broma, y también me gustaba acariciarle el empeine y besárselo, como hice ahora, sintiendo la piel cubierta por el tejido sutil de la media, pero el hecho de que lo hiciera delante de Lestat le hizo mucha gracia a la anciana. Se echó a reír con unas encantadoras y agudas carcajadas que me recordaron unas campanas de plata repicando alegremente en un campanario recortado sobre el cielo azul.

Cuando me levanté la anciana dijo:

—Podéis iros. Os autorizo formalmente a retiraros. Marchaos .

Me acerqué para volver a besarla y sentí su delicada mano sobre mi cuello. De pronto me invadió una desgarradora sensación de mortalidad. Las palabras que había dicho tía Queen sobre su edad reverberaban en mis oídos. Experimenté una intensa mezcla de emociones, comprendí que tía Queen siempre había hecho que me sintiera a salvo, pero ahora pensé que ella no lo estaba, lo cual intensificó mi pesadumbre.

Lestat le hizo una pequeña reverencia y ambos salimos de la habitación.

Encontramos a Jasmine aguardando en el pasillo, una sombra afectuosa y paciente. Me preguntó en qué cuarto de la casa iba a instalarme. Su hermana Lolly, y la abuela de ambas, la Gran Ramona, estaban en la cocina dispuestas a prepararnos lo que nos apeteciera.

Respondí que de momento no necesitábamos nada. Que no se preocupara. Y que iba a subir a mis habitaciones.

Jasmine me confirmó que al cabo de un rato llegaría la enfermera de tía Queen, un rayo de sol armado con tensiómetro que respondía al nombre de Cindy, con la que probablemente tía Queen vería la película que ponían esa noche en televisión, que según habían anunciado era Gladiator, dirigida por Ridley Scott. Por supuesto, Jasmine, Lolly y la Gran Ramona también verían la película.

Si de tía Queen dependía (y nada le impedía salirse con la suya), era muy posible que hubiera otras dos enfermeras en la habitación viendo la película. Tía Queen solía hacerse muy amiga de sus enfermeras, examinar las fotografías de sus hijos, recibir tarjetas suyas felicitándola por su cumpleaños y reunir a su alrededor a tantos colaboradores suyos como podía.

Naturalmente, tenía sus propias amistades, dispersas por los montes y los caminos rurales, en la ciudad y fuera de ella, pero eran personas tan ancianas como ella y no podían ir a pasar la noche en su habitación. Con esas señoras y esos caballeros se citaba para almorzar en el club de campo.

El hecho de que yo había sido un cortesano fiel antes de recibir la sangre oscura era una realidad innegable. Pero a partir de entonces iba y venía intermitentemente, un monstruo entre inocentes, atribulado y enfurecido por el olor a sangre.

Así pues Lestat y yo nos despedimos de la anciana, y la noche —aunque yo había estado a punto de asesinar a Stirling, me había alimentado sin remordimientos de una mujer anónima y había escuchado los relatos de tía Queen— era aún joven.

Lestat y yo nos dirigimos hacia la escalera y éste me indicó que le precediera.

Durante unos momentos creí oír a Goblin. Creí intuir su indefinible presencia. Me detuve en seco, deseando de todo corazón que se alejara de mí, mantenerlo tan alejado de mí como si fuera Satanás.

¿Se habían movido las cortinas del salón? Me pareció oír el leve sonido musical de las lágrimas de las arañas. ¡Qué concierto organizarían si se agitaran todas simultáneamente! Esos trucos eran cosa de Goblin, aunque quizá no premeditados, porque si antes se movía en silencio ahora aparecía y desaparecía con cierta torpeza, probablemente más de la que imaginaba.

Sea como fuere, no rondaba cerca de mí.

No había espíritu, ni fantasmas. Sólo el aire fresco de la casa que entraba por las rejillas de ventilación emitiendo un sonido suave como una ligera brisa.

—No está con nosotros —comentó Lestat.

—¿Estás seguro?—pregunté.

—No, pero tú sí —respondió.

Tenía razón.

Le conduje escaleras arriba. Comprendí con toda claridad que para bien o para mal, ahora tendría a Lestat para mí solo.

6

El salón del piso superior tenía tres puertas en la pared derecha, y puesto que la escalera discurría junto a la pared izquierda, sólo dos en ese lado. La primera a la izquierda conducía a mi apartamento, consistente en dos habitaciones, y la última a ese mismo lado daba acceso al dormitorio situado en la parte trasera de la casa.

Lestat me preguntó si podía entrar en algunas habitaciones y le respondí que podía ver la mayoría. Dos de los tres dormitorios situados a la derecha estaban desocupados; uno era el de mi pequeño tío Tommy, que estudiaba en un internado en Inglaterra, y el otro estaba siempre reservado para su hermana Brittany. Ambas habitaciones eran muy vistosas, con sus fastuosos lechos del siglo XIX, los doseles de rigor, las cortinas de terciopelo o tafetán y los cómodos y elegantes sillones y sofás, parecidos a los que había abajo, en la habitación de tía Queen.

La tercera habitación, cuya entrada estaba vedada, pertenecía a mi madre, Patsy, a quien confié en que no viéramos.

Las repisas de mármol de las chimeneas —una blanca como la nieve y la otra negra y dorada— estaban esculpidas con exquisito detalle, de las paredes colgaban numerosos espejos con marcos dorados y los gigantescos retratos de mis antepasados: William y su bonita esposa, Grace; Gravier y su esposa, la bendita Alice, y Thomas, mi Pops, y Sweetheart, mi abuela, cuyo verdadero nombre era Rose.

Las luces del techo, candelabros de gas con los brazos de metal y cazoletas de cristal para las bombillas, eran más corrientes pero más sugestivos que las suntuosas arañas del primer piso.

En cuanto al último dormitorio de la izquierda, también estaba abierto y presentaba un aspecto pulcro y ordenado, pero pertenecía a mi tutor, Nash Penfield, que en esos momentos estaba realizando una tesis para su doctorado en inglés en una universidad de la Costa Oeste. Siempre le habían quedado bien la cama de columnas y volantes de seda azul; su mesa estaba limpia, despejada y esperándole, y las estanterías de las paredes, parecidas a las mías, estaban llenas de libros. Frente a su chimenea, al igual que en la mía, había un par de butacas tapizadas de damasco colocadas una frente a otra, elegantes y gastadas.

—Antiguamente los huéspedes se alojaban siempre en las habitaciones situadas a la derecha del pasillo —expliqué a Lestat—, y mis abuelos, Sweetheart y Pops, dormían aquí, en el dormitorio de Nash. El año pasado Nash y yo nos dedicamos a leernos mutuamente pasajes de Dickens en voz alta. Me ando con pies de plomo con él, pero hasta ahora todo ha ido como la seda.

—Pero no amas a ese hombre, ¿o sí? —preguntó Lestat. Entró detrás de mí en la habitación e inspeccionó educadamente los libros dispuestos en las estanterías.

—Por supuesto que le amo. Pero temo que más pronto o más tarde descubra algo anómalo en mí. Hasta ahora he tenido suerte.

—Esas cosas requieren mucho valor —dijo Lestat—. Te asombraría lo que los mortales son capaces de aceptar si te comportas como un ser humano. Pero eso ya lo sabes, ¿no es así?

Lestat siguió examinando las estanterías respetuosamente, limitándose a señalar pero sin tocar ningún libro.

—Dickens, Dickens y más Dickens —comentó sonriendo—. Y al parecer todas las biografías que se han escrito sobre ese autor.

—Así es —respondí—. Le leí a Nash en voz alta todas sus novelas, una tras otra, algunas aquí mismo, junto al hogar. Después de que las hubiéramos leído de cabo a rabo, me sumergía en alguna de sus obras, por ejemplo La tienda de antigüedades, La pequeña Dorrit o Grandes esperanzas, y comprobaba que el lenguaje era delicioso, me fascinaba, tal como le dijiste a tía Queen. Lo expresaste perfectamente. Era como sumergirse en un universo, sí. —Me detuve. Me sentía todavía aturdido tras el rato que habíamos pasado junto a tía Queen, por la atención que Lestat le había prodigado. En cuanto a Nash, le echaba de menos y anhelaba que regresara.

—Era un magnífico maestro —comentó Lestat suavemente.

—Fue mi tutor en todos los aspectos —confesé—. Si se me puede considerar un hombre instruido, lo cual a veces dudo, se lo debo a tres maestros: a una mujer llamada Lynelle, a Nash y a tía Queen. Nash me enseñó la forma correcta de leer, de ver películas y de apreciar cierto prodigio en todas las ciencias, las cuales temo y detesto. Logramos convencerle de que renunciara a una carrera universitaria ofreciéndole un elevado sueldo y una espléndida gira por Europa, de lo cual nos felicitamos. Nash solía leer en voz alta a tía Queen, lo cual la deleitaba.

Me acerqué a la ventana, que daba a la terraza enlosada de detrás de la casa y al distante edificio de dos plantas situado a unos cincuenta metros. Un porche recorría toda la planta superior del edificio, sostenido por unas columnas que se alzaban desde la planta baja, situadas a cierta distancia unas de otras.

—Eso es el cobertizo, como lo llamamos nosotros —expliqué a Lestat—, y a nuestros peones los llamamos los hombres del cobertizo. Hacen las veces de conserje, recaderos, chóferes y vigilantes de seguridad, y viven ahí, en ese edificio.

»Allí están la limusina de tía Queen y mi coche, que ya no utilizo. En estos momentos oigo las voces de los hombres del cobertizo. Supongo que tú también los oyes. Siempre hay dos en casa. Harían cualquier cosa por tía Queen. Harían cualquier cosa para mí.

Proseguí:

—Esas puertas que ves ahí arriba son las de los dormitorios pequeños, es decir, pequeños comparados con éstos, aunque también están amueblados con camas adoseladas, cómodas antiguas y esas butacas tapizadas de raso que tía Queen adora. Antiguamente los huéspedes también se alojaban allí, naturalmente pagando menos que si ocupaban una habitación en la casa grande.

»Y ahí es también donde mi madre, Patsy, se alojaba cuando yo era niño. Ha vivido allí desde que tengo uso de razón. Abajo ensayaba sus canciones, en el garaje, a la izquierda. Era el estudio de Patsy, pero ya no practica y actualmente ocupa el dormitorio delantero situado en el otro extremo del pasillo. En estos días está un tanto indispuesta.

—Ni sientes ningún cariño por ella, ¿no es así? —preguntó Lestat.

—Temo matarla —respondí.

—¿Cómo has dicho? —preguntó Lestat.

—Temo matarla —repetí—. La odio y deseo matarla. Sueño con ello. Ojalá no fuera así. Es un mal pensamiento que se me acaba de ocurrir. —Entonces llévame a un lugar donde podamos charlar, hermanito —dijo Lestat, y sentí sus dedos oprimiéndome suavemente el brazo.

—¿Por qué eres tan amable conmigo? —le pregunté.

—Da la impresión de que estás acostumbrado a que las personas a tu servicio sean amables contigo —respondió Lestat—. No estás muy seguro sobre Nash, ¿no es cierto? No estás seguro de si te amaría tanto si no le pagaras un sueldo —dijo echando un vistazo alrededor de la habitación como si ésta le hablara de Nash.

—Un sueldo elevado y bonificaciones para marear a cualquiera —dije— no siempre hacen que aflore lo mejor de las personas. Pero en el caso de Nash... creo que sí. Le ha llevado cuatro años escribir su tesis, pero es una persona excelente, y cuando se haya examinado se sentirá satisfecho. —Noté que la voz me temblaba, lo cual detesto—. Se sentirá independiente de nosotros y eso es una buena cosa. Regresará y se convertirá en el acompañante y escolta de tía Queen. Leerá de nuevo en voz alta para ella, pues tía Queen ya no puede leer. Lo cual la deleitará. Y yo me alegraré por ella. Nash la llevará a donde le apetezca ir. Hará lo que sea por ella. Es un hombre muy atractivo.

—Te enfrentas a unas tentaciones tremendas —comentó Lestat achicando los ojos y observándome. —¿Unas tentaciones tremendas? —pregunté. Me sentía escandalizado y horrorizado—. No creerás que soy capaz de alimentarme de las personas a las que quiero. Sé que cometí un error

colosal con Stirling, que hice algo espantoso; Stirling estuvo a punto de morir, pero me pilló desprevenido y temía que supiera lo que yo era, que me conociera, que comprendiera... — ¡Desprevenido! El vestido de novia ensangrentado, la novia cubierta de sangre. ¡Idiota, no debes matar a seres inocentes, y en el día de su boda! Es la única novia que tendrás jamás.

—No me refería a eso —replicó Lestat, haciéndome reaccionar y disipando mi angustia—. Vamos. Vayamos a tu habitación, hermanito, donde podamos conversar tranquilamente. Tienes un apartamento de dos habitaciones junto a la escalera, ¿no es así?

Experimenté una sensación de calma y alborozo ante la perspectiva de charlar a solas con él, como si el propio Lestat me la hubiera inducido.

Lestat me condujo por el pasillo y yo le seguí dócilmente.

Entramos en mi cuarto de estar, situado en la parte delantera de la casa, desde donde veíamos mi dormitorio a través de la puerta corrediza, que estaba abierta: mi enorme e imponente lecho, con un dosel forrado de satén rojo, y las butacas tapizadas en el mismo tejido, mullidas y tentadoras, distribuidas por mi dormitorio y el cuarto de estar, y entre las ventanas delanteras de ese cuarto, mi escritorio y mi ordenador. La gigantesca pantalla de la televisión, a la que estaba tan enganchado como el que más, ocupaba un rincón, cerca de la pared interior.

Debajo del candelabro de gas estaba la mesa central con dos sillas colocadas una frente a otra; allí era donde solía sentarme, erguido pero cómodo, para leer. Allí escribía mi diario mientras miraba la televisión con un ojo. Allí era donde deseaba estar con Lestat. No sentados en las dos butacas junto a la chimenea, que en esa época del año estaba apagada.

Observé enseguida que alguien había encendido mi ordenador.

Lestat intuyó mi aprensión y vio también el mensaje que flotaba en caracteres verdes sobre el monitor negro: LESTAT NO. El hecho me sobresaltó. Me acerqué rápidamente al ordenador y lo apagué. —De Goblin —dijo Lestat. Yo asentí con la cabeza mientras permanecía junto al ordenador

como un centinela, esperando que se encendiera de nuevo, pero no se encendió.

Fui presa de unos violentos escalofríos. Al volverme me percaté vagamente de que Lestat se hallaba al otro lado de la mesa central, observándome, pero no presté atención. Las pesadas cortinas que cubrían las ventanas delanteras comenzaron a agitarse y el candelabro de gas suspendido sobre mi cabeza empezó a oscilar. Percibí el leve sonido musical de las cazoletas y lágrimas de cristal del candelabro. Tenía la vista nublada.

—Aléjate de mí —murmuré—. No quiero verte, cerraré los ojos, te lo juro. —Y lo hice, cerré los ojos con fuerza como un niño que finge estar durmiendo, pero perdí el equilibrio y tuve que abrirlos para no caer.

Vi a Goblin a mi derecha, opaco, detallado, una copia exacta de mí mismo. El ordenador se encendió, se oyó un tecleo y unas sílabas sin sentido aparecieron en el monitor al tiempo que los pequeños altavoces del ordenador emitían un vago murmullo.

Traté de cerrar los ojos de nuevo, pero me sentía demasiado cautivado por él, por ese doble mío, vestido con mi misma chaqueta de cuero y pantalón negro y una expresión enloquecida que no reflejaba la mía. Sus malvados ojos centelleaban triunfales y su sonrisa parecía la de un payaso.

—Te digo que te marches, Goblin —insistí, pero eso no hizo sino redoblar su poder. De pronto su imagen comenzó a expandirse.

—¡Deja que le hiera! —dijo Lestat apremiante—. ¡Dame tu permiso!

Me sentía tan confundido que no pude responder, aunque oí a Lestat volver a rogarme que le permitiera hacerlo. Sentí una intensa opresión, como si me estrujara una boa constrictor, al menos eso imaginé; mi visión me había abandonado, fundiéndose con los violentos escalofríos que no cesaban de sacudirme. Sentí unos alfilerazos en toda la cara y el dorso de las manos, que traté de alzar para protegerme los ojos, pero me dolían. Me dolía cada centímetro de mi cuerpo, incluso la nuca.

Me invadió el pánico, como si me hubiera atrapado un enjambre de abejas. Hasta me dolían los párpados, y comprendí que había caído al suelo, pero era incapaz de reorientarme. Sentí la moqueta bajo la palma de mi mano, pero no podía incorporarme.

—Deja que le lastime, hermanito —insistió Lestat. Oí mi voz como si perteneciera a otra persona.

—Maldito sea —dije—. Sí, lastímalo.

Pero se había producido esa magnética sensación de unión entre Goblin y yo, éramos indivisibles, y vi de nuevo la soleada habitación en la que había un niño en su parque de madera rodeado de juguetes, un chiquillo de pelo rizado vestido con un diminuto mono al que reconocí como yo mismo; junto a él estaba su doble, y ambos reían alegremente —mira las flores rojas sobre el linóleo, mira el sol, mira la cuchara que vuela por el aire formando un arco—, e inmediatamente evoqué otras imágenes y momentos aleatorios: unas risas en clase y todos mis compañeros mirándome, señalándome y murmurando, y yo diciendo: Está aquí, os lo aseguro. Su mano izquierda sobre mi mano izquierda, escribiendo a lápiz con aquella letra tan descuidada, te quiero, Goblin y Tarquin, y las descargas eléctricas de placer que me despojaban del cuerpo, del alma. Empecé a revolearme por el suelo.

—Goblin —creo que dije—. El ser al que pertenezco y al que siempre he pertenecido. Nadie puede entenderlo, nadie puede imaginarlo.

Goblin, Goblin, Goblin.

El placer se intensificó hasta alcanzar una exquisitez inenarrable, tras lo cual comenzó a disiparse en oleadas de éxtasis.

Goblin empezó a marcharse, dejándome de nuevo temblando de frío, herido y solo, feroz, catastróficamente solo... Me abandonaba.

—¡Lastímalo! —grité con todas mis fuerzas, temiendo que mis palabras no fueran audibles. Luego abrí los ojos y vi sobre mí una imagen inmensa de mi persona, con el rostro contraído y grotesco formado por puntitos de fuego.

Lestat había activado su don del fuego para quemar la sangre que Goblin me había arrebatado. Oí el lamento silencioso de Goblin, su alarido feroz pero inaudible.

No, era imposible, no era mi Goblin. ¿Cómo había sido yo capaz de traicionarlo? Su grito semejaba una sirena. Sobre mí cayó una lluvia de minúsculas cenizas, como si alguien me las arrojara, y oí de nuevo el alarido de Goblin perforándome los tímpanos.

El aire estaba impregnado de olor a quemado, como de pelo humano chamuscado, y la gigantesca imagen que permanecía suspendida sobre mí se fundió con mi doble sólido durante unos momentos terribles y angustiosamente opacos, desafiándome, maldiciéndome: ¡Eres un diablo perverso, Quinn! Cruel. ¡Cruel! Y de pronto desapareció, escapando por la puerta, haciendo que el candelabro de gas rechinara suspendido de su cadena y las luces eléctricas parpadearan, provocando un vendaval que agitó los visillos de encaje que cubrían las ventanas al tiempo que volvía a hacerse el silencio.

Yo yacía en el suelo. El parpadeo de las luces era insoportable. Lestat se acercó para ayudarme a levantarme y me acarició el pelo con ambas manos. —No pude hacerlo hasta que te abandonó —dijo—, porque temí abrasarte a ti también mientras estaba en tu interior.

—Entiendo —respondí, febril—. Jamás pensé en hacerlo, en castigarlo con el don del fuego, pero no cabe duda de que ha aprendido mucho. Tiene unos reflejos muy rápidos. Sabe lo que es evidente para ti y para mí: que si trato de quemarlo, si tú o yo tratamos de nuevo de quemarlo, volverá a fundirse conmigo para que el fuego me abrase.

—Es posible —dijo Lestat, conduciéndome a la silla situada frente a la mesa—. Pero, ¿crees que desea que mueras?

—No, no puede desearlo —respondí. Jadeaba como si hubiera estado corriendo—. Su vida depende de la mía. No me imagino dónde estaba antes de que apareciera yo. Pero es mi atención, mi amor, lo que le da fuerza. ¡Maldita sea, no puedo dejar de amarlo, de pensar que le estoy traicionando, y él se alimenta de eso!

El parpadeo de las luces cesó. Los visillos de encaje dejaron de agitarse. Sentí unos escalofríos que me recorrían la columna vertebral. El ordenador se desconectó de repente, emitiendo un chasquido a través de los altavoces.

Balbuciendo, conté a Lestat lo de la imagen que había visto, de mí mismo en el parque de madera, del suelo de linóleo que deduje que estaba en la cocina, y de Goblin y de mí, aclarando que no era algo que yo recordaba sino un episodio real.

—Goblin me ha mostrado esas imágenes en otras ocasiones en que me ha atacado, unas imágenes de mí mismo de niño.

—¿A lo largo de los años?

—No, sólo después de que yo recibiera el don oscuro, junto con esos ataques, cuando me fundo con él como lo haría con una víctima mortal. Es debido a la sangre oscura. La sangre vampírica se ha convertido en la moneda de cambio de la memoria. Goblin quiere que yo sepa que posee esos recuerdos de una época en que yo le veía y le daba fuerzas con esa visión incluso antes de aprender a hablar.

Lestat se sentó en la silla al otro lado de la mesa y, al verlo de espaldas a la puerta del pasillo, tuve de inmediato una mala premonición.

Me acerqué a la puerta y la cerré. Luego regresé, desenchufé el ordenador y pregunté si le importaba que colocara las sillas de otra forma. Cuando me disponía a hacerlo Lestat me agarró del brazo.

—Ten paciencia, hermanito —dijo—. Ese ser te ha hecho perder el juicio.

Nos sentamos de nuevo, frente a frente, Lestat de espaldas a la fachada de la casa y yo de espaldas a mi dormitorio.

—Goblin quiere convertirse en un buscador de sangre, ¿comprendes? —dije—. Me aterroriza que se convierta en un monstruo, los desmanes que pueda cometer. —Miré el candelabro de gas para comprobar si las bombillas eléctricas parpadeaban. Pero no. Miré el ordenador para cerciorarme de que estuviera apagado. Sí.

—Es imposible que se convierta en un buscador de sangre —respondió Lestat con calma—. Deja de temblar, Quinn. Mírame a los ojos. Estoy aquí contigo. ¡Estoy aquí para ayudarte, hermanito! Goblin ha desaparecido, y después de haberse quemado no creo que regrese hasta dentro de mucho tiempo.

—¿Crees que siente dolor físico? —pregunté.

—Desde luego. Puede sentir la sangre y el placer, ¿no?

—No lo sé —proseguí—. Confío en que tengas razón —dije, a punto de romper a llorar. «Hermanito.» Esa palabra me encantaba, la atesoraba, era tan dulce como la costumbre que tenía tía Queen de llamarme «muchachito».

—Domínate, Quinn —dijo Lestat—. Me estás fallando. —Me tomó las manos. Sentí su firmeza. Intuí su fuerza. Pero se comportó con delicadeza; tenía la piel suave y sus ojos me miraban con benevolencia.

—Pero la vieja historia que aparece en las Crónicas —dije—, sobre los primeros vampiros, que eran humanos hasta que los poseyó un espíritu. ¿No crees que puede repetirse?

—Que yo sepa, jamás ha vuelto a ocurrir —respondió Lestat—, y estamos hablando de hace miles de años, de una época anterior al antiguo Egipto. Muchos buscadores de sangre, como tú los llamas, han visto espíritus, al igual que los han visto muchos humanos. ¿Cómo podemos saber lo que ocurrió en el principio, salvo lo que nos ha contado la tradición de que un espíritu muy potente se apoderó de su huésped humano mediante numerosas heridas mortales. ¿Crees que Goblin tiene el poder o la astucia de lograr una fusión tan perfecta?

Tuve que reconocer que no.

—¿Pero quién iba a imaginar que podría alimentarse de mí? —pregunté—. ¿Quién podía adivinar que sería capaz de hacerlo? La noche que me transformé, mi creador me dijo que Goblin me abandonaría, que los espíritus aborrecían a los buscadores de sangre y no tardaría en quedarme solo. «Se acabaron tus compañeros fantasmales», me aseguró. Lo dijo para zaherirme. Porque él no podía verlos. ¡Era un demonio!

Lestat asintió con la cabeza. Sus ojos reflejaban cierta compasión.

—En términos generales, es cierto —dijo—. Los fantasmas evitan acercarse a los bebedores de sangre, como si hubiera algo en nosotros que les horrorizara, lo cual es comprensible. Ignoro exactamente el motivo. Pero sabes que no siempre es así. Hay muchos vampiros que ven espíritus, aunque confieso que no soy uno de ellos, salvo en raras ocasiones.

—¿De modo que no ves a Goblin? —pregunté.

—Ya te he dicho la primera vez que no podía verlo —contestó Lestat con paciencia—. Al menos hasta que ha bebido la sangre. Entonces veía su imagen definida por la sangre. Esta vez ha ocurrido lo mismo, y he usado el don del fuego para quemar esa sangre. Pero, ¿y si te hubiera atacado de nuevo? No creo que esas minúsculas llamas te hubieran abrasado. No eran lo suficientemente poderosas. Pero por si acaso, si Goblin aparece de nuevo utilizaré otro poder, el poder de la mente, como lo denominaban algunos, no para adivinar su pensamiento sino para frenarlo, para ahuyentarlo con una fuerza telequinésica hasta que esté tan cansado de defenderse que no pueda más y tenga que huir.

—Pero, ¿cómo puedes frenar algo que no es material? —inquirí.

—Goblin es material —me corrigió Lestat—. Está hecho de un material que desconocemos. Piensa con claridad.

Asentí con la cabeza.

—Yo trato de quitármelo de encima —confesé—. Pero siempre ocurre algo que trastorna mi raciocinio y antes de que pueda darme cuenta, Goblin se apodera de mí, y empiezo a sentir ese placer pulsante, ese placer obsceno que me produce el hecho de que él y yo nos fundamos, y me acometen unos violentos escalofríos, como si mi vieja alma se estremeciera, marcados por un ritmo sostenido, un ritmo frenético, y me convierto en su esclavo.

Sentí que me invadía una deliciosa sensación de letargo, un último estremecimiento provocado por esa unión. Observé mis manos. Todas las minúsculas heridas habían cicatrizado. Me palpé la cara y volví a evocar aquellos recuerdos. Sentí un vasto y secreto conocimiento de Goblin, una inquebrantable dependencia.

—Se ha convertido en mi vampiro —dije—. Hace lo que quiere conmigo, se apodera de mi voluntad. Sí... soy su esclavo.

—Un esclavo que desea librarse de su amo —respondió Lestat con aire pensativo—. ¿Sientes que ese placer obsceno se intensifica con cada ataque? —preguntó.

—Sí—confesé—. Durante unos años Goblin fue mi único amigo. Antes de que apareciera Nash Penfield. Antes de que apareciera mi maestra Lynelle. E incluso cuando Lynelle estaba aquí, Goblin y yo siempre estábamos juntos. Jamás consentí que nadie me impidiera hablar con Goblin. Patsy lo odiaba. Patsy es mi madre, como te he dicho. Durante esa época representé una comedia perfecta, pero inevitable. Patsy se ponía a patalear y a gritar: «¡Si no dejas de hablar con ese condenado fantasma, me largo!» Tía Queen tiene mucha paciencia, hasta el extremo de que yo juraría que a veces, por más que ella lo niegue, también ha visto a Goblin.

—Pero, ¿por qué iba a negarlo? —preguntó Lestat.

—Todos creían que Goblin no me convenía. Pensaban que no debían fomentar esas visiones. Por eso no querían que yo hablara con los de Talamasca, porque temían que Stirling y los demás miembros alimentaran este nefasto don que poseo, de ver fantasmas y espíritus, de modo que si alguno vio a Goblin, si mi abuela Sweetheart o mi abuelo Pops llegaron a verlo, jamás me lo dijeron.

Lestat reflexionó unos instantes. Observé de nuevo la ligera diferencia entre sus ojos. Traté de desterrarlo de mi pensamiento, pero un ojo era mucho más brillante que el otro y estaba inyectado en sangre.

—Creo que ha llegado el momento de que lea la carta que me has escrito, ¿no crees? —dijo.

—Quizá sí —fue cuanto atiné a responder.

Lestat sacó el sobre del bolsillo interior de su chaqueta y rasgó una esquina del mismo, dejando que el camafeo de ónice cayera en su mano derecha. Entonces sonrió.

Tras alzar rápida y repetidas veces la vista de la imagen blanca esculpida para mirarme, frotó el camafeo suavemente con el pulgar.

—¿Puedo quedármelo? —preguntó.

—Te lo regalo —contesté—. Es para ti. Pensé en regalártelo cuando supuse que jamás nos veríamos. Quédatelo. Confieso que lo encargué para tía Queen, pero después de recibir la sangre oscura no quise dárselo. No sé por qué insisto en este tema. Es un honor para mí regalártelo. Es tuyo.

Después de guardarse el camafeo en el bolsillo interior de su chaqueta, Lestat abrió la carta y la leyó detenidamente, al menos eso me pareció.

En ella le rogaba que me ayudara a destruir a Goblin, le imploraba que tuviera paciencia conmigo por haberme atrevido a entrar en Nueva Orleans en su busca y le informaba de cómo había llegado a conocer y querer a los de Talamasca, una confesión que hizo que me sonrojara al pensar en Stirling y lo que yo había estado a punto de hacer esa noche. En la carta le confesaba asimismo lo mucho que quería a tía Queen y que deseaba despedirme de ella, en caso de que Lestat decidiera castigarme matándome por haberle desobedecido.

En esos momentos comprendí que buena parte de la carta le había sido revelada por otros medios, y que lo que sostenía en sus manos era tan sólo un documento formal de lo que ya sabía.

Lestat volvió a doblar respetuosamente los folios y se los guardó de nuevo en el bolsillo, como si quisiera conservar la carta, aunque yo no me explicaba el motivo. El sobre lo desechó.

Lestat me miró largamente en silencio, con expresión franca y generosa, una expresión que parecía natural en él.

—Seguía el rastro de Stirling Oliver cuando me topé contigo —dijo por fin—. Me di cuenta de que había entrado en mi apartamento, cosa que ha hecho en más de una ocasión, y decidí darle un pequeño susto. No sabía exactamente cómo hacerlo, aunque no tenía la menor intención de que me viera, pero me tropecé contigo cuando te disponías no sólo a asustar al señor Oliver sino a liquidarlo, y capté por tu confusa mente el motivo por el que habías venido.

Asentí con la cabeza, tras lo cual me apresuré a decir:

—Stirling no obraba de mala fe, tú mismo pudiste comprobarlo. No sabes cuánto te agradezco que me lo impidieras. No habría sobrevivido al trauma de haberlo matado. Estoy convencido de ello. Habría significado el fin para mí. Me aterroriza mi torpeza, el que una muerte así... Pero te aseguro que Stirling no pretendía hacernos ningún daño...

—¡Vaya, de modo que ahora pretendes evitar su destrucción! Descuida. No pienso ponerle la mano encima a ningún miembro de Talamasca, ya te lo he dicho. Por lo demás, les he dado lo que deseaban durante bastante tiempo.

—Sí, verte de vez en cuando, hablar contigo.

—Correcto. Eso les dará que pensar, y escribirán a los Ancianos, pero sé perfectamente que no pueden lastimarnos. Stirling y sus secuaces no vendrán aquí en tu busca. Son demasiado honorables. Pero debes asegurarme, por si los he subestimado, que durante el día te ocultas en un lugar seguro.

—Muy seguro —me apresuré a responder—. En Sugar Devil Island, la cual jamás conseguirán encontrar. Pero tienes razón, Stirling cumplirá su promesa de no venir en mi busca ni tratar de localizarme. Creo en su palabra. Por eso es increíble que yo tratara de matarle, que estuviera a punto de acabar con él.

—¿Crees que habrías llegado a matarlo? —inquirió Lestat—. ¿Es que no puedes controlarte una vez que empiezas?

—No sé hasta qué punto soy capaz de controlarme —respondí apesadumbrado—. La noche de mi transformación cometí una torpeza imperdonable, maté a un ser inocente...

—Fue una torpeza de tu creador —replicó Lestat—. Debió permanecer junto a ti, para enseñarte.

Asentí con la cabeza.

—Deja que sueñe que habría roto con Stirling, pero no sólo le temía porque sabía lo que yo era, sino que ansiaba su muerte. No sé lo que habría ocurrido. Él se resistía a mí con su elegancia mental. Posee una gran elegancia mental. Sí, creo que le habría matado. Debido en parte a mi amor por él. Me habría condenado para siempre, y habría hallado el medio de matarme. Estoy condenado por haber estado a punto de matarlo. Estoy condenado por todo. Vivo en un estado de ánimo fatal.

—¿Cómo es eso? ¿A qué te refieres? —preguntó Lestat, pero no se mostró sorprendido por lo que yo acababa de decir.

—Tengo la sensación de hallarme siempre a punto de recibir la extremaunción o de dictar mis últimas voluntades. Morí la noche que me transformó mi creador; soy como uno de esos patéticos fantasmas de Blackwood Manor que no sabe que está muerto. No puedo resucitar.

Lestat asintió con la cabeza, arqueando una ceja y luego relajándose.

—Ya sabes que eso garantiza una existencia más larga que una conducta imprudente y despreocupada.

—Pues no, no lo sabía —me apresuré a responder—. Lo único que sé es que estás aquí y que me has ayudado a librarme de Goblin. Ya has visto lo que es capaz de hacer. Como habrás podido comprobar, es preciso destruirlo. Y posiblemente a mí también.

—No tienes ni idea de lo que dices —replicó Lestat sin levantar la voz—. No deseas ser destruido. Deseas vivir eternamente. Pero no quieres matar para conseguirlo, eso es todo.

Entonces comprendí que iba a romper a llorar.

Saqué el pañuelo del bolsillo y me enjugué los ojos y la nariz. No me volví para hacerlo. Eso habría sido una cobardía. Pero miré a mi alrededor sin volver la cabeza, y cuando miré de nuevo a Lestat pensé que era un ser increíblemente bello.

Sus ojos bastaban para cautivar a cualquiera, pero poseía muchas otras cualidades: una melena rubia y espesa, una boca exquisitamente perfilada y una expresión de elocuente comprensión, además de inteligencia. A la luz del candelabro de gas parecía un auténtico galán cinematográfico, hacía que me olvidara de mis penas y me transportaba a un inefable momento en que me deleité admirándole hasta un extremo que él no podía siquiera imaginar.

—Y tú, mi intemporal amigo —dijo con una voz suave y segura que no denotaba el menor reproche—, hete aquí en tu espléndido entorno formado por espejos y oro, por amor humano y sobrado patrimonio, pero despojado esencialmente de todo debido a un estúpido demonio que te ha dejado huérfano e incómodamente, no, atrozmente rodeado de los mortales a los que necesitas con desesperación.

—No —protesté—. Yo huí de mi creador. Pero fui en tu busca, te encontré y ahora te tengo aquí, siquiera por esta noche. Pero te aseguro que te amo, en la misma medida en que amo a tía Queen, a Nash y a Goblin, sí, tanto como he amado a Goblin. Perdóname. No puedo ocultarlo.

—No tengo nada que perdonarte —contestó Lestat—. Tienes la cabeza repleta de imágenes, que capto parpadeando y agolpándose en tu cerebro como en busca de una narración. Deseo que me cuentes tu vida, todo lo relativo a ella, incluso lo que te parezca insignificante. Cuéntamelo todo sin reservas, y luego decidiremos lo que debemos hacer con Goblin.

—¿Y yo? —pregunté. Me sentía exuberante. Enloquecido—. ¿Decidiremos también lo que debemos hacer conmigo?

—No pretendo infundirte temor, hermanito —respondió Lestat, muy amable—. Lo peor que podría hacer es abandonarte, esfumarme como si nunca nos hubiéramos conocido. Ahora no pienso en eso. Pienso en que deseo conocerte más, en que he empezado a encariñarme contigo y a atesorarte. Tu conciencia resplandece ante mis ojos. Pero dime, ¿no te he fallado ya? No creo que me veas como el héroe que habías imaginado que era.

—¿Por qué? —pregunté asombrado—. Estás aquí conmigo. Salvaste a Stirling. Impediste que ocurriera un desastre.

—No logré destruir a tu odioso fantasma —dijo Lestat encogiéndose de hombros—. Ni siquiera puedo verlo, y tú contabas conmigo. Y lo sometí al don del fuego con todas mis fuerzas.

—Pero si acabamos de empezar —contesté—. Debes ayudarme a desembarazarme de él. Pensaremos juntos la forma de hacerlo.

—Sí, eso es justamente lo que haremos —respondió Lestat—. Ese ser es lo suficientemente potente para constituir una amenaza para otros. Si es capaz de luchar contra ti como lo hizo, es capaz de atacar a otros, eso está claro, y responde a la ley de la gravedad, lo cual es positivo para nuestros fines.

—¿Que responde a la ley de la gravedad? —pregunté.

—Al abandonarte desplazó el aire —respondió Lestat—. Es material. Ya te lo he dicho. Posee alguna química en el mundo físico. Es probable que todos los fantasmas sean materiales. Pero hay gente que sabe de eso más que yo. Yo sólo he visto a un fantasma humano, he hablado con un fantasma humano y he pasado una hora con un fantasma, lo cual confieso que me aterrorizó.

—Sí—dije—, te refieres a Roger, ¿no es cierto? Se apareció a ti en la crónica titulada Memnoch el Diablo. Leí en ella que hablaste con él y que te convenció para que te hicieras cargo de Dora, su hija mortal. La leí de cabo a rabo. Creo todo lo que dices en ella; creo que viste a Roger y que estuviste en el cielo y el infierno.

—Haces bien —respondió Lestat—. No mentí en esas páginas, aunque dicté el relato a otra persona. Estuve con Memnoch el Diablo, pero sigo sin saber si era realmente el diablo o un espíritu burlón. —Lestat se detuvo—. Estoy convencido —dijo— de que has observado la diferencia entre mis ojos.

—Lo siento, no he podido evitarlo —me apresuré a contestar—. No es un defecto.

Lestat hizo un ademán para descartar el tema, con una afable sonrisa.

—Este ojo derecho —dijo— me lo arrancaron unos espíritus que pretendían impedir que huyera del infierno de Memnoch, tal como lo describo en el libro. Posteriormente me lo devolvieron, aquí en la Tierra, y a veces creo que este ojo ve cosas extrañas.

—¿Cosas extrañas?

—Ángeles —respondió Lestat con expresión pensativa—, o esos seres que se denominan ángeles, o que quieren convencerme de que son ángeles. Se me han aparecido a lo largo de los muchos años transcurridos desde que huí de Memnoch. Se me aparecieron cuando yacía en un coma en el suelo de la capilla de St. Elizabeth's, el edificio de Nueva Orleans que me legó la hija de Roger. Al parecer este ojo que me robaron, que luego me restituyeron, el ojo que tengo inyectado en sangre, ha establecido cierta conexión con esos seres, sobre los que podría contarte una interesante historia, aunque ahora no es el momento adecuado.

—Te lastimaron, ¿no es así? —pregunté, intuyéndolo por su expresión.

Lestat asintió con la cabeza.

—Dejaron mi cuerpo para que lo velaran mis amigos —me explicó, y por primera vez desde que nos habíamos encontrado le vi preocupado, indeciso, ligeramente confundido—. Pero se llevaron mi espíritu —prosiguió Lestat—. Y me obligaron a obedecerlos en una esfera tan palpable como esta habitación, amenazándome continuamente con volver a arrancarme el ojo derecho, con arrebatármelo para siempre si no los obedecía.

Lestat se detuvo, meneando la cabeza.

—Creo que fue el ojo —dijo— lo que les permitió imponerme su voluntad, apoderarse de mí, en esta esfera. Fue gracias a ese ojo, que me había sido arrebatado en otros dominios y devuelto a su cuenca en la Tierra. Podría decirse que cuando miraron desde las nobles alturas del cielo, suponiendo que fuera el cielo, vieron a través de las brumas de la Tierra mi ojo reluciente y centelleante.

Lestat suspiró como si de pronto se sintiera deprimido y me miró afanosamente.

—Mi pobre ojo, mi maltrecho ojo —prosiguió— les dio la brújula con que localizarme, el ojo de buey, por así decir, entre ambas esferas, y vinieron con el propósito de apoderarse de mi espíritu en contra de mi voluntad.

—¿Adónde te llevaron? ¿Qué te hicieron?

—¡Ojalá tuviera la certeza de que eran unos seres celestiales! —exclamó Lestat en tono grave y vehemente—. ¡Ojalá estuviera seguro de que Memnoch el Diablo y los que le siguieron me habían mostrado algunas verdades! ¡Todo sería muy distinto y salvaría mi alma!

—Pero no lo sabes. No te convencieron —dije.

—¿Cómo puedo aceptar un mundo lleno de injusticias, junto con sus augustos designios?

Lestat volvió a menear la cabeza, desvió la mirada y luego la bajó, como si buscara un punto en el que concentrarse.

—No puedo aceptar a ciegas lo que me contaron Memnoch y los que aparecieron con posterioridad a él —continuó mirándome de nuevo—. No he relatado a nadie mi última aventura espiritual, aunque los otros, los bebedores de sangre que me aman, mi exuberante Tropa de Allegados, como la llamo, saben que ocurrió algo, lo presienten. Ni siquiera sé cuál de mis cuerpos era el auténtico, el que yacía postrado en el suelo de la capilla de St. Elizabeth's o el que vagaba con los supuestos ángeles. Yo era un traficante involuntario en conocimientos e ilusiones. La historia de mi última aventura, mi aventura secreta y desconocida, la aventura que no he contado a nadie, pesa sobre mi alma hasta el punto de arrebatarme mi aliento espiritual.

—¿Puedes relatarme ahora esa aventura? —inquirí. Creo que Lestat tuvo que hacer acopio de todo su valor para no ocultar su pesadumbre, para mostrarle su profundo dolor.

No —respondió—. Lo cierto es que no me siento aún con fuerzas para relatarte esa historia. Lestat se encogió de hombros, meneó la cabeza y luego prosiguió: —Tengo que hacer acopio de todas mis fuerzas, de todo mi valor para esa confesión. En estos

momentos me reconforta estar contigo. Tú tienes una historia que contarme, sí, o ambos tenemos una historia que vivir juntos. En estos momentos mi codicioso corazón se aferra a ti.

Me sentí embargado por la emoción y lloré en silencio como un niño. Me soné y traté de conservar la calma. Vi sangre en el pañuelo. Cuerpo de sangre. Mente de sangre. Sus ojos centelleantes sobre mí. De color violeta.

—Debería dar gracias por mi buena suerte sin cuestionarla —dije—, pero no me resisto a preguntártelo. ¿Qué te impidió destruirme, castigarme por haber entrado en tu apartamento, por hacer lo que le hice a Stirling? Debo saberlo.

—¿Por qué quieres saberlo? —inquirió Lestat riendo suavemente—. ¿Por qué es tan importante para ti?

Meneé la cabeza y me encogí de hombros. Luego volví a enjugarme los ojos.

—¿Es vanidad por mi parte insistir en saberlo? —pregunté.

—Probablemente —respondió Lestat sonriendo—. No, ¿debería yo comprenderlo? Yo, el ser más vanidoso que existe —declaró riendo—. ¿No me viste acicalándome abajo para conocer a tu tía?

Asentí con la cabeza.

—De acuerdo —dijo Lestat—. Te expondré la letanía de razones por las que no te he matado. Me gustas. Me gusta que poseas las facciones de una mujer y el cuerpo de un hombre, la mirada curiosa de un chico y los ademanes amplios y seguros de un hombre, las palabras francas de un niño y la voz de un hombre, un talante torpe y una gracia honesta.