—Odio ser descortés —dijo tía Queen—, pero no me parece que sea una buena idea, señor Oliver, y lo insto a usted a que deje que mi sobrino se enfrente a su destino.
—¡Qué clase de comentario es ése! —exclamé.
El padre Kevin rió por lo bajo.
—Es que usted dice la misa de una manera encantadora, padre Kevin —respondió tía Queen— y además es un sacerdote de Dios, como sabemos todos, un sacerdote consagrado de la Iglesia católica romana, eso nadie lo discute... Pero ahora estamos hablando de su prima Mona, si no me equivoco. Mona, sí, y eso es algo completamente distinto. Queridos, opino que es hora de irnos a casa. Quinn, cariño, ya te han dado el alta y han recogido tu habitación. Nash, no le importará demasiado que...
Yo todavía tenía en la mano la que me había dado a mí. Me la guardé en el bolsillo.
Goblin se esfumó. Me estaban metiendo prisa para que saliera del restaurante. ¡Jamás me había sentido tan enfadado y tan perplejo!
—Goblin —exclamé—, ¿es que no lo ves? Ya he dejado de acosarla. Goblin, regresa.
—Eres un necio, Quinn. Yo no quiero estar con ella. Ella no me ama. No soy suyo. Yo estoy contigo, te pertenezco a ti. Quinn y Goblin son una sola persona.
La enorme limusina se detuvo delante de la puerta y me puse a llorar como un niño pequeño.
Lo hice partícipe de todos y cada uno de los matices del pánico que venía experimentando desde la muerte de Lynelle, e incluso me atreví a contarle con palabras profundas y frases complejas el miedo que me inspiraban los recientes cambios en la temperatura emocional de Goblin.
Por supuesto, le conté lo del desconocido, en quien por lo visto nadie creía, y que esperaba que muy pronto se me acusara de haber escrito yo mismo la carta que me envió. Y, desde luego, me despaché a gusto sobre la pérdida de Lynelle. No podía hacer otra cosa cuando pensaba en ella.
La voz grave de Nash, su fuerte brazo alrededor de mis hombros, su mano suave sobre mi rodilla, todo resultaba más que consolador. Además, había algo en él que era a la vez tan relajado y formal, tan caballeroso pero natural, que tuve la sensación de que podía confiarme a él con toda el alma; incluso le conté las aventuras eróticas que había tenido con mi querido Goblin y con la aterradora Rebeca. Hasta le dije que había dormido con Jasmine.
¿Qué pensaría Nash de mí en realidad? ¿Creería que estaba loco? No lo supe. Sólo sabía que era muy sincero conmigo en cada palabra que pronunciaba y en cada gesto que hacía. Sabía que me respetaba, y aquel respeto lo era todo.
Sabía que sentía compasión por mí porque era joven, y sin embargo me tomaba en serio, y conforme avanzaba la noche me repitió una y otra vez que comprendía y recordaba lo que había vivido él a mi edad.
Comenzamos nuestra maratón de conversación en la salita de la entrada, que gracias a Dios nuestros huéspedes habían dejado vacía temprano. Y terminamos sentados a la mesa de la cocina, tomando café como combustible, aunque yo no dejé de acompañar el mío con generosas dosis de leche y azúcar.
Sólo cuando Ramona nos echó de allí bajamos andando hasta el viejo cementerio y yo le hablé a Nash de los espíritus que había visto. Le conté las cosas que deseaba contarle a Mona. Nos encontrábamos debajo del gran roble cuando sobrevino el amanecer con su luz suave, silenciosa y trémula, y fue entonces cuando le dije que lo querría siempre. —Sabes, pase lo que pase entre nosotros —dije— como profesor y alumno, como amigos, ocurra lo que ocurra, ya sea que terminemos viajando a Europa o que estudiemos aquí, nunca
—Nada cambiará nunca este amor, Nash —repuse—. Como tampoco nada cambiará lo que siento por Mona Mayfair.
Él me ofreció la más tranquilizadora de las sonrisas.
—Lo que tienes que hacer ahora es entrar en casa y vestirte —me dijo—. Se va a leer el testamento de tu abuelo, ¿recuerdas?
¿Cómo iba a olvidarlo?
Engullí un gigantesco desayuno en la cocina y acto seguido subí para ducharme y cambiarme de ropa, temiendo a medias lo que podía encontrarme en el cuarto de baño, como por ejemplo un lío de reparaciones. Pero todo había quedado arreglado a la perfección.
Sintiéndome un tanto eufórico e igual que un conquistador de grandes emociones, me subí a la limusina con tía Queen, Patsy, la cual, con toda intención, iba absolutamente horrorosa con su atuendo de cuero rojo, y Jasmine, muy peripuesta con un impresionante traje de color negro y zapatos de tacón alto, y partimos en dirección al despacho del abogado de Ruby River City. Se suponía que también debían acudir Ramona y Félix, pero no hubo manera de que se desentendieran de las responsabilidades de la casa. Clem, que conducía la limusina, había sido advertido asimismo de que debía entrar cuando llegáramos. Y también tenía que hacerlo Lolly, que iba sentada delante, junto a Clem.
Sin más dilación, nos acomodamos en uno de esos típicos despachos de abogado de los que he visto varios, amueblado con sillones de cuero morado y un gran escritorio de caoba cubierto por un cristal para el individuo que lee el documento destinado a que alguien se sienta destrozado.
Nuestro abogado de agradable voz, Grady Breen (antiguo y querido amigo de Gravier, un carcamal de ochenta y cinco años por lo menos), hizo los acostumbrados ofrecimientos de café y refrescos, que todos, con los nervios, rechazamos amablemente, y terminamos en un periquete.
La última vez había sido Patsy la que resultó brutalmente perjudicada al heredar un fideicomiso que, en su opinión, era una miseria. Todo el mundo guardaba silencio apostando a que iba a ser otra vez ella la que resultara escaldada y saliese del despacho gimoteando.
Pero lo que sucedió sorprendió a todos. Los legados más pequeños —cien mil dólares por cabeza para Clem, Félix, Ramona, Lolly y Jasmine— no supusieron nada del otro mundo. Y el hecho de que Pops les hubiera asignado también generosas anualidades para su jubilación hizo que todos se sintieran un poco más tranquilos. De hecho, estoy quedándome un poco corto al describir la situación. Aquella parte del testamento llenó de alegría a Clem, Jasmine y Lolly. Jasmine se echó a llorar, y Lolly se agarró con fuerza de su brazo, también llorosa, mientras que Clem se limitó a sacudir la cabeza maravillado.
Pero a continuación llegó el verdadero plato fuerte, y nadie podría haberse asombrado más que Patsy. Al parecer, el bisabuelo Gravier había dejado a Pops un fideicomiso que, según las condiciones originales, debía pasar en su totalidad al único retoño de Pops, Patsy. La parte principal de dicho fideicomiso alcanzaba una cifra de millones con dos dígitos, y el importe era tan inmenso que Patsy soltó un chillido y rió histérica.
En cuanto a la restante fortuna de Pops, también enorme, un fideicomiso era para tía Queen hasta su fallecimiento, momento en que pasaría a mí, y el otro era mío de manera inmediata. Era una cantidad de dinero mareante.
En resumen, Pops había desheredado a Patsy, pero aquello no tenía repercusión alguna porque no podía evitar que el fideicomiso del bisabuelo Gravier fuera a parar a ella. Además, su frugal estilo de vida a lo largo de los años, unido al hecho de que se pagara a sí mismo una miseria de sueldo y de que las ganancias que iba produciendo el fideicomiso revertieran siempre en el mismo, había incrementado todavía más la fortuna de Patsy. Naturalmente, Patsy no podía tocar la parte principal del gran fideicomiso, y cuando muriera lo heredaría yo.
Patsy estaba tan eufórica que se echó en brazos de tía Queen dando grititos, riendo tontamente y golpeando el suelo con sus botas de cuero rojo.
Hasta yo me sentí feliz por ella.
Y salió corriendo del despacho del abogado antes de que nadie pudiera detenerla. No supe cómo encontró transporte sin Clem, salvo que por aquellas fechas iba a todas partes con su teléfono móvil y además estaba Seymour en casa con la camioneta de ella. Sea como fuere, sin haberse percatado de la ironía que encerraban las amables palabras de tía Queen, se esfumó.
Yo me quedé allí sentado, asimilando el hecho de que ahora tenía unos ingresos sustanciales de pleno derecho, unos cien mil dólares al mes disponibles de inmediato, aunque con el consejo estricto pero no vinculante de que debía dejarme guiar en todo por tía Queen. Todo ello arropado en un lenguaje curioso, que tenía algo que ver con la avanzada edad de tía Queen y con mi precocidad. Saqué la conclusión de que se me confiaban esos ingresos en aquel momento debido a mi carácter obediente y al hecho de que no se podía fiar uno de que mi madre me proporcionara la orientación adecuada.
Me entregaron allí mismo dos tarjetas de crédito, cada una con una línea de crédito de cien mil dólares, un talonario para una cuenta corriente que contendría un saldo constante de veinte mil dólares al mes y una cuenta de inversión en la que todos los meses se depositarían ochenta mil dólares. Además, rellené varios papeles importantes, firmé impresos bancarios y tarjetas, firmé también las tarjetas de crédito, me las guardé en la cartera, metí el talonario en el bolsillo, y así quedó zanjada mi parte de la transacción. Me sentía intoxicado con mi nueva virilidad recién respaldada con dinero.
Lo que siguió tuvo que ver con los empleados. Recibieron generosas sumas de las cuales serían informados prontamente, ya que tía Queen, nombrada ejecutora en aquel caso, tenía unos seis meses para ponerlas a disposición de las personas designadas. Aquello fue maravilloso; los hombres iban a alegrarse muchísimo.
Luego vino la descripción del fideicomiso de la familia, que había sido creado por el viejo Manfred. Con los años se había incrementado enormemente, y su único beneficiario era Blackwood Farm. Y por más que lo intenté, no logré entender todas sus complicaciones.
Que Blackwood Farm no podía ser dividida, que su casa no podía derribarse nunca, que cualquier cambio en la arquitectura debía hacerse conforme al diseño original, que todos los que estaban empleados en la gestión y el mantenimiento de Blackwood Manor y Blackwood Farm tendrían un buen sueldo... Todo esto se expresaba en un lenguaje complejo encaminado a proteger la propiedad que yo amaba y que dejaba muy claro que los ingresos que recibíamos de nuestros huéspedes de pago no significaban absolutamente nada.
También hubo una considerable parrafada acerca de las responsabilidades respecto del fideicomiso de la granja, que ahora recaían en tía Queen, para pasar a mí más adelante, pero aquello también era demasiado complicado de entender. El meollo consistía en que Patsy jamás poseería ni controlaría Blackwood Farm, y por supuesto a ella le importaba un pimiento.
Por lo que se refería al momento presente, la propiedad de Blackwood Farm en sí, incluidos todos sus edificios, el pantano y el terreno, pasaba de Pops a mí, con el usufructo de tía Queen, lo cual significaba que podía vivir allí durante toda su vida.
Aquello me dejó atónito. Pero tía Queen me explicó lo sensata que era la idea. De casarse ella, dijo, su marido podría presentar una reclamación de propiedad sobre la tierra, y eso era lo que Pops había querido evitar. Por supuesto, tía Queen tenía setenta y ocho años (o eso decía ella) y no pensaba casarse con nadie, señaló (excepto tal vez con el encantador Nash Penfield; risas), pero Pops había tenido que hacerlo de aquel modo para protegerme a mí.
Sin embargo, no pude evitar darme cuenta que Patsy ni siquiera tenía derecho a vivir en la propiedad, mientras que tía Queen sí. No dije nada al respecto. Patsy no iba a enterarse nunca. Y desde luego yo no iba a ponerla de patitas en el porche con las maletas.
Además, dados sus elevados ingresos mensuales —aproximadamente medio millón de dólares—, no era probable que viniera mucho por casa.
Lo que nutría nuestros fideicomisos eran cuantiosas inversiones en actividades tan diversas como ferrocarriles, transporte internacional, bancos de todo el mundo, metales preciosos y gemas, moneda extranjera, bonos del Tesoro estadounidense, compañías farmacéuticas, fondos de inversión con todos los nombres y descripciones que cupiera imaginar, y valores de todo tipo, desde los más conservadores hasta los más especulativos, todo ello administrado por la firma de inversiones Mayfair y Mayfair, de Nueva Orleans, una rama del bufete de abogados Mayfair y Mayfair, que gestionaba tan sólo un puñado de fortunas particulares muy selectas.
En lo que se refería a inversiones, resultaba bastante imposible encontrar a alguien superior a Mayfair y Mayfair, y también era imposible solicitar sus servicios aquel día. El trato se había cerrado con ellos en 1880, entre Manfred Blackwood y Julien Mayfair. Y desde entonces hasta el momento actual no había habido otra cosa que buena suerte y elevados beneficios.
Como yo estaba enamorado de Mona Mayfair, todo aquello me causaba una impresión favorable. Pero en su mayor parte me sobrepasaba. Siempre había sabido que estaba bien cubierto económicamente, y nunca había sido para mí objeto de preocupación hasta qué punto estaba forrado.
Entonces, cuando todo estuvo terminado y finiquitado, llegó la mayor sorpresa de todas. Pops había hecho a su abogado una confidencia impensable. Pero antes de que preguntáramos de qué se trataba, Jasmine, Clem y Lolly fueron invitados a abandonar la sala.
Tía Queen, obedeciendo a no sé muy bien qué instinto, pidió a Jasmine que se quedara. Lolly y Clem no parecieron nada desconcertados por aquel detalle y salieron enseguida a sentarse fuera. Jasmine se situó más cerca de mí, como para protegerme de lo que fuera a suceder.
Nuestro abogado, Grady Breen, dejó a un lado los muchos documentos que tenía ante sí y comenzó a hablarnos en un tono amistoso que parecía sincero.
—Thomas Blackwood (aquél era Pops) me confió un secreto antes de morir —dijo— y me solicitó verbalmente, en relación con el mismo, que se lo transmitiera a ustedes y les rogara que actuaran correctamente al respecto. Bien, como puede que sepan o no, en una zona remota de este lugar vive una joven, de nombre Terry Sue, que tiene cinco o seis hijos. —Lanzó una mirada a su reloj—. Probablemente seis.
—¿Quién diantre no ha oído hablar de Terry Sue? —dijo tía Queen con una débil sonrisa—. Me avergüenza decir que todos los hombres del cobertizo que hay en la propiedad conocen a Terry Sue. Acaba de tener otro hijo... —Ahora fue tía Queen la que miró el reloj—. ¿No es así? Sí, me parece que sí.
—Pues sí, así es —dijo Grady al tiempo que se quitaba las gafas de montura metálica y se arrellanaba en su asiento—. Y es bien sabido que Terry Sue es una joven muy atractiva, y que le gusta tener niños. Pero no es de ese nuevo hijo de lo que quiero hablar ahora. Al parecer, hace nueve años Terry Sue tuvo un hijo de Pops.
—¡Eso es imposible! —exclamé yo—. ¡Jamás le hubiera sido infiel a Sweetheart!
—No era algo de lo que se sintiera orgulloso, Quinn —contestó Grady—. Desde luego, no estaba orgulloso, y le preocupaba profundamente que los rumores llegasen a perturbar a su familia.
—No me lo creo —dije otra vez.
—Lo ha demostrado el ADN, Quinn —dijo Grady—. Y por supuesto, Terry Sue lo ha sabido siempre, y por cariño a Sweetheart, para la que trabajó como cocinera, ya sabes...
—Aquellos grandes jamones de Virginia —dije—. Los maceraba y después los aliñaba y los horneaba.
—Qué ternura —comentó tía Queen—. Por lo visto también maceraba y aliñaba otras cosas. Pero, Grady, el hecho de que nos hayas desvelado esto obedece a algún propósito, ¿no es así, querido amigo?
—En efecto, señorita Queen —respondió Grady—. Pops tenía la costumbre de llevar a Terry Sue un sobre de dinero cada semana más o menos, y aunque el hombre que está con ella tiende a hacer salir a los anteriores, ninguno se sintió tentado nunca de ahuyentar a Pops con su sobre. Eran unos quinientos dólares lo que le daba cada semana, y con ello mantenía al chico en una buena escuela católica, la de St. Joseph en Mapleville, que era la única condición que él le había exigido, que yo sepa. Ahora el chico tiene nueve años, creo. Está en cuarto curso.
—Nosotros continuaremos haciéndolo, naturalmente —dijo tía Queen—. ¿Podemos ver a ese niño?
—Les recomiendo que lo vean —dijo Grady— porque es un chico muy guapo, igual que tú, Quinn, y muy inteligente. Y Terry Sue, a pesar de todos sus defectos, está intentando educarlo como es debido. Se llama Tommy. Hay una cosa que podría ser de ayuda, si no les importa que se lo sugiera. Claro que Pops jamás hubiera...
—Pero, ¿de qué se trata? —quise saber. Me sentía estupefacto por todo aquello.
—Darle a ella el dinero suficiente para que envíe a sus demás hijos a buenos colegios —dijo Grady—. Igualar las cosas, ya saben a qué me refiero. Si llevan juguetes o videojuegos o lo que sea, llévenlos para todos los niños.
—Sí, entiendo —dijo tía Queen—. Vas a tener que redactarme un informe sobre el tamaño de esa familia, y luego ya haremos lo que...
—No, no voy a redactárselo, señorita Queen —repuso Grady—. No pienso poner nada por escrito. Hay cinco pequeños... no, seis desde esta mañana, y el último de los novios de esa joven es una escoria, basura humana, debería decir. Viven todos en una caravana, la familia entera, una caravana que no se imagina usted, con los típicos coches oxidados amontonados en el patio, la clásica situación que sale en las películas...
—Deja ya de atosigarme, por favor —dijo tía Queen.
—Pero hay un niño cuyo padre era rico y que está criándose ahí. Terry Sue hace todo lo que puede, y con este bebé de ahora ya son seis niños. Ya me encargaré yo de llevarle el sobre de dinero, eso sí puedo hacerlo, pero no pienso poner nada por escrito.
Por descontado, tía Queen y yo comprendíamos la situación. Pero sentíamos una ávida curiosidad por aquel pequeño, aunque siguiéramos incrédulos. Un hermano pequeño, no, un tío pequeño, que se llamaba Tommy y que llevaba los genes de los Blackwood, y que tal vez guardara algún parecido con los muchos retratos que había por toda la casa.
Una vez que todos estuvimos de acuerdo en haber finalizado, tía Queen se levantó y lo mismo hizo Jasmine, que había permanecido todo el tiempo en actitud mansa. Yo me quedé sentado. Sentía una honda preocupación.
—¿Lo sabe el niño? —pregunté.
—No estoy seguro —contestó Grady, y miró a tía Queen—. Ya continuaremos hablando de esto usted y yo.
—Oh, sí, deberíamos hablar de ello; se trata de una familia de seis hijos que vive en una caravana. Dios santo, y ella es preciosa. Lo menos que podría hacer yo es comprarle a esa buena mujer una casa decente, si eso no ofendiera el orgullo de ninguno de los que viven apretujados en la caravana.
—¿Cómo es que nunca he sabido de ella? —pregunté. Y para mi perplejidad, todos se echaron a reír.
—En ese caso hubiéramos tenido un doble problema, ¿ no ? —dijo Jasmine—. Los hombres caen todos rendidos ante Terry Sue.
—Pues hay algo que les queda en pie de guerra ante ella —comentó tía Queen.
—Hay una última cosa que quisiera decir —dijo Grady, sonrojado por la broma—. Y en este caso pienso asumir una cierta responsabilidad.
—Adelante, dilo —lo animó tía Queen con suavidad. No le apetecía seguir de pie con los tacones que llevaba, así que se sentó de nuevo.
—Se trata del hombre que convive con Terry Sue —respondió Grady—. A veces saca una pistola que tiene y amenaza con ella a los niños.
Todos nos quedamos estupefactos.
—Y en una ocasión lanzó al pequeño Tommy contra la estufa de gas y le produjo una grave quemadura en la mano.
—¿Y pretendes decirme —dijo tía Queen— que Pops estaba enterado de esas cosas y no hizo nada?
—Pops intentó influir en cierta manera —repuso Grady—, pero cuando uno trata con personas como Terry Sue, no hay muchas esperanzas. Desde luego que ella jamás le levantaría la mano a ninguno de sus hijos, pero es que esos hombres entran y salen, y ella tiene que poner comida encima de la mesa.
—No me cuentes más —dijo tía Queen—. Tengo que irme a casa a pensar qué hacer.
Me había sobrevenido una especie de tristeza, una sensación de inquietud, y sabía que se debía tanto a la falta de sueño como al haberme enterado de todo aquello y de lo rico que era Pops, y también al hecho de pensar, aunque no quería pensar en ello, en aquellas terribles discusiones que tenía con Patsy cuando ella le pedía dinero.
Bien podría haber formado el conjunto musical. Podría haberle comprado la camioneta. Podría haber contratado a los guitarristas. Podría haberle dado a Patsy una oportunidad. Y en cambio, ella suplicó, maldijo y luchó por cada céntimo que conseguía. ¿Y qué hizo él, el hombre al que tanto había amado yo? ¿Qué hizo con todos aquellos inmensos recursos que poseía? Pasar los días trabajando en Blackwood Farm igual que un empleado. Plantar canteros de flores.
Y luego estaba su hijo, aquel niño, Tommy, nada menos, con su mismo nombre, que vivía en la miseria en una caravana, en un lugar apartado de la propiedad, con una caterva de hermanos, un niño pequeño con un padre adoptivo sicótico.
¿Cómo se habría planteado Pops su vida? ¿Qué esperaba de ella? La mía tenía que ser algo más. Tenía que ser mucho más grandiosa. Me volvería loco si no lo era. Me sentí dominado por la presión misma de vivir. Me sentí frenético.
—¿Cuál es su nombre completo? —quise saber—. No puede decírmelo, ¿verdad?
—Por favor, dinos su nombre completo —pidió tía Queen con un gesto decisivo de cabeza.
—Tommy Harrison —dijo Grady—. Harrison es el apellido de Terry Sue. Creo que el niño no ha sido reconocido. De hecho, sé que no lo ha sido.
Mi ánimo se volvió más negro todavía. ¿Quién era yo para juzgar a Pops?, me dije. ¿Quién era yo para juzgar al hombre que acababa de dejarme tanto dinero y que podría no haberlo hecho? ¿Quién era yo para juzgarlo por haber dejado al pequeño Tommy en aquella situación? Pero sentía pesadumbre. Y me preocupaba que tal vez el carácter de Patsy hubiera sido el resultado de toda una vida luchando contra un hombre que no creía en ella.
Empezamos a despedirnos todos.
Tuve que regresar a la realidad. Y entonces nos fuimos a almorzar con Nash en Blackwood Manor.
Cuando salimos de la oficina apareció Goblin, con el mismo atuendo que yo, de nuevo un doble de mí mismo, pero con gesto austero como en el hospital, si bien no despectivo; solemne aunque no triste. Me acompañó hasta el coche, y tuve la sensación de que intuía mi tristeza, mi desilusión. Me volví hacia él, lo rodeé con el brazo y lo sentí firme.
—Está cambiando, Quinn —me dijo.
—No, viejo amigo, no puede cambiar —le respondí al oído.
Pero sabía que tenía razón. Ahora yo tenía cosas que hacer, lugares adonde ir y gente que conocer.
Mona lo entendería. También lo entenderían ese hombre tan amable, Stirling Oliver, y Nash, tan bondadoso y magnífico como profesor, que me había dado esperanzas de que lograría superar aquella extraña etapa con cierta ecuanimidad.
Pero cuando Nash apareció en el vestíbulo delantero, me quedé atónito al ver un montón de equipaje junto a la puerta y a él, vestido con traje azul y corbata, con la mano extendida para posarla sobre mi hombro.
—No puedo quedarme, Quinn, pero he de hablar con tu tía Queen antes de hacerlo contigo. Permíteme que tenga ahora unas palabras con ella.
Me quedé destrozado.
—No —contesté—. Tienes que decírmelo. Es por lo que dije, ¿no?, por todas las cosas que te conté. Piensas que estoy loco y crees que esto va a ser siempre así, pero te juro...
—No, Quinn, no pienso que estés loco —repuso él—. Pero entiende que tengo que marcharme. Ahora déjame hablar con la señorita Queen a solas. Te prometo que no me marcharé sin decírtelo.
Los dejé entrar a ambos en la salita y fui a la cocina para almorzar. Allí estaba Jasmine, diciéndole a Ramona que ambas eran ricas. No me gustó interrumpir su felicidad con mi actitud taciturna y le eché la culpa al hambre. Además, Jasmine siempre había sido rica, y Ramona también. Todo el mundo sabía que nunca habían querido irse de Blackwood Manor.
Y dado que comer era una cosa que yo siempre podía hacer, devoré un plato de pollo con puré.
Al final no pude resistir más el suspense. Fui hasta la puerta de la salita y tía Queen me hizo señas para que pasara.
—Querido, Nash tiene la impresión de que vas a sentirte turbado por el hecho de que no lleva una vida de soltero por elección propia, sino más bien debido a una cierta predisposición a la misma.
—Lo he escrito todo en una carta, Quinn —dijo Nash con su estilo amable pero autoritario.
—Bueno, para serte sincero —repuso Nash—, eso es exactamente lo que tenía la intención de decirte.
—Ya lo comprendí anoche —dije yo—. Oh, no te preocupes por haberlo revelado por algún gesto o amaneramiento, no ha sido eso. Simplemente lo he notado porque probablemente yo lo soy también; por lo menos soy bisexual, de eso no me cabe duda.
Me respondió un silencio de perplejidad por parte de Nash, y una carcajada placentera por parte de tía Queen. Claro que había hecho una pequeña confesión que tal vez la hubiera herido, pero en el caso de Nash estaba muy seguro de que no iba a hacerle ningún daño.
—Mi niño precoz —dijo ella—. Nunca dejas de asombrarme con tu encanto. Bisexual, resulta seductor, al estilo de Byron. ¿Acaso eso no multiplica las posibilidades de encontrar el amor? Estoy encantada.
Nash seguía mirándome fijamente, como si no se le ocurriera nada que decir, y entonces caí en la cuenta de lo que había pasado.
Nash no había renunciado a su puesto porque fuera homosexual; ya sabía que lo era mucho antes de venir. Había renunciado a su puesto por lo que había visto en mí y por lo que yo le había contado acerca de mis predilecciones. Oh, era más que obvio que yo había sido un auténtico zopenco por no darme cuenta. Tendría que haberlo soltado del anzuelo inmediatamente.
—Mira, Nash —le dije—. Tienes que quedarte. Tú deseas quedarte y yo deseo que te quedes. Vamos a prometer que no sucederá nada erótico entre nosotros; eso sería, ya sabes, inapropiado. Tú serás el profesor perfecto para mí, porque yo no tengo nada que ocultarte.
—Ése es un argumento muy convincente —dijo tía Queen— y no es mi intención hacer ninguna broma. Quiero decir, Nash, que en realidad a Quinn no le falta razón. —Soltó una risa etérea—. Dios del cielo, en todas las escuelas de este país los hombres homosexuales y las mujeres son profesores excelentes y comprensivos. Ya está todo arreglado. —Se incorporó—. Nash Penfield, debes deshacer las maletas, al menos hasta que nos vayamos a Nueva York. Quinn, tú tienes que dormir un poco. Ahora ya está todo arreglado hasta la hora de la cena.
Nash aún parecía en un estado de desconcierto, pero le estreché la mano, a lo que reaccionó abriendo mucho los ojos y declarando en voz baja que se quedaría. Acto seguido, como no me atreví a abrazarlo, me marché a mi habitación para sacar trescientos dólares del escritorio (siempre guardaba dinero allí) y cerciorarme de que llevaba puesto el mejor traje y la corbata Versace de la suerte, que no me había puesto para la reunión con nuestro abogado.
Cuando bajé a la planta inferior sentí que algo tiraba de mí; no me refiero a que fuera la mano de Goblin, sino más bien una sensación o una masa de sensaciones. Llevaba mucho tiempo sin dormir. Y estaba pensando en Rebeca. De hecho, por un instante me pareció que Rebeca estaba conmigo y que al instante siguiente no estaba.
¡Pequeña zorra pelirroja... zorra negra!
Y Cuando llegué al césped caminé despacio por las losas de la terraza, por entre los muebles de mimbre recién colocados allí, y tuve la sensación de que Rebeca estaba muy cerca, esperando a que me quedara dormido, esperando para hablar conmigo. Sí, había estado con ella en aquel mismo sofá, y ella se había sentado en aquel sillón, y el café estuvo sobre aquella mesa. Me invadía de forma intermitente una especie de mareo, igual que aquel día en el pantano, pero sabía que tenía que combatirlo. Una vida por mi vida. Una muerte por mi muerte...
—¿Qué has dicho? —pregunté—. ¿Una vida por una vida? —¿Con quién estaba hablando? Peleé contra la sensación de mareo—. ¡Fantasma asesino, no te acerques a mí! —susurré. ¿Qué estaba haciendo yo allí, en el césped? Habían restaurado los muebles de mimbre tal como yo ordené.
Tenía que irme. Me dirigí hacia el cobertizo.
Y al cabo de unos minutos estaba rodando en el viejo Mercedes 450 sedán de Sweetheart, el coche que siempre me había gustado tanto, aunque creo que era tan viejo como yo.
En un abrir y cerrar de ojos me encontré en la autopista, volando para encontrarme con Mona Mayfair. Pero me tomé tiempo para hacer una parada en la floristería que había en el cruce entre St. Charles y la Tercera para comprarle a Mona un bello ramo de rosas de tallo largo.
Acto seguido continué hasta mi destino final: el cruce entre la Primera y Chestnut, la esquina junto al río. Por supuesto, la casa no se encontraba cerca del río; el río era un mundo aparte, sólo una manera de orientarse en Nueva Orleans.
La casa poseía una discreta grandiosidad. Sin el esplendor arrogante de Blackwood Manor, era más bien una residencia de ciudad estilo neoclásico con una puerta que daba a un vestíbulo lateral, cuatro columnas, las paredes de estuco pintadas de color lavanda vespertino, y allá, en el extremo derecho, un jardín parcialmente oculto. La mansión entera se alzaba como a unos seis peldaños del suelo, y los peldaños eran de mármol blanco.
Estacioné el coche en el cruce y caminé en diagonal con unas piernas que no sentía, sólo me guiaban, y con el enorme ramo en los brazos, sin aliento por la emoción de regalárselo.
La verja de hierro no era alta y tenía timbre. Me debatí unos instantes. ¿Qué iba a decirle a la persona que contestara? Mona, estoy desesperado por ver a Mona.
Pero no tuve que enfrentarme a aquella posibilidad. Medio segundo después de llegar a la verja, se abrió la gran puerta principal de color blanco y apareció ella. Cerró la puerta a toda prisa al salir y bajó corriendo los escalones en dirección a la entrada. Traía la llave de la verja. La hizo girar rápidamente y nos encontramos cara a cara fuera de sus límites. Y yo creí morir.
Mona era cien veces más encantadora por lo menos de lo que yo recordaba. Sus ojos verdes eran mucho más grandes, y tenía una boca de un color rojo natural que de inmediato deseé besar. Su cabello era rojo claro, y para resaltarlo llevaba una exquisita camisa de algodón blanco, con muchos botones abiertos, y unos pantalones blancos ajustados que revelaban bellamente la redondez de sus pequeños muslos. Me enamoré hasta de los dedos de sus pies: llevaba unas sandalias gruesas que dejaban ver todas las uñas pintadas de rojo. La adoraba.
—Dios mío, Mona —dije, y al instante me lancé sobre ella y cubrí su boca con la mía al tiempo que la agarraba de las delgadas muñecas, pero ella se apartó con suavidad y dijo:
—¿Dónde tienes el coche, Quinn? Tenemos que marcharnos de aquí enseguida.
Cruzamos corriendo la calle como si fuéramos unos recién casados huyendo de una lluvia de arroz. En un santiamén salimos de la Primera en dirección hacia el río.
—Bueno, y ¿adonde podemos ir? Oh, Dios, no sé adonde podemos ir —dije.
—Naturalmente que sí.
Me dio una dirección.
—¿Pero cómo sabías que iba a venir? Quiero decir, me encanta que los hayas llamado pero, ¿cómo lo sabías?
—Es que soy bruja —repuso ella—. Lo supe cuando te fuiste de Blackwood Farm del mismo modo que sé que Goblin está dentro del coche con nosotros. Justo detrás de ti. Ni siquiera lo sabías, ¿verdad? Pero no he querido decir eso. Lo único que quiero decir es que deseaba que vinieras.
—Me has hechizado —dije—. Desde la última vez que te vi no he dormido, y la mitad de mis delirios nocturnos han tenido que ver contigo y con el deseo de venir a verte. —Apenas podía mantener la vista fija en la carretera—. Sólo me han impedido verte abogados y testamentos, relatos de infidelidades y niños huérfanos, paseos sin rumbo entre muebles fantasmales y el hecho de forjar alianzas tan fuertes como la que deseo forjar contigo.
—Dios, vaya vocabulario que tienes —respondió Mona—. O puede que se deba solamente a tu pronunciación. Estaba escrito que debías venir a mí. Yo soy siempre Ofelia, flotando en la corriente de flores. Necesito tu arrebatadora poesía. ¿Podrás conducir si te bajo la cremallera de los pantalones?
—No, no hagas eso. Nos estrellaremos. Me parece que todo esto es una alucinación.
—No lo es. ¿Has traído condones?
—Dios, no —contesté. Habíamos llegado a Canal Street. Sabía dónde estaba el LaFreniére Cottages. Lynelle y yo habíamos comido tres veces en su delicioso restaurante francés—. Mona, Mona, Mona—dije—. ¡Tenemos que comprar condones! ¿Dónde?
—No, no es necesario —repuso ella—. Llevo toneladas en el bolso.
Mona se hizo cargo del registro en recepción como si tal cosa, incluso me dijo que me guardara el dinero, ya que la factura se la pasaría a su familia.
Al ver que yo protestaba, me susurró:
—Muestra tu fuerza cuando estemos en la cama.
Y allá fuimos, al interior del pequeño bungaló con suelo de baldosas, para hacer precisamente aquello, en una moderna cama de peltre coronada por una encantadora cúpula de hojas y racimos de forja y provista de una tela ligera y vaporosa atada flojamente a las cuatro esquinas.
En cuanto hubimos cerrado la puerta ambos nos despojamos de la ropa con el total abandono de las bestias, y cuando tuve a Mona desnuda ante mí, cuando vi el rosa de sus pezones y el pequeño penacho de vello rojo entre sus piernas, enloquecí como Dios manda.
Fue Mona la que me ayudó a ponerme el condón, y fue Mona la que tuvo la presencia de ánimo de replegar las mantas para no mancharlas, aunque finalmente terminaron en el suelo, porque nos lanzamos al ataque como animalitos de la selva.
Fuera lo que fuese lo que estaba ocurriendo en mi vida, había cumplido uno de mis sueños más descabellados; por más que fuera un sueño recién nacido, era un sueño descabellado y salido del corazón que jamás podría olvidar. Nunca olvidaría el rostro arrebolado de Mona al sentir el espasmo que me lanzó a la explosión final de puro nirvana.
Cuando todo hubo terminado nos tendimos juntos, abrazados, acalorados, contentos y besándonos suavemente, juguetones.
—Oh, gracias a Dios —me susurró Mona al oído. Luego me ayudó a quitarme el condón sucio y fue por una toalla para limpiarme. Me besó otra vez y me dijo—: Quiero acariciarlo con la boca. Vamos, deja que te lave en el cuarto de baño y te lo haré después.
Yo protesté galantemente. ¡No requería semejante sacrificio de adoración!
—¡Tarquin, quiero hacerlo! —replicó ella—. Ya tenía ganas dentro del coche, sentía un deseo irreprimible. Y no pude. ¡Venga, sal de la cama!
Y fui conducido igual que un esclavo hasta el cuarto de baño, donde Mona llevó a cabo las excitantes abluciones, y después regresamos a las sábanas revueltas. Ella no hizo más que poner la boca sobre mi pene y comenzar a acariciarlo rápido, con fuerza, y a lamerlo por la punta, cuando me corrí y quedé muerto. Toda la fuerza, toda la energía, todos los sueños; todo me abandonó.
—¿Es que nadie te había hecho esto nunca? —me ronroneó al oído mientras ambos permanecíamos tumbados.
—No —dije yo. Fue todo lo que pude hablar—. ¿Podríamos dormir un poco, así como estamos, juntitos?
A modo de respuesta, sentí el peso cálido de las mantas y luego el brazo fresco de Mona en la espalda y sus labios en mis ojos. Notaba un calor húmedo que provenía de sus pechos y de entre sus piernas. Y la brisa del aire acondicionado, que refrescaba la habitación, hacía que todo resultara más maravilloso.
—Tarquin, eres un chico muy guapo —me susurró—. Ahí está tu fantasma, observándonos.
—Vete, Goblin —dije—. Déjame, o te aseguro que no volveré a hablarte durante muchísimo tiempo, te lo juro. —Luego me di la vuelta y recorrí la habitación con la mirada—. ¿Lo ves tú? —le pregunté a Mona.
—No —respondió—. Ha desaparecido. —Se recostó contra las almohadas a mi lado—. Vuelvo a ser Ofelia —dijo—. Estoy flotando en el agua, tan sólo sostenida por «ortigas, margaritas y lirios», y nunca me hundiré en la «fangosa muerte». Ni te imaginas cómo es.
—¿Y por qué? —pregunté—. Yo te veo igual siempre, vital, preciosa, tan dulce... —Intentaba permanecer despierto, escucharla.
—Adelante, duérmete. Después de hacerlo, los hombres quieren dormir; las mujeres quieren hablar, por lo menos algunas veces. Yo soy Ofelia flotando a la deriva en «el arroyo lloroso», muy ligera, muy segura, «o como una criatura propia de ese elemento y familiarizada con él». No me encontrarán hasta esta noche, y tal vez ni siquiera entonces. Suelo dar propinas muy buenas en estos hoteles, creo que los tengo en el bolsillo.
—¿Quieres decir que ya has hecho esto antes? ¿Que has venido aquí con otros? —Ahora sí que me desperté del todo. Me levanté y me apoyé en un codo.
—Tarquín, yo tengo una familia enorme —respondió Mona mirándome, con el cabello exquisitamente extendido sobre la almohada—. Y hubo una época en la que mi objetivo consistía en intimar con cada uno de mis primos. Tuve éxito en más casos de los que soy capaz de contar sin la ayuda de un ordenador. Por supuesto, no siempre fue en un hotel; más a menudo lo hacíamos por la noche en el cementerio...
—¡En el cementerio! —exclamé—. ¿Lo dices en serio?
—Tienes que comprender que mi vida no es normal. La mayoría de los Mayfair no busca llevar una vida normal. Pero es que mi vida no es normal ni siquiera para ser una Mayfair. Y ese objetivo, el de acostarme con todos mis primos, hace ya tiempo que lo abandoné. —De pronto sus ojos adquirieron una expresión triste y me miraron implorantes—. Sí, he estado aquí, he de confesar que ya bauticé esta habitación con mi primo Pierce. Pero eso no importa, Tarquín, contigo todo es nuevo, eso es lo que importa. Y con Pierce nunca fui Ofelia. Voy a casarme con él, pero nunca seré Ofelia.
—No puedes casarte con Pierce, tienes que casarte conmigo. Tampoco mi vida es normal, Mona —repliqué—. No tienes ni idea de lo rara que es, y está muy claro que tú y yo estamos hechos el uno para el otro.
—Oh, sí que tengo una idea. Tu fantasma te acompaña a todas partes. Sé que has vivido toda tu vida entre adultos, que no conoces de verdad a los niños. Eso es lo que me ha contado el padre Kev. Al menos es lo que he podido sonsacarle. Estuve a punto de llevarme al padre Kev a la cama, pero en el último asalto demostró ser inconmovible. Es lo que cualquiera consideraría un buen sacerdote, aunque en lo que se refiere al chismorreo está aflojándose. Claro que no en el caso de la información que recibe en confesión.
Sus ojos eran tan verdes que a duras penas podía concentrarme en lo que estaba diciendo.
—Es al revés. Lo que pretenden es protegerte de mí. Por supuesto, lo que desean es encerrarme bajo llave, por eso estaba esperándote en la puerta de casa. En estos momentos todo el mundo me considera un putón verbenero. Tenía que verte antes de que me encerrasen. Y no soy la única bruja que hay en la familia.
—Mona, ¿a qué te refieres al decir «bruja»? ¿De qué estás hablando?
—¿Quieres decir que nunca has oído nada de nosotros?
—Sí, pero sólo cosas buenas, como el sueño de la doctora Rowan de fundar el hospital Mayfair, y que el padre Kevin vino al Sur para visitar de nuevo el Canal Irlandés en el que había nacido, cosas de ésas. Nosotros vamos a la iglesia de St. Mary's Assumption. Vemos al padre Kev a menudo.
—Yo te voy a decir por qué vino al Sur el padre Kev —dijo Mona—. Vino porque lo necesitábamos. Ah, cuántas cosas quisiera poder contarte, pero no puedo. Cuando te vi en el Grand Luminiére, cuando te vi hablando con Goblin y abrazándolo, pensé: Dios, has respondido a mis oraciones, me has dado a una persona que posee secretos. Sólo ahora me doy cuenta de que eso no cambia nada para mí. No puede ser. Porque no puedo contártelo todo.
Empezó a llorar.
—¡Mona, sí que puedes decírmelo! Escucha, puedes fiarte de mí por completo. —Besé sus lágrimas—. No llores, Mona —supliqué—. No puedo soportar verte llorar.
—No dudo de ti, Quinn —contestó ella. Se incorporó en la cama para quedarse sentada, y yo me incorporé con ella—. No estoy segura de si Ofelia llega a llorar en la obra. Tal vez llorar sea lo que impide que las personas se vuelvan locas. Es que hay cosas que no pueden contarse — prosiguió— y hay otras cosas contra las que no se puede hacer nada.
—Yo siempre he preferido contarlo todo —dije—. Por esa razón me viste abrazar a Goblin. Hubiera sido más fácil que al llegar a cierta edad dejase de abrazar a Goblin. Podría haberle ordenado que se fuera al lugar de donde vino, pero en cambio nunca lo guardé en secreto. También hay un fantasma que me acosa, y además un desconocido, el hombre que me dio la paliza y me envió al hospital Mayfair. Simplemente, dejo que estas cosas ocurran. Yo creo que tenemos que hacerlo así.
Le entregué los pañuelos de papel que había sobre la mesilla y le enjugué las lágrimas con uno.
—Sé que voy a casarme contigo, Mona —dije de repente—. Lo sé. Sé que es mi destino.
—Quinn —repuso ella secándose los ojos—, eso no va a suceder. Podemos pasar algún rato juntos, conversar, hacer cosas como éstas, pero nunca podremos estar juntos de verdad.
—Pero, ¿por qué? —Sabía que si la perdía lo lamentaría toda la vida. Pensé que Goblin losabía; por eso había desaparecido sin discutir. Él sabía que aquello era demasiado fuerte y no me había dicho una sola palabra.
Entonces recordé lo que Goblin era capaz de hacer a aquellas alturas. Si se le antojaba, podía romper las ventanas. Y me había dicho que le gustaba estar enfadado.
¿Realmente podía contarle eso a Mona? ¿Debía contárselo a alguien? Experimenté una punzada de mi habitual pánico, y odié dicho sentimiento por ser poco masculino. Con Mona, quería ser viril.
—Regresa conmigo a Blackwood Manor —le dije—. Allí es donde vivo. Podemos vivir en mi habitación, o bien puedo instalarte en el dormitorio de Pops, si quieres respetar las formas. Pops acaba de morirse y la habitación está ya limpia y preparada. No se murió en ella. Embalaron todos sus efectos personales inmediatamente. ¿Dónde está el teléfono? Voy a decirles que la preparen. Dime cuál es tu talla de ropa; Jasmine irá a Wal-Mart a comprarte lo que necesites para arreglarte.
—Dios, estás tan loco como uno de nosotros —dijo Mona con sincero asombro—. Yo creía que los Mayfair éramos los únicos que hacían cosas así.
—Tú ven. Nadie de la casa nos creará ningún problema. Es posible que mi tía Queen te dé algún consejo sagaz. Está a punto de cumplir setenta y nueve años, o eso dice ella, de modo que cabe esperar que dé algún que otro consejo sagaz. Y tengo un profesor particular, Nash, pero es un perfecto caballero.
—Así que tampoco vas a la escuela —dijo Mona—. ¡Genial!
—No, no he ido nunca, nunca ha funcionado, teniendo a Goblin.
Me puse en acción. Mona me observó sin perder la expresión de asombro mientras yo hablaba por teléfono con Jasmine. Todo tenía que ser de la talla pequeña: camisas blancas, pantalones, ropa interior de algodón, unos cuantos artículos de aseo, y allá fuimos.
En cuanto me senté al volante caí en la cuenta de que llevaba más de treinta y seis horas sin dormir. Me eché a reír por la impresión que causaba todo aquello y por lo bien que estaba saliendo todo.
—Déjame conducir a mí —dijo Mona.
Le cedí el sitio con gusto.
Ella se hizo cargo como una profesional y partimos a toda velocidad, lanzados como con una catapulta fuera del Barrio Francés, en dirección a la carretera interestatal.
Yo no podía apartar los ojos de ella, conducía de un modo verdaderamente sexy, resultaba de lo más sexy que alguien tan delicioso pudiera conducir, y cuando volvió hacia mí aquellos ojos verdes me sentí débil y eufórico, y en aquel estado de ánimo, un estado de ánimo loco y jubiloso, hablé con Goblin.
—La quiero, muchacho, lo entiendes, ¿verdad?
Miré el asiento de atrás y lo vi allí sentado, mirándome con aquella expresión de frío desprecio que había adoptado en el hospital. Me dejó sin respiración. Y entonces me llegó su voz siniestra y monótona:
—Sí, también me ha gustado mucho a mí, Tarquín.
—¡Estás mintiendo, cabrón! —exclamé. Me entraron ganas de estrangularlo—. ¿Cómo te atreves a decirme eso? ¡Si hubieras estado tan cerca habría notado tu presencia! ¿Crees que puedes colarte en mi interior?
—Oh, sí, ahí estaba —dijo Mona al tiempo que aceleraba hasta más de ciento cuarenta por hora—. Lo he notado yo.
Jasmine acompañó a Mona a la habitación de Pops, donde la aguardaba toda su ropa nueva, y acto seguido fuimos a mi dormitorio, donde íbamos a estar en realidad durante aquella visita, y nos zampamos una comida de campeonato ante esta misma mesa a la que estamos sentados tú y yo ahora.
No recuerdo lo que comimos en concreto. Lo que recuerdo es que ver comer a Mona era todo un placer, porque estaba totalmente prendado de ella, y el hecho de ver cómo manejaba el cuchillo y el tenedor con gestos rápidos y charlaba animadamente todo el tiempo hizo que me abandonara a ella todavía más.
Ya sé que lo que estoy diciendo resulta absurdo, pero es que estaba muy enamorado. Jamás había experimentado nada igual, y me sirvió para atenuar bastante momentáneamente el pánico que sufría de forma habitual, incluso me quitó mi razonable miedo al misterioso desconocido, aunque aquí debo añadir que seguía habiendo un gran número de guardas de seguridad armados alrededor de nuestra casa, incluso en el interior, y aquello también me proporcionaba cierta sensación de tranquilidad.
Por supuesto, tía Queen deseaba verme a solas, pero yo decliné elegantemente la petición. Y cuando se hubieron recogido los platos del almuerzo y Jasmine hubo limpiado la mesa (y a propósito, Jasmine estaba guapísima con un traje azul marino claro y una blusa de un blanco radiante), me sentí preparado para no dejar entrar al mundo entero, si me era posible.
—Ahora lo entiendes —explicó Mona—. Mi primo Pierce, con el que probablemente me casaré, es de lo más aburrido. Quiero decir que es como un pan sin sal, no posee poderes paranormales de ningún tipo, y ya es abogado de la firma Mayfair y Mayfair, de la que es socio su padre, Ryan. Y Ryan, mi querido Ryan, también es un pan sin sal, y su vida no es más que una línea recta hacia el conformismo y la seguridad.
—En ese caso, ¿por qué demonios sigues diciendo que vas a casarte con él? —pregunté.
—Porque le quiero —respondió Mona—. No estoy enamorada, no, jamás podría sentir algo así por él, pero lo conozco y para mí es guapo... oh, no tan guapo como tú, ni siquiera tan alto como tú, pero tiene una belleza tranquila. Además, con Pierce, odio decirlo, pero con Pierce probablemente podré hacer lo que yo quiera. Me refiero a que Pierce no es intenso, y ya tengo suficiente intensidad para tres personas.
—Exacto —repuse—. De modo que se trata de un matrimonio seguro.
—Es un matrimonio Mayfair —repuso ella—. Y los Mayfair como yo siempre se casan con otros Mayfair. Y es muy fácil que con sus antecedentes y los míos algunos de nuestros hijos sean brujos...
—Ya estás otra vez con esa palabra, Mona. ¿Qué quieres decir con eso de «brujos»? ¿Toda tu familia utiliza esa palabra? ¿La utiliza el padre Kev?
Mona dejó escapar la más dulce de las risas.
—Sí, la utiliza toda la familia, pero lo más probable es que se deba a la orden de Talamasca y a Aarón Lightner, un miembro de esa orden al que todos amábamos. Lo perdimos. Murió en un terrible accidente. Pero ahora tenemos por amigo a Stirling, y él utiliza esa palabra. Verás, la orden de Talamasca es una organización que llevaba siglos cuidando de nuestra familia sin que nosotros lo supiéramos siquiera. Bueno, no, eso no es cierto del todo. En algunas ocasiones lo supieron nuestros antepasados. Pero de todos modos, los de Talamasca crearon lo que ellos llaman el «Expediente de las brujas Mayfair», y después de leer todo ese material logramos comprender mejor nuestra historia, y sí, nos referimos a algunos de nosotros como brujos.
Me sentía demasiado intrigado para formular otra pregunta. Mona bebió un gran trago de su café con leche y continuó hablando.
(Jasmine nos había dejado una cafetera llena sobre un pequeño calentador de velas y la leche caliente en una jarra, además de mucho azúcar, y fue una buena idea porque bebíamos sin parar y la pequenez de las tazas de porcelana resultaba molesta.)
—Para nosotros, un brujo es lo que significa para los de Talamasca —dijo Mona—: Un ser humano que puede ver a los espíritus y darles órdenes. Tú has nacido siendo brujo, y Stirling Oliver sostiene la teoría de que ello tiene su origen en el cerebro físico, de forma similar a la capacidad de una persona para distinguir matices delicados de los colores, por ejemplo. Pero como no podemos estudiar esos receptores del cerebro, porque la ciencia no es capaz de aislarlos, parece misterioso.
—Dicho de otro modo —sugerí yo—, Stirling opina que algún día seremos capaces de diagnosticar a un brujo como tú o como yo.
—Exacto —contestó Mona—, lo mismo opina Rowan, que está llevando a cabo extensas investigaciones sobre este tema en el hospital Mayfair. Cuenta con su propio laboratorio y en buena medida hace lo que le apetece. No quiero dar la impresión de que es una especie de doctora Frankenstein; lo que quiero decir es que el legado de los Mayfair es tan sustancioso que ella no necesita subvenciones económicas, de modo que no tiene necesidad de rendir cuentas a nadie. Realiza investigaciones secretas y misteriosas. Sólo Dios conoce todos los proyectos que tiene Rowan. Ojalá yo supiera qué se trae entre manos.
—Pero, ¿qué puede hacer si no puede seccionar de hecho el tejido cerebral? —pregunté.
Mona explicó todas las pruebas habituales que se podían practicar en el cerebro, y yo expliqué que había pasado por todas ellas sin que se hubiera encontrado nada anormal.
—Lo entiendo —dijo—, pero Rowan está buscando en nosotros empleando métodos que no son habituales. —De pronto su semblante se oscureció y sacudió la cabeza en un gesto negativo—. Existen otras pruebas, análisis de sangre realizados a los que tenemos genes anormales. Sí, genes anormales, así es como lo dirías tú. Porque algunos de nosotros los tenemos. Por eso mi matrimonio con Pierce casi puede darse por seguro; él no tiene los genes anormales, pero yo sí. Por eso es seguro para mí casarme con él. Pierce posee el certificado de sanidad limpio de polvo y paja. Pero a veces me pregunto si... tal vez no debería casarme.
—Pero yo tengo genes seguros, ¿no es así? —insistí—. ¿Por qué no te olvidas de Pierce para siempre y te casas conmigo?
Ella me miró fija y largamente.
—¿Qué ocurre, Mona? —quise saber.
—Nada. Sólo estaba pensando cómo sería estar casada contigo. Lo del certificado de sanidad no tiene mucha importancia. Seguramente tendríamos hijos brujos. Pero no estoy del todo segura de que importara. Pero, Quinn, tienes que abandonar esa idea; sencillamente, no va a suceder tal cosa. Además, yo sólo tengo quince años, Quinn.
—¡Quince! —Me quedé asombrado—. Bueno, yo tengo dieciocho —dije—. Ambos somos precoces. Nuestros hijos serán genios.
—Sí, no me cabe duda —repuso ella—. Y tendrían profesores particulares como yo ahora, y viajarían por el mundo entero.
—Nosotros podríamos viajar por el mundo con mi tía Queen —dije yo— y con Nash, y él nos contaría cosas de todos los países que fuéramos visitando.
Mona sonreía con una expresión sumamente serena.
—Sería maravilloso —dijo—. Yo ya he estado en Europa, el año pasado la recorrí entera con Ryan y Pierce... Ryan es el padre de Pierce. Ryan es el gran abogado que hay en nuestras vidas, aunque tenemos un bufete familiar entero. Pero en fin, ¿qué estaba diciendo? Europa. Podría regresar allí una vez más, y otra, y otra.
—Oh, piensa en ello, Mona. Ya tienes el pasaporte, y yo tengo el mío. Podríamos raptarte. ¡Tía Queen lleva tiempo rogándome que vayamos!
—Tu tía Queen jamás permitiría que me raptaras —rió Mona—. Ya veo que tiene un espíritu aventurero, pero no daría su consentimiento a un secuestro. Además, la familia saldría enseguida en mi busca.
—¿Tú crees? —inquirí—. ¿Pero por qué, Mona? Hablas de tu familia como si fuera una gigantesca prisión.
—No, Quinn —respondió—, en realidad es como un gigantesco jardín, pero hay tapias que nos separan del resto del mundo. —Empezaba a invadirla una abismal tristeza—. Voy a llorar otra vez y lo odio a muerte.
—No, no llores —le dije. Le acerqué la caja de pañuelos y se la planté delante—. No puedo soportar la idea de que derrames una sola lágrima, y si la derramas la beberé yo, o te secaré los ojos con esto. Ahora dime por qué no van a permitirte viajar a Europa. Quiero decir, nos llevaríamos a tía Queen como la carabina perfecta.
—Quinn, como te he dicho, yo no soy una Mayfair corriente. No soy una bruja corriente. Soy lo que llaman la Designada del Legado. Y el Legado es algo que se remonta cientos de años en el pasado. Se trata de una gran fortuna que hereda una mujer de cada generación.
—¿Cómo de grande?
—De miles de millones —contestó Mona—. Por eso sirvió para fundar el hospital Mayfair, y en este momento la Heredera es Rowan Mayfair. Pero Rowan no puede tener hijos, de modo que ya he sido nombrada yo para sucederla.
—Entiendo. Te están preparando y guardando para el día en que tengas que hacerte cargo de él.
—Exactamente —respondió Mona—. Por esa razón quieren que deje de cometer insensateces y de acostarme con todos mis primos. Desde que regresé de Europa he escuchado mucho. No sé qué me sucede con el sexo, simplemente me encanta. Pero ya has captado la idea. He de ocupar un puesto de honor, si no suena demasiado atroz. Por eso querían que fuera a Europa, para formarme y cultivarme y...
De nuevo su rostro se oscureció, y esta vez asomaron lágrimas a sus ojos.
Ella negó con la cabeza.
Yo me levanté y la obligué a levantarse de la mesa. Luego aparté el cubrecama y los dos nos descalzamos y nos acostamos sobre un lecho de almohadas. Jamás me había gustado tanto mi extraña cama como cuando estuve tumbado en ella con Mona, bajo aquel baldaquino. Y hay que tener en cuenta que ambos íbamos completamente vestidos, aunque cuando empecé a besarla le abrí la blusa hasta abajo y le palpé los pechos, pero a ella no le importó.
Sin embargo no llegamos a hacer nada, principalmente porque yo estaba muy cansado, y entonces volví a sacar el tema.
—¿Te ocurrió algo malo? —le pregunté—. ¿Puedes contarme qué fue?
Ella guardó silencio un buen rato hasta que se puso a llorar otra vez.
—Mona, si alguien te hizo daño, yo se lo haré a mi vez —le dije—. Hablo en serio. Incluso Goblin podría... Dime qué sucedió.
—Tuve un hijo —respondió en un ronco susurro.
Yo no dije nada, pero advertí que ella deseaba continuar.
—Tuve un hijo —repitió— que no fue lo que podría llamarse un niño normal. Era... distinto. Muy precoz, sí, y tal vez sea más adecuado llamarlo una mutación. Yo lo quería con toda mi alma, era un niño precioso, pero... ¡me lo quitaron! —Hizo una pausa y después prosiguió—: Se lo llevaron muy lejos. No consigo recuperarme de aquello, no puedo dejar de acordarme.
—¡Quieres decir que te obligaron a abandonar a tu hijo! Una familia de ese tamaño y con todo ese dinero. —Me sentí horrorizado.
—No. —Mona negó con la cabeza—. No fue así. No fue la familia. Digamos simplemente que se llevaron al niño, y no sé qué fue de él. No fue obra de la familia.
—¿Fue cosa del padre? —inquirí.
—No. Ya te he dicho que se trata de algo terrible. No puedo contártelo todo. Lo único que puedo decir es que en cualquier momento podría saber algo de ese niño. —Escogió las palabras con cuidado—. Podrían devolverme a ese niño. Podrían llegar noticias, buenas o malas. Pero por el momento no hay nada más que silencio.
—¿Tú sabes dónde está el niño? —pregunté—. Mona, ¡yo mismo iré a buscarlo! Te lo devolveré.
—Quinn, qué fuerte eres, qué seguro —dijo ella—. De verdad que es maravilloso estar contigo. Pero no, no sé dónde se encuentra el niño. Me parece que está en Inglaterra, pero no lo sé. Cuando estuvimos en Europa medio lo busqué. No se sabe nada del hombre que se lo llevó.
—Mona, todo esto es horrible.
—No —repuso ella sacudiendo la cabeza. Las lágrimas se pegaban a sus pestañas—. No es tanto como parece. Aquel hombre era cariñoso, y el niño... el niño era excepcional. —Se le quebró la voz—. Yo no quería entregárselo, pero tuve que hacerlo. Tenía que irse con aquel hombre cariñoso, aquel hombre bondadoso que iba a cuidar de él.
Yo estaba demasiado perplejo para formular una pregunta sensata.
—Antes sabíamos cómo ponernos en contacto con él. Rowan y Michael, que son mis primos y ahora mis padres adoptivos, conocían muy bien a ese hombre. Pero ya no.
—Mona, deja que te proteja en esto, déjame ir a buscar a ese hombre y al niño.
—Quinn, mi familia ya lo ha intentado. Se han servido de los recursos del Legado Mayfair para intentar encontrar al niño y al hombre, y no han podido. No necesito que tú me prometas que vas a intentarlo, no quiero que pienses siquiera en ello. Lo único que necesito es que me escuches, que me prometas que jamás le contarás a otro ser humano lo que te he contado a ti.
La besé.
Nos acurrucamos bajo las mantas, nos quitamos la ropa el uno al otro, botón por botón y cremallera por cremallera, y al final quedamos desnudos en el lugar en que yo siempre había dormido tan castamente en compañía de la Pequeña Ida o de Ramona. Tuve la sensación de que la cama estaba siendo bautizada como era debido, y me sentí feliz.
Luego me quedé dormido.
En mis sueños apareció Rebeca llamando a la puerta. Era como si estuviera despierto, pero sabía que no lo estaba. Y en el sueño le dije que tenía que marcharse. Le dije que ya había hecho por ella todo lo que estaba en mi mano. Nos peleamos, ella y yo. Nos peleamos en lo alto de las escaleras. Ella me atacó enfurecida y yo la obligué a bajar las escaleras diciéndole que tenía que irse de Blackwood Manor, que estaba muerta y que tenía que aceptarlo.
Ella se sentó en el último escalón y empezó a llorar con gesto lastimero.
—Ya no puedes seguir viniendo —le dije yo—. Te está esperando la luz, te está esperando Dios. Yo creo en la luz.
El comedor se llenó otra vez de personas de luto, y llegó a mis oídos la cadencia del rosario, cada vez más sonora, como la marea, Ave María, llena eres de gracia, y entonces vi a Virginia Lee incorporarse de nuevo en su féretro con las manos entrelazadas; saltó al suelo con un grácil paso de ballet haciendo ondear sus faldas, se apoderó de Rebeca y juntas salieron como un rayo por la puerta principal de la casa, los dos fantasmas, Virginia Lee y Rebeca, y oí a Virginia que exclamaba: «Has vuelto otra vez para traer aflicción a mi casa, ¿verdad? ¡Me has hecho volver de la luz!»
Rebeca soltó un alarido. Una vida por mi vida. Una muerte por mi muerte.
Todo se sumió en el silencio. Yo, soñando, me senté en los escalones con el deseo de poder despertarme para regresar a la cama donde me correspondía estar, pero no podía.
«Una vida por mi vida», había dicho Rebeca. ¿Se refería a la mía? Nada de lo que yo hice la había satisfecho. No había sido suficiente.
En aquel momento alguien me tocó en el hombro. Levanté la vista. Era Virginia Lee, muy animada y guapa a pesar de llevar su vestido azul del funeral.
—Abandona este lugar, Tarquin —me dijo. Su voz poseía una tierna resonancia—. Vete, Tarquin, abandona este lugar. Aquí existe un mal, y ese mal te quiere a ti.
Entonces me desperté y me incorporé, cubierto de sudor y mirando al frente. Vi a Goblin en el rincón, cerca del ordenador, observándome sin más.
Mona dormía profundamente a mi lado.
Me metí en la ducha, y al ver la sombra de Goblin al otro lado del cristal me di prisa en terminar, me sequé y me vestí rápidamente. Lo tenía de pie a mi espalda, mirándome en el espejo por encima del hombro. Su expresión no era tan despectiva como antes, y rogué para que no pudiera percibir mi aprensión. No parecía tan sólido, ni siquiera con la humedad que flotaba en el aire, como en Nueva Orleans. Me sentí agradecido por aquel detalle.
—¿Tú también amas a Mona? —le pregunté como si me importara.
—Mona es buena. Mona es fuerte —contestó—. Pero Mona te hará daño.
—Ya lo sé —repuse—. Tú me haces daño cuando te muestras desagradable conmigo, cuando dices cosas desagradables. Tenemos que querernos el uno al otro.
—Tú quieres estar a solas con Mona —dijo Goblin.
Nunca había visto aquella expresión de dolor en su rostro. Lo había herido, y lo lamenté.
—Yo soy tú —me respondió.
Cuando Mona se despertó, se bañó y se puso los pantalones y la camisa blancos de Wal-Mart, bajamos a dar un paseo por Blackwood Farm, y al parecer fue aquella caminata lo que me permitió conservar la cordura mientras desnudaba mi alma ante Mona. Le conté todo lo de Goblin, lo de Lynelle, lo de mi extraña vida tal como la percibía yo.
Ella escuchaba con avidez. También se quedó prendada de la casa y el largo camino bordado de árboles. No le pareció vulgar ni recargado. Dijo que veía en todo una gran simetría y armonía.
Sí, era más grande y más altiva que una casa del distrito Garden, concedió, pero comprendía por qué Manfred Blackwood no había querido sentirse constreñido y se buscó aquel lugar perfecto en el campo.
—Quinn —me dijo—, vivimos en casas que fueron construidas por los sueños de unas personas, y hemos de aceptar eso. Tenemos que respetar ese sueño y comprender que algún día la casa pasará a otros. Estas casas son personalidades que hay en nuestras vidas, desempeñan su propio papel.
Contempló las grandes columnas. Le gustó la sensación que emanaba de aquel lugar.
—Hasta la casa en que me crié yo, pobre como era, era una enorme construcción victoriana de St. Charles Avenue. Estaba atestada de fantasmas y de gente. Sabes, no me crié siendo rica. Yo era una Mayfair pobre y venida a menos. Mis padres eran los dos unos borrachos débiles y sin carácter. Entregaron su vida a la botella. Y ahora técnicamente soy propietaria de un avión particular y la heredera por designación de miles de millones de dólares. A veces se me va un poco la cabeza, con ese cambio, pero aquí es donde vuelve a surgir el tema de los sueños, porque yo siempre soñé que iba a ser la Designada del Legado Mayfair. —Empezaba a ponerse un poco triste, lo cual me alarmó—. Algún día tengo que contártelo todo acerca de mi familia. Pero en este preciso instante estoy contigo. Háblame de ti.
A mí me pareció que era sumamente inteligente. Nunca había pensado demasiado con qué tipo de mujer deseaba casarme, si es que había alguna, pero ahora me parecía perfecto que fuera inteligente a la vez que guapa. Y su belleza era natural; no llevaba los labios pintados ni lápiz de ojos. Había salido de la ducha pura y joven. Estaba completamente cautivado.
Oscurecía. El cielo se veía atravesado por vetas de color amatista y dorado fuego. Llevé a Mona hasta el viejo cementerio, le expliqué que el río West Ruby regaba nuestros doscientos solitarios acres de Sugar Devil Swamp.
Le hablé de Sugar Devil Island y del santuario, de la extraña inscripción del mausoleo y del extraño intruso que había penetrado en la casa, y que fue tras ser agredido por él por lo que ingresé en Mayfair.
—¿Podemos ir a la isla, Quinn? —inquirió Mona—. ¿Por qué no me la enseñas? Tengo que ver ese lugar por mí misma. ¿Cómo voy a poder ser Ofelia para siempre si tengo miedo de viajar por corrientes sin fin?
—Bueno, ahora no, mi preciada e inmortal Ofelia —repuse—. Está anocheciendo y yo no soy lo bastante macho para internarme en el pantano en la oscuridad. Pero puedo llevarte de día. ¿Te has fijado en los guardias de seguridad que rodean la casa? Nos llevaremos a dos con nosotros; así, si el desconocido asoma la cara podremos aplastarlo.
Mona demostraba mucha curiosidad. Quería saber más acerca del santuario y de su estructura circular. ¿Había existido una escalera que subiera hasta la cúpula?
—Sí, la hay. El caso es que yo no he subido nunca. Es una escalera de caracol, de hierro, y casi no me fijé en ella. Estoy seguro de que si subes tendrás una panorámica mejor del pantano y de Blackwood Manor al fondo.
—Tengo que verlo como sea —dijo ella—. Es todo demasiado misterioso. ¿Y qué piensas hacer con el intruso?
—¡Echarlo de aquí! —contesté—. Ya está furioso porque le quemé todos los libros. Cuando regrese allí con mis hombres tiraremos su mesa de mármol y su silla de oro. Se los encontrará hundidos en el fango en el que arrojó los cadáveres.
—¿Qué cadáveres? —Mona estaba asombrada.
Yo di media vuelta y le conté aquella parte, cómo lo había visto por primera vez a la luz de la luna, arrojando los cuerpos. Mona estaba muy intrigada.
—Pero esa persona es un asesino —dijo.
—No le tengo miedo —repuse—. Y después de lo que sucedió cuando me agredió dentro de la casa, sé que Goblin puede protegerme y me protegerá.
Dirigí la mirada hacia Goblin, que venía detrás de nosotros a cierta distancia. Le hice un gesto con la cabeza. Mi valiente compañero.
Mona contempló el cielo púrpura, cada vez más oscuro. Por todas partes cantaban las cigarras. Era como si la Tierra estuviera ronroneando.
—Ojalá tuviéramos tiempo para ir allí —comentó Mona.
Yo reí.
—¡Ninguno de los dos tiene el sentido común de estar asustado! —reconocí. Ella se echó a reír, con lo que terminamos riendo los dos, incapaces de parar. Al fin la rodeé con mis brazos y la mantuve así, abrazada, más feliz de lo que había sido nunca en toda mi existencia.
Continuamos caminando juntos, pero lo único en lo que yo podía pensar era en tenderme con ella en la hierba y dejar que las crecientes sombras hicieran las veces de cortinajes de la cama.
Otra vez le dije que cuando regresáramos a la isla al día siguiente nos llevaríamos guardias armados. Yo tenía mi treinta y ocho. Le pregunté si sabía disparar una pistola; me contestó que sí, que había aprendido en un lugar llamado Gretna Gun donde le había enseñado su primo Pierce, para que fuera capaz de protegerse si alguna vez tenía necesidad de ello. Estaba acostumbrada a disparar una Magnum tres cincuenta y siete.
—Ese Pierce —dije—, no quiero hablar de él. Esos planes de casarte constituyen un horrible error del destino. Me siento igual que Romeo interponiéndome en el camino de ese como-sellame.
Mona rompió a reír deliciosamente.
—Oh, es estupendo estar contigo —dijo—. Y en parte se debe a que tú no eres uno de nosotros.
—¿Te refieres a que no soy un Mayfair?
Mona afirmó con la cabeza. Las lágrimas amenazaban con asomar. La rodeé con mis brazos y ella apoyó la cabeza contra mi pecho. Noté que estaba llorando.
—Mona, por favor, no. Conmigo puedes sentirte a salvo.
—Oh, y así es —respondió—. De verdad, pero ya sabes que acabarán encontrándome.
—En ese caso, a lo mejor podemos escondernos detrás de esas columnas tan grandes —dije yo—. Cerraremos con llave la puerta de mi habitación, a ver si pueden echarla abajo.
Mona se detuvo. De momento se encontraba bien, y se secó los ojos con un pañuelo de papel. Me pidió que le describiera otra vez al desconocido, y así lo hice, y después me preguntó si podría haberse tratado de una especie de fantasma o espíritu.
Fue una pregunta de lo más sorprendente. Nunca se me había ocurrido semejante cosa.
—Existen muchas clases de fantasmas, Tarquin —me dijo—. Y varían según las ilusiones que generan.
—No, no era un fantasma —repuse—. Estaba demasiado violentado por la lluvia de cristales para ser un fantasma. Y además no veía a Goblin.
Goblin continuaba con nosotros, nos seguía de una forma un tanto irregular, sin reaccionar cuando yo lo saludaba con la mano. Era aquella hora del día en que yo solía experimentar el pánico con mayor intensidad, pero no lo sentí porque tenía que ser fuerte por Mona y, francamente, ella suscitaba en mí una emoción constante que había disipado el pánico y todos mis pensamientos negativos y tristes.
Le hablé de los espectros que había visto, allí entre las tumbas, y de que no me hablaban, y de que eran como una masa coagulada, y también hablamos de la naturaleza de los fantasmas en general.
Ella dijo que Stirling Oliver de los de Talamasca era un hombre bondadoso y profundamente honorable, británico hasta la médula, como todos los mejores de Talamasca, y lleno de ideas maravillosas sobre fantasmas y espíritus.
—No sé si existe algo que sea un espíritu auténtico —dijo mientras paseábamos con respeto entre las lápidas y las tumbas elevadas del suelo—. Más bien pienso que todos los espíritus son los fantasmas de alguien, aunque hayan sido seres de carne y hueso hace tanto tiempo que ya no lo recuerden.
—Goblin es un espíritu puro —dije yo—. No es el fantasma de nadie. Miré hacia atrás y vi a Goblin a cierta distancia, con las manos en los bolsillos del vaquero, observándonos. Tenía miedo de pasarme hablando de él, hablando de la velocidad con que estaba aprendiendo, de sus facetas más peligrosas.
Pero me volví y agité la mano en un simple gesto de amistad, y telepáticamente le dije que le quería. Él no me devolvió el saludo, pero su semblante no mostraba desprecio, y de pronto caí en la cuenta de que llevaba mi corbata Versace de la suerte. ¿Por qué? ¿Por qué iba vestido de arriba abajo y llevaba aquella corbata? Tal vez aquello no significara nada.
Me parece que Mona lo notó, notó que yo me fijaba en aquellos detalles. Estoy seguro de que se dio cuenta. Pero continuó hablando.
—Con los espíritus nunca se sabe —dijo—. Podrían ser fantasmas de algo que no era humano.
—¿Cómo diablos es posible eso, Mona? —pregunté—. ¿Quieres decir que podrían ser el fantasma de un animal?
—Estoy diciendo que existen cosas en este mundo que parecen humanas pero que no lo son, y que no hay modo de saber cuántas especies de ésas existen. Hay seres que caminan por la Tierra disfrazados de seres humanos, engañándonos deliberadamente. De manera que con los espíritus uno nunca está seguro. Pueden ser buenos y cariñosos como Goblin. —Miró al aludido. De hecho, le sonrió—. O puede que sean el fantasma de algo temible que desprecia a la humanidad y desea causarle daño. Pero lo principal es entender que todos los espíritus cuentan con una especie de organización.
—¿A qué te refieres?
—A que aunque resulten invisibles para la mayoría de la gente, tienen una forma que se puede percibir y un núcleo de algún tipo en el que residen tanto el cerebro como el corazón.
—Pero, ¿cómo lo sabes tú? —dije—. ¿Y cómo es posible?
—Bueno, en primer lugar —respondió—, eso es lo que cree Stirling, que lleva toda la vida estudiando a los fantasmas. Por eso pasa tanto tiempo conmigo últimamente. Yo veo fantasmas a todas horas. Y también es lo que cree Rowan, ya sabes, mi prima la doctora Rowan Mayfair.
—Pero, ¿dónde se encuentra ese núcleo? ¿Y cómo es que un fantasma puede aparecer y desaparecer?
—La ciencia no lo ha descubierto todavía —respondió Mona—, eso es lo que siempre me dice Rowan. Pero tenemos ideas claras al respecto. El núcleo y las partículas de que se compone un fantasma sencillamente son demasiado pequeños para que los veamos, y el campo de fuerza que las organiza puede atravesar sin esfuerzo las moléculas que sí vemos. Piensa en los insectos diminutos y en lo fácil que les resulta atravesar una tela. Piensa en cómo pasa el agua a través del algodón o de la seda. Así es como los fantasmas atraviesan las paredes. Está todo ahí, esperando a que un día lo descubramos, pero en el momento actual lo desconocemos.
—Sí, ya veo lo que quieres decir, lo de que el fantasma atraviese la materia, pero, ¿cómo hace para aparecerse a nosotros?
—Atrae magnéticamente partículas de materia hacia sí mismo y las organiza para formar una ilusión óptica. Esa ilusión puede ser tan fuerte que incluso parezca sólida y se perciba como algo sólido; pero es en todo momento una ilusión óptica, y cuando el fantasma desea desaparecer, o tiene que desaparecer, las partículas se dispersan.
Estaba demasiado extasiado para discutir con Mona. Ella se tomaba aquello muy en serio, todo lo que decía, y lo único que tenía yo en realidad eran preguntas. Pero sabía que Goblin también estaba escuchando, y me hubiera sentido más asustado por ese motivo si no hubiera sabido que ella lo sabía también.
—Ahora bien, hay algunos fantasmas —dijo Mona—, los que son fuertes de verdad, que pueden volverse tan sólidos como para resultar visibles no sólo para una o dos personas receptivas, sino para todo el mundo. Existen —recalcó—. Y sólo Dios sabe cuántos de ellos hay caminando entre nosotros.
—Dios mío, vaya idea —comenté.
—Tú piénsalo; algo que parece humano pero que es un fantasma, que ha vuelto para darse otra oportunidad en la vida, o algo así. Pero durante la mayor parte del tiempo los fantasmas se valen de sus principios organizativos para aparecerse a una determinada persona receptiva.
—Pero, ¿cómo es que tanto tú como yo vemos a Goblin? —quise saber.
—Debe de ser que tenemos los mismos receptores —contestó Mona—. Estoy segura de que se trata de eso. Y algunos de los fantasmas que veo yo seguro que también tú podrías verlos.
—Por eso tenemos que casarnos, Mona —dije—. Si nos casamos con otra persona nos sentiremos solos e incomprendidos. Siempre recordaremos este momento.
Aquel comentario la sorprendió, o de algún modo la pilló con la guardia baja. Luego dijo con una leve irritación:
—Quinn, deja de hablar de casarnos como si fuera algo que vaya a suceder. Ya te lo he dicho, voy a casarme con Pierce. Tengo que casarme con Pierce. Tal vez después podamos tener una relación romántica, pero creo que no, creo que a Pierce eso lo destrozaría. Eso es lo peor de casarme con él; cuando esté casada, se habrán terminado mis aventuras eróticas.
—Una perspectiva verdaderamente desagradable. Odio a ese tipo. Quizá lo mate.
—No hables así, Pierce es el Mayfair más encantador de este planeta —replicó Mona—, y cuidará de mí. Oh, no hablemos de él; a veces pienso que desea a alguien mejor que yo, ¡y nuestra familia está repleta de vírgenes sin tacha! A lo mejor tienes razón acerca de Pierce. Quiero decir que por su propio bien... En fin, volvamos al tema de los fantasmas.
—Sí —dije yo—, explícame cómo se forma el núcleo de un fantasma, suponiendo que exista eso. Y dejemos que Pierce se quede con una de esas vírgenes, me parece una buena idea.
—Stirling dice que el núcleo es el alma, el alma que se negó a partir cuando fue separada de su cuerpo terrenal.
—¡Así que el alma posee materia!
—Quizá más bien lo que llamamos electricidad —dijo Mona— o energía, en cualquier caso. Vamos a imaginarlo de esa forma, algo infinitesimal que es energía organizada. Se encuentra por todas partes de nuestro cuerpo mientras estamos vivos, pero cuando morimos se contrae en un núcleo, y ese núcleo tiene que dirigirse hacia la luz, como bien sabemos. Y en lugar de salirse de nuestra estratosfera, como debería hacer al desconectarse del cuerpo, se queda rezagada, unida a la Tierra, y genera para sí un cuerpo espiritual, un cuerpo de energía impresa con la forma de su cuerpo humano ya desaparecido, y así es como adquiere sus características de fantasma.
—¿Y tú crees que puede olvidar que una vez fue humana?
—Oh, estoy segura de que sí. Debe de haber espíritus unidos a la Tierra que tienen una edad de mil años. Para ellos no hay un reloj que marque el tiempo, para ellos no existen el hambre ni la sed. Sin nuestra colaboración para que se centren y se tensen, se limitan a vagar. Ni siquiera estoy segura de lo que ven o lo que saben cuando vagan, pero entonces surge una persona capaz de reaccionar a su presencia y empiezan a evolucionar como fantasmas para esa persona.
—¿Y tú te consideras bruja porque puedes ver a esos espíritus?
—Sí, y porque puedo hablar con ellos, pero no puedo obligarlos a que hagan lo que yo quiera. No he experimentado con ese poder, es un poder demasiado peligroso. El asunto entero resulta peligroso, Tarquin. —Bajó la voz y miró disimuladamente a Goblin—. Probablemente Goblin lo sabe. ¿No es así, Goblin? —le preguntó—. Seguro que él sabe todas estas cosas.
Miré hacia atrás. Goblin parecía pensativo, menos desdeñoso, y eso me alivió en cierta manera.
—Mona, tenemos que estar juntos, siempre —dije—. ¿Quién va a quererme como me puedes querer tú?
Goblin se acercó un poco. Yo alcé la mano para detenerlo.
—Pero en serio, Mona —volví a dirigirme a ella—. ¿Quién va a quererme como puedes quererme tú?
—¿De qué me estás hablando? —respondió ella—. Eres un chico alto y muy guapo, y posees los ojos azules más sinceros que he visto en mi vida. Es una verdadera rareza que un hombre tenga los ojos azules y el cabello negro azabache, y tú tienes las dos cosas. Eres lo que las chicas consideran un tipo adorable.
Por supuesto, me encantaron aquellos cumplidos, porque yo me sentía muy inseguro de mí mismo, pero no hicieron otra cosa que reforzar mi esperanza de que nada pudiera separarnos.
—Cásate conmigo, Mona —le dije—. Hablo en serio. Tienes que casarte conmigo.
—Empieza a gustarme la idea, pero compórtate como es debido —me contestó—. Sigamos hablando de fantasmas y espíritus. Necesitas saber cosas. Estábamos hablando de espíritus atados a la Tierra, los que no han ido hacia la luz.
—¿Estás segura de la existencia de esa luz, Mona? —le pregunté.
—Sí —dijo ella—, y puede iniciar toda una aventura para sí mismo, sobre todo si encuentra una persona receptiva como tú o como yo, alguien que pueda verlo aun cuando sus poderes de organización son todavía débiles. Luego, naturalmente, nosotros lo ayudamos a centrarse percibiendo su presencia y hablándole, y prestándole atención, con lo cual su organización se hace cada vez más fuerte.
—Pero, ¿y un espíritu como Goblin? Él no es un fantasma, no sabe de dónde ha venido.
Mona me lanzó una elocuente mirada que decía: «Ten cuidado.»
—En ese caso Goblin es un espíritu puro —contestó—, pero es probable que los espíritus se organicen exactamente del mismo modo: poseen el núcleo y luego una especie de cuerpo etéreo, un cuerpo constituido por un campo de fuerza, y es de ese campo de fuerza de lo que se sirven, igual que un fantasma, para atraer partículas y aparecerse a alguien.
Seguimos caminando hasta salir del cementerio y enfilamos hacia el embarcadero. El pantano ya tenía un aspecto oscuro y traicionero, lleno de cosas muertas que deseaban matar. De él provenía una canción nocturna que traía un significado de muerte. Yo procuré ignorarla; a Mona pareció gustarle, parecía gustarle la noche.
—Quinn, ojalá pudieras hablar con Stirling —me dijo—. Opino que tiene muchas cosas que contarte. Resulta muy fácil tratar con él. La orden de Talamasca lleva siglos proporcionando refugio a las personas que ven fantasmas. Acogen a gente como tú y como yo, y no por razones egoístas. Cuando estuve en Inglaterra fui a visitar su casa fundacional, incluso fui a la sede de Roma.
—Suena a algo religioso, como si fueran monjes trapenses o carmelitas.
—Bueno, en cierto modo —respondió Mona—, pero no son religiosos. Son buenos sin ser religiosos. A veces al padre Kevin le resulta difícil aceptarlo, pero está acostumbrándose. Ya sabes cómo son los católicos; cualquier cosa sobrenatural que no provenga de Dios tiene que ser mala. Y ocurre que los de Talamasca estudian lo sobrenatural. Pero hasta al padre Kevin está empezando a gustarle Stirling. No hay nadie a quien Stirling no termine desarmando.
—Háblame del padre Kevin —dije—. ¿Cuál es su historia?
—Es un buen sacerdote —dijo Mona—. Yo debería saberlo. Intenté con todas mis fuerzas llevármelo a la cama, como ya te he dicho, pero no lo conseguí. Nació aquí, en una casa grande de Magazine Street. Es el pequeño de ocho hijos. Su hermana mayor pertenece a otra generación totalmente distinta. Nosotros los llamamos los Mayfair sin Mácula porque son todos muy buenos y nunca se buscan problemas. Cuando se hizo sacerdote lo enviaron al Norte, y ahora ha regresado, principalmente porque la familia necesita tener un sacerdote propio y también porque aquí puede enseñar. Cuando quiere, es todo un teólogo.
—Mona, ¿por qué intentas irte a la cama con tanta gente? —inquirí. Sabía que parecía ingenuo e infantil, pero tenía que preguntárselo.
—¿Y por qué haces tú lo mismo, Tarquin?
—Pero es que yo en realidad no lo hago. Aparte de ti, me he acostado con una de las mujeres de la propiedad, y ya está.
—Lo sé —dijo ella sonriente—. Se trata de esa medio mulata despampanante de pelo rubio, Jasmine.
—¿Cómo lo sabes?
—Las brujas tenemos un poco de poder telepático —dijo Mona con la misma sonrisa generosa—. Lo he ido aprendiendo, podría decirse. ¿No tuviste la sensación de que se trataba de un camino que tenías que recorrer?
—Sí, supongo que sí. Pero, comparado contigo, yo soy un poco retrasado. Tengo casi diecinueve años y me he acostado con un espíritu, un fantasma y dos mujeres reales, de las cuales tú eres de la que estoy enamorado.
—Puedo imaginarme quién es el espíritu, pero háblame del fantasma.
—No puedo en este momento. Estamos demasiado cerca de su tumba. —Señalé la pequeña lápida del cementerio—. Pero puedo decirte que se llama Rebeca y es muy guapa, y que tuvo un fin cruel e injusto. Con ella perdí la virginidad. Posee un gran encanto cuando alcanza el orgasmo... Y hablando de encanto, tengo un tutor que lo es y en este momento viene hacia nosotros.
Era Nash, que había bajado desde la casa para invitarnos a cenar. Estaba muy guapo y elegante con su terno de algodón azul, de corte muy marcado, y su camisa blanca con el cuello abierto.
Pensé que tenía que conseguir aquel estilo, del que él hacía gala de manera tan audaz y natural.
Enseguida se lo presenté a Mona y le dije que iba a casarme con ella. Aunque levemente sorprendido, lo aceptó con absoluta seriedad.
—Enhorabuena, Quinn, y querida —tomó la mano de Mona—, es un placer.
Tuve la impresión de que su voz melodiosa era capaz de mover montañas. Además, las arrugas lo favorecían; le daban apariencia de sabiduría y prudencia.
—Por supuesto, sigue en pie lo de ir a Europa, Nash —dije—. Iremos todos. Vamos a raptar a Mona.
—En fin, eso lo hace todo el doble de interesante —repuso Nash con una mínima sonrisa y un toque de ironía. Ofreció el brazo a Mona con elegancia para ayudarla a subir el terraplén, y yo me sentí avergonzado por no haber pensado en hacer eso mismo.
En cuanto a la cena, todos nos reunimos con tía Queen al otro lado de la casa, donde se había dispuesto la mesa en la terraza enlosada con el recién restaurado mobiliario de mimbre.
—Son los muebles de Rebeca —le expliqué a Mona—. Rebeca y yo... fue en un sueño... tomamos café juntos, sentados en estos sillones de mimbre. Ya verás.
«Y también lo veré yo —pensé—. Veré si los sillones son exactamente iguales que los que aparecían en mi sueño, porque a lo mejor los he imaginado antes, cuando paseaba tan intrigado y confuso.»
Mientras pasábamos por delante de la fachada de la casa, levanté la vista hacia el cielo enrojecido y oscurecido, y de nuevo experimenté aquel pánico.
Pero lo aparté de mí. Era un momento para estar alegre, y pensaba aprovecharlo.
Rápidamente busqué a Goblin. Ven con nosotros. Intenté sonreírle, pero creo que él estaba al tanto de mis muchos miedos. Era capaz de leerme el rostro, si no la mente.
Oía en mi cerebro la voz de Rebeca y temí marearme. Cuando describí estos estados de vértigo a los médicos de Mayfair, ellos hablaron de pequeños ataques.
Pero, ¿cómo podía aplicarse dicha explicación a aquello: muebles que se duplicaban y que yo sólo había visto bien en un sueño? El hecho era que la teoría de los ataques no encajaba con nada.
—Mona, amor mío —dije conforme nos acercábamos a la mesa—, te necesito.
—Lo que tú necesitas más que nada en el mundo —repuso ella— es estar con Stirling Oliven
Pero yo capté la pasión que había en sus ojos, vi que ella estaba conteniéndose. Percibí la prueba de mis progresos con ella.
—Y lo que necesitamos todos es cenar —dijo tía Queen, que me saludó con un beso y acto seguido plantó otro más en la mejilla de Mona.
—Sabes, querida —dijo tía Queen—, eres muy guapa.
La propia tía Queen iba ataviada con un vestido de raso beis, un largo collar de perlas de varias vueltas, un camafeo de concha como gargantilla y los tacones de aguja más llamativos que he visto jamás. La pulserita que adornaba cada zapato estaba tachonada de diamantes, y también estaba rodeado de diamantes el camafeo, de magnífica factura, que representaba a Apolo con su lira.
Todo el entorno dispuesto para la cena estaba iluminado por suaves focos colgados de la casa, así como por un círculo de velas colocadas sobre lámparas a prueba de viento. Los muebles estaban finamente trenzados y bien construidos; un anticuario hubiera dado una pequeña fortuna por ellos. Mientras lo contemplaba volví a sumergirme en el ambiente del sueño. Rebeca me dijo al oído: Perra pelirroja. Saboreé el café del sueño. Los escalofríos me recorrían en silencio. Una ola de terror pasó sobre mí. Una vida por mi vida. Una muerte por mi muerte.
Todos a la vez tomamos asiento en las sillas recién pintadas y sí, me di cuenta de que el sitio de Goblin se encontraba a mi izquierda como siempre, y ni siquiera había pensado en pedirlo.
Mi cuerpo y mi mente estaban inundados de sensaciones. El mero hecho de mirar a Mona, situada a mi derecha, despertó en mí el deseo de llevarla a la cama. Pero seguía abriéndose paso en mi cabeza un dolor sordo procedente del sueño de Rebeca. «Ve hacia la luz», recé en silencio. Intenté de veras concentrarme en lo que me rodeaba; tenía que ser un hombre para Mona. Y aquél no era lugar para convertirse en un centauro.
Jasmine, exquisitamente vestida con un traje violeta de cintura diminuta y una vaporosa blusa blanca, nos trajo el pollo al estragón y el arroz. Ramona, con su habitual delantal de un blanco deslumbrante, estaba sirviendo el vino.
Comprendí que tía Queen había estado obrando alguna clase de magia con Jasmine, que estaba experimentando un cambio de estatus; había adquirido un encanto especial, y desde luego yo no era el responsable.
—¿Os habéis fijado en los zapatos que llevan estas encantadoras damas? —dije a Nash y Mona—. Me entran ganas de besarles los pies.
—Concéntrate en la cena, jefecillo —dijo Jasmine en voz baja—. No vas a besarme los pies.
Mona se echó a reír.
—Nada tiene tanto éxito —contestó Nash— como el exceso. —Sonrió—. He de decir que es un placer estar aquí, en este maravilloso entorno. Nunca he oído en toda Luisiana a las cigarras cantar como cantan aquí.
—¿Y cómo has pasado el día? —le pregunté—. Tengo la sensación de que, como me he enamorado de Mona, te he descuidado un poco, pero es que el hecho de descubrir a la mujer de tu vida puede resultar muy turbador. Me he convertido en un loco feliz.
—Y así es como debe ser —respondió él—. No debes preocuparte por mí lo más mínimo. Todo esto me resulta nuevo, fascinante. Lo he pasado muy bien. Por la tarde me he echado una buena siesta y después lo he pasado estupendamente estudiando la fabulosa colección de camafeos de tu tía Queen.
—Camafeos —dijo Mona—. ¿Quiere decir que tiene más de los que hemos visto en la vitrina del salón?
—Varios centenares más —dijo tía Queen—. Abarcan mi vida entera, y ya puedes imaginarte lo larga que ha sido. Pero vamos, brindemos por Mona Mayfair, nuestra encantadora invitada, y por Nash Penfield, que pronto nos acompañará como guía en el Gran Viaje, y por mi sobrino-nieto, que hoy ha recibido una parte de su herencia.
—Mona va a venir a Europa con nosotros, tía Queen —declaré—. ¿Qué podemos hacer para partir antes de medianoche? Mona irá como mi esposa.
La aludida se mostró claramente sorprendida, pero no rió. Se limitó a sonreírme cálidamente, y a continuación se inclinó con audacia y me besó en la mejilla.
—¿De verdad quieres casarte conmigo esta noche? —me dijo—. Me parece que estás perdidamente enamorado de mí.
—Locamente, y para siempre —dije yo—. Pero no tenemos por qué esperar a la ceremonia. Podríamos tomar un vuelo esta noche y casarnos en París. Tía Queen hace eso a menudo, lo de salir volando. Necesitaríamos tu pasaporte, por supuesto, pero yo regresaría contigo a la casa y...
—Querido —intervino tía Queen—, no creo que eso sea necesario. Me parece que en este momento los Mayfair están llegando por el camino de entrada.
Era una gigantesca limusina negra, igual que el coche de tía Queen. Avanzaba aplastando la gravilla del suelo, hasta que por fin se detuvo despacio frente a los escalones de entrada a la casa.
Mona se dio la vuelta, y después se volvió de nuevo para mirarme. Los ojos se le llenaron de lágrimas.
—Tarquin —dijo—, ¿de verdad me llevarías contigo esta noche?
—¡Sí, por supuesto que sí! —exclamé—. ¡Tía Queen, tú sabes que eso es lo que quieres, que yo vaya a Europa, que adquiera cultura! Nash, tú puedes hacer de guía y tutor de todos nosotros. —Era capaz de morir por Mona, estaba seguro. Era capaz de enfrentarme a todo el que fuera dentro de aquel coche.
—Nash —dijo tía Queen—, ve a saludarlos por mí, querido. Veo que el guarda de seguridad se está levantando. Impídeselo. Yo no conseguiré cruzar el césped con estos zapatos. Haz tú los honores, ¿quieres, querido?
Mona explicó rápidamente que los que se acercaban a la mesa eran Ryan Mayfair, el abogado y padre de Pierce, y la doctora Rowan Mayfair y el esposo de ésta, Michael Curry. Yo me incorporé de manera natural, pero no así Mona, de modo que me situé detrás de su silla y le apoyé las manos en los hombros. Estaba dando la espalda a los que venían por el césped; estaba siendo un maleducado; estaba haciendo acopio de fuerzas para la batalla.
—No te preocupes, mi valiente Ofelia —dije en voz queda—, no perecerás mientras siga con vida este bravo Laertes.
Pero, para mí, el aspecto más curioso de todo aquello no era mi corazón desbocado, sino la expresión cauta y casi hostil que descubrí en el rostro de tía Queen cuando el pequeño grupo se colocó a mi izquierda y Nash se apresuró a invitar a todos a que tomaran asiento.
Se negaron. Tenían mucha «prisa», pero dieron calurosamente las gracias.
—Venimos a recoger a Mona —dijo la doctora Rowan Mayfair en un tono muy suave y cortés. Creo que es lo que se llama una voz de seda—. Señora McQueen —dijo con un breve gesto de cabeza—, tiene usted una casa magnífica.
—Bueno, espero que algún día puedan venir a hacernos una visita —contestó tía Queen, pero al pronunciar aquellas palabras no mostró su habitual actitud cálida, sino que escrutaba al grupo de una forma que yo no había visto nunca.
Se fueron efectuando todas las presentaciones. Ryan Mayfair parecía haber nacido ya con su traje Brooks Brothers puesto, y Michael Curry, un hombre tosco que era el mayor de todos, estaba muy guapo con chaqueta de safari, el hermoso cabello gris y sus agradables modales. Tenía un aire irlandés, con el rostro cuadrado y los ojos azules. El abogado se sentía incómodo, y la doctora Rowan Mayfair tampoco estaba muy a gusto que digamos. La doctora Rowan tenía unos pómulos altos y un pelo corto que le proporcionaban una belleza elegante. Flotaba en ella algo que innegablemente daba miedo, aunque su porte era discreto.
—Vamos, Mona —dijo la doctora Rowan—, hemos venido para llevarte a casa. Esta mañana nos has dado un buen susto al escaparte.
—¡Quiero que me dejéis en paz! —exclamó Mona. Fue prácticamente un crie de coeur.
Apenas pude soportarlo, así que me lancé a la acción sin moverme siquiera. La agarré por los hombros. El corazón me retumbaba.
Pero de repente la doctora Rowan adoptó un semblante amenazador y dijo, para mi total sorpresa:
—Michael, tráela.
Ryan Mayfair y Michael Curry avanzaron hacia Mona, que chilló, retrocedió y tiró la silla al suelo, y entonces yo la rodeé fuertemente con los brazos. Ella pivotó en mi abrazo y enterró la cara en mi pecho. La sentí como la criaturita más frágil y preciada que jama había conocido ni amado, y mi intención era la de luchar por ella.
—Vamos, caballeros —terció Nash empleando un tono suave pero autoritario—, ¡no pretenderán llevarse a esta joven por la fuerza! Señora McQueen, ¿es usted neutral en todo esto?
—Desde luego que no —contestó tía Queen—. Jasmine, ve buscar a los hombres.
—Aguarde un minuto —dijo Michael Curry haciendo con la manos el gesto universal de paciencia. Fingió ser el tipo más dulce del mundo—. Mona, por favor, déjate de dramas y ven a casa, ya sabes que tienes que volver. Mona, no deseo hacer esto, no lo desea nadie, pero no puedes irte así. Míralo desde nuestro punto de vista.
—Voy a casarme con ella —dije yo—. Y si le pone un solo dedo encima, le rompo la cara. Ya veo que es usted muy fuerte, ya lo creo que sí, pero yo soy joven y estoy más en forma de lo que parece, de modo que no me ponga a prueba.
En cuanto a Goblin, que se había puesto de pie, le había susurrado que no hiciera nada. No sé qué podría haber hecho, pero me emocionaba y me daba pavor a un tiempo.
A aquellas alturas ya venían corriendo hacia el patio Clem y Allen. Y el guardia de seguridad del porche delantero se encontraba al lado de tía Queen, pistola en mano.
Tía Queen indicó a Clem y Allen con una seña que se acercaran, pero que se quedaran quietos.
—¿No están todos haciendo un poco el ridículo? —dijo tía Queen—. Esta muchacha está cenando con nosotros. Esta noche mi chófer la devolverá a su casa. Jamás he visto semejante histeria. Doctora Mayfair, estoy sorprendida.
—Lo siento, señora McQueen —dijo la doctora Mayfair. Su tono seguía siendo grave y ronco, y muy sincero; sin embargo, sus palabras sonaban reforzadas por un poder terrible—. Mona tiene quince años. Sus padres están muertos. A veces hace cosas impulsivas. Yo soy su responsable legal. Quiero que venga a casa, y como usted puede ver, ella se niega.
Michael Curry sacudió la cabeza en un gesto negativo, compungido y, acto seguido, acarició con delicadeza el cabello de Mona y le habló en tono suave y tranquilizador.
—Vamos, cielo, comprendo cómo te sientes.
—No, no lo comprendes —sollozó Mona contra mí—. No lo comprendéis ninguno de vosotros.
—Mona, yo te quiero —dijo Michael, y continuó con voz tierna—: Deja que te llevemos a casa, cariño. Puedes ver a Quinn mañana. Quinn, podrías venir a casa, ¿no? Nos alegraría que vinieras. ¿Qué te parece mañana por la tarde temprano? Vamos, cariño.
Yo le sostuve la cabeza y le susurré al oído:
—Vete a casa, prepara el pasaporte y estate atenta.
La doctora Mayfair sacudió la cabeza como si también ella odiase aquella situación. O como si hubiera oído lo que yo había susurrado. El abogado, Ryan, el guapito del traje, no alteró en ningún momento su expresión de dolor. Creo que se sentía mortificado pero resignado. Era un cabrón muy guapo, eso tuve que concedérselo, lo cual probablemente quería decir que su hijo, el infame enemigo Pierce, también era muy guapo.
Por fin Mona se volvió y, aún asida a mi brazo, los miró a todos.
Nash parecía muy alarmado. Allen y Clem estaban prestos para entrar en batalla y el guardia de seguridad en alerta máxima.
—Tiene que volver a casa, señora McQueen —dijo la doctora Rowan con paciencia y cortesía. Su semblante era demasiado sereno—. Quinn, ¿puedes venir a ver a Mona mañana? Opino que la sugerencia de Michael es una buena idea.
Mona volvió a mirarme, y dando la espalda a los tres malvados formó con los labios la palabra «pasaporte».
—Ven a las tres, ¿de acuerdo? —me dijo, pero sus dedos apretaron en secreto el número dos contra la cara interior de mi brazo.
—Sí, iré a las tres en punto.
—Puedes ser nuestro invitado para cenar —dijo la doctora Mayfair—. Señora McQueen, señor Penfield, lamento todo esto. Lo lamento de veras.
Hablaba de una forma tan sencilla y franca que lo que decía resultaba casi creíble. A lo que me refiero es que no pude odiarla todo lo que yo hubiera deseado. Pero en algún rincón secreto seguía dando miedo.
Mona me dio un beso en la mejilla. Yo la abracé y la besé en la boca.
—Te quiero —le dije—. Pienso ir a buscarte.
—Ten cuidado con todos los fantasmas —susurró ella—. Ten mucho cuidado, y recuerda que si por alguna razón no puedes llegar hasta mí o si recurren a algún truco, debes acudir a Stirling Oliven. Oak Haven es la casa de retiro que tienen los de Talamasca en el Sur. Todo el mundo sabe dónde está. Plantación Oak Haven, en River Road, cerca de Vacherie.
—Entendido —respondí.
Mona retrocedió.
—Hasta mañana —dijo—. Tía Queen, gracias por la cena. Señor Penfield, ha sido un placer hablar con usted.
De repente se detuvo y miró fijamente a tía Queen, cuyo rostro era la viva imagen de la angustia. Entonces fue hasta ella, la abrazó le dio un beso.
—Oh, querida, mi querida niña —dijo tía Queen—. Que Dios te bendiga y te guarde. Ten esto. —Tía Queen se soltó el camafeo tachonado de diamantes que llevaba al cuello—. Llévatelo.
—Oh, no, no puedo —protestó Mona.
—Debes aceptarlo. Que te sirva para acordarte siempre de nosotros.
Mona estaba a punto de romper a llorar otra vez. Con el camafeo fuertemente asido en la mano, dio media vuelta y se alejó a toda prisa. El incómodo trío la siguió, y todos se apiñaron en el interior de la larguísima limusina, la cual giró en redondo en el camino de entrada y no tardó en desaparecer en dirección a la autopista.
Jasmine se llevó a nuestro guardia de regreso a la cocina. El hombre salió de nuevo al porche delantero, sinceramente desilusionado; Jasmine tomó mi plato y me sirvió una ración caliente de pollo con arroz.
Yo estallé en un mar de lágrimas. Lloré como un niño pequeño. Lloré y lloré. Me quedé allí sentado, sin que me importara lo que pensara nadie, y lloré. Qué más daba que tuviera dieciocho años; lloré.
Nash se acercó a mí para rodearme con su brazo, y tía Queen me arrulló y me llamó su pobre niñito.
—Nunca he deseado nada en mi vida con tanta vehemencia —dije—. Estoy enamorado.
—Ah, mi querido niño —dijo tía Queen—. ¡Por qué tendrá que ser una Mayfair!
—¿Pero qué tiene de malo esa familia, tía Queen? —inquirí—. ¡Por Dios, pero si fuimos a su hospital! Acudimos a su iglesia. El padre Kevin es un Mayfair. No lo entiendo.
Nash me dio un fuerte apretón en el cuello y regresó a su silla.
—Jasmine, trae a Nash un plato caliente —dijo tía Queen—. Y tú, mi niño, haz el favor de comer algo. ¿Cómo puedes medir un metro ochenta y siete y no comer?
—Mido sólo uno ochenta y dos —expliqué yo—, el de uno ochenta y siete es Nash. Nash, gracias por tu apoyo moral. Tía Queen, no entiendo todo esto.
—Bueno, mi niño —dijo ella alzando su copa de vino blanco para que Jasmine se la volviera a llenar—, no estoy segura de entenderlo yo misma, pero la familia Mayfair siempre ha sido observada con cierta suspicacia. La doctora Rowan Mayfair, el genio que hay detrás del hospital Mayfair, es tal vez la más admirada de todo el clan, y forma parte de la vida pública y del servicio público. Pero hasta la doctora Rowan es una figura misteriosa. En cierta ocasión sufrió una lesión tan grave que se perdió toda esperanza, y luego experimentó una recuperación milagrosa.
—Bueno, no irás a reprocharle eso —intervine.
—Ah, ¿no? —replicó tía Queen—. Pues puedo decirte que no fue gracias a la intercesión de un santo por lo que volvió de entre los muertos. Hasta ahí es cierto.
—¿Pero qué estás diciendo?
—Como has visto, es muy comedida y está muy segura de sí misma por naturaleza —dijo tía Queen—. Y quizá sea una buena persona, a lo mejor es una buena persona. Pero el resto de la familia es harina de otro costal.
—Pero, ¿a qué te refieres? El abogado era como un pan sin sal. (Naturalmente, estaba plagiando la frase de Mona pero, ¿y qué?)
—El abogado goza de gran respeto —admitió tía Queen—, aunque se dedica casi con exclusividad a la familia. Hablo de otras cosas. Supongo que no te habrás olvidado de que gestiona nuestro dinero. Pero durante años se viene hablando de locura congénita en las mujeres de esa familia; bueno, y también en los varones. A los Mayfair los han drogado, encerrado en celdas acolchadas, incluso en cierta época se dejó que la casa que tienen en la Primera terminara en ruinas, aunque desde la llegada de Michael Curry se ha restaurado de forma maravillosa, según me han dicho. Luego está lo del propio Michael, que casi se ahogó una vez en la piscina.
—Pero, ¿qué puede significar eso?
—No lo sé, querido, lo único que intento decir es que siempre se han visto envueltos en el misterio. Es una familia que posee su propio bufete de abogados y su propio sacerdote. Como los Médicis, ¿no te parece?, ¡y ya sabes que los florentinos solían alzarse contra sí mismos y arrojar todas sus obras de arte por las ventanas del palazzo
—¡Como si los habitantes de Nueva Orleans fueran a levantarse contra los Mayfair! —me burlé—. No estás contándomelo todo.
—Es que no lo sé todo —repuso tía Queen—. Son una familia atormentada, y hay quien dice que están malditos.
—Ya has conocido a Mona —dije—. Sabes que es adorable y muy inteligente. Además, nosotros también somos una familia atormentada.
—Con ellos ocurre algo malo —dijo tía Queen. No Vaciló un instante. Vi cómo apartaba la mirada y la fijaba en el lugar donde se encontraba sentado Goblin, observándola sin parpadear. Mi tía sabía que estaba allí, y cuando me volví hacia él lo vi con la mirada clavada en ella.
Tía Queen continuó, mientras iba comiendo minúsculos pedacitos de pollo con delicadeza.
—Existen muchas historias antiguas sobre mujeres Mayfair que poseían poderes inusuales, la capacidad para convocar espíritus, para leer el pensamiento, para conocer el futuro. Pero, por encima de todo, está la cuestión de la locura hereditaria.
—Mona ve a Goblin, tía Queen —dije mirándolo a él y después otra vez a ella—. Mona posee ese poder. ¿En qué lugar del mundo, durante el resto de mi vida, voy a encontrar a una mujer hermosa e inteligente que pueda ver y amar a Goblin?
Volví a mirarlo. Él contemplaba fríamente a tía Queen. Y tía Queen miraba fijamente el lugar donde se encontraba él. Yo sabía que ella veía algo.
—Ya sabes que la mujer que se case conmigo —proseguí— se casa también con Goblin. — Apreté la mano derecha de Goblin, pero él no reaccionó.
—No estés triste, Goblin.
Tía Queen movió la cabeza en un gesto negativo.
—Jasmine, más vino, por favor, querida. Me parece que me estoy emborrachando. Asegúrate de que Clem se mantenga atento para ayudarme luego a subir a mi habitación.
—Yo te ayudaré a subir —le dije—. Esos mortíferos zapatos no me dan miedo. Estoy a punto de casarme.
—Quinn —dijo tía Queen—, ¿has visto cómo se han llevado a Mona a casa? Te ruego que perdones mi candor, pero a mí me parece que tienen mucho miedo de que Mona forme una alianza que pueda dar lugar a que se quede embarazada.
Nash pidió que lo disculpáramos. Tía Queen se negó en redondo, y yo la apoyé con un gesto de cabeza.
—Nash, si vamos a ir todos juntos a Europa —dije—, tienes que saber quiénes somos.
El se arrellanó en su asiento y se ocupó en silencio de su gaseosa.
—Quinn, ¿te parecería injusta —preguntó tía Queen— si sugiriera que tal vez haya ocurrido algo íntimo entre vosotros?
Me quedé estupefacto. No pude responder. No podía contarles todo lo que me había contado Mona: la historia del extraño niño, de que se trataba de una mutación, de que se lo habían quitado. No podía revelar aquellas confidencias.
—A lo mejor estamos locos —dije— los dos. Mona puede ver a Goblin, imagínate. Y ambos vemos fantasmas, me ha hablado de ellos desde un punto de vista científico. He sentido que no era un pirado, que ella y yo estamos hechos de la misma madera. Y ahora, por lo visto, esta persona, esta valiosa persona a la que yo amaba tanto es apartada de mí.
—Querido, sólo es por esta noche —dijo tía Queen paciente—. Te han invitado a ir a su casa mañana por la tarde.
—¿Y tú no estás completamente en contra de que vaya? —inquirí. Empecé a hacer desaparecer el pollo y el arroz de mi plato. Tenía más hambre que nunca; no sé qué trauma pudo despertar mi apetito—. Creía que opinabas justo lo contrario.
—Bueno, puede que te sorprenda —contestó tía Queen—, pero mi opinión es que debes aceptar esa invitación por una razón muy importante. Hay pocas personas ajenas a esa familia que consigan llegar a ver el interior de esa misteriosa casa Mayfair, y deberías aprovechar ese privilegio. Además, tengo la corazonada de que cuando vuelvas a ver a Mona, parte de ese fuego se consumirá solo. Naturalmente, puedo equivocarme, esa niña es guapísima, pero es la esperanza que tengo.
Me sentía hundido en la miseria, pero seguí comiendo como un cerdo.
—Escucha —dije—, si logro sacarla de allí, con su pasaporte, ¿podemos partir para Europa de inmediato?
Advertí el asombro que se dibujaba en el semblante de Nash, por lo demás plácido y majestuoso, pero tía Queen parecía un tanto provocada.
—Tarquin —me dijo—, no vamos a raptar a esa chica. Jasmine, más vino, por favor. Jasmine, no eres tú misma; ¿cuándo he tenido que insistirte tanto como ahora?
—Lo siento, señorita Queen —repuso ella—. Es que esos Mayfair me han asustado. La gente cuenta historias horribles sobre su casa. No sé si un muchacho de la edad de Quinn...
—¡Muérdete la lengua, guapa! —exclamé yo—. Y ya puedes servirme vino a mí también. Mañana me voy.
—¡Tenían un fantasma! —dijo Jasmine, en un tono bastante beligerante—. Ahuyentaba a todos los obreros que intentaron trabajar en aquella propiedad. Acuérdate de mi primo Etienne, que era yesero; lo llamaron para que fuera a trabajar en la casa y el fantasma le quitó la escalera a la que estaba subido.
—Bah, tonterías —dije—. Etienne leía el futuro en las cartas.
—Jasmine te está diciendo la verdad, querido —dijo tía Queen—. Son una familia atormentada, como he dicho. —Calló unos instantes—. Antes de que la doctora Rowan se fuera de California, nadie se acercaba a esa casa. Ahora celebran en ella reuniones familiares multitudinarias. Forman un clan inmenso. Y eso es lo que temo cuando pienso en ellos; son un clan, y un clan puede hacer cosas a la gente.
—Cuanto más dices, más amo a Mona —repliqué—. Recuerda que me saqué el pasaporte en Nueva York, cuando estuve allí contigo y con Lynelle. ¡Pero a qué te refieres con lo de que son una familia atormentada!
—Durante varios años —explicó— tuvieron un temible fantasma, tal como lo ha descrito Jasmine. Hacía muchas más cosas que arrojar a la gente de lo alto de una escalera. Pero ahora ese ilustre fantasma ha desaparecido. Y lo que los rodea actualmente son los rumores acerca de mutaciones genéticas.
Tuve que guardar silencio. Pero no funcionó; ella también guardó silencio.
—¿Qué sucedió con el temible fantasma? —quise saber.
—Nadie lo sabe, excepto que ocurrió algo violento. La doctora Rowan Mayfair estuvo a punto de perder la vida, como ya he mencionado en algún momento. Pero de un modo u otro la familia logró salir adelante. En cuanto a Mona, proviene de una rama de la familia de repetida endogamia. Por eso le han puesto el nombre de Designada del Legado. ¿Te lo imaginas? ¿Ser escogida porque has sido engendrada por endogamia? Si existen problemas genéticos, cabe pensar que quien los tiene es Mona.
—No me importa —dije yo—. La adoro.
—Mona no se crió en la casa de las calles Primera y Chestnut, sino en St. Charles Avenue, no muy lejos de la casa de Ruthie, y su familia regresó a una plantación en el campo. Hubo un asesinato. Mona no era una niña rica, ni mucho menos.
—Mona me ha contado todo eso. Así que no era rica. ¿Acaso tengo que amar a una persona porque sea rica? Además...
—Sigues sin comprender. Esa niña se encuentra ahora en posición de heredar la fortuna Mayfair.
—Ella misma me lo ha dicho.
—Pero, Quinn, ¿es que no lo ves? —persistió tía Queen—. Esa niña se encuentra bajo una vigilancia implacable. El Legado Mayfair consiste en miles de millones de dólares, es como el capital de un país pequeño. Ha pasado de vivir en una familia inestable a heredar una fortuna inimaginable. Nash, explícaselo tú. Esa niña se parece más bien a la heredera del trono de Inglaterra.
—Exacto —dijo Nash en un estilo docente muy suave—. En el siglo XVI era un acto de traición cortejar a la joven Isabel o a María Tudor, porque se encontraban en la línea de sucesión a la corona real. Cuando Isabel por fin se convirtió en reina, los hombres que habían coqueteado con ella fueron ejecutados.
—¿Lo que dices implica que los Mayfair podrían matarme? —quise saber.
—No, por supuesto que no —repuso tía Queen—. Lo que intento decir es que reclamarán a Mona con independencia de adonde vaya o cómo. Tú mismo lo has visto. Estaban bastante dispuestos a meterla en brazos en esa limusina.
—No deberíamos haberla dejado marchar —dije—. Tengo una sensación horrible.
Lancé una mirada a Goblin. Tenía una expresión solemne y distante, con los ojos fijos en los que yo tenía enfrente.
—Cuando la veas mañana... —empezó tía Queen, pero de improviso se interrumpió.
—Mañana y mañana y mañana... —murmuré—. ¿Cuánto tiempo habré de soportar hasta poder verla? Me entran ganas de ir a su casa y trepar por las enredaderas hasta su ventana.
—No, querido, ni siquiera pienses en algo así. Oh, no deberíamos haber ido al hospital Mayfair pero, ¿cómo iba yo a saber que la pequeña heredera iba a encontrarse en el Grand Luminiére Café?
Jasmine llenó una vez más mi plato de pollo y arroz. Y me puse otra vez a comer.
—Ya no me fío de nadie, excepto de Mona —dije—. A ti te quiero mucho, ya lo sabes, pero de ella estoy enamorado, y sé con toda seguridad que jamás amaré a nadie como amo a Mona. ¡Lo sé!
—Puedo soportar lo que sea —dije entre bocados.
—Eso también me lo ha contado ella —repuse, esquivando el asunto. Le hice una seña a Jasmine para que me sirviera más vino.
—¿Y te ha contado que Pierce es su primo hermano?
Hasta a mí me impresionó aquello. Pero no respondí.
—Oh, querido —dijo tía Queen con un suspiro—. Deseo organizar nuestra partida para Europa inmediatamente, pero no vamos a poder llevarnos a Mona Mayfair.
—Pues puedo asegurarte —dije yo— que no pienso subirme a ningún avión para ir a ninguna parte si no viene ella.
Esto último me fue fácil. Nash me gustaba, y le creí cuando me aseguró con firmeza que se sentiría sumamente feliz de vivir en Blackwood Manor si tenía que quedarse.
Cuando fui al piso de arriba encontré a Ramona despierta y la ventana junto a la chimenea abierta, por la que entraba una brisa que barría la habitación. En noches calurosas como aquélla teníamos la costumbre de dormir con el aire acondicionado, de manera que me quedé un tanto sorprendido al ver aquello, y también por el hecho de que nada más cerrar yo la puerta, Ramona se bajase de la cama y se acercara a mí susurrando.
—¡Es Goblin! —dijo—. ¡Él ha abierto la ventana! Te juro que es la verdad. Yo la he cerrado dos veces y él la ha abierto dos veces. ¡Está aquí! Mira la pantalla de tu ordenador. ¡Mira lo que ha escrito!
—¿Has visto moverse las teclas? —le pregunté. P
El texto decía: VE ABAJO.
—¡Moverse las teclas! Muchacho, he visto cómo se abría y se cerraba la ventana, ¿me estás escuchando? ¿No ves lo que te está ocurriendo con Goblin? Está haciéndose cada vez más fuerte, Quinn
Fui hasta la ventana y me asomé para ver el césped que se extendía al este. Lo vi de pie al resplandor de los focos de la casa. Llevaba un largo camisón de dormir de franela, mi vestimenta habitual a aquellas horas, pero yo, por supuesto, todavía vestía camisa y pantalón.
—Quinn, ve a confesarte —dijo Ramona—. ¡Dile al cura lo que has hecho con ese fantasma! ¿No te das cuenta de que lo envía el diablo? Ahora sé que fue él quien rompió todos aquellos cristales.
No me molesté en discutir con ella. Bajé al piso de abajo y fui a encontrarme con Goblin, junto al cementerio por el que vagaba descalzo como un alma en pena.
—Vas a irte a Europa con Mona y a abandonarme a mí—dijo. Sus labios apenas se movían, pero su cabello se despeinaba con la brisa.
—No voy a abandonarte. Ven conmigo —contesté—. ¿Por qué no puedes? No lo entiendo.
Goblin no respondió.
—Estoy preocupado por ti —dije en voz alta, y añadí quedo—: Estoy preocupado por tus sentimientos. Desde que atacaste al desconocido misterioso estás más cerca de mí. Has aprendido más.
Seguí sin respuesta de ninguna clase.
Intenté ocultar el miedo y me recordé que por muy sofisticado que se hubiera vuelto y por muy enfurruñado que estuviera conmigo, no podía leerme el pensamiento.
En cuanto a mí mismo, me sentía inquieto y estaba sólo parcialmente concentrado en él.
aquellos años. ¿Lo sabría él?
Retrocedí hasta más allá del cobertizo y me dirigí hacia el lado occidental de la finca, donde el patio de los muebles de mimbre yacía bañado por su propio resplandor de luz eléctrica. Goblin me siguió, y cuando lo miré, cuando deslicé el brazo izquierdo para rodearlo, vi que había vuelto a copiar mi atuendo una vez más. Parecía una cosa de lo más simple.
—¿Vas a intentar llevarme contigo? —me preguntó—. ¿Cuando te vayas a Europa? ¿Me tomarás de la mano?
—Sí —contesté—. Lo haré. Estarás junto a mí en el avión. Iré todo el viaje agarrado de tu mano.
Lo dije con todo mi corazón, pero estaba hablándole a un amor que se apagaba, cuando era mi bendita Ofelia la dueña de mi alma. Pero no debía olvidarme de mi Goblin, y no era el miedo sino la lealtad hacia él lo que me aguijoneaba en aquel momento.
También tenía otras cosas en la cabeza. El santuario, por ejemplo, y mis planes de rescatarlo del abandono en el que estaba sumido. Había hablado con Allen, el capataz de los artesanos que había entre los hombres del cobertizo, acerca de la tarea de llevar electricidad hasta allí, y tenía pensado hacer más cosas.
Por descontado, el desconocido misterioso constituía un problema real, más real de lo que pensaban los hombres del cobertizo. Pero mentalmente no dejaba de plantearme lo espléndido que podía quedar todo. Y lo maravilloso que sería llevar a Mona a la isla, y lo emocionante que era que Mona deseara verla y que no le diera miedo.
Soñando con todo aquello, confabulando y planeando, soñando con Mona al día siguiente y elucubrando si podríamos escaparnos a Europa, me esforcé por seguir siendo fiel a Goblin. Pero de pronto se envaró y, al tiempo que me apretaba la mano, dijo con su voz telepática: «Ten cuidado. Ya viene. Cree que no lo conozco, y su intención es dañina.»
Al cabo de un instante se desvaneció, o al menos desapareció de mi vista, y al mismo tiempo se apagaron los focos como si alguien hubiera accionado el interruptor. De repente sentí que me zambullía en una relativa oscuridad.
Al momento, apareció un brazo que me asió por el cuello y una mano que se aferró a mi brazo izquierdo y me lo retorció contra la espalda. Forcejeé, pero fue inútil. Mi mano derecha, libre, no podía hacer nada contra ninguno de los miembros que me sujetaban, y la voz del desconocido me habló al oído suavemente:
—Si pides socorro, te mataré. Si sueltas contra mí a tu amigo el espíritu, te mataré. Tú y todos tus sueños desapareceréis.
Yo estaba furioso.
—Ya he luchado con usted en una ocasión —rugí—. Pienso hacerlo de nuevo.
—No me escuchas. —Su tono de voz era quedo; no parecía una amenaza—. Si tu fantasma vuelve a golpearme, morirás aquí mismo.
—¿Y qué lo retiene, entonces? ¿Por qué no me rompe el cuello de una vez? —Estaba rabioso.
—Yo no soy la víctima de nadie —repliqué.
—Por supuesto que no, porque vas a hacer lo que yo quiera.
Recordé un consejo que me habían dado hacía mucho tiempo e intenté girar la cabeza hacia un lado para que mi agresor no ejerciera tanta presión sobre mi laringe, pero se limitó a apretarme con más fuerza el cuello y el brazo. Me estaba doliendo mucho.
—Deja de luchar y escucha —me dijo en el mismo tono tranquilo, casi una caricia—. Voy a dejarte aquí en el suelo, como una paloma herida, para que te encuentre tu tía Queen por la mañana. —Continuó hablando de aquella manera razonable, en poco más que un susurro—. Ya sabes que siempre sale a dar un paseo antes de que amanezca, ¿verdad? Las personas mayores duermen poco, no necesitan tantas horas como dura la noche. Viene con Jasmine, y Jasmine está aún un poco atontada, pero las dos se dan su paseíto mientras todavía brillan las estrellas.
—Y usted las observa —dije. Estaba horrorizado—. ¿Qué quiere de nosotros?
—Vas a sentirte enormemente impresionado cuando veas mi generosidad, pero eternamente he sido conocido por mi generosidad y mi inteligencia.
—Póngame a prueba —repuse. Estaba casi demasiado enfurecido para hablar con sensatez.
—Muy bien —contestó él—. He estado pensando mucho en ti y en esa isla que ambos reclamamos. Y he llegado a la conclusión de que quiero compartir contigo el santuario. Es decir, te permitiré que lo utilices de día, y yo lo usaré de noche, como viene siendo mi costumbre.
—¿Por la noche? ¿Va allí sólo por la noche? —Aquello resultaba casi insoportable.
—Por supuesto. ¿Por qué crees que encontraste las velas y las cenizas en la chimenea? No tengo ningún uso que darle de día, pero no quiero que lo perturben otros. No quiero encontrar rastros de nadie más cuando llegue. Excepto rastros de ti; tus libros, tus papeles, cosas así. Y ahora viene la parte más importante del trato. Tienes que arreglar el santuario. Debes hacer que alcance un nuevo nivel de excelencia. ¿Me sigues?
Había aflojado muy ligeramente su garra. Ahora ya podía respirar sin que me doliera. Pero me tenía tan firmemente sujeto como antes, y el brazo izquierdo, mi brazo bueno, me dolía. Me sentía paralizado por la furia.
—Las mejoras son de esencial importancia —dijo—. Has de encargarte de ellas, y después las disfrutaremos los dos. Tal vez nunca sepas que estoy allí. O podemos compartir los libros que leamos. Podemos llegar a conocernos el uno al otro. Quién sabe, a lo mejor terminamos siendo amigos.
—¿Qué mejoras? —pregunté. Resultaba obvio que aquella criatura desvariaba.
—Con toda seguridad —respondió—. Pero a tus hombres puedes decirles que es bronce, si quieres. Diles lo que quieras sobre la isla entera, con tal de que no se acerquen.
—¿Pero a quién estaba destinada esa tumba?
—No necesitas preocuparte de eso, y tampoco debes volver a abrirla. —La voz se volvió etérea como el aliento—. Volvamos a hablar del santuario. Debes tender cableado eléctrico por todo el recinto.
—Me ha leído el pensamiento, ¿verdad? —le dije.
—Y además quiero que pongas vidrios en todas las ventanas, vidrios que se abran y se cierren. Tanto me da el diseño, me basta con que se pueda ver y sentir la noche y con que no entre la lluvia. Debes pavimentar tanto el primer piso como el segundo; sería estupendo que fuesen de mármol, como la entrada de tu casa, aunque creo que sería mejor blanco con una pátina oscura.
—Dios santo —dije—, sí que me ha leído el pensamiento. ¿Quién es usted?
—Ah, ¿sí? Es que poseo un don especial. También debes comprar lámparas bonitas y mesas de mármol como la que ya hay allí. Y sillas de oro fino de estilo romano, y sofás. Ya sabes. Me fiaré de tu gusto para esas cosas; tú has nacido y te has criado rodeado de lujos, y te encargarás de que todo sea apropiado.
—Para usted, esto es un juego, ¿verdad? —le dije. Estaba empezando a notar un sudor frío.
—No exactamente —repuso—. Deseo que se hagan esas mejoras. Y deseo la intimidad que disfrutaré después. Quiero que de todo te ocupes tú.
—Y lo dice en serio.
—Por supuesto que sí —respondió con una voz grave, queda—. ¿Qué más puedo proponerte? Ah, sí, una chimenea mejor, ¿no te parece?, para esas noches invernales tan frías de Luisiana que los forasteros tanto desconocen.
—¿Cómo se las ha arreglado para espiarme? ¿Desde qué lugar privilegiado?
—No estés tan seguro de que te haya espiado. Soy muy ingenioso. Tú deseabas recuperar ese lugar. Yo conozco tu estilo de vida. Quiero ser amigo tuyo, ¿es que no lo ves? Me resulta agradable rodearte con los brazos. Te ofrezco paz si haces esas cosas. Si necesitaras dinero para ello, te lo daría gustosamente.
—¿Y su parte del trato consiste en no aparecer en absoluto por ese sitio durante el día?
—Sí —contestó—, y en no matarte. Ésa es la parte más impresionante, que te dejaré vivir.
—¿Quién es usted? —inquirí de nuevo—. ¿Quién? ¿Eran cadáveres humanos lo que le vi arrojar al pantano? Eran humanos, ¿verdad?, y las cadenas del segundo piso. ¿Acaso no se ha preguntado nunca qué ocurrió con esas cadenas?
Me debatí. Él apretó con más fuerza.
Entonces dejó escapar una risa pausada y siniestra, una risa que yo ya había oído antes pero no sabía dónde. ¿O sí? ¿Había sido únicamente aquella noche en el pantano cuando lo vi a la luz de la luna? Me encontraba demasiado atrapado en su fuerza y en mi propia sensación de peligro para saberlo con seguridad.
—Puedes llevarte las cadenas, si quieres —me dijo—. Límpialo todo como te he dicho. Construye una escalera nueva que una el primer piso con el segundo, y que sea de bronce. Y ordena a tus hombres que no hablen de ese lugar, adviértelos de que ahuyenten a otras personas. Cuando contraten a gente forastera, que elijan a trabajadores provenientes de lejos en vez de a personas que vivan cerca.
consejo para ti.
—¿Qué consejo?
—Puedes ver a los espíritus y te has enamorado de un espíritu llamado Rebeca.
—Baste decir que lo sé, y quiero hacerte una advertencia en lo que a ella se refiere. Desea vengarse por medio de ti de aquellos que le han causado daño, y se conformará con tu vida. Tú eres un Blackwood, y eso es lo que le importa. Le fascina tu felicidad, le da fuerzas, le provoca dolor.
—¿La ha visto usted?
—Voy a complacerte en ese punto. Estoy al corriente de esos sueños tuyos en los que ella te visita. Y a través de dichos sueños he podido enterarme de sus vergonzosos deseos.
—Fue torturada en el santuario —dije—. Fue torturada con esas cadenas.
—¿Estás defendiéndola ante mí? ¿A mí qué me importa? Permíteme que te sugiera que retires las cadenas y las pongas junto al féretro que contiene sus restos y que has enterrado en el cementerio.
—Me espía usted día y noche —dije apretando los dientes con rabia.
—Ojalá pudiera —contestó él—. Ahora voy a soltarte, y podrás darte la vuelta y mirarme todo lo que quieras. Si cumples tu parte del trato, yo nunca os haré daño a ti ni a tu familia, ni tampoco a tu amorcito de cabello pelirrojo ni a su clan de brujos.
Apartó los brazos. Me volví de inmediato. Él dio un paso atrás.
Era tal como lo recordaba. Un metro ochenta de estatura. Cabello negro azabache peinado hacia atrás, frente cuadrada de sienes altas. Grandes ojos negros con unas cejas oscuras que le daban una expresión decidida. Boca alargada y sonriente y mandíbula cuadrada. Muy impresionante. Sus ojos centelleaban en la oscuridad. Iba vestido con un elegante traje negro, y por un instante vi su figura completa, pero al instante siguiente se giró, me enseñó la larga y gruesa cola de caballo con que se peinaba... y desapareció tan bruscamente como si, al igual que Goblin, se hubiera desmaterializado.
De inmediato Goblin apareció a mi lado y me dijo en voz alta:
—Es malvado, Quinn, es malvado. No desaparece; se sirve de la velocidad.
—¡Agárrame la mano, Goblin! —exclamé—. Sabía que estabas cerca, pero ya has oído sus amenazas. —Temblaba violentamente.
—Si hubiera acudido en tu ayuda, Quinn, él te hubiera aplastado. Estaba demasiado preparado para enfrentarse a mí, Quinn. No tenía miedo.
Di media vuelta, aún temblando de tal manera que a duras penas logré mantenerme erguido, y vi las inevitables luces en la ventana de tía Queen. Era el resplandor estridente de la televisión.
Abracé a Goblin y le dije que debíamos ir a ver a tía Queen. Me sentía loco de emoción.
Entré corriendo en la cocina, crucé el vestíbulo trasero y me lancé contra la puerta de su habitación. La encontré en el diván como de costumbre, con su champán, y también con un poco de sorbete de champán, colofón de la maratón de alcohol que había comenzado en la cena. Jasmine dormía profundamente bajo las sábanas. Por televisión pasaban La emperatriz escarlata, con Marlene Dietrich.
—Escúchame —le dije, acercando una silla—. Ya sé que estoy perdiendo rápidamente mi reputación de persona cuerda.
Saqué el pañuelo de algodón y me enjugué el sudor de la cara.
—Eso no tiene mucha importancia —repuso ella—. Tienes una sólida reputación por ser mi sobrino-nieto.
—El desconocido ha vuelto a atacarme. Ha sido ahí fuera. Me ha agarrado por el cuello.
—No, espera, no llames a nadie. Ya se ha ido, pero antes de marcharse me dijo todo lo que
quería de mí. Me hizo una serie de exigencias, todas en relación con la reforma del santuario, y me propuso que después de la renovación compartiéramos el lugar, que él lo usaría de noche y yo de día. Y que si no aceptaba su plan me mataría.
—Pero, tía Queen, eso es lo extraño, no que se haya colado furtivamente en nuestra propiedad, ni que hiciera que se apagaran los focos en el lado oeste, ni que me haya agarrado a mí por el cuello; todo eso son cosas normales más o menos. ¡Lo raro es lo que quiere hacer con el edificio!
—¿A qué te refieres?
—A la reforma. ¡Es exactamente tal como quiero hacerla yo! Es como si me hubiera leído el pensamiento. La electricidad, los suelos nuevos de mármol, las ventanas con cristales, la nueva escalera de bronce en el interior. No me ha pedido nada que yo no hubiera pensado ya. Incluso os había mencionado a ti y a los hombres que convenía que se acordaran de la ruta porque quería instalar electricidad. Te digo que me ha leído el pensamiento. Ha jugado conmigo. Esa criatura no es humana, es una especie de espíritu o fantasma como Goblin, sólo que de una naturaleza distinta. Tía Queen, tengo que ver a Mona, porque ella seguro que sabrá algo, y también a Stirling Oliven
—¡Quinn, para, deja de moverte! ¡Estás desquiciado! Cálmate. Jasmine, despierta.
—No metas a Jasmine en esto, nos causará molestias —dije.
Pero Jasmine ya se había despertado y estaba sentada en la cama, dictando sentencia en silencio. —Voy arriba a redactar un plan completo para las obras de reforma, y después descansaré un poco antes de ir a ver a Mona —declaré.
—Cariño, es medianoche. Antes de ver a Mona debes hablar conmigo —dijo tía Queen.
—Prométeme que aportarás los fondos para el santuario. No es nada comparado con el dinero que gastamos constantemente en Blackwood Manor. Oh, no puedo esperar a ver el santuario renovado. Pero si yo también tengo dinero, ¿no? Se me había olvidado. Puedo pagarlo yo. Es asombroso.
—¿Y esa espléndida renovación piensas compartirla con un hombre que arroja cadáveres a los caimanes? —respondió ella.
—Tal vez me equivoqué. Tal vez sucedió alguna otra cosa. Lo único que sé es que no hay nada de malo en que yo lleve a cabo mi propio plan para renovar el santuario y que ahora ese hombre no constituye ningún obstáculo, ¿no lo ves? Hace una hora era un estorbo gigantesco para todo lo que yo había soñado hacer con el santuario, era un invasor. Ahora forma parte del plan. No me ha pedido nada que yo no quisiera ya. Tía Queen, ese hombre nos vigila. Sabe que tú das un paseo alrededor de la casa por las mañanas. Tienes que llevarte contigo a los guardias. Es muy astuto.
La expresión del rostro de tía Queen era de miedo. Creo que yo le había robado todas las burbujas del champán y todo el alcohol que contenía éste. Sobria y deprimida, me miró fijamente, y acto seguido comió lentamente una cucharada de sorbete como si fuera lo único que la mantuviera viva.
—Oh, mi querido niño —dijo—. Jasmine, ¿estás escuchando?
—¿Cómo no voy a escuchar? —repuso la aludida—. Un día, cuando yo ya esté vieja y gris, tendremos el retrato de Quinn en la pared, y yo contaré a los turistas que desapareció en el pantano y que no regresó jamás...
—¡Jasmine, ya basta! —declaré—. Tía Queen, me voy arriba. Vendré a despedirme de ti antes de ir a ver a Mona. No me iré hasta mañana por la tarde. Sé que no puedo conducir en este estado. Además, tengo trabajo que hacer.
Goblin y yo subimos corriendo las escaleras. Encendí el ordenador, a pesar de que Ramona estaba profundamente dormida en la cama y, por suerte, mientras yo tecleaba, en ningún momento se despertó.
Goblin se sentó en una silla a mi lado. Tenía el semblante inexpresivo y no intentó tocar el teclado. Contempló la pantalla mientras yo trabajaba.Yo no le hablé. Él sabía que lo amaba, pero también sabía que estaba rindiéndome a los halagos de un mundo que cada vez se ensanchaba más. Sí, tenía miedo del desconocido, pero ahora me sentía excitado por el diablo mismo. Estaba volviéndome loco.
Redacté una propuesta de completa renovación del santuario, entrando en detalles sobre cómo había que hacerlo todo y desglosando los puntos más delicados lo mejor que pude, dependiendo de mi memoria. Supuse que Allen y los hombres del cobertizo se encargarían de todo, incluso de traer contratistas externos sólo cuando fuera preciso, de modo que me entretuve en los pormenores posiblemente más de lo que ellos necesitaban.
Escogí pintura roja romana para el exterior, verde oscura para el marco de puertas y ventanas, y las más elegantes baldosas de mármol veteado con una pátina negra para los suelos interiores y para la escalera frontal que descendía hacia una amplia terraza de mármol blanco que debía bajar hasta el embarcadero —de hecho, debían construir un embarcadero como Dios manda— y encargué una escalera nueva de bronce que uniría los dos pisos y llegaría además hasta la cúpula. Cuando terminara, aquél iba a ser un lugar de retiro imponente y muy caro; pero así estaría más en consonancia con la extraña tumba de oro.
En cuanto a los muebles, pensaba encargarlos de los mismos catálogos que habíamos empleado para Blackwood Manor, y por supuesto pensaba ir a Hurwitz Mintz de Nueva Orleans para elegir piezas del elegante inventario que poseían. Quería poner por todas partes lámparas de pie que iluminaran el techo de forma indirecta y mesas con tablero de mármol en abundancia, tal como había soñado y como me había indicado mi extraño e ingenioso socio.
Cuando reflexioné sobre todo esto, cuando me sorprendí a mí mismo en el acto de llamarlo socio, me detuve un instante a recapacitar, y recordé aquel momento a la luz de la luna y supe lo que había visto. No cabía ninguna duda. Y entonces me vinieron de nuevo a la memoria la agresión anterior y la carta que me había escrito. Y también el hecho de que sólo momentos antes me había viste presa de él, impotente para defenderme. Me había dicho que mataría si no obedecía sus instrucciones. ¿Lo creí?
Naturalmente, lo odiaba. Y lo temía. Pero no lo suficiente.
Debería haber sido mucho más cauto. Tendría que haberme opuesto a semejante aventura. Debería haberlo aborrecido. Pero lo que le había dicho a tía Queen era verdad: yo deseaba aquellas reformas, deseaba aquel renacimiento del santuario, y uno de mayores problemas había quedado resuelto, y así era como había que tratar con el misterioso desconocido. Ya no me vería obligado a luchar con él por aquel lugar; ahora éramos socios. Y así fue come procedí. ¿Estaría medio enamorado de aquel monstruo? ¿Era aquella la secreta verdad?
Incluso recordé que había insistido en que desanimara a los obreros contratados de ir a la isla,