7 — De vuelta a casa
Cuando Lummox se cansó de estar en el depósito, hizo una brecha en la pared del mismo —procurando hacer el menor daño posible— y se volvió a casa. Estaba harto de discutir, así que poco le importaba que John Thomas le riñera por haberse escapado.
Ignoró a las personas que armaban un gran escándalo a causa de su fuga, y se limitó a tener cuidado de no pisar a nadie. Incluso cuando lo rociaron con aquellas malditas mangueras, cerró los ojos y sus hileras de narices, y siguió su camino de regreso a casa.
John Thomas lo encontró por el camino, después de que el jefe de policía, que se hallaba en un estado rayano en el histerismo, fuera a buscarle. Se saludaron y se hicieron toda clase de preguntas. Lummox hizo una silla para John Thomas y luego siguió marchando con decisión hacia su casa.
El jefe Dreiser chillaba como un loco:
—¡Obliga a dar la vuelta a ese bruto!
—Hágalo usted —le respondió sombríamente Johnnie.
—¡Esto te costará muy caro!
—¿Pero qué he hecho?
—Tú..., querrás decir qué no has hecho. Esa bestia se ha escapado y...
—Yo ni siquiera estaba allí —señaló John Thomas, mientras Lummox seguía andando como si tal cosa.
—Sí, pero... ¡Eso no tiene nada que ver! Ahora está libre; tu obligación es ayudar a la ley y lograr que lo encierren de nuevo. John Stuart, te vas a meter en un buen lío.
—Francamente, no lo creo. Fue usted quien me lo quitó, quien hizo que le condenasen y quien dice que ya no me pertenece. Incluso quiso matarlo, no lo niegue, sin esperar a que el Gobierno diese su conformidad. Si me pertenece de verdad, tendría que ponerle un pleito. Si no me pertenece, me importa un comino que Lummox se haya escapado de ese depósito. —John Thomas se inclinó y miró a Dreiser—. ¿Por qué no sube en su coche, jefe, en lugar de agotarse corriendo a nuestro lado?
El jefe Dreiser aceptó a regañadientes el consejo y permitió que su chofer lo recogiese. Cuando subió a su coche, ya había recobrado parte del dominio de sí mismo. Se asomó por la ventanilla y dijo:
—John Stuart, no quiero perder el tiempo discutiendo contigo. Lo que yo haya hecho o dejado de hacer, no tiene nada que ver con esto. Los ciudadanos tienen la obligación de colaborar con los agentes del orden siempre que sea necesario. Te pido oficialmente, y tengo conectado el micrófono de este coche mientras lo hago, que me ayudes a conducir de nuevo esa bestia al depósito.
John Thomas mostró una expresión de inocencia.
—¿Y después podré irme a casa?
—¿Eh? Desde luego.
—Gracias, jefe. Pero, ¿cuánto tiempo cree que permanecerá en el depósito después de que yo lo deje en él y me vuelva a casa? ¿O es que tiene la intención de alquilar mis servicios como miembro permanente de sus fuerzas policiales?
El jefe Dreiser se dio por vencido, y Lummox continuó su camino a casa.
Sin embargo, Dreiser consideró aquello como una derrota temporal; la tozudez que le convertía en un buen agente de policía no lo abandonó. Tuvo que admitir que el público estaría probablemente más seguro con aquella bestia encerrada en su casa, y entre tanto él podría imaginar algún medio seguro de matarlo. La orden del subsecretario de Asuntos Espaciales, permitiéndole destruir a Lummox, llegó a sus manos y Dreiser se sintió mejor. El viejo juez O'Farrell se había mostrado bastante sarcástico ante sus fracasos.
La cancelación de aquella orden, y su rectificación aplazando indefinidamente la muerte de Lummox nunca llegó hasta él. Un empleado nuevo en la oficina de comunicaciones del Departamento Espacial cometió un ligero error, consistente en la transposición de dos símbolos; como resultado, la cancelación fue enviada a Plutón; y el anexo, por el hecho de ir unido a la misma, siguió idéntico camino.
Por lo tanto, Dreiser permanecía sentado en su despacho con la sentencia de muerte en la mano, pensando a qué medios recurriría para liquidar a la bestia. ¿Electrocutarla? Quizá..., pero ni siquiera podía conjeturar cuántas descargas serían necesarias. ¿Degollarla como a un cerdo? El jefe tenía serias dudas acerca de la clase de cuchillo que debería utilizar, y de lo que haría el bruto entre tanto.
Las armas de fuego y los explosivos no servían. ¡Un momento! Podría hacer que el monstruo abriera la boca de par en par, y disparar entonces apuntando a su gaznate y utilizando una carga explosiva que lo hiciese papilla interiormente. ¡Matarlo al instante, sí señor! Muchos animales tenían una coraza —tortugas, rinocerontes, armadillos y otros—, pero siempre en el exterior, nunca dentro. Aquel bruto no era una excepción; el jefe Dreiser había echado algunas miradas por su bocaza cuando probó con el veneno. Aquella bestia podía ser exteriormente todo lo acorazada que se quisiera; pero en el interior, era rosada, húmeda y suave como cualquier otro animal.
Veamos..., habría que conseguir que el chico Stuart dijese al bruto que abriese la boca y..., no, eso no serviría. El chico se daría cuenta de sus intenciones, y era capaz de ordenar a la bestia que atacase... Como resultado, algunas viudas de policías cobrarían pensiones. Aquel chico se estaba descarriando, no había duda. Era una pena ver cómo un buen muchacho podía tomar el mal camino para terminar con sus huesos en la cárcel.
No, lo que había que hacer era atraer al chico a la ciudad con cualquier excusa y cumplir la orden en su ausencia. Podían inducir al bruto a que dijese «ah» ofreciéndole comida..., o arrojándosela, rectificó Dreiser.
Consultó su reloj. ¿Hoy? No, antes quería escoger el arma y luego instruir bien a todos para que la cosa fuese como una seda. Mañana a primera hora. Lo mejor que podía hacer era recoger al chico después del desayuno.
Lummox parecía contento de hallarse nuevamente en casa, y dispuesto a olvidar el pasado. Nunca dijo una palabra acerca del jefe Dreiser, y si comprendió que habían tratado de hacerle daño, nunca lo mencionó. Su disposición naturalmente bondadosa se mostró en el hecho de que quisiera poner la cabeza sobre las rodillas de Johnnie para que éste lo abrazase. Hacía mucho tiempo que su cabeza era demasiado grande para poder hacerlo; se limitó a poner el extremo de su hocico sobre los muslos del muchacho, procurando no aplastarlos con su peso, mientras Johnnie le acariciaba la nariz con un pedazo de ladrillo.
Johnnie sólo era feliz a medias. Con el regreso de Lummox se sentía mucho más aliviado, pero comprendía que las cosas aún no estaban resueltas. El jefe Dreiser no cejaría hasta dar muerte a Lummox. Esta idea le causaba muchos dolores de cabeza.
Su madre aumentó su disgusto cuando lanzó un gran chillido al ver que «¡esa bestia»! volvía a la mansión de los Stuart. John Thomas hizo caso omiso de sus exigencias, órdenes y amenazas, y llevó a su amigo al establo para darle pienso y agua; transcurrido cierto tiempo, ella volvió a entrar en la casa hecha una furia, diciendo que iba a telefonear al jefe Dreiser. Johnnie ya lo esperaba, y estaba completamente seguro que nada sucedería. Y nada sucedió; su madre continuó encerrada en casa. Pero Johnnie se mostraba muy apenado por ello; siempre se había llevado muy bien con su madre, y era un hijo deferente y obsequioso. Le causaba mucha pena ponerla de aquel modo; en realidad, aún lo sentía más que ella. Cada vez que su padre se había marchado de casa (incluso aquella vez en que su nave no volvió) había dicho a Johnnie:
—Cuida a tu madre, hijo. No le des el menor disgusto.
Bien, él lo había intentado. ¡Lo había intentado hasta donde pudo! Pero estaba seguro de que su padre nunca habría imaginado que su madre quisiese librarse de Lummox. Su madre se había casado con su padre a sabiendas de que Lummox formaba parte del equipo, ¿no?
Betty nunca le haría una cosa semejante.
¿O tal vez sí?
Las mujeres eran unas criaturas muy extrañas. Quizás él y Lum harían mejor en quedarse solteros y no correr ese riesgo. Continuó sumido en sus cavilaciones hasta el anochecer, pasando el tiempo en compañía de la bestia estelar, y acariciándola. Los tumores de Lummie eran otra causa de preocupación para él. Uno de ellos parecía muy tierno y a punto de reventar: John Thomas se preguntó si no debería abrirlo con un bisturí. Pero nadie podía saberlo mejor que él y él no sabía nada.
Por si no fuese bastante, ahora Lummox se le ponía enfermo... ¡Vamos, era el colmo!
No se presentó a cenar. Su madre salió a buscarle con una bandeja.
—He pensado que tal vez te gustaría cenar aquí fuera con Lummox —le dijo con blandura.
—Sí, gracias, mamá, gracias.
—¿Cómo está Lummie?
—Oh, está bien, supongo.
—Tanto mejor.
Él la siguió con la mirada cuando ella entró en la casa. Su madre enfadada ya era bastante desagradable, pero con aquella expresión secreta y felina, toda dulzura y luz, aún le daba más miedo. Sin embargo, despachó la excelente cena con buen apetito, pues no había tomado nada desde el desayuno. Ella volvió a salir media hora después y dijo:
—¿Has terminado, querido?
—Ah, sí, gracias, estaba muy bueno.
—Gracias a ti, querido. ¿Quieres traerme la bandeja? Me gustaría que vinieses a casa.
Y la puerta se cerró tras su madre.
La encontró en el piso de abajo, sentada en su sillón, haciendo unos calcetines de punto. Le sonrió y dijo:
—¿Y bien? ¿Cómo van los ánimos?
—Muy bien.
—Quítate el zapato, querido. Quiero probarte este calcetín.
Contrariado, él empezó a quitarse el zapato. De pronto se interrumpió.
—Mamá, no me gustan los calcetines de lana.
—¿Qué dices, querido? Pero si a mamá le gusta mucho hacértelos.
—Sí, pero... Mira, es que me hacen ampollas en la planta del pie. ¡Me parece que ya te las he enseñado bastantes veces!
—¡No seas tontuelo! ¿Cómo quieres que esta lana tan suave te haga daño en los pies? Piensa lo que te costaría un par de calcetines de verdadera lana y hechos a mano, si tuvieses que comprarlos. Cualquier muchacho se mostraría agradecidísimo.
—¡Te digo que no me gustan!
Ella suspiró:
—A veces, hijo mío, no sé qué hacer contigo; verdaderamente no lo sé. —Enrolló su labor y la puso a un lado.
Él la miró fijamente y no dijo nada.
De pronto, su madre se acercó a él y le puso una mano en el hombro.
—Johnnie..., Johnnie, hijo mío... Mírame, hijito. Es una lástima que nos hayamos dicho cosas desagradables... Estoy segura de que tu intención no era ofenderme. Pero mamá sólo piensa, ahora y siempre, en tu bien, ¿sabes?
—Sí, creo que sí.
—Mamá no piensa otra cosa, su mayor preocupación es tu bienestar. Tú eres joven, y cuando se es joven nos parecen importantes cosas que no lo son en absoluto. Pero cuando seas mayor, comprenderás que mamá sabía mejor que tú lo que te convenía. ¿Es que no lo comprendes?
—Bueno... Oye, mamá, hablemos de Lummox. Sólo con que pudiese...
—Por favor, hijito. Mamá tiene una jaqueca fenomenal. No hablemos más de eso ahora. Trata de dormir bien esta noche, y mañana verás las cosas de otro modo. —Le dio unas palmaditas en la mejilla, se inclinó y le dio un beso—. Buenas noches, hijo.
—Adiós.
Él permaneció allí sentado un buen rato, después que ella se hubo ido, esforzándose por comprender. Por último, terminó por levantarse, y salió fuera para ver a Lummox.