12
El tren ómnibus de Changsha a Shaoshan «Donde sale el sol»
En la estación de Guilin subí al tren de Changsha, que estaba vacío y parecía visitado por fantasmas. Se trataba de un tren desvencijado con vagones del año de la pera. Venía de un sitio extraño, Zhazhang, en la costa de Guangdong, y se dirigía a Wuhan, a orillas del Yangtse. Aunque caía la tarde hacía mucho calor. Me puse el pijama, empecé a leer Kidnapped, me dormí y soñé que viajaba, precisamente, en ese tren.
En mi sueño el tren paraba en una estación con un paisaje a oscuras, en medio de árboles sin hojas. Era un enorme edificio de madera, distinto a cuantos había visto, con techos altos y balcones. Aunque sabía que no era mi estación de destino, me apeé del tren y entré en el edificio. Las paredes estaban encaladas, allá y acullá había tiestos con palmeras, las vías atravesaban el vestíbulo… y había dos o tres andenes cerca de las taquillas. La situación me resultó muy confusa.
«¿Cómo se llama esta estación?», pregunté pues me proponía apuntarlo para incluirlo en el diario.
«Pregunte a aquella gente», replicó un chino.
Obreros de monos grasientos martillaban las vías. Eran negros… mejor dicho, mitad chinos y mitad negros.
«Los británicos construyeron esta estación», dijo alguien que se encontraba cerca de los trabajadores.
Ninguno de los obreros negros hablaba inglés. Alguno dijo en chino:
«Zhi shi shenme difang Kong Fuzi.»
Esa frase carecía de sentido para mí. Observé atentamente a los hombres. Parecían los negros de las películas de Hollywood: hombres de piel clara, con ojos pálidos y mirada penetrante.
Me di cuenta de que llevaba demasiado tiempo en la estación y de que mi tren se iba. Me dominó el pánico. Algunos turistas me impidieron avanzar. Una mujer fornida me hizo frente:
«¿Es usted Paul Theroux?»
«No», repliqué y me escapé.
Tomé una dirección equivocada, rumbo al andén siete. Mi tren estaba en el cinco. Corrí de un lado a otro.
Uno de los turistas se rió de mí y otro comentó:
«Los británicos bautizaron esta estación en honor a Confucio.»
Subí al tren justo a tiempo y desperté bañado en sudor en la oscilante litera. Era medianoche. El humo de carbón y el ruido metálico junto a la ventanilla eran el humo del carbón y el tintineo del sueño.
El tren llegó a Changsha poco antes del alba. Las calles anchas estaban calientes y oscuras. El señor Fang mascullaba a mis espaldas.
—Señor Fang, ¿qué le pasa?
—¡Estos trenes! —exclamó y rió. A esas horas impías su risa era aterradora. Repitió el sonido y dijo—: ¡Estos trenes!
Empezaban a flaquearle las fuerzas.
No sólo el tren molestaba al señor Fang, sino Changsha propiamente dicha. Los chinos relacionaban la ciudad con la memoria del presidente Mao. El gran timonel había nacido cerca, en Shaoshan. Había estudiado aquí. Aquí había dado clases. Ayudó a fundar el Partido Comunista en Changsha, pronunció discursos y reclutó a miembros del Partido. Changsha era su ciudad y Hunan su provincia. Durante muchos años, siempre que los chinos eran autorizados a viajar visitaban Changsha de manera piadosa, como homenaje a Mao, y remataban el recorrido trasladándose a Shaoshan.
El señor Fang estaba hasta el gorro de Mao y de las charlas políticas, asqueado de las consignas y de las canciones políticas. El Partido tampoco le interesaba. Quería hacer su trabajo; tenía tareas que cumplir en Pekín. Declarar que estaba harto de seguirme habría sido el no va más de la descortesía, pero yo sabía que estaba en las últimas. En los últimos tiempos protestaba cada vez que subíamos a un tren y el grito de «¡Estos trenes!» en la estación de Changsha me hizo saber que estaba a punto de rendirse.
Otro tren y más Mao: la pesadilla de Fang.
Su aflicción me dio ánimos. Me alegraba de estar aquí. En todo momento había tenido la intención de visitar la aldea natal de Mao y de interrogar a los peregrinos. Al parecer, actualmente nadie hablaba bien de Mao. ¿Qué pensaban en Changsha?
—Cometió poquísimos errores y éstos fueron nimios —dijo el señor Ye mientras me mostraba la estatua de Mao en la cuna del comunismo chino.
Era una estatua monumental: Mao lucía abrigo y gorra y saludaba con la mano.
—¿Está orgulloso de él?
—¡Sí! —contestó desafiante el señor Ye—. Estamos orgullosos de todo lo que hizo.
—La mayoría de los chinos estamos orgullosos de Mao —intervino el señor Shao—. Unos pocos no están de acuerdo.
—¡Deng Xiaoping lo llamó gran hombre! —protestó el señor Ye.
—¿Por qué no visitamos el Museo de Mao? —propuse.
—Está cerrado —respondió el señor Shao.
—¿De veras? ¿Por qué?
Los hombres guardaron un silencio que significaba: «No haga preguntas.»
—¿Y el instituto donde Mao dio clases?
El señor Ye frunció el ceño y replicó:
—Está a diez kilómetros de la ciudad. Podemos ir en coche, pero entrar es imposible. No es muy interesante.
¡El pueblo solía peregrinar hasta esos sitios!
—Propongo que visitemos el Museo de Historia de Hunan —dijo el señor Shao—. Alberga a una mujer de dos mil años.
La mujer yace desnuda en un ataúd de plástico lleno de formaldehído, su rostro es espantoso a causa de la descomposición y la disección, su piel es de color blanco aciruelado y tiene la boca abierta. Murió durante la dinastía Han, después de comer sandía. También exhiben las semillas que extrajeron de su estómago. A decir verdad, su estómago está en exposición: han colocado en botes sus órganos internos. Los chinos acuden en tropel a este museo prácticamente por la misma razón por la que, de niño, yo solía visitar el Museo Aggasiz de Harvard. Me fascinaba la cabeza encurtida de un gorila metida en un gran bote y la forma en que uno de sus ojos gelatinosos se había desprendido y flotaba sobre la parte superior del bote. Era el interés por el horror.
Uno de los peligros de los viajes largos radica en la tendencia del viajero a miniaturizar las grandes ciudades, no por malicia ni por frivolidad, sino en pro de su serenidad de espíritu. Yo intentaba simplificar y volver interesantes las ciudades chinas de rostro pétreo y carentes de encanto. Changsha era un buen ejemplo. Sabía que contaba con varias universidades, diversos institutos técnicos, hospitales y facultades de medicina. La mayoría de las ciudades chinas están igualmente provistas. Son un homenaje a la decisión de los chinos de convertirse en una sociedad autosuficiente, sana y alfabetizada. Estos proyectos e instituciones se consideran tan imprescindibles que los chinos no entienden que los países africanos y otra naciones del Tercer Mundo se embarquen en empresas engañosas como la construcción de aeropuertos de lujo o supercarreteras. Los chinos desdeñan los proyectos ostentosos y consideran patéticos y atrasados a los destinatarios de ayudas que gastan los fondos de esta manera. En conjunto, los chinos se desconciertan ante los pueblos que no están dispuestos a hacer sacrificios. Es admirable. De todos modos, resulta agobiante estar sometido constantemente a los sacrificios chinos. Después de veinte hospitales y de cuarenta campus universitarios decidí prescindir de esas visitas.
En consecuencia, Changsha era mucho más que los recuerdos maoístas y la mujer de dos mil años en conserva; empero, el resto no era atractivo. Me costó distinguir los hoteles de las universidades y los hospitales de las cárceles. La arquitectura china, que es polifacética y atroz, vuelve casi imposible discernir entre un sitio y otro. Una de las experiencias más corrientes que vive un extranjero en China (si exceptuamos tres o cuatro ciudades principales) consiste en despertar en una habitación horrible, ver el techo con manchas de humedad, las cortinas agujereadas, el termo abollado y la alfombra raída y no saber si es estudiante, huésped, paciente o prisionero.
Las cosas están cambiando. La situación está cambiando. Tuve el convencimiento de que cambiaba deprisa cuando en Changsha conocí a cuatro individuos de la Oficina Provincial de Turismo de Hunan y uno —el señor Sun Bing— dijo:
—Somos el departamento de ventas y comercialización de esta oficina.
—Queremos que los amigos extranjeros se enteren de que ésta es una provincia maravillosa —añadió el señor Li.
—¿Gracias al presidente Mao?
—No sólo por eso —puntualizó el señor Zhang—. Nuestro gran secreto reside en Wuling Shan.
—¿Otro político?
—No, se trata de una región más hermosa que todo lo que se ve en Guilin.
—¿Colinas de piedra caliza?
—Desde luego, pero de formas más bonitas —dijo el señor Sun—. Son más interesantes y más grandes. Además hay bosques y pájaros.
—Y minorías —apostilló el señor Chen.
—Minorías muy pintorescas —añadió el señor Sun—. En conjunto se trata de un viaje muy interesante.
«No dejéis de insistir», pensé. Estaba encantado. Cuatro chinos de nuevo cuño que vendían las maravillas paisajísticas de su provincia. Volví a pensar: «Los chinos espabilan deprisa.»
—De momento la gente no lo sabe —agregó el señor Zhang—. Es un secreto. Nadie va de visita.
—¿Por qué?
—Porque no hay hotel, aunque está en construcción. Cuando esté terminado esta región será famosa en todo el mundo.
—Hunan es una provincia preciosa —afirmó el señor Li—. La gente debería conocerla. Aunque competimos con otras provincias, tenemos de todo. Hasta ahora los visitantes no acudían para contemplar el paisaje, pero empiezan a hacerlo.
Dichas esas palabras me condujo a una mesa, donde compartimos una larga comida de platos de Hunan: en mi opinión, la mejor comida de toda China. El banquete se componía de ancas de rana, tortuga, pato, callos, cohombros de mar (que, de hecho, son babosas de mar), sopa y verduras, sin arroz ni pasta: ese tipo de dieta básico es para personas de paladar más basto. Me di cuenta de que era un intento descarado para ganar mi aprobación y me conmovió su inocente convicción en la dinámica de dar un festín al demonio extranjero.
Los chinos pueden ser muy poco sutiles y montar un banquete demoledor antes de pedir un favor. ¿O era una sutileza? Sea como fuere, se han percatado de que funciona. De todos modos, habría elogiado de buena gana las colinas de Hunan sin tomar una tercera ración de ancas de rana.
«Hasta ahora los visitantes no acudían para contemplar el paisaje», había dicho el señor Li. Era verdad. Habían visitado Changsha como peregrinos, primero para cubrir a pie los ciento veinte kilómetros rumbo oeste hasta Shaoshan y, en segundo lugar —después de que a finales de los años sesenta se construyera la línea ferroviaria—, para viajar en el tren más extraño de China. Acudían creyendo en cierta consigna de la Revolución Cultural, «El sol sale por Shaoshan» (Taiyang cong Shaoshan shengqi), metáfora que aludía a que Mao Zedong había nacido allí. En otro tiempo los chinos se habían puesto «Shaoshan» de nombre en honor a Mao y me crucé al menos con un Li Shaoshan.
En la década del sesenta circulaban varios trenes por hora. Ahora sólo hay uno al día. Sale de Changsha a las seis de la mañana y tres horas después llega a Shaoshan. Regresa por la noche, igual que una vieja locomotora que discurre por un ramal olvidado, después de sobrevivir al fin que pretendía cumplir.
La carretera siempre ha sido popular, incluso después de que el tren circulara regularmente. No sólo era el mejor modo en que los guardias rojos y los revolucionarios podían demostrar su fervor, sino que las largas marchas formaban parte del programa político de Mao: el plan de «forjar buenas plantas de los pies». Se basaba en la idea de que todos los ciudadanos chinos debían tener pies resistentes durante la Revolución Cultural porque tal vez fuese necesaria la evacuación de las ciudades cuando el Enemigo Sin Nombre intentara invadir China. Mao cargó al pueblo con la paranoia bélica, motivo por el cual los chinos tuvieron que fabricar ladrillos y cavar trincheras, búnkers y refugios antiaéreos. También recibieron la orden de fortalecer sus pies y de realizar caminatas de treinta kilómetros en sus días libres con el propósito de tener «plantas de los pies de hierro» («Simplemente acabé con ampollas», explicó Wang, mi informante). Con este fin caminaban cuatro días por la carretera de Changsha a Shaoshan, pernoctaban en las chozas de los campesinos y cantaban «El este es rojo» y «El sol sale por Shaoshan». También entonaban cantinelas de los Pensamientos Escogidos a los que habían puesto música, cosas como «¡Pueblos del mundo, uníos y derrotad a los agresores norteamericanos y a sus secuaces!», con su último y conmovedor verso: «Todos los monstruos serán destruidos.» Mi canción preferida de los Pensamientos Escogidos, canción que, estoy seguro, con su síncopa animó las marchas a lo largo de la carretera de Shaoshan, dice así:
La revolución no es igual a una cena,
a escribir un ensayo, a pintar un cuadro o a bordar;
No puede ser demasiado refinada, pausada y serena,
tan moderada, afable, cortés, contenida y magnánima.[6]
La revolución es una insurrección,
un acto de violencia mediante el cual una clase derroca a otra.
También cantaban esas canciones en los trenes. Agitaban banderas. Lucían distintivos y chapas de Mao y el brazalete rojo. No era una tontería. Por magnitud y fervor equivalía a los musulmanes que realizan la Hadj a La Meca. Cierto día de 1966 una procesión de ciento veinte mil chinos se concentró en la aldea de Shaoshan para entonar canciones y practicar el qing an con el Pequeño Libro Rojo.
Veinte años después llegué a la misma estación en un tren vacío. La estación también estaba vacía. El andén extraordinariamente largo estaba vacío, lo mismo que las vías muertas. No había un alma a la vista. La estación estaba limpia, lo que volvía mucho más extraño el hecho de que se encontrara vacía. Estaba muy limpia, recién pintada en un azul diáfano y totalmente abandonada. No había coches en el aparcamiento ni una sola persona en las taquillas. Sobre la estación colgaba un enorme retrato de Mao y en una cartelera se leía el siguiente epitafio en chino: «Mao Zedong fue un gran marxista, un gran revolucionario proletario, un gran estratega y teórico.»
Era toda una delicadeza: no se mencionaba que había sido un gran dirigente. El último deseo de Mao (obviamente ignorado) fue que lo recordasen como maestro.
Deambulé por la aldea y reflexioné sobre el hecho de que no hay nada más desolado que un aparcamiento vacío. En Shaoshan había muchos aparcamientos destinados a autocares; eran muy grandes, pero no había un solo vehículo estacionado.
Me dirigí al hotel construido para los dignatarios, tomé asiento en el comedor casi vacío, bajo un retrato de Mao, comí y oí cómo escupían los chinos.
Shaoshan ya no estaba de moda. Era la aldea que el tiempo olvidó, espectral y resonante. Por eso me fascinó. De hecho, era un refugio campestre muy bonito, con árboles hermosos, campos verdes y un riacho que llenaba los estanques de lotos. En cualquier otro sitio una atmósfera tan vacía resultaría deprimente, pero ésta era de saludable indolencia —¿hay algo más sano que negarse a rendir culto a un político?— y las pocas personas que había no estaban allí como peregrinos, sino como excursionistas.
La casa de Mao se alzaba en un extremo del pueblo, en un claro del bosque. Era grande y el estuco amarillo y el diseño de Hunan le conferían el aspecto de una hacienda: fresca, ventilada, con patio y una hermosa perspectiva de ese escenario idílico. Ahí nació Mao en diciembre de 1893. Las habitaciones están perfectamente etiquetadas: «Dormitorio de los padres, dormitorio del hermano, cocina, pocilga», y así sucesivamente. Es la casa de una familia acomodada; el padre de Mao era «un campesino relativamente rico», sagaz con el dinero y las hipotecas y una suerte de usurero. El espacio abundaba: el granero era grande y la cocina amplia. Aún se conserva la cocina de la señora Mao («No tocar») y en una placa cercana se leía: «En 1921 Mao Zedong educó a su familia en la revolución junto a esta cocina.» En el comedor se leía: «En 1927 aquí se celebraron reuniones para analizar las actividades revolucionarias.»
No era lo mismo que visitar la cabaña de troncos de Lincoln. No era Blenheim. Tampoco era la casa de Paul Revere. En primer lugar, estaba muy vacía. Los pocos chinos que se encontraban cerca ignoraban la vivienda. Estaban sentados bajo los árboles y escuchaban una radio resonante. Había muchachas de bonitos vestidos. Sus ropas mismas eran una declaración política. De todos modos, ese grupo de personas apenas era visible. El vacío de la casa tenía algún significado. Cuando era multitudinariamente visitada, Shaoshan representaba la devoción y la obediencia políticas; ahora que estaba vacía simbolizaba la indiferencia. Hasta cierto punto, ese descuido era más dramático que la destrucción porque aún existía a modo de mofa de lo que había sido.
Poseía el olor a húmedo de un viejo santuario. Había sobrevivido a su utilidad y parecía absurda, como un templo antaño venerado por una secta de fanáticos que huye rasgándose las vestiduras para no regresar jamás. Los tiempos han cambiado. En las postrimerías de la Revolución Cultural, Simon Leys —que es un seudónimo— visitó China y en Chinese Shadows, el relato sombrío y crítico del viaje, escribió que «todos los años Shaoshan es visitada por cerca de tres millones de peregrinos». Eso significa ocho mil al día. Hoy no había ni uno.
El hecho de que Shaoshan incomodara a los chinos correspondía a que el proyecto había consistido en mostrar a Mao como una persona más humana. Se notaba una odiosa religiosidad en el modo en que habían organizado su vieja escuela para mostrar al niño Mao como un alumno santificado. De todos modos, el edificio estaba vacío y nadie caminaba por el sendero, de modo que daba igual. Tuve la sensación de que los chinos se alejaban en tropel.
En un tenderete vendían tarjetas postales. Sólo había una imagen: La cuna de Mao (la casa en el claro del bosque). Había unas pocas chapas de Mao. Fue el único lugar de China donde vi su rostro en venta, pero debo admitir que era una chapa pequeña. También vendían toallas y paños de cocina en los que se leía «Shaoshan.»
El Museo de Mao tenía una tienda.
—Me gustaría comprar una chapa de Mao —dije.
—No tenemos —respondió el vendedor.
—¿Y una foto de Mao?
—No tenemos.
—¿Y un ejemplar del Pequeño Libro Rojo o de cualquier obra de Mao?
—No hay.
—¿Dónde están?
—Se han vendido.
—¿Todos?
—Todos.
—¿Traerá más?
—No lo sé —replicó el vendedor.
En ese caso, ¿qué venden en la tienda del Museo de Mao? Venden llaveros con fotos en color de las estrellas de cine de Hong Kong, jabones, peines, maquinillas de afeitar, espuma de afeitar, golosinas, cacahuetes almibarados, distintivos, hilo, cigarrillos y ropa interior de hombre.
El museo intentaba mostrar a Mao como una persona más humana y en las dieciocho salas de hagiografía Mao aparecía como una especie de Cristo, que predicaba desde muy joven (daba instrucciones sobre la revolución en la cocina de su madre) y que ganaba militantes. Había estatuas, banderas, distintivos y objetos personales: su sombrero de paja, sus pantuflas, su cenicero. Sala tras sala, su vida se expone en fotos y pies de fotos: su época de escolar, su trabajo, sus viajes, la muerte de su hermano, la Larga Marcha, la guerra, su primer matrimonio…
Después de una exhibición tan lánguida y detallada, en la última sala ocurre algo extraño. En la sala número dieciocho el tiempo se dispara y los años que van de 1949 a 1976 —toda su presidencia, su mandato y su muerte— se presentan a la velocidad del rayo. Ni siquiera se mencionan sus otros dos matrimonios, ni se habla de Jiang Qing. Las personas como Jiang Qing y Lin Piao fueron borradas de las fotos con aerógrafo. La década del sesenta se comprime en una imagen: el hongo de la primera bomba atómica que China hizo detonar en 1964. El resto de la década no existe. La Gran Revolución Cultural Proletaria no existió. ¡El Museo de Mao se inauguró en 1967, en la época culminante de la Revolución Cultural!
Al omitir tantos hechos y mostrar que el tiempo pasa tan rápido el museo ofrece al visitante una historia disparatada y en conserva de los últimos años de Mao. En las salas precedentes aparece como un niño malcriado, un mocoso grande, con el ceño fruncido y solemne. En la última adopta una sonrisa insólita y su cara de calabaza produce un efecto perturbador. Da la impresión de que, a partir de 1956, está gagá. Se viste con pantalón holgado y sombrero de culi y su rostro fofo está tenso en una mueca senil o de orate. No tiene nada que ver con el que fue. En una foto juega aletargadamente al pimpón. A partir de 1972 y en los encuentros con Nixon, con el príncipe Siha-nuk y con los dirigentes del Este de Europa, Mao es una sombra de sí mismo, parece totalmente chalado o no da la impresión de reconocer al visitante que le sonríe. Aquí abundan las pruebas que sustentan lo que los chinos dicen insistentemente sobre Mao: que a partir de 1956 ya no fue el mismo.
Mao se propuso ser un enigma y lo consiguió. El sinólogo Richard Soloman lo describió como «el líder anal de un pueblo oral». Es posible describir a Mao pero no evaluarlo. Era paciente, optimista, implacable, patológicamente antiintelectual, romántico, militarista, patriota, chovinista, juvenilmente rebelde y deliberadamente contradictorio.
Shaoshan lo decía todo sobre Mao: su ascenso y su caída, su posición actual. Me encantó ese tren vacío que llegó a la estación vacía. ¿Había una imagen más diáfana de la oscuridad? Con respecto a la casa y la aldea, se parecían a tantos templos de China en los que ya nadie reza; no eran más que un montón de piedras simétricas que representan el desgaste, la confusión y la ruina. China está llena de sitios semejantes, consagrada al recuerdo de alguien y, en los últimos tiempos, mera excusa que permite montar mesas para excursionistas y vender recuerdos.
El señor Fang estaba sentado en el vestíbulo del hotel con la cabeza entre las manos. Ni siquiera alzó la mirada cuando un hombre próximo eructó estentóreamente, escupió una almeja en el suelo y la aplastó con el pie.
—Señor Fang, me voy.
Irguió la cabeza y me miró con los ojos inflamados.
—¿Adónde va?
—Pasaré una temporada en Cantón y luego iré a Pekín.
—¿En tren? —preguntó con tono gimoteante. Tenía los labios resecos.
—El ferrocarril popular es para el pueblo —declaré al recordar la consigna que había leído en Yunnan, en la ciudad de Yiliang.
Pegó un brinco y dijo:
—Tengo cincuenta y seis años. He viajado mucho. Fui intérprete de ruso. Estuve en Leningrado y otras ciudades. Sin embargo, nunca he tomado tantos trenes en tan poco tiempo. Jamás había dormido en tantos trenes… la verdad es que no logro pegar ojo. ¡Estos trenes, estos trenes!
—Un tren no es un vehículo, el tren forma parte de una nación, es un lugar.
—Se acabó —dijo sin prestarme atención.
—Me voy a Cantón.
—Debo ir con usted. Podemos tomar un avión.
—Lo siento, pero no quiero saber nada de aviones. Los aviones chinos me asustan.
—Pero el tren…
—Coja el avión —propuse—. Yo iré en tren.
—No, debo ir con usted. Son las costumbres chinas.
Aunque parecía triste, no me compadecí de él. Lo habían enviado para que me vigilase como a un niño y para que me echase el aliento en la nuca. Había sido discreto y no me había estorbado pero, ¿quién le pidió que me acompañara? Yo no.
—Regrese a Pekín. Puedo ir solo a Cantón.
—Después de llegar a Cantón, ¿cogerá más trenes?
—No lo sé.
—Los aviones son más veloces.
—Señor Fang, no tengo prisa.
No dijo nada más. Me puse contento: logré resistir más que él aun sin proponérmelo. El señor Fang estaba al cabo de sus fuerzas, odiaba los trenes, había padecido la tortura del insomnio. Se moría por volver a su tierra. No obstante, a la noche siguiente me siguió en el expreso de Cantón y se sentó detrás de mí en el comedor. Parecía físicamente enfermo y, por si eso fuera poco, el coche comedor se llenó en seguida de turistas alegres cuyo vuelo había sido cancelado. Eran el tipo de norteamericanos de buen corazón que, en un período anterior de la historia del turismo estadounidense, solían visitar Pike’s Head. Ahora estaban en China. Se dedicaban a hacer compras. Los llevaban en autocares hasta los templos en los que también compraban. Aunque hablaban mucho, ni mencionaban la cultura china. Decían cosas del tenor de: «Joe el viejo se murió y ella volvió a casarse dos veces. Era una alcohólica insufrible»; «Los plátanos te sentarán bien. Te proporcionarán hidratos de carbono». Cuando cualquiera de los integrantes del grupo mencionaba Cantón exclamaban: «¡En Cantón se puede jugar a los bolos!»
En el coche comedor no se mostraron más conversadores ni más chillones que los cantoneses. Fueron atentos de una manera circunspecta. El camarero les sirvió una fuente con verduras.
—¿Quién comerá esto? —preguntó una mujer campechana.
—¿Qué es? —quiso saber otra.
—Mi hijo lo devoraría —añadió una tercera mujer y observó la verdura.
—¿Son espinacas?
—Es un tipo de espinacas —respondió un hombre.
—¡Da igual! —exclamó un tejano—. ¡No hay inseguridad ciudadana! Mi pobre esposa es del oeste de Tejas y no vio una ciudad hasta que cumplió los veintitrés años. Aquí yo podría ponerle en el bolsillo oro por valor de diez mil dólares y mandarla a la calle y estaría totalmente segura porque esto no es Tejas, sino China[7].
—Pero que no se le ocurra tocar el agua —dijo la mujer campechana.
—Sabe como el agua de Los Ángeles —opinó otro—. Aún no me he acostumbrado.
—Sabe como el agua de Saginaw —intervino una joven—. Es por el cloro. Una vez tomé una taza de café en Saginaw y me pareció repugnante. Me pregunté qué pasaba con ese café, pero el problema no estaba en el café, sino en el agua.
Su amigo —o tal vez su marido— dijo:
—Fuera de Saginaw, en puebluchos como Hemlock, el agua es deliciosa.
—¡Chico, me alegro de no haber traído medias de nailon! —exclamó la campechana—. ¿Quién podía imaginar que en China haría tanto calor?
—Aquí hace calor, sin duda —declaró el hombre de Texas—. Y en el norte hace un frío de muerte. Todo es nieve y hielo. Lo sé a ciencia cierta.
—El camarero trae más comida —dijo alguien.
—Cielos, ¿cómo se llamará eso?
Una mujer anunció con voz de locutora:
—Pienso decir a todos mis amigos que están a dieta que visiten China… me refiero a los que son muy quisquillosos con la comida. ¡Vaya si adelgazarán!
—A los muy quisquillosos ni se les ocurrirá visitar China —dijo la joven.
Al salir del coche comedor oí que alguien comentaba con ansiedad:
—Me gustaría saber qué hacen con las sobras.
Un cantonés apareció en mi compartimiento. Jadeaba y revolvía su mochila. Tenía un extraño aspecto simiesco. No hablaba más idioma que el propio. Se instaló en la litera de arriba y sacudió sus trastos. Apagué la luz. El cantonés volvió a encenderla. Sorbió té de su bote de mermelada y se agitó. Abandonó ruidosamente el compartimiento y volvió ataviado con un pijama a rayas. Era medianoche y seguía moviéndose de aquí para allá; en un momento estuvo a punto de romperme las gafas con su pie prensil pues utilizaba la mesilla como punto de apoyo. Me quedé dormido y alrededor de las tres de la madrugada desperté. El cantones leía iluminándose con la linterna y mascullaba. A partir de ese momento no pude conciliar el sueño. Como estaba tan malhumorado como el señor Fang, en Cantón decidí quedarme unos días y no hacer reservas. No está bien visitar un país si estás de mal humor: le echas la culpa de tu mala leche y extraes conclusiones erróneas.
En una ocasión me había reído al pensar que en Cantón había hoteles de lujo con tiendas de platos preparados y discotecas. Los chinos de Cantón se habían aficionado al levantamiento de pesos y tenían máquinas para fortalecer el cuerpo. El hotel Cisne Blanco ofrecía hamburguesas y disponía de un bar donde servían ensaladas. En el hotel China había una bolera con aire acondicionado. Ya no parecía disparatado suponer que la gente iba a China a comprar, a comer o a jugar a los bolos.
—¿Se acabaron los trenes? —preguntó nervioso el señor Fang.
—De momento, sí.
—¿Puede que vuelva a su tierra?
—Tal vez.
¿Sonreía?
—Lo acompañaré a la estación —añadió—. Son las costumbres chinas. Para despedirlo.
—Señor Fang, no es necesario. ¿Por qué no coge el avión a Pekín?
—Mañana por la mañana sale uno —dijo con impaciencia.
—No se preocupe por mí.
El señor Fang parecía reticente, pero no hizo ningún comentario más. Le compré un libro ilustrado sobre Guilin y se lo entregué por la noche, al verlo en el vestíbulo. Ni siquiera le quitó el envoltorio. Se lo puso bajo el brazo, me dirigió su penosa mirada de león marino y me estrechó la mano.
—Adiós —dijo en inglés y se alejó sin más.
Pensé que no estábamos jugando una carrera de recuerdos. El señor Fang siguió andando y no miró atrás.
Como estaba en Cantón, después me fui a jugar a los bolos.