16 — Noventa y siete entremeses variados

—Hágala pasar.

El subsecretario de Asuntos Espaciales echó una ojeada a la bandeja del té y se aseguró de que el íntimo saloncito estuviera en condiciones. En ese momento, se abrió la puerta y entró Betty Sorensen.

—Hola, señor Kiku —dijo con dulzura.

Luego se sentó con gran compostura y circunspección... Kiku dijo: —¿Cómo está usted, señorita Sorensen?

—Llámeme Betty. Mis amigos me llaman así.

—Gracias. Desearía contarme entre ellos.

La contempló, y se estremeció. Betty estaba probando un nuevo maquillaje a cuadros, que daba a su rostro el aspecto de un tablero de ajedrez. Además, se veía a la legua que había ido de compras, pues vestía unas ropas poco adecuadas para una muchacha de su edad. Kiku se vio obligado a admitir que las costumbres habían variado mucho.

—Mi querida señorita, el motivo que me ha hecho llamarla es algo difícil de explicar.

—Tómese el tiempo que quiera. No tengo prisa.

—¿Quiere tomar el té?

—Permítame que lo sirve yo para los dos.

Kiku esperó a que la joven sirviese el té, y luego se recostó con la taza en la mano, en una actitud que contradecía su verdadero estado de ánimo.

—Espero que su estancia aquí le habrá sido agradable.

—¡Desde luego! Antes nunca había podido salir de compras sin tener que contar cuidadosamente lo que podía gastar. Todo el mundo tendría que tener una cuenta corriente para sus gastos.

—Disfrute de ella. Le aseguro que nunca figurará en el presupuesto anual... literalmente. Es nuestro fondo secreto y discrecional. Es usted huérfana, ¿verdad?

—Desde el punto de vista jurídico, sí. Soy una Niña Libre. Mi tutor es el Hogar de Niños Libres de Westville. ¿Por qué me lo pregunta?

—¿Entonces, no es usted mayor de edad?

—Depende de cómo se mire. Yo opino que sí, pero el tribunal dice que no. Pero esta situación no durará mucho.

—Sí, claro. Tal vez debería decirle que ya estaba enterado de estos pormenores.

—Me lo figuraba. ¿Pero a qué viene todo esto?

—Bueno... Tal vez sería mejor que le contase antes un cuento. ¿No ha criado usted nunca conejos? ¿O ha tenido gatos?

—Sí, he tenido gatos.

—Ha surgido una dificultad con la hroshia que conocemos por el nombre de Lummox. No es nada grave; no afecta a nuestro tratado con esa raza, puesto que ella ha dado su palabra. Pero..., si pudiésemos dar satisfacción a Lummox en una determinada cuestión, eso repercutiría en una disposición más favorable, y en el mejoramiento de las relaciones futuras.

—Supongo que así debe de ser, si usted lo dice. ¿De qué se trata, señor Kiku?

—Tanto usted como yo sabemos perfectamente que esa hroshia Lummox ha sido desde hace mucho tiempo la mascota de John Thomas Stuart.

—Desde luego. Qué divertido, ¿verdad?

—Pues, sí. Y que Lummox había sido antes la mascota del padre de John Thomas, y así sucesivamente durante cuatro generaciones.

—Sí, claro. Nadie hubiera podido encontrar un animalito más dócil y cariñoso, ni una mascota más original.

—Pero ahí está precisamente la dificultad, señorita Sorensen..., Betty. Éste es el punto de vista de John Thomas y sus antecesores. Pero en todas las cuestiones hay por lo menos dos puntos de vista a considerar. Desde el punto de vista de Lummox, ella..., él…, no era una mascota. Por el contrario: John Thomas era su mascota. Lummox se dedicaba a criar una serie de John Thomas.

Betty abrió desmesuradamente los ojos, y luego empezó a reír hasta casi ahogarse.

—¡Por Dios, señor Kiku! ¡No es posible!

—Le aseguro que hablo completamente en serio. Es una cuestión de puntos de vista, que resulta muy razonable si se consideran las duraciones respectivas de nuestras vidas y las de ellos. Lummox había criado varias generaciones de John Thomas. Esto constituía el único pasatiempo de Lummox y su principal ocupación. Muy infantil, claro, pero Lummox era y es aún una criatura.

Betty consiguió dominarse lo suficiente, para hablar entrecortadamente:

—La mascota de John Thomas. ¿Lo sabe Johnnie?

—Pues sí, aunque se lo expliqué de manera algo diferente.

—¿Y lo sabe también la señora Stuart?

—No me ha parecido necesario decírselo.

—¿Puedo decírselo yo? Quiero ver la cara que pone. «Criando John Thomas» ¡Oh, es genial!

—Me parece que sería una crueldad —dijo Kiku con rigidez.

—Sí, supongo que sí. Bueno, pues no lo haré. Pero me permite que me lo imagine, ¿verdad?

—Todos podemos imaginarnos lo que nos venga en gana. Pero continuemos: Lummox parece haber sido perfectamente feliz con este inocente pasatiempo. Es intención de la hroshia continuar practicándolo indefinidamente. Ésta fue la razón que nos enfrentó con el curioso dilema de vernos incapaces de hacer partir a los hroshii, después de que éstos recuperaron a su niño perdido. Lummox quiere continuar... criando a John Thomas.

Y vaciló.

Finalmente, Betty dijo: —Bien, señor Kiku. Prosiga.

—Esto..., ¿cuáles son sus propios planes, Betty..., señorita Sorensen?

—¿Mis planes? Aún no he hablado de ellos con nadie. —Perdóneme esta indiscreción. Verá usted, en toda empresa existen ciertos requerimientos, y Lummox, según parece, se da cuenta de uno de los requerimientos... Digámoslo de otro modo, si tenemos un conejo... o un gato...

Se interrumpió, incapaz de continuar.

Ella escrutó el rostro desolado del anciano.

—Señor Kiku, ¿intenta decir que hacen falta dos conejos para tener más conejos?

—Pues bien, sí. Eso es una parte.

—¡Vamos, hombre! ¿Para qué darle tantas vueltas? Eso lo sabe todo el mundo. Supongo que el resto es que Lummox no ignora que la misma regla se aplica a los John Thomas, ¿no es eso?

Él sólo pudo asentir en silencio.

—Pobrecillo, ¿por qué no me lo ha comunicado por escrito? Hubiera sido menos violento para usted. Supongo que tendré que ayudarle a desembuchar el resto. Usted cree que yo puedo encajar en ese plan.

—No deseo inmiscuirme..., pero quería sondear sus intenciones.

—¿Que me case con John Thomas? Siempre ha sido esa mi intención desde luego.

Kiku suspiró.

—Gracias.

—Oh, no lo digo por complacerle a usted.

—¡Oh, no! Le doy las gracias por haberme ayudado a decirlo.

—Dé las gracias a Lummie, al buenazo de Lummie. A Lummox no se le engaña tan fácilmente.

—¿Debo comprender que ya está todo resuelto y acordado?

—Todavía no me he declarado a Johnnie. Pero lo haré... Esperaba a que faltase menos tiempo para la partida de la nave. Ya sabe usted cómo son los hombres..., nerviosos, tímidos y espantadizos. No quería dejarle tiempo para reflexionar. ¿Su esposa se le declaró inmediatamente? ¿O esperó a que estuviese maduro para el sacrificio?

—Pues verá, las costumbres de mi pueblo son algo diferentes. Su padre arregló las cosas con el mío.

Betty pareció sorprendida.

—Esclavitud —afirmó lisa y llanamente.

—No lo dudo. Sin embargo, no lo he pasado tan mal. —Se levantó—. Me alegro de haber concluido nuestra conversación tan amistosamente.

—Espere un momento, señor Kiku. Hay un par de cosas más. ¿Qué se proponen hacer con respecto a John Thomas?

—¿Qué quiere decir?

—Me refiero al empleo que le ofrecen.

—Tenemos intención de mostrarnos muy generosos en el plano económico. Dedicará la mayor parte del tiempo a su instrucción, pero yo había pensado darle un título nominal en la embajada agregado especial, secretario auxiliar, o algo por el estilo.

Betty permaneció silenciosa. Kiku continuó:

—Y ya que usted le acompaña, he pensado concederle un cargo de rango semioficial. ¿Qué le parece ayudante especial, con el mismo salario? Le permitiría reunir unos ahorrillos para la vuelta, si es que piensan volver.

Ella movió negativamente la cabeza.

—Johnnie no es ambicioso. Pero yo sí.

—¿Ah, sí?

—Johnnie tiene que ir como embajador ante los hroshii.

Kiku se quedó de una pieza. Por último consiguió tartamudear:

—¡Pero mi querida señorita! ¡Eso es imposible!

—Eso es lo que usted cree. Mire, el señor MacClure se amilano y le devolvió el nombramiento, ¿no es así? No me venga con evasivas; he conseguido tener ya mis conexiones con su departamento para enterarme de sus interioridades. Le repito que dimitió. Por tanto, el puesto está vacante. Y será para Johnnie.

—Pero, señorita —dijo débilmente—, ese cargo no puede ser ocupado por un muchacho sin experiencia y sin los conocimientos que requiere...

—MacClure no iba a ser más que un figurón. Es del dominio público. Pero Johnnie no será ningún figurón. ¿Quién sabe mas cosas acerca de los hroshii? Johnnie, sin duda.

—Señorita, admito que posee conocimientos especiales sobre la materia; le aseguro que los utilizaremos. Pero embajador, no.

—Sí.

—¿Encargado de negocios? ¿Qué le parece? Es un cargo extraordinariamente elevado. Pero el señor Greenberg tiene que ser el embajador. Nos hace falta un diplomático en ese puesto.

—¿Qué hay de difícil en el cargo de diplomático? O dicho de otra manera, ¿qué podía hacer el señor MacClure que no pudiera hacer también mi querido Johnnie?

Kiku dejó escapar un profundo suspiro.

—Me ha colocado usted en un callejón sin salida. Lo único que puedo decir es que a veces me encuentro ante situaciones que me veo obligado a aceptar, aun a sabiendas de que son equivocadas y otras que no tengo necesidad de aceptar. Si usted fuese mi hija le daría una zurra. La respuesta es no.

Ella le sonrió.

—Me parece que no entiende usted la situación tal como es en realidad.

—¿No?

—No. Johnnie y yo somos muy importantes para ustedes en el asunto que se traen entre manos, ¿no? Especialmente Johnnie.

—Sí. Especialmente, Johnnie. Usted no es tan esencial..., ni siquiera para la... la cría de John Thomas.

—¿Quiere que hagamos una prueba? ¿Cree que podrá arrancar a John Thomas de este planeta si yo me opongo a ello?

—Lo dudo.

—Yo también. Pero soy lo bastante tozuda para hacer la prueba. Si gano, ¿cómo quedan ustedes? En un campo batido por el viento, tratando de salir del enredo con argucias y subterfugios otra vez..., pero sin Johnnie para ayudarles.

Kiku se dirigió a una ventana y miró hacia el exterior. De pronto se volvió.

—¿Más té? —le preguntó Betty cortésmente.

—No, gracias. ¿Tiene usted alguna idea, señorita, de lo que es un embajador extraordinario y ministro plenipotenciario?

—Algo sé de ello.

—Tiene el mismo rango y paga que un embajador, excepto que se trata de un caso especial. El señor Greenberg será el embajador y ostentará la autoridad que confiere el cargo; el rango especial y puramente nominal corresponderá a John Thomas.

—Rango y paga —repuso ella—. Me gusta ir de compras.

—Y paga —convino Kiku—. Señorita, tiene usted la moral de un caimán y la cara más dura que la corteza de un coco. Muy bien, de acuerdo..., si consigue que su joven amigo esté de acuerdo también.

Ella soltó una risita.

—No tendré la menor dificultad.

—No quiero decir eso. Cuento con su sentido común y modestia natural frente a la codicia de usted. Creo que se conformará con ser secretario auxiliar de embajada. Ya verá usted.

—Oh, sí, ya veremos, a propósito, ¿dónde está?

—¿Eh?

—No está en el hotel. Lo tiene usted aquí, ¿verdad?

—Sí, está aquí.

—Bueno. —Se dirigió hacia él y le dio unas palmaditas cariñosas en la mejilla—. Usted me gusta, señor Kiku. Ahora haga venir a Johnnie y déjenos solos. Tardaré unos veinte minutos en convencerlo. No tiene que preocuparse por nada absolutamente.

—Señorita Sorensen —preguntó maravillado Kiku—, ¿cómo es que no ha pedido el cargo de embajador para usted misma?

Lummox fue el único ser no humano que asistió a la boda. Henry Kiku fue padrino de la novia. Observó que ésta no iba maquillada, lo que le hizo preguntarse si el joven secretario de embajada no terminaría por llevar los pantalones en su casa, después de todo.

Recibieron los acostumbrados noventa y siete entremeses variados, casi todos de extraños, y regalos muy valiosos que no pensaban llevarse, incluyendo un viaje pagado a Hawai, que no podían utilizar de ningún modo. La madre de Johnnie lloró, se dejó fotografiar y se divirtió muchísimo. Desde luego, fue una boda de mucho postín. Kiku vertió algunas lágrimas mientras los contrayentes daban el sí, pero es que era un hombre muy sentimental.

A la mañana siguiente estaba sentado en su despacho, con sus folletos agrícolas de Kenya extendidos ante él. Pero en realidad no los miraba. El doctor Ftaeml y él habían dado una vuelta por la ciudad después de la boda y Kiku lo recordaba sintiéndose tranquilo y sosegado. A pesar de que le zumbaba la cabeza y le costaba coordinar las ideas, su estómago no le molestaba. Se sentía muy bien.

Se esforzaba por pasar revista a todo el asunto. Todo aquel ajetreo y todos aquellos sinsabores por culpa de un estúpido navegante estelar que cien años atrás no tuvo el suficiente juicio para no inmiscuirse en la vida indígena hasta que se hubiesen establecido las debidas relaciones. ¡Oh, los hombres, los hombres!

El bueno de Ftaeml había dicho algo anoche..., algo que... ¿Qué había dicho, en realidad? Algo que, de momento, convenció a Kiku de que los hroshii jamás habían poseído armas capaces de destruir la Tierra o de causarle grave daño. Claro que un rargiliano no podía mentir, al menos en el ejercicio de sus funciones de intérprete... pero, ¿no se podía soslayar hábilmente la verdad, con el fin de concluir satisfactoriamente una negociación que parecía abocada al fracaso?

Bien, ya que todo se había resuelto sin tener que acudir a la violencia, la duda seguía en pie. Y quizás era mejor que así fuese.

Además, los próximos paganos que se presentasen tal vez no fanfarronearían. Eso ya sería más desagradable.

Escuchó la voz de su secretaria:

—Señor Kiku, la delegación de Randavia está esperando.

—¡Dígales que estoy mudando la pluma!

—¿Cómo, señor?

—No, nada. Dígales que les recibiré enseguida. Mándelos a la sala de conferencias del este.

Suspiró, ingirió una píldora y luego se levantó; se digirió a la puerta, dispuesto a seguir en la brecha. Es una obligación inexcusable, pensó; una vez empezada no podía dejarse.

Pero seguía sintiéndose contento, y se puso a tararear un fragmento de la única canción que sabía, mientras se dirigía a la sala de conferencias: «...esta historia no tiene moral, esta historia no tiene final. Esta historia nos demuestra que en el hombre sólo existe el mal».

A la sazón, en el espaciopuerto el ministro de Asuntos Espaciales despedía a los nobles hroshii. Su Alteza Imperial, la Infanta de aquella raza, la número 213 de su estirpe, heredera del matriarcado de los Siete Soles, futura reina de nueve billones de súbditos de su propia especie, y más tarde apodada «La Lummox», embarcó en la nave imperial rebosante de satisfacción, en compañía de sus dos queridas mascotas.