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En ese tren, el de las 17:27 procedente de Charing Cross, iba sentado Ralph Gawber, un contador. Su delgado rostro y su evidente fatiga le daban un aspecto bondadoso, y se dejaba llevar por el tren con tolerancia, respondiendo a los saltos del vagón con suaves movimientos de cabeza. Con su grueso traje, en ese caluroso día de agosto, tenía la desempolvada santidad de un clérigo que hubiera pasado el día predicando sin resultado en algún recalcitrante barrio bajo. Sostenía en una mano el periódico "The Times", prolijamente doblado en un rectángulo cuyo centro ocupaban las palabras cruzadas y, con el bolígrafo que tenía en la otra, podría haber estado pensando en alguna de las referencias. Pero el cuadro de las palabras cruzadas ya se hallaba totalmente lleno. Mr. Gawber estaba dormido. Tenía la habilidad de los pasajeros habituales de cierta edad, de poder dormir sin cambiar de posición; el sueño lo transportaba envolviéndolo ligeramente como una ola de tristeza de la que pronto habría de deshacerse. Soñaba que se encontraba tomando el té con la reina, en una soleada habitación del Palacio de Buckingham. Apretujado en un rincón del asiento, sometido al roce continuo en la cabeza de los abrigos de los pasajeros que viajaban de pie, incrustada en el muslo la caja de comida del hombre en camiseta que iba sentado a su lado, seguía soñando. A su alrededor, los viajeros desplegaban y sacudían sus periódicos de la tarde, pero Mr. Gawber dormía. De pronto, la reina sonrió, se inclinó hacia adelante, y abrió de un tirón la parte anterior de su vestido. Surgieron desnudos sus pechos y Mr. Gawber metió la cabeza entre ellos, sollozando en vergonzoso desahogo. Estaban tan frescos... y él sentía los pezones contra sus orejas.

Había tomado el tren de la mañana vestido con pesadas ropas para protegerse de la niebla fría del verano, que cubría Catford y le daba una sensación de segura intimidad entre los bultos de los automóviles iluminados, semiocultos en la bruma. Sentía que la niebla lo alegraba sumiéndolo en el olvido, lenta e inexplicablemente, permitiéndole gozar de la amnesia. Pero al llegar a London Bridge, el sol había explotado en su compartimiento, iluminando triunfalmente la fábrica de bizcochos Peek Frean y liberando un penetrante olor a tortas frescas. De inmediato sintió odio por su traje. Las embarcaciones que se hallaban en el río no se distinguían a causa del brillo deslumbrante y, cuando Mr. Gawber terminó de caminar los cuatrocientos metros hasta Kingsway, estaba transpirando. Después de viajar esa corta distancia desde su casa en Londres Sur, tenía la impresión de haber dejado un sitio muy lejano, donde el clima era distinto, y de haberse visto obligado a cruzar una frontera para llegar a su trabajo.

Había sentido calor durante todo el día, en su escritorio en Rackstraw's; dos veces tuvo que buscar alivio en el pasillo de baldosas, junto al hueco de la escalera en el centro del edificio, donde permanecía inmóvil de pie, tomando fresco.

—Qué hermoso día —había dicho Miss French. Y él tuvo que reconocerlo. El estado del tiempo era el único tema de conversación entre Mr. Gawber y su secretaria. A él lo aburría, pero memorizaba el estado de las nubes en honor de ella. Jamás podría decirle lo que sentía secretamente: que Londres parecía trastornado con el calor del verano, atestado de gente y amenazando derrumbarse, exhibiendo ombligos horribles y cuellos quemados por el sol, con pinturas ampolladas, y hasta con los mismos ladrillos sudando viejos venenos a través de sus rajaduras. Y en ese verano, algo espantoso estaba ocurriendo: una depresión, o aun peor... una erupción. Él había visto las cifras y olía el humo; la economía necesitaba un completo reajuste.

Antes del almuerzo, había preguntado:

—¿Qué noticias tenemos de Miss Nightwing?

—Ninguna —dijo Miss French—. Monty ya trajo el segundo correo. Yo misma lo revisé.

—Está portándose muy mal —dijo Mr. Gawber. —Oh, pero estaba adorable las otras noches en la "tele", con Russell Harty. En las pantomimas de Navidad, ella va a trabajar en Peter Pan. Estoy segura de que lo hará mucho mejor que esa conejita de Susan Hampshire. Pero yo le dije a mi madre: "Puede que sea una gran actriz, pero no ha pagado sus impuestos y está haciendo sudar lágrimas a nuestro Mr. Gawber".

—Miss French, creo que debo recordarle que el impuesto a los réditos de Miss Nightwing es un asunto confidencial. Ella ha olvidado simplemente enviarnos los detalles de sus gastos. Los rumores pueden hacer mucho daño a su reputación. —Hizo a su secretaria una sonrisa de censura—. Deje que yo maneje esto, ¿eh?

Miss French siguió hablando:

—Dicen que es comunista. Quiere que proscriban las representaciones de Punch y Judy. Dice que son crueles y decadentes. ¡Punch y Judy!

Él hubiera querido decirle cuánto lo habían asustado en la ruidosa feria de Ladywell Fields, cuando era niño. Suspiró, oyendo todavía las estridentes amenazas de Mister Punch. El calor era ahora como una capa que pesaba sobre su espalda y lo mantenía encorvado. Entrecerró los ojos; sentía gusto a tierra en la boca, y deseó que lloviera pronto.

—Voy a llamarla por teléfono —dijo.

Marcó el número en el dial, pero antes que empezara a llamar, la línea pareció estallar y se oyeron una serie de ruidos extraños. Una voz de hombre dijo en su oído:

—Es Marathón, estoy seguro.

—Matutina —dijo una mujer.

—Marathón.

—Matutina.

Mr. Gawber se contuvo de disculparse.

—Matutina no es.

—Coincide bien. Con tapir en siete vertical.

—Con tapir quizá, ¿pero y ovoide en ocho vertical? Decididamente no puede ser matutina.

Mr. Gawber reconoció que estaban llenando las palabras cruzadas de "The Times". Él ya había dejado a un lado su periódico; tenía la costumbre de resolver la mitad del problema en el viaje de ida a su trabajo y completarlo cuando regresaba a su casa por la tarde. Había puesto tapir, pero no tenía Marathón. Escuchó fascinado, como si fueran amigos, colegas en palabras cruzadas. Pero su turbación iba en aumento... y había algo más en esas líneas unidas que lo desconcertaba: el hombre y la mujer parecían estar encerrados en un sótano, y sus voces le llegaban en murmullos como surgidos de una total oscuridad.

—Muy bien, Marathón —dijo la mujer—. Entonces, con Elba en veintisiete vertical y afinador en dieciséis horizontal, nos queda ese espacio en blanco en doce horizontal. Ocho letras. ¡Diablos!

—Referente a...

—Por favor, no vuelvas a leer las indicaciones, Charles.

—No tengo la menor idea.

—Parece bastante fácil.

—La segunda letra es una "a", y termina en "n". Podría ser otro Marathón.

Mr. Gawber apartó de su oreja el auricular y estiró el brazo para tomar el periódico. Realizó los movimientos pensando en la solución. Pero no estaba acostumbrado a las decepciones. Dio vuelta el periódico y puso el dedo sobre el doce horizontal. Por supuesto.

—Tú hablas siempre de lo bueno que eres.

—Tonterías.

—Todo tienes que corregirlo.

—Si sigues con eso no te escucharé más.

—Sólo quieres oírte a ti mismo.

Los pobres, que en su oscuridad buscaban el compañerismo de un crucigrama, habían empezado a reñir. Mr. Gawber se sintió inquieto. Había estado conteniendo el aliento durante tanto tiempo que ya le ardían los ojos. La mujer empezó a excederse; Mr. Gawber parpadeó. Oyó que decía: "... estoy harta", y aspiró profundamente.

—La palabra que corresponde a doce horizontal —entonó con una voz que desconoció como propia-... es macarrón. Macarrón.

—¿Eres tú, Charles?

—No, querida... pero, ¡está bien macarrón!

—Hay alguien en la línea. ¿Quién está allí?

La voz alerta, una flecha desde la oscuridad, le produjo pánico.

—¡Quién está allí!

Mr. Gawber colgó el tubo del teléfono y se cubrió la cara con las manos. Tuvo la sensación de que todo Rackstraw's había oído esa voz. Poco después, Miss French le dijo:

—Mister Gawber, está sonrojado.

Respondió que era el calor. No había hecho daño a nadie, pero el episodio era vergonzoso... tendría que haber cortado la comunicación de inmediato. Él respetaba la intimidad. Si la persona que viajaba sentada junto a él en un tren extraía una carta y comenzaba a leerla, Mr. Gawber se daba vuelta, esforzándose en transmitir la impresión de que él sabía que era una carta y no la estaba leyendo; recordaba a los otros su propia intimidad.

Y ahora había asustado a esas personas. ¿Qué estarían diciendo de él en esos momentos?

No volvió a tocar el teléfono hasta después de las cuatro, observándolo como un instrumento peligroso y nada confiable. Pero en su bandeja de expedientes entrados se hallaba todavía sin completar el formulario de impuestos de Araba Nightwing y, prendido al mismo con un alfiler, una seca nota de la repartición oficial.

Mr. Gawber superó su timidez y disco nuevamente el número. Esta vez llamó y obtuvo respuesta. Dio su nombre, pidió disculpas por la molestia y expuso brevemente el asunto.

—No voy a pagar —dijo la joven mujer con su famosa voz.

—Es la ley —contestó Mr. Gawber—. Tendremos que actuar con mucha habilidad.

—¡Pero acaso no saben —no lo sabe usted— que estamos en guerra!

—No podría estar más de acuerdo...

La comunicación se había interrumpido, y ahora era él quien seguía preguntando en la oscuridad: "¿Miss Nightwing?"

Había sido un día terrible, y el calor ciertamente no ayudaba. Mr. Gawber se alegró cuando llegó el momento de salir para su casa a las cinco, de escapar de toda esa cháchara que lo acusaba de oscuros errores. Hermoso día, dice una mujer, sonriendo tontamente al sol que brilla en la calle trastornada. ¿Quién está ahí?, exige la que hablaba cuando se ligaron las líneas. ¡Estamos en guerra!, grita la actriz. Esas voces equivocadas daban vueltas en su mente, y él no tenía respuesta para ninguna de ellas. Por un momento, en el fresco hueco de la escalera de Rackstraw's, sintió que volvían sus fuerzas. Maldijo suavemente aquellas voces y deseó que la ciudad se destruyera, para que las silenciara. De cualquier manera, ya se acercaba, estaba próxima la tormenta. Él había visto las cifras. Entonces saldría del edificio, levantaría el paraguas, y cruzaría los humeantes escombros del Strand, convertido ahora en una vacía cabeza de puente de la destrucción, cuyas ruinas habrían de probarle que estaba en lo cierto. Pero sólo se trataba de un pensamiento: el despecho era indigno de él. Subió al tren y se dedicó a continuar las palabras cruzadas; minutos después —mientras el tren disminuía la velocidad al aproximarse a Waterloo— las completó con rapidez poco frecuente: Elba, afinador, Marathón. Aquellos extraños le habían facilitado las cosas. Sintió somnolencia en el atestado vagón e instantes después se quedó dormido, mientras los periódicos de la tarde crujían junto a sus oídos; soñó con la reina, su cuerpo, el sol. New Cross, Lewisham, Ladywell... aún dormía, y, en Catford Bridge, su parada, la reina se inclinó hacia él abriendo la pechera de su brillante vestido. El tren siguió corriendo hasta Lower Sydenham, y allí se despertó. El vagón estaba casi vacío y fuera de él, todo era absolutamente desconocido.

Caminó por la plataforma con tal inseguridad que le pareció sentir sus zapatos demasiado grandes. Tenía la impresión de estar caminando con los pies de otro hombre. Reconoció el nombre escrito en el cartel de la estación, pero ese detalle familiar en un lugar tan extraño confundía su entendimiento. La plataforma no tenía techo y cuando el tren se alejó quedó completamente vacía; los otros pasajeros se habían retirado rápidamente. Sin embargo no estaba a disgusto, y se sorprendió al darse cuenta de que se demoraba intencionadamente para saborear la sensación y llegar a conocer bien el lugar. Asombrado ante el placer que sentía, se dijo a sí mismo: "¡Nunca había estado antes aquí!"

Un hombre negro, vestido con el uniforme de los Ferrocarriles Británicos, se hallaba en la mitad de la plataforma, apoyado contra la puerta de una sala de espera formada con tabiques de vidrio. Mr. Gawber observó que el hombre estaba hablando con una gorda mujer negra, sentada en un banco con un canasto apoyado sobre sus rodillas abiertas, que parecían dos berenjenas con hoyuelos. El negro la hacía reír en tal forma que la mujer se ahogaba y las carnes morenas de sus mejillas se sacudían acompasadamente. Era una raza de cómicos voluntarios; él nunca había creído en sus enojos. Sus vecinos —Mr. Wangoosa, los Aroma, Mr. Palmerston, el de tez más clara; Mr. Churchill, de piel casi morada— prácticamente brincaban de buen humor. El hombre del ferrocarril hacía algo con sus labios y la mujer parecía descomponerse de risa, levantaba los pies y los estampaba con fuerza contra el suelo. La puerta de vidrio estaba rajada, las paredes pintarrajeadas con palabras de grandes letras en rojo ley del arsenal, chelsea para siempre. Pero los negros, que llenaban el interior con su charla, le prestaban una atmósfera de desvencijado encanto. Si se hubiera encontrado de otro talante, Mr. Gawber habría contemplado todo eso como un ejemplo más de la decadencia que impulsaba a la ruina. Pero en esa tarde de verano la escena lo divirtió y hasta se sintió capaz de compartir sus risas.

—Allá en Catford son todos locos —decía el hombre negro.

Luego se enderezó la gorra y estiró el brazo para tomar el boleto de Mr. Gawber.

—Gracias.

Mr. Gawber le mostró su pase de temporada, dentro de la billetera plástica.

—¡Me quedé dormido! —dijo.

—Tiene que pagar el exceso —dijo el negro. Pasó la mano por la visera de la gorra para borrar las huellas de sus dedos.

La mujer murmuró algo y miró hacia otra parte, mientras soplaba y recobraba el aliento.

—Nunca estuve antes aquí.

El negro extrajo un talonario, insertó un papel carbónico y, con especial cuidado que interesó a Mr, Gawber, escribió algunas cifras en la delgada hoja superior. El cumplimiento del trámite burocrático pareció corresponder adecuadamente al grado con que Mr. Gawber se sentía fuera de lugar. Dijo otra vez:

—Nunca estuve antes aquí.

—Cinco peniques adicionales —dijo el hombre—. Pague al cajero.

La mujer volvió a murmurar.

—Y eso no es todo —dijo el hombre—. ¿Usted conoce el George, en Rushey Green?

Mr. Gawber sonrió: él conocía el George. Quería entrar en la conversación, poner término a ese día de extrañas experiencias escuchando cloquear a la pareja: ¿Así que no estuvo nunca antes aquí? Esperó que el negro lo viera que aguardaba.

Después de un momento, el hombre se volvió hacia él y le dijo:

—Pero si viene otra vez aquí, Mister, saque el boleto que corresponde.

—Tengo que buscar una cabina telefónica —dijo Mr. Gawber.

—Para eso no necesita tomar ningún tren —respondió el hombre. Cortó el aire con sus manos—. Siga por el sendero. Después del cobertizo. A su izquierda. La Motora. No puede equivocarse.

Mr. Gawber pagó la tarifa y encontró el camino. En el fulgor del atardecer se levantaba un aroma de polen de las mentas gateras, el perejil salvaje y los altos arbustos inclinados bajo el peso de miles de abejas voraces que engrosaban sus tallos. El camino se estrechaba, y pronto Mr. Gawber quedó solo en medio de ese verdor, con su traje moteado de polvillo. Sentía el olor de la tierra aceitosa de las vías del tren, pero no podía ver por encima de las cañas y las altas hierbas. Estuvo a punto de echarse a reír; le encantaba esa sensación de hallarse perdido, tan cerca de su casa. ¡Norah, estoy en algún lugar de Lower Sydenham! El sol calentaba los insectos y los hacía zumbar debajo de las polvorientas hierbas de enorme altura que, abandonadas allí a un crecimiento ilimitado, parecían exageraciones de las plantas pulposas y pequeñas de su jardín. Mr. Gawber vio ejemplares con hojas en forma de cola de dragón, con dientes de sierra, altos tallos coronados con penachos blancos, flores erizadas de púas, cardos y ajo salvaje: testimonios del desperdicio. Y todos ellos lo alegraron. Era el final perfecto de un día que desde el comienzo pareciera inusitado: ¡libertad!

Se había visto empujado fuera de su rutina y quería conocer todos los detalles de la diferencia. Hurgaba en el lugar con la punta de su paraguas. En su vida jamás había tenido sorpresas; no le gustaban las sorpresas. Pero ésta era controlable y le produjo alegría. Después de pasar el cobertizo y una cuadra de ocho casas con números inservibles y chapas de zinc clavadas en las ventanas, vio la taberna y su cartel: La Locomotora. Entró y, respirando un aire de tablones, aserrín y cerveza, se acercó al bar para celebrar su llegada... en vez de volar al teléfono para informar a Norah que iría tarde a su casa.