Capítulo XIV
LOS NATIVOS SON AMISTOSOS
La navecilla empezó a bajar con Thurlow al control y Matt en el asiento del copiloto. Al principio llevaba una velocidad orbital de más de siete kilómetros por segundo, que era la velocidad de la Aes Triplex en su órbita circular próxima alrededor del ecuador de Venus. La intención del Teniente era de neutralizar esta velocidad justo sobre su destino y entonces descender sobre su cola. Necesitaba hacer un aterrizaje sobre el chorro, puesto que la navecilla no tenía alas.
Tenía que hacerlo de manera muy precisa, utilizando el mínimo de energía posible. Le ayudaba un poco el «flotar con la corriente» de oeste a este, la velocidad rotacional de unos 1500 kilómetros por hora de Venus sobre su ecuador era una ganancia y no una pérdida. Sin embargo, el colocarse exactamente en el sitio ya era otra cuestión. El momento de partida estaba escogido de tal manera que toda la curva descendente tuviera lugar en el lado iluminado del planeta, para utilizar el Sol como punto de referencia de su situación en longitud; la latitud dependería de la estimación del rumbo mediante la elección exacta de la ruta.
El Sol es el único cuerpo celeste que se puede utilizar durante la navegación aérea en Venus, e incluso se deja de verle al ojo desnudo, tan pronto como uno se encuentra en la envoltura de nubes que cubre todo el planeta. Matt tomaba marcaciones al Sol, manteniendo un ojo pegado al ocular de un adaptador de infrarrojos que había sido colocado en el octante de la nave, y así podía conducir a su capitán, según un plan de vuelo preparado. No le había parecido práctico preparar un programa para el piloto automático, se sabía demasiado poco acerca de las condiciones atmosféricas que pudieran encontrar.
Cuando Matt hubo informado a su piloto que estaban, según el radar, a unos cincuenta kilómetros de altura, acercándose a la longitud exacta, tal como lo señalaba la imagen infrarroja del Sol, Thurlow llevó a la navecilla hacia su destino, cada vez más bajo y más lentamente y al final la frenó con el cohete para dejarla caer en una parábola distorsionada por la resistencia del aire.
Estaban envueltos por las siempre presentes nubes de Venus. La portilla de piloto era totalmente inútil. Ahora, Matt empezó a mirar la superficie que estaba debajo de ellos, utilizando un «perforador de nubes» de rayos infrarrojos.
Thurlow miró su altímetro de radar, verificando con el plan de alturas para la maniobra de tomar tierra.
—Si tenemos que esquivar algo, tiene que ser ahora —le dijo tranquilamente a Matt—. ¿Qué ves?
—Parece bastante liso. No puedo decir mucho.
Thurlow echó un vistazo.
—En cualquier caso no es agua… y tampoco es bosque. Creo que podemos intentarlo.
Cayeron, mientras Matt miraba detenidamente la fantasmagórica imagen producida por los infrarrojos, preparado para decirle a Thurlow que diera toda la potencia posible, si fuera un prado.
Thurlow frenó el cohete… y lo paró. Sintieron un golpe, como si se hubieran caído unos metros. Habían llegado a Venus.
—¡Oh! —dijo el piloto, secándose el sudor de su frente—. No quiero tener que intentar esto cada día.
—Un buen aterrizaje, patrón —gritó Oscar.
—Ya lo creo —corroboró Tex.
—Gracias, amigos. Bueno, bajemos los zancos.
Pulsó un botón del tablero de control. Como la mayoría de los cohetes construidos para aterrizar sobre su chorro, la navecilla estaba dotada de tres mástiles telescópicos que salían de los lados de la embarcación y se inclinaban hacia abajo. La presión hidráulica los empujaba, hasta que se ponían en contacto con algo lo bastante sólido como para resistirlos, y entonces el motor se cortaba automáticamente y se fijaban en su sitio, sosteniendo el cohete por tres lados, como si fuera un trípode y manteniéndolo erecto.
Thurlow esperó que aparecieran tres pequeñas luces verdes bajo el botón de control de los zancos, entonces desconectó los giróscopos de estabilización de la navecilla. Esta se quedó inmóvil, por lo que se desató.
—Muy bien, muchachos. Vamos a echar un vistazo. Matt y Tex, quedaos dentro. Oscar, si no te importa que lo diga, puesto que es tu país natal, tendrías que hacernos los honores.
—¡De acuerdo! —Oscar se desató y se fue corriendo hacia la cámara de descompresión. No se necesitaba verificar el aire puesto que hay hombres en Venus, y todos, como miembros de la Patrulla, habían sido inmunizados contra los virulentos hongos de Venus.
Thurlow iba detrás muy cerca de él. Matt se desató y bajó, para sentarse al lado de Tex en el asiento de pasajero que Oscar había dejado. El espacio de la cámara de descompresión era demasiado pequeño en esta diminuta embarcación, como para que valiera la pena hacer otra cosa aparte de esperar.
Oscar miró a fuera, fijamente, por entre la niebla.
—Bueno, ¿cómo te sienta estar de vuelta en casa? —le preguntó Thurlow.
—¡Espléndido! ¡Qué magnífico, qué día tan maravilloso!
Thurlow sonrió a Oscar y le dijo:
—Bajemos la escalera y miremos dónde estamos. —La puerta de acceso estaba a más de quince metros por encima de los alerones de cola, sin cómodo ascensor de carga.
—De acuerdo —Oscar dio la vuelta y pasó, apretándose, junto a Thurlow. De repente la navecilla se inclinó sobre el lado opuesto a la puerta, pareció quedarse retenida, pero luego empezó a caer, cada vez más deprisa.
—¡Los giróscopos! —gritó Thurlow—. Matt, conecta los giróscopos.
Intentó pasar por encima de Oscar; chocaron, y los dos cayeron hacia atrás, tendidos, mientras la nave se volcaba.
Matt intentó ejecutar la orden del piloto, pero estaba tendido, relajándose. Se cogió a los lados del asiento, intentando con fuerza ponerse de pie, y volver a la estación de control, pero el asiento se inclinó hacia atrás, se encontró deslizándose sobre el mismo y al final quedó sobre el lado de la embarcación, que en aquel momento estaba horizontal.
Oscar y Thurlow fueron lo primero que vio cuando se repuso. Estaban amontonados sobre la pared interior de la nave, con Oscar encima. Este empezó a levantarse… y se paró.
—¡Hey!
—¿Estás herido, Os?
—Mi brazo.
—¿Qué te pasa? —Era Tex, que surgió detrás de Matt, al parecer ileso de la caída.
Oscar se ayudó con su brazo derecho para levantarse, y tocó con cariño su antebrazo izquierdo.
—No sé. Una torcedura o tal vez una rotura. ¡Ay! ¡Ay! Es una rotura.
—¿Estás seguro? —Matt se adelantó—. Déjame ver.
—¿Qué pasa con el patrón? —inquirió Tex.
—¿Qué? —dijeron Matt y Oscar a la vez. Thurlow no se había movido. Tex se acercó a él y se arrodilló.
—Parece que ha perdido el sentido.
—Tírale agua.
—No, no lo hagas —la embarcación cayó un poco más. Oscar se asustó y dijo:
—Creo que sería mejor que saliéramos de aquí.
—¿Qué? ¡No podemos! —protestó Matt—. Tenemos que llevar al señor Thurlow con nosotros.
Oscar no le contestó sino que empezó a subir hacia la cámara de descompresión abierta, que se encontraba ahora a unos tres metros por encima de ellos, lanzando juramentos en venusiano, agitándose penosa y difícilmente, utilizando una mano y forcejeando.
—¿Qué le pasa al viejo, Os? —preguntó Tex—. Parece que ha perdido la cabeza.
—¡Déjale estar! Tenemos que ocuparnos del patrón.
Se arrodillaron al lado de Thurlow y le examinaron deprisa pero suavemente. No parecía herido, pero permanecía inconsciente.
—Tal vez sólo haya perdido el sentido —sugirió Matt—. Sus pulsaciones son fuertes y seguras.
—Mira esto, Matt —había una protuberancia detrás de la cabeza del Teniente. Matt la examinó, palpándola con cuidado.
—No se ha hundido el cráneo. Solamente se ha dado un porrazo. Se pondrá bien. Creo…
—Me gustaría que el Doctor Pickering estuviera aquí.
—Sí, y si los peces tuvieran patas, serían ratas… Deja de preocuparte Tex. Deja de manosearle, y dale la oportunidad de salir de esto de modo natural.
Oscar sacó la cabeza por la puerta abierta:
—¡Eh, vosotros chicos! ¡Hay que salir de aquí, y rápido!
—¿Por qué? —le preguntó Matt—. De todas maneras, no podemos: tenemos que quedarnos con el patrón, y todavía está sin sentido.
—¡Entonces hay que acarrearlo!
—¿Cómo? ¿Sobre los hombros?
—¡De cualquier manera, pero hay que hacerlo! ¡La nave se está hundiendo!
Tex abrió la boca, la cerró otra vez, y se fue hasta un pequeño armario. Matt gritó:
—Tex, coge una cuerda.
—¿Qué piensas que estoy haciendo, patinando sobre hielo? —Tex reapareció con un rollo de cuerda delgada y resistente, utilizada para remolcar la pequeña embarcación hacia la nave madre—. Tranquilo, ahora, levántalo mientras la paso bajo su peso.
—Tendríamos que hacer un buen cabestrillo. Así podemos herirlo.
—¡No hay tiempo para eso! —apremió Oscar desde arriba—. ¡Deprisa!
Matt subió a la puerta con una extremidad de la cuerda, atándola, mientras Tex estaba todavía pasando el lazo bajo de los sobacos del hombre inconsciente.
Una mirada alrededor bastaba para confirmar la predicción de Oscar: la navecilla estaba de costado y sus alerones apenas tocaban el suelo firme. Su morro estaba más bajo que su cola y se hundía en un fango amarillo y poco denso.
El fango se extendía en la niebla, como un campo llano, y su superficie estaba cubierta como una alfombra de hongos amarillo-verdosos salvo en un espacio pequeño al lado de la nave donde esta, al caer, había abierto un hueco.
Matt no tuvo tiempo de hacerse una idea de la escena. El fango llegaba casi a la puerta.
—¿Listo allí abajo?
—Listo, estaré arriba enseguida.
—Quédate donde estás y no dejes que se golpee. Creo que puedo manejarlo —Thurlow pesaba unos sesenta y tres kilos en la Tierra, su peso en Venus era de unos cincuenta y tres kilos. Matt se puso a horcajadas en la puerta y tiró de la cuerda.
—Te puedo echar una mano, Matt —dijo Oscar, ansiosamente.
—Apártate de en medio —con Matt tirando y Tex empujando y aguantando desde abajo, llevaron al inerte Teniente sobre el marco de la puerta y le sacaron del cohete.
La nave se balanceó de nuevo mientras un alerón de la cola se deslizaba del escollo.
—Adelante, chicos —instó Matt—. ¿Os, puedes llegar a esa orilla, tú solo?
—Si, claro.
—Entonces, hazlo. Dejaremos al patrón atado a la cuerda y te pasaremos un extremo del que te podrás suspender con tu mano buena. De esta manera, si se hunde en el fango, podemos sacarlo.
—Cállate y trabaja —Oscar recorrió todo el largo de la nave, llevando consigo el extremo de la cuerda. Llegó al escollo, pasando por un alerón de cola.
Matt y Tex no tuvieron problemas para transportar a Thurlow hasta los alerones, pero los últimos pocos metros, desde estos a la orilla fueron difíciles. Tenían que andar cerca del tubo del reactor, todavía caliente y humeante, y balancearse encima de una depresión formada por un alerón y el lado convergente de la nave. Finalmente, lo consiguieron, dejando que Oscar sostuviera la mayor parte del peso del Teniente tirando desde la orilla con su brazo bueno.
Cuando hubieron puesto a Thurlow sobre el césped, Matt saltó otra vez a bordo de la navecilla. Oscar le gritó.
—Eh, Matt, ¿a dónde crees que vas?
—De vuelta dentro.
—No lo hagas. Vuelve aquí —Matt dudó, Oscar añadió—: Es una orden, Matt.
Matt contestó:
—Me quedaré solamente un minuto. No tenemos ni armas ni elementos de supervivencia. Haré una rápida entrada y los tiraré hacia fuera.
—Ni lo intentes —Matt se quedó dudando un momento, indeciso entre la prioridad indiscutible en el escalafón de Oscar, y la novedad de recibir órdenes directas de su compañero de cuarto—. Mira la puerta, Matt —siguió Oscar—. Te quedarás prisionero.
Matt observó. El extremo lejano de la puerta ya estaba en el fango, y una corriente continua de fango se vertía dentro de la nave, espeso como si fuera melaza. Mientras miraba, el vehículo dio un cuarto de vuelta, buscando una nueva estabilidad. Matt volvió a la orilla de un salto.
Miró detrás y vio que la puerta ya no se podía ver; una gran burbuja se formó e hizo ¡plop!, luego otra.
—Gracias, Os.
Se quedaron de pie, mirando a la cola deslizarse por la orilla. Una nube de vapor subió y se juntó con la niebla, cuando el tubo del cohete tocó la humedad; entonces la cola se levantó y la navecilla se quedó casi vertical; al revés, durante unos momentos, con solamente su extremidad posterior fuera del barro.
Se sumergió lentamente. Al fin, no quedaba nada más que burbujas en el fango y una abertura desigual en aquel falso prado imaginario que señalaba donde había estado.
La barbilla de Matt temblaba.
—Tendría que haber permanecido en los controles. Hubiera podido estabilizarla con los giróscopos.
—Eso no tiene sentido —dijo Oscar—. No te pidió que te quedaras en tu puesto.
—Tendría que haberlo imaginado.
—Deja de culparte. Los reglamentos dicen que esto es cosa del piloto. Si tenía alguna duda tendría que haberla dejado estabilizada con el giróscopo hasta haberlo examinado todo. Y, como por ahora tenemos que ocuparnos de él, deja ya los post mórtem.
—De acuerdo —Matt se arrodilló y tomó el pulso de Thurlow. Continuaba siendo regular.
—No podemos hacer nada más por él, por ahora, aparte de dejarle descansar. Déjame ver tu brazo.
—De acuerdo, pero ten cuidado. ¡Uff!
—Perdona. Me temo que tendré que hacerte daño; en realidad, nunca he puesto un hueso en su lugar.
—Yo sí —dijo Tex—. Allá en las montañas. Ven aquí amigo Os. Recuéstate y relájate, que te va a doler.
—De acuerdo. Pensaba que en Texas simplemente los rematabais —Oscar intentó bromear.
—Solamente los que tenían una pierna rota. Habitualmente salvamos a los que tienen los brazos rotos. Matt, coge un par de tablillas. ¿Tienes un cuchillo?
—Sí.
—Muy bien, yo no tengo. Mejor será que te quites la blusa, Oscar —Jensen obedeció, con ayuda; Tex colocó un pie debajo del sobaco izquierdo de Oscar, cogió su mano izquierda con sus dos manos y dio un fuerte tirón.
Oscar chilló.
—Creo que lo conseguí —dijo Tex—. Matt, corre con estas tablillas.
—Ya voy —Matt había encontrado un grupo de arbustos de unos cuatro o cinco metros de altura, parecidos superficialmente a los bambúes de la Tierra. Cortó una docena de trozos, gruesos como su dedo meñique y de unos quince centímetros de largo, y los llevó a Tex—. ¿Irán bien?
—Creo que sí. Lo siento por tu blusa, Oscar —Tex Intentó cortar la prenda en pedazos, pero renunció—. ¡Caramba! Este material es duro. Dame tu cuchillo, Matt.
Diez minutos más tarde, Oscar estaba bien entablillado y provisto de un cabestrillo hecho con lo que quedaba de su blusa. Tex se quitó su propia blusa y se sentó encima, puesto que el césped estaba húmedo, y el día caliente y bochornoso como habitualmente lo son en Venus.
—Ya está hecho eso —dijo, y el patrón ni siquiera ha parpadeado. De modo que tú sigues mandando, Os. ¿Cuándo comemos?
—Una pregunta interesante —Oscar frunció las cejas—. Primero vamos a ver de lo que disponemos.
—Vaciad vuestras bolsas.
Matt tenía su cuchillo. La bolsa de Oscar no contenía nada importante. Tex cooperó con su armónica. Oscar parecía preocupado.
—¿Amigos, creéis que puedo mirar en la bolsa del señor Thurlow?
—Creo que tendrías que hacerlo —dijo Tex—. Nunca vi que alguien se quedara inconsciente durante tanto tiempo.
—Estoy de acuerdo —añadió Matt—. Creo que tenemos que admitir que ha sufrido una conmoción y que se quedará inconsciente durante un cierto tiempo. Adelante, Oscar.
La bolsa de Thurlow contenía unas cosas personales que ojearon por encima, las órdenes de la expedición y otro cuchillo, cuyo mango estaba provisto de un pequeño compás magnético.
—Caramba, me alegro de tener esto. Me estaba preguntando cómo íbamos a encontrar nuestro camino hasta aquí sin nativos para guiarnos.
—¿Quién quiere volver aquí? —preguntó Tex—. Me parece que no me atrae lo más mínimo.
—La navecilla está aquí.
—Y el Triplex está en algún sitio, encima de tu cabeza. Una está casi a la misma distancia de nosotros que la otra… para peatones, quiero decir.
—Mira, Tex, de cualquier manera tenemos que sacar este cohete del fango, y hacerlo funcionar. Si no, nos quedaremos aquí toda la vida.
—¿Qué? ¡Confiaba en ti, el viejo experto en Venus, para conducirnos otra vez hacia la civilización!
—No sabes lo que dices. Tal vez puedas andar ocho o diez mil kilómetros a través de pantanos, y pasar trampas y cañaverales espesos; yo no puedo. Solamente recuerdo que no hay ninguna colonia permanente, ni plantación, a más de ochocientos kilómetros de los dos polos. Recuerda que Venus no está realmente explorada, y que sé aproximadamente lo mismo a propósito de este rincón del bosque que tú del Tíbet.
—Me pregunto qué demonios estaba haciendo la Gary por aquí —comentó Matt.
—Y yo qué sé…
—¡Hey! —exclamó Tex—. Tal vez podemos volver a casa en la Gary.
—Tal vez, pero todavía no hemos encontrado a la Gary. En consecuencia, si vemos que no podemos, tan pronto como cumplamos estas órdenes… —Oscar alzó el papel que había sacado del bolsillo de Thurlow—, tenemos que encontrar una manera de sacar la navecilla de este hueco de sentina.
—¿Con nuestras sonrosadas y diminutas manos de mosquito? —preguntó Tex—. ¿Y qué pasa con nuestras órdenes? No me parece que estemos en muy buena forma para ir a apaciguar tumultos, sosegar insurrecciones e imponer nuestra autoridad de un lado a otro. No tenemos ni una pistola de lanzar garbanzos, ni un solo garbanzo. Pensándolo bien, si tuviera uno, me lo comería.
—Oscar tiene razón —convino Matt—. Estamos aquí, tenemos que cumplir una misión; tenemos que llevarla a cabo. Es lo que el señor Thurlow diría. Y, después, tenemos que discurrir una manera de volver.
Tex se levantó.
—Tendría que haberme dedicado al negocio del ganado. De acuerdo, Oscar, ¿qué pasa ahora?
—Lo primero que tenéis que hacer tú y Matt es construir una litera, para transportar al jefe. Tenemos que encontrar agua corriente, y no quiero separar al grupo.
Del mismo seto de arbustos de caña de donde habían sacado las tablillas sacaron material para hacer el armazón de una litera. Utilizando los dos cuchillos, Matt y Tex cortaron dos pedazos de dos metros, gruesos como sus brazos. El material era ligero y bastante tieso. Introdujeron los palos en las mangas de sus blusas, y colocaron travesaños en muescas, cerca de cada extremidad. Había un amplio hueco en el medio que cerraron con la cuerda recuperada de la navecilla.
El resultado era una birria, pero utilizable. Thurlow estaba todavía inconsciente. Su respiración era débil pero su pulso todavía regular. Lo colocaron sobre la camilla y se pusieron en camino, con Oscar guiándolos, con el compás en la mano.
Durante una hora, más o menos, andaron por una tierra pantanosa, chapoteando en el barro arañándose con las malezas, y perseguidos por nubes de insectos.
Al final Matt estalló:
—¡Os! Nos merecemos un poco de descanso.
Jensen se dio la vuelta.
—De acuerdo, de todas maneras ya hemos llegado. Agua corriente.
Se adelantaron y se reunieron con él. Más allá del espeso cañaveral, perfectamente llano y tranquilo bajo la colina, había un estanque o un lago. Su tamaño era incierto, puesto que la orilla lejana se perdía en la niebla.
Escogieron un sitio para poner la litera, y entonces Oscar se inclinó hacia el agua y la golpeó:
¡Plash!, ¡plash!, ¡plash!, ¡plash!, ¡plash!
—¿Qué hacemos ahora?
—Esperamos y rezamos. Gracias a Dios, los indígenas son amables, normalmente.
—¿Crees que nos pueden ayudar?
—Si quieren ayudarnos, apostaría hasta dinero a que pueden sacar la navecilla del barro, y pulirla y limpiarla en tres días.
—¿Lo crees realmente? Sabía que los venusianos eran amables pero, un trabajo como este…
—No despreciéis a Pequeño Pueblo. No se nos parecen, pero no te dejes engañar por eso.
Matt se agachó y empezó a ahuyentar los insectos lejos del oficial inconsciente. A la vez, golpeó otra vez el agua, de la misma manera.
—Me parece que no hay nadie en casa, Os.
—Espero que te equivoques, Tex. Se supone que la mayor parte de Venus está habitada, pero este puede ser un sitio tabú.
Una cabeza triangular, ancha como la de un perro collie, surgió del agua a unos tres metros de ellos. Tex saltó. El venusiano le miró con ojos curiosos y brillantes. Oscar se puso en pie.
—Bien venidos, vosotros cuya madre era amiga de mi madre.
La venusiana se dirigió a Oscar:
—Que vuestra madre descanse feliz —dijo, y luego se sumergió y desapareció, casi sin hacer ondas.
—Es un consuelo —dijo Oscar—. Naturalmente, dicen que este planeta no tiene más que un idioma único, pero es la primera vez que lo compruebo.
—¿Por qué ha desaparecido ese tipo?
—Probablemente para ir a dar parte. Y no digas «ese tipo», Matt, di «esa venusiana».
—Es una diferenciación, que sólo podría interesar a otro venusiano.
—Bien, es una mala costumbre, de todas maneras —Oscar se agachó y esperó.
Después de un tiempo que parecía más largo a causa de los insectos, el calor y el bochorno, el agua se abrió en una docena de sitios al mismo tiempo. Uno de los anfibios subió con gracia a la orilla y se puso de pie en ella. Llegaba aproximadamente al hombro de Matt. Oscar repitió los saludos de rigor. Ella le miró:
—Mi madre me dice que no os conoce.
—Sin duda, ocupada con pensamientos importantes, lo ha olvidado.
—Tal vez. Vamos a ver a mi madre para que os huela.
—Sois muy amable. ¿Podéis transportar a mi compañero? —Oscar señaló a Thurlow—. Estando enferma, «ella» no puede cerrar su boca en las aguas.
La venusiana asintió. Llamó a una de sus acompañantes, y Oscar se unió a la deliberación, explicando cómo se debía cubrir la boca de Thurlow y taparle la nariz.
—Para que las aguas no «la» devuelvan a la madre de su madre.
La segunda nativa discutió, pero asintió.
Tex abrió unos ojos como faros.
—Mira, Matt —dijo, con prisa, en Básico. Seguro que no están pensando en llevarnos bajo el agua ¿verdad?
—Salvo que quieras quedarte aquí, hasta que los insectos te coman entero, tienen que ir. Tómatelo con calma, déjalas llevarte, e intenta mantener los pulmones llenos. Cuando se hundan, puede ser que tengas que estar sumergido durante unos minutos —le contestó Oscar.
—Tampoco me gusta a mí —dijo Matt.
—Ostras, visité por primera vez una casa venusiana cuando tenía nueve años. Saben que no podemos nadar como ellas. Al menos, las que están cerca de las colonias lo saben —admitió, dudosamente, Oscar.
—Tal vez sería mejor que se lo dijeras bien claro.
—Lo intentaré.
La jefe le cortó con convicción. Dio una orden aguda y seis componentes de su grupo se colocaron al lado de los cadetes, dos para cada uno. Otras tres cogieron a Thurlow, lo alzaron y lo introdujeron en el agua. Una de ellas era la que había recibido las órdenes.
Oscar les gritó:
—¡Tomadlo con calma, amigos!
Matt sintió unas manos pequeñas empujándole hacia el lago. Inspiró profundamente y entró en el agua.
El agua se cerró encima de su cabeza. Era cálida como la sangre, y dulce. Abrió los ojos, vio la superficie, entonces su cabeza emergió otra vez. Las pequeñas manos se agarraron a sus lados, y le impelieron, nadando con fuerza. Se dijo a sí mismo que debía relajarse, y dejó de luchar.
Después de un rato, incluso lo encontró agradable, cuando se hubo asegurado de que las pequeñas criaturas no intentaban arrastrarle hacia el fondo. Pero se acordó del consejo de Oscar e intentó estar alerta, para cuando empezaran a bucear. Afortunadamente, vio que el trío en el que Tex se encontraba en el medio se zambullía; inspiró a tiempo.
Bajaron y bajaron, hasta que sus tímpanos le dolieron y después siguieron adelante. Cuando empezaron a subir, el dolor en su pecho era casi insoportable. Estaba luchando contra el reflejo de abrir la boca y respirar algo, hasta agua, cuando salieron a la superficie otra vez.
Hubo otros tres recorridos, duros para los pulmones, debajo del agua; cuando hicieron superficie por última vez, Matt vio que ya no estaba en el exterior.
La cueva, si es que era una cueva, tenía unos treinta metros de largo y menos de la mitad de ancho. En el centro había la entrada acuática por la cual habían venido. Estaba iluminada desde arriba, bastante débilmente, por una especie de globos naranja, ardientes.
Advirtió la mayor parte de esto después de haber subido a la orilla. Su primera impresión fue de una multitud de venusianos rodeando la piscina. Naturalmente, les extrañaban sus invitados y charlaban. Matt pilló unas palabras y oyó una referencia «engendrados en el cieno», lo que le molestó.
Los tres que estaban con Thurlow salieron del agua. Matt se separó de sus guardias y ayudó a sacarlo a tierra firme. Se puso furioso, durante un momento, al no poder encontrar el pulso del Teniente; después lo localizó: Era rápido y confuso.
Thurlow abrió los ojos, y le miró:
—Matt, los giros…
—Todo está bien, Teniente. Tómelo con calma.
Oscar estaba de pie, junto a él.
—¿Cómo está, Matt?
—Parece que está saliendo de la inconsciencia. Me parece que está mejor.
—Tal vez la inmersión le benefició.
—A mí no me hizo ningún bien —aseguró Tex—. Tragué unos cuatro litros de agua durante la última. Estas pequeñas ranas son unas descuidadas.
—Se parecen más a focas —dijo Matt.
—No son nada de eso —cortó Oscar bruscamente. Son gente. Ahora— continuó —intentaremos entablar relaciones amistosas.
Dio la vuelta, buscando a la jefa del grupo.
La muchedumbre se separó, dejando un pasillo hacia la piscina. Una anfibio, andando sola, pero seguida por tres más bajó lentamente por el pasillo hacia ellos. Oscar se dirigió a ella.
—¡Saludos, oh muy preciada madre de muchos!
Ella le miró de arriba abajo lentamente, y habló, pero no a él:
—Tal como pensaba. Lleváoslas.
Oscar empezó a protestar, pero no dio ningún resultado. Cuatro de las enanas se acercaron a él. Tex le gritó:
—¿Qué te parece, Os? ¿Les damos de palos?
—¡No! —gritó Oscar a su vez—. No te resistas.
Tres minutos más tarde, fueron metidos en una sala pequeña, casi completamente en tinieblas, pues la oscuridad estaba rota solamente por una única esfera de luz naranja. Después de haber dejado a Thurlow en el suelo las enanas se fueron, cerrando la puerta detrás a base de correr una cortina. Tex miró alrededor, intentó ajustar sus ojos a la débil luz, y dijo:
—Es tan confortable como una tumba. Os, tendrías que habernos dejado organizar una buena pelea. Apuesto a que hubiéramos podido liquidar a toda esta pandilla.
—No seas tonto, Tex. Supón que lo hubiéramos conseguido, cosa que dudo; si así hubiera sido, ¿cómo ibas a encontrar el camino para salir de aquí nadando?
—No lo hubiera intentado. Hubiéramos cavado un túnel hasta la superficie, tenemos dos cuchillos.
—Tal vez lo hubieras logrado. Yo no lo intentaría: generalmente el Pequeño Pueblo construye sus ciudades bajo los lagos.
—No lo había pensado bajo este aspecto… eso sí que es cosa mala —Tex examinó el techo como si se estuviera preguntando cuándo se abriría—. Mira, Os, no creo que estemos debajo del lago, puesto que las paredes de este calabozo estarían húmedas.
—Ni hablar, son muy buenas para estas cosas.
—Bueno, de acuerdo, de modo que nos tienen en sus manos. No me estoy quejando, Os, tu intención era buena, pero me parece que tendríamos que haber probado suerte en la jungla.
—Por el amor del cielo, Tex. ¿No crees que ya tengo bastante para preocuparme sin que hagas conjeturas? Si no estás quejándote, entonces deja de rezongar.
Hubo un corto silencio y Tex dijo:
—Perdóname, Oscar. Soy un bocazas.
—Lo siento. No tendría que haberme irritado. Me duele el brazo.
—Oh, ¿cómo te va? ¿No te lo he puesto bien?
—Creo que hiciste un buen trabajo, pero me duele. Me empieza a picar, debajo de las vendas; me aguijonea. ¿Qué estás haciendo, Matt?
Después de haber observado el estado de Thurlow, que seguía sin cambios, Matt había ido hasta la puerta investigando la cerradura. Descubrió que la cortina era de alguna clase de tela, dura y espesa, y estaba atada a los bordes. Estaba intentando cortarla con su cuchillo, cuando Oscar le habló.
—Nada —contesto—, esto no la corta.
—Entonces, deja de intentarlo y tranquilízate. No queremos salir de aquí… al menos, por ahora.
—Habla por ti, amigo. ¿Por qué «no queremos»?
—Es lo que he intentado decirle a Tex. No voy a decir que este sea un lugar agradable pero, de todas formas, estamos unas ochocientas veces mejor aquí de lo que estábamos hace unas dos horas.
—¿Cómo?
—¿Tenéis alguna idea de lo que significa pasar la noche aquí en la jungla, sin nada para defendernos? ¿Cuando se oscurece, y los gusanos del cieno vienen a mordisquearte los dedos del pie? Tal vez nos arreglaríamos durante una noche, o aún dos, manteniéndonos activos y si así era seríamos muy, muy afortunados… ¿pero qué pasaría con él? —Oscar hizo un movimiento hacia la forma inmóvil de Thurlow—. Por esto es por lo que, en primer lugar, me ocupé en encontrar nativos. Estamos seguros, aunque estemos encerrados.
Matt tembló. Los gusanos del cieno no tienen dientes; pero excretan un ácido que disuelve lo que quieren probar. Miden unos dos metros.
—Me has convencido.
Tex dijo:
—Me gustaría que Tío Bodie estuviera aquí.
—A mí también, te haría callar. No estoy ansioso por salir de aquí hasta que nos hayan dado algo para comer y podamos dormir un poco; para entonces tal vez el jefe ya estará de nuevo sobre sus pies, y sabrá lo que tenemos que hacer.
—¿Qué te hace pensar que van a darnos de comer?
—No sé lo que harán, pero creo que lo harán. Si se parecen a las venusianas que están alrededor de las colonias polares, nos darán de comer. Mantener a otra criatura encerrada, sin darle de comer, es una crueldad en la cual nunca pensarían —Oscar buscó palabras—. Tenéis que conocerlas para entender lo que quiero decir, pero el caso es que el Pequeño Pueblo no tiene la crueldad de los hombres.
Matt asintió.
—Sé que se las describe como una raza amable y pacífica. No creo que llegue nunca a tenerles mucho cariño, pero los carretes de estudio me las presentaron como amables.
—Eso es solamente un prejuicio de raza. Es más fácil sentir amistad por una venusiana que por un hombre.
—Os, esto no es justo —protestó Tex—. Matt no tiene ningún prejuicio de raza, y tampoco lo tengo yo. Mira al Teniente Peter, ¿nos importó que fuera tan negro como el as de espadas?
—No es lo mismo. Una venusiana es completamente diferente. Creo que tienes que criarte con ellas, como yo, para darlo por supuesto. Pero todo lo que les concierne es diferente, por ejemplo, el hecho de que nunca se vea otra cosa más que hembras.
—Dime, ¿qué pasa con esto, Os? ¿Seguro que hay varones venusianos, o bien es solamente una superstición?
—Seguro que los hay, el Pequeño Pueblo es indiscutiblemente bisexual. Pero dudo que jamás obtengamos una imagen de uno o que tengamos la suerte de poderlo examinar. Los tipos que proclaman haberlos visto son unos mentirosos —añadió—, porque sus historias nunca coinciden.
—¿Por qué crees que son tan quisquillosos sobre esto?
—¿Por qué nunca come buey un hindú? No hay ninguna razón para esto. Yo creo en la teoría convencional: los varones son pequeños e indefensos y tienen que ser protegidos.
—Estoy contento de no ser venusiano —comentó Matt.
—Tal vez no sería una vida tan mala —repuso Tex—. Yo… podría soportar algo de protección femenina, ahora mismo.
—No vayas a considerarme una autoridad sobre Venus —advirtió Oscar—. Nací aquí, pero no nací en este sitio.
Dio golpecitos en el suelo.
—Conozco a los nativos de la región polar, los que viven alrededor de mi ciudad natal, y es prácticamente el único tipo de venusiano que la gente conoce.
—¿Piensas que haya tanta diferencia? —Quiso saber Matt.
—Creo que ya tenemos mucha suerte al poder hablar con ellos, a pesar de que su acento me vuelva loco. En cuanto a las otras diferencias… mira, si los únicos seres humanos que hubieras encontrado fueran esquimales, ¿de qué te serviría esto para tratar con el alcalde de una ciudad de México? Las costumbres locales serían completamente distintas.
—Entonces tal vez no nos den de comer, después de todo —dijo Tex, melancólicamente.
Pero les dieron de comer, poco después. La cortina se descorrió, algo fue puesto en el suelo y la puerta se cerró otra vez.
Había un plato lleno de una sustancia viscosa, de color y de textura indeterminadas a la débil luz, y un objeto que tenía aproximadamente la talla y la forma de un huevo de avestruz. Oscar cogió el plato y lo olió, después cogió un pedacito y lo probó.
—Está bien —anunció—, vamos, comamos.
—¿Qué es? —preguntó Tex.
—Es… bueno, no importa. Cómelo. No os hará daño y os mantendrá en vida.
—¿Pero, qué es? Quiero saber qué es lo que estoy comiendo.
—Permíteme señalar que, o te lo comes o te quedas con hambre. A mí no me importa. Si te lo digo, tus prejuicios locales te impedirán comer. Piensa solamente que es basura y aprende a saborearla.
—Eh, basta, deja de tomarnos el pelo, Os.
Pero Oscar se negó a continuar la discusión. Comió con prisa, hasta que hubo terminado su ración, echó una mirada a Thurlow y dijo de mala gana.
—Creo que tendríamos que dejar un poco para él.
Matt probó aquello.
—¿Qué tal es? —le interrogó Tex.
—No es malo. Me recuerda a puré de brotes de soja. Es salado… me da sed.
—Sírvete —sugirió Oscar.
—¿Eh? ¿Dónde? ¿Cómo?
—La vejiga para beber, naturalmente —Oscar le pasó «el huevo de avestruz».
Matt lo encontró suave al tacto, a pesar de su apariencia. Lo sostuvo en alto, perplejo.
—¿No sabes cómo utilizarlo? Mira —Oscar lo cogió, miró las extremidades, y eligió una, que colocó en sus labios—. Así —dijo, secándose los labios—. Pruébalo. No lo aprietes demasiado, o te lo vas a echar por encima.
Matt lo probó, y obtuvo un trago de agua. Se parecía un poco a utilizar un biberón.
—Es una especie de vejiga de pescado —explicó Oscar—. Es esponjosa por dentro. Oh, no tengas repugnancia, Tex, está esterilizada.
Tex lo probó, cautelosamente, después se rindió y agarró la comida. Al cabo de un rato todos se arrellanaron, sintiéndose mucho mejor.
—No es tan malo —admitió Tex—. Pero ¿sabéis lo que me gustaría? Una pila de pasteles calientes, humeantes, tiernos y bien doraditos…
—¡Oh, cállate! —dijo Matt.
—Con mantequilla fundida y nadando en miel. De acuerdo, me callaré —abrió la cremallera de su bolsa y sacó su armónica—. Bueno, qué os parece… todavía está seca.
Intentó un par de notas, y después se lanzó a una brillante ejecución de «El piloto bizco».
—Tex, basta —dijo Oscar—. Esta es una especie de sala de hospital, ¿recuerdas?
Tex miró al enfermo con inquietud:
—¿Crees que lo puede oír?
Thurlow dio la vuelta y murmuró en su sueño. Matt se inclinó sobre él.
—J’ai soif —murmuró el Teniente, y después repitió claramente—. J’ai soif.
—¿Qué dijo?
—No sé.
—Me sonaba a francés. ¿Alguno de vosotros sabe francés?
—Yo no.
—Yo tampoco —repuso Matt—. ¿Por qué hablaría en francés? Siempre pensé que era americano del Norte; hablaba básico como si lo fuera.
—Tal vez sea un canadiense francés —Tex se arrodilló a su lado y le tocó la frente—. Parece que tiene algo de fiebre. Tal vez tendríamos que darle un poco de agua.
—De acuerdo —Oscar cogió la vejiga y la colocó en los labios de Thurlow; la apretó suavemente para que saliera un poco. El herido movió los labios y empezó a chupar, sin que pareciera que despertase. Al fin, la dejó caer de la boca—. Eso es —dijo Oscar—, tal vez se sentirá mejor ahora.
—¿Vamos a guardar esto para él? —inquirió Tex, ojeando lo que quedaba de alimentos.
—Va, cómetelo, si lo quieres. Se vuelve rancio pocas horas después de que… bueno, se vuelve rancio.
—No creo que ya quiera más —decidió Tex.
Estaban durmiendo desde hacía algún rato, cuando un ruido les despertó. Una voz, indudablemente humana:
—Eh —decía—. ¿A dónde me lleváis? ¡Insisto en que me llevéis a ver a vuestra madre!
La voz sonaba exactamente en su puerta:
—¡Apaciguad la voz! —contestó un acento nativo. La cortina se corrió, alguien fue empujado dentro del cuarto y la puerta se cerró otra vez.
—¿Quién es? —preguntó Oscar.
La forma se volvió.
—Hombres… —dijo, como si no lo pudiera creer—. ¡Hombres!
Empezó a sollozar.
—Hola, Maloliente —dijo Tex—. ¿Qué estás haciendo aquí?
Era Girard Burke.
Hubo mucha confusión durante los momentos que siguieron, Burke pasaba de las lágrimas a sacudidas nerviosas incontrolables. Matt, que fue el último en despertarse, tuvo problemas para diferenciar entre lo que pasaba en realidad y la fantasía que había estado soñando, y todos hablaban al mismo tiempo, todos preguntaban, pero ninguno contestaba.
—¡Tranquilos! —ordenó Oscar—. Aclaremos esto. Burke, si no entiendo mal, estaba en la Gary, ¿no?
—Soy el Capitán de la Gary.
—¿Qué? ¡Que me aspen…! Pensándolo bien, sabíamos que el capitán de la Gary se llamaba Burke, pero nunca se nos ocurrió pensar que podía ser Maloliente Burke. ¿Quién podría estar lo bastante loco como para confiarte una nave, Maloliente?
—Es mía propia o mejor dicho, de mi padre. Y agradecería que me llamaras Capitán Burke y no «Maloliente».
—De acuerdo, Capitán Maloliente.
—Pero ¿cómo llegó aquí? —Quería saber Matt, que todavía trataba de entender lo que pasaba.
—Acaba de explicarlo —le dijo Tex—. Es el chico que pidió ayuda a gritos. Pero lo que me toca las narices es que tuviéramos que ser nosotros los elegidos. Es igual que jugar al bridge y que te den una mano con trece espadas.
—Oh, no sé —objetó Oscar—. Es una coincidencia, pero no tan sorprendente. Es un hombre del espacio, pide ayuda y naturalmente la Patrulla le ayuda. Por casualidad, estábamos por aquí. Es tan probable, o improbable, como encontrarte a tu profesor de piano en las calles del centro de tu ciudad natal.
—No tengo profesor de piano —objetó Tex.
—Olvídalo. Yo tampoco. Ahora pienso…
—Espera un minuto —le interrumpió Burke—. ¿Debo deducir que fuisteis enviados aquí para contestar a mi llamada?
—Ciertamente.
—Bueno, doy gracias a Dios por esto; aunque vosotros, chicos, fuisteis lo bastante estúpidos como para caer en la boca del lobo. Ahora, decidme, ¿cuántos hay en la expedición y cuál es su equipo? Nos va a resultar bastante difícil cascar este huevo.
—¿Qué? ¿De qué estás hablando, Maloliente? Aquí está toda la expedición, frente a ti.
—¿Qué? No es momento de gastar bromas. Pedí un regimiento de infantería de marina, equipados para operaciones anfibias.
—Tal vez lo hiciste, pero esto es todo lo que has conseguido, en total. El Teniente Thurlow está al mando, pero recibió un golpe en el cráneo y, temporalmente, lo reemplazo. Puedes hablar conmigo. ¿Cuál es la situación?
La noticia pareció aturdir a Burke. Los miró fijamente, sin hablar. Oscar continuó:
—Ánimo Maloliente. Danos los datos, para que podamos planear algo.
—¿Qué? Oh, no es necesario. Es totalmente desesperado.
—¿Qué es lo desesperado? Los nativos parecen amables, en conjunto. Dinos cuál era la dificultad, para que podamos arreglarlo con ellos.
—¡Amables! —Burke rio amargamente—. Mataron a todos mis hombres. Van a matarme a mí y os matarán a vosotros.