15
El lento de Langxiang: tren número 295
—¿Hace frío fuera? —inquirí.
—Mucho —replicó el señor Tian, cuyas gafas estaban opacas por la escarcha.
Eran las cinco y media de la mañana en Harbin, la temperatura era de treinta y cinco grados bajo cero y caía una ligera nevada, granitos semejantes a aljófares que se deslizaban en la oscuridad. Cuando la nevisca amainó un viento asesino arreció. Al darme de lleno en la cara tuve la sensación de que me acuchillaban con una navaja de afeitar, íbamos de camino a la estación de trenes.
—¿Insiste en acompañarme? —pregunté.
—Langxiang es un lugar prohibido —replicó el señor Tian—. Debo acompañarlo.
—Es la costumbre china —comenté.
—Exactamente.
En medio de la oscuridad grupos de personas agazapadas aguardaban el autobús en las calles vacías. La larga espera en una parada de autobús de Harbin en pleno invierno me pareció un pasatiempo macabro. Dicho sea de paso, los autobuses no estaban dotados de calefacción. En su penoso relato de su estancia en China, el periodista Tiziano Terzani se explaya sobre Heilongjiang («El reino de las ratas») y cita a un viajero francés que dijo: «Aunque no se sabe dónde puso Dios el paraíso, podemos estar seguros de que eligió un sitio que no es éste.»
El viento se calmó y el frío persistió. Me golpeó la frente y me torció los dedos de las manos y de los pies; también me irritó los labios. Me sentí como Sam McGee. Entré en la sala de espera de la estación y el frío rodó hacia mí, como si hubiesen aplastado una losa helada contra mi rostro. La sala de espera tampoco estaba caldeada. Recabé la opinión del señor Tian.
—El calor es malo —afirmó—. El calor nos vuelve soñolientos y lentos.
—A mí me gusta.
—Cierta vez fui a Cantón y hacía tanto calor que me descompuse.
El señor Tian tenía veintisiete años y se había graduado en la Universidad de Harbin. Su modo de moverse tenía gracia. Estaba seguro de sí mismo y no se preocupaba por pequeñeces. Tenía paciencia y era honrado. Me gustó por esas cualidades. El hecho de que fuese un incompetente carecía de importancia. Langxiang está a un día de viaje en tren… hacia el norte, internándose entre las nieves. Me pareció un compañero afable y pensé que no me estorbaría.
No llevaba bolsa. Quizá se había guardado el cepillo de dientes en el bolsillo, junto al gorro de lana y a los guantes deformes. Era totalmente portátil y no llevaba equipaje. Me pareció una muestra a carta cabal de la austeridad china. Dormía en calzoncillos largos y comía con el abrigo puesto. Casi nunca se lavaba. Como era chino no necesitaba afeitarse. Al parecer, no poseía nada. Parecía un beduino. Eso también me fascinó.
Por los altavoces de la sala de espera salía la voz de dragón de la arpía pequinesa que todas las mañanas transmitía las noticias. En China las noticias siempre parecían una forma peculiar de regañar al personal.
—¿Está escuchando? —preguntó el señor Tian.
—Sí, pero no entiendo nada.
—«Bajo ningún concepto debemos permitir que unas pocas personas saboteen la producción» —el señor Tian tradujo los cacareos de la radio.
La locutora leía el editorial de primera página del Diario de los trabajadores. Era el primer reconocimiento público de que el Partido Comunista Chino condenaba las manifestaciones estudiantiles. Aunque en la sala de espera había más viajeros, hablaban entre sí en lugar de escuchar. Estaban muy abrigados, con gorros de piel, manoplas y botas. Fumaban sin cesar y de vez en cuando se incorporaban para usar la escupidera, que era el elemento central de la sala de espera de la estación.
La voz regañona aún salía del altavoz y el señor Tian tuvo la amabilidad de ayudarme a entender.
«El liberalismo burgués campa por sus respetos desde hace años. Para algunas mentes es veneno. Algunos viajan al extranjero, dicen que el capitalismo es bueno y pintan un sombrío panorama del socialismo.»
—Señor Tian, ¿alguien más escucha?
—No —respondió y observó a un hombre que escupía en el suelo y aplastaba el salivazo con la bota de fieltro—. Están ocupados con otros menesteres.
«En diversas ciudades se han celebrado manifestaciones, —se quejaba la voz—. Son antipatrióticas, ilegales, escandalosas y destructivas. En algunos casos fueron instigadas por provocadores extranjeros. Deben cesar. El pueblo chino no se quedará cruzado de brazos ni permitirá que los estudiantes al margen de la ley se hagan cargo de la situación. La liberalización burguesa es algo que debe eliminarse…»
El discurso seguía al infinito, tan largo que era evidente que el Gobierno estaba muy preocupado. La emisión estaba plagada de amenazas de castigos apenas veladas.
—Señor Tian, ¿qué opina usted de las manifestaciones? —quise saber.
—Me parecen positivas —replicó y asintió serenamente con la cabeza.
—Pues el Gobierno las ha condenado. ¿No cree que representan el liberalismo burgués y las influencias nefastas?
El señor Tian volvió a menear la cabeza y sonrió. El pelo se le erizó como a un correcamino.
—Esas manifestaciones demuestran que el pueblo chino ha empezado a pensar.
—Pero si sólo eran estudiantes —insistí, haciendo de abogado del diablo.
—En algunos casos se manifestaron obreros de las fábricas —dijo—. Por ejemplo, en Shanghai.
—Hay quienes piensan que estas manifestaciones podrían desencadenar un conflicto entre el capitalismo y el comunismo.
—Elegiremos lo que sea mejor para nosotros. —El señor Tian se había vuelto un poco enigmático.
—¿Alguna vez sospechó que secretamente podría ser de los que eligen la vía capitalista?
—Todo tiene su lado bueno y su lado malo.
Como no sonrió, supuse que el señor Tian tenía sentido del humor. Podía parecer muy misterioso. En otros sentidos era totalmente ineficaz. Me preguntaba si quería que hiciese algo y cuando le hacía una sugerencia —conseguir un billete, hacer una llamada telefónica, comprobar un dato— invariablemente fracasaba. A pesar de todo, siguió ofreciéndome ayuda.
El tren llegó, cubierto de vapor y jadeante, en el mismo momento en que salía el sol. Procedía de Lüda o Dalian, a 960 kilómetros de distancia, y paraba en todas las estaciones y apeaderos. Por lo tanto, estaba espectacularmente plagado de basura: cáscaras de cacahuete, corazones de manzana, huesos de pollo roídos, pieles de naranja y papeles grasientos. Estaba muy sucio y en el interior hacía tanto frío que los escupitajos se habían congelado en el suelo hasta formar medallones de hielo deformes y de color verde amarillento. El techo entre vagón y vagón era un túnel de nieve, la escarcha que cubría las ventanillas tenía tres centímetros de espesor, en las puertas no había cerrojos y por eso chocaban y golpeaban con la gélida corriente de aire que circulaba por los vagones. Fue la experiencia de Heilongjiang: escapé del frío y una vez dentro sentí todavía más frío. Encontré un espacio pequeño y me agazapé como el resto de los viajeros, con el gorro y los guantes puestos. Estaba leyendo Un héroe de nuestro tiempo, de Lermontov, y apunté en la guarda:
En las provincias todos los trenes semejan transportes de tropas. Este es como un tren que vuelve del frente con enfermos y heridos.
Tenía los pies ateridos pese a los tres pares de calcetines y a las botas con forro térmico; tampoco me sentí demasiado abrigado con el jersey grueso, el chaleco mongol de badana y la chaqueta de cuero. Me sentí muy ridículo con el gorro y las manoplas con forro de lana, pero me molestaba seguir teniendo frío o, al menos, no haber entrado en calor. Eché tantísimo de menos los trenes estivales del sur y el viaje achicharrante en el Gallo de Hierro, en el que me había movido de aquí para allá con el pijama azul.
—¿De qué ciudad de Estados Unidos es usted? —preguntó el señor Tian.
—De las cercanías de Boston.
—Lexington queda cerca de Boston.
—¿Cómo lo sabe?
—Estudié historia de Estados Unidos en la escuela secundaria. Todos los chinos la estudiamos.
—Señor Tian, ¿conoce nuestra Guerra de Liberación?
—Sí. También hubo un Paul muy importante.
—Paul Revere.
—Este mismo —confirmó el señor Tian—. Les dijo a los campesinos que los británicos estaban a punto de llegar.
—No sólo a los campesinos. Se lo dijo a todos: a los campesinos, los terratenientes, los que habían escogido la vía capitalista, a la novena y apestosa categoría de intelectuales, a las minorías y a los esclavos.
—Me parece que se ríe de mí, sobre todo por lo que dice sobre los esclavos.
—No. Algunos esclavos lucharon del lado británico. Les prometieron la libertad si los británicos ganaban. Y en cuanto los británicos se rindieron esos esclavos fueron enviados a Canadá.
—Eso sí que no lo he leído —comentó el señor Tian cuando la puerta se abrió de par en par.
—Tengo frío.
—Y yo tengo calor.
El frío me adormeció. Más tarde el señor Tian me despertó para preguntarme si quería desayunar. Respondí afirmativamente porque pensé que el alimento me ayudaría a entrar en calor.
En las ventanillas del coche comedor había escarcha, hielo en el suelo y la botella de agua que reposaba sobre mi mesa se había congelado y reventado. Tenía los dedos tan helados que no podía sostener los palillos. Me agazapé con las manos dentro de las mangas.
—¿Qué tipo de comida sirven? —pregunté.
—No lo sé.
—¿Quiere fideos?
—Cualquier cosa menos fideos —replicó el señor Tian.
El camarero nos sirvió fideos fríos, cebollitas encurtidas frías, dados de embutido que parecían un juguete de playa destrozado y setas negras frías pero muy sabrosas, especialidad de la provincia. El señor Tian se tragó los fideos. Era la costumbre china. Aunque no te gustaran, si en el menú no había otra cosa, te los comías.
—¿Qué es esa música? —quise saber.
Del altavoz del vagón escapaba una música. Ya la había oído en otros trenes.
—Se llama «La decimoquinta luna» —respondió el señor Tian.
Le pedí que me explicase esa letra incomprensible. Trataba de un soldado que combatía en la frontera vietnamita, al sur de donde yo había tomado el tren de Yunnan. Aunque el soldado estaba casado, su esposa no lo acompañaba. Sin embargo, tenía una gran opinión de su esposa y se daba cuenta de que luchaba por ella; alcanzaba el triunfo y se convertía en un héroe porque ella lo inspiraba. Eso suponía todo un cambio. Pocos años antes habría combatido por el presidente Mao. Tenía más sentido luchar por tu esposa y se parecía a «Mantén encendidos los fuegos del hogar».
—Esta canción me gusta, pero la música china no —dijo el señor Tian.
—¿Qué es lo que le gusta? —pregunté, me di por vencido con los palillos y comí las setas negras con los dedos.
—La Novena Sinfonía de Beethoven y también esto… —El señor Tian abrió la boca y emitió una queja semejante a un cacareo.
—La música me suena —dije. No logré reconocer la canción. El señor Tian me miraba fijo y me desafiaba a recordar la canción. Añadí—: Me rindo.
Minutos después me dijo que se trataba de «Scarborough Fair», interpretada por Simon y Garfunkle, sus músicos preferidos. Eran muy populares en la Universidad de Harbin y «Puente sobre aguas turbulentas» era una cinta que todos codiciaban.
Después de pasar varias horas cruzando llanos cubiertos de nieve, el tren se internó en una región montañosa. Los asentamientos eran pequeños: tres o cuatro hileras cortas de bungalows, algunos de ladrillos y otros de adobe y leños. Se trataba de sencillísimas moradas con el tejado inclinado y se parecían al tipo de casas que los niños dibujan por primera vez, con una puerta estrecha, una única ventana y una chimenea tosca de la que escapa una espiral de humo.
El servicio del tren también parecía diseñado por un niño: un agujero en el suelo de aproximadamente treinta centímetros. No era la primera vez que veía lavabos de este tipo, pero ese tren se desplazaba a ochenta kilómetros por hora a través del hielo y las nieves del norte de China. No había tubería ni pantalla. Si mirabas hacia abajo, veías pasar el hielo. Por ese orificio subía una bocanada de aire gélido. Cualquiera lo bastante insensato para usar ese retrete se congelaría una parte del cuerpo que rara vez se escarchaba. A pesar de todo, los pasajeros hacían cola para entrar en el refrigerado congelador de culos. Salían con los ojos casi cerrados y los dientes apretados, como si les hubieran dado un soberano pellizco.
—Aquí la gente esquía —explicó el señor Tian a mediodía, cuando llegamos a la ciudad de Taoshan.
Algunos pasajeros se apearon. Más que esquiadores, tenían pinta de leñadores. Sin embargo, hacia el noroeste se alzaban montañas blancas con un toque absolutamente siberiano: bosquecillos de abedules plateados.
En el tren cada vez hacía más frío. ¿De qué servía poner la calefacción si paraba a cada rato y las puertas se abrían? Al menos ése era el razonamiento chino. Lo mismo se aplicaba al servicio. Si el retrete era un agujero en el suelo por el que entraba aire congelado, caldearlo no tenía sentido. Si no podías calentar eficazmente una habitación, no valía la pena hacerlo. Por eso la gente de esta región nunca se quitaba la ropa interior de abrigo y comía con los gorros de piel puestos.
Estaba rígido en el asiento, leía Un héroe de nuestro tiempo con las manoplas puestas y volvía las páginas con la nariz. Quizá los chinos pensaron que eso era lo que hacíamos con nuestras largas narices. Aunque el libro era corto, no terminé de leerlo. Lo había empezado muchas veces. Pechorin, el héroe, es una especie de punk romántico con impulsos Tanáticos y la historia se despliega a trompicones. Mientras traqueteábamos leí una de las opiniones características de Pechorin:
Reconozco que tengo acentuados prejuicios contra los ciegos, los tuertos, los sordos, los mudos, aquellos a los que les faltan las piernas o los brazos, los jorobados y otros desgraciados. He comprobado que siempre existe una extraña relación entre el aspecto de un hombre y su alma, como si con la pérdida de una extremidad el alma perdiese uno de sus sentidos.
¡Qué sarta de disparates! Lo contrario me pareció mucho más atinado: el alma adquiría un nuevo sentido con la pérdida de una extremidad o con la ceguera, la sordera o lo que fuese. En El país de los ciegos, el relato de H. G. Wells, el verdadero minusválido es el hombre que ve. Ese fragmento del libro también llamó mi atención porque en el tren viajaban lisiados y volví a pensar en el tema en Langxiang, pues conocí a un jorobado que había construido su casa —con sus propias manos— y la había adaptado para dedicarse a sus dos trabajos como reparador de radios y fotógrafo de estudio.
Seguíamos avanzando y parábamos con frecuencia. Las puertas se abrían y se cerraban con el jadeo neumático de las neveras y en cada ocasión provocaban una corriente de aire frío por el vagón. Me molestaba levantarme porque al volver a sentarme el asiento me helaba.
Me sorprendió ver niños a las puertas de sus casas, mirando pasar el tren. Vestían chaquetas delgadas y no llevaban guantes ni gorros. Muchos tenían las mejillas de color rojo encendido. Llevaban el pelo erizado y sucio y calzaban zapatillas de tela.
Parecían muy robustos y le gritaban al tren a medida que atravesaba sus aldeas rodeadas de nieve.
Las montañas que se avistaban a lo lejos eran las cumbres más meridionales de los Jingan menores y el primer plano estaba ocupado por bosques. La mayoría de los asentamientos no eran más que campamentos de leñadores demasiado crecidos. Langxiang es uno de los centros de la explotación forestal. Lo elegí porque posee un ferrocarril de vía estrecha que se interna en el bosque y traslada troncos a los aserraderos de la ciudad.
No era una ciudad propiamente dicha, sino una extensa aldea de casas de una sola planta con un enorme depósito de maderas en el centro y una calle mayor en la que personas con las caras cubiertas con bufandas permanecían todo el día, en medio de ese frío, vendiendo carne y verduras. Cierto día vi en Langxiang a un hombre detrás de un cuadrado de tela del que colgaban seis ratas congeladas y un montón de colas de rata. ¿En Langxiang la situación era tan desesperada que comían ratas y colas de ratas?
—¿Las comen? —pregunté al vendedor.
—No, no —respondió una voz amortiguada a través de la bufanda congelada—. No, vendo medicina.
—¿Estas ratas son medicina?
—¡No, no!
El hombre tenía la piel casi negra a causa del frío y del aire seco. Volvió a tomar la palabra, pero no me enteré de lo que decía en el dialecto local. A medida que hablaba se derretían los cristales de hielo de su bufanda.
El señor Tian dijo:
—No vende ratas, sino raticida. Exhibe las ratas muertas como prueba de que su veneno es eficaz.
Llegamos a Langxiang en plena tarde, justo cuando anochecía. Estábamos en una latitud norte y era invierno: la noche caía deprisa. Me apeé del frío tren, bajé al andén helado y nos dirigimos a la casa de huéspedes, que también estaba fría…, pero con ese frío húmedo y pegajoso del interior, que me resulta más difícil de soportar que el exterior helado. Con las cortinas corridas y las luces tenues parecía un sepulcro subterráneo.
—Aquí hace mucho frío —dije al señor Gong, el encargado.
—Ya hará calor.
—¿Cuándo?
—Dentro de tres o cuatro meses.
—Lo que quiero decir es que en el hotel hace frío.
—Sí, en el hotel y en todo Langxiang.
Yo daba saltos para restablecer la circulación. El señor Tian aguardaba pacientemente de pie.
—¿Tiene una habitación libre? —pregunté.
El señor Tian habló con el señor Cong a toda velocidad.
—¿Quiere una habitación limpia o una corriente? —me preguntó el señor Tian.
—Creo que, para variar, prefiero una limpia.
No hizo el menor comentario sobre mi respuesta sarcástica.
—Ah, una limpia —repitió y meneó la cabeza como si fuese una petición imposible—. En ese caso tendrá que esperar.
El viento soplaba en el vestíbulo y cuando alcanzaba la cortina que colgaba sobre la puerta principal, la tela se hinchaba como una vela balón.
—Podemos cenar —propuso el señor Cong.
—Ni siquiera son las cinco —protesté.
—Las cinco, la hora de la cena. ¡Ja, ja!
Esa risa significaba: «Las reglas son las reglas. Yo no las establezco, así que no se ponga pesado.»
El comedor de la casa de huéspedes de Langxiang era la estancia más fría a la que hasta entonces había entrado en la provincia de Heilongjiang. Me calé el gorro, me senté sobre las manos y temblé. Había dejado el termómetro sobre la mesa: menos de dos grados y medio sobre cero.
El señor Gong comentó que estaba acostumbrado al frío. ¡Ni siquiera llevaba gorro! Era del extremo norte, sitio al que en los años cincuenta se había trasladado como colono para trabajar en una comuna que producía maíz y otros cereales. Pese a no ser muy viejo, parecía una antigüedad en lo que a los chinos respecta. En tanto trabajador de una comuna en una de las regiones más remotas de China, las nuevas reformas lo desconcertaban. Tenía cuatro hijos, cantidad que en el presente se consideraba bochornosa.
—Nos castigan por tener más de dos —comentó y se mostró muy sorprendido—. A modo de castigo uno puede perder el trabajo o ser trasladado.
Por la expresión de aburrimiento absoluto del señor Tian —y debo reconocer que ese aburrimiento era una forma de serenidad—, me di cuenta de que el señor Gong y él no tenían nada en común. En China la brecha generacional posee un significado concreto y es algo a tener presente.
Pregunté al señor Gong qué había sido de su comuna.
—Fue suprimida, se disolvió.
—¿Los campesinos la abandonaron?
—No. Cada uno recibió su parcela para trabajarla.
—¿Le parece que esa solución es mejor?
—Desde luego —replicó, pero me resultó imposible saber si hablaba en serio—. La producción aumenta mucho y las cosechas son superiores.
Al parecer, la cuestión estaba resuelta. Toda política que incrementa la producción es positiva. Pensé: «Que Dios ayude a China si hay recesión.»
La ciudad estaba a oscuras. En el hotel hacía un frío que pelaba. Mi habitación estaba helada. ¿Qué podía hacer? Aunque sólo eran las seis y media de la tarde me metí en la cama…, la verdad es que me acosté con casi toda la ropa puesta y escuché la radio de onda corta bajo las mantas. Y así fueron todas las noches que pasé en Langxiang.
Al día siguiente subí por el ramal maderero del ferrocarril de vía estrecha y me llevé un chasco al internarme en el bosque. Esperaba una extensión indómita, pero la zona estaba atiborrada de leñadores que talaban árboles y los retiraban con excavadoras.
—Algún día visitaremos el bosque primitivo —propuso el señor Tian.
—Vayamos hoy.
—No, queda lejos. Iremos otro día.
Visitamos el cobertizo de locomotoras, donde conocí a la señora Jin, una guía local. El cobertizo estaba lleno de humo y vapor y a oscuras, pero hacía calor porque alimentaba las calderas y el fuego de la fragua ardía vivamente. Mientras caminaba la señora Jin se arrojó sobre mí y me aplastó contra la pared. Luego rió histérica, con una especie de parloteo, una de las risas chinas más aterradoras que quepa imaginar. Vi que me había salvado de caer en un agujero profundo en el que, casi con seguridad, me habría roto la columna.
Quedé tan alterado que tuve que salir a respirar hondo. Por todas partes había grandes acumulaciones de nieve. Ni la calle ni las aceras estaban libres de hielo. Los habitantes solían andar en bicicleta sobre el hielo y tenían un modo de caminar —arrastrando los pies— que les impedía patinar.
—Esta es una ciudad prohibida —se jactó el señor Tian—. Considérese afortunado de estar aquí.
—¿Existen minorías en Langxiang? —pregunté, pensando en buriatos, mongoles, manchúes y auténticos siberianos.
—Hay hui y también coreanos —replicó la señora Jin.
Encontramos a un grupo de hui —los musulmanes de China— que cortaban el cogote de una vaca detrás de una carnicería. Aunque no quise mirar, supe que, como eran musulmanes, realizaban la matanza según el ritual, se cubrían las cabezas y la desangraban para que fuese halal y, en consecuencia, no mancillada.
Antes de que la oscuridad cayese sobre la ciudad y ésta muriera hasta la mañana siguiente, fuimos a un restaurante coreano. Era una casa de madera, con el suelo de piedra y el fuego que ardía en la chimenea abierta, que también se usaba para cocinar. Cuatro coreanas estaban sentadas alrededor de la chimenea y comían. Eran parientas de la propietaria, una mujer más joven. Llevaban gorros de piel y bonitas bufandas. Eran bajas, bastante morenas, de cara cuadrada y dientes grandes y regulares.
—Soy incapaz de distinguir entre los coreanos y los han —me comentó el señor Tian.
En la ciudad sólo había unos pocos cientos de coreanos, aunque en toda China hay dos millones.
—Todo el que viene a este restaurante habla coreano, —dijo una de las mujeres.
La totalidad de las mujeres habían nacido en China y estaban casadas con coreanos, si bien sus padres había nacido en Corea. La mayor rondaba los cuarenta años y la más joven no superaba los veinte. Me habría gustado preguntarles si siempre llevaban bufandas y gorros tan bonitos —hasta los abrigos tenían estilo—, pero no quise resultar condescendiente y guardé silencio en un excepcional momento de tacto.
—Me gustaría visitar Corea —dijo una de las mujeres—. Aunque no sé adónde iría. No sabemos dónde nacieron nuestros padres.
—¿Os casáis con han?
—A veces. Pero ninguna de nosotras lo ha hecho.
Hablaban en voz baja y reían mientras comían. También me hicieron preguntas. ¿De dónde era? ¿Estaba casado? ¿Tenía hijos? ¿Qué edad tenía yo? Tenían la sonrisa fácil y eran menos flemáticas y solemnes que las chinas. Afirmaron que estaban orgullosas de ser coreanas, pese a que lo único que les quedaba de su cultura era la cocina y el idioma.
Sus maridos eran leñadores y tenderos. Era típico de los chinos adjudicarles una categoría específica. Los chinos son grandes creadores de distinciones étnicas y perciben las diferencias culturales. Aunque los musulmanes llevan más de un milenio en China, todavía se los considera extraños, inescrutables, atrasados y políticamente sospechosos.
Durante mi estancia en Langxiang tuve los pies y las manos congelados, me picaban y me dolían. Me ardían los ojos. Tenía los músculos agarrotados. Sentía un gemido helado dentro de la cabeza. El señor Tian me preguntó si quería visitar las pistas de esquí. Le dije que sí y viajamos seis kilómetros en coche a medida que el sol se hundía tras las lejanas montañas y con la oscuridad descendía un frío aún más penetrante.
En las montañas blancas y negras había diez pistas: rampas congeladas abiertas en la ladera. La gente acarreaba pequeñas cajas —que semejaban féretros en miniatura— cuesta arriba, las colocaba en las rampas y bajaba a trompicones, saltando de un lado a otro y gritando. Di brincos a causa del frío y dije que ese deporte no me interesaba.
El señor Tian descendió locamente por la ladera en un féretro lleno de astillas y bajó mostrando los dientes. Volvió a hacerlo. Tal vez le había cogido el gusto.
—¿No le gusta esquiar? —inquirió.
—Señor Tian, esto no es esquiar.
—¿Nooo? —preguntó muy sorprendido.
De todos modos, siguió arrojándose por la ladera.
Deambulé por el sendero y encontré un cobertizo, una especie de choza para el guarda. En el interior había una estufa, demostración clara de la calefacción de Langxiang. La estufa era tan enclenque que las paredes del cobertizo tenían una capa de escarcha de dos centímetros. Las paredes (de madera y ladrillos de adobe) estaban totalmente blancas.
Llevaba un registro de las temperaturas. Treinta y cuatro grados bajo cero en la calle mayor, punto de congelación en el vestíbulo del hotel y apenas por encima del punto de congelación en el comedor. La comida se enfriaba en el mismo instante en que dejaban el plato sobre la mesa y la grasa se congelaba. Servían carne grasienta, patatas grasientas, gachas de arroz, enormes trozos de pimiento verde sin cocinar. ¿Y eso era comida china? Un día tomé col rellena con carne y arroz, con salsa por encima. Había comido ese tipo de platos en Rusia y Polonia, donde los llaman golomki.
Es agotador tener frío las veinticuatro horas del día. Disfrutaba acostándome temprano. Escuchaba la BBC y la Voz de América bajo las mantas. Varias horas después me quitaba un jersey y un par de calcetines y por la mañana estaba tan calentito que ya no recordaba dónde me encontraba. Entonces veía la capa de escarcha que cubría la ventana, tan densa que el exterior no se divisaba, y me acordaba.
Nadie mencionaba el frío. ¿Para qué? Se deleitaban con el frío, literalmente bailaban y se deslizaban sobre el hielo. Una tarde, cuando la noche ya había caído, vi que los niños se empujaban mutuamente desde un escalón de hielo para caer sobre la superficie congelada del río. (Otros abrían agujeros en el hielo y extraían agua.) Los niños que retozaban en la oscuridad y en el frío mortal me recordaron los pingüinos que juguetean en los témpanos de la larga noche antártica.
Cuando viajo sueño mucho. Tal vez es uno de los principales motivos por los que viajo. Tiene que ver con habitaciones nuevas y ruidos y olores extraños, con vibraciones, con los alimentos, con las angustias del viaje —sobre todo el miedo a la muerte— y con las temperaturas.
Las bajas temperaturas de Langxiang me provocaban sueños largos y agotadores. El frío me impedía dormir profundamente, por lo que descansaba apenas bajo la superficie de la conciencia, cual un pez que va a la deriva. En uno de los sueños de Langxiang me encontraba asediado en una casa de San Francisco. Echaba a correr desde la puerta de entrada disparando una ametralladora y con los auriculares puestos. Escapaba en un funicular que pasaba por allí…, en el que también viajaba el presidente Reagan, de pie y agarrado a la correa. Le preguntaba si tenía dificultades con el ejercicio de la presidencia. Me decía que era terrible. Aún estábamos charlando cuando desperté aterido.
Pero la cosa no acabó ahí. Volví a dormirme y soñé que estaba en una fiesta de Navidad en una casa grande y elegante. Nancy Reagan era una de las invitadas. Llevaba enormes rulos blancos en el pelo. Tenía los brazos muy delgados y ojos saltones. Decía: «Eres muy afortunado al venir desde aquí.» Y cuando lo decía me percataba de que estábamos en Cape Cod, tal vez en una versión idealizada de mi casa. Nancy decía con patetismo: «Fui tan pobre de pequeña.» Yo respondía: «Acabo de tener un sueño sobre el presidente…» y empezaba a relatar mi sueño anterior dentro de ese sueño.
Antes de adentrarme en el sueño, el señor Tian aporreó la puerta de mi habitación y me despertó.
—Iremos al bosque primitivo —dijo.
Viajamos en coche unos cincuenta kilómetros. La señora Jin se sumó a nosotros. El chófer se llamaba Ying. La carretera estaba helada y ondulada y era muy estrecha, pero no había más vehículos salvo algún que otro camión del ejército. Cuando llegamos a un sitio llamado «Manantial claro» (Qing Yuan), en el que se alzaba una cabaña, empezamos a caminar por el bosque. Había nieve por todas partes, pero no era muy profunda, aproximadamente treinta centímetros. Los árboles eran enormes y estaban muy juntos: grandes troncos gruesos que se abrazaban. Nos ceñimos a un estrecho sendero.
Pregunté a la señora Jin acerca de su vida. Era una mujer agradable, muy sincera y sin afectaciones. Tenía treinta y dos años y una hija pequeña. Su marido trabajaba en un departamento gubernamental. Esta familia compuesta por tres miembros convivía con seis familiares en un piso pequeño de Langxiang: nueve personas en tres habitaciones. Su suegra se ocupaba de cocinar. Me pareció injusto que en una provincia de grandes extensiones la gente se viera obligada a vivir en condiciones tan exiguas y en tan poco espacio. Lo cierto es que era bastante corriente. Y la familia vivía bajo un mismo techo. Con frecuencia tuve la sensación de que la antigua e inmemorial familia confuciana era lo que mantenía el orden en China. Mao había criticado a la familia y la Revolución Cultural fue un ataque deliberado al sistema familiar, en el que se dijo a los niños que denunciasen a sus padres burgueses. Pero no funcionó y finalmente fracasó. La familia había perdurado y con las reformas de Deng florecían las empresas y las granjas familiares.
Mientras nos internábamos en el bosque pregunté si se podía comprar el Libro Rojo con los Pensamientos Escogidos de Mao.
—Yo tiré el mío —reconoció el señor Tian—. No era un camino correcto.
—No estoy de acuerdo —acotó la señora Jin.
—¿Lee los Pensamientos de Mao? —pregunté.
—A veces. Mao hizo grandes cosas por China. Todos lo critican, pero olvidan que también hizo cosas sensatas.
—¿Cuál es su pensamiento favorito, el que relaciona con su sabiduría? —insistí a la señora Jin.
—«Servir al pueblo» —replicó—. No puedo citarlo en su totalidad porque es muy largo. Es muy sabio.
—¿Qué me dice de «La revolución no es una fiesta»? ¿Podría cantarlo?
—Por supuesto —respondió y cantó mientras marchábamos entre los árboles.
Aunque la melodía no era pegadiza, era ideal para caminar deprisa pues estaba cargada de versos yámbicos: Geming bushi gingke chifan.
Me dediqué a observar pájaros. Era uno de los contados sitios de China donde los árboles estaban rebosantes de pájaros. Eran seres minúsculos y aleteantes posados en las ramas más altas. El problema consistía en que sólo podía utilizar los prismáticos con las manos desnudas a fin de enfocar. La temperatura superaba los treinta grados bajo cero, razón por la cual después de unos minutos tenía los dedos demasiado agarrotados para ajustar los prismáticos. A pesar del frío cruel se oían los trinos de las aves y en todo el bosque resonaban los golpecillos de los pájaros carpinteros.
—Señor Tian, ¿qué sabe cantar? —quise saber.
—Los Pensamientos de Mao, no.
—Cante otra cosa.
De repente se arrancó el gorro de lana y canturreó:
¡Oh, Carol!
¡Soy un tooooonto!
No me dejes nunca,…
Trátame con rigooooor y ámame…
El señor Tian cantó con extraordinaria pasión y energía ese viejo rock-and-roll de Neil Sedaka. Cuando terminó exclamó:
—¡Es lo que solíamos cantar en la universidad en mis tiempos de estudiante!
No había viento y el único sonido era el de los pájaros: gorjeos, trinos, picotazos en los árboles. El señor Tian y la señora Jin avistaron humo en una colina que no se encontraba muy lejos y decidieron ver de qué se trataba. Seguía avanzando y observando pájaros. Vi varios pájaros de las marismas y tres tipos de pájaro carpintero. Buscaba el gran pájaro carpintero negro, del tamaño de una gallina. Avisté un par de trepadores que escalaban un tronco con las plumas ahuecadas. Me encantó comprobar que esas aves diminutas fuesen insensibles al frío.
Entonces oí la inconfundible detonación de un arma. Me volví y vi que Ying, el chófer, corría hacia los matorrales y rescataba un pájaro muerto. ¡Llevaba un arma! Desanduve lo andado mientras el chófer se guardaba el pájaro en el bolsillo.
—¿Qué hace?
—Mire, un pájaro —respondió muy ufano.
Llevaba un fusil del 22, de un solo disparo, que parecía salido de una barraca de tiro al blanco.
—¿Qué piensa hacer con ese pájaro?
Era un pinzón. Yo lo tenía en la mano. Era muy suave, diminuto y aún estaba tibio en esa región de frío pavoroso. Fue como sostener un entremés extravagante.
Tal vez el señor Ying percibió un filo de hostilidad en mi voz porque no respondió.
—¿Piensa comerse este pájaro?
Bajó la cabeza y pateó la nieve como un niño al que han regañado.
Ese pájaro no servía como alimento. Tuve la certeza de que el chófer mataba pájaros por pura diversión.
—Señor Ying, ¿por qué dispara a los pájaros?
No me miró. Estaba enfurruñado y se le caía la cara de vergüenza.
—A mí no me gusta matar pájaros —añadí—. Éste es un pájaro simpático y bonito. Y ahora es un pájaro muerto.
Estaba cabreado porque no sabía que a mis espaldas tenía un hombre armado que disparaba a diestro y siniestro. Había creído que me encontraba en una extensión indómita. Lo cierto es que había hablado de más. El señor Ying me miró con cara de quien tiene ganas de disparar. Deposité el pequeño pinzón en su mano y me largué. Cuando miré hacia atrás vi que caminaba por el sendero en dirección a la carretera. No divisé al señor Tian ni a la señora Jin, aunque vi lo que estaban buscando: un árbol que ardía en una ladera, una gran emoción, un fuego inútil.
Me adentré en solitario por el bosque y vi más aves: numerosas y aleteantes bandadas de pájaros carpinteros. Avisté tantos ejemplares como en un día cualquiera en Sandwich, Massachusetts, pero esto era la China domesticada, envenenada, nada sentimental y hambrienta, el país más poblado de la Tierra: el chino se relame invariablemente en cuanto ve un pájaro silvestre.
Ese lugar de China era insólito: bellas aves que gorjeaban y volaban entre los árboles altos y gruesos y ni un solo ser humano a la vista.
No había peligro en seguir caminando por el bosque. Era imposible perderse pues mis huellas estaban marcadas en la nieve. Seguí andando una hora más y divisé un penacho de humo. Ni siquiera cuando me acerqué discerní de qué se trataba. Parecía un fuego subterráneo. Al llegar a la cima vi que procedía de un pozo profundo que había en el suelo. En el fondo del pozo tres chinas entraban en calor junto a una hoguera. Las saludé y alzaron la vista para observar a ese bárbaro de nariz larga, con gorro ridículo, manoplas y el abrigo que le quedaba estrecho por el montón de jerséis que llevaba debajo. Parecieron sobresaltarse de verdad, como si yo fuera un siberiano que había cruzado la frontera, situada tan sólo a unos ciento treinta kilómetros. Lanzaron el característico jadeo chino: Ai-yaaaah.
—¿Qué estáis haciendo?
—¡Es nuestro descanso para comer!
Salieron del pozo y me observaron. Llevaban chaquetas acolchadas y botas de fieltro y se cubrían las cabezas y las caras con bufandas.
Me explicaron que trabajaban allí y me mostraron los plantones que habían puesto en las zonas protegidas del viento. Los leñadores habían pasado por allí, pero ya se habían ido, después de talar colinas enteras. Suponían que dentro de tres siglos el bosque quedaría repoblado y podría volver a talarse. La posibilidad me pareció improbable en virtud del récord chino de lluvia ácida. De todos modos, las zonas protegidas del viento estaban bien preparadas, semejaban muchas hileras de setos en paralelo a la ladera y la impresión global correspondía a la de las líneas de un mapa topográfico.
Antes de emprender el regreso me metí en el pozo y me calenté delante de la hoguera, mientras las tres chinas se arrodillaban en el borde y me estudiaban. En cuanto salí, ellas entraron.
Me encontré con el señor Tian, que caminaba hacia mí.
—Le gusta estar aquí, ¿eh?
—Es un sitio maravilloso.
—El bosque primitivo —dijo—. El bosque original.
—¿No le gustaría construir una casa aquí y vivir solo con su esposa? —pregunté.
—Sí —respondió—. Y tener una familia y escribir… poemas y cuentos.
—Y tal vez tener cuatro hijos —añadí.
—No está permitido —reconoció. En seguida sonrió—. Pero esto está tan lejos de todo que no se enterarían. No importaría. Claro que me gustaría.
Caminamos hasta donde los leñadores estaban trabajando. Muy pocos usaban guantes o gorro. Vestían chaquetas bastante delgadas y las tan glorificadas zapatillas. Me sorprendió que soportasen el frío con vestimenta tan escueta. Acarreaban montones de troncos recién cortados y los apilaban para que los cargasen en camiones. Algunos leñadores jóvenes interrumpieron su tarea para mirarme, quizá porque me vieron tan abrigado, pero el capataz les gritó y esos harapientos cortadores de árboles volvieron al trabajo. Las voces humanas y los tractores traqueteantes sonaban disparatados y desagradables en medio de la espesura del bosque, acaso una de las últimas extensiones arboladas de toda China.
La señora Jin había regresado a la carretera. Anochecía cuando nos reunimos con ella. Mientras caminábamos hacia el coche hablamos de la pena capital. El señor Tian estaba de acuerdo, dijo que había que matarlos a todos, que era la única solución. La señora Jin disintió. Dijo que no había que aplicar la pena de muerte a los estafadores y a los chulos, que bastaba con ejecutar a los asesinos.
El tema provocó una discusión sobre la verdadera cantidad de ejecutados.
—La mayoría de los chinos no se cree las noticias que oye por la radio —dijo el señor Tian cuando le pregunté si el Gobierno daba a conocer las cifras.
La señora Jin frunció el ceño y probablemente se preguntó si era sensato que el señor Tian me hablase de esos temas. El señor Tian volvió a tomar la palabra, se tironeó del pelo y habló atropelladamente:
—A veces el Gobierno dice mentiras.
—¿Y cómo sabe el pueblo lo que ocurre?
—Por las radios extranjeras. Los estudiantes escuchan la BBC y la Voz de América. Así me enteré de las manifestaciones de Pekín. El Gobierno sólo informó de lo que estaba ocurriendo dos o tres días después.
Me conmovió que me hablase con tanta sinceridad y decidí no hacer demasiadas preguntas porque percibí la desaprobación de la señora Jin. Estaba de buen humor a pesar del frío. Me parecía que me había internado por una parte de China a la que era difícil acceder y que valía la pena. No era una sensación de triunfo sino, más bien, un sentimiento esperanzador, pues se trataba de un sitio al que regresaría encantado: era algo de esperar.
A las cinco cené, me acosté y escuché la radio bajo las mantas: Langxiang de noche. Al día siguiente, al alba, el señor Tian y yo abandonamos la ciudad en tren. Hacía tanto frío que tuve la impresión de que partes de mi persona se quebrarían si chocaba con algo. Hacía otra mañana de viento que cortaba como una navaja. El cielo estaba encapotado. Durante mi estancia constantemente había estado nublado. Algunas nubes brillaban ligeramente. Ese manchón era el sol, sólo una tosca sugerencia de lo que el astro rey podría ser si es que existía.
Leí, dormí y me castañetearon los dientes a causa del frío. Era un tren abierto y los vagones estaban atiborrados de asientos de madera. Paraba en todas las estaciones y apeaderos y cada vez que hacíamos un alto las puertas se abrían, el viento soplaba y nos congelaba. Luego las puertas se cerraban y en cuanto el vagón empezaba a resultar casi soportable, el tren volvía a parar, las puertas se abrían y el viento soplaba. La comida del tren sólo costaba doce peniques y se componía de un plato único con arroz. Se trataba de una verdura de la norteña Heilongjiang, llamada «flor amarilla», semejante a tallos de azucena picados.
Me acordé del chófer y de la forma en que le había gritado por matar pájaros. Pregunté al señor Tian qué era eso de que se te cayera la cara de vergüenza. La expresión en chino es literal: caerse la cara (diu lian), pero en inglés, mi lengua materna, es incomprensible.
Cité a mi amigo Wang de Shanghai y dije:
—Los extranjeros no tienen cara.
—Pero nosotros sí —puntualizó el señor Tian—. Es la costumbre china.
—¿Y qué pasa si a uno no se le cae la cara?
—Existe una expresión, lianpi hou, que significa cara con la piel gruesa. Es algo malo, pues significa que uno es insensible. A las personas tímidas se les cae la cara.
Me pareció bueno, o al menos deseable, porque era un rasgo humano.
—Si alguien lo critica y a usted no se le cae la cara, no es una buena persona —añadió el señor Tian.
—Durante la Revolución cultural muchas personas fueron criticadas. ¿A todas se les cayó la cara?
—La Revolución Cultural fue un error de cabo a rabo.
—¿Qué fue lo peor?
—Que murió gente.
Un rato después el encargado del coche comedor se acercó a nuestra mesa y se sentó con nosotros. Dijo que debía ponerme dos pares de calzoncillos largos en lugar de uno y que los mejores eran los chinos, por su grosor (yo llevaba calzoncillos de esquiador). El encargado era de Jiamusi. Hacía un buen día en Jiamusi: la temperatura sólo alcanzaba los treinta y cuatro bajo cero. Por lo general se estaba a treinta y ocho grados bajo cero. Rió, me dio una palmada en la espalda y volvió al trabajo.
El señor Tian no había abierto la boca. Estaba pensando y asentía con la cabeza.
—Es muy buena la idea de construirse una casa en el bosque —dijo—. Y tener algunos hijos y escribir. —Estaba sentado en medio del frío, con su abrigo raído, y retorcía su gorro de lana. Aún asentía, con el pelo erizado y las mangas metidas en la salsa de soja—. Es lo que más me gustaría.