12 — Lummox impone condiciones

Henry Kiku nunca se había sentido mejor. La úlcera no le atormentaba, y ni siquiera deseaba hojear los folletos de África. La Conferencia Tripartita iba sobre ruedas y los delegados marcianos empezaban a entrar en razón. Ignorando las diversas luces color ámbar que requerían su atención, empezó a cantar: «Frankie y Johnnie eran amantes... Oh, cómo se amaban, jurándose eterna fidelidad...»

Tenía una hermosa voz de barítono, pero desafinaba lamentablemente.

Lo mejor de todo era que aquel desagradable y confuso asunto hroshiano se podía dar por concluido, y no había víctimas. El bueno del doctor Ftaeml parecía creer que aún existía la posibilidad de restablecer relaciones diplomáticas, tal era el contento de los hroshii al recobrar su hroshia perdida.

Era indispensable establecer relaciones diplomáticas con una raza tan poderosa como los hroshii. Tenían que ser aliados, aunque esto pudiese tardar aún cierto tiempo. Quizá no mucho, pensó; la reacción de los hroshii al ver a Lummox había sido extraordinaria, casi idólatra.

Al reflexionar sobre lo ocurrido, comprendió que no era difícil ver lo que les había confundido ¿Quién hubiera podido pensar que un ser casi tan grande como una casa, y de más de cien años de edad, pudiese ser tan sólo un bebé? ¿O que aquella raza tenía manos únicamente cuando llegaba a la edad de usarlas? Y además, ¿por qué aquella hroshia era de un tamaño mucho mayor que sus semejantes? Su tamaño engañó a Greenberg y a él mismo casi tanto como todo lo demás. Haría que los xenólogos se ocupasen de su estudio.

Pero eso no importaba ahora. Lummox se hallaba en camino hacia la nave hroshiana; el peligro había sido conjurado. ¿Hubieran podido, realmente, volatilizar la Tierra? Era mejor no haber tenido que comprobarlo. Como decía el viejo Shakespeare, a buen fin no hay mal principio. Y continuó cantando.

Aún seguía cantando cuando la luz de «urgente» empezó a parpadear, y él cantó los últimos versos en las propias narices de Greenberg: «¡...tan cierto como las estrellas que nos miran!» Añadió:

—Sergei, ¿tiene usted voz de tenor?

—¿Qué importa eso, jefe? De todos modos, usted no cantaba a tono.

—Lo que le pasa es que está celoso. ¿Qué quiere, hijo? ¿Ya se han marchado?

—Verá, jefe, ha surgido una pequeña dificultad. Tengo al doctor Ftaeml conmigo. ¿Podemos verle?

—¿De qué se trata?

—Ya se lo diremos cuando estemos solos. ¿En una de las salas de conferencia?

—Vengan a mi despacho —dijo Kiku, ceñudo. Cortó la comunicación y, abriendo un cajón, sacó una píldora y se la tomó.

Greenberg y el medusoide comparecieron enseguida. Greenberg se dejó caer en una butaca como si estuviese exhausto, sacó un cigarrillo, rebuscó en sus bolsillos y desistió. Kiku saludó ceremoniosamente a Ftaeml y luego preguntó a Greenberg:

—¿Qué ocurre, Sergei?

—Lummox no quiere irse.

—¿Cómo?

—Se niega a marcharse. Los otros hroshii no cesan de ir de un lado a otro, como hormigas locas. He hecho levantar barricadas y bloquear la zona del espaciopuerto donde se encuentra la nave. Tenemos que hacer algo.

—¿Por qué? Lo ocurrido es sorprendente, pero no alcanzo a ver que seamos nosotros los responsables de ello. ¿Por qué se niega a embarcar?

—Verá...

Greenberg miró con desamparo a Ftaeml.

El rargiliano dijo suavemente:

—Permítame que le explique, señor. La hroshia se niega a embarcarse sin su mascota.

—¿Su mascota?

—El muchacho, jefe. John Thomas Stuart.

—Exactamente —asintió Ftaeml—. La hroshia afirma que ha estado criando a John Thomas desde hace mucho tiempo; se niega a volverse a casa a menos que le dejen llevarse a su John Thomas actual. Se muestra muy imperiosa a ese respecto.

—Comprendo —dijo Kiku—. Para decirlo en términos vulgares, el muchacho y la hroshia se han encariñado. Lo cual no es de extrañar, teniendo en cuenta que se criaron juntos. Pero Lummox tendrá que resignarse a la separación, tal como ha hecho John Thomas. Si no recuerdo mal, armó un alboroto considerable; le obligamos a callar y lo enviamos a casita. Eso es lo que hay que hacer con la hroshia: decirle que se calle, obligarla si es necesario a subir a bordo de la nave, y enviarla a su planeta. Para eso vinieron sus compatriotas.

El rargiliano respondió:

—Permítame que le diga, señor, que al traducirlo a «términos vulgares», ha alterado usted el sentido de la frase. He discutido esta cuestión con ella, y en su misma lengua.

—¿Eh? ¿Ha podido aprenderla tan deprisa?

—La conoce desde hace mucho tiempo. Los hroshii, señor subsecretario, saben su propia lengua casi desde el cascarón. Uno podría aventurarse a afirmar que ese uso del lenguaje casi en un nivel instintivo es quizá la única razón de que encuentren tan difíciles las otras lenguas y nunca lleguen a aprenderlas bien. La hroshia habla la lengua de ustedes como un niño de cuatro años, aunque según creo empezó a aprenderla hace un par de generaciones. Pero en su propio idioma habla con fluidez y soltura, según pude apreciar desgraciadamente.

—¿Ah, sí? Pues bien, dejémosla hablar. Las palabras no pueden hacernos daños.

—Ella ha hablado..., ha ordenado al comandante de la expedición que recobre enseguida a su mascota. De lo contrario, afirma, se quedará aquí para seguir criando otros John Thomas.

—Y —añadió Greenberg— el comandante nos ha entregado un ultimátum en el que nos ordena que entreguemos inmediatamente a John Thomas Stuart o de lo contrario...

—«O de lo contrario» significa lo que me imagino, ¿verdad? —dijo lentamente Kiku.

—Exactamente —respondió Greenberg lisa y llanamente—. Después de haber visto su nave no estoy muy seguro de que no puedan hacerlo.

—Debe usted comprender, señor —añadió Ftaeml con toda seriedad—, que el comandante lo lamenta tanto como nosotros. Pero él debe tratar de cumplir los menores deseos de la hroshia. Ese apareamiento fue acordado hace más de dos mil años de los vuestros; no desistirán con tanta facilidad. No puede permitir que ella se quede..., ni tampoco puede obligarla a irse contra su voluntad. Créame que está consternado.

—¿No lo estamos todos? —dijo Kiku, tomando dos píldoras más—. Doctor Ftaeml, voy a darle un mensaje para sus jefes. Le ruego que se lo traduzca exactamente.

—Así lo haré, señor.

—Dígales que rechazamos con desprecio su ultimátum. Que...

—¡Señor, se lo ruego...!

—Atienda. Dígaselo así mismo sin quitar un punto ni una coma. Dígales que hemos hecho todo cuanto hemos podido para ayudarles, consiguiéndolo al fin, y que ellos han respondido a nuestras atenciones con amenazas. Que su conducta es impropia de seres civilizados y que les retiramos nuestra invitación para ingresar en la Comunidad de Civilizaciones. Dígales que les escupo a la cara..., o busque una frase igualmente fuerte. Y que preferimos morir de pie a vivir de rodillas.

Greenberg mostraba una amplia sonrisa en su rostro, y juntó ambas manos en un viejo signo de aprobación. El doctor Ftaeml pareció palidecer bajo su piel quitinosa.

—Señor —dijo—, lamento profundamente verme obligado a comunicar tal mensaje.

Kiku plegó sus labios en una sonrisa helada.

—Dígaselo tal como se lo he dicho. Pero antes de hacerlo vea de hallar una ocasión de hablar a solas con la hroshia Lummox. ¿Podrá conseguirlo?

—Con toda seguridad, señor.

—Dígale que el comandante de la expedición, llevado por su exceso celo, parece dispuesto a matar al ser humano, John Thomas Stuart. Consiga hacerle comprender claramente quién es el amenazado.

El rargiliano dispuso su boca en una ancha sonrisa.

—Perdóneme, señor; no le apreciaba en lo que vale. Ambos mensajes serán entregados, en el orden correspondiente.

—Eso es todo.

—Deseo que siga bien, señor. —Volviéndose hacia Greenberg, el rargiliano rodeó los hombros de éste con uno de sus brazos de articulaciones libres—. Hermano Sergei, me parece que hemos encontrado el camino para salir de un atolladero. Ahora, con la ayuda de su padre espiritual, hallaremos la salida de otro, ¿no?

—Eso espero, doctor.

Ftaeml se marchó. Kiku se volvió hacia Greenberg, y dijo:

—Haga venir al chico Stuart. Vaya a buscarle usted personalmente y tráigalo sin pérdida de tiempo. Esto..., traiga también a su madre. El chico es menor de edad, ¿verdad?

—Sí. ¿Cuál es su plan, jefe? No irá a entregarlo a los hroshii después del magnífico rapapolvo que les ha dado.

—Claro que sí. Pero quien impondrá las condiciones seré yo. No tengo intención de dejar que esas mesas de billar animadas se figuren que pueden gobernarnos a su antojo. Usaremos esta baza para conseguir que se haga lo que nosotros deseamos. ¡Ahora, andando!

—Ya me voy.

Kiku siguió sentado ante su mesa, despachando los asuntos de trámite distraídamente, mientras su subconsciente seguía ocupado con el problema de Lummox. Tenía el presentimiento de que se acercaban momentos difíciles... para los humanos. Había que ver cómo capear el inminente temporal. Estaba sumido en sus cavilaciones cuando se abrió la puerta y Roy MacClure penetró en la estancia:

—¡ Ah, estás aquí, Henry!

Kiku empezó a hacer un informe completo de la nueva crisis hroshii. MacClure escuchaba sin hacer comentarios. Kiku terminó contándole de qué modo había rechazado el ultimátum.

Se volvió hacia Kiku y rezongó:

—Henry, has vuelto a dejarme colgado de un hilo. No tengo más remedio otra vez que seguir tu juego.

—¿Puedo preguntar qué habría hecho usted?

—¿Yo? —MacClure frunció el ceño—. Hombre, habría dicho exactamente lo mismo que tú, supongo..., pero en términos aún más duros. Admito que probablemente no hubiera pensado en crear una escisión interna aprovechándome de ese Lummox. Eso ha sido muy hábil.

—Comprendo, señor ministro. Tratándose de rechazar un ultimátum formal, ¿qué acción defensiva hubiera emprendido usted? Debo añadir que quería evitar que el Consejo tuviese que advertir a las estaciones de combate de todo el planeta que estuviesen prevenidas.

—¿Qué estás diciendo? Nada de eso hubiera sido necesario. Hubiera ordenado a la Guardia Metropolitana que los expulsase, bajo mi propia responsabilidad. Después de todo, están en nuestra zona interior de seguridad y profiriendo amenazas... Se trataría de una simple acción policíaca.

«Eso —pensó Kiku— es lo que yo suponía que harías.» Pero lo que dijo fue:

—Suponga que no consiguiesen expulsar a su nave... y que ésta volviese.

—¿Qué dice? ¡Eso es absurdo!

—Señor ministro, lo único que he aprendido en cuarenta años de realizar este trabajo es que cuando uno se enfrenta con algo de «Allá fuera», nada es lo bastante absurdo.

—Bueno, te concedo que... Henry, tú estás convencido de que podrían hacernos daño. Estabas asustado. —Escrutó la cara de Kiku—. ¿Me ocultas algo? ¿Tienes pruebas de que puedan cumplir su absurda amenaza?

—No, señor.

—¿Entonces?

—Señor MacClure, en mi país, hará poco más de trescientos años, vivía una tribu muy valiente. Un pequeño grupo de europeos armados les hicieron ciertas exigencias..., quisieron cobrarles impuestos, como ellos decían. El jefe era un hombre valeroso y sus guerreros eran numerosos y ejercitados. Sabían que los extranjeros tenían armas de fuego, pero ellos también poseían algunas. Confiaban principalmente en su número y en su valor. Trazaron un astuto plan y tendieron una emboscada al enemigo en un desfiladero. Estaban seguros del triunfo.

—¿Ah, sí?

—Nunca habían oído hablar de ametralladoras. Se enteraron de su existencia a costa de su propia vida, porque eran muy aguerridos y avanzaban en oleadas. Aquella tribu ya no existe. Fue borrada del mapa.

—Si estás tratando de asustarme... Bueno, da lo mismo. Pero aún no me has proporcionado esas pruebas. Después de todo, nosotros no somos una tribu de salvajes ignorantes. No hay paralelo posible.

—Tal vez no. Sin embargo, la ametralladora de aquella época era sólo una pequeña mejora del fusil ordinario. Ahora poseemos armas al lado de las cuales la ametralladora parece un cortaplumas. Y sin embargo...

—Pareces querer sugerir que esos hoorussianos poseen armas que convertirían a nuestros últimos modelos en algo tan inútil como un garrote. Francamente, no quiero creerlo y no lo creo. La energía que se oculta en el átomo es la última energía posible que se puede hallar en el universo. Tú lo sabes y yo también. Y nosotros disponemos de esa energía. No dudo que ellos la posean también, pero les sobrepasamos en muchos millones, y además estamos en nuestro planeta, en nuestra casa.

—Así razonaba el jefe de la tribu.

—Bueno, pero no es lo mismo.

—Nunca nada es lo mismo dos veces —respondió cansadamente Kiku—. Yo no trato de imaginarme armas mágicas que ultrapasen lo que pueden concebir nuestros físicos; me preguntaba únicamente qué mejoras se podrían introducir a un arma ya conocida; alguna nueva pieza que ya se encuentra implícita en la teoría. No lo sé, naturalmente. No entiendo una palabra de estas cosas.

—Tampoco yo, pero personas entendidas me han asegurado que... Mira, Henry, voy a ordenar que se lleve a cabo esa acción policíaca inmediatamente.

—Muy bien, señor ministro.

—No te quedes ahí con esa cara, diciendo «muy bien, señor ministro». Tú no sabes nada, ¿verdad? Entonces, ¿por qué no puedo hacerlo?

—No le hago ninguna objeción, señor ¿Quiere un circuito secreto? ¿O quiere que haga comparecer aquí al comandante de la base?

—Henry, eres sin ningún género de dudas el hombre más irritante de los diecisiete planetas. Te he preguntado por qué no puedo hacerlo.

—No veo ninguna razón, señor. Puedo decirle únicamente por qué le recomiendo que no lo haga.

—¿Y bien?

—Porque no sabía nada. Porque me basaba sólo en los temores de un ser no-humano que quizás era aún más tímido que yo, o que estaba desorientado por lo que podría llamarse terror supersticioso. Puesto que no sabía nada, no me atreví a jugar a la ruleta con nuestro planeta como apuesta. Preferí luchar con la dialéctica tanto tiempo como me fuese posible. ¿Quiere que dé esa orden, señor? ¿O que me encargue de sus detalles?

—Deja de fastidiarme. —Miró a su subsecretario con el rostro congestionado—. Supongo que tu próxima acción será amenazarme con dimitir.

Kiku sonrió entre dientes.

—Señor MacClure, no tengo por costumbre presentar dos veces la dimisión en un mismo día. —Añadió—: No, esperaré hasta que se haya llevado a cabo la acción policíaca. Entonces, si aún estamos vivos, se habrá demostrado que me he equivocado en un asunto importante; mi dimisión será absolutamente lógica y necesaria. ¿Puedo añadir, señor ministro, que espero que tenga usted razón? Preferiría mucho más llegar a viejo sin sinsabores que ver mi memoria reivindicada a título póstumo.

MacClure movió la boca, pero no habló. Kiku continuó tranquilamente:

—¿Me permite el señor ministro que le haga una sugerencia de carácter estrictamente oficial?

—¿Cómo? Desde luego. La ley te requiere a ello. Había.

—¿Puedo pedir que el ataque comience dentro de pocos minutos? Si actuamos rápidamente, tal vez podremos conseguirlo, lo que no sucedería si nos demoráramos demasiado. La Sección Astronómica puede proporcionarnos los datos relativos a la órbita de la nave enemiga. No olvide que la que se halla en tierra es sólo un pequeño aparato de desembarco.

Kiku se inclinó hacía el intercomunicador y llamó a la Sección Astronómica.

—El jefe de balística, por favor..., inmediatamente. Ah, Cartier..., aísle su aparato; éste ya lo está. Y hable en voz baja. Quiero los elementos tácticos del...

MacClure alcanzó el aparato y cortó la comunicación.

—Muy bien —dijo encolerizado—, lo has conseguido gracias a tu desfachatez.

—No era desfachatez, señor.

—Bueno, bueno, has conseguido convencerme de que eres un hombre juicioso y prudente. No puedo arriesgar ciegamente las vidas de cinco billones de seres. ¿Quieres que me arrastre a tus pies?

—No, señor. Pero estoy mucho más tranquilo. Gracias.

—¿Estás mucho más tranquilo? ¿Y yo, qué? Ahora dime cómo piensas resolver esto. Estoy aún a oscuras.

—Lo haré, señor ministro. En primer lugar, he mandado buscar al joven Stuart...

—¿Al joven Stuart? ¿Por qué?

—Para persuadirle de que vaya. Necesito su consentimiento.

El ministro no parecía dar crédito a lo que oía.

—¿Debo entender que después de rechazar de plano su ultimátum, el único plan que se te ocurre es capitular?

—Yo no lo diría así.

—No me importa cómo lo denominéis vosotros los diplomáticos. No entregaremos al muchacho. No quería correr un riesgo a ciegas, pero esto es distinto. No entregaré a un solo ser humano, sea cual sea la presión a que me sometan..., y puedo asegurarte que el Consejo estará de acuerdo conmigo. Hay una cosa que se llama la dignidad humana. Debo añadir que estoy sorprendido... y disgustado.

—¿Puedo continuar, señor?

—Bien, prosigue. Oigamos tu parte.

—Jamás me ha pasado por la cabeza la idea de entregar al muchacho. En la ciencia de la diplomacia, el apaciguamiento hace tiempo que ha dejado de ser una teoría válida. Si hubiese considerado la posibilidad de sacrificar al muchacho, comprendería su disgusto, y lo aplaudiría. Pero, en realidad, no lo comprendo.

—Pero tú has dicho...

—Por favor, señor. Sé perfectamente lo que he dicho. He mandado buscar al muchacho para sondear sus propios deseos. Por lo que sé de él es posible que acceda, incluso con entusiasmo.

MacClure movió la cabeza.

—Eso no podemos permitirlo, aun en el caso de que ese chico estuviese tan loco como para acceder a ir. ¿A novecientos años luz de los demás seres humanos? Antes ofrecería veneno a un niño.

—Es completamente diferente, señor. Si obtengo su consentimiento, puedo mantenerlo en secreto durante el curso de las negociaciones; jugar con un as oculto en la manga. Puede salvarse mucho por medio de la negociación, y obtenerse mucho.

—¿Por ejemplo?

—Su ciencia. Su comercio. Todo un nuevo sector del espacio. Las posibilidades que esto nos ofrece apenas pueden ser entrevistas.

MacClure se agitaba inquieto.

Aún no estoy seguro de si lo mejor no sería desencadenar ese ataque. Si los hombres somos hombres, debemos correr algún riesgo. No me gusta arrastrarme a los pies de esas alimañas que vienen a amenazarnos.

—Señor ministro, si mis planes no surten el efecto apetecido... o no reciben su aprobación, entonces me uniré a usted para lanzar mi grito de desafío hacia los cielos. Tenemos que negociar, pero negociar como hombres. —Bien..., prosigue. Dime el resto.