24
—Nacer... —estiró la palabra que daba pie a la frase. En medio de la atestada habitación oscurecida, estaba ella con los brazos levantados. El vapor de luz que llegaba desde el exterior de Mortimer Lodge —las lámparas amarillas de Wat Tyler Road— tenía los cortes proyectados por las varillas de los ventanales, y caía en brillantes rayos sobre sus brazos abiertos como ramas, y sobre las cabezas de las personas que la observaban, afilando los ángulos de las máscaras que varios de los actores se habían puesto. Al terminar la frase apuntada, la deslumbrante velocidad de un foco destacó su figura, de pie y envuelta en la intensa luz, con las piernas separadas, dilatando el comienzo en busca de efecto. Estaba casi desnuda, pero el polvo verde con que se había frotado la piel producía la impresión de que estuviera cubierta por una ajustada membrana. Sobre sus pechos y caderas se entrelazaban deshojados ramales de vid; tenía el cabello cortado y la cara, sin maquillaje, era un óvalo blanco que parecía tan diáfano como la porcelana. Dejó ver los dientes y comenzó de nuevo:
—Nacer es naufragar en una isla.
Veía cincuenta personas en cincuenta posturas, sus actores, semidisueltos en las sombras. Un silencio de aprobación de su auditorio, y continuó:
—El hombre que escribió aquello no lo dijo así. ¿Pero cómo podía saber que el espíritu que puso en movimiento podía ser interpretado de esta manera...?
—Qué espléndida está —dijo Lady Arrow, quien llevaba puesta una combinación de vestimentas. Debía representar el papel de Mr. Darling y (al menos así lo decía Araba) su manifestación pirática, el Capitán Hook. Un ejemplar del "Finantial Times" en una mano; un gancho que asomaba por el extremo de su manga derecha; una levita y botas. Estaba contenta, la fiesta ya era un éxito, un progreso considerable con respecto a aquella otra a la que también había asistido, cuando Araba vivía en King's Road, esa aburrida representación que habían ensayado para la función del Odeón, en Hammersmith.
—Ven a Mortimer Lodge —le había dicho Araba—. Tendremos una reunión de células.
No era una reunión ordinaria de células. Para Lady Arrow, esa congregación de artistas —una exposición de juventud, fuerza y optimista cólera latente— era una encantadora oportunidad. Muchos de ellos eran hermosos. Esa muchacha que estaba allí, desnuda debajo del suelto overall de gamuza, con los pechos apretados contra las presillas de cuero, sus brazos desnudos y el cabello largo, en silencio... Lady Arrow podía olería a través de la sala, y olía a genio. Ese muchacho, vestido con ropas de pirata bandido, con un gran moño de terciopelo sobre la coleta del peinado, y su ceñido traje a rayas... Ella habría podido comerlo, con ropas y todo. Se sentía afortunada, y observaba a todos los invitados mirándolos con avidez e impaciencia, frenética ante la posibilidad de elección. La vista de tantas caras perfectas entre el humo y el calor de ese ambiente similar a un escenario la había conmovido hasta dejarla casi sin aliento. Lo que yo quiera. Y esta vez ella iba a interpretar un personaje, dos, en realidad. La emoción la había puesto al borde de la tristeza, y la hacía pensar que hasta ese momento ella sólo había actuado, representando una farsa mediocre y aburrida para sus amigos de Hill Street... sus poderosos amigos: cerdos dorados y ratones calvos, y ahora, en esa obra, le permitían vivir brevemente sin afectación.
—Esta noche vamos a improvisar —estaba diciendo Araba. Lady Arrow no tenía libreto. Sólo un traje... lo mismo que los demás. Pero Araba decía que no era necesario ensayar la más conocida de las obras inglesas. Era la primera obra de todos los niños, el espectáculo de sus ansias cumplidas, y no había un solo niño que al ver caer el telón al terminar el último acto no aborreciera a sus frustrantes padres. Con la destreza de la magia ponía en evidencia la fraudulenta intromisión de la autoridad y dejaba convencidos para siempre a los chicos de que adoptar los principios de Pan equivalía a ser libres.
—Peter Pan es el saboteador del sueño burgués —dijo Araba—, la mejor expresión autóctona de la belleza de la rebelión. Recuerden, el país de Nunca es una isla...
Lady Arrow observaba con admiración. Bajó la vista y dijo:
—¿Estás bien, querida?
Brodie, vestida corno Tinker Bell, se hallaba sentada a los pies de Lady Arrow. Tenía sus delgadas piernas enfundadas en una malla de bailarina; los pechos pequeños y el tatuaje se veían a través de la transparente blusa de seda pálida, y en sus manos llevaba una vara adornada con lentejuelas. Cambió de posición y dijo:
—Estoy nerviosa. Diablos, aquí no hay nadie de mi edad.
Lady Arrow se sintió censurada. ¡Eran todos jóvenes! Le ofreció su cajita de rapé, diciendo:
—Toma un poco de esto.
—Tonta —Brodie sonrió y extrajo su bolso. Armó un cigarrillo, le pasó la lengua y lo encendió. Ya más relajada, empezó a hamacarse mientras contemplaba a Araba con los ojos muy abiertos. Se rió, con una risita tonta de drogada, como una cotorra, haciendo girar algunas cabezas.
—Marihuana —dijo ella. Les hizo una mueca y siguió fumando.
—...O en cualquier época —dijo Araba—. Ahora, comenzamos.
Hizo un chasquido con los dedos y se inició la música: las dulces y plañideras notas de una flauta que dejaba oír sus trinos a medida que iba disminuyendo de intensidad la luz del reflector. Araba entró en las sombras de un costado de la sala mientras alguien empujaba un sillón hacia adelante.
—Empiezo yo —dijo Lady Arrow, y avanzó con grandes zancadas hasta el sillón, frunciendo el ceño como para agradecer los aplausos. Se oyeron algunos murmullos, comentarios de admiración por su altura. Con la luz del foco sobre ella, se la veía inmensa y ligeramente deforme; proyectaba una sombra tortuosa, e indujo a pensar que el amplio sillón era ahora pequeño e inadecuado. Se sentó pesadamente, levantó su periódico y empezó a leer. Lo arrojó a un lado bruscamente y dijo:
—Yo soy el responsable de todo eso. Yo, George Darling, fui quien lo hizo...
"Es muy poco lo que yo sé, pero los odio", pensó Hood, observando casi secretamente desde un rincón junto a la puerta. "Si supiera más, probablemente los mataría a todos". Siguió atendiendo el curso de la obra, cuyo tímido texto original modificaban a capricho entre omisiones y accidentes. Aunque eran las propias expresiones inhumanas de la obra las que insinuaban la amenaza; los actores, intentando darle color político, sólo atraían la atención sobre sí mismos.
En los juegos y bromas empleados para captar el interés del público en perjuicio de los otros actores —riesgos de la improvisación— fue Brodie quien cosechó las risas. Su popularidad resultó evidente desde el principio y, a medida que se desarrollaba la obra —Peter combatiendo con Hook por el liderazgo de los Muchachos Perdidos, que estaban tratando de liberar del yugo de los Piratas y de los Pieles Rojas el país de Nunca—, Brodie se dio cuenta de que podía interrumpir todo haciendo una mueca o simulando atacar a otro actor. Durante uno de los discursos de Wendy, ella se puso a armar un cigarrillo de marihuana provocando la risa de todo el auditorio. Araba llamó al orden y comenzó a desarrollar un monólogo preparado que se refería al poder de la juventud para destruir, pero sus palabras quedaron ahogadas por las carcajadas, porque mientras ella hablaba, Brodie —que estaba sola en un costado del escenario— se rascó las nalgas y luego, con toda intención, se olió los dedos. Todo terminó en un saínete: Lady Arrow acusó a Araba de intimidar a Brodie y, al hacer gestos con sus manos, rozó el brazo de Araba con el gancho produciéndole un rasguño. Araba lanzó un chillido y corrió escaleras arriba. Y de ese modo, la obra concluyó en medio del desorden, incompleta, un rotundo fracaso; y Hood oyó murmurar a uno de los actores: —Noche de principiantes.
Vio a Brodie en el lado opuesto del salón con Lady Arrow. Pero la muchacha actuaba perfectamente sola e independiente. Había apretado un pucho entre sus dedos y lo miraba satisfecha. Hood se sintió disgustado, como habría ocurrido con un padre al ver a su hija en un momento de descuido en público, entre sus frivolos amigos: la necedad de la muchacha estaba descubierta, pero sólo concernía a él. Él era el responsable; le había enseñado a armar cigarrillos de marihuana con una sola mano, y era suya la culpa de haber marcado su rostro con esa boca de indiferencia.
—No son gran cosa —dijo Lorna.
—Cacarean —dijo Hood—. Están tratando de poner en marcha una revolución.
—Esos imbéciles no serían capaces de poner en marcha un auto.
—Vamos a tomar un trago —dijo él. —Ya he visto suficiente. Volvamos a casa. Hood la admiró por eso. Los despreciaba a todos. Las ropas que llevaban, las poses que adoptaban, la egoísta ironía de sus conversaciones... nada de eso la había impresionado en lo más mínimo. Ni siquiera le habían parecido exóticos, carecían de atractivos; se hallaba incómoda por encontrarse junto a ellos en la misma habitación.
—¡Mister Hood! —Lady Arrow llegó como una tromba; sin hacer caso a Lorna y enfrentada a él con los ojos a la misma altura, dijo—: Araba me advirtió que usted tal vez viniera. Por un momento no le creí, ¡pero ya lo tenemos con nosotros! Es un desaire terrible para mí... usted nunca va a Hill Street. ¿O es que sabía que yo estaría aquí? ¡Dígame que sí!
—Ella es Lorna —dijo Hood.
Lorna saludó con un movimiento de cabeza. Tenía puestas las botas, la más corta de sus faldas y la chaqueta que Hood le había regalado, de terciopelo color verde botella. Apartó la vista, evitando mirar hacia arriba a esa mujer mucho más alta.
—Sí —dijo Lady Arrow, formándose de ella un rápido juicio. No dijo nada más.
—¿No es Brodie aquella chica? —preguntó Hood.
—Ahora es mía —dijo con orgullo Lady Arrow—. Le puedo asegurar que ha dado un gran golpe con los amigos de Araba. Un perfecto debut... podría significarle algo, un papel verdadero. Es tan natural. ¡Querida!
La muchacha levantó la cabeza y se abrió paso en el salón, caminando con los pies planos y los estrechos pantalones caídos, la entrepierna a la altura de las rodillas. Miró a Hood con una tímida sonrisa y dijo:
—Vaya, no creí que ésta fuera tu escena.
—Levántate los pantalones —dijo él.
—Estuve fumando —respondió Brodie, e hizo una mueca poniendo cara de tonta.
Lady Arrow se agachó para abrazarla. La chica intentó resistir, pero ya estaba envuelta y, otra vez, Hood sintió el disgusto de padre. A Brodie pareció no importarle, y tal vez nunca lo sabría, perdida en los brazos de esa mujer. Hood observó las manos de Lady Arrow, una de ellas apretaba el brazo tatuado de la muchacha, la otra era un nudo de babosas que se arrastraban de a centímetros a través de la delicada piel del vientre.
—Qué mujer odiosa —dijo Lady Arrow—. La que me trajo a Brodie hace unos días. Entró gritando a la casa, ¿y saben por qué? ¡Me acusó de haberle robado el autorretrato de Rogier! Yo tengo entendido que la ladrona es ella. Naturalmente, le dije que no tenía idea de dónde estaba... qué pena si realmente alguien lo ha robado. La dejé que registrara mi casa del piso al techo. Estaba muy enojada, y dijo algunas cosas no muy buenas de usted. Me imagino que es de Basingstoke. Está de más decirles que le exigí que encontrara pronto mi precioso cuadro.
Hood permaneció callado. La tela se hallaba en la casa de Lorna, y él la había estado mirando largamente antes de ir a la fiesta, estudiándola en busca de cambios como si hubiese estado contemplando su propia imagen en un espejo. Ese rostro le resultaba ahora más familiar que el suyo y, a diferencia del suyo, era un consuelo. ¿Tendría que separarse alguna vez de ese retrato?
—Díganme, ¿vieron nuestro pequeño esfuerzo? —preguntó Lady Arrow.
—La última parte —respondió Hood.
—El tumulto —dijo Lady Arrow—. ¿No fue soberbio? "Y así ha de continuar, en tanto los niños sigan siendo alegres e inocentes y crueles".
—Podrido —dijo Brodie.
—Tú lo dijiste —Hood recorrió el salón con la vista. Los actores, con vasos de vino en sus manos, aún tenían puestas las ropas de la obra, los parches en los ojos, las sotanas, los atuendos espectaculares. Sus voces producían una barabúnda en la sala.
—Pero yo gané —dijo Lady Arrow. Miró sonriendo a Hood—. Araba está completamente deprimida, pero así son las cosas. No puede ser que salgan siempre al gusto de una. Creo que es una lección para ellos. Son gente encantadora, pero su marxismo está tan comido por las polillas. Las cosas ya no son así... ¡Marx era un optimista! Hieden a sinceridad, y van a seguir siempre con esas viejas ideas. Me recuerdan a mi padre. Pero ellos son peores: renuncia a tu dinero y creeremos en ti, la propiedad es un robo, el poder para el pueblo. ¿Quién es ese pueblo del que siempre están hablando? Tienen grupos de estudio, listas de lecturas... esos rabiosos panfletitos con manchas de café en las tapas, manuales albaneses sobre el cambio social. ¡Albaneses! ¿Habían oído ustedes semejante cosa? ¡Y los árabes... esa gente sucia e insignificante del desierto, creen que son revolucionarios! No, les digo yo, nosotros estamos ahora más allá del marxismo y del presidente Mao y de los árabes y de ese —pareció escupir las palabras— ese galán de moda de Trotsky. Cualquier anarquista con la cabeza bien puesta habría abandonado a esos primitivos hace años. Pero queda alguna esperanza. Yo les debo parecer tremendamente negativa, pero en este salón hay esperanza... se puede sentir. Miren alrededor. Araba no tiene la menor idea de lo que ha iniciado, como suele suceder. Sus días de activista están contados. No pasará mucho antes de que empiecen a buscar a alguien como yo, y ella tendrá que volver al teatro, a posar para los fotógrafos y a buscar menciones en los periódicos, como Jane Fonda y Vanesa y Brando y todo el resto.
Lady Arrow había dicho todo eso de un tirón y ahora estaba jadeando por el esfuerzo. Sonrió satisfecha, como si descontara que no habría respuesta y, al no haberla, se irgnio segura de sí misma. Hood sacudió la cabeza. Lorna arrugó la nariz y se pasó una mano por la falda. Luego oyeron decir a Brodie:
—Pero Araba es bonita.
Lady Arrow mostró los clientes. No era una sonrisa.
—No vale nada —dijo.
Luego se alejó de prisa con Brodie.
"Muérete", pensó Hood.
—Esa mujer me odia —dijo Lorna—, Debería tener vergüenza, tocando a esa criatura. ¿Conoces realmente a todos estos imbéciles?
—Quiero ver a la dueña de casa.
—¿Qué hay de malo conmigo?
—Después me ocuparé de ti.
—Óiganlo —dijo Lorna, y su rostro se ensombreció de tristeza.
Pero desde el momento en que entraron a la casa, Hood se había sentido más unido a ella; era el mismo deseo que experimentó el día en que la vio herida. Quería que fuera suya, y se maldecía a sí mismo por vacilar. Tenía miedo de traicionarla si la inducía a confiar demasiado en él. Pero su exceso de delicadeza había traído como consecuencia la excitación de ella: no le había hecho el amor, y eso la estimulaba más. Lorna era el rehén de una promesa no formulada. Hood también había tenido la posesión, la dependencia, las complicaciones, la culpa, cualquier restricción de su libertad, cualquier estorbo para la de ella. El sexo, una expresión de libertad, lo hacía a uno menos libre: el castigo por la libertad era una vigilia de soledad.
Actuar, él lo sabía, era comprometerse; ninguna acción podría tener éxito porque todo compromiso constituía un fracaso; y el amor, una fe egoísta, era el fin de todo pensamiento activo; era un recuerdo o no era nada. Pero él había llegado demasiado lejos y sabido demasiado para eludir la culpa, y ahora quería llevar a término la acción que había iniciado por obra de un impulso aquella noche de verano. Deseaba liberarse de un solo golpe que lo rescatara aun a costa de dejarlo convertido en un inválido; como un zorro que muerde su pata hasta destrozarla para poder soltarse de la trampa: una amputación, verdadero terrorismo.
Buscaron bebidas en la cocina y permanecieron cerca de la escalera, contemplando a los embriagados actores (algunos se pavoneaban; otros cantaban; uno de ellos hacía un horóscopo). Hood pasó el brazo alrededor del cuerpo de Lorna y le besó el cabello. Había superado su horror de tocarla. Durante un tiempo le había sido imposible tocarla sin sentir la presión del cadáver de su marido; ahora, estaba más seguro de sí mismo cuando la tocaba y podía excitarlo con el simple recurso de parecer perdida o herida, condición que —según él lo había notado— era permanente en ella. No era amor... era más drástico que eso, era hambre de su carne y únicamente lo mantenía a distancia el miedo de que el hambre de ella fuera aún más grande y prácticamente insaciable.
Se mantenían al margen de la fiesta, observando lo que podía haber sido un acto más del improvisado Peter Pan, más alegre, ruidoso y carente de complicaciones, como esas escenas que suelen provocar algunos pandilleros ebrios, con todos los artistas hablando a la vez. Lorna descubrió varias caras famosas: el actor de un filme que ella había visto; un cómico que se hallaba extrañamente tieso; una estrella infantil; y una muchacha que aparecía regularmente en un programa para niños. Al verla, dijo sin ironía:
—Jason tendría que estar aquí... se moriría de gusto.
—Tal vez debamos irnos —dijo Hood—. No veo a la puta.
—Aquél —dijo Lorna— es el que hace el aviso de Ángel Snow. Lo he visto en televisión.
Era el muchacho que había interpretado a John. Se había quitado la máscara, pero aún tenía puesto el sombrero de copa y el pijama a rayas. No era muy alto. Pasaba cerca de ellos cuando Lorna habló y, al oírla, se detuvo, hizo una humorística toma doble, y los saludó.
—Hermano, hermana.
—¿Cómo está la familia? —dijo Hood.
—Yo te conozco —dijo el hombre—. ¿En qué compañía estás?
—General Motors.
—Es gracioso —dijo el hombre a Lorna—. ¿A ti te hace reír?
Ella respondió con timidez.
—A veces.
—No te desacredites —dijo Hood—. Eres bastante gracioso. ¿Cómo te llamas?
—McGravy —dijo el muchacho—. Tú conoces probablemente a mi hermana, a la que llaman autora irlandesa. Todos la llaman así, porque sus obras están prohibidas en Irlanda. La censura hizo famoso su nombre. No es ni siquiera graciosa, pero —inclinó la cabeza y golpeó los tacos— nosofgos tenemos fogmas de haceg gueíg.
—Yo puedo imitar el acento alemán mejor que eso —dijo Hood.
—Síii, claro, debe ser porque tú eres americano —dijo McGravy imitando exactamente la forma de hablar de Hood.
—Intenta algo más difícil. ¿Puedes hacer un japonés?
—¡Hai! —dijo McGravy, pronunciándolo como los japoneses. Luego continuó en forma cortada y monótona—: Puedo hacelo mejol que muchos lidículos hombles en los clús. ¿Conoces los clús? ¿Los clús noctulnos?
Lorna rió de buena gana.
—¡Es igual a Benny Hill!
—Pero Benny Hill está tomando demasiadas rupias y pellizcando los traseros a las mujeres, qué escándalo —dijo McGravy, imitando esta vez al otro cómico y meneando la cabeza como un hindú—. En mi país no se permiten esas cosas en escena, ¡qué esperanza!
—Suena realmente como un tipo de Pakistán —dijo Lorna. Estaba divertida; no quitaba los ojos del cómico rostro de McGravy.
—Uno de las Indias Occidentales —pidió Hood.
—¿Cuál, hombre? ¿Trinidad o Jamaica? Es una región condenadamente grande, hombre. Tantas islas. —También lo dijo imitando el acento.
—Cubano.
—Hasta la vista —contestó McGravy en español, e hizo ademán de alejarse.
—Espera —dijo Hood—. No te vayas todavía. Tengo uno difícil para ti.
—Seguro que sí —contestó McGravy, con la voz del propio Hood—. Verdaderamente rompedor ¿no es cierto?
—Está tomándote el pelo —dijo Lorna.
—Ulster —dijo Hood.
—¿Católico o protestante?
—¿Cuál es la diferencia?
—Físicamente —dijo McGravy, sacando el mentón en forma exagerada y hablando con un fuerte acento de Irlanda del Norte—, no hay diferencia. Pero los miembros del Partido Unido Protestante tienen tendencia a hablar así. Tienes que tragarte algunas sílabas. —E imitaba el acento en todas las palabras.
—Católico —dijo Hood.
McGravy cerró los ojos.
—Dime qué puedo decir.
—Di "María tenía un corderito".
—María tenía un corderito —repitió McGravy con el acento pedido.
—Di "Oye, sé dónde está ahora".
—Oye, sé dónde está ahora —dijo el muchacho con la particular pronunciación de los irlandeses católicos.
—"Está en una habitación del piso superior en el número veintidós".
McGravy imitó.
Hood murmuró las frases para sí mismo y luego dijo:
—Me gustaría poder hacer eso.
—Si tú pudieras yo me quedaría sin trabajo —dijo McGravy—. Aunque en estos días no hay trabajo en ninguna parte. Yo estoy haciendo juveniles, papeles de chico. Es por mi cara. Tengo treinta y uno, pero represento adolescentes. Si sigo con esta cara a los cincuenta, todavía estaré haciendo juveniles y extranjeros con acentos raros. No tengo suficiente altura para actuar como un hombre verdadero. ¿Quién no sería revolucionario?
—Esa parece tu voz real —dijo Hood sonriendo.
McGravy se inclinó para acercarse a Hood y le dijo:
—Hay que matar a esos hijos de puta.
—¿Por qué estás susurrando? ¿Temes que alguien te oiga?
McGravy lo midió con la vista, tratando de decidir si la burlona pregunta merecía una respuesta seria. Después de un momento, dijo:
—Gritan demasiado.
—¿Tienes miedo de eso?
—Sí —dijo el actor—. A veces esta gente me asusta más que la policía.
—Son seguros —dijo Hood—. Saben lo que están haciendo.
—Naturalmente que lo saben.
—¿Entonces por qué tienes miedo?
—Porque ellos no lo tienen —contestó McGravy.
—Cuando dijiste "Hay que matar a esos hijos de puta", creí que te referías a la policía, al ejército, a los políticos. —Sonrió a McGravy—. Ahora resulta que quieres hacer polvo a tus amigos.
—No —dijo McGravy—. Yo sé quién es el enemigo.
—¿Y qué pasa si fracasas?
—Fracasamos todos. —Habló en un tono ambiguo, balanceando sutilmente la duda y la certeza, y después agregó—: Sabes, yo he trabajado en Macbeth. Fleance, por supuesto.
—Es tu funeral.
McGravy sacudió la cabeza.
—Es una lucha de todos.
—Mía no —dijo Hood—. Yo pensaba así, pero es el orgullo lo que hace pensar a uno que puede luchar en las guerras de otros, en África, Sudeste de Asia, aquí, donde sea.
—Orgullo —dijo McGravy con un toque de sarcasmo.
—Sí, orgullo, porque es la debilidad de ellos lo que te induce a participar. La ilusión de que eres más fuerte es orgullo. Pero cuando ellos descubren su propia debilidad, lo único digno que pueden hacer es matarte. Fíjate con cuánta frecuencia sucede... el Tercer Mundo es un cementerio de idealistas —Hood sonrió—. Yo siento simpatía... la simpatía es un sustituto cobarde de una creencia. Nadie muere por ella, pero si tú crees...
—¿Con qué me encuentro aquí? —Era Araba. Había cambiado sus ropas por un desteñido pantalón vaquero, muy ajustado, y una chaqueta del mismo color y cubierta de parches. Se ubicó junto a McGravy y le revolvió el cabello—. Me encanta su cabeza... me recuerda la de Lenin.
McGravy la ignoró. Se dio vuelta hacia Hood y le dijo:
—Tal vez volvamos a vernos... quizás en las barricadas.
—No las hay —respondió Hood—. Así que no me esperes. —Pero sentía afecto hacia ese hombre; y era como si el actor estuviese llevándose consigo su parte más ardiente: él creía; tal vez sobreviviera a su creencia.
—Me alegro de que haya venido —dijo Araba.
—Lorna —dijo Hood—. Tráeme otra copa.
Lorna se mostró indecisa.
—No lo hagas, querida —dijo Araba, tocándola en el brazo.
Lorna se alejó en busca de la copa.
—Sabía que era del tipo dominante —dijo Araba.
—Olvídelo. Tengo que hacerle una pregunta. Y sé todo sobre usted, de manera que no me haga perder el tiempo negando nada. Sé que usted trabajaba para los Provos, buscando armas en el continente con un pasaporte norteamericano, hasta que los engañó.
—Eso es mentira.
—Usted no entregó el último cargamento, ¿no es así?
—No espero que me crea.
—No me importa —dijo Hood—. Me interesa solamente el nombre de su contacto.
—¿No es extraño, Mister Hood? Yo lo invité aquí para averiguar cosas sobre usted, ¡y ahora es usted quien hace las preguntas!
—Su nombre —dijo Hood. Se acercó a ella y le tomó la muñeca. La apretó con fuerza y empezó a retorcerla.
—Me duele —dijo ella. Le brillaron los ojos de dolor, pero no hizo ningún movimiento para resistir. Hood le dijo:
—Si no me lo dice le cortaré la cara en tal forma que no podrá actuar más.
—Usted es un cerdo —dijo Araba—. Odia a las mujeres.
—Estoy liberado —dijo él—. Trato a las mujeres igual que a los hombres. Y a usted le cortaré la nariz si no me lo dice. —Sintió que estaba a punto de pegarle. Contuvo su furia y gruñó—: Hable, compañera.
—Suélteme el brazo —dijo ella.
Hood le arrojó el brazo bruscamente hacia abajo.
—No crea que se lo digo porque me ha amenazado —dijo Araba—. No tengo por qué proteger a nadie. Son unos canallas. Me echaron. Y le harán lo mismo a usted.
—¡Largue!
—Greenstain, de Libia o algún otro lado. Un árabe. Está en Rotterdam y es un tipo escurridizo. Tal vez usted logre engañarlo, pero no le dará nada.
—¿Y cuál es su contacto en Londres?
—No era más que el chico de los mandados —contestó ella—. Y no recuerdo su nombre.
—¿Era Weech?
—Sí, eso es —dijo Araba—. Creí que había sido él quien me engañó.
—¿Y cómo sabe que no fue así?
Ella se echó a reír.
—Porque lo mataron.
—¿Quién?
—Algún soplón —dijo ella perezosamente.
—¿Y qué hay de Rutter?
—¡Rutter! No necesito decirle nada, ¿no es cierto? Usted conoce a todos esos sinvergüenzas. Eso demuestra que es un policía inteligente o el peor bandido de todos. Y he descubierto —continuó, ahora sonriendo—, que por lo general son la misma cosa.
—De manera que Rutter abastece a los Provos —dijo Hood—. Pero él se queda atrás y deja que tipos como Weech paguen el pato. Y usted les permitía a todos que siguieran trabajando. Se arriesgó cuando fue al continente. Debe haberle gustado.
—¿Cómo supo el número de mi pasaporte? —preguntó Araba.
—Yo lo hice. Sin mí, usted no podría haber viajado para los Provos. Sólo que no dio resultado.
—Lo dio —dijo ella—. Pero me odiaban. Hacía tiempo que querían expulsarme; esperaban solamente una excusa.
—¿Entonces dónde está el arsenal? —preguntó Hood.
—El arsenal —repitió ella—. ¿Así lo llama usted? Diablos, si supiera la contestación a esa pregunta sería la reina de Inglaterra. Pregúnteles a sus amigos, los Provos.
—No saben.
—Por supuesto que no saben, de lo contrario habrían comenzado la ofensiva. Y Rutter tampoco sabe, o se lo habría apropiado hace tiempo... debe estar muñéndose por ponerle las manos encima. Y le voy a decir algo, Mister Hood. Tal vez yo esté equivocada pero no creo que nadie sepa qué sucedió con el arsenal. —Saboreó de nuevo la palabra y sonrió—. Yo lo vi, pagué por él, y después desapareció. Tal vez se hundió en el canal. Habrían merecido que les ocurriera eso. —Se calló por un momento, se acomodó el cabello y continuó—: ¿Usted no tiene alguna teoría?
—No es más que una teoría —dijo Hood.
—Dígamela.
—Tengo que probarla primero —contestó Hood. Vio que Lorna regresaba con las copas.
—Shampoo —dijo ella dando a Hood una copa de champaña.
—Es una pequeña celebración —dijo Araba—. Mañana estreno Peter Pan.
—Que se rompa una pierna —dijo Hood y vació la copa de un trago. Luego agregó—: Es raro, ya no tengo sed. Vamos.
Araba se volvió hacia Lorna.
—No le hagas caso, querida. Quédate con nosotros. Tú eres la clase de persona a quienes queremos llegar. —Hizo un movimiento para tomar la mano a Lorna.
Ella se hizo a un lado. Fulminó a la actriz con los ojos y dijo:
—Imbécil.
Cuando entraron, Murf dormía en el sofá. Estaba acostado de espaldas, con la boca abierta; arrollado por el sueño de la droga, se lo veía aplastado, en una postura de rendición. Al oír el golpe de la puerta se incorporó bruscamente, abrió la boca para gritar, pero sólo dijo:
—¿Qué hora es?
Bostezó, se dejó caer otra vez hacia atrás y se dio vuelta sin esperar contestación. Sobre el piso había un cenicero y una pipa y en el aire, el perfume rancio del opio quemado.
Hood y Lorna subieron al dormitorio de ella. Lorna se desvistió primero y él le ayudó a quitarse las botas. Se metió en la cama. Hood se acostó a su lado. Comenzó a acariciarla y le besó los ojos. Lorna se puso tiesa, como si quisiera resistirse, y luego empezó a llorar suavemente, mojando con sus lágrimas la boca de Hood. Él sintió sus débiles convulsiones y la dio vuelta hacia su lado con delicadeza.
—No puedo evitarlo —dijo Lorna—. Siempre lloro.
En el momento mismo en que Hood la hacía suya, ella gritó:
—¿Qué ocurre? —se detuvo indeciso.
—No —dijo ella sollozando—. No te detengas. Pero no me aprietes tanto.
Todavía estaba dolorida por los golpes, y Hood se sintió lleno de ira al pensarlo. Pero la ira fue desplazada. Lorna se abandonó, ahogada; su piel tan luminosa como si hubiese estado bajo el agua; estaba sola, Hood la abrazó, se unió a ella y la siguió en su caída hacia una breve muerte.
Por la mañana, Hood despertó antes que ella y bajó a la sala, donde Murf seguía dormido con la boca abierta y los pies amarillentos fuera de la manta.
Hood llevó el teléfono a la cocina. Marcó un número y esperó, mientras observaba el jardín, iluminado aún con el verde del amanecer y cubierto en parte con manchones blancos de rocío tan espeso como la escarcha. Las nubes se amontonaban sobre los techos de las casas vecinas.
El teléfono dejó de llamar.
—Sweeney —dijo él—. Habla Hood.
—Son las siete de la mañana. ¿Qué quiere ahora?
Ahora. Con su particular acento.
—Sólo asegurarme de que está en su casa.
—No veo la gracia.
—Y quería oír su voz —dijo Hood—. ¿Cómo está su esposa?
—No lo sé. Probablemente con su familia. Perdió el cuadro. Es la única carta que tenemos para jugar por el momento... le dije que no volviera sin él.
—Quiero verlo.
—Usted sabe dónde estoy. No hago citas por teléfono.
—Ah, y otra cosa —dijo Hood—. ¿Conoce a un tipo llamado Rutter?
Se produjo una pausa; por un instante Hood pensó que había colgado el tubo. Luego Sweeney le pidió que repitiera el nombre. Hood lo pronunció claramente.
—No —dijo Sweeney—. ¿Por qué me lo pregunta?
—Oí que lo han calado. El Yard anda detrás de él.
—Nunca lo he oído nombrar.
—Hasta luego —dijo Hood. Colgó el tubo.
Escuchó un momento, pero la casa estaba tan quieta como el jardín, e igualmente fría. Volvió a marcar en el dial; esta vez era un número escrito por Lorna con su letra de niña de escuela sobre un arrugado papel que arrimó a la ventana para captar la primera luz del día. El teléfono llamó durante unos instantes y cesó.
—Rutter —dijo él—. Sweeney. —Y antes de que el hombre pudiera responder, agregó con el acento aprendido de McGravy:
—Oye, sé dónde está ahora...