14 — Relaciones no diplomáticas

De nuevo el estómago atormentaba al subsecretario, pero en lugar de prestarle atención, Henri Kiku se inclinó sobre el intercomunicador y dijo:

—Sergei, venga enseguida.

Greenberg entró y preguntó a su jefe:

—¿Qué tal va nuestro caso difícil?

—Ella no quiere dejarle ir.

—¿Ah, no?

—Pero él va.

—Esa mujer armará un gran escándalo en la prensa.

—Desde luego. —Kiku se inclinó sobre su mesa—: ¿Wes?

—El señor Robbins se halla en los funerales del ministro venusiano de Asuntos Exteriores —respondió una voz femenina—, con el señor ministro.

—Ah, sí. Dígale que pase a verme cuando vuelva, por favor.

—Sí, Señor Kiku.

—Gracias, Shizuko —El subsecretario se volvió hacia Greenberg—. Sergei, su nombramiento de oficial diplomático de primera clase fue hecho efectivo con carácter de permanente cuando fue asignado usted a este asunto.

—¿De veras?

—Sí. No tardará en recibir el nombramiento. Pero ahora será ascendido usted a primer oficial diplomático en activo. Retendré el nombramiento permanente durante noventa días, para evitar críticas y chismorreos inoportunos.

El rostro de Greenberg no demostró la menor emoción.

—Estupendo —dijo—. Pero ¿por qué? ¿Porque me limpio los dientes con regularidad? ¿O porque tengo siempre muy limpio y pulido mi portafolios?

—Irá usted a Hroshijud como delegado y jefe de misión. El señor McClure será nombrado embajador, pero dudo mucho que llegue a aprender el idioma, lo cual hará que sea usted quien tenga que cargar con el pesado fardo de mantener las relaciones con ellos. Por lo tanto, tiene que aprender su idioma enseguida, aunque sólo sea para salir del paso. ¿Me entiende?

Greenberg lo interpretó debidamente. MacClure tendría que hablar con ellos a través de él, con lo que se evitarían errores.

—Sí —respondió con aire pensativo—, pero ¿y el doctor Ftaeml? El embajador utilizará probablemente sus servicios de intérprete con preferencia a los míos.

Y añadió para sí: «Jefe, no puede usted hacerme esto. MacClure puede dejarme a un lado en beneficio de Ftaeml; y allí estoy yo, a novecientos años luz de toda posible ayuda».

—Lo siento —respondió Kiku—, pero no puedo desprenderme de Ftaeml. Lo retendré conmigo para utilizarlo como intérprete con la misión hroshii que ellos dejarán aquí. Ya ha aceptado el empleo.

Greenberg frunció el ceño:

—Empezaré a exprimirle el cerebro en serio, pues; ya chapurreo un poco de hroshija. Le queda a uno la garganta como papel de lija. ¿Pero cuándo han accedido a todo esto? ¿Se me ha pasado algo por alto? ¿Tal vez mientras estaba en Westville?

—Todavía no han accedido, pero accederán.

—Admiro su confianza jefe. Me parecen tan tozudos como la señora Stuart. A propósito, Ftaeml y yo tuvimos una conversación mientras usted discutía con ella. Me dijo que insisten mucho en lo del chico Stuart. Ahora que usted sabe que se va, ¿no deberíamos tranquilizarlos a ese respecto? Ftaeml está muy nervioso. Dice que lo único que les retiene para no hacernos polvo es que eso disgustaría a nuestro amigo Lummox.

—No —respondió Kiku—, no se lo diremos. Ni a ellos ni a Ftaeml. Quiero que sigan con esa duda.

—Jefe —dijo Greenberg lentamente—, ¿no será eso buscarnos más complicaciones? ¿O es que supone que no son tan invencibles como nos figuramos? Si llegásemos a la conflagración, ¿cree que podríamos derrotarlos?

—Lo dudo muchísimo. Pero el chico Stuart es mi triunfo.

—Lo supongo. Dios me libre de citar a quien usted sabe, pero si el riesgo es realmente grande, ¿no tiene derecho a saberlo el pueblo?

—Sí. Pero no podemos decírselo. —¿Cómo es eso?

Kiku frunció el ceño.

—Sergei —dijo lentamente—, nuestra sociedad está en crisis desde el día en que el primer cohete llegó a la Luna. Durante tres siglos los científicos, ingenieros y exploradores han irrumpido repetidamente en nuevas zonas, nuevos peligros, nuevas situaciones; cada vez los dirigentes políticos han tenido que afanarse en sostener el precario edificio, como un malabarista con demasiados objetos en el aire. Es inevitable.

»Pero hemos conseguido conservar una forma republicana de gobierno y mantener unas instituciones democráticas. Podemos enorgullecemos de ello. Sin embargo, nuestra forma de vida actual no es la de una verdadera democracia, y no puede serlo. Pienso que es nuestro deber mantener unida esta sociedad, mientras se ajusta a un mundo extraño y amedrentador. Sería muy agradable poder discutir todos y cada uno de los problemas que se presentasen, someterlos a votación y retirarla más tarde si la decisión colectiva resultara errónea. Pero raramente las cosas se presentan tan fáciles. Con más frecuencia nos encontramos como pilotos de una nave en un trance de vida o muerte. ¿Es acaso el deber del piloto sostener charlas con los pasajeros en tales circunstancias? ¿O más bien su obligación consiste en utilizar su habilidad y experiencia para devolverlos sanos y salvos a sus casas?

—Sus palabras son muy convincentes, jefe. Es posible que tenga razón.

—Sí, es posible. —Kiku prosiguió—: Tengo intención de celebrar la conferencia con los hroshii mañana por la mañana.

—De acuerdo. Se lo diré a Ftaeml. Así se mantendrán tranquilos esta noche.

—Ya que se muestran tan inquietos, aplazaremos la conferencia hasta pasado mañana y de ese modo aún lo estarán más. —Kiku meditó—. Que Ftaeml les diga esto: nuestras costumbres exigen que los forasteros que deseen entablar negociaciones con nosotros nos envíen antes regalos; por lo tanto, tienen que enviarnos regalos. Que les diga que regalos demasiado espléndidos comprometen la seriedad del asunto en discusión; pero un regalo demasiado mísero puede perjudicar su causa.

Greenberg frunció el ceño.

—Usted se trae algo entre manos, pero no consigo ver el qué. Ftaeml sabe que nuestras costumbres no requieren eso.

—¿No puede usted convencerle de que se trata de una costumbre que él aún no conocía? O déle una muestra de confianza y dígale la verdad. Me doy cuenta de su conflicto: lucha entre la lealtad que debe a sus clientes y sus simpatías, que parecen estar con nosotros.

—Creo que es mejor no engañarle. Pero hacer que un rargiliano mienta en el desempeño de sus deberes profesionales como intérprete...; dudo que pueda hacerlo.

—Entonces dígaselo de manera que no sea una mentira. Dígale que se trata de una costumbre muy antigua, lo cual es cierto, y que sólo resurge en ocasiones importantísimas..., como la presente. Déjele una puerta abierta, permitiéndole entrever nuestro propósito, y vea de conseguir una traducción indulgente.

—Eso ya es distinto. ¿Pero por qué quiere hacerlo, jefe? ¿Sólo para obtener una ventaja?

—Precisamente. Somos la más débil de ambas partes; es imperativo que empecemos jugando con ventaja. Tengo la esperanza de que el simbolismo del suplicante trayendo presentes sea tan universal como hemos descubierto que lo era hasta hoy.

—¿Y si no aceptaran?

—Entonces nos mantendremos inflexibles, hasta que cambien de parecer. —Kiku añadió—: Empiece a escoger su equipo. Mañana veré la lista que ha formado.

Greenberg gruñó:

—Hoy pensaba acostarme temprano.

—Nunca piense en eso cuando esté ocupado. Ah, tan pronto como la conferencia haya terminado envíe a uno de sus mejores hombres, Peters tal vez, a la nave de ellos, para enterarse de qué cambios hay que introducir para acomodar pasajeros humanos. Después diremos a los hroshii lo que nos hace falta.

—Espere un minuto, jefe. Preferiría ir en una de nuestras naves. ¿Ya sabe si tienen sitio para nosotros en la suya?

—Nuestras naves irán después. Pero la hroshia Lummox va con ellos y el joven Stuart la acompaña; por lo tanto, nuestra misión irá en su nave para que el muchacho pueda gozar de la compañía de seres humanos.

—Comprendo. Lo siento.

—Habrá sitio. Piense que ellos dejarán aquí su propia misión, o de lo contrario nadie saldrá. Un centenar de hroshii, por decir una cifra, dejarán lugar más que suficiente para un centenar de los de nuestra especie.

—En otras palabras, jefe —dijo Greenberg con suavidad—, insiste usted en lo de los rehenes.

—Rehén —dijo Kiku con afectación— es una palabra que ningún diplomático debería emplear. Y regresó a su mesa.

Para celebrar la conferencia fue escogida la gran sala del piso inferior del edificio de Asuntos Espaciales, porque sus puertas eran lo suficientemente anchas y su piso lo suficientemente fuerte y sólido. Hubiera sido más seguro celebrarla en el espaciopuerto, como aconsejaba el doctor Ftaeml, pero Kiku insistió en que eran los hroshii los que tenían que venir, por razones de protocolo.

Sus regalos les precedieron. Fueron amontonados a ambos lados del gran salón, y eran muy abundantes en número; se desconocía aún su valor y cualidad. Los xenologistas del departamento estaban tan ansiosos como un niño ante los regalos de cumpleaños, pero Kiku les ordenó que esperasen hasta que la conferencia hubiese concluido.

Sergei Greenberg se unió a Kiku en el saloncito situado detrás de la tribuna en el momento en que la delegación de los hroshii entraba en la sala. Parecía preocupado.

—Esto no me gusta, jefe.

Kiku le miró.

—¿Por qué no le gusta?

Greenberg miró al resto de los presentes... MacClure y el doble del secretario general. El doble, un hábil actor, asintió y se enfrascó de nuevo en el estudio del discurso que iba a pronunciar, pero MacClure dijo con aspereza:

—¿Qué ocurre, Greenberg? ¿Están preparando algo esos diablos?

—Espero que no. —Luego Greenberg se dirigió a Kiku—: He revistado las defensas aéreas, y me parecen buenas. Hemos levantado barricadas en la avenida de los Soles, desde aquí hasta el espaciopuerto, colocando a ambos lados reservas suficientes para hacer una pequeña guerra. Después me situé sobre la cabeza de la columna de los hroshii, cuando ésta salió del puerto, y seguí volando sobre ella. Apostaron fuerzas a cada quinientos metros, colocando aparatos de forma extraña en todos los puntos estratégicos. Tal ve se trate de líneas de comunicación con su nave, aunque lo dudo. Más bien pienso que se trata de armamento.

—Yo también lo creo —convino Kiku.

El ministro dijo con expresión preocupada:

—Oye, Henry...

—Por favor, señor McClure, espere un momento. Sergei, el Jefe de Estado Mayor ya me lo había comunicado. Aconsejé al secretario general la conveniencia de no emprender ninguna acción, a menos que tratasen de derribar nuestras barricadas.

—Podríamos perder a muchos.

—En efecto. ¿Pero qué haría usted, Sergei, si tuviese que entrar en un campamento extraño para parlamentar? ¿Confiaría por completo en ellos, o trataría de cubrirse la retirada? Por mi parte, considero esto como la señal más esperanzadora de cuantas hemos tenido hasta este momento. Si lo que han colocado son armas, como parece, quiere decir que nos consideran unos adversarios nada despreciables. No se coloca artillería para luchar con ratones. —Miró a su alrededor—. ¿Vamos allá? Me parece que ya les hemos hecho esperar demasiado. ¿Está dispuesto, Arthur?

—Sí, señor. —El doble del secretario general puso a un lado su escrito—. Ese chico, Robbins, sabe escribir discursos. No recarga las frases con sibilantes, con lo que me evito tener que rociar de saliva las cinco primeras filas.

Entraron en la tribuna, el actor delante seguido por el ministro, y a continuación el subsecretario permanente seguido por sus auxiliares.

De la larga comitiva de hroshii que habían dejado el espacio-puerto, sólo una docena de ellos entraron en la sala, pero incluso aquel número tan reducido hacía que la sala pareciese atestada. Kiku los contempló con interés, pues era la primera vez que ponía sus ojos sobre un hroshiu. Era cierto, pensó, que aquellos seres no tenían el aspecto campechano y amistoso que presentaba la hroshia Lummox en las fotografías que él había visto. Se trataba de adultos, aunque más pequeños que Lummox. El que estaba situado enfrente de la plataforma y flanqueado por otros dos, le miraba de hito en hito. La mirada fría y confiada. Kiku sintió que la mirada de aquella criatura le ponía nervioso; sentía deseos de apartar los ojos. Pero mantuvo la vista fija en él con firmeza, pensando que su hipnoterapeuta lo hacía tan bien o mejor que el hroshiu.

Greenberg le tocó en el codo.

—Han colocado armas aquí también —le susurró—. ¿Lo ve? Allá en el fondo.

Kiku respondió:

—No saben si nosotros sabemos que eso es un arma. Hagamos ver que creemos que se trata de un aparato para grabar la conferencia.

El doctor Ftaeml estaba de pie junto al primero de los hroshii; el subsecretario le dijo:

—Indíqueles a nuestro secretario general y descríbaselo como el jefe de diecisiete poderosos planetas.

El rargiliano vaciló.

—¿Y el presidente del Consejo?

—El secretario general representa ambos cargos en esta ocasión.

—Muy bien, amigo mío.

El rargiliano se puso a hablar en un lenguaje de tonos agudos, que recordó a Kiku el lloriqueo de un cachorro. Los hroshii le respondieron brevemente en la misma lengua, y de pronto Kiku dejó de sentir el temor que le había inspirado la mirada de la criatura. No era posible sentir temor de un ser cuya voz parecía la de un cachorro abandonado. Pero recordó también que en aquella lengua ridícula se podían dar órdenes de muerte.

Ftaeml hablaba ahora en inglés:

—Aquí, junto a mí, se encuentra... —y rompió en un múltiple chillido de aquella extraña lengua—, que es el comandante de la nave y de la expedición. Ella..., no, tal vez «él» sería mejor..., él es mariscal por herencia y... —El rargiliano se interrumpió, inquieto—. Ustedes no poseen un rango equivalente. Tal vez debería decir «alcalde del palacio», o algo parecido.

Greenberg dijo de pronto:

—¿Qué le parece jefe, doctor?

—¡Una feliz sugerencia! Sí, es el jefe. Su posición social no es tan elevada, pero su autoridad práctica casi no conoce límites.

Kiku preguntó:

—¿Le permite esa autoridad actuar como ministro plenipotenciario?

—¡Ah, sí, ciertamente!

—Entonces pasemos ahora al discurso. —Se volvió hacia el actor, y éste asintió. Luego habló dirigiéndose a la mesa que tenía enfrente, utilizando un circuito particular—: ¿Van grabando todo esto?

Una voz respondió solamente en sus oídos:

—Sí, señor. El aparato transmisor de imágenes tuvo una ligera avería, pero ahora ya está arreglado.

—¿Escuchan la transmisión el secretario general y el Jefe de Estado Mayor?

—Creo que sí, señor. Estamos conectados con sus despachos respectivos.

—Muy bien.

Kiku escuchó el discurso del secretario general. Era breve, pero fue pronunciado con gran dignidad, y el actor hizo las oportunas pausas para que Ftaeml pudiese irlo traduciendo. El secretario general daba la bienvenida a los hroshii a la Tierra, asegurándoles que los pueblos de la Federación estaban muy contentos de que los hroshii hubiesen conseguido encontrar al fin a su vástago perdido, añadiendo que este feliz acontecimiento daría ocasión a que los hroshii ocupasen el lugar que les correspondía en la Comunidad de Civilizaciones.

Sentándose, se quedó al poco tiempo prácticamente dormido, con los ojos abiertos y el rostro convertido en una máscara de tranquila dignidad. El doble podía sostener aquella pose de emperador romano durante horas enteras, sin que ni siquiera se diese cuenta del desfile o ceremonia a los que estaba asistiendo.

MacClure habló brevemente, abundando en los puntos de vista del secretario general y añadiendo que la Federación estaba preparada para discutir cualquier cuestión que pudiese plantearse entre la Federación y los nobles hroshii.

Greenberg se inclinó hacia Kiku y le susurró:

—¿Aplaudimos, jefe? Alguien tiene que empezar, y no creo que sean ellos quienes lo hagan.

—Cállese —le dijo Kiku amigablemente—. Doctor Ftaeml, ¿no tiene que pronunciar ningún discurso de salutación el comandante?

—Creo que no. —Ftaeml se dirigió al jefe de la delegación hroshii, y luego dijo—: La respuesta consiste en un comentario hecho con mucha seriedad a los dos discursos que hemos escuchado, antes que en una respuesta protocolaria, Afirma que los hroshii no tienen necesidad de relacionarse con otras... razas inferiores y dice que vayamos al grano sin más trivialidades.

—Si es cierto que no tienen necesidad de relacionarse con otros pueblos, pregúntele, por favor, por qué vinieron a nosotros y por qué nos trajeron presentes.

—Pero fue usted quien insistió en ello, amigo mío —respondió Ftaeml con sorpresa.

—Gracias, doctor, pero no quiero oír su comentario. Haga que me responda. Por favor, no le diga más ni le aconseje.

—Lo intentaré. —Ftaeml cambió algunas frases que parecían agudos chillidos con el comandante hroshii, y luego se volvió de nuevo hacia Kiku—: Perdóneme, pero él dice que accedió a su chiquillada como el medio más sencillo de realizar su propósito. Desea que hablemos ahora de la entrega de John Thomas Stuart.

—Dígale, por favor, que este asunto viene más adelante en el orden del día. La agenda requiere que primero resolvamos la cuestión de las relaciones diplomáticas.

—Perdóneme, señor. «Relaciones diplomáticas» es un concepto muy difícil de traducir. Hace días que lo estoy intentando.

—Dígale que lo que ahora ve es un ejemplo de relaciones diplomáticas. Pueblos libres negociando como iguales, animados de pacíficas intenciones, para su mutuo beneficio.

El rargiliano simuló una sonrisa.

—Cada uno de esos conceptos ofrece las mismas dificultades. Sin embargo, lo intentaré.

Al poco tiempo respondió:

—El mariscal hereditario dice que si lo que hacemos constituyen relaciones diplomáticas, que ya las tenemos. ¿Dónde está el chico Stuart?

—No tan deprisa. Hay que seguir la agenda punto por punto. Tienen que aceptar una embajada y una misión mixta con finalidades científicas, culturales y comerciales. Tienen que dejar entre nosotros una misión y una embajada similares. Hay que establecer viajes regulares entre las dos potencias. Hasta que esto no haya sido resuelto satisfactoriamente, es imposible hablar del joven Stuart.

—Lo intentaré de nuevo.

Ftaeml habló extensamente dirigiéndose al «jefe» hroshiu, la respuesta de este último fue breve:

—Me ha dicho que les diga que rechaza de plano todos esos puntos, como no dignos de consideración. ¿Dónde está el chico Stuart?

—En ese caso —respondió suavemente Kiku— dígales que nosotros no negociamos con bárbaros. Dígales que recojan los cachivaches..., asegúrese de traducir bien, con que han ensuciado nuestra casa, y que se vuelvan inmediatamente a su nave. Que suban entonces a su preciosa hroshia a bordo, por la fuerza si es necesario, si es que quieren volver a verla..., pues no se les permitirá aterrizar nunca más.

Ftaeml parecía a punto de estallar en llanto, a pesar de que le era imposible verter lágrimas.

—¡Por favor! Le suplico que no los desafíe. Voy más allá de lo que me está permitido, me excedo en el cumplimiento de mis deberes profesionales, pero pueden destruir esta ciudad sin necesidad de volver a su nave.

—Traduzca mí mensaje. La conferencia ha terminado.

Henry Kiku se levantó, midió a sus oponentes con la mirada y se dirigió al saloncito adjunto, seguido por el doble. MacClure tomó a Kiku por el brazo y se colocó junto a él.

—Henry..., ya sé que eres tú quien lleva esto, pero, ¿no deberías decirles otra cosa? Son bestias salvajes. Quizá...

—Señor MacClure —dijo amablemente Kiku—, como dijo una vez un distinguido predecesor mío, al tratar con ciertos tipos hay que pisar fuerte hasta que terminen presentándonos sus excusas.

Empujó al ministro hacia la puerta.

—¿Pero y si no lo hacen?

—Hay que correr ese riesgo. Por favor..., no discutamos en su presencia.

Entraron en el saloncito; la puerta se cerró tras ellos.

Greenberg se volvió hacia Kiku.

—Muy bien, jefe..., pero, ¿qué hacemos ahora?

—Esperar.

—De acuerdo.

Greenberg se dirigió nerviosamente a un relé de pared, conectado con la escena que se desarrollaba en el gran salón. Los hroshii no se habían marchado. Pudo distinguir con dificultad a Ftaeml, rodeado por criaturas mucho mayores que el medusoide.

El doble preguntó a Kiku:

—¿Me necesitará más, señor?

—No, Arthur. Lo ha hecho usted muy bien.

—Gracias. Tendré tiempo de quitarme el maquillaje y escuchar el segundo tiempo del partido.

—Muy bien. Tal vez sería mejor que cambiase de aspecto aquí.

—Oh, los fotógrafos ya lo saben. Están todos en el ajo.

Salió, silbando una cancioncilla. MacClure se sentó, encendió un cigarro, echó una bocanada y lo dejó.

—Henry, tendrías que avisar al jefe de Estado Mayor.

—Ya lo sabe. Esperemos.

Siguieron esperando. Greenberg dijo de pronto:

—Aquí viene Ftaeml.

Echó a correr hacia la puerta, e introdujo al rargiliano.

El doctor Ftaeml parecía presa de una gran tensión.

—Mi querido señor Kiku, el comandante hroshii dice que accederán a los extraños deseos de ustedes con el fin de llegar a un pronto arreglo. Insiste en que les entregue ahora al joven Stuart.

—Dígale, por favor, que desconoce de medio a medio la verdadera naturaleza de las relaciones amistosas entre pueblos civilizados. Nosotros no cambalacheamos la libertad de uno de nuestros ciudadanos por sus indignos favores, del mismo modo que ellos no querrían hacer cambalaches con la libertad de su compatriota Lummox. Dígale que le ordeno que abandone inmediatamente este edificio.

Ftaeml dijo muy serio:

—Entregaré su mensaje contra mi voluntad.

A los pocos momentos estaba de vuelta.

—Acceden a sus condiciones.

—Bien. Venga, Sergei. Señor MacClure, no tiene usted necesidad de aparecer, si no lo desea.

Salió al salón, seguido por Greenberg y Ftaeml.

El «jefe» hroshii, según le pareció a Kiku, tenía un aspecto más amenazador que antes. Pero pronto se arreglaron los detalles: un número determinado de hroshii contra un número igual de humanos, que constituían respectivamente ambas misiones, pasaje en la nave hroshii, y uno de los presentes sería nombrado embajador ante la Federación. Ftaeml les aseguró que aquel hroshii seguía en rango al jefe de la expedición.

—Y ahora —dijo el comandante hroshii—, ha llegado el momento de que nos entreguen a John Thomas Stuart.

Ftaeml añadió ansiosamente:

—Confío en que habrá tomado usted las medidas oportunas, amigo mío. No me gusta el aspecto que toma el asunto. Ha sido todo demasiado fácil.

Con una sensación de contento que calmaba su estómago enfermo, Kiku respondió:

—Yo no veo dificultades. El joven Stuart está dispuesto a ir, ahora que hay garantías de que tendremos relaciones civilizadas. Por favor, trate de hacerles comprender claramente, y asegúrese de que lo han comprendido, que él va como un ser libre, no como un esclavo o una mascota. Los hroshii tienen que garantizar que se respetará este acuerdo y su pasaje de regreso, en una de sus propias naves, siempre que él lo desee.

Ftaeml tradujo y respondió:

—Todo es satisfactorio, con la excepción de algo que yo traduciría como un «detalle sin importancia». El joven Stuart formará parte de la familia de la hroshia Lummox. Naturalmente, traduzco con el mayor cuidado: la cuestión de que el muchacho regrese, si es que alguna vez regresa, se considera una prerrogativa personal de la antedicha hroshia Lummox. Sí ella se cansase de él y desease que regresara, se pondría una nave a su disposición.

Kiku respondió:

—No.

—¿No qué, señor?

—Una simple negativa. La cuestión del joven Stuart está acabada.

Ftaeml se volvió hacia sus clientes.

—Dicen —respondió— que no hay tratado.

—Lo sé. No se firman tratados con..., ¿tienen alguna palabra que signifique siervo?

—Tienen varias clases de siervos, unas más altas, otras más bajas.

—Utilice la palabra que designe a los de la clase más baja. Dígales que no hay tratado porque los siervos no tienen poder para hacerlos. Dígales que se vayan, y no perdamos más tiempo.

Ftaeml miró tristemente a Kiku.

—Le admiro, amigo mío. Pero no le envidio.

Se volvió al comandante de la expedición y gimoteó unos momentos.

El hroshiu abrió su bocaza de par en par, miró a Kiku y se puso a chillar como un cachorro apaleado. Ftaeml dio un respingo y se alejó.

—Palabrotas muy groseras, intraducibles... —El monstruo continuó profiriendo toda suerte de extraños ruidos; Ftaeml se esforzaba frenéticamente por traducir—. Os desprecia... animales inferiores..., os comería con gusto..., se comería también a vuestros antepasados..., vuestra despreciable raza tendría que aprender urbanidad..., raptores de niños...

Se detuvo, presa de gran agitación.

El hroshiu se aproximó al estrado caminando pesadamente, y levantó la cabeza hasta que su mirada se cruzó con la de Kiku. Greenberg deslizó una mano bajo su mesa y localizó un control que arrojaría un campo magnético sobre la platea; era una instalación permanente. La sala había presenciado otros disturbios.

Pero Kiku permanecía sentado en una pétrea inmovilidad. El macizo ser de «Allá fuera» y el frágil anciano se contemplaron fijamente. En el gran salón nadie se movió, y se hubiera podido oír el vuelo de una mosca.

Entonces se alzó en el fondo del salón un gran gimoteo, un lloriqueo como si todo un cesto de cachorros hubiese sido arrojado allí. El comandante hroshiu dio media vuelta, haciendo retemblar el piso, y dirigió agudos chillidos a los de su séquito. Éstos respondieron con otros chillidos, y él pareció darles órdenes imperiosas. Los doce hroshii se apelotonaron para dirigirse a la puerta de salida, por la que cruzaron con una rapidez increíble en unos seres tan pesados.

Henry Kiku se levantó pausadamente y contempló con mirada serena aquella huida. Greenberg le cogió del brazo.

—Señor Kiku, el jefe de Estado Mayor quiere hablar con usted.

Kiku se desasió.

—Dígale que no es preciso apresurarse. Es más conveniente que no tenga prisa. Salgamos.

Johnnie deseaba estar presente en la conferencia, pero se opusieron terminantemente. Estaba hospedado en el Hotel Universal, donde ocupaba una serie de habitaciones que le habían sido destinadas. Jugaba al ajedrez con su guardaespaldas, cuando se presentó Betty Sorensen en compañía de la señorita Myra Holtz, agente de la Sección de Inteligencia del Departamento Espacial, que ocultaba su profesión policíaca bajo una agradable apariencia. Las instrucciones dadas por Henry Kiku respecto a Betty había sido: «No le quite ojo de encima. Siente predilección por las emociones fuertes».

Los dos guardianes se saludaron; Betty dijo: —Hola, Johnnie. ¿Por qué no has ido a la reunión de jefazos?

—No me han dejado.

—A mí tampoco. —Miró a su alrededor—. ¿Dónde está la duquesa?

—De compras. Y sigue sin hablarme. Se ha comprado diecisiete sombreros. ¿Que te has hecho en la cara?

Betty se volvió hacia el espejo.

—¿Te gusta? Se llama «Contorno Cósmico» y es la última moda.

—Pareces una cebra con el moquillo.

—Bah, eres un patán. Ed, a usted le gusta, ¿verdad?

Ed Cowen levantó la mirada del tablero y se apresuró a responder:

—Yo no entiendo de eso. Mi mujer dice que no tengo gusto.

—La mayoría de los hombres no lo tienen. Johnnie, Myra y yo hemos venido para invitaros a dar una vuelta por la ciudad. Cowen respondió:

—No apoyo esa idea, Myra.

—Fue de ella —respondió Holtz. John Thomas dijo a Cowen:

—¿Por qué no? Estoy harto de jugar al ajedrez.

—Verás..., es que tengo que mantenerme en contacto con la oficina. Pueden llamarme en cualquier momento.

—Tonterías —intervino Betty—. Llevas un cuerpófono. Y Myra también.

Cowen meneó la cabeza.