Capítulo 8

Sara acabó de cerrar la mochila y miró al cielo. Tenía un color gris pálido, pero un sol débil luchaba por penetrar en la capa de nubes.

Se estiró lentamente, levantó los brazos y después se inclinó para tocarse los pies. Echaba de menos su cama, su casa, su vida. Y a Mike.

Rezó en silencio para que estuviera bien. Aquella mañana, se había despertado con la primera luz y le sorprendió ver que estaba sola en la tienda. No había dormido bien, pero al menos había dormido. Se preguntaba si Kincaid habría descansado.

Tenía buen aspecto: perfectamente vestido y listo para marchar. Sólo habían parado unos minutos para beberse un zumo y tomar una barra de cereales; ni siquiera habían hecho café.

—¿Estás lista? —preguntó él, con la mochila a la espalda.

—¿Crees que aquí tendremos cobertura? —quería llamar a Meg para saber si sabía algo más.

—Inténtalo.

Lo intentó y le sorprendió cuando el teléfono comenzó a sonar y su hermana respondió al otro lado.

—Hola, Meg. ¿Me oyes bien?

—Un poco entrecortada.

—Seré breve. ¿Sabes algo de Lenny?

—No. ¿Por qué lo preguntas?

—Pensé que quizá hubiera llamado. Escucha. ha habido una gran tormenta y el puente ha desaparecido; así que vamos a tardar mediodía más en llegar al lugar acordado. Si llama para saber por qué llegamos tarde, díselo, ¿de acuerdo?

—De acuerdo, pero no creo que llame. ¿Algo más?

—Me imagino que no —hizo una pausa, pensando—. ¿Estás bien?

—Sí; pero tengo que marcharme. Adiós

Sara miró el teléfono y, después, lo guardó.

—¿Ha sabido algo? —preguntó Kincaid.

—Ni una palabra; al menos eso es lo que dice.

—¿Y tú no la crees?

—Me imagino que sí. ¿Por qué iba a mentirme? —sin embargo, desde el principio, había sentido que ella le estaba ocultando algo.

Caminaron a buen paso, siguiendo el sendero, cada uno concentrado en sus propios pensamientos. Aunque el sendero iba ascendiendo, cada vez hacía más calor. Pararon para quitarse la chaqueta y beber agua.

Unas horas más tarde, cuando el sol estaba en lo alto del cielo, algo rojo colgado de un arbusto llamó la atención de Sara.

—¡Kincaid, espera!

Se acercó al borde y alargó la mano para agarrarlo.

—¿Qué es? —preguntó él, acercándose a ella.

—Es... es la camisa de Mike.

—Vamos, Sara, hay un millón de camisas rojas...

—Es la suya, te lo aseguro. ¿Ves la tortuga bordada en el bolsillo? Se la mandé hacer yo para su cumpleaños —hundió la cara en la camisa del niño y dejó escapar un gemido—. ¿Cómo ha llegado hasta aquí? Había llegado a convencerme de que estarían en algún sitio cálido y seguro —estaba a punto de llorar—. Si ese miserable le hace daño a mi... mi.., Mike, no descansaré hasta que esté entre rejas.

Kincaid se quitó la mochila y se sentó al lado de ella. Ahora todo estaba claro. La miró a la cara y le preguntó:

—Mike no es tu sobrino, ¿verdad, Sara? Es tu hijo.

Ella no se movió, se quedó un rato en silencio; después, levantó la cara y lo miró. Había llegado el momento de la verdad.

—Sí.

El asintió.

—¿Cómo lo has habido? —preguntó ella.

El se encogió de hombros.

—Desde el primer momento, tú eres la única que se ha preocupado por la desaparición de Mike. Además, se te ilumina la cara cuando hablas de él y sé lo que eso significa. Sé lo que significa querer a un niño con locura.

Ella le agarró la mano y entrelazó los dedos con los suyos.

—Lo sé.

—¿Quieres contármelo?

Sara se sacó un pañuelo del bolsillo de los vaqueros y se secó los ojos; después, miró la camisa. El problema era, pensó, que aunque se quiera esconder el pasado, éste siempre vuelve cuando menos lo esperas. No era que se avergonzara de lo que había hecho; simplemente, no quería revivir aquel doloroso capítulo de su vida.

Sin embargo, tenía que ser sincera con él.

—Es una historia muy frecuente; seguro que la has oído antes. Acababa de llegar a la universidad y todavía vivía con Meg y Lenny, aunque ya me dejaban salir. Probablemente pienses que me volví loca con todos aquellos chicos jóvenes. En realidad era muy tímida; pero mi compañera de habitación no lo era. conocía a un montón de chicos y siempre conseguía que nos invitaran a las fiestas. Así es como conocí a Rod.

Miró a Kincaid. Estaba sentado a la sombra, abanicándose con un sombrero de algodón que había sacado de la mochila. Parecía interesado.

—El estaba en su último año. Era alto, rubio, guapo... nunca pensé que uno de los mayores se fuera a fijar en una novata; pero lo hizo y comenzó a invitarme a salir. Era atento, divertido y tenía un descapotable rojo. El sueño de cualquier chica. De repente, todos me conocían porque yo era la chica de Rod. Por primera vez en mi vida, estaba pasándomelo bien. Íbamos a todas las fiestas del campus juntos y yo me convencí a mí misma de que estaba enamorada de él. En poco tiempo, empezamos a acostarnos. Es difícil de creer lo joven y estúpida que era.

—La mayoría lo somos a esa edad. Pero entiendo muy bien que él se enamorara de ti. Ahora eres preciosa; seguro que con diecisiete años quitabas el aliento.

Ella lo miró sorprendida y él no pudo evitar reírse.

—¿Es que no me crees? —preguntó él—. ¿Es que no tienes espejos en esa tienda tuya?

—Te aseguro que no era nada especial.

—¿Y Rod sí lo era?

—Puedes jurarlo. Quizá hayas oído hablar de los Stephens. Tienen un par de tiendas de muebles en Scottsdale, otra en Beverly Hilis, en Palm Beach y no sé dónde más. El padre de Rod es ese Stephens. Tienen montones de dinero, viven en Valle Paraíso, se van a esquiar a Aspen, tienen un apartamento en Mallorca, ese tipo de cosas.

—De acuerdo, tienen mucho dinero. ¿Y qué?

—Eso es exactamente lo que yo pensé. Después de todo, yo tenía dinero, la universidad pagada y una asignación para ropa. Además, la casa donde vivíamos no estaba tan destartalada como lo está ahora. Pensé que podía encajar bien con su familia y sus amigos. Pero no fue así.

El todavía le tenía agarrada la mano y se la apretó.

—¿Qué pasó?

—Me enteré de que estaba embarazada y cuando se lo dije a Rod, él no se mostró muy entusiasmado. Me acusó, lo cual realmente me preocupó. Yo no podía tomar la píldora porque me daba alergia y él odiaba utilizar condones, así que no sabía cómo iba a ser culpa mía. Aún no había conocido a sus padres y, con el embarazo, tuve miedo. No importa. Al día siguiente, Rod me dijo que no querían conocerme. El no estaba listo para el matrimonio; mucho menos para la paternidad. De hecho, decidió examinarse por correo e irse de viaje durante un año. No podía creérmelo. ¿Es que no quería ver a su propio hijo? Se lo pregunté y entonces fue cuando me dio el golpe más duro. Me dijo que no podía saber si el bebé era suyo —Sara miró hacia el suelo y se quedó en silencio como si todavía pudiera escuchar las palabras de Rod—. Yo no había estado nunca con nadie; pero él se rió y se marchó.

—¿No te pusiste en contacto con sus padres?

Ella lo miró horrorizada.

—Tienes que estar bromeando. No lo habría hecho jamás. Su familia se lo llevó rápidamente a Europa. Más tarde, uno de sus amigos, quien probablemente sintió lástima de mí, me dio su dirección en París. Pero nunca le escribí; no quise volver a verlo jamás.

—¿No te has cruzado nunca con él? Scottsdale no es tan grande.

—No, pero he sabido de ellos por los periódicos. Rod acabó derecho en Harvard y se casó con una chica de su nivel; me imagino que sus padres se la eligieron.

—¿Es abogado?

Ella no pudo evitar una risita.

—En realidad, no. Me ha llegado el rumor de que intentó pasar el examen tres veces, pero no lo logró. Está trabajando en el negocio de la familia.

—¿Así que tuviste al bebé tú sola?

—En realidad, no. Tenía que decirle a Meg que estaba embarazada. Al principio, se enfadó mucho; después de todo, sólo tenía diecisiete años. Después, encontró la solución. Lenny y ella llevaban casados bastante tiempo. Ella deseaba tener un bebé; pero no lograba quedarse embarazada. Ahora, mirando hacia atrás, creo que pensó que la paternidad haría que Lenny se asentara. En aquel momento, me pareció la mejor solución. Así que adoptaron a Mike y yo volví a la universidad y seguí viviendo en casa para pasar el máximo tiempo posible con el bebé —al recordarlo, una sonrisa le iluminó la cara.

Kincaid pensó que al pensar en su hijo se ponía más guapa.

—Me imagino que te gusta estar con él.

—¡Oh, sí! Paso todo el tiempo que puedo con él. Le vi dar sus primeros pasos, decir sus primeras palabras. Meg descubrió muy pronto que la maternidad era demasiado complicada, así que me dejó que yo me encargará del niño. Ella sólo cuidaba de él cuando yo estaba en clase; pero no me importaba, me encantaba estar con Mike.

—¿Cómo se lo tomó Lenny?

Sara meneó la cabeza

—No tenía ni idea de qué hacer con él, así que lo ignoró hasta que tuvo unos siete años. Entonces, quiso que hiciera cosas para las que no tenía suficiente edad. Quería que fuera de pesca o que montara en moto; cosas ridículas para un niño tan pequeño.

—Evidentemente no todo el mundo está hecho para ser padre.

—Cuando me di cuenta de que ninguno de los dos estaba hecho para ser padre, estaba atrapada. Ya había firmado los documentos y todavía no podía disponer de mi dinero; sólo tenía el que Meg quería darme. Además, ella siempre me recordaba que había pagado todas las facturas del parto de Mike y que ella era su madre.

—No lo entiendo. ¿Por qué querían ellos al niño?

—Yo me preguntaba lo mismo. Pensé que podía ser porque no querían ir a juicio. Quizá no querían que saliera a la luz que habían perdido todo su dinero jugando y que habían hipotecado la casa. Es lo único que me puedo imaginar.

Kincaid la miró en silencio, imaginándose por todo lo que había tenido que pasar. Al principio había pensado que era una chica delicada, en cierta forma, consentida; pero bajo todo aquello había una fortaleza de acero. Incluso a los diecisiete años, se había negado a suplicarle a aquel miserable que la había dejado tirada y había renunciado a recurrir a su familia. Después, había renunciado a todas las actividades, a la diversión y a salir con los amigos para encargarse de su hijo. Para eso hacía falta tener coraje y sacrificarse. Pero no creía que Sara lo hubiera visto así. Ella quería a Mike y eso era todo; y haría cualquier cosa por él.

Si su mujer hubiera tenido la mitad de valentía que Sara, su hijo podría estar vivo todavía.

—Ven aquí —dijo Kincaid con voz ronca, tirando de ella para abrazarla. La besó en la cabeza y la apretó con fuerza—. Has pasado por mucho por ese niño. Te juro que lo encontraremos —la sintió temblar entre sus brazos, haciendo un esfuerzo para no llorar—. Ahora tienes alguien de tu parte, alguien que, como tú, no abandona.

Sara se tragó el nudo que tenía en la garganta.

—Gracias —le susurró al oído—. Tengo mucho miedo de que le pase algo antes de que lo encontremos.

Ese pensamiento lo tenía Kincaid siempre que buscaba a un niño. Siempre era una carrera contra reloj. Tenía que confiar en sus habilidades y en su instinto y no dejar que las dudas se apoderaran de él. Aquella vez que tenía que ser fuerte por Sara.

Acurrucada en los brazos de aquel hombre, Sara se permitió relajarse un momento. Era un hombre grande, y fuerte en muchos aspectos, y la hacía sentirse segura, lo cual no había sentido desde que todo aquello había comenzado.

Sara recordó la fotografía del niño que había visto en casa de Kincaid y pensó que se parecía mucho a Mike si hubiera vivido para cumplir los doce años. Sara estaba segura de que él había pensado lo mismo. Quizá ése era el motivo por el que había accedido a ocuparse de ese caso cuando había rechazado otros.

—Dime —comenzó a decir Kincaid, apartándola un poco para poder mirarla a los ojos—, ¿el apellido de Rod aparece en el certificado de Mike?

—No. Dice que es de padre desconocido. No me gustaba nada el término; pero tampoco quería tener ninguna conexión con Rod —lentamente se puso de pie y agarró la mochila.

Kincaid también se levantó.

—Me estaba preguntando si él podría ir a por su hijo.

—Podría probar la paternidad con el ADN; pero yo no permitiría que le hicieran la prueba a Mike. Cuando él fuera mayor de edad, podría decidir por sí mismo. De todas formas, Rod no va a hacer nada después de tantos años: no creo que nos moleste.

El reanudó la marcha y ella lo siguió de cerca, con la cabeza agachada, como siempre. Se había metido la camisa en uno de los bolsillos del pantalón y la llevaba allí colgada, como un recordatorio. Como si eso fuera necesario.

La mente de Kincaid voló hacia la historia de Sara su pasado. Al menos, él había tenido el amor de su padre y de su hermano después de la desaparición de su madre. Los tres se habían unido porque eran todo lo que tenían. Sin embargo, Sara no había podido contar con eso. La adolescencia era un periodo muy difícil para todos los jóvenes, mucho más para aquellos que no tenían padres. Ella había sobrevivido, pero se había echado a los brazos de un hombre que no la había valorado. Un tipo arrogante y egoísta que había recurrido al dinero de su familia para huir de sus problemas.

Aparentemente, Sara no tenía a nadie con quien compartir sus problemas; nadie en quien confiar.

El también había rechazado a todas las mujeres por culpa de su ex-mujer; de nuevo por falta de confianza.

Así que allí estaban los dos, unidos por las circunstancias, sintiéndose atraídos el uno por el otro, pero con miedo a volver a confiar en alguien. Un buen lío. Un lío que nunca pensó que tendría que aclarar porque nunca se había imaginado que volvería a interesarse por otra mujer. Deliberadamente, había levantado un muro para proteger sus sentimientos.

De alguna manera, ella lo había echado abajo. Y ahora, él tenía que admitir que ella le importaba. Pero hacer algo al respecto era otra historia. Demasiadas preguntas. Tenía que dejar de darle vueltas a la cabeza.

Se secó la frente sudorosa con la manga de la camisa y siguió marchando a buen ritmo.

Kincaid había tenido la esperanza de que pudieran continuar durante más tiempo gracias a que había dejado de llover y la luna daba bastante luz. Quería llegar al punto de encuentro antes de acampar. Probablemente, Lenny no aparecería hasta por la mañana. Tal vez, hasta podía echar un vistazo y recorrer el terreno antes de que llegara.

Pero, cuando llegaron a un claro, Sara le dijo que no podía dar ni un paso más, que estaba exhausta.

—Lo siento, pero tengo calambres en las piernas y tengo una ampolla en el pie izquierdo. No puedo más —se quitó la mochila y la dejó en el suelo.

—No importa —era la primera vez que ella admitía estar cansada y él no podía culparla, pues todavía debían quedarle unos cuatro kilómetros.

Sara miró al cielo.

—Vamos a dormir aquí en nuestros sacos, cerca del fuego. No creo que llueva —en la tienda sentía claustrofobia.

Mientras Kincaid encendía una hoguera, Sara preparó los sacos y la comida.

—¿Crees que el agua de ese manantial se podrá beber? —preguntó ella, señalando hacia un arroyo que corría por allí.

—Me imagino que sí.

—Me alegro, porque las botellas están casi vacías —agarró su jabón y fue arroyo abajo para lavarse. Kincaid la siguió.

—Esta agua está más fría que en el estanque —Sara se secó la cara y las manos y se quitó las botas. Para limpiarse la ampolla.

Kincaid se mojó la cara y sacudió la cabeza.

—El agua fría es fantástica. Te da energía.

—Te gusta este tipo de vida, ¿verdad? —preguntó ella mientras caminaba con una ligera cojera hacia la fogata. El no se había quejado ni una vez; ni del tiempo ni de estar cansado.

—Cuando era pequeño pasaba mucho tiempo en el campo. Tienes razón, me gusta; pero en otras circunstancias —se sentó sobre su saco y acabó de secarse. Después agarró un bollo.

Sara comió porque sabía que tenía que hacerlo, pero no tenía hambre.

—Voy a intentar hablar con Meg —dijo ella después de comer—. Quizá sepa algo.

Marcó el número y esperó. Después de tres llamadas, el contestador automático saltó. Era la voz de Meg, muy nerviosa.

—Si eres Lenny, quiero que sepas que sé lo del apartamento y la mujer. Desgraciado. Será mejor que estés en Harrah a las nueve con el dinero, tal y como acordamos, o voy a ver al teniente Anderson. Y, para tu información, llamó Oscar. Quiere su dinero y sabes que no tiene mucha paciencia.

Sara se quedó de piedra.

—No puedo creerme lo que oído.

—¿Qué has oído? —le preguntó Kincaid, con el ceño fruncido.

—Escúchalo tú mismo —marcó el número de Meg y le pasó el teléfono.

El escuchó con atención y, cuando acabó, le devolvió el teléfono.

—¿Quién es Oscar?

—No tengo ni idea —dejó escapar un sonido de disgusto—. Sólo pensar que mi hermana ha estado en todo esto desde el principio por dinero.., pero no se le ocurrió que Lenny también la traicionaría a ella —se giró hacia él—. ¿Tengo razón?

—Probablemente —Kincaid se acercó a ella para darle el apoyo que ella una vez le había dado a él.

—¿Dónde está ahora? —Sara miró el reloj —. Son casi las diez y su cita era a las nueve. Me pregunto por qué allí. ¿Crees que Lenny irá a la cita? ¿Y dónde está Mike?

Kincaid la tomó en brazos y le apoyó la cabeza en el pecho.

—Lo descubriremos. Pronto.

—¡Oh, Dios! ¿Por qué me hacen esto? Mi propia hermana.

El podía darle varios motivos como la envidia, la avaricia; pero, sobre todo, el miedo a que la atraparan.

—Soy una estúpida; debería haberme dado cuenta

—Sara meneó la cabeza, pensativa y enfadada consigo misma—. Si me hubieran pedido el dinero.., si mi hermana me hubiera dicho que tenía problemas, la habría ayudado sin ninguna duda. Por supuesto que me habría enfadado; pero los habría ayudado. Por ella. Sé muy bien lo que le debo por renunciar a su vida por mí.

El no pudo mantenerse en silencio más tiempo.

—Espera un segundo. Ella no renunció a su vida. Se puso a trabajar, después, se casó... y, además, tenía una casa por la que no tenía que pagar. Creo que no deberías culparte de nada. ¿A qué renunció ella?

Sara se quedó pensando en lo que él había dicho.

—Si lo pones así, me imagino que no a mucho. Pero sólo tenía veintiún años y se quedó al cargo de una pequeña de doce. Tuvo que quedarse en casa para estar conmigo. Después, la adolescencia. Es una edad muy difícil.

—¿Por qué? ¿Te metías en problemas? ¿Faltabas a clase? ¿Sacabas malas notas? ¿Te quedabas hasta tarde con tus amigos?

Sara meneó la cabeza.

—Meg nunca me dejaba salir, ni siquiera en grupo. No hice amigos hasta que fui a la universidad.

—¿Por qué crees que era tan estricta contigo?

—Ella fue un adolescente difícil y discutía mucho con mi madre. Me imagino que no quería que yo fuera igual.

—¿No te peleabas con ella para que te dejara salir más?

—La verdad es que no. Siempre hacía que me sintiera culpable. Me decía que si no hubiera sido por mí, habría logrado más en la vida.

El alargó la mano para acariciarle la mejilla y le giró la cara hacia él.

—Nada de eso fue culpa tuya. Los adultos toman sus decisiones y tienen que vivir con las consecuencias. Esto tampoco es culpa tuya.

—Lo sé —Sara se puso de pie a y lo miró desde arriba—. Sólo espero que esto acabe pronto. Voy a dar un paseo. Necesito estar sola.

Apenas se alejó unos metros de él.

Desde donde él estaba, podía ver su silueta y sintió que el corazón le daba un vuelco. Sólo uno; pero fue suficiente. El no había ido a buscarla, pero la había encontrado igual. Era extraño: uno se encontraba con una persona y ésta podía cambiarte la vida.

Sara era una buena persona, compasiva y fuerte; más dispuesta a sufrir que a quejarse. ¿Por qué no la había encontrado hacía muchos años?

Unos cuantos minutos más tarde, Sara volvió al saco y se sentó en silencio.

—Vamos a dormir —sugirió él—. Mañana saldremos temprano y atraparemos a ese desgraciado.

Ella lo miró a los ojos. Aquellos ojos grises tan llenos de comprensión. Aquella boca generosa que ya la había besado hasta dejarla sin sentido.

—No creo que pueda dormir —reconoció ella.

—¿Quieres que te dé un masaje?

—No. Quiero que me hagas el amor.