—¿Puede venir también Tommy? —pregunté—. Lo tendré aquí de vuelta en una hora, con el certificado de nacimiento y toda su ropa.
La tía Queen pareció pensárselo mucho rato y luego, antes de que yo pudiera defender mi postura, preguntó:
—¿Es digno de realizar un viaje así, Tarquin?
—Es justo la palabra adecuada —declaré—. Has dado en el clavo. Tommy es digno y además le vendrá de maravilla. Ya verás. Es un chico encantador, te lo prometo. Y si no te lo parece, le buscaremos una niñera que se encargue de él todos los días. Pero no va a hacer falta.
—Muy bien, pues en ese caso que se venga.
—No, tía Queen. Es para hacer más atractiva la propuesta. El niño bien vale el rescate. Terry Sue es una persona muy práctica, y madre de seis niños hambrientos.
Pronto me vi provisto del dinero y me apresuré a salir. Goblin apareció a mi lado.
—Tenemos que ganar, compañero —le dije—. ¿Estás de acuerdo? El niño es un genio. No puedo dejarle atrás.
—Tú siempre sabes qué decir, Tarquin —contestó Goblin—. Pero, ¿cómo puedo ir yo contigo a Europa? Tarquín, tengo miedo. —De pronto sentí una punzada de su propio miedo—. Estás muy contento, Tarquin. No me olvides. No olvides que te quiero. No olvides que estoy aquí.
—No, no lo he olvidado. Te daré la mano. Recuerda que te lo dije. Te daré la mano durante todo el trayecto. Así es como lo haremos. Irás sentado a mi lado en el avión.
Volví a entrar en casa para hacer entender a tía Queen que necesitábamos otro billete de primera clase para Goblin, a lo cual ella repuso que no se le habría pasado por la cabeza relegar a un miembro tan importante de la familia a viajar en segunda y qué clase de tía pensaba yo que era ella.
De nuevo me dirigí a la caravana, pero Goblin seguía sin estar seguro.
—Stirling dijo que hay dos clases de encantamientos: las persogas encantadas y los lugares encantados.
—Por Dios, te enteras de todo, ¿no?
—De todo no, Tarquin. No puedo estar en dos sitios a la vez, aunque a veces me gustaría. Iría a la Casa de Retiro de la orden de Talamasca para aprender cosas sobre los espíritus, para ser el mejor espíritu que jamás haya existido. Sé que te necesito para que me veas, Tarquin. Sé que te quiero. Sé que estas cosas son ciertas incluso cuando te odio, Tarquin.
—Tú nunca me odias, Goblin —le espeté—. Tienes tus cambios de humor, nada más. Pero ahora cállate. Tengo que hacer un recado muy importante.
Al llegar a la caravana vi que estaba todo patas arriba porque las «damas» de Grady Breen lo estaban trasladando «todo» a la casa nueva de la urbanización Autumn Leaves, a las afueras de Ruby River City. ¡Qué maravilla que las cosas sucedieran tan deprisa! Lo había decretado yo, pero no me lo creía. Y justamente en ese momento se acercó mi amigo de nueve años, con su pelo negro y rizado y su chaqueta azul marino del colegio católico.
—¿Quieres venirte a Europa mañana por la noche? Lo digo en serio —le pregunté.
—A ella la compensaré, te lo juro. Y yo mismo voy a decírselo, ¿de acuerdo? Ahora mismo no puedo arrebatársela a Terry Sue, tú lo sabes.
Brittany se acercó y la agarré del brazo. Ya había oído lo que iba a decirle.
—Te compensaré, cariño, te lo prometo. Deja que me lo lleve a este viaje y te juro por Dios que conseguiré que tú también vayas muy pronto. Te lo prometo. Te prometo que las cosas os van a ir muy bien.
—No te preocupes —dijo ella—. Tommy, tú ve. Tú eres el que siempre está hablando de libros y cosas.
—Brittany, te lo vas a pasar estupendamente en la casa nueva —proseguí yo—. Vas a tener muchos amigos, y un colegio nuevo. Y habrá una mujer para hacer el trabajo, y una niñera para ayudarte con los niños.
Ella no podía asimilarlo todo, era evidente. Pero estaba fascinada.
Terry Sue se acercaba a nosotros con el niño en las caderas. Llevaba un vestido de poliéster rosa y unas zapatillas, se había lavado el pelo y peinado, y lucía un juego nuevo de uñas de supermercado.
—¿Por qué hace todo esto por nosotros? —preguntó—. Pops nunca hizo nada.
—No importa. Deja que me lleve a Tommy a Europa. Nos vamos ahora mismo. Lo único que necesito es su ropa y su certificado de nacimiento. Tengo que llegar a la oficina de pasaportes de Nueva Orleans antes de que cierre.
—No tengo ningún certificado de nacimiento. Tommy, ve por tu ropa. Cuando dice Europa, ¿se refiere a Europa, Europa?
—Date prisa, Tommy —le apremié. El chico salió corriendo hacia el remolque—. Ya sacaré el certificado de nacimiento en el juzgado. Gracias, Terry Sue. Aquí tienes cinco mil dólares.
Ella se quedó mirando el sobre.
—Está usted loco Quinn Blackwood, como Pops siempre dijo. Decía que no llegaría a ninguna parte, pero le aseguro que para mí siempre será alguien.
—Vaya, muchas gracias, Terry Sue. Es todo un consuelo. Un día de éstos me tendrás que contar todo lo que decía Pops. A propósito, ése no será hijo suyo, ¿no?
—Yo no me quejo, ¿verdad? —replicó—. No sé de quién es hijo, de manera que cállese.
Tommy vino hacia mí a la carrera, con sus libros bajo un brazo y un hatillo de ropa al hombro. Retrocedí riéndome y le eché el brazo por los hombros.
—Ahora obedece a Tarquín, Tommy Harrison, ¿me oyes? —le dijo Terry Sue—. Y haz los deberes.
Yo la rodeé con el otro brazo y le di un beso en la frente.
—Cuidaré bien de él. Y escribiré a la junta del colegio. Grady Breen se encargará de todo, tal como ha prometido.
Y nos marchamos.
Por supuesto, era demasiado tarde para llegar a la oficina de pasaportes de Nueva Orleans, pero conseguí el certificado de nacimiento en los juzgados de Ruby River City.
Luego volvimos a casa, donde me reuní con Allen para indicarle las reformas que había que hacer en el santuario mientras estuviera fuera. No tenía ninguna duda de que hacía todo aquello por mí. Odiaba y despreciaba al misterioso desconocido. La visión del santuario era mía.
Gracias a la petición por escrito de la noche anterior, Allen ya me había conseguido muestras de pintura y de mármol, de manera que escogí los colores que más me agradaban y las baldosas para los suelos nuevos. En cuanto a las escaleras de bronce, hice unos dibujos y estuvimos de acuerdo en dar al lugar un aspecto «barroco». Allen llamaría a los arquitectos Busby, Bagot y Green, que dirigieron todas las restauraciones que se hicieron antes de la guerra y podían aconsejar sobre el diseño de las ventanas y la construcción del baño, cosa que quedaba realmente fuera de mi alcance.
—Sé atrevido —dije—. Ya conoces mis gustos, has visto mis dibujos y mis sugerencias. No esperes mi aprobación, es más importante terminar el trabajo. Y recuerda que te iré llamando. Tú lleva el proyecto adelante.
Me di cuenta de que estaba encantado de tener algo tan interesante entre manos. De todas formas movió la cabeza y dijo que sería difícil llevar hasta allí tanto mármol, quería que yo lo supiera, aunque él sabía cómo ponerlo y no confiaría en nadie más. En cuanto a la pintura, lo más duro eran los preparativos, que también eran difíciles, muy difíciles, pero para eso tampoco confiaría en nadie que no fuera él mismo.
—Eres mi héroe —le dije—. Sé que lo harás bien. Y ahora, la última advertencia: no os quedéis nunca allí después de que anochezca.
—Eso no tiene que decírmelo. Nos marcharemos a las tres en punto.
—Tiene usted mi promesa.
—Muy bien. Te llamaré la semana que viene.
Y así quedó concluida esta tarea.
En todo este tiempo no me había olvidado ni un segundo de ella y de lo dolorosa que sería la despedida. De hecho, ni siquiera le había contado que me marchaba. Me esperaba un infierno.
Intenté llamarla al hospital Mayfair, pero no conseguí comunicar con ella. En la centralita me informaron de que Mona no podía recibir llamadas. La sensación de no saber dónde estaba ni lo que le estaban haciendo me resultaba insoportable.
Puse Hamlet, de Kenneth Branagh, y fui directamente a la escena de Ofelia ahogada en el cristalino arroyo. La escuché una y otra vez, alternándola con la descripción que hace Gertrudis (la madre de Hamlet) del suceso. Me acechaban sus palabras: «Las ropas huecas y extendidas la llevaron un rato sobre las aguas, semejante a una sirena, y en tanto iba cantando pedazos de tonadas antiguas, como ignorante de su desgracia.»
Por fin, cuando la oscuridad se fue cerrando y las advertencias de Stirling comenzaron a pesar en mi corazón, cuando empecé a pensar en Rebeca y sus artimañas y me acordé de Petronia, bajé a informar a tía Queen, que estaba charlando con Tommy y Nash, de que teníamos que salir de inmediato hacia Nueva Orleans.
Jasmine ya había preparado las maletas de tía Queen, Nash había hecho las suyas, la Gran Ramona tenía listo mi equipaje, y el guardarropa de Tommy, humilde pero provisional, estaba en una de las muchas bolsas de mi tía.
Anuncié que debíamos dirigirnos todos al Windsor Court y reservar las mejores habitaciones disponibles antes de ir a cenar al Grand Luminiére. Como no podía hablar con Mona por teléfono, estaba más o menos obligado a ir, puesto que, según había indicado Stirling, me estaría esperando.
Por supuesto me bombardearon con preguntas y objeciones. Pero me mantuve firme y, al final, impuse mi criterio simplemente porque todo el mundo estaba muy emocionado con el viaje y lo único que nos impedía tomar el avión era la cuestión del pasaporte de Tommy, que podríamos conseguir junto con los billetes al día siguiente.
Lo cierto es que había otro asunto importante: quién dirigiría Blackwood Manor en nuestra ausencia. Una cuestión de la mayor importancia, desde luego. Después de muchas deliberaciones, se decidió que la encargada sería Jasmine, pero para aliviar sus miedos decidimos también que no necesitaba aceptar nuevas reservas y sólo tenía que cumplir con las que ya estaban hechas y mantener la casa para las visitas que pudieran presentarse para ver el lugar de celebración de sus compromisos o sus bodas, o simplemente para contemplar la hermosa casa sobre la que habían leído en las guías.
Jasmine estaba muy preocupada. No se creía a la altura de la labor. Pero tía Queen sabía que lo estaba, igual que yo y, lo que era más importante, la Gran Ramona y Clem también lo sabían. Jasmine contaba con la educación necesaria para el puesto. Jasmine era inteligente, hablaba muy bien y además era sofisticada.
Lo que le faltaba era confianza.
De manera que pasamos la última hora en Blackwood Manor intentando convencerla de que era la persona perfecta para el trabajo y que, en cuanto le pillara el tranquillo —de hecho ya realizaba el noventa por ciento de las tareas—, lo haría a la perfección. Por otra parte su salario se triplicaría. Y tía Queen estaba dispuesta a concederle un porcentaje de los beneficios, sólo que el sistema de porcentajes asustaba a Jasmine, que no quería tener que hacer cálculos.
Por fin se decidió que nuestro abogado, Grady Breen, llevaría los libros de contabilidad y Jasmine se dedicaría por entero a las labores de supervisora y anfitriona. Con eso pareció calmarse bastante. De esta manera, Jasmine se llevaría su porcentaje sin miedo a haber firmado una especie de pacto con el diablo. Mientras tanto, todos insistimos en que era guapísima, educadísima y en que tenía cualidades de sobra para el puesto, lo cual no ayudó tanto como habíamos esperado.
Clem y la Gran Ramona prometieron apoyarla en todo y después de varios besos y abrazos y la llorosa despedida de Jasmine nos encaminamos hacia Nueva Orleans en la limusina de tía Queen.
Cuando, después de una breve parada en el hotel para echar un vistazo a nuestras fabulosas habitaciones, llegamos al Grand Luminiére, Mona se levantó de la mesa y se arrojó en mis brazos, convirtiéndome en la envidia de todos los hombres del local. Llevaba una de sus grandes camisas blancas, con volantes y lazos en las mangas, pero en la mano derecha, inflamada, se veía el puerto intravenoso, con el maligno forúnculo de tubo y esparadrapo.
Me senté con ella a la mesa y en voz baja le conté lo que el médico le había dicho a tía Queen, que aquél podría ser su último viaje a Europa.
—Estoy totalmente de acuerdo en que vayas —dijo ella—. Sí, tienes que ir sin falta. Yo estoy bien. Mi condición está estable. Mira, esta noche tienen que entubarme otra vez. —Alzó la mano vendada—. ¿Quieres venir a la habitación? Aunque no es muy agradable, te lo aseguro...
—Iré. Nunca he hecho el amor con alguien entubado.
—Bien —repuso ella con un dulce susurro—, porque tengo tres o cuatro edredones para estropear, y luego podemos leernos Hamlet en voz alta. Tengo una versión de Kenneth Branagh con todas las indicaciones del guión y podemos fingir que lo estamos viendo de nuevo. De hecho, podrías recitar el discurso de Gertrudis describiendo la muerte de Ofelia, y yo me quedaré tumbada como si estuviera muerta. Ya he cubierto la cama de flores. Ay, siempre seré Ofelia — suspiró.
—No, mi Ofelia Inmortal. Así te voy a llamar cuando te escriba desde Europa, y en los correos electrónicos que te envíe. ¡Mi Ofelia Inmortal! Creo que es el mejor nombre que he oído jamás.
Le conté que esa tarde había puesto la película en la televisión sólo para ver la escena de Ofelia en el agua.
—Me encanta que te guste —añadí—, pero tú serás Ofelia Inmortal porque nunca te ahogarás, lo sabes, ¿verdad? Tenemos que dejarlo claro, ¿eh? Tú eres Ofelia en animación suspendida, una Ofelia «capaz de su propia angustia» y su éxtasis, una Ofelia suspendida para siempre en su «melódico yacer».
Ella se echó a reír y me besó con cariño.
—Menuda oratoria. No sabes cómo te quiero. No se me había ocurrido lo del correo electrónico. Pero claro, nos mandaremos mensajes además de cartas. Tenemos que imprimir nuestras cartas. Nuestra correspondencia será tan famosa como la de Abelardo y Eloísa.
—Desde luego —contesté con un ligero escalofrío—. Pero que las cartas no sean tan largas y tan castas, amor mío. Cuando vuelva a casa estarás curada y pronto podremos abrazarnos. — Entonces me eché a reír—. A propósito, ¿tú sabías que a Abelardo lo castraron por su amor a Eloísa? Espero que a mí no me pase nada tan terrible.
—Es una metáfora por tu contención, Quinn, y por el hecho de que no podemos fundirnos en una misma persona como Ofelia habría hecho con Hamlet de no haber muerto su padre.
Le di un largo y apasionado beso.
—«Ay, valiente nuevo mundo que alberga en él tales criaturas», —cité—. ¿Qué otra niña de quince años conocería estas cosas?
—Deberías hablarme del mercado de valores —dijo ella. Sus ojos verdes llameaban—. Es atroz que Mayfair y Mayfair insista en administrar mis millones. Yo sé de acciones y bonos más que nadie en la empresa.
Stirling acababa de llegar a la mesa. Me di cuenta de que no había dicho nada a la elegante Rowan y al fiel Michael. Corregí mi error y disfruté del cariño con que todos nos saludamos. Luego me apresuré a explicar a Stirling que la familia había salido de Blackwood Manor y que, si Petronia quería encontrarnos, tendría que venir al hotel Windsor Court.
—Y supongo que el caballerito del pelo oscuro es Tommy.
—Exacto. Pronto será Tommy Blackwood. Salimos hacia Europa en cuanto nos den su pasaporte. Si puedo, le cambiaré el nombre en la oficina de pasaportes. Ya veremos lo que consigo con un poco de persuasión.
—Si tienes algún problema, avísame. Talamasca te puede ayudar.
No unimos las mesas para cenar. Me pareció lo mejor. Quería que Nash y tía Queen fueran conociendo a Tommy, y Tommy lo estaba haciendo de maravilla. No se mostraba tímido ni demasiado nervioso y, tal como había deducido cuando le conocí, era inteligente en extremo. Le encantaban la literatura y la historia, gracias a Dios. Hasta entonces se había beneficiado muchísimo de su educación católica y Nash y tía Queen lo encontraban fascinante, tal como yo esperaba.
Después de unos postres descomunales, fui a presentar a Tommy a los Mayfair y a Stirling, y el chico hizo gala de unos modales dignos de la ocasión. Luego se decidió que mis queridos parientes volvieran al hotel mientras que yo subiría con Mona a su habitación.
Eché el brazo sobre Goblin y le dije al oído:
La habitación de Mona era una suite de lujo como la que yo había ocupado, con un salón adyacente y una cama doble de hospital. Mona la había cubierto de edredones, como me había dicho. Al llegar recogió todos los lirios y margaritas marchitas y tomó grandes puñados de flores frescas de las cestas que había por toda la habitación para cubrir de nuevo la cama.
Luego se subió ella de un salto y se reclinó sobre una enorme pila de almohadas, sonriéndome juguetona. Los dos estallamos en carcajadas.
El doctor Winn Mayfair miraba solemne todas estas actividades y luego dijo con su voz suave y respetuosa, una voz que a su vez exigía respeto:
—Muy bien, Ofelia. ¿Estás lista para que te inserte el tubo?
—Adelante, doctor. Pero comprenda que después puede marcharse y cerrar la puerta. Quinn sabe que el tubo es lo único que se me puede insertar, ¿verdad, Quinn?
Creo que me sonrojé.
—¿Entiendes bien todos los riesgos, Quinn? —me preguntó él.
Me fue difícil mirar la aguja en el dorso de su mano, su piel enrojecida y el esparadrapo que la cubría, pero pensé que debía hacerlo, tenía que compartir con ella la experiencia en la medida de lo posible, y me fijé en el tubo transparente que subía hasta la bolsa de suero colgada de un gancho metálico. En cierto momento un ordenador minúsculo generó números y pitidos. Cerca había una máquina más grande, dispuesta para alguna conexión más compleja, pero por suerte no parecía que hiciera falta ninguna en ese instante.
Tenía muchas preguntas para el doctor Winn Mayfair, pero no era quién para preguntar nada, de manera que tuve que conformarme con la palabra de Mona, que me había asegurado que su condición era estable. Y tenía que dejarla a la mañana siguiente, sabiendo que ella misma había dicho que la salud de tía Queen era lo que importaba en aquel momento de mi vida.
En cuanto el médico salió de la habitación, caímos el uno en brazos del otro, siempre conscientes de los sagrados tubos, y yo la besé con todo el sentimiento dramático que pude conjurar sin esfuerzo, llamándola mi amor eterno y buscando sólo complacerla como ella me complacía a mí.
Fue una larga noche de tiernos besos y caricias, y probablemente las colchas lleven hasta el día de hoy su testimonio.
El amanecer, vago y rosado como el ocaso, se había vertido sobre la ciudad antes de que me despidiera de Mona, y si alguien me hubiera dicho que no volvería a verla, que no volvería a ver a aquella niña suave, adormilada entre sus encajes y sus flores y su pelo gloriosamente desordenado, no lo habría creído. Pero en aquel entonces había muchas cosas que no podía creer.
Y había muchos buenos momentos por venir.
De la habitación del hospital, donde ella se quedó adormilada y hermosa y fresca como las flores que la rodeaban en sus cestas, fui directamente por los billetes de avión, y de allí a buscar el pasaporte de Tommy. En la oficina, tía Queen y yo declaramos que le conocíamos como Tommy Blackwood. A continuación embarcamos en el avión hacia Newark, con Goblin fuerte y visible en su propio y costoso asiento de primera clase, y de Newark volamos a Roma.
Nadie sabía que las vacaciones se prolongarían tanto y, de hecho, lo que nos hacía seguir adelante era la sensación de vivir el momento presente —siempre comprobando la tensión de tía Queen y su estado general con sus médicos favoritos en París, Roma, Zúrich y Londres— mientras vagábamos de un lado a otro viendo castillos, museos, catedrales y ciudades que tía Queen me enseñaba con amor y entusiasmo. Yo obtenía constantes estímulos de las sabias instrucciones de Nash y cedíamos siempre al deseo de tía Queen de viajar «unos meses más» a otro país o a otra magnífica ruina que yo «nunca olvidaría».
La salud de mi tía empeoraba, de eso no cabía duda o, para ser más sincero, se estaba haciendo demasiado vieja para todo aquello, cosa que de ninguna manera quería reconocer.
Llamamos a Cindy, nuestra encantadora enfermera, para que viajara con nosotros, lo cual nos tranquilizó en cierto modo a todos, puesto que la mujer podía medir las constantes vitales y administrar las píldoras apropiadas a las horas precisas. Además era de esa clase de enfermeras a las que no les importa ocuparse de todo tipo de tareas personales y, por lo tanto, se convirtió asimismo en la secretaria de mi tía.
Nash también cumplió sus funciones para con los dos. Llevaba nuestros faxes a los conserjes de los espléndidos hoteles en los que nos alojábamos y se hacía cargo de todas las facturas y propinas de manera que nosotros no tuviéramos que preocuparnos de esos menesteres. Puesto que también era un fenómeno con su ordenador portátil, escribía las cartas que tía Queen enviaba a sus amigos.
En cuanto a sus comentarios sobre todo lo que vimos, Nash se los tomó muy en serio y jamás dejó de prepararse, de manera que estaba al día en sus observaciones y podía responder cualquier pregunta que le hiciéramos.
También fue un magnífico asistente para tía Queen. La ayudaba a entrar y salir de las limusinas, a subir y bajar escaleras, y hasta se dignaba abrochar y desabrochar las tirillas de sus tacones fatales.
Pero la cuestión es que cuanto más viajábamos, cuanto más nos divertíamos, cuanto más nos maravillábamos Tommy y yo, encantados de todo —éramos los niños del grupo—, menos soportable se me hacía la idea de decirle a tía Queen: «Sí, esto se va a acabar, tienes que despedirte de tu último viaje a los magníficos lugares que siempre has amado. No, no volverás a ver París ni Londres ni Roma.»
No, no podía soportarlo, por mucho que quisiera a Mona, por mucho que mi corazón la echara de menos y por mucho que temía que todos los correos electrónicos, faxes y cartas, en los que me aseguraba que su condición «era estable», no eran sinceros.
De manera que nos dedicamos durante más de tres años a deambular, y no voy a contar todas mis aventuras, excepto ciertos eventos muy específicos.
Permíteme que diga, para que conste, que Tommy demostró ser un genio, tal como yo siempre había supuesto, que asimilaba rápidamente toda la belleza y los conocimientos que le rodeaban. Y sin oponer resistencia alguna a la autoridad de los adultos, nos entregaba sus ensayos escritos a Nash y a mí, con entusiasmo y el apropiado orgullo.
El hecho de que se pareciera tanto físicamente a mí alimentaba mi vanidad, estoy seguro, pero también le habría amado de tener un aspecto totalmente distinto. Lo que yo encontraba tan admirable en él era su curiosidad. Carecía de la malhumorada arrogancia de los ignorantes y no dejaba de plantear preguntas a Nash y de adquirir recuerdos culturales de todo tipo para su madre y sus hermanos, que nosotros enviábamos desde todos los hoteles por correo nocturno.
Mientras tanto, Grady Breen nos mandaba con frecuencia paquetes de fotografías de Terry Sue, su prole, su niñera, su doncella, su empleado y la casa, afirmando que le habíamos salvado la vida.
Yo sabía, por supuesto, aunque no se lo dije a Tommy, que jamás volveríamos a entregárselo a Terry Sue, a menos que él mismo insistiera en ello, cosa que no me parecía posible y de la que no daba señal alguna. Muy al contrario, después del primer año ya no me corregía ni guardaba silencio cuando yo decía «cuando vengas a vivir a Blackwood Manor...», y eso era suficiente para mí.
Naturalmente, tía Queen lo convirtió en su mascota. Le compraba ropa que se le quedaba pequeña casi de inmediato, y nada la complacía tanto como ver que la gente lo miraba en los vestíbulos de los hoteles o en los restaurantes, curiosa de ver a aquel pequeño caballero con su traje negro y su corbata.
En cuanto a mí, me sentía tan a menudo abrumado que sería aburrido detallarlo aquí. Baste decir que encontraba un intenso gozo en todo lo que veía, ya fuera un diminuto caserío en Inglaterra o el esplendor de la costa amalfitana.
Sólo quisiera detallar un aspecto de nuestro gran tour, y tiene que ver con las ruinas de Pompeya, a las afueras de Nápoles.
Pero primero quisiera tratar otros asuntos, incluido el misterio de Goblin, porque, tal como él mismo había predicho, le perdí en algún momento durante la primera tarde, cuando cruzábamos el mar.
Ni siquiera sé cómo sucedió ni cuándo. Estaba sentado a su lado en la lujosa cabina de un jumbo jet 800 de reciente fabricación, con los asientos giratorios y televisor propio. Una incomparable sensación de intimidad me permitía hablar con él y agarrarle la mano. Y eso fue lo que hice, asegurándole, para paliar sus temores, que haría cuanto pudiera para que siguiéramos juntos, repitiéndole que le quería...
Y entonces, muy despacio, comenzó a desvanecerse. Su voz se fue debilitando hasta ser sólo telepática, y luego desapareció del todo. En esos últimos momentos le dije: «Goblin, espérame. Goblin, volveré a casa. Goblin, protege por mí la casa del misterioso desconocido. Necesito que lo hagas. Asegúrate de que mi amada Jasmine y la Gran Ramona y Clem y Allen estén a salvo.»
Era la misma canción que le había cantado una y otra vez desde el despegue, pero ahora se lo pedí con especial vehemencia y ya no volví a verle.
La sensación de desgarro, de soledad y vacío fue espantosa. Era como si me hubieran quitado toda la ropa y me hubieran abandonado en un lugar desierto. Pasé una hora entera o tal vez más sin hablar con nadie. Me quedé allí sentado, esperando que aquel sentimiento de tristeza se desvaneciera, intentando desesperadamente darme cuenta que estaba libre de Goblin, no debía quejarme, era libre de ocuparme de las cosas de los hombres: de ser el devoto sobrino de Tommy, de hacer feliz a tía Queen, de aprender de Nash. ¡El mundo entero me esperaba!
Pero no tenía a Goblin. Había desaparecido. Y sentía un dolor para mí desconocido.
Lo curioso es que durante todo aquel rato, reclinado en el lujoso asiento, mientras la encantadora azafata me servía vino, mientras el avión parecía envuelto en el ruido de los motores y yo no oía siquiera las voces de Tommy y tía Queen, cuando no podía verlos ni a ellos ni a Nash con su libro, durante aquel intervalo largo y frío me di cuenta de que no me había despedido de Patsy.
Ni siquiera había intentado localizarla. Que yo supiera, nadie había intentado dar con ella. Ni siquiera nos habíamos acordado. Ni siquiera Clem había preguntado qué debía hacer si ella necesitaba la limusina. Ni la Gran Ramona había preguntado: «¿Qué hacemos si trae a las cantantes y los percusionistas a la casa?»
Nadie había pensado en ella, para bien o para mal, y ahora lamenté no haber intentado llamarla para despedirme. Me invadió una sensación helada. ¿La echaba de menos? No, echaba de menos a Goblin. Era como si me hubieran arrancado la piel y me golpeara un viento frío.
Patsy, mi Patsy. ¿Tendría la sensatez de buscar los cuidados médicos que necesitaba? De pronto me encontraba demasiado agotado para enfrentarme al problema, y además demasiado apartado, demasiado lejos.
Entonces sentí miedo, no sólo miedo, sino certeza.
Sabiendo que no podían contactar conmigo por teléfono estando en el avión, saqué la tarjeta de crédito y fui a llamar a Blackwood Manor.
Antes de oír la voz de Jasmine escuché un ruido de cristales rotos.
—Gracias a Dios que eres tú —exclamó—. ¿Sabes lo que hace? Está rompiendo todos los cristales de la casa. ¡Está furioso!
—Dime exactamente qué pasa, Jasmine. ¿Lo puedes ver?
—No, no lo veo. Pero los cristales se rompen. Primero entró en el salón. Fue como si rompieran las ventanas con un puño, una detrás de otra.
—Escúchame. No es tan fuerte como crees. En cualquier caso, no se te ocurra mirar en la habitación donde está rompiendo los cristales. No tienes que verlo. Eso le daría fuerza. Con todo el esfuerzo que está haciendo, se agotará enseguida.
Apenas entendía lo que me decía Jasmine. Por lo visto Goblin había roto todos los cristales del comedor. En aquel instante estaba en la cocina, con ella, pero había parado. Luego se oyó el ruido de cristales rotos en el segundo piso y a los huéspedes que bajaban por las escaleras a la carrera.
—¿Ha parado en la cocina?
—SÍ
—Entonces es que no quería hacerte daño. Apresúrate a sacar a los huéspedes de la casa. Que se vayan sin pagar. Date prisa. Pero no vayas donde esté él, a menos que sea para buscar a los huéspedes. Y sobre todo, no intentes verlo. Con eso sólo conseguirías hacerlo más fuerte.
Me quedé esperando. Era difícil oír por encima del rugido del avión, pero a pesar de todo el sonido me llegó a través de miles de kilómetros, el ruido de los cristales que Goblin rompía en su solitaria furia. ¿Qué tenía que hacer yo en aquel momento, en mi condición de hombre de la casa?
Al cabo de una eternidad Jasmine volvió al teléfono.
—Ya ha parado —me informó—. Los huéspedes se han marchado. No te imaginas lo contentos que se han puesto al enterarse de que no tenían que pagar nada. Te aseguro que esta noche se oirán muchas historias en Ruby River City y Mapleville.
—¿Tú estás bien? ¿Alguien ha resultado herido?
—No. Los cristales han caído todos al suelo. Quinn, tenemos que cerrar la casa.
—¡Qué dices, Jasmine! No pensarás que tiene energía para seguir con esto, ¿verdad? —le pregunté—. Porque no la tiene, sobre todo si yo no estoy para verlo, ¿lo entiendes? Está agotado. Ya no puede hacer más.
—¿Y quién me asegura que no se levantará de la cama mañana con un nuevo plan de fechorías? —preguntó ella—. Me gustaría que vieras cómo ha quedado esto.
Esperé un rato mientras ella discutía vehementemente con Clem y Allen. Uno quería reponer los cristales de inmediato mientras que el otro sostenía que Goblin volvería a romperlos. Por fin la Gran Ramona dijo que había que arreglarlos, puesto que se acercaba una tormenta.
—Escuchad, aquí mando yo —los interrumpí desde el avión—. Arreglad los cristales ahora mismo. Que instalen los más gruesos que quepan en las ventanas. Dios sabe que algunos eran de papel. —Jasmine transmitió a los demás mis órdenes—. Y ahora, Jasmine, quiero que subas a mi habitación. Seguiremos hablando por el teléfono que tengo en mi mesa.
Tardó más de lo que me hubiera gustado. Le pedí que encendiera el ordenador.
—¿Qué hay en la pantalla?
—Muy bien. Pues quiero que escribas esta respuesta: «Goblin, te quiero, pero no puedo dejar a tía Queen ahora. Tú sabes cómo la quiero.» —Oí el chasquido de las teclas y al cabo de un momento proseguí—: «Por favor, protege a mis seres queridos de Petronia.» —Eso lo tuve que deletrear—. «Goblin, espérame. Quiéreme. Un abrazo, Quinn.»
Esperé un momento mientras ella escribía y luego se me ocurrió una idea que podía funcionar. Ahora, al cabo de los años me parece que tal vez fuera una decisión desastrosa, pero lo cierto es que todo mi amor por Goblin parece haber estado plagado de ideas desastrosas.
—Jasmine, quiero que añadas otro mensaje: «Querido Goblin, puedo escribirte a través del ordenador. Puedo enviarte correos electrónicos. Te escribiré con regularidad, no con mi apodo informático, King Tarquín. Utilizaré un nombre nuevo. Y tú me puedes escribir también en cuanto envíe el nuevo nombre. Sabes usar el ordenador tan bien como yo, Goblin. Espera mis mensajes.»
Jasmine tardó un buen rato en terminar de escribir. Luego le pedí que dejara siempre el ordenador encendido, con una nota para que nadie lo tocara.
—Ya veremos si Goblin se pone contento —añadí—. Pronto podrás localizarnos en el hotel Hassler de Roma.
Por fin colgué. Como señor de Blackwood Manor, no vi razón alguna para contar a los demás que se habían roto casi todas las ventanas de la casa. Me puse a pensar que mi nuevo alias para el correo electrónico debía ser Noble Abelardo. Pensaba insistir para que Mona se llamara Ofelia Inmortal, y tal vez Goblin debía ser Goblin.
Y así fue.
Para cuando nos marchamos de la Ciudad Eterna, Mona, Goblin y yo habíamos establecido un sistema de comunicación por medio de los ordenadores, y sucedió que todos mis viajes eran material para las cartas de amor que enviaba a mi tesoro, Ofelia Inmortal. Las mismas epístolas, ligeramente censuradas, iban a mi amado Goblin, mientras que de Mona recibía mensajes apasionados y llenos de humor. Goblin me enviaba notas cada vez más lacónicas en las que sólo confesaba que me necesitaba y me quería.
Cada vez que llegábamos a un hotel con un buen equipo informático, yo lo imprimía todo. Este material se convirtió en mi diario de viaje. Me daba vergüenza enviar a Mona todas mis zalamerías eróticas, pero me divertía bastante intentar expresarme al estilo de Shakespeare.
En cuanto a Goblin, me preocupaba cada vez más su desaparición y me reconcomía como si una mano negra me oprimiera el corazón, pero no sabía qué hacer al respecto, aparte de lo que ya había hecho.
No hubo más incidentes en Blackwood Manor, pero la leyenda de los cristales rotos corría ya por todo Ruby River y la gente llamaba día y noche para hacer reservas. Mi impresión, por teléfono, era que Jasmine se lo estaba pasando de miedo, a pesar de sus protestas y preocupaciones. Les subimos de nuevo el sueldo a ella y a todos los empleados.
Jasmine comenzó a aceptar nuevas reservas por su cuenta y la casa estuvo al completo durante todo el tiempo que estuvimos fuera. Pronto la Gran Ramona comenzó a recibir un porcentaje de los beneficios y creo, aunque no estoy seguro, que con Clem pasó lo mismo. Con eso la familia de Jasmine quedó cubierta. Me negué sin embargo a conceder el mismo tratamiento a Allen o a los obreros, puesto que ya ganaban el doble que cualquier otro trabajador de su categoría en todo Ruby River, sin contar con la comida y la bebida gratis que también recibían.
Sugar Devil Island era motivo de toda clase de rumores ahora que las losas de mármol para el suelo comenzaban a llegar en canoa por el pantano, y en Ruby River City y Mapleville la gente comentaba que Tarquín Blackwood se había vuelto loco.
Cómo me alegraba de estar en un antiguo palazzo de Venecia mientras sucedía todo aquello.
Me consoló hasta cierto punto el hecho de que el sheriff Jeanfreau y su ayudante Henderson el Feo hubieran contado a todo el mundo mi historia del hombre que se libraba de los dos cadáveres a la luz de la luna, porque yo esperaba sinceramente que, a raíz de eso, nadie osara ir a la isla después de anochecido.
Durante el primer año, cuando todavía estábamos en Italia, escribí a Stirling Oliver a Oak Haven para ponerle al corriente de lo que había hecho. Le conté que los mensajes que Goblin me enviaba por correo electrónico eran cada vez más espaciados y que yo sentía un gran vacío a pesar de todas las emociones del Gran Viaje.
Stirling y yo nos estuvimos carteando durante unos meses. Él me aconsejó no provocar a Goblin con cartas demasiado cortas o demasiado largas y me indicó que, según sus conjeturas, Goblin era un fantasma relacionado en cierta manera con Blackwood Manor y no conmigo personalmente, aunque de eso no estaba del todo seguro.
«Intenta experimentar el hecho de estar libre de él —me escribió—. Esto es, intenta disfrutarlo y dime si lo has logrado o no. También podrías preguntar a los demás si han notado algún cambio en ti. La señora McQueen, sobre todo, podría darte algún dato significativo.»
Yo seguí su consejo y, en efecto, tía Queen me proporcionó cierta información.
—Se te ve más presente, cariño —me dijo—. No estás distraído, hablando con él. No tienes miedo de lo que pueda hacer. No estás siempre mirando de reojo. —Y prosiguió sin que yo la incitara a ello—: Estás mucho mejor así, vida mía. Muchísimo mejor. Yo lo veo muy claro porque te conozco más que nadie. Ya es hora de dejar atrás las cosas de la infancia, y Goblin es una cosa de la infancia. —Tía Queen me miraba con cariño mientras me lo decía.
Y así, mi correspondencia con Goblin fue disminuyendo hasta el silencio, y mi querido espíritu, mi otra mitad, mi doble, quedó más allá de mi alcance. Y créeme, estaba más allá de mi alcance. Intenté, con algunos mensajes desganados, conjurarle, hacerle salir de las sombras, pero fue en vano.
Y, mientras, Blackwood Manor prosperaba en todos los aspectos bajo el reinado de Jasmine. Se cantaban villancicos en Navidad, se preparaban los banquetes de Pascua, las flores cubrían los amados parterres de Pops, nosotros vivíamos nuestra larga odisea y Goblin se desvanecía en la nada.
Por supuesto, no me conformé sólo con las cartas a Mona. Muchas noches hablé con ella por teléfono y siempre terminábamos asegurándonos con pasión que vivíamos el uno para el otro. Ahora ya no había dudas, Ofelia Inmortal y Noble Abelardo se unirían algún día en casto matrimonio —lujuria sin penetración—. Y nuestra noble correspondencia se convirtió en nuestro consuelo cuando la diferencia de horarios nos mantenía apartados.
Muchas veces respondían al teléfono Michael o Rowan cuando yo llamaba, y jamás dejé de exigir que me confirmasen que la condición de Mona seguía estable, que no me necesitaba. Y en muchas ocasiones y para mi sorpresa, Michael me aseguró que nuestra relación había sido una bendición porque Mona había cejado en sus devaneos eróticos y ahora «vivía» para recibir mis mensajes y mis llamadas y pasaba el resto del tiempo estudiando el Legado Mayfair, queriendo comprender y participar en las inversiones y trabajando asimismo en el árbol genealógico.
—Desprecia un poco a su profesor particular —comentó Michael—. Me gustaría que leyera más. Pero por lo menos he conseguido que vea películas clásicas conmigo. Eso es bueno, ¿no te parece?
—Desde luego. Nadie puede progresar de manera creativa si no ha visto Las zapatillas rojas o Los cuentos de Hoffmann. ¿No crees que tengo razón?
—Sí que la tienes —rió él—. Y además tiene esas películas. Anoche conseguí que viera Narciso negro.
—Ésa es espeluznante. Seguro que le encantó.
Y así transcurrió mi vida durante tres maravillosos años cargados de acción.
Vi lugares magníficos, los más hermosos del mundo. Viajé hacia el sur con mi alegre compañía, hasta Abu Simbel en Egipto y Río de Janeiro en Brasil, y hacia el norte, hasta Irlanda y Escocia, al este hasta San Petersburgo y al oeste hasta Marruecos y España.
No había ni orden ni frugalidad en nuestro itinerario. Muchas veces íbamos en una dirección y luego en la contraria. Nuestros viajes dependían más bien de las estaciones y, sobre todo, de nuestros deseos y caprichos.
Tommy y Nash trabajaban con ahínco en los deberes para la junta directiva del colegio de Ruby River City, pero principalmente Tommy obtenía sus conocimientos de la misma manera que yo: cuando tía Queen y Nash nos llamaban la atención para que reparásemos en cosas que de otra manera hubiéramos pasado por alto; cuando tía Queen y Nash nos comentaban el contexto cultural de lo que veíamos y nos contaban maravillosas historias sobre los personajes famosos relacionados con los monumentos, los países, las culturas y el tiempo.
Fue una época de tal intensidad que me arrepentí de no haber cedido al deseo de tía Queen para que viajara muchos años antes. El hecho de haberme negado entonces me parecía resultado de la arrogancia del ignorante. Pero, tal como ella me dijo para consolarme, no era el momento de arrepentimientos, sino de abrazar el mundo entero.
Quisiera constatar que por muchas cosas que viéramos o por muy tarde que nos acostáramos, todavía me las arreglé para leer a Dickens, gracias a Nash, y que él me hizo apreciar mucho mejor Grandes esperanzas, David Copperfield, La tienda de antigüedades y La pequeña Dornt. También estudié a las hermanas Bronté con sumo deleite y devoré Cumbres borrascosas y Jane Eyre. De haber sido mejor lector, hubiese conseguido más. Me esforcé mucho con Milton, pero por más que lo intentaba no me acordaba de lo que leía de El paraíso perdido, de manera que lo dejé por Keats y leí las odas en voz alta hasta que me las supe de memoria.
Fue una época de dicha absoluta para los viajeros, pero no para todo el mundo. A mediados del segundo año, Jasmine llamó para informarnos de que Patsy se había gastado todo el sueldo de ese período, cosa increíble, y que había convencido a Clem para invertir toda su herencia de Pops en un álbum de rock que constituyó un estrepitoso fracaso, y ahora Clem acusaba a Patsy de haberle engañado y quería demandarla.
A petición de tía Queen, hablé por teléfono con nuestro abogado, Grady Breen, y quedó claro que Patsy se había gastado todo el dinero en un vídeo de rock cuya grabación había costado un millón de dólares, con un director y un cámara extranjeros, y que las grandes cadenas de música por cable no le habían dado ninguna publicidad.
Clem no llevaba una venda en los ojos cuando invirtió en el negocio sus cien mil y, en palabras de Grady, no era ningún idiota, pero yo le dije que le pagase lo que pedía y zanjara el asunto. En cuanto a Patsy, si quería dinero, podía dárselo también. Resultó que Patsy quería dinero, en efecto, y el abogado tenía instrucciones de dárselo.
Antes de despedirme le pregunté si Patsy tenía algún éxito con su música. Grady contestó que últimamente le iba muy bien en los clubes buenos y que estaba tocando House of Bines por todo el país. Su álbum había vendido unas trescientas mil copias. Pero no era nada comparado con el millón de discos que quería vender, que necesitaba vender para lograr la fama que ansiaba. Sencillamente Patsy había sobreestimado el atractivo de su sello con el vídeo que había realizado. Se había precipitado un poco.
No me atreví a indagar directamente sobre su salud,
—¿La ha visto en los últimos días? —me limité a preguntar.
—Sí—contestó Grady—. Salió en Austin City Limits. Está tan guapa como siempre. Su madre siempre ha sido una mujer muy guapa. Ya tengo edad suficiente para hacer estos comentarios, ¿no le parece?
—Así es
« De manera que Patsy seguía siendo Patsy.
Y una vez establecido todo esto, una vez comentados todos los temas relativos a este período, quisiera volver al asunto de Pompeya.
Por supuesto, estaba ansioso por ver las ruinas, pero no podía olvidar el hechizo que Petronia me había echado en su visita a Blackwood Manor. Tía Queen también tenía su opinión al respecto, aunque era menos alarmista que la mía. Habíamos hablado de Petronia, pero con una cierta tensión. Mi tía no me había perdonado del todo por haberla acusado y no terminaba de creer que Petronia no fuese humana ni que hubiera arrojado dos cuerpos al pantano.
Yo, sin embargo, estaba convencido de todo esto y quería ver si las ruinas de Pompeya —las excavaciones de una ciudad entera que había estado enterrada en cenizas y escombros— me traían a la mente las imágenes que Petronia había plantado en ella.
Todavía no había terminado con Petronia.
Mientras tanto, las reformas del santuario seguían adelante al ritmo de cientos de miles de dólares y me habían llegado varias fotografías a color del espectacular edificio. En el interior se habían dorado las vigas, sobre los relucientes suelos de mármol se habían tendido alfombras orientales de mi colección de catálogo e incluso había pedido algunos ornamentados muebles de Hurwitz Mintz en Nueva Orleans. De momento había sofás de terciopelo y lámparas de pie, además de un conjunto de sillas de respaldo de cisne. Todos los elementos del enorme baño estaban instalados y las nuevas ventanas de cristal se mantenían limpias y relucientes.
Allen me había informado más de una vez de que «alguien» estaba utilizando el lugar por la noche, que encontraban libros en la mesa (que nadie tocaba) y que había restos de velas y cenizas en la chimenea. De manera que mi compañera había entrado de nuevo en acción. ¿Y qué esperaba yo? ¿No había accedido a cada una de sus demandas? ¿Pero a quién se le habían ocurrido antes aquellos eficaces planes? A mí, ¿no es cierto?
Estaba fascinado como un idiota.
Y estaba indignado. Tal vez era demasiado joven para ver la diferencia.
De manera que llegamos a Pompeya en nuestro tercer viaje a Italia, ya casi al final de nuestra odisea, con un espíritu atrevido, combativo y curioso, dispuestos por fin a ver aquel lugar legendario.
Probablemente tía Queen ni siquiera se acordaba del cautivador relato de Petronia aquella lejana noche. Nash me lo mencionó de manera casual. Tommy y Cindy, la enfermera, estaban encantados de ver una de las ruinas más famosas del mundo.
Llegamos en coche privado desde nuestro lujoso hotel en Nápoles y visitamos la ciudad temprano. Dimos un paseo por las estrechas calles de piedra conscientes de que volveríamos al día siguiente y al otro y al otro, y yo notaba en todas partes el escalofrío helado de las palabras de Petronia. El sol brillaba con fuerza y el monte Vesubio parecía seguro y silencioso, más un centinela azulado que un volcán capaz de destruir aquel pueblecito, aquel entramado de innumerables vidas, en tan sólo medio día.
Entramos en muchas de las casas parcialmente restauradas, tocando las paredes sólo ligeramente o sin tocarlas. Imperaba el silencio a nuestro alrededor, aun cuando los turistas iban y venían, y a mí me resultaba difícil alzar el velo de muerte que pendía sobre la ciudad para imaginármela viva de nuevo.
Tía Queen fue intrépida al llevar a nuestro pequeño grupo a la Casa del Fauno y la Villa de los Misterios. Por fin llegamos al museo, donde vi las esculturas blancas de tamaño natural hechas con los que habían muerto entre las cenizas y no habían dejado atrás más que la forma de sus cuerpos. El yeso había inmortalizado sus momentos finales. Aquellas figuras sin rasgos me conmovieron tanto, todas unidas en una muerte súbita, que casi me eché a llorar.
Cuando volvimos al hotel, el cielo sobre la bahía de Nápoles estaba plagado de estrellas. Abrí las puertas del balcón para asomarme y me consideré una de las personas más felices del mundo. Me quedé mucho rato en la balaustrada de piedra. Estaba satisfecho, como si hubiera conquistado a Petronia, a Goblin y a Rebeca y mi futuro me perteneciera sólo a mí. Mona se recuperaba de maravilla. Hasta tía Queen parecía inmortal y no moriría mientras yo viviera. Siempre estaría conmigo.
Por fin me sentí cansado y contento de estarlo. Me puse la camisa de dormir, como de costumbre, aunque era demasiado abrigada para aquella noche deliciosa y fragante, me tumbé sobre la almohada y me quedé dormido.
Al cabo de unos segundos, o eso me pareció, estaba en Pompeya. Corría empujando a un reticente grupo de esclavos que no creían que la montaña fuera a descargar su furia sobre nosotros, que lo destruiría todo, incluidas nuestras vidas. Atravesamos a la carrera las puertas de la ciudad, bajamos a la playa y subimos a la barca. Salimos a mar abierto y entonces estalló la erupción, el agua arrojaba espuma, el cielo se oscurecía. El volcán lanzó un espantoso rugido. Las barcas cabeceaban.
—¡Seguid remando! —exclamé. La gente gritaba y chillaba—. ¡Tenemos que alejarnos! — supliqué. Los esclavos se tiraban al agua—. ¡No! ¡El barco es más rápido! —insistí yo. Los remos cayeron y la barca volcó. Me ahogaba. El mar se alzaba y se hundía. Tragué agua. De nuevo sonó aquel inefable trueno.
Entonces me desperté. ¡Me negaba a seguir con aquel sueño! Estaba aterrado. Noté que otro cuerpo me envolvía y contra el límpido azul de la noche vi una figura en el balcón, y supe que era Petronia.
—¡Eres un demonio! —exclamé. Me levanté de un brinco de la cama y corrí hacia ella, sólo que allí no había nada. Me quedé en el balcón temblando con violencia, escudriñando la oscuridad, con más miedo del que he pasado en mi vida y, además, furioso.
No podía soportar aquel terror, pero tampoco ponerle fin. Me puse una bata y salí al pasillo. Al llegar a la habitación de tía Queen llamé a la puerta.
Respondió Cindy, nuestra dulce enfermera.
—Tía Queen, tengo que dormir contigo —exclamé, lanzándome hacia su cama—. He tenido una pesadilla. Es la malvada Petronia.
—Ven a la cama ahora mismo, mi pobre niño. —Y fue justo lo que hice—. Y ahora, cariño, no temas. ¡Estás temblando! Anda, échate a dormir. Mañana iremos a Torre del Greco y compraremos preciosos camafeos. Y tú me ayudarás, como siempre.
Cindy se metió en la otra cama. Las cortinas ondeaban en las ventanas abiertas. Me sentí a salvo con ellas dos y me dormí de nuevo. Soñé con Blackwood Manor, soñé que Tommy vivía con nosotros, soñé con Mona, soñé con muchas cosas, pero ninguna mala, no soñé con fantasmas ni espíritus malignos, ni con la oscuridad, el desastre o la muerte.
¿De verdad había estado allí Petronia? ¿Había sido un hechizo? Nunca lo sabré.
Pero quisiera concluir la historia de nuestros felices vagabundeos. Porque por fin llegó el momento de volver a casa.
Tía Queen ya no podía seguir viajando. Estaba demasiado débil y tenía la tensión muy alta. Se había hecho un esguince en la muñeca y en cualquier momento podía sufrir uno en un tobillo y quedar seriamente impedida. Además, tenía ataques de artritis y se le comenzaron a hinchar las articulaciones. El agotamiento estaba acabando con ella. Ya no podía más y se enfurecía con su propia debilidad.
Por fin, Cindy se negó de plano a seguir adelante.
—Me gustan los grandes hoteles tanto como a cualquiera —declaró—, pero usted tiene que volver a casa, tía Queen. ¡Uno de estos días se va a caer y se va a hacer daño de verdad! No puede seguir así.
Yo uní mi voz a la de Cindy y lo mismo hizo Tommy, que para entonces ya era un muchacho alto de doce años. Finalmente Nash añadió una solemne declaración:
—Señora McQueen, ha sido usted muy valiente, pero ya es hora de que se retire a Blackwood Manor para reinar sobre su hacienda como la divertida y magnífica dama que todos sabemos que es.
Cuando tomamos esta decisión estábamos en El Cairo. Fuimos en avión a Roma, donde había comenzado nuestra aventura, y pasamos unas cuantas noches en el hotel Hassler. Yo ya sabía que había sido negligente al no sugerir que volviéramos a casa porque no quería que me acusaran de egoísta y de pensar sólo en mi amor por Mona y en la necesidad que tenía de ella.
Pero lo cierto es que estaba preocupado por Mona. Llevaba más de dos semanas sin contestar a mis mensajes.
En cuanto llegamos al hotel (me alojé en una enorme suite con una amplia terraza, justo debajo de la de tía Queen, que compartía el ático con Cindy) llamé a Mona por teléfono y me contestó Rowan, muy solemne y taciturna.
—Ha ido a Mayfair a hacerse unas pruebas, Quinn —me dijo—. Lo más probable es que pase allí varios meses. No va a poder verte.
—¡Dios mío! ¡Me está diciendo que ha empeorado! Doctora Mayfair, dígame la verdad. ¿Qué le ha pasado?
—No lo sé, Quinn —contestó ella con su seductora voz ronca—. Es algo que a los médicos nos resulta muy difícil reconocer, créeme. Pero es cierto: no lo sé. Por eso le estamos haciendo análisis. Tiene afectado el sistema inmunológico. Lleva ya varios meses con fiebre. Si alguien estornuda en su habitación, a ella le da una neumonía doble.
—Dios mío. —Como siempre, la verdad expresada por Rowan me resultaba muy brusca. Pero me dije con fiereza que quería saberlo todo—. ¿Por qué no puedo hablar con ella por teléfono?
—No quiero que se alegre por nada, Quinn. Y si se enterase de que vuelves a casa, le inquietaría saber que no puede verte. Por eso la tenemos aislada. De momento está en una burbuja, con una televisión, un vídeo y un montón de películas clásicas. Se dedica a comer palomitas, helado y chocolate y a beber leche. Cree que te lo estás pasando muy bien en Europa, y no quiero que piense de otro modo.
—Pero, Rowan —supliqué—, ¿por lo menos recibe mis mensajes?
—No, Quinn. Está descansando. Le he quitado el ordenador.
Me sentí enloquecer. Volvíamos a casa y Mona estaba fuera de mi alcance. ¡Pero lo peor era que estaba enferma! Tal vez demasiado enferma incluso para manejar el ordenador.
—Rowan, escuche, ¿ha estado enferma todo este tiempo? ¿Me lo ha querido ocultar para no hacerme daño?
Se produjo un largo silencio y luego Rowan añadió, tan directa como siempre:
—Sí, Quinn, yo diría que sí. Pero creo que tú ya lo sabías cuando te marchaste. Tú sabías que estaba siguiendo un tratamiento. De vez en cuando su condición se estabilizaba, pero lo cierto es que no ha llegado a mejorar.
Solté una exclamación, pero no sé si fue audible.
—¿Puede darle un beso de mi parte? ¿Puede decirle que la he llamado? ¿Puede decirle que le he estado escribiendo?
—Sí, esta misma noche se lo diré cuando la vea. Y mañana y pasado mañana.
—Muchas gracias, Rowan. Que Dios la bendiga. Por favor, por favor, dígale lo mucho que la quiero.
—Quinn, quería decirte otra cosa —anunció ella, sorprendiéndome—. Ya sé que Michael te lo ha dicho, pero yo quiero repetírtelo. Has ayudado mucho a Mona. Conseguiste que dejase de hacerse daño. La hiciste feliz.
—Rowan, me está asustando. ¿Por qué me habla en pasado?
—Lo siento, no era lo que pretendía. Lo que quiero decir es que todo este tiempo ha estado profundamente enamorada de ti. Te ha estado escribiendo o hablando contigo por teléfono, en lugar de luchar contra nosotros. No deja de preguntar por ti.
Entonces sentí escalofríos. Mi querida Mona. ¿Qué había hecho al dejarla? ¿Tanto me había enamorado de las cartas y las llamadas de Ofelia Inmortal que había perdido a la propia Mona?
—Muchas gracias, Rowan. Se lo agradeceré siempre. —Quería hacerle muchas más preguntas, pero no me atreví. Tenía mucho miedo.
Esa noche corrió el champán en la suite de tía Queen. Nash, que ya había bebido demasiado con todo nuestro apoyo, propuso un brindis detrás de otro por la dama a la que más amaba en el mundo, la señora Lorraine McQueen; el pequeño Tommy, que hacía dos días había cumplido trece años, se levantó para leer una poesía que había escrito para la ocasión, declarando que se había convertido en un hombre gracias a su guardián que era a la vez su inspiración, Tarquin Blackwood. Sólo yo no estuve a la altura de la situación. No fui capaz más que de sonreír y saludar a todos con mi copa diciendo lo contento que estaba de volver a casa por fin, de hacer balance de todo cuanto habíamos aprendido y de ver a todos los que habíamos echado de menos en nuestros viajes.
Lo cierto es que un cúmulo de preocupaciones y aprensiones pesaba sobre mí. La más importante era que no podría ver a Mona, pero también estaba obsesionado con Petronia y me inquietaba pensar que estaba ocupando el santuario de manera tan descarada. Y por supuesto, también pensaba en Goblin. ¿Acaso era tan estúpido que pensaba que Goblin no se me aparecería en cuanto me acercara a Blackwood Manor? No, no lo era.
Y así terminó el intermedio de tres años y medio.
A la mañana siguiente partimos hacia Newark, desde donde un avión nos llevaría a Nueva Orleans.
Me acerqué a abrazar y besar al bueno de Allen, que también había venido para llevarse el equipaje en la camioneta. Pero luego llegó el momento de la verdad, cuando apareció Terry Sue con un traje de color rosa muy parecido al último que le había visto hacía más de tres años. Llevaba otro niño pequeño en la cadera (este último no había sido engendrado por Pops). Tommy se arrojó en sus brazos y la besó.
Yo tardé un momento en reconocer a la esbelta y hermosa adolescente que iba a su lado y que resultó ser Brittany.
Tommy nos miró como sin saber qué hacer. Yo me aparté un momento con él y le pregunté lo que tenía que haberle preguntado antes de vernos en aquella tesitura:
—¿Qué quieres hacer?
—Quedarme contigo —fue su respuesta.
Entonces me acerqué a Terry Sue para explicarle que Tommy quería terminar el viaje pasando una temporada en Blackwood Manor si ella tenía a bien permitírselo, e insistí en que era maravilloso que Brittany y ella hubieran venido al aeropuerto. Luego le di todos los billetes de veinte que llevaba en la cartera, que eran bastantes.
— Brittany, te llamaré esta noche —le dijo él a su hermana. —Te has convertido en una mujercita preciosa —añadí yo. Tía Queen, por supuesto, se deshacía en elogios sobre ella e incluso se había quitado el
camafeo que llevaba —uno de los que había comprado en Torre del Greco— para dárselo.
Sentí Luisiana a mi alrededor y me encantó. Cuando llegamos al camino flanqueado de pacanas, tenía tal nudo en la garganta que apenas pude hablar por el interfono para pedirle a Clem que parase el coche.
Salí y miré la casa. Lo que sentía era inexplicable. No era alegría ni pena, pero me tenía sobrecogido y me arrancó unas lágrimas muy dulces.
Tía Queen salió del coche con ayuda de Nash y se puso a mi lado. Los dos nos quedamos mirando las lejanas columnas blancas.
—Ésa es tu casa —dijo ella—. Siempre será tuya. Cuando yo no esté, deberás cuidarla.
La rodeé con el brazo y me incliné a besarla, dándome cuenta tal vez por primera vez de mi propia altura y sintiéndome un poco torpe en mi nuevo cuerpo. Luego la solté.
Mientras recorríamos el camino, todo me iba provocando los mismos sentimientos de amor y angustia, o tal vez era pena. No supe determinarlo. Una oleada de recuerdos de la infancia me paralizaba y lo único que sabía era que estaba en casa.
Por supuesto pensaba en Goblin, pero no sentí su presencia. Y por supuesto pensaba en Patsy y esperaba verla cualquier día. Pero era el paisaje el que despertaba en mí aquellas titánicas emociones: los parterres de Pops, las grandes extensiones de hierba, los robles apoyando sus oscuros codos sobre el cementerio, el pantano con su irregular pared de árboles retorcidos.
Todo pasó muy deprisa después de aquello, y a causa de mi extremo cansancio percibí los eventos del día fragmentados y desconectados, aunque muy claros y radiantes.
Recuerdo que en la casa no quedaban huéspedes de pago porque Jasmine había reservado todas las habitaciones para Tommy, Nash y Patsy.
Recuerdo que tomé el desayuno pantagruélico que preparó entre lágrimas la Gran Ramona, que nos había regañado ferozmente por haber estado fuera tres años y medio. Recuerdo que Tommy comió conmigo y que parecía tan impresionado con Blackwood Manor como lo había estado con los castillos de Inglaterra y los palacios de Roma.
Recuerdo que vino un niño encantador, una atractiva mezcla de rasgos africanos, ojos azules y pelo rubio y rizado, que me dijo con orgullo que se llamaba Jerome y tenía tres años. Le felicité por ambas cosas, preguntándome dónde demonios andarían sus padres, y comenté que le encontraba muy avanzado en el habla.
—Eso es porque vive en la cocina, como hacías tú —repuso la Gran Ramona.
Recuerdo que vino el médico de tía Queen y prescribió que tenía que hacer reposo en cama por lo menos una semana, y que las enfermeras debían atenderla las veinticuatro horas del día. Era la edad, me explicó en un susurro. Una vez que mi tía se recobrara de su exceso de actividad, se pondría bien. Su tensión sanguínea era una maravilla médica.
Recuerdo que me pasé media hora al teléfono intentando en vano hablar con Mona. En el hospital Mayfair ni siquiera admitían que estuviera allí. Los criados de la casa de la Primera tampoco me daban ninguna información. Por fin conseguí contactar con Michael, que sólo me dijo que Mona estaba enferma; que rezara por ella, sí, pero que de ninguna manera podía verla.
Me puse frenético. Estaba dispuesto a presentarme en Mayfair y buscarla por todas las habitaciones, pero Michael, como si me leyera el pensamiento, me dijo de pronto:
—Quinn, escucha. Mona ha pedido que no la veas. Nos ha hecho prometer muchas veces que no te lo permitiremos. Si no cumplimos nuestra palabra se le romperá el corazón. No podemos. Sería muy egoísta por tu parte venir. ¿Entiendes lo que te digo?
—Por Dios, ¿me estás diciendo que además de estar enferma, ahora tiene aspecto de enferma? Se ha deteriorado. Se ha... —Me había quedado paralizado.
—Sí, Quinn. Pero no pierdas la esperanza. Nosotros no la hemos perdido, ni mucho menos. Vamos a intentar que se recupere. Tiene buen apetito, resiste bien. Tiene sus libros grabados en cintas, tiene sus películas. Duerme mucho, pero eso era de esperar....
—¿Sabe que he vuelto?
—¿Puedo mandarle flores?
—¿Por qué no puedo hablar con ella por teléfono? ¿Por qué no podemos enviarnos correos electrónicos?
Se produjo una larga pausa.
—Está demasiado débil, Quinn —me contestó por fin—. Y no quiere. Está muy enferma, hijo. Pero esto no durará siempre. Seguro que se recuperará.
En cuanto colgué pedí toneladas de flores, cestas y cestas de lirios de Casablanca, margaritas y zinnias, todo lo que se me ocurrió. Esperaba llenar de flores su cámara de aislamiento. Y todas las tarjetas irían dirigidas, con letra grande, a mi Ofelia Inmortal.
Después recuerdo que entré en la cocina, ebrio del dolor y el cansancio del viaje. Tommy jugaba al Scrabble con el pequeño Jerome y pensé que era increíble que el niño pudiera jugar a la tierna edad de tres años, hasta que me di cuenta de que Tommy estaba enseñándole palabras como «mamá», «cama», «mima» y «ama».
Recuerdo que fui a la despensa y, pensando que el niño sería uno de los sobrinos de Jasmine, le pregunté:
—¿Quiénes son sus padres?
—Tú y yo —me contestó ella, y casi me desmayé, metafóricamente hablando. Jasmine me dijo también—: Su segundo nombre es Tarquin.
Recuerdo que volví a entrar en la cocina, como si flotara, y me quedé mirando a mi hijo y a mi tío adoptado de trece años, y me sentí absolutamente privilegiado con aquellas dos generaciones. Cuando Jasmine se acercó la rodeé con el brazo y le di un beso. Ella me apartó diciendo entre resuellos que ya había tenido bastante de eso y que yo debería saberlo.
Cuando subí al dormitorio de tía Queen, estaba ya grogui del todo. Ella me miró sentada en su diván y tapada con una de sus colchas de satén blanco. Su batín de plumas se agitaba a un lado y otro con el movimiento del ventilador del techo.
—Cariño, vete a dormir —me dijo—. Estás más blanco que la tiza. Yo he dormido en el avión, pero tú no. ¡Si no te tienes en pie!
—¿Estás bebiendo champán? —exclamé—. Pues deberías, porque tenemos algo que celebrar.
—¡Ven aquí ahora mismo! —gritó Jasmine, que había salido corriendo detrás de mí. Pero yo no pensaba detenerme.
—¡Que corra el champán! —Encontré la botella en el hielo, y una copa y vi que tía Queen ya estaba bebiendo alegremente.
¿Qué hora era? ¿Qué importaba? Entonces bebí y le conté lo de Jerome, mientras Jasmine me hundía sus pulidas uñas en el brazo y me murmuraba maldiciones al oído a las cuales yo no respondí.
Tía Queen estaba radiante de felicidad.
—¡Eso es magnífico! —declaró—. ¡Y yo que pensaba que eras virgen, Tarquín! Tráeme a ese niño. Y tú, Jasmine, eres increíble. ¿Por qué demonios no nos escribiste para contárnoslo? Este niño requiere una pensión, entre otras cosas.
De manera que trajeron al precioso niño ante la presencia de tía Queen, y yo, aturdido y contentísimo, me bebí otras dos copas de champán antes de volverme completamente incoherente. Para entonces mi hijo había sido informado de que yo era su padre. Tommy también recibió la noticia, porque tía Queen había decidido que en aquella casa no se guardaban secretos, un hecho que terminaría por mejorarnos a todos.
Recuerdo que me acerqué tambaleándome a la cama de mi tía y alguien, bendito sea, apartó las muchas colchas y las muñecas para que pudiera caer de bruces sobre las sábanas inmaculadas. Esa misma persona, sin duda, me quitó los zapatos. Bajo el maravilloso peso de los cobertores y con el fresco del aire acondicionado, caí profundamente dormido.
Soñé con Goblin. Fue una pesadilla en la que Goblin sufría y no podía venir a mí. Lo vi incompleto, un ser gaseoso y espantoso que batallaba por ser sólido, pero que sin mi voluntad era una criatura indefinida y abatida. Y en el sueño sabía que había sido cruel con él.
Bailé con Rebeca, que me dijo:
—No te escogeré a ti para vengarme. Has sido demasiado bueno.
—Entonces, ¿a quién te llevarás? —pregunté, pero sólo me respondió con carcajadas. Cuando se marchó, la música desapareció con ella y yo abrí los ojos.
Tía Queen yacía a mi lado con sus gafas de montura de plata. Estaba leyendo el libro que le había dado en el avión, La tienda de antigüedades.
—Quinn, Dickens está loco —me dijo.
—Eso seguro —contesté—. Y se vuelve cada vez más demencial, con toda la oscuridad que rodea a la pequeña Nell. Tú sigue leyendo.
—Sí, no lo pienso dejar.
Se acurrucó contra mí. Las plumas del batín me hacían cosquillas en la nariz, pero a mí me encantaba. Me encantaba tener tan cerca su frágil brazo. Alcanzaba incluso a leer el libro que tenía en las manos. Aspiré su dulce perfume. Podía comprarse el producto más caro del mercado y llevaba Chantilly barato. No existe en el mundo una fragancia más dulce.
Recuerdo que vi el cielo violeta por las ventanas.
—¡Pero si es casi de noche! —exclamé—. ¡Tengo que ir al santuario! Tengo que ver mi obra maestra. —Tarquin Blackwood, tú no vas al pantano a estas horas. —Qué tontería, tengo que ir. —Le di un beso en la frente y luego en la suave mejilla
Subí corriendo a mi habitación y recuerdo que todavía estaba un poco aturdido cuando saqué del armario unos téjanos, una camisa y unas botas (todo ropa nueva, de mi nueva talla, que la Gran Ramona me había comprado cuando se enteró de que volvíamos a casa). Saqué de la mesilla mi pistola del treinta y ocho y me marché. De la cocina me llevé una botella de agua y un cuchillo grande, y del cobertizo una linterna. Luego me encaminé hacia el pantano.
Por supuesto estaba haciendo caso omiso de las condiciones de mi salvaje socio, pero lo cierto es que nunca había accedido a cumplirlas. Había reformado el santuario sólo por mí. Los finos muebles que pronto vería eran para mí. No tenía miedo de él, en todo caso sentía una gran curiosidad por verle de nuevo y enfrentarme a él, tal vez incluso deseaba sostener una conversación decente, quizá para hablar de «nuestra» pequeña casa y descubrir si de hecho teníamos un trato, puesto que era yo, y no él, quien había realizado las espléndidas reformas.
El hecho de que Goblin no estuviera conmigo y no pudiera ayudarme no me importaba. Yo me encargaría de todo. El santuario era mío.
Al pasar junto al pequeño cementerio, de camino hacia el embarcadero, me detuve un momento junto a la tumba de Rebeca y alumbré la lápida con la linterna. Recordé entonces un fragmento del sueño y volví a oír su voz en mi memoria como si estuviera a mi lado.
A la vuelta iría a Mayfair y lo registraría de cabo a rabo. ¿Qué habitación de hospital no tiene una ventana para que se asomen las enfermeras? Me acercaría a Mona tanto como pudiera. Nadie me detendría. Pero de momento lo que me atraía era el santuario. Tenía que ir. Metí mis cosas en la piragua y, después de comprobar que llevaba la pistola cargada, me puse en marcha. El cielo enrojecido arrojaba bastante luz para ver los árboles, además yo ya conocía el
En la entrada, frente a mí, observándome, de hecho, estaba el desconocido con su traje masculino y el pelo suelto. Ni me invitaba a acercarme ni alzaba la mano para prohibirme saltar a tierra.
¿Cómo iba yo a saber que aquél sería el último día de mi vida mortal? ¿Cómo iba yo a saber que todos los pequeños y aleatorios detalles que he descrito marcarían el final de mi historia, que el padre de Jerome, el sobrino de Tommy, el pequeño de tía Queen, el jefe de Jasmine y el Noble Abelardo de Mona estaba a punto de morir?
Llegué hasta las escaleras. Él estaba arriba y se limitaba a mirarme.
—¿Es eso una invitación cordial? Tu tono me provoca dudas. Tengo curiosidad por ver el lugar, pero no querría importunarte.
—Entonces sube. Tal vez esta noche no sea el momento adecuado para que te torture.
—Me sorprendes con tu tono amistoso —dije mientras subía por las escaleras—. Pero, ¿es cierto que te propones torturarme?
Él retrocedió bañado en luz y entonces advertí que esa noche era definitivamente una hembra. Se había pintado los labios de rojo y perfilado de negro los ojos para estar más cautivadora. Su melena negra era como una capa. Iba ataviada con una sencilla camisa de manga larga de terciopelo rojo y unos pantalones también de terciopelo rojo e igualmente sencillos. En torno a su esbelta cintura llevaba un cinturón de camafeos de ónice de unos seis centímetros cada uno, una auténtica joya.
Iba descalza. Sus pies eran muy hermosos, con las uñas pintadas de dorado. Las uñas de las manos también eran doradas.
—Eres muy hermosa, amiga mía —dije, sintiéndome de maravilla, muy emocionado—. ¿Se me permite decirlo? —Me mordí la lengua antes de comentar que no me lo esperaba. Lo que recordaba de aquella lejana noche era una criatura más ruda y más terrible.
Ella me hizo un gesto para que entrase en la casa.
—Por supuesto que se te permite —contestó con una voz grave que podría haber pertenecido tanto a un hombre como a una mujer. Ahora que sonreía, su rostro era radiante—. Mira en torno a tu casa, caballerito.
—Ah, «caballerito» —repetí—. ¿Por qué todo el mundo utiliza conmigo diminutivos?
—Sin duda porque eres muy alto —repuso ella afable—, y porque tu rostro es muy inocente. Ya te dije una vez que tenía una teoría sobre ti, y mi teoría ha demostrado ser cierta. Has aprendido más y has crecido hasta alcanzar una estatura considerable. Ambas cosas son estupendas.
—Entonces me apruebas.
—¿Cómo podría no hacerlo? Pero tómate tu tiempo. Observa tu trabajo.
Me resultaba difícil mirar otra cosa que no fuera a ella. Sin embargo hice lo que me pedía y encontré la sala espléndida. El suelo de mármol blanco estaba impoluto. Los sillones de terciopelo verde que había comprado en tierras lejanas eran tan suntuosos como esperaba. Los candelabros dorados colocados entre las muchas ventanas iluminaban las vigas. Había varias mesas bajas de mármol delante de los sillones y las sillas griegas de respaldo de cisne.
Y también estaban su mesa y su silla, igual que antes, sólo que parecía que las hubieran pulido un poco.
La chimenea era nueva, un modelo Franklin de hierro de enormes proporciones en la que esa noche sólo había un montoncito de ceniza gris, debido a que el tiempo era cálido.
Las escaleras curvas que ascendían al segundo piso estaban hechas de bronce tallado con pivotes. Debajo estaba la única estantería de la casa, pequeña, de madera muy trabajada, atestada de ediciones en rústica.
No había nada en el lugar que no fuera hermoso.
Pero al mismo tiempo, algo desentonaba, era algo grotesco, impuro, algo que no encajaba con los ruidos nocturnos del pantano. ¿Era un producto de mi desvarío adolescente o de su absoluta locura?
Hasta la taza que tenía en la mesa era un cáliz de oro con piedras preciosas. Parecía el copón que utilizaba el cura en misa para las obleas del sagrado sacramento.
—Y eso era —comentó ella—, antes de que un ladronzuelo me lo vendiera en las calles de Nueva Orleans. Todavía estará consagrado, ¿no te parece?
—Ya. —Advertí que me había leído el pensamiento.
Junto al copón había dos botellas descorchadas de vino tinto.
—Son para ti, rey Tarquinio —me dijo, haciéndome una seña para que me acercara a ellas si así lo deseaba.
—Ah, ya veo que sabes de dónde viene mi nombre —repliqué—. No mucha gente conoce ese dato —añadí, intentando torpemente igualar su elocuencia.
—El rey Tarquinio de la antigua Roma —contestó ella sonriendo—. Gobernó antes de la llegada de la República.
—¿Tú crees que existió realmente o que es sólo una leyenda?
—Es de lo más real en la poesía antigua. Y es de lo más real en mi mente puesto que en estos tres años he pensado en ti a menudo. Te ha ido muy bien en mis fantasías. No sé por qué ansío este remoto paraíso, pero lo cierto es que lo ansío, y tú has restaurado mi casa y has hecho de ella algo espléndido. Me marcho de otros palacios donde también soy demasiado conocida para mi gusto y vengo aquí sin perder comodidades. De hecho, tus hombres vienen de día a limpiar la casa. Barren el mármol y luego lo pulen, limpian las ventanas. Nunca esperé tantas atenciones.
—Sí, se lo ordené yo mismo. Y debo confesar que me tienen por loco. —¿Era yo el que hablaba?
—Estoy segura, pero es el precio que conlleva la excentricidad excesiva. Pero la excentricidad moderada no vale nada, ¿no te parece?
—No lo sé. —Me eché a reír—. Eso todavía no lo he averiguado.
Encima de uno de los sillones había una oscura piel de visón, tenía que ser una colcha o una capa de algún tipo.
—¿Es para las noches frías? —pregunté.
—¿Tú vuelas? —pregunté, dispuesto a seguirle el juego.
—Por supuesto —me contestó muy seria—. ¿Cómo te crees que he llegado hasta aquí?
En aquel momento estaba muy hermosa. Las lámparas creaban un suave halo de luz detrás de nosotros. Sus pechos se henchían bajo la suave camisa de terciopelo y en sus maravillosos pies desnudos de uñas doradas había algo definitivamente turbador. De hecho no podía dejar de mirarlos. Eran unos pies pequeños y seductores. Llevaba un anillo de oro en el pulgar izquierdo. Había algo deliciosamente maligno en el hecho de haber destacado aquel dedo con el adorno.
Mis tres años y medio de abstinencia católica eran de pronto una pesada carga, sobre todo porque algo en ella me indicaba que era «accesible», tal vez el hecho de que parecía verdaderamente salvaje.
También me resultaba atractivo el hecho de que ahora fuera más baja que yo. Ya no era el diablo de casi dos metros que me había asaltado en la ducha hacía tanto tiempo, amenazando mi vida hasta que Goblin descargó contra ella la lluvia de cristales.
—Y ya que hablamos de Goblin —me dijo en un tono de lo más cordial—, puedo decirte que el demonio ya no está contigo. Menuda pérdida. ¿Esperas que vuelva a volcar sobre ti sus afectos como un perro fiel, o crees que se ha ido para siempre?
—Me sorprende que utilices una voz tan dulce para decir cosas tan hostiles. No sé si lo he perdido para siempre o no. Podría ser. Tal vez ha encontrado otra alma con la que ha establecido una mejor comunión. Le he dado dieciocho años de mi vida. Luego la distancia nos separó. Ya no afirmo comprender su naturaleza.
—No pretendía parecer hostil. La verdad es, y me gusta decir la verdad siempre que puedo, que no esperaba encontrarte tan radiante.
No supe a qué se refería. Se acercó a la mesa y llenó de vino el copón.
—En tres años y medio me he sosegado —respondí—. Y no esperaba que me invitaras esta noche. Muy al contrario, pensaba encontrarte igual de celosa de tus horas nocturnas. Pensé que me echarías.
—¿Y por qué crees que haría eso? —preguntó, tendiéndome la copa. Sólo entonces vi el enorme zafiro que llevaba en el dedo—. Ah, sí, esto —comentó—. He hecho una talla del dios Marte. Una vez fui consagrada a él, pero era una broma. He sido víctima de muchas bromas.
—No me imagino por qué. —Miré el vino—. ¿Voy a beber solo?
Mi educación me impidió entonces rehusar la bebida, de manera que tomé un sorbo y percibí un extraño sabor en el vino, aunque no desagradable. Bebí de nuevo. Estaba muy excitado.
—Lo has dicho en serio, ¿verdad? —me preguntó—. No comprendes por qué la gente se ríe de mí, ¿no?
—No. —Con mis habituales modales, bebí más vino, disfrutando súbitamente de su sabor y dejando que alcanzara de inmediato mi hambriento corazón. No había almorzado, no había cenado, no había dormido en el avión, no había dormido desde hacía veinticuatro horas. Tenía que mantenerme atento.
—Se reían de mí, y todavía se ríen, porque soy a la vez hombre y mujer. Pero tú a eso no le ves la gracia, ¿verdad?
—Ya te he dicho que no. Creo que eres magnífica. Siempre lo he pensado. ¡Vaya! ¡Este vino es muy fuerte! —Advertí que las botellas no llevaban etiqueta. El suelo se movía bajo mis pies—. ¿Te importa que me siente? —pregunté, buscando una silla con la mirada.
—Siéntate, por favor —me dijo, acercándome una de las sillas de respaldo de cisne. Era un objeto delicioso, como los de las urnas griegas. Recordé que la había encargado. Allen se había burlado de mí por teléfono, por la cantidad de cisnes, mármol y oro que habría en la casa.
—Sí, los trabajadores se ríen de tus gustos —comentó ella, leyéndome el pensamiento—. Pero tu gusto es excelente, que no te quepa duda.
—No, si no me cabe ninguna —respondí, más seguro de mí mismo ahora que estaba sentado. Dejé la copa al borde de la mesa y apoyé la mano junto a ella. Creo que estuve a punto de tirarla.
—Bebe un poco más. Es un caldo muy especial. Podríamos decir que lo he destilado yo misma.
—No, no puedo. —La miré a los ojos. Eran unos ojos llenos de fuerza. Es un don tener los ojos grandes, y los suyos eran enormes, muy blancos y muy negros.
Se sentó en la mesa mirándome y sonrió como para inspirarme confianza.
—Se ve que no sé muy bien qué hacer cuando eres tan amable. En otros tiempos eras un enemigo molesto y ahora deseo que me ames. Tal vez, cuando lo hayamos dicho y hecho todo, me amarás.
—Es muy posible. Pero hay muchas clases de amor, ¿no crees? Yo sigo siendo religioso y algo me dice que tú vives en libertad.
—Católico. Claro. La gran Iglesia. Nada menos grande sería digno de ti y de la señora McQueen, ¿verdad? Creo que una tarde, en Nápoles, te vi en la iglesia con tus amigos. No, era en las catacumbas de San Genaro. Tu familia había concertado una visita privada. Sí, estoy casi segura. —Alzó la copa y volvió a llenarla de la botella antes de ofrecérmela.
—¿Nos viste en Nápoles? —pregunté. Me daba vueltas la cabeza. Seguí bebiendo vino pensando que me ayudaría a eliminar aquella sensación de precariedad. A veces sucedía, ¿no? Por supuesto que no—. Pues es extraordinario, porque yo juraría que también te vi en Nápoles.
—¿Y eso dónde fue?
—¿Eres mi enemigo? —le pregunté.
—En absoluto. Si pudiera, te libraría de la vejez y la muerte, del dolor y el sufrimiento, de las lisonjas de los fantasmas, del tormento de tu espíritu, Goblin. Te libraría del frío y el calor y del embotamiento del sol del mediodía. Te llevaría a la plácida luz de la luna y al dominio de la Vía láctea para siempre.
—Son palabras extrañas. No las comprendo. Podría jurar que te vi en Nápoles, en mi balcón, en el hotel Excelsior; que tuve una pesadilla que tú me enviaste. ¿No es una locura? Tú me dirás que lo es.
—¿Una pesadilla? —preguntó ella con dulzura—. ¿Llamas pesadilla a un fragmento de mi alma? Pero claro, ¿quién querría un fragmento del alma de otra persona? Tú crees que quieres el alma de Mona Mayfair. No sabes lo que significaría verla ahora.
—No juegues con su nombre —salté sorprendido. De pronto me parecía que todo aquello era maligno. Mona, mi amada Mona. No hablar de Mona. El vino no era vino. La casa era abrumadora.
Petronia era demasiado grande y magnífica para ser una mujer. Yo estaba demasiado borracho para estar allí.
—Cuando termine contigo no querrás a Mona Mayfair —se apresuró a añadir ella, casi furiosa, aunque su tono seguía siendo suave. Ronroneaba como un gato—. Y no volverás a saber de mi alma. Mi alma estará cerrada con llave, con una llave de oro. Todo será silencio entre nosotros, el silencio que ahora conoces.
—Tengo que salir de aquí —dije débilmente. Sabía que no podía ponerme en pie. Los músculos no me respondían—. Tengo que volver al barco. Si tienes un mínimo de honor, me ayudarás.
—No tengo honor, de manera que te quedas donde estás. Nos separaremos pronto, según mi escala de tiempo, aunque no según la tuya, y entonces podrás hacer de esta casa tu santuario e incluso te legaré la tumba. Sí, te la puedes quedar, puedes arriesgarte con ella y puedes ansiar este pequeño y animado pantano como tantas veces lo he ansiado yo. Creo que te he estado esperando estos tres largos años sabiendo que te lo cedería todo cuando te viera. Sí, te he esperado. Por qué hay que hacer esto, no lo sé...
—¿El qué? ¿Qué hay que hacer? ¿De qué hablas? —pregunté suplicante—. No te entiendo.
—Es como si la maldad creciera hasta que debe ser insuflada en alguien nuevo, y yo doy a luz como nunca pude hacerlo en vida.
—No comprendo.
Ella se volvió a mirarme con una radiante sonrisa en los labios.
—¿Por qué tengo la impresión de que eres un gato gigantesco? —pregunté de pronto—. Hasta tus preciosos ojos son de gato, y yo soy una infortunada presa que has elegido al azar.
—Nunca al azar —repuso ella con una exquisita expresión de seriedad—. No, nunca al azar. Más bien cuidadosamente, por las circunstancias y según los méritos y por pura soledad. Pero al azar, eso nunca. Eres muy deseado. Te he esperado mucho tiempo.
Una oleada de borrachera me invadió. Estaba a punto de caer inconsciente.
La figura que tenía ante mí comenzó a destellar, apareciendo y desapareciendo como si alguien intentara volverme loco con un interruptor. Intenté levantarme, pero no pude.
Dejé el copón al borde de la mesa y lo empujé con los dedos. Ella volvió a llenarlo de vino. «No bebas más», pensé, pero ella me lo llevó a los labios y yo lo tomé. Intenté negarme, pero Petronia lo inclinó y yo bebí mientras el líquido se me derramaba por el cuello y sobre la camisa. Era delicioso, mucho más que al principio. Caí hacia atrás en la silla y vi la copa en el suelo y el vino tinto sobre el mármol.
—No, no quiero que manche el hermoso mármol blanco —protesté—. Se parece demasiado a la sangre, míralo. —Intenté incorporarme de nuevo, pero en vano.
Ella se arrodilló delante de mí.
—Hay crueldad en mí. Una crueldad que necesita satisfacción. No esperes de mí otra cosa. Tendrás los dones que he decidido otorgarte, y sólo ésos, y no crearé bastardos llorosos como crean otros, pasto para los más antiguos, sino que serás fuerte cuando yo me vaya y tendrás todos los dones que necesitas.
No pude contestar. Los labios ya no me obedecían.
¡De pronto vi a Goblin detrás de ella! Poco definido, todo fuerza, no era una ilusión. Se levantó frenética intentando quitárselo de encima. Goblin la estaba estrangulando con la misma llave que ella me había aplicado en otra época. Petronia dio una patada en el suelo mientras lanzaba el codo hacia atrás. Goblin se disolvió, pero se lanzó de nuevo contra ella, enfureciéndola.
La luz parpadeaba de nuevo. Tenía los músculos paralizados. Petronia corría por la sala entre destellos estroboscópicos. Agarró la enorme piel de visón y vino hacia mí. Goblin intentó de nuevo sofocarla, pero Petronia no se dejó frenar. Lo apartó de un golpe y con un brazo esbelto me levantó de la silla y envolvió en el visón todo mi cuerpo como si no le costara ningún esfuerzo. Luego me agarró entre sus brazos maldiciendo a Goblin.
—¡Despídete de tu amante!
Estábamos al aire libre. Goblin se aferraba a nosotros, aullando con la boca abierta. Por fin resbaló hacia abajo, hacia abajo, como si se hundiera.
Nos estábamos elevando por encima de las nubes. Yo sentía el viento en las mejillas y tenía frío, pero no me importaba porque las estrellas gloriosas nos rodeaban.
Ella apretó sus labios contra mi oreja y justo antes de perder el sentido oí sus palabras:
—Presta atención a estos fríos faros —me dijo—, porque en toda tu larga vida puede que no encuentres mejores amigos.
A lo lejos, a mi izquierda, la carretera serpenteaba llena de coches que corrían como diminutos escarabajos. Era la costa de Italia en todo su esplendor. Más allá de la carretera se veía un mar deslumbrante. El sol era cegador y me quemaba, pero no tenía forma de protegerme de él en la terraza.
La casa estaba cerrada. Las oscuras puertas verdes no tenían ningún pomo. Volví a tumbarme en la cama y se me cerraron los ojos, aunque yo quería tenerlos abiertos.
«Debes escapar de aquí —me decía mi mente febril—. Tienes que bajar la montaña. Tienes que saltar a los tejados.» No me cabía duda de que aquella criatura, Petronia, quería asesinarme.
La inconsciencia me asaltó de nuevo, caliente y oscura y llena de desesperación. Estaba bajo los efectos de alguna droga que no podía combatir.
Entonces vi contra el cielo azul el oscuro perfil de una mujer, la oí hablar deprisa en italiano y noté un pinchazo en el brazo. La mujer alzó una jeringuilla con gesto delicado y yo quise protestar pero no pude. A continuación me afeitó con una pequeña maquinilla eléctrica que era como un animalito ruidoso correteando por mi bigote y mi mentón.
Hablaba con otra mujer en italiano, y aunque yo conocía un poco la lengua no comprendí lo que decía, sólo que se estaba quejando. Por fin se apartó un poco y logré verla. Era joven y morena, con los ojos algo sesgados hacia arriba.
—Me gustaría saber por qué tú —me dijo con marcado acento—. ¿Por qué no yo, después de tanto tiempo? No hago más que servir y servir y ella te trae y me dice que te tenga listo. No soy más que una esclava.
—Ayúdame a salir de aquí y te haré rica.
Ella se echó a reír.
—¡Tú ni siquiera lo quieres y te lo van a dar! —exclamó burlona—. ¿Y por qué? Porque a ella le ha dado el capricho. —Su voz era suave pero insistente—. Con ella todo son caprichos. Ir, venir, vivir en este o aquel palazzo. —Dejó la jeringuilla y, con un chasquido metálico, alzó unas grandes tijeras con las que me cortó un mechón de pelo.
—¿Qué me has inyectado? —pregunté—. ¿Por qué me afeitas? ¿Dónde está Petronia?
Ella y otra joven que había aparecido a mi izquierda se rieron. También era esbelta, de aspecto moderno y con un rostro hermoso, como la que me cortaba el pelo. Estaba de espaldas a la luz y su sombra caía sobre mí.
—Deberíamos matarte —dijo la nueva—, para que ella no pueda hacerlo. Le diríamos que has muerto.
Las dos estallaron en carcajadas.
—No te preocupes —terció la otra. Estaba cruzada de brazos y su rostro era frío. Tenía unos labios muy bonitos pero desdeñosos—. No te vamos a hacer daño. Ella lo averiguaría y nos mataría.
—¿Estás hablando de Petronia?
—Tú no sabes nada —dijo la que me había peinado—. Está jugando contigo. Te matará, igual que a los demás.
Notaba los efectos de la droga, ¿o era mi imaginación? Tenía calor y estaba tremendamente abatido, ni drogado ni consciente.
—No intentes levantarte —dijo la mujer del peine. Pero lo intenté de todas formas, apartándola de un empujón.
Cayó hacia atrás murmurando en italiano. Creo que estaba echando pestes.
—¡Espero que te torture! —exclamó.
Me quedé tumbado boca arriba. Me imaginé arrastrándome hacia la balaustrada. Debería haber saltado, por mucha que fuera la altura. Fue una locura no intentarlo. Cerré los ojos y oí sus voces, su risa cruel y vulgar. Cómo las odiaba.
—Escuchadme —dije por fin—. Ayudadme a llegar a la balaustrada. Yo mismo saltaré. Vosotras podéis decirle que me tiré yo solo. Seguramente moriré y así os libraréis de mí y estaréis contentas, como... como... —No podía articular las palabras. Ni siquiera estaba seguro de haber hablado en voz alta.
Me estaba desmayando. Ya no veía nada.
La cama se movía. Al principio pensé que era mi desorientación, pero luego oí el chirrido de unas ruedas. Sentí entonces algo fresco a mi alrededor. Me quitaron la ropa y me metieron en una piscina de agua templada.
«Gracias a Dios», pensé. El sudor y el calor habían desaparecido. Alguien me estaba bañando y ya no oía las voces de las dos mujeres.
—Escúchame —me dijo una voz al oído.
Abrí los ojos y vi un instante el techo pintado con murales, un gran cielo azul donde flotaban dioses y diosas: Baco en su carro, rodeado de sátiros con coronas y estelas de hiedra verde, seguidos por las ménadas con el pelo despeinado y la ropa hecha harapos. Estaba recién pintado, porque los colores eran demasiado vivos.
Entonces vi al chico que me estaba bañando. Era una de esas extraordinarias bellezas italianas, con un halo de rizos negros en la cabeza, un hermoso torso desnudo y los brazos musculosos.
—Te estoy hablando —insistió con un fuerte acento—. ¿Me entiendes?
—¿Me entiendes?
Quise asentir con la cabeza, pero reposaba en un reborde de porcelana.
—Ella te pondrá a prueba. —Seguía bañándome, echándome agua por encima con las manos—. Si fracasas en las pruebas, te matará. Siempre hace lo mismo con los que le fallan. No ganarás nada oponiéndote a ella. Recuerda lo que te digo.
—Ayúdame a escapar.
—No puedo ayudarte.
—¿Me crees si te digo que te puedo recompensar? —Me esforzaba por articular las palabras— . Tengo dinero de sobra.
Él negó con la cabeza, abriendo mucho los ojos.
—No importa si te creo o no. Ella me encontraría, fuéramos adonde fuéramos. Es demasiado poderosa para escapar de ella. Mi vida terminó la noche que me vio sirviendo mesas en un café de Venecia. —El chico dejó escapar una corta y amarga carcajada—. Ojalá no le hubiera llevado nunca aquella copa de vino, aquella insignificante copa de vino.
—Tiene que haber alguna manera —insistí—. Esa mujer no es Dios. —Estaba perdiendo de nuevo el sentido, pero me debatí contra ello. Recordé el aire frío y las estrellas a mi alrededor.
—No, no es Dios. —El chico sonrió con amargura—. Pero es muy poderosa y muy cruel.
—Intenta superar sus pruebas. Intenta complacerla. Si no, morirás. Nunca ha hecho otra cosa con los que le fallan. Nos los entrega y nosotros nos deshacemos de los cadáveres, y por eso se nos permite seguir viviendo. En eso consiste nuestra existencia. ¿Te imaginas el lugar que el diablo nos reserva en su infierno? Si crees en Dios, aprovecha el tiempo para rezar tus oraciones.
Yo ya no podía seguir hablando.
Noté que me alzaba los brazos, primero uno y luego el otro, para afeitarme las axilas. Era un extraño ritual y yo no comprendía por qué alguien podía desear que se realizara.
El chico pareció advertir mi inquietud.
—No sé lo que significa —me dijo suavemente—, pero nos ha ordenado que te tratemos con
Me habían vestido con unos pantalones negros, pero no llevaba camisa.
La jaula estaba en una gran sala de mármol, justo lo que cabría esperar en un palacio. Los grandes ventanales cuadrados se abrían a una gran terraza, como también era de esperar. El atardecer teñía el cielo de rojo y una luz violeta oscilaba a medida que el sol se ponía en el mar.
Estaba en la gloriosa Italia, en la ladera de la gran montaña, sin duda no muy lejos de las ruinas de las trágicas ciudades que había destruido. Me incorporé en el sillón. Las ventanas se llenaron de estrellas tempranas y la sala se fue oscureciendo, con lo cual quedó bañada en una luz más suave.
La jaula que me aprisionaba tenía algo decadente y perverso que yo odiaba con toda mi alma, pero también ejercía en mí un efecto calmante, porque sabía que en un monstruoso juego con Petronia tendría alguna posibilidad. Eso fue lo que quiso decir el chico que me había bañado, o por lo menos ésa era la conclusión a la que yo había llegado. De cualquier forma, lo que me rodeaba me asqueaba. Era una emoción totalmente nueva para mí.
Las luces se fueron encendiendo poco a poco, revelando algunas lámparas en las paredes y varios murales que imitaban los de Pompeya: es decir, cuadros rectangulares que encuadraban en rojo romano a varias diosas que bailaban dando la espalda a la sala.
Y mientras las luces iban llenando la habitación de un color dorado alguien entró. No la orgullosa y arrogante Petronia, como yo esperaba, sino otras dos criaturas igualmente extrañas. Una de ellas era un hombre negro, tan negro que parecía de ónice pulido. A pesar de que estaba al otro extremo de la sala, lejos de mí, vi los anillos de oro que llevaba en las orejas. Tenía los rasgos delicados y los ojos amarillos. El pelo muy corto y rizado, no muy distinto del mío.
El otro hombre era un enigma. Parecía viejo. De hecho tenía las mejillas caídas y el pelo canoso y con entradas. Pero no se le veía mácula alguna, como si fuera de cera y no de carne y hueso. Tenía los ojos un poco inclinados hacia abajo, como si se le fueran a resbalar por la cara, y el mentón ligeramente prominente daba firmeza a su expresión.
Me recordaba a alguien, pero no sabía a quién.
Ninguno de los dos parecía humano y tuve la certeza de que no lo eran.
Recordé las estrellas de la noche anterior, o de la noche que me habían elevado por los aires, y tuve un espantoso presentimiento, la horrible sensación de que me iban a arrebatar todo lo que yo conocía y amaba, y que no había nada que yo pudiera hacer para impedirlo. La prueba, la lucha, lo que fuera, no sería más que una formalidad.
Estaba horrorizado. Intenté controlar las emociones. Mi única esperanza era permanecer en guardia. No había tiempo para asombrarme o sentir curiosidad.
Los hombres se me acercaron, pero sin intención. Aunque me miraban, se sentaron en una mesa, en el centro de la sala, y se pusieron a jugar al ajedrez y a charlar, de perfil a mí. El anciano canoso de la cara de cera daba la espalda al cielo estrellado y el joven estaba de frente a la ventana.
Ambos vestían de etiqueta: esmóquines y zapatos de piel impolutos. Pero, en lugar de camisa y corbata, llevaban jerséis blancos de cuello alto, de una tela muy brillante.
Los dos bromeaban y se reían. Hablaban en italiano, de manera que no podía seguir la conversación. Pero cuando me harté de todo aquello, decidí intervenir.
—¿Ninguno de los dos va a decirme por qué estoy aquí prisionero? ¿No pensaréis que estoy en esta situación por propia voluntad?
Me contestó el caballero anciano, con el mentón más prominente que nunca:
—Bueno —dijo en inglés—, algo habrás hecho para estar aquí. ¿Qué le has hecho a Petronia? No te habría traído si fueras inocente. No nos vengas con ésas.
—Eso es justamente lo que sostengo. Me trajo aquí por puro capricho y deberían soltarme.
—Estoy cansado de sus juegos, te lo juro —le dijo el negro al otro. Su voz era dulce y suave, como si estuviera acostumbrado a ejercer autoridad.
—Venga, hombre, si tú lo disfrutas tanto como yo —contestó el anciano, con voz grave—. ¿Por qué, si no, estás aquí? Tú sabías que tenía al muchacho.
—Lo único que pido es que me soltéis. No puedo enviar a las autoridades por vosotros porque no sé quiénes sois. En cuanto a Petronia, todos mis intentos de que la descubrieran o la detuvieran han sido en vano, de manera que no volveré a intentarlo. Lo que pido es que me soltéis.
El negro se levantó de la butaca y se acercó a mí. Era el más alto de los dos, incluso más que yo. Tendió la mano entre los barrotes y me tocó la cabeza mirándome a los ojos. Tuve que hacer uso de toda mi fuerza de voluntad para dominarme y seguir quieto.
—Tú no has hecho daño a nadie —dijo en un susurro, como si me leyera la mente—. Y ella te trae del otro lado del mundo para sus juegos sangrientos. —Suspiró—. Ay, Petronia, ¿por qué eres siempre tan cruel? ¿Por qué, mi hermosa pupila? ¿Cuándo aprenderás?
—¿Me vas a soltar? —le pregunté. Era un ser extraordinario, de rasgos sublimes y rostro amable.
—No puedo, hijo mío. Ojalá pudiera, pero creo que tu destino está decidido. Intentaré que tu agonía sea corta.
—¿Por qué mi vida significa tan poco para ti? En el mundo de donde vengo, cualquier vida es preciosa. ¿Por qué es aquí tan diferente?
El viejo se había acercado también con un paso saltarín que desmentía su aspecto de anciano.
—No, tú no eres inocente —rió—. No nos vengas con ésas. Tú eres un ser maligno disfrazado. De lo contrario, ella no te habría traído. La conozco muy bien.
—No la conoces lo suficiente —le espetó el negro—. Petronia hace lo que se le antoja y nunca tiene bastante.
Me quedé mirando al viejo.
—El anciano —dije en voz alta—. El anciano —repetí—. Eres tú. El retrato del salón. ¡Tú eres Manfred Blackwood!
—¿Y tú quién eres para pronunciar con tanta osadía mi nombre? —preguntó sacando pecho.
—Sois todos demonios. Dios mío, esto es el infierno. —Me eché a reír, notando de nuevo los efectos de la droga. No había manera de escapar—. Si no fuera por Julien Mayfair, serías mi antepasado —expliqué apresuradamente—. Yo soy Tarquin Blackwood. Ella me secuestró en mi santuario, el santuario que construiste para ella y que reformé para ella. Blackwood Manor está ahora en mis manos. Tu nieta, Lorraine, sigue viva, viva para llorarme y para desgarrarse las vestiduras por mi desaparición. ¿Acaso Petronia no te contó lo que planeaba?
El hombre se puso furioso. Intentó sacudir los barrotes, pero al ver que no podía comenzó a golpear la cerradura. Ahora parecía de verdad un anciano, el mentón le temblaba, los ojos se le habían llenado de lágrimas.
—¡Eso es una abominación! —chilló.
—¿No ves lo que Petronia pretende? —gritó el anciano. Le temblaban las mejillas, le temblaba todo el cuerpo. Los ojos le echaban chispas—. ¿Quién te ha hablado de Julien? —me preguntó, como si aquello importara ahora.
—Me lo dijo el mismo Julien. Yo puedo ver espíritus. ¿Pero eso qué importa? Sácame de aquí. Tu nieta Lorraine me necesita. Blackwood Farm me necesita. Tengo una familia que me necesita.
De pronto apareció Petronia, ataviada con una camisa de terciopelo negro y pantalones con cinturón de camafeos. Cruzó la sala a largas zancadas.
—¿Qué es esto, la reunión de la jaula? —inquirió a los dos hombres.
Manfred intentó agarrarla del cuello, pero ella lo lanzó hacia atrás, de manera que el anciano voló por los aires hasta estrellarse contra la pared. Recibió un golpe en la cabeza que habría matado a cualquier mortal y soltó un hondo y terrible rugido.
—No te atrevas a cuestionarme —dijo ella.
El negro le tendió la mano, como si nada pudiera afectarle, y le echó el brazo por el cuello. Era unos centímetros más alto que ella, probablemente de mi estatura. Le hizo apoyar la cabeza en su hombro mientras le murmuraba algo. Vi que a Petronia le temblaba la mano.
—Petronia, querida, ¿por qué? ¿Por qué tanta furia siempre?
Petronia permitió que la abrazara. El anciano se levantó llorando y se acercó, herido, furioso, indefenso, moviendo la cabeza.
—Mi propia familia —sollozaba—. Tus promesas no tienen ningún valor, tus vínculos no tienen ningún valor...
—Déjame en paz, idiota —le espetó Petronia, volviéndose a mirarle—. He mantenido las promesas que te he hecho muchas veces. ¡Te he dado la inmortalidad! ¿Qué demonios quieres? Te he dado riquezas impensables. Este muchacho no significa nada para ti, sólo tiene un cierto valor sentimental, como las fotografías que guardas de tu preciosa Virginia Lee y de tu hijo William y tu hija Camille, como si esas personas fueran algo para ti en la eternidad de los tiempos. No significan nada.
—Maldito viejo. Siempre serás un anciano. Nada puede devolverte la juventud. Te desprecio — le espetó ella.
—¿Y ésa es la razón de que me hagas esto? —pregunté yo. Tal vez hubiera sido más sensato no decir nada, pero en cierto modo aquél era un caso que se juzgaba ante Arion, el negro, y yo tenía que hacer algún esfuerzo por defenderme o moriría lleno de arrepentimiento.
Petronia me miró como si me viera por primera vez y sonrió. Y como sucedía siempre que sonreía, adquirió un aspecto sereno y encantador. Seguía en brazos de Arion, que le acariciaba el pelo y la abrazaba de una manera muy hermosa. Los pechos de ella se aplastaban contra él. Arion parecía adorarla.
—¿Acaso no quieres vivir para siempre, Quinn? —me preguntó Petronia.
Se soltó suavemente del abrazo de Arion y se sacó de la camisa una cadena de oro de la que colgaba una llave con la que abrió mi hermosa prisión.
Arion me miraba. El anciano estaba un poco apartado. Se había sacado de la chaqueta una fotografía que miraba lloroso. Me pregunté si sería de Virginia Lee. Hablaba solo, en susurros, como un loco.
—¿Estás preparado para luchar por la inmortalidad? —me preguntó Petronia.
—En absoluto. No lucharía ni por mi vida contra el monstruo que sé que eres.
—¿Un monstruo? —repitió ella burlona—. ¿Me llamas monstruo después de que hiciste que tu espíritu me atacara con cristales rotos?
—Lo hizo para protegerme. Tú estabas en Blackwood Manor y pretendías hacerme daño.
—¿Y por qué no está aquí?
—Porque no puede y tú lo sabes. Yo no soy rival para ti. Ya he visto lo que le has hecho a Manfred hace un instante. El tuyo es un juego muy injusto. Siempre lo ha sido.
—Eres muy testarudo. —Petronia esbozó una sonrisa cruel y movió la cabeza—. Siempre te tienes que salir con la tuya. Tu pecado es el orgullo.
Arion me tomó la cabeza con las manos y sentí sus pulgares suaves y sedosos en las mejillas.
—Pero ésos son los mejores.
—Entonces te propones hacerlo en serio. —Arion retrocedió—. ¿No vas a limitarte a matarlo?
Antes de que pudiera protestar, antes de que pudiera burlarme o suplicar o hacer cualquier otra cosa, Petronia me alzó del suelo y me arrojó como había hecho con Manfred contra la pared. Recibí un golpe tremendo y pensé que no tardaría mucho en morir.
Pero al mismo tiempo me enfurecí, como suele suceder cuando me hacen daño, y al caer al suelo me levanté de inmediato y me arrojé contra ella. Pero fallé y caí de rodillas.
Oí sus crueles carcajadas, oí el llanto de Manfred. ¿Dónde estaba Arion? Al alzar la vista vi a los dos hombres sentados a la mesa. ¿Dónde estaba ella?
Me metió la mano bajo el brazo, me levantó bruscamente y me dio una fuerte bofetada, luego volvió a arrojarme al suelo. Era inútil luchar. Lo más importante era mantener mi palabra, no oponer resistencia. Pero no podía. Intenté levantarme de nuevo.
Lo cierto es que no sabía nada de lucha o, más bien, lo único que sabía era lo que había visto en el boxeo, mi deporte favorito como espectador. Pero no había manera de aplicar mis conocimientos en aquella situación, y jamás había adquirido ninguna habilidad para luchar personalmente.
Aun así, cuando me levanté y vi a Petronia delante de mí, me pareció de sentido común que si me lanzaba contra ella podría tirarla al suelo, de manera que fue lo que hice, la golpeé con todo mi cuerpo justo debajo de las rodillas y ella salió disparada por encima de mí.
Los hombres se echaron a reír, lo cual no fue muy afortunado. Hubiese preferido que me animaran. Pero me di rápidamente la vuelta, me eché sobre Petronia antes de que consiguiera levantarse y quise meterle los pulgares en los ojos. Ella me agarró del cuello con las dos manos, furiosa, y me derribó. Luego me arrastró hasta el balcón, me agarró las muñecas con una mano, me lanzó por encima de la barandilla blanca y me preguntó si quería que me soltara. La caída me mataría.
Abajo se veían las luces del tráfico en la sinuosa carretera y, más allá, el mar hirviendo contra las rocas. No contesté. Estaba aturdido y me creía condenado. Sabía que Manfred no tenía poder paral detenerla y no pensaba que Arion estuviera dispuesto a hacerlo.
Al atacarla sólo había conseguido empeorar la situación.
A continuación volvió a tirarme al suelo y se puso a darme patadas y arrastrarme por la habitación. La vi de nuevo como un gato gigante, como en el santuario, y yo era su presa.
—Ése no es modo de hacerlo —le dijo Arion. Lo oí muy cerca, como si se hubiera aproximado, pero lo cierto es que no sabía en qué punto de la habitación se encontraba.
—Nosotros elegimos nuestro propio modo —replicó ella—. Debemos hacerlo como queramos. En una fracción de segundo todas sus heridas sanarán. Entonces conocerá el poder de la sangre y todo estará bien. Déjame que tenga lo que necesito.
—Pero, ¿por qué, querida? ¿Por qué lo necesitas? No lo entiendo. ¿Por qué siempre tanta furia?
Siguieron hablando, pero ahora en italiano. Me dio la impresión de que ella decía algo del paso del tiempo y de que antes era distinta, pero no pude deducir nada más. El anciano seguía llorando.
Al intentar moverme noté el pie de Petronia en el cuello. Me estaba ahogando. Cuando aflojó un poco la presión, vi su rostro sobre el mío. Me alzó hacia ella con ambas manos. Su pelo caía sobre mí y me hacía cosquillas. Mi peso no significaba nada para ella. Me acercó como si quisiera besarme en el cuello.
Estaba tumbado en un sillón, ella me rodeaba con los brazos y tenía la boca abierta sobre mi piel. De pronto noté dos pinchazos en el cuello y el mundo y todo mi dolor se difuminaron. Oía los latidos de su corazón.
—Enséñame —dijo—. No quiero que mi beso sea silencioso.
Supe que me estaba chupando la sangre. Me sentía cada vez más débil. Era como si se me escapara la vida, una imagen tras otra de mi niñez, mi juventud y mis últimos años de amor y éxtasis huían de mí con mi sangre, de manera incontrolable, ilimitada y pura. No comprendí lo que esta intimidad significaba en realidad. Al final Petronia se apartó y yo quedé yerto en sus brazos y me hundí, libre, hacia el suelo.
Petronia me tenía agarrado del brazo y me arrastraba de nuevo. Me dio una patada en las costillas, pero yo ya no veía nada. Oía llorar al anciano y supe que lloraba por mí. Pero ella se limitaba a maldecir entre dientes. Yo notaba el mármol frío debajo de mí.
De pronto la escena cambió. Ya no estaba en mi cuerpo sino que lo veía desde arriba. Estaba en la entrada de un largo túnel. Un viento aterrador rugía en torno a mí. Al final del túnel apareció una luz maravillosa, indescriptible, y en aquella luz blanca y dorada vi a Pops y a Sweetheart que me miraban. Lynelle también estaba. Yo ansiaba con todas mis fuerzas unirme a ellos, pero no podía moverme. Cierta espantosa fascinación hacia Petronia, Manfred y Arion me impedía moverme. Una pútrida ambición me impedía volverme y acercarme a las personas que tanto amaba. No veía nada con claridad, sólo había turbulencia en mí. De pronto la visión desapareció, con la misma brusquedad con la que había aparecido. No había tomado ninguna decisión.
Estaba de nuevo en mi cuerpo magullado y dolorido. Estaba de nuevo en el suelo de mármol.
—Te mueres —dijo Petronia—. Pero te conozco, te conozco por la sangre y no permitiré que ocurra, Tarquin Blackwood. Te reclamo como mío. —De nuevo me alzó en sus brazos.
—Pregúntale qué quiere —dijo el negro llamado Arion.
—¿Qué quieres? —inquirió ella. Me sostenía de rodillas delante de ella y yo notaba sus pantalones de terciopelo en mi piel—. Habla. ¿Qué quieres?
Torpe e indefenso caí contra su entrepierna. Le agarré una pierna, retrocedí y casi me desplomé mientras ella me agitaba el hombro y me sostenía sobre mis rodillas.
—¡Qué quieres! —gritó. ¿Qué podía responder yo? ¿Morir? ¿En aquel lugar, al otro lado del mundo, alejado de tía Queen, de Mona, de todo lo que amaba? ¿Morir sin dejar rastro?
Alcé el puño intentando hacerle daño. La golpeé, pero sin ninguna fuerza. Me agarré a su ropa de terciopelo, intenté darle otro golpe y alcancé sus partes privadas.
—Ah, quieres verlo, ¿verdad? Quieres ver eso de lo que todos se han reído. Ven, ríndeme homenaje. —Oí el ruido de un cierre. Petronia me puso la mano sobre su corto y grueso pene erecto, luego me obligó a bajarla más, entre dos labios fláccidos, en la hueca hendidura que era su vagina, luego de nuevo hacia su pene—. Tómalo con la boca —me dijo furiosa. Noté la presión en mis labios—. ¡Chúpalo!
Hice lo único que podía hacer. Abrí la boca y cuando ella me metió el pene, mordí con todas mis fuerzas. La oí aullar, pero aguanté. Y me llegó a la boca un copioso flujo de sangre electrizante, cosa que nunca hubiese esperado. Pero no me aparté.
Le hundí los dientes mientras la sangre, aquel fuego líquido, se derramaba en mí, se vertía en mi garganta. Tragué sin querer tragar. Era como si mi cuerpo, agotado por ella, no pudiera resistirlo. De pronto me di cuenta de que me agarraba la cabeza con las manos y sus aullidos eran carcajadas y que la sangre no era sangre, tal como yo la conocía, sino un borbotón de fluido estimulante que parecía proceder de su corazón y su mente.
—Conóceme. ¡Quiero que sepas quién soy! —Entonces me llegó una oleada de conocimientos que no podía negar. Me habría apartado de ello de haber podido, por lo mucho que la odiaba. Pero no podía y tampoco podía soltarla.
Hacía muchos, muchos siglos, nació de una madre actriz y un padre gladiador en la Roma del César un niño monstruoso, mitad macho y mitad hembra, una criatura que cualquier padre hubiera destruido. Pero los suyos la mantuvieron con vida para el teatro, en el que ella llegó a ser un gladiador de gran fuerza a la edad de catorce años.
Antes de eso la habían mostrado en privado a aquellos dispuestos a pagar por ello, a los que querían tocarla y ser tocados. Petronia nunca conoció el amor ni la intimidad ni un momento de delicadeza ni un jirón de ropa que no fuera para el espectáculo.
En la arena era fiera y asesina. Yo vi el espectáculo, oí a las multitudes rugir por ella. Vi la arena roja con la sangre que derramaba. Ganaba todas las peleas, por grande o fuerte que fuera su oponente. La vi con su reluciente armadura, la espada al costado, el pelo recogido, los ojos en el César cuando le hacía su saludo.
Pasó muchos años luchando, mientras sus padres le exigían hazañas cada vez mayores. Al final, cuando todavía era una niña, fue vendida por una fortuna a un amo despiadado que la obligó a luchar en el circo contra las bestias más salvajes. Pero ni siquiera las bestias pudieronderrotarla. Ágil y temeraria, Petronia danzaba entre tigres y leones, hundiendo en ellos su lanza certera.
Pero estaba cansada, cansada del combate, cansada de la falta de amor, cansada de la tristeza. La multitud era su amante, pero la multitud nunca estaba en la oscuridad de la noche cuando ella dormía encadenada a la cama.
Entonces llegó Arion. Arion pagó por verla, como habían hecho muchos otros. Arion pagó por tocarla, como tantos otros. Arion le compró vestidos, Arion la abrazó, a Arion le gustaba peinarle los largos cabellos negros. Luego Arion la compró y la hizo libre. Le dio una pesada bolsa de monedas y le dijo:
—Ve donde quieras.
Pero, ¿adonde podía ir? ¿Qué podía hacer? No soportaba el ruido del circo durante los juegos. No soportaba la idea de las escuelas de gladiadores. ¿Qué quedaba para ella? ¿Debía ser proxeneta y prostituta a la vez? Se pegó a Arion, le amaba.
—Tú eres ahora mi vida —le dijo—. No me des la espalda.
—Pero te he dado el mundo —contestó él. Incapaz de soportar sus lágrimas, le dio más dinero y una casa donde vivir. Pero aun así, ella siguió llorándole.
Hasta que por fin la acogió bajo su ala. La llevó a su ciudad. La llevó a la hermosa Pompeya. Se dedicaba al comercio de camafeos. Tenía tres talleres donde fabricaba los mejores camafeos de todo el imperio.
—¿Podrías aprender por mí este arte? —le preguntó.
—Sí. Por ti aprendería cualquier cosa. Cualquier cosa.
Y se dedicó a trabajar con una pasión que jamás había conocido. Ya no luchaba delante de multitudes, no luchaba por su propia e indigna vida. Luchaba para complacer a Arion, algo definitivo y frágil. Sus enemigos eran la torpeza, la impaciencia, la rabia. Estudió con todos los maestros de los talleres. Se dedicó a observar, a imitar. Trabajaba el nácar, la roca, las piedras preciosas. Llegó a dominar el cincel y la fresa. Aprendió todo lo que pudo.
Por fin, al cabo de dos años, logró enseñar a Arion sus propias obras, finas y perfectas. Había tallado dioses y diosas como los de los frisos de los templos. Había realizado retratos como los mejores del Foro. Había convertido en arte un oficio. Arion no había visto nunca cosa igual, según le dijo. La amaba. Y ella nunca había conocido felicidad semejante.
Entonces llegaron los días terribles del Vesubio, la erupción del volcán y la muerte de la idílica ciudad donde habían sido tan felices. Arion había huido la noche anterior al otro lado de la bahía de Nápoles. Había advertido el peligro esa misma tarde, antes de la erupción. Petronia tenía el deber de comprobar que escaparan los esclavos de los talleres, pero sólo unos cuantos le hicieron caso.
Y cuando todo terminó y el aire se había llenado de cenizas y veneno y el mar estaba cubierto de cadáveres, cuando no quedaba nada allí donde Pompeya se había alzado, ella acudió a la villa de Arion —la misma casa en la que ahora nos encontrábamos—, llorando, únicamente con un puñado de seguidores, para contarle que había fracasado.
—No, querida mía, has salvado mi mayor tesoro, has salvado tu vida cuando yo pensé que todo estaba perdido. ¿Qué puedo darte a cambio, mi dulce Petronia?
Y con el tiempo le dio la sangre que ella me estaba dando ahora a mí. Con el tiempo la hizo inmortal, como me estaba haciendo ella a mí.
Por fin me soltó. Mis labios acariciaron su pene al apartarme.
Caí al suelo, pero ahora lo veía todo con nuevos ojos. Todas mis magulladuras se estaban curando. Se me pasó el dolor de cabeza. Me incorporé como en un sueño y miré por la ventana abierta. El azul puro del cielo me tenía tan hipnotizado que no oía las voces de la sala.
Arion me agarró y me levantó como lo había hecho Petronia, sin esfuerzo alguno. Luego se tocó el cuello y me dijo que bebiera.
Pero ella se lanzó contra mí, volvió a tirarme al suelo y me dio una patada.
—¡Basura! —exclamó—. ¡Cómo te atreves a responder así al maestro! ¿Y quién eres tú para saborear lo que sabes de mí?
—¡Petronia! —terció Arion—. Basta.
Entonces me levantó.
—Mi sangre te dará nuevas fuerzas. Tómala. Es mucho más vieja que la suya, y así no estarás tan atado a ella.
Tuve ganas de gritar por la crueldad de Petronia. La había amado mucho en la sangre. Había sido un estúpido por ello, un perfecto idiota. Pero ahora que Arion me urgía a beber, me pasé la lengua por los dientes sin saber por qué y descubrí que tenía colmillos afilados. Con ellos le besé el cuello, como me había indicado, y recibí un nuevo borbotón de imágenes y sangre.
No puedo decir que recuerde las imágenes. Creo que de alguna manera Arion protegía su viejo y generoso corazón. Creo que me dio la sangre y su fuerza sin entregarme a la vez sus secretos. Pero lo que me dio era inefable y glorioso y llenó mi alma herida después del rechazo de Petronia.
En él vi Atenas, vi la famosa Acrópolis atestada y bulliciosa, con los templos y las imágenes de vivos colores como me habían enseñado que estaba pintada y no como ahora vemos el arte griego, blanco y puro, la vi en vivos azules y rojos y color carne. ¡Qué maravilla! Vi el Ágora llena de gente. Vi toda la ciudad extendida en las suaves laderas de la montaña. Mi corazón estaba plagado de magníficas visiones, aunque no tenía ni idea de dónde estaba él. Oí el idioma de la gente a mi alrededor y vi la calle de piedra bajo mis sandalias y sentí su sangre fluir en mí, inundando mi corazón y mi alma.
—Sólo de los malhechores, hijo mío —me dijo mientras la sangre palpitaba—. Aliméntate sólo de los malhechores. Cuando caces, a menos que sólo tomes un sorbo, pasa de largo del corazón inocente. Utiliza el poder que recibirás de mí para leer las mentes y los corazones de los hombres y mujeres y descubre al malhechor en todas partes, y sólo de él toma la sangre.
Por fin me apartó. Yo me relamí la sangre de los labios con un suspiro y supe que aquél sería mi único alimento. Lo supe por instinto. Y por mucho que me hubiera gustado su sangre y la sangre de Petronia, ansiaba probar el gusto de la de un ser humano normal.
Arion me acarició la frente y el pelo con sus manos sedosas y me miró a los ojos.
—Sólo los malhechores, ¿me entiendes? Ah, la atracción del inocente. La ejerce sin saberlo. Y parecen muy sabrosos. Pero hazme caso, te conducirían a la locura, ya tengas un alma educada
—Así vivirá para siempre —dijo Petronia con solemnidad. Luego se echó a reír—. ¿Qué más puedo hacer? ¿Qué más puedo dar?
Me volví hacia ella y con mis propios ojos vi su áspero encanto como si fuera un milagro.
Y supe lo que me habían hecho. De su historia, sus reglas, sus límites no sabía nada. Pero supe lo que me habían hecho. Era la inmortalidad. Lo sabía, pero no llegaba a comprenderlo. ¿Dónde estaba Dios? ¿Dónde estaba mi fe? ¿Se había desplomado todo en aquella monstruosidad?
De pronto me asaltó un dolor espantoso. ¿Me habían engañado?
—Es la muerte humana —explicó Arion—. Sólo durará unos momentos. Ve con los ayudantes al baño. Luego te vestirán y aprenderás a cazar.
—De manera que somos vampiros —dije—. Somos la leyenda. —El dolor en el vientre era
Miré a los tres criados, el adonis y las dos jóvenes de afilados rasgos. Estaban horrorizados y perplejos.
Mientras me lavaba en el agua fresca, mientras me frotaba con la esponja, fue el joven adonis el que me trajo el jabón y la toalla y me ayudó a salir del baño y a vestirme con los mismos finos atavíos que llevaban los otros: esmoquin negro, pantalones y jersey de seda blanca de cuello alto, de manera que ahora me parecía más a mis nuevos compañeros, con los que tenía que reunirme,