Capítulo 6

Sara no supo cuánto tiempo estuvieron así, abrazados, con la cabeza apoyada en su hombro. Un trueno estalló y ella se separó de él. Todavía tenía los ojos húmedos y le dolía el corazón por él.

Kincaid se sintió conmovido, no sólo por haberle contado su historia; sino también por la compasión de ella. No recordaba que alguien hubiera llorado por él.

Levantó las manos, le rodeó la cara y le borró las lágrimas con los pulgares. Ella le agarró las manos y levantó los ojos hacia él. Kincaid vio la tristeza y, lentamente, inclinó la cabeza y la besó.

Sus labios eran cálidos y muy suaves. El beso fue amable, suave, tierno. Por algún motivo que no podía explicar, aquel contacto tan simple logró borrar parte del dolor de su corazón por la pérdida de su hijo. No fue un beso apasionado, aunque él podía sentir un calor oculto. Fue un beso de compasión, por su angustia y por la de ella.

Una rama crujió y Sara apartó la cara. Abrió los ojos y lo miró. Vio comprensión; cualquier persona que no hubiera pasado por aquello no podría entender su dolor.

Mirándolo a los ojos, se dio cuenta del cambio de expresión; cuando la mirada pasó de mostrar consuelo a transmitir deseo. Sara sintió que él la apretaba un poco más, después vio la necesidad, la necesidad cruda de su alma.

Con un leve suspiro, unió sus labios a los de él y se acercó más a su cuerpo. Allí estaba la pasión, el deseo dormido, el deseo persistente. Oyó un sonido que no sabía si provenía de su garganta o de la de él. Después, él la abrazó con fuerza y su boca reclamó la de ella.

No había pretendido besarla; no de aquella manera. La primera vez había sido un gesto de compasión. Pero ese beso, el que ella había iniciado, era una explosión de sentimientos, una erupción de emociones. ¿Cómo habría podido resistirse a una boca plena y dulce, hecha para besar?

La boca de ella se suavizó, abierta, invitadora. El movió la lengua dentro de su boca y la encontró esperándolo, deseándolo. Un gemido escapó de su garganta y le clavó los dedos en los brazos. Aquello era una locura, pero maravillosa. El descendió para probar la seda de su garganta.

Sara tomó aliento y sintió un escalofrío cuando él la acarició con manos expertas.

Por fin, ella se apartó de él.

—Espera un momento —logró decir, con voz ronca.

Kincaid no quería esperar ni un segundo, pero paró.

—¿Pasa algo? —preguntó él con voz temblorosa.

—No. Bueno, sí —se alejó de él. ¿En qué había estado pensando al lanzarse sobre él como una mujer desesperada mientras Mike estaba por ahí con un hombre dispuesto a cambiarlo por dinero?—. No... no podemos hacer esto. Tengo que pensar en Mike. Sólo en Mike. Espero que me entiendas.

—Por supuesto —Kincaid se alejó de ella, sintiendo un frío repentino.

El era un hombre comprensivo. Alguien que sabía que era mejor no empezar algo que no se podía terminar.

Agarró su mochila y buscó en el interior, dispuesto a apartar de su mente lo que había pasado, o lo que no había pasado.

—Tenemos que comer y tenemos que dormir. Con un poco de suerte, la lluvia pararía antes de que amanezca y podremos reanudar la marcha.

Sara no tenía ni pizca de hambre y, aunque estaba cansada, tampoco tenía sueño. Pero sabía que él tenía razón. Después de comer algo, se tumbó en su saco de dormir, de espaldas a él.

No debería haberlo tocado, ni besado. Su presencia al lado de ella, después de los besos tan apasionados que habían compartido la ponía nerviosa. Su mente volvía a ellos una y otra vez, reviviéndolos. Lo último que necesitaba era tener una relación con un hombre.

Buscó una postura más cómoda, sobre el suelo duro de la cueva; sabía que iba a ser una noche muy larga.

La mañana llegó con poca luz y más lluvia. Kincaid se despertó temprano y encendió el fuego que se había apagado durante la noche. Sara estaba dormida, acurrucada dentro de su saco de dormir; sólo se le veía la cabeza. El preparó su cafetera de campaña y se colocó el impermeable antes de salir a ver qué tal estaba todo.

Miró al cielo y pensó que parecía que no iba a aclarar. El había caminado en condiciones más duras. Pero no sabía qué pensaría Sara.

Sara. ¿Por qué la había besado? Había trabajado en muchos casos, conocido a muchas mujeres vulnerables por sus miedos y él nunca había tocado a ninguna.

Debía ser que aquella vez había sido diferente.

Aquella vez, él había sido el vulnerable. Se había abierto a ella; algo muy raro por su parte. Sólo Malachi conocía su dolor secreto.

El se había mantenido frío, había dirigido a sus hombres como si fuera otra búsqueda más. No supieron que el chico era su hijo hasta el final; no había querido que sintieran lástima de él.

Quería superar su dolor solo, a su ritmo, a su manera.

Ahora, Sara conocía aquel dolor; pero no se arrepentía de habérselo contado.

Se preguntó si ella confiaría en él y le contaría el resto de su historia.

Porque estaba seguro de que había una historia.

—Ahí estás —dijo Sara desde la boca de la cueva. Se había puesto su impermeable encima de la chaqueta y todavía tenía frío. No le gustaba mucho la lluvia, por eso vivía en Arizona donde el sol brillaba trescientos cincuenta días al año.

Kincaid se acercó a ella. Le llamó la atención su boca, el recuerdo de su sabor.

—¿Pensabas que te había dejado? —preguntó él, con una sonrisa.

Ella tapó un bostezo con la mano.

—No, antes de tomate un café. Por cierto, ya está listo.

Tomaron unos cafés y unas barras de cereales. Después, levantaron el campamento.

Kincaid consultó el mapa.

—¿Cuánto tiempo crees que nos queda?

—Si el sendero sigue en las mismas condiciones del otoño, a buen ritmo podríamos llegar antes de que caiga la noche. Pero en las montañas oscurece muy pronto, especialmente durante la temporada de los monzones.

—¿Por qué crees que puede haber cambiado?

Ella se encogió de hombros.

—No sé, puede haber habido un deslizamiento de tierras, haber caído un tronco. Tenemos que cruzar un puente que quizás haya desaparecido. Nunca se sabe.

—Como la tormenta de anoche. Lenny se podía haber esperado a que pasara la época de los monzones.

—Por lo menos, no se le ha ocurrido hacer el viaje en pleno invierno. Aquí nieva bastante —Sara lo siguió, enviándole un mensaje mental a Mike: «Aguanta, cielo. Ya vamos».

A Sara le dolían las piernas, pero mantuvo el paso de Kincaid. Iba pensando en lo que Lenny pensaría hacer cuando tuviera el dinero. Ella había comprobado los billetes y parecían reales. Le gustaría ver la cara de Lenny cuando se enterara de que eran falsos. La lluvia estaba comenzando a ceder; pero su preocupación no mejoraba. ¿Dónde estaría Mike y cómo le habría explicado Lenny lo que estaba sucediendo? Tenía demasiadas preguntas y muy pocas respuestas.

Un tronco había caído sobre el sendero.

—Déjame que te ayude —Kincaid le ofreció la mano.

Ella la agarró. Cuando acabó de pasar el tronco, se dio cuenta de que él no le soltaba la mano.

—¿Qué tal vas? —preguntó él, mirándola fijamente a la cara.

A pesar de que solía hacer senderismo, probablemente lo haría con un buen tiempo. Sara Morgan tenía una boutique, y probablemente una mujer que le limpiaba su elegante apartamento. Seguro que no estaba acostumbrada a aquellas caminatas; sin embargo, no se había quejado ni una vez.

Por su amor a Mike. El podía entenderla muy bien.

—Estoy bien —dijo Sara e incluso logró sonreír—. Aunque no me importaría si dejara de llover y saliera el sol.

—A mí tampoco —Kincaid le soltó la mano y siguió con el ascenso.

Su preocupación era conmovedora, pensó ella. No podía evitar preguntarse si él estaría tan afectado cada vez que ayudaba a alguien. Si fuera así, no le extrañaría que se tomara una baja; no sólo por la muerte de su hijo sino por esa carga emocional. Si no era así, ¿por qué le afectaba ella de aquella manera?

Sacudió aquellos pensamientos de su mente. El detective Graham Kincaid estaba haciendo su trabajo y, cuando éste terminara, pasaría al siguiente y después al siguiente. No podía dejarse llevar y pensar que sentía algo especial por ella sólo porque habían compartido un simple beso.

Bueno, no tan simple. El primero sí lo había sido. Pero después, ella había perdido el control y se había dejado llevar por la irresistible necesidad de besarlo como si no hubiera un mañana. Aquello había sido un error.

Kincaid paró de repente y ella se chocó contra él.

—¡Ay!

—Chsss —le dijo él con un dedo en la boca—. No te muevas.

A pesar de su advertencia, ella intentó mirar por encima de su hombro.

—¿Qué pasa? —susurró.

El dio un paso hacia atrás y se agachó a por su pistola.

—Allí, a las dos, sobre ese montón de agujas de pino.

Sara miró y se llevó una mano a la boca para sofocar un grito. Una serpiente de cascabel, enorme, estaba mirándolos con la cabeza alta, dispuesta a atacar. El corazón le retumbó en el pecho.

Kincaid levantó la pistola.

—No mires —susurró, después, apuntó y disparó. Le dio justo en la cabeza y se la hizo pedazos. El cuerpo se retorció un instante, después paró sin vida.

Kincaid se guardó la pistola y se volvió para abrazar a Sara.

—Ya pasó todo.

—Nunca había visto una serpiente —dijo ella contra su chaqueta, sin atreverse a levantar la cara.

—Siempre hay una primera vez —él la sostuvo en sus brazos, percatándose de que se estaba acostumbrando a abrazarla y que cada vez le gustaba más. Su corazón latía rítmicamente y él podía sentirlo a través de la ropa. Se preguntó si el ritmo acelerado se debía al miedo o a su cercanía.

Sara permaneció en sus brazos un rato más, después, lentamente, se retiró y lo miró a sus ojos de color gris verdoso. En ellos reconoció su propio deseo. Había querido saber si su cercanía lo afectaba, ahora ya lo sabía.

Conmocionada por aquel giro de los acontecimientos, dio un paso hacia atrás y rebuscó en la mochila hasta que él se puso en marcha.

En una hora, la lluvia había parado y los rayos débiles del sol intentaban atravesar las nubes. Kincaid se quitó el chubasquero y la chaqueta. El camino delante de ellos parecía seco, como si allí no hubiera llovido.

—Creo que ahora podremos avanzar un poco más —dijo él.

Sara no respondió. Se quitó su impermeable y lo guardó en la mochila. Había estado más callada de lo normal durante toda la mañana. El se preguntó por qué, sin embargo no quería preguntar. Quizá no quería saberlo.

A mediodía, el sol brillaba en lo alto del cielo y, aunque por el oeste todavía se veían nubes, esperaba que no se acercaran. Miró el mapa y vio que el puente del que le había hablado Sara estaba a sólo medio kilómetro.

—¿Te parece bien si dejamos la comida hasta que crucemos el puente? —le preguntó, mirando hacia atrás. Ella lo seguía de cerca, mirando hacia el suelo como si buscara algo. Deseó poder tranquilizarla.

—Está bien —respondió ella sin interés.

A unos diez minutos, el río apareció ante ellos; pero no era lo que se había imaginado.

Kincaid paró y esperó a que Sara llegara a su lado.

—¡Oh, no! —murmuró ella.

El pequeño puente había desaparecido por completo. Sólo quedaban las cuerdas atadas a un extremo.

—Obviamente no podemos pasar por aquí, así que tendremos que bordearlo. Eso nos retrasará mucho —vio que ella fruncía el ceño—. No podemos hacer otra cosa.

—Me pregunto cuánto tiempo hará que se derrumbó —murmuró Sara.

—Es difícil de saber —Kincaid se sentó sobre una roca plana y dio un trago de su cantimplora.

—¿Qué tal vamos de agua?

—Todavía tenemos bastante —no había hecho mucho calor, así que no habían tenido demasiada sed. El sacó frutos secos, tostadas, queso y galletas. Sara comió de manera distraída.

—No sé cómo vamos a sacar a Mike de aquí —dijo ella expresando sus miedos en voz alta—. ¿Y si Lenny agarra el dinero y se larga y Mike no está donde ha dicho? Y si sospecha que el dinero es falso? ¿Y si lleva un arma y...?

—No sigas así. Ya te he dicho antes que los secuestradores eligen sitios de difícil acceso para que los policías no puedan seguirlos. Eso es bastante frecuente y, de momento, estamos siguiendo sus órdenes. Aunque nos hubiera visto, pensaría que vas con un amigo. Eso no va a impedir que se quede a recoger el dinero.

Sara no estaba tan segura.

—El sabe que yo no tengo ningún amigo especial... —Kincaid tenía razón, ella estaba demasiado asustada para pensar con claridad—. Perdona, tengo mucho miedo.

El le puso las manos sobre los hombros.

—Lo sé. Encontraremos a Mike. No te preocupes.

Kincaid deseó poder estar tan seguro.

Después de la comida energética, tomaron un buen ritmo por el camino serpenteante. De repente, escucharon un ruido. Kincaid reconoció el sonido de inmediato: un helicóptero.

—Agáchate —dijo él arrastrando a Sara detrás de un arbusto y tirándose al suelo con ella.

Ella también lo había visto.

—¿Crees que puede ser Lenny con Mike? Probablemente piensa que estaremos más cerca porque no sabe lo del puente.

—Si es así, va tener que esperar —buscó en su mochila los prismáticos—. Ahí debajo hay un claro lo suficientemente grande para que aterrice el helicóptero.

—¿Ves quien hay dentro?

—Todavía no —observó el helicóptero mientras aterrizaba.

Sara cada vez estaba más impaciente y le tiró del brazo.

—Déjame ver.

—Espera un minuto. Han aterrizado y sale alguien.

No reconoció a nadie, así que le pasó a Sara los prismáticos—. ¿Es ese Lenny? —él sólo había visto una foto del hombre.

Sara enfocó al hombre.

—No, no es él —enfocó al piloto pero tampoco lo reconoció. Entonces, le devolvió los prismáticos.

Kincaid vio que el hombre se alejaba del helicóptero. Al rato, dos hombres salieron de los arbustos y fueron a su encuentro. Los dos llevaban unos sacos grandes.

Sara podía ver a los tres hombres desde donde estaba.

—Me pregunto que estarán tramando —dijo en voz baja.

—Creo que lo sé —mirando atentamente, Kincaid vio que uno de los hombres que acababa de llegar sacaba un par de ardillas del saco. Su compañero sacó un par de conejos. El primer hombre llevó los dos sacos al helicóptero mientras que el otro volvía a esconderse en la maleza.

—¿Que tenía en la mano? —preguntó Sara, que no había visto bien.

—Animales pequeños. Conejos, tal vez ardillas. Probablemente utilicen trampas.

—¿Y para que los quieren?

—Carnicerías especiales. Fuera de temporada venden la carne a un precio más alto. La gente come cosas muy extrañas.

—Debes estar bromeando. ¿Quién se va a comer una ardilla?

Los dos hombres habían vuelto, aquella vez con unos sacos más grandes.

—No me extrañaría que ahí llevarán un par de cervatillos. Me encantaría atraparlos.

—¿Crees que son furtivos?

—Seguro —dijo él apartando los prismáticos—. No sabía que por aquí hubiera ciervos.

—No muchos. Cada vez menos.

Por fin los hombres subieron al helicóptero y las aspas comenzaron a dar vueltas.

—Date prisa, ¿tienes algo para apuntar? En cuanto giren un poco, podré ver la matrícula.

Sara encontró un lápiz pequeño y un trozo de papel con la lista de la compra. Anotó el número que él le dictó en una esquina.

—¿Tú crees que esto será rentable?

—Debe serlo porque si no, no vendrían. ¿Has montado alguna vez en un helicóptero?

—Una vez, en Nueva York, para ir de un aeropuerto a otro. Ofrece unas vistas fabulosas —contestó Sara. Kincaid comenzó a andar y ella lo Siguió—. También estuve en el gran cañón con Mike; pero pasé miedo. El helicóptero se mete por sitios muy difíciles.

—Igual que las mujeres —murmuró él.

—¡Que te he oído! —ella le dio un golpe juguetón en el brazo.

El se rió y siguió caminando.

El sol empezó a ponerse y ellos todavía estaban bastante lejos y, aunque deseaban acabar cuanto antes, Kincaid decidió que deberían acampar y acabar el último tramo por la mañana, descansados y frescos. Habían parado para tomar algo de café hacía dos horas y decidieron continuar. Pero ahora era demasiado peligroso caminar por aquel sendero estrecho en la oscuridad. El cielo estaba cubierto y no se veía la luna.

Justo cuando Sara pensó que no podía dar ni un paso más, llegaron a un pequeño claro. No tan grande como el sitio donde el helicóptero había aterrizado; pero tenía muy buen aspecto y una buena capa de hierba. Cuando vio que Kincaid se quitaba la mochila, ella se dejó caer donde estaba.

—Creo que esta noche utilizaremos la tienda —dijo él con naturalidad.

Ella lo miró atónita.

—¿Tienes una tienda? ¿Y anoche dormimos en aquella cueva llena de bichos?

El soltó una carcajada.

—No había bichos. Además, la tormenta llegó de repente y no hubiéramos tenido tiempo de montar la tienda. Además, es muy pequeña —no le dijo que estaba pensada para una persona; aquella noche tendría que alojar a dos.

Sara no respondió. Todo era parte de aquella experiencia. Siempre había pensado que estaba en forma; solía ir de excursión con sus amigos y de vez en cuando iba al gimnasio. Ahora, tuvo que admitir que debería ir más a menudo.

Aquellos dos días, con el torbellino de emociones, se había cansado demasiado.

Fue a recoger algo que le sirviera de leña para encender el fuego mientras Kincaid levantaba la tienda.

Cuando volvió, con los brazos llenos, se quedó mirando la tienda sin poder hablar.

—¿Esto es tu tienda? —logró preguntar al fin.

El se había imaginado cuál sería su reacción y mantuvo la calma.

—Sí. ¿Está bien, eh?

Sara dejó la leña en el suelo y dio la vuelta alrededor de la tienda. No le llegaba más allá de la cintura, así que se agachó para entrar. No creía que allí pudieran caber dos personas.

Salió y lo miró sin decir una palabra.

El se encogió de hombros.

—De acuerdo, no es el Ritz. Pero es impermeable y dentro se está bastante bien.

Ella lo miró con incredulidad.

—Ahí no hay sitio para dos sacos de dormir; mucho menos, para dos personas.

—Por supuesto que sí —él agarró los sacos y se metió dentro.

Sara meneó la cabeza. Estaba tan cansada que podría dormirse de pie.

Al rato, él abrió la cremallera. Ella se inclinó y no pudo ocultar su sorpresa.

—¿Has puesto uno de cima del otro?

—Sí, bueno, es que no cabían de otra manera. Pero no te preocupes, conmigo estás a salvo. Además, los dos estamos vestidos.

El recuerdo de los besos que habían compartido volvió a Sara de manera ineludible haciendo que se pusiera colorada. «Basta», se dijo a sí misma. «Ya no eres una quinceañera inocente. Puedes manejar esta situación. Debes manejarla. Por Mike».

¿Por qué se enfadaba tanto con él? El no había planeado aquello.

Además, él iba a ser el que no iba a poder dormir; ella sólo tendría que darle la espalda como había hecho la noche anterior y volar al mundo de los sueños. Si pudiera olvidar aquel beso. Pero, cuanto más lo intentaba, más pensaba en él. Por Dios, no era ningún adolescente. ¿Por qué diablos le afectaría tanto aquella mujer?

—Hay un pequeño estanque natural cerca de aquí —dijo Sara—. Creo que iré a lavarme.

—De acuerdo, pero no tardes demasiado —dijo él señalando al cielo.

Sara miró a las nubes con recelo. Sacó la toalla de la mochila y se dirigió hacia el manantial.