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Tren número 104 de Xi'an
Los trenes chinos pueden ser terribles. En doce meses de viaje —cerca de cuarenta trenes— no vi uno solo con los lavabos limpios. Los altavoces zumbaban y machacaban dieciocho horas diarias, recuerdo de los tiempos de las consignas maoístas. Los revisores podían ser tiranos y el frenesí en el coche comedor con frecuencia no valía la pena. Pero también hubo compensaciones: los revisores amables, ocasionalmente una buena comida, la litera confortable, una buena partida de dados. Cuando todo fracasaba, aún había un termo regordete de agua caliente para preparar el té.
Cualesquiera que fuesen mis objeciones contra los trenes, eran una nadería comparadas con los horrores del viaje en avión por China. Lo probé cuando dejé Urumchi rumbo a Lanzhou, pues no tenía sentido desandar lo recorrido en el Gallo de Hierro. Me pidieron que me presentara en el aeropuerto con tres horas de antelación, es decir, a las siete de la mañana, y el avión despegó ocho horas después, a las tres de la tarde. Se trataba de un viejo reactor ruso, con la cubierta de metal arrugada y ajada como el papel de estaño de un paquete de cigarrillos vacío. Los asientos estaban tan juntos que me dolieron las rodillas y la sangre dejó de circular por mis pies. Todas las butacas estaban ocupadas y cada pasajero iba cargado con el equipaje de mano: enormes paquetes que te podían romper la crisma y que se caían del portaequipajes. Incluso antes de que el avión despegara la gente vomitaba suave y espesamente, con la actitud solemne y devota con que suelen hacerlo los chinos. Después de dos horas de vuelo nos dieron a cada uno un sobre con tres caramelos, chicle y tres pastillas pegajosas; el trozo de celofán prácticamente ocultaba la tira negra de carne seca que semejaba estopa y sabía a cuerda podrida; también nos dieron un mondadientes (porque es innegable que los chinos son optimistas). Dos horas después una muchacha vestida con un viejo uniforme de cartero dio vueltas con una bandeja. Pensé que podía tratarse de un bocado mejor y cogí uno de los pequeños paquetes: era un llavero. En el avión hacía mucho calor y al rato tanto frío que vi el vaho de mi aliento. Crujía como una goleta a toda vela. Transcurrieron dos horas más. Pensé para mis adentros: «Me he vuelto loco.» Hablaron por los altavoces y dijeron, como si hicieran gárgaras, que muy pronto aterrizaríamos. En ese momento la totalidad del pasaje, con excepción de los vomitadores, se puso en pie y sacó sus petates de los portaequipajes; los viajeros siguieron de pie, empujaron, se tambalearon y se quejaron levemente —sordos a la exigencia de que tomaran asiento y se pusieran los cinturones de seguridad— mientras el avión rodaba, se deslizaba por la pista y se sacudía hasta la terminal de Lanzhou. Nunca más.
—¿Qué opina del avión chino? —preguntó el señor Fang en una rara demostración de su inglés.
—Lamentable.
—¡Muchas gracias! —exclamó—. ¿Cogemos el avión a Xi'an?
—Cójalo usted. Yo viajaré en tren.
—¿Mañana? —preguntó esperanzado.
—Esta noche.
El señor Fang parecía agotado. Cabía la posibilidad de que me dejase en paz si lo cansaba. No era activamente molesto, pero me fastidiaba verlo siempre diez pasos más atrás, mirándome en silencio, aferrado a su diccionario y en ese momento buscando probablemente el significado de la palabra «lamentable».
En la estación de Lanzhou había un enano, un enano realmente pequeño, de menos de noventa centímetros de altura. Al principio lo confundí con un niño, pero tenía el rostro arrugado y expresión fruncida y angustiada; llevaba un sombrero minúsculo y pantuflas diminutas. Caminaba muy rápido. Esa fue la primera revelación: los niños nunca caminan con tanta decisión. Poco después la gente se dedicó a mirarlo. Lo seguí por la estación.
Los viajeros lo señalaron y algunos gritaron. Un chino luchó con su cámara de fotos, pero no fue lo bastante rápido para retratarlo. Un crío lo vio y habló a gritos con su madre. Lo más extraño fue que en ese momento un grupo de unos quince sordomudos se percató de su presencia. Se entusiasmaron sin hacer ruido y señalaron desaforadamente al hombrecillo severo. Intentaron rodearlo cuando el enano gesticuló y remedó su fascinación, sin darse cuenta de lo grotescos que eran en esa burla a modo de pantomima y de que el enano no era más que una persona que volvía a su casa. Sonaron las carcajadas de los chinos que consideraron divertidos a los sordomudos e hilarante al enano. Este escapó mientras los viajeros contemplaban a los minusválidos que hablaban entre sí cual bailarinas siamesas, chasqueando los dedos. Los chinos jamás disimulan si algo les interesa. Miraban descaradamente: cada vez que abría la cartera miraban qué contenía; cuando abría la cremallera de la bolsa se apiñaba una multitud que observaba la ropa para la lavandería. Casi nunca estaban solos; por lo general formaban parte de un gentío observador, lo que daba pie a todo. Lo estrafalario y lo patético captaban su atención.
Junto a la salida de la estación de Lanzhou había unos treinta jóvenes que formaban una larga cola. Portaban banderas rojas con caracteres dorados, serpentinas largas, carteles y estandartes. Estaban en silencio y aguardaban pacientes, como los asistentes a un funeral. Pensé que quizás eran asistentes a un funeral y esperaban el catafalco del tren 104. Eran las once de la noche y hacía mucho frío y humedad pues nos encontrábamos en Lanzhou.
—Señor Fang, ¿qué hacen esos jóvenes?
—Dan la bienvenida a los delegados —respondió.
—¿Qué delegados?
—Los de la conferencia.
—¿Qué conferencia?
—Hay tantas conferencias… —replicó.
Sentí que intentaba colar una explicación poco convincente. Lo presioné un poco.
—Tal vez una conferencia agrícola —añadió.
Ese «tal vez» despertó mis recelos. En ese momento sospeché que estaban en huelga, se manifestaban, armaban jaleo. En ese caso era interesante porque los jaleos y las huelgas no se mencionaban en el China Daily. De hecho, la exigencia de la mayoría de las manifestaciones —cuando ocurrían, lo cual era raro— consistía en que se mencionase en las noticias sobre China.
—Señor Fang, ¿qué dicen los carteles?
—No alcanzo a leer sin gafas.
—Tenga la amabilidad de ponerse las gafas. Siento mucha curiosidad.
—¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! —El señor Fang se desternilló, se puso las gafas y se inclinó hacia delante—. ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!
Esa expresión quejumbrosa y sin alegría significaba: «Acabo de hacer el burro.» Se quitó las gafas y se puso solemne. A menudo la risa ejerce un efecto serenante. No sólo es ilustrativa, sino catártica.
—Anuncian un hotel.
—¿Un hotel?
—Muchos hoteles.
—¿Cuántos?
—Muchos, muchos —replicó pesaroso—. Al salir de la estación los pasajeros ven los carteles. Uno ofrece buena comida, el otro habitaciones cómodas y un tercero se encuentra cerca. Compiten entre sí. Hacen esto por razones comerciales.
Al señor Fang le sorprendió que en la lejana Gansu existiese un sentido comercial tan emprendedor. Supongo que para él fue una novedad que en Lanzhou hubiese tantos restaurantes, casas de huéspedes y hoteles. Sugería algo más que el mercado libre: aludía a ideas burguesas y a competitividad.
—¡Han escogido la vía capitalista! —exclamé.
—Ya no utilizamos esa expresión —puntualizó fríamente el señor Fang.
Ponía mala cara cada vez que yo mencionaba expresiones como «enemigo de clase» (jieji diren) y «secuaz» (zou gou).
Rodeamos el clamor de doscientos pasajeros que intentaban pasar por el molinete del duro coche cama y llamamos a la puerta de la sala de espera del mullido coche cama. El encargado nos hizo pasar y nos acompañó hasta los sillones demasiado rellenos. Tomé nota mental de añadir antimacasares a mi lista de manufacturas chinas anticuadas (que incluía tablas de lavar, cálamos, corsés, rascadores, cola de pescado, escupideras y locomotoras de vapor) y le pedí prestado el diccionario al señor Fang.
«Vía capitalista» figuraba en la entrada «camino», lo mismo que «secuaz» («lacayo, pelotillero, lameculos»). Busqué ziyou, «libertad», y encontré una serie de definiciones, cada una con su explicación. Copié las más interesantes en mi libreta.
Los ciudadanos de China tienen libertad de expresión, de correspondencia, de prensa, de reunión, de asociación, de procesión, de manifestación y de huelga.
No debemos permitir que las ideas burguesas se difundan sin control.
La aversión pequeño burguesa e individualista a la disciplina.
El liberalismo es muy nocivo para el colectivo revolucionario.
No podemos decidir esta cuestión por nosotros mismos, tenemos que pedir instrucciones a los dirigentes.
Ese diccionario chino oficial, reimpreso en 1985 por la editorial estatal, contenía definiciones e ilustraciones que contradecían de forma fundamental la vida en China. Pensé: «Creeré que China ha cambiado cuando esta obra sea revisada y nuevamente escrita.» Evidentemente se había quedado anticuada y, como tantas otras cosas que decía —las chorradas sobre el marxismo-leninismo y el espíritu conductor del pensamiento de Mao—, resultaba inútil. Aunque esos sentimientos estaban muertos no era posible enterrarlos.
El tren llegó alrededor de medianoche. A las puertas de la estación tuvo lugar una conmoción cuando los anunciantes y los agentes hosteleros intentaron llamar la atención de los viajeros. Me dirigí al coche cama. El señor Fang se esfumó. Busqué mi litera y descubrí que nadie más viajaba a Xi'an. El coche cama estaba vacío. Es la situación más rara que puede tener lugar en un tren chino y hay que aprovecharla. Semejantes circunstancias eran casi un lujo e indudablemente acogedoras. Tenía para mí solo una lámpara de cuello largo, flores de plástico, el termo, la almohada, el edredón y la colcha. En la pequeña mesa auxiliar había un salvamanteles y un antimacasar de ganchillo, de metro y medio de largo, en el respaldo del asiento.
El único elemento inquietante era la música. Como no logré girar el dial mediante el truco de la banda elástica, saqué mi navaja suiza, desatornillé el altavoz del techo, lo desconecté, volví a colocar la placa y leí en silencio. Estaba leyendo La verdadera historia de Ah Q, de Lu Xun, porque una china había dicho que esa obra ponía de manifiesto el carácter nacional chino. De momento trataba sobre la pomposidad, la insensatez, la ostentación y la cobardía de Ah Q… y el tío albergaba los falsos y absurdos temores del señor Pooter. ¿Qué sentido tenía?[4]
Seguí leyendo, relajado por el lento movimiento del tren y por el gemido melancólico del silbato de vapor.
Vi un cubo de anguilas muertas en el servicio, junto a la tolva. Las entreví en plena noche. Fue memorable… y bueno, pues a la mañana siguiente me dirigí al coche comedor, pregunté al chef qué había en el menú y me respondió: «¡Anguilas!»
Dijo que el tren estaba a cargo de la Junta del Ferrocarril de Qingdao y que acababa de llegar de la costa. La línea trazaba un gran círculo por China y traía especialidades de Shandong: mariscos, jaleas y la mejor cerveza de toda China.
Aún estábamos en Gansu, nos dirigíamos al sudeste rumbo a Shaanxi (no confundir con Shanxi, que se encuentra más al noreste) y acabábamos de dejar la ciudad de Tianshui. El paisaje era distinto a todo lo que había visto en Xinjiang e incluso en el resto de Gansu. Se trataba del paisaje chino minuciosamente construido, compuesto de montañas de barro apuntaladas en terrazas que contenían exuberantes arrozales. Los únicos campos llanos se encontraban más abajo, en el fondo mismo de los valles. El resto fue creado por los chinos, toda una campiña organizada a mano: muros de piedra apuntalaban las terrazas de las laderas, por todas partes se divisaban senderos y escalones, canales, desagües y surcos excavados. En esta región había más trigo que arroz y se veían varias pilas, a la espera de ser recogidas y trilladas… probablemente por la bestia negra hundida hasta los morros en el revolcadero de los búfalos.
Todo el paisaje fue tomado, modelado y aprovechado. No era bonito, pero sí simétrico. No se podía decir «mira esa ladera» porque sólo había terrazas: acequias y campos con muros de barro, casas y carreteras con muros de adobe. Lo que los chinos habían conseguido en miniatura con un hueso de melocotón —lo tallaban hasta hacer un dibujo rebuscado—, aquí lo habían logrado a escala gigante con esas montañas del color de la miel. Si había un saliente rocoso, encima equilibraban un arrozal y los escalones y las terrazas de las colinas empinadas tenían el aspecto de las pirámides mayas. En el oeste de China no había habido cosas de este tipo. Era inmenso, el tipo de complejo reino de barro creado por los insectos y resultaba impresionante y estremecedor que todo lo visible en ese paisaje hubiese sido creado por el hombre. Claro que se podía decir lo mismo de cualquier ciudad del mundo, pero no era una ciudad… supuestamente era la cadena de colinas que se extiende por encima del río Wei… y parecía hecha a mano.
El río propiamente dicho era fangoso, llano, poco profundo y en esta época del año estaba plagado de bancos de arena.
«En el Wei no hay peces», me dijo un hombre en Baoji, la estación de enlace donde hicimos un alto a mediodía. Carraspeó ruidosamente, escupió sobre el andén y, por un reflejo de amabilidad, lo arrastró con el zapato.
Todos chillaban y escupían, ora babeaban, ora lograban una trayectoria que corría como cera derretida por el lado de la escupidera. Solían escupir en papeleras o junto a los troncos de los árboles. Ni siquiera la campaña gubernamental impidió que algunos escupieran en el suelo y vi personas que escupían sobre las alfombras, aunque siempre se acordaban de pisotear amablemente el gargajo.
En el andén de Baoji noté que caminaban arrastrando los pies, como si se deslizaran, aleteaban los brazos y movían los hombros o, de lo contrario, se movían como títeres y sacudían espasmódicamente las extremidades. Andaban con pasos medidos, desganadamente, se empujaban con las manos extendidas, se abrían paso con los brazos rectos y la cabeza baja. Parecían muy desgarbados, algo inesperado en China.
Hablaban en voz muy alta con esa actitud sorda, molesta y cortante, como si nadie los escuchara y tuviesen que gritar para hacerse oír. Las radios y los televisores siempre estaban con el volumen al máximo. ¿Por qué? ¿Existía la sordera nacional o no era más que un hábito lamentable?
Dejaban las puertas abiertas… otro hábito nacional. Les gustaba pasearse por el tren en ropa interior. Eran naturalmente propensos al relax y eran capaces de convertir el viaje más corto en una fiesta en pijama. Eran muy ordenados en su modo de vestir y de organizar el equipaje, pero ensuciaban sin ton ni son y dejaban los lavabos hechos un asco. Resultaba extraño ver una multitud perfectamente vestida abandonando el vagón de tren que acababan de ensuciar.
Escupían, gritaban, te miraban fijo y se desvestían; a pesar de todo, casi nunca discutían. Eran muy recatados, modestos, incluso tímidos, e ingenuos. Mao decía: «La modestia ayuda a avanzar mientras que la vanidad te rezaga.» En sus viajes en tren a menudo parecían contemplativos.
Cruzamos los desfiladeros del Wei. A partir de Baoji el terreno se abrió y se tornó más llano. Abundaban los trigales en los que los chinos segaban, preparaban fardos y se llevaban las cañas en carros. Hacía mucho calor, había bruma y, a pesar de la humedad, esa tarde los campos estaban pictóricos de cosechadores. Estaban hundidos hasta el pecho en el trigo y desaparecían cada vez que se inclinaban con las hoces.
Aunque las aldeas eran ruinosas, hasta las casas más pobres lucían altas antenas de televisión. En algunos lugares provincianos existía el otro enigma chino: viviendas horrorosas y edificios como cuarteles en medio de un escenario pastoril. Paramos en Xianyang, donde el primer emperador de China hizo enterrar vivos a cuatrocientos sesenta críticos[5], volvimos a cruzar el Wei —en esta zona no tenía profundidad suficiente ni siquiera para las embarcaciones más pequeñas— y atravesamos más trigales hasta llegar a la ciudad de Xi'an.
El primer indicio de la ciudad propiamente dicha es la elevada muralla que la rodea, cual una fortificación medieval, erigida durante la dinastía Ming (en el siglo XIV) y recientemente restaurada. Presenta almenas, puestos de guardia y torres con ventanas diseñadas de acuerdo con el ancho de las ballestas (lo mismo que las de la Gran Muralla). Al igual que la Gran Muralla, se construyó tanto para impedir que alguna gente entrara como para evitar que otra saliera. La muralla de la ciudad de Xi'an es alta y pesada y el tren cruza la puerta norte, que semeja un templo con sus vigas rojas y el enorme techo en arco. Cerca vi una gran pancarta con caracteres de sesenta centímetros que decía: «Sé disciplinado y acata la ley.»
La estación de Xi'an era nueva, anchas las calles, y la ciudad estaba bien organizada; parecía diseñada para ser visitada. En tanto capital del genial pero fugaz imperio Qin y punto de partida de la Ruta de la Seda, siempre se la consideró una ciudad visitable. Hace ocho mil años la gente vivía aquí con relativa comodidad… las pruebas estaban en el cercano emplazamiento neolítico de Banpo, donde se habían realizado excavaciones. Sus gestas más gloriosas corresponden al primer emperador, Qin Shi Huangdi, el hombre que unificó China, quemó los libros, construyó la Gran Muralla, normalizó las leyes, la moneda, la red vial, los pesos y medidas, las dimensiones de los ejes de los carros y la escritura y ordenó la construcción de los guerreros de terracota. Todo eso ocurrió hace más de dos mil años, pese a que los guerreros se encontraron hace sólo doce.
—Cuando yo era un crío los turistas no visitaban Xi'an —me explicó el señor Xia mientras deambulábamos por la ciudad. Tenía treinta años y era guía local—. Había algunos visitantes y expertos extranjeros de los países del este de Europa. Nunca vimos norteamericanos.
—¿Cuándo empezaron a venir?
—Como es obvio, en cuanto se descubrió el ejército de terracota. La gente se mostró muy interesada. Desenterraron cada vez más objetos. En 1980 algunos cavadores dieron con el caballo y el carro de bronce. La gente quería ver esas cosas.
Para los chinos fue maravilloso. Probablemente se percataron de que el valor del turista se corresponde con su esfera de atención. El turismo es perfecto para las dictaduras y, políticamente hablando, China no es otra cosa. El turista va de visita, recorre los lugares de interés y cuando todo está visto llega la hora de partir. El que no es turista se queda, ignora los museos, hace preguntas incisivas, provoca alarma e inquietud y tiene que ser deportado. Habitualmente el que no es turista gasta poco y a su manera espontánea se convierte en una persona peligrosa.
Detestaba el turismo en China. Tenía la impresión de que los chinos se ocultaban tras sus ruinas reconstruidas para que nadie viese de cerca sus vidas. Las reconstrucciones dejaban mucho que desear, por lo general eran chapuceras y estaban mal pintadas. Todo estaba siempre inenarrablemente atestado y el ruido era ensordecedor. Los novios chinos estaban tan desesperados que se sumaban a las excursiones para turistas con el propósito de ocultarse y magrearse. Cada montaña sagrada y pagoda famosa incluía un montón de parejas inmóviles que se abrazaban y (en ocasiones) se daban el lote. De nada servía decir que determinado sitio era horrible o poco interesante. Lo que contaba era el ritual de la visita, de la excursión.
Xi'an fue una de las pocas excepciones a la regla. Era francamente interesante y bonita, una ciudad majestuosa y digna, diferente en ese sentido a la mayoría de las urbes chinas, que estaban cubiertas de hollín, mal diseñadas y eran industriales. Xi'an es consciente de su importancia. Construyeron rápidamente hoteles para albergar a los turistas y los habitantes de lo que durante siglos había sido una ciudad muy provinciana, alejada de todo; parecían conscientes de su nueva fama como atracción turística.
Los vendedores de los tenderetes de Xi'an sueltan unos discursos implacables. Ruegan, suplican y negocian. Venden figuras fundidas de los guerreros y esteras, títeres de cuero de vaca y unos horrorosos salvamanteles. Te meten las mercancías en la cara y gritan: «¡Dinastía Ming!»
Los turistas y la economía libre de mercado llegaron aproximadamente en la misma época, lo que significó que los primeros turistas encontraron individuos rapaces que pregonaban artesanías y regateaban.
Un reducido porcentaje de las mercancías no es basura. Se trata de material procedente de desvanes y viejos baúles, joyas familiares, chucherías que han circulado durante años, sucios pebeteros diminutos, sellos de jade agrietados, tabaqueras de plata batida, trozos de seda, prendas muy antiguas y bellas hechas en seda o bordadas, así como tocas, copas de jade para vino, viejos candados de bronce, imágenes de dioses y diosas en madera, uñas de plata, horquillas primorosamente trabajadas, perfumeros, cajitas para el rapé, jarras de peltre, teteras preciosas, fuentes y platos desportillados, palillos de marfil, jarrones mortalmente heridos.
Por su cuenta y riesgo los chinos convirtieron el mercado libre en un mercado de pulgas. Los dijes y los tesoros proceden de la artesanía en madera y por primera vez en la historia de la República Popular los vendedores de los tenderetes y los puesteros improvisados se han convertido en regateadores insufribles.
En Xinjiang había pensado que los uighur retornaron a lo que siempre habían sido: viajeros, nómadas, negociantes, musulmanes inflexibles y gente de «¿Trocas moni?». Lo cierto es que ocurría en todas partes. Los eruditos que en nombre de Mao se vieron obligados a simular que eran loros políticos se reformaron para volver a ser esa antigua y distinguida clase de aristócratas rurales con cultura. También reaparecieron los jugadores y los bebedores, lo mismo que los campesinos que explotaban las tierras como unidad familiar, los caldereros, los golpeadores de cacharros y los pequeños hombres de negocios. Estas gentes vivían en las lindes de las grandes urbes: los comerciantes del mercado, sobre todo ellos.
¿Qué otra opción tenían? La política les estaba vedada. No podían emigrar. Tampoco podían criticar al Gobierno. El partido comunista semejaba una logia masónica, era una hermandad igualmente misteriosa, probablemente siniestra y era igualmente imposible afiliarse a él; tenían que elegirte y los candidatos más probables estaban entre los hombres más indolentes y dispuestos a decir que sí a todo.
Dadas las circunstancias, ¿quién no desenterraría la platería de la familia y se la ofrecería a los turistas?
«¡Esto es viejo… muy viejo!», pregonaban. «¡De la dinastía Qing! ¡De la dinastía Ming! ¡Cincuenta kwai! ¿Cuánto paga? ¡Hágame una oferta!»
La situación me fascinaba. Ni precios fijos, ni emplazamientos fijos ni exhibiciones. Sólo una persona de mirada frenética que me aferraba el brazo y me imponía una vieja sarta de cuentas.
Lo que volvía aún más interesante esa actividad era que lo que ofrecían iba de tesoros certificables a falsificaciones descaradas. Acudí al monte Li para contemplar la colina artificial que probablemente es el sepulcro del primer emperador… aunque es igualmente probable que el sepulcro haya sido saqueado en el 206 a. C., año en que la dinastía tocó a su fin.
Un hombre que acechaba en el mercado próximo a la colina me llamó con un silbido y señaló un bulto que llevaba dentro de la camisa, dando a entender que guardaba algo maravilloso.
—¿Quiere venderme algo? —pregunté.
Me obligó a callar y puso cara de preocupación. Con gran cautela me mostró lo que portaba. Se trataba de un jarro de bronce, con tapa, de unos trece centímetros de altura y con marcas.
—Doscientos yuanes —dijo.
Me reí de ese hombre, pero insistió.
—Mire los lados y la tapa. Mire con atención.
El jarro tenía dibujos eróticos, cinco posturas para hacer el amor, minúsculas inscripciones y adornos y filigranas. Me di cuenta de que era viejo… viejo, que no es lo mismo que antiguo. Qing. Siglo XIX. Tal vez se talló poco antes de 1850. Según mi libro correspondía a la época de Dao Guang.
—Le daré cincuenta.
Se rió de mí con más ganas de las que yo había puesto para reírme de él.
—¿Qué es?
—Sirve para remedios especiales —respondió y sonrió lascivamente.
Quería decir afrodisíacos… ¿qué más se podía poner en semejante jarro?
Bajó el precio a ciento cincuenta y luego a cien. Le mostré ochenta yuanes en certificados de divisas y nuestro trato ilegal quedó cerrado. Aunque no era un tesoro, se trataba de un objeto insólito y era muchísimo más interesante que la colina polvorienta del itinerario turístico.
No era difícil descubrir las falsificaciones. Sin embargo, la idea de un pueblo que vende falsificaciones a sabiendas habla mucho de la nueva variante del espíritu empresarial chino. A veces se trataba de pequeñas estatuas de piedra, a menudo chapuceras copias en bronce, pero la inmensa mayoría de la mercancía falsa se componía de cabezas o tallas de mármol o caliza que presentaban el aspecto de haber sido arrancadas de la pared de un templo. «Muy viejas», decían los comerciantes. «¡Song! ¡Ming! ¡Qing!» Mencionaban precios altos y los bajaban. Otras cincuenta personas vendían lo mismo, pero ello no impedía que todos asegurasen que se trataba de piezas antiguas cuando era evidente que estaban hechas en una fábrica especializada en falsificaciones.
Junto al emplazamiento del ejército de terracota se había construido e inaugurado recientemente un extenso mercado que vendía este tipo de objetos: falsificaciones, tesoros y chucherías dignas de cualquier mercadillo. Es el modo en que el Gobierno reconoce que los comerciantes independientes han llegado para quedarse. Algunos tenderetes tienen techo y se alquilan por poco dinero, pero el resto del mercado funciona al aire libre y está montado en mesas y en bancos.
«Cuando llegan los extranjeros las ventas son muy buenas —me explicó un hombre después de venderme un bonito perfumero por unos sesenta peniques—. Los chinos no compran estas cosas, las antigüedades no les gustan.»
No hay duda de que están orgullosos de los guerreros de terracota (sin embargo, aún no han superado la tentación de expoliarlos: en junio de 1987 detuvieron en Xi'an a varios saqueadores chinos que intentaban vender la cabeza de un guerrero a un marchante extranjero por 81.000 dólares; sin duda recibieron la pena capital). Cuando fui, vi miles de visitantes que contemplaban los guerreros y muy pocos eran extranjeros. La mayoría estaba formada por turistas chinos que habían recorrido grandes distancias en autocares destartalados, alquilados por su fábrica, su cooperativa o su unidad de trabajo. Estaban modestamente vestidos y sudaban a causa del calor estival; corrían de un lado a otro en grupos reducidos que trotaban; sonreían para las fotos y adoptaban poses delante del edificio parecido a un hangar que alberga a los guerreros. Se dejaban retratar por los turistas extranjeros y algunos devolvían el cumplido —o la afrenta— haciendo fotos de los turistas.
Los guerreros de terracota (que está prohibido fotografiar) no me decepcionaron. Son demasiado estrafalarios. Están rígidos, verticales y se trata de hombres y caballos de tamaño natural que avanzan con armaduras por una zona grande como un campo de fútbol. Hay un millar de guerreros y cada uno tiene un rostro y un peinado peculiares. Se dice que cada figura de barro tenía su equivalente en el ejército imperial, desplegado a lo largo y a lo ancho del imperio Qin. Otra teoría sostiene que los retratos individuales pretendían poner de relieve la unidad de China mediante la exhibición de «todas las características físicas de los habitantes del este del Asia continental». Sea cual fuere el motivo, cada cabeza es singular y el nombre figura en la nuca; tal vez es el nombre del guerrero, quizás el del alfarero-escultor.
Es esa cualidad natural de las figuras —y su enorme cantidad— lo que vuelve prodigioso el lugar… y hasta algo perturbador. Mientras miras las figuras parecen avanzar. Es dificilísimo sugerir el cuerpo humano cubierto por la armadura y, a pesar de las polainas acolchadas, las botas y las mangas gruesas, las figuras parecen ágiles y esbeltas y los arqueros y los ballesteros arrodillados se tornan despiertos y plenamente humanos.
Ese ejército enterrado era, en gran medida, el fervor personal del tirano que decretó su creación para proteger su sepulcro.
Él primer emperador, Qin Shi Huangdi, era propenso a los gestos grandilocuentes. Hasta su mandato, China estaba dividida en estados en pugna y se habían erigido fragmentos de la Gran Muralla. En tanto príncipe Cheng, asumió el poder de manos de su padre en el 246 a. C. Contaba trece años. Antes de cumplir los cuarenta había sometido toda China. Se designó emperador. Planteó un conjunto de patrones totalmente nuevos, puso a trabajar a uno de sus generales —y a muchos prisioneros y campesinos— en la construcción de la Gran Muralla, abolió la esclavitud (lo que supuso que, por primera vez, los chinos pudieron tener un apellido) y quemó todos los libros que no ensalzaban directamente sus logros. Fue el modo de cerciorarse de que la historia empezaba con él. Sus grandiosos proyectos provocaron malestar entre sus súbditos y vaciaron el erario. Sufrió tres intentos de asesinato. Al final murió durante un viaje hacia el este de China y para disimular su muerte los ministros cubrieron su cuerpo maloliente con pescado podrido y lo trasladaron en carro hasta Xi'an para enterrarlo. El segundo emperador fue asesinado, lo mismo que su sucesor, durante lo que los chinos definen como «la primera insurrección campesina de la historia».
Lo extraño no es lo mucho que logró este antiguo gobernante, sino que lo consiguió en muy poco tiempo. Y en un período aún más breve su dinastía quedó eclipsada por el caos. Dos milenios después los gobernantes de China se planteaban objetivos extraordinariamente parecidos: la conquista, la unidad y la uniformidad.
La cualidad peculiar de los guerreros de terracota consiste en que, a diferencia de todo lo demás que se encuentra en el itinerario turístico de China, están exactamente igual a como fueron concebidos. Los destrozaron cuando en el 206 a. C., los campesinos rebeldes invadieron el sepulcro para robar las armas que los guerreros de terracota portaban: ballestas, lanzas, flechas y picas (eran auténticas). A partir de esa fecha yacieron enterrados hasta que en 1974 un hombre que perforaba un pozo golpeó con la pala la cabeza de un guerrero y la extrajo. Los guerreros fueron desenterrados.
Constituyen la única obra maestra de China que no ha sido repintada, falsificada ni nuevamente aniquilada. Si los hubiesen descubierto antes de la Revolución Cultural, sin duda los guardias rojos los habrían pulverizado junto con las demás obras maestras que hicieron añicos, quemaron o fundieron.
Los turistas chinos también acuden en tropel a Xi'an para visitar el estanque de Hua Qing, una especie de centro de la dinastía Tang relacionado con el arresto de dos semanas al que en 1936 se sometió a Chiang Kai-shek, el llamado «incidente de Xi'an». Se apiñan junto al cartel que reza Por esta ventana saltó Chiang Kai-shek y preguntan: «¿Dónde están los orificios de las balas?»
Acuden a la Pagoda de la Gran Oca, a la Torre del Tambor, al Templo del Dragón Yacente y a las excavaciones neolíticas de Banpo, cuyo letrero dice: «Los miembros de esta sociedad primitiva y de baja productividad no comprendían la estructura del cuerpo humano, la vida y la muerte y muchos fenómenos de la naturaleza, razón por la cual empezaron a desarrollar una idea religiosa.»
Visitan la Gran Mezquita, Qingzhen si, donde muchas personas aún sustentan ideas religiosas. Esta mezquita se fundó hace mil doscientos años y desde entonces fue ampliada, saqueada, demolida y reconstruida muchas veces.
Durante mi visita la estaban restaurando. Pregunté a un anciano cuántos creyentes había en Xi'an. Me respondió que había centenares y que algunos habían estado en La Meca.
Añadió que durante la Revolución Cultural la mezquita albergó animales… sobre todo cerdos, que al parecer era el modo más popular de humillar a los musulmanes. Antes de mi partida el anciano dijo:
—Somos sunnitas. No somos chiítas. Jomeini no nos interesa. ¡Ja! ¡Ja!
Era una risa que no había oído antes y que al parecer significaba: «Muerte a los infieles.»
Mientras deambulaba por las puertas y las columnas con inscripciones árabes encontré a otro anciano.
—Salaam aleikum —dije—. Que la paz y las bendiciones lluevan sobre usted.
—Wa-aleikum salaam —replicó y me devolvió el saludo—. ¿Es usted de Pakistán?
—No, de Estados Unidos.
—¿Hay musulmanes en Estados Unidos? —preguntó y por su acento chino pareció que decía musulmenes.
—Sí, unos cuantos. ¿Por qué supuso que vengo de Pakistán? ¿Cree que tengo aspecto de pakistaní?
—Tal vez —respondió y se encogió de hombros—. No estoy seguro. Nunca he visto un pakistaní.