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Volta Road, Catford, era a sus ojos un corredor de ajadas tías eduardianas vestidas de encaje antiguo, hombro a hombro, cubiertas con chales de tejas y con las puntiagudas narices de techos salientes; los altos tejados de dos aguas como extraños bonetes con picos proyectados sobre los rectángulos de ventanas que parecían anteojos, y detrás de ellas, los velos cruzados de las cortinas difusores que enceguecían ojos sin brillo. Con los largos pechos de las protuberancias dobles de sus frentes y sus rodillas apoyadas en escalones magullados y arañados, permanecían en perpetua genuflexión, con sus lisas caras grises enfrentadas unas a otras a través de la calle, como si —a la par que se empolvaban— estuviesen rezando a la espera de su muerte. Eran lo suficientemente altas como para mantener a Volta Road en las sombras durante la mayor parte del día. Entre todas esas casas de cuatro pisos, el remilgo de una de ellas se destacaba a pesar de su vejez; mas pálida que el resto, con un bajo seto vivo, clemátides junto a la puerta y un gnomo de jardín que pescaba en una fuentecilla seca; el Número Doce, la casa de Gawber.

El contador caminaba esa noche hacia ella angustiado, queriendo llegar pronto a su hogar en busca de la calma. En un tiempo, esa calle había tenido el bien cuidado aspecto de las calles vecinas, bordeadas por casas inferiores, pequeños bungalows de estrechos frentes y siempre renovada pintura, cuyo tamaño cómodo y facilidad de conservación habían movido a comprarlos a las familias que los habitaban. Pero las casas de la calle Volta —con timbres para los sirvientes en todas las habitaciones, y nombres como Los Sicamoros— habían caído en manos de especuladores, firmas constructoras y agentes de propiedades, quienes las dividieron con delgados tabiques, clausuraron puertas y aberturas de servicio, construyeron cocinas en los dormitorios posteriores, instalaron baños en los armarios para escobas y colocaron fregaderos y cocinas en los descansos de las escaleras, de manera que las pilas de platos se veían a veces desde la calle. Muchas de las casas eran verdaderas colmenas o nidos de insectos, en las que cada cuarto con sus camas constituía un diminuto hogar de personas amontonadas como gorgojos, cuyas voces alcanzaban a otras familias a través de las delgadas paredes de cartón. La densidad resultaba evidente por el número de botones en los tableros de los timbres junto a las puertas de calle, o por la cantidad de botellas de leche sin lavar agrupadas en los escalones más altos.

Mr. Gawber había nacido en el Número Doce de la calle Volta, y allí había crecido, mudándose al dormitorio del frente con su mujer, Norah, cuando murió su madre, diez años después que su padre. Había asistido a la escuela de varones St. Dunstan's, en lo alto de la calle, y a la iglesia anglicana, en la parte baja. Ahora, la iglesia era bautista y sus feligreses casi todos negros; para él no fue difícil: dejó de ir. Había visto envejecer o morir —o ausentarse al campo— a los vecinos de la calle y, después de la guerra, las casas habían entrado en un período de declinación que ya era irreversible. Los ocupantes, de todos los colores humanos, eran numerosos, y la calle había quedado prácticamente intransitable debido a la cantidad de automóviles estacionados. Hermosos olmos flanqueaban la calle en una época, pero luego los árboles habían crecido demasiado, casi hasta la altura de los techos de las casas, y sus ramas se cruzaban sobre la calle. Entonces los cortaron. La matanza había demorado una semana, y, al oír los zumbidos de las sierras, Mr. Gawber había sentido que le cortaban a él los brazos. Los pequeños arbolitos nuevos, delgados y débiles palitos que plantaron en lugar de aquéllos, habían desaparecido pronto. Después de una estación en que empezaron a mostrar sus promisorias hojuelas, al llegar el otoño los niños habían quebrado sus frágiles ramitas para usarlas como espadas y lanzas. Las jardineras de las ventanas se hallaban vacías, los setos vivos destrozados, los jardines pavimentados para automóviles y motocicletas. En tres de esos jardines, situados en los frentes de las casas, había viejos autos sin ruedas, oxidados y podridos y con las puertas colgando. No era una mala calle —las había peores— pero ya nunca habría de mejorar. Algún día, la municipalidad compraría todo en bloque, tapiarían los extremos, arrasarían las construcciones y levantarían altos edificios de departamentos. Así era el sistema. Nada había allí que mereciera conservarse, ni siquiera los sentimientos, que habían muerto al irse los más antiguos residentes, desaparecidos junto con los árboles.

Las familias nativas quedaron dispersadas, y Mr. Gawber siempre pensaba: soy una reliquia de aquella otra época. Últimamente se había dedicado a estudiar a las nuevas familias. Los había cojos y negros e irlandeses que usaban en los pantalones pinzas para bicicletas; muchachitos con caras de perro cubiertos con roñosos abrigos de piel, y mujeres maleducadas que cargaban rubicundos bebés, y niños con dientes rotos, y ancianos que avanzaban de a centímetros dando golpecitos en la vereda con sus bastones. Todos ellos escapistas que habían llegado y jamás se irían. Había un chino alto y su esposa en el Número Ocho, y un hindú dueño de un Landrover en la casa vecina: todos los domingos por la mañana el hombre lavaba el vehículo con la radio encendida. Mr. Gawber había adjudicado una casa a cada uno, buscando la concordancia entre sus colores y los nombres escritos en los tableros de los timbres. No conocía bien a todos; tampoco parecían ellos conocerse entre sí y, lo más extraño de todo, ninguna de las personas más oscuras usaba medias. Razas tropicales con nombres tropicales: Wangoosa, Aroma, Palmerston, Churchill, Pang. Algunos agentes de propiedades y hombres de ojos nada confiables, con caspa sobre os hombros, habían intentado —al principio mediante volantes y folletos colocados en el buzón, y finalmente presentándose en arrogantes visitas— ganar la posesión de la casa de Mr. Gawber. Se sentaban en el sofá de Mr. Gawber con las rodillas separadas y hablaban en tono siniestro de la invasión de los negros, utilizando a sus propios y desventurados inquilinos como una amenaza indirecta; informaban a Mr. Gawber que en Orpington se respiraba mejor aire y sus vecinos eran agradables familias propietarias de sus casas; a menudo aludían al hecho de que gran extensión de Volta Road estaba ya en sus manos, de manera que sólo era cuestión de tiempo llegar a poseerla totalmente. Pero Mr. Gaw-ber no cedía. ¿Orpington? Él era londinense. Y no rendiría la casa de su padre.

En invierno era tolerable; a Mr. Gawber le agradaba su característica inclemencia. La fría lluvia contribuía; barría los periódicos hacia las esquinas, devolvía a la calle su negro brillo y mantenía dentro de sus casas a los cojos. La lluvia aseaba a Londres y le devolvía algo de su encanto, y hasta algo de su juventud: la ciudad estaba diseñada para el mal tiempo, no para las multitudes. Era mejor en la llovizna, o con un tenue brillo bajo una delgada capa de hielo. Mr. Gawber sentía entonces profundo afecto por ella, y los chorreantes faroles de la plataforma de New Cross le parecían mágicas formas moldeadas en gelatina y suspendidas de columnas árabes, a veces se demoraba en Catford Hill para contemplar los esforzados ómnibus doblemente enrojecidos por la lluvia.

Pero esa noche el invierno estaba aún distante. Mr. Gawber caminaba por la vereda sintiéndose espiado. Con el tiempo caluroso que empezaba a mostrar los venenos en los ladrillos y despertaba el olor del decaimiento, la vida de las casas se volcaba a Volta Road —sacaban a los bebés en sus cochecitos en busca de elogios; los muchachos se reunían para jugar con sus motocicletas livianas y burlarse de las chicas; las discusiones se convertían en disputas, los descarados cortejos en ruidosas bodas. Allí en los escalones de Palmerston, él había visto un cierto sábado por la tarde: una fiesta de casamiento animada con la música de tachos de basura metálicos; las nalgas de los invitados, envueltas en ropas perfumadas en lavanda, apoyadas en los alféizares de las ventanas, y toda la gente aprovechando la oportunidad para hablar a gritos. Chillaban y reían hasta que, ya tarde en la noche, la fiesta terminó, y quedaron charcos de vómitos en todo el trayecto hasta la esquina. Esta noche estaban allí fuera, Wangoosa reparando su bicicleta, Churchill haciendo saltar el bebé sobre sus rodillas, el hindú poniendo a punto su Landrover, y todos ellos usufructuando su porción de calle. Cuánto deseaba él que esas familias se fuesen.

Mr. Gawber lo destruía con sus ojos. Patrullaba las ruinas y encontraba a esos holgazanes culpables de causar molestias y alterar la paz, de asociación ilícita, de proferir amenazas, atentado al pudor público y evasión impositiva. Soplaba un estridente silbato y los hacía llevar, luego nivelaba la calle, reducía las casas a montones de ladrillos rotos y maderas, y dejaba que la hierba creciese y se afirmase cubriendo los escombros con su verde cabellera. Lo merecían. El desorden del verano, esas agresivas y ociosas pandillas, le hacían desear un holocausto de limpieza —alguna crisis visible, una helada en combinación con un derrumbe económico. No había duda de que se aproximaba: una depresión, una pesadez sofocante, un corte de energía y una tormenta enceguecedora que detuviera ascensores entre pisos y obstruyera el Támesis con sedimentos, hasta dejar todo —excepto el tañir de las campanas llamando a funeral— en el más absoluto silencio. Los apuros económicos constituían un buen proceso de selección. A Mr. Gawber más bien le alegraba la idea de sufrir privaciones, alumbrarse con velas, la escasez de productos, los pagos con cupones y vales oficiales, y los baños fríos con jabón casero. Se incluía a sí mismo en el desafío. Sería una justa prueba para todos, como la guerra, esa última dosis de sales. ¡Que se venga todo abajo! Los tontos fracasarían, pero aquellos que resistiesen, felicitaciones para ellos, serían los mejores. Para él no iba a ser nada fácil a su edad —y aun peor para la pobre Norah— pero sobreviviría al colapso. Todo era cuestión de paciencia, ajustarse el cinturón y llevar bien las cuentas. En ese sentido, Mr. Gawber sabía que él pertenecía a la clase más antigua de ingleses: valoraba la decencia por sobre todas las cosas, y las depresiones económicas, poniendo a prueba el instinto, permitían justipreciar aún más la decencia.

Otras veces se había sentido más tranquilo, pero este verano... —¿serían esas bombas irlandesas?— la ciudad y sus caras lo sobrecogían con pensamientos de ruina. No estaba enojado, pero no podía evitar la aprensión. La imaginación le hacía exagerar sus simples sentimientos y jamás deseaba lo peor sin que lo acompañara una sensación de culpa y arrugas en el ceño que, a su juicio, leían en su rostro cuantos pasaban a su lado.

Su dolor no era exclusivo. A menudo, cuando llegaba a su casa y veía a Norah, sabía por sus ojos que había estado lloriqueando.

Introdujo la llave en la cerradura y espió a través del cristal rojo y verde de la puerta, buscando la sombra de Norah. Luego entró al encuentro del olor familiar de viejas alfombras y relaciones extinguidas. Hogar era esa fragancia de muebles y familia, y otra mucho más débil, casi imperceptible en el aire, de su propia piel.

—¿Rafie?

Así lo llamaba siempre su madre. El nombre se le había pegado, aunque Norah sólo lo usaba cuando temía que algo anduviera mal, como para acercarse a su preocupación.

—Lamento haber llegado tarde. —La besó en la frente—. ¿No estabas preocupada, Noddy?

—Te llamaron por teléfono —dijo Norah, insistiendo en su alarma—. Esa Araba Nightwing. Yo no sabía qué decirle. Rafie, ¡no tenía la menor idea de dónde estabas!

—Un desastre. Me quedé dormido en el tren, y me desperté en Lower Sydenham. Anduve dando vueltas a tientas por el barrio —se largó a reír, usando su edad para excusar su error—: estoy poniéndome viejo, no me hagas caso. —Nada sobre las líneas ligadas, nada sobre los hombres de peligroso comportamiento en la taberna, nada sobre su ánimo destructivo—. ¿Qué quería Miss Nightwing?

—Estaba perturbada. No pude comprender una sola palabra de lo que dijo. Pobre muchacha.

—No tan pobre, Noddy. El año pasado sus ingresos llegaron a cinco cifras. Ahora va a interpretar Peter Pan.

—Sonaba muy inquieta.

—Es una excelente actriz.

—Hará un Peter Pan encantador.

—Estoy seguro —Mr. Gawber desconfiaba de los actores fuera de escena: los más convincentes eran los más sospechosos. No podía negarles su habilidad, pero en su rápida capacidad para convencer había algo que le quitaba convicción. No tenían voz propia y, cuando la intentaban, sonaba vulgar y poco sincera. Su vanidad era titánica, su talento para el engaño, inagotable. El respeto que Norah les profesaba se extendía casi hasta la veneración; Mr. Gawber sospechaba de ellos en el mismo grado. Durante toda su vida los había tenido como clientes y aún no había llegado a conocerlos, lo que explicaba su actitud.

—Te traeré el té —dijo Norah.

El resto obedeció al ritual de práctica. Guardó el paraguas en el alto paragüero azul, colgó en la percha su impermeable, dejó su portafolios y el sombrero hongo en la pequeña mesa junto a la escalera y se lavó las manos. Hecho eso, había terminado con Londres. Luego se sentó con sus pantuflas, y por varios minutos sólo se escuchó en el hall el tic-tac del reloj de madera y el ruido del té bajando por su garganta. Norah terminó primero y dijo:

—Me hacía falta.

La habitación estaba dominada por un cuadro, franjas azules y un sol naranja, con una conflagración de rojos en una esquina. Lo había aceptado en pago de una pequeña cuenta por sus servicios, pero ahora el artista era famoso y el valor del cuadro había aumentado considerablemente. Sus visitantes siempre se fijaban en él —por su tamaño y sus ardientes colores— y Mr. Gawber relataba su historia. Se alegraba de contar con la historia; el cuadro nunca le había gustado mucho. Y junto a la biblioteca había retratos de actores que él había representado, uno de ellos estaba ahora en la Cámara de los Lores, otra era la esposa de un magnate naviero; tenía también una suicida; la víctima de un asesinato; varios fracasos totales, una cantante que se había hecho famosa durante la guerra pero cuyo nombre se hundió en la oscuridad al llegar la paz: todos ellos sonreían dentro de sus dedicatorias. Un álbum con programas de teatro de veinte años de antigüedad se hallaba sobre una mesita con la misma despreocupación que si se hubiese tratado de algo usado la noche anterior: era obra de Norah, y era ella quien había colocado en un marco el programa de la función del Royal Command.

—El carnicero me reservó unas hermosas costillas —dijo Norah.

Comieron juntos en el comedor de diario, enfrentados a través de una mesa cuyas vetas había memorizado desde su niñez, cuando en las noches de invierno se hallaba resolviendo problemas de álgebra: había liras amarillas y mudas arpas en la hermosa madera. Pero esta noche su fija mirada le hacía ver rostros en la mesa, y él volvía a escuchar las conversaciones del día, todas esas voces extraordinarias: ¿Quién está allí? ¡No sea tonto! ¡Estamos en guerra! Si no era capaz de comprenderlo, ¿estaba muerto acaso?

—Te has quedado muy callado, Rafie —dijo Norah—. ¿Te ocurre algo?

Todo. El mundo recalentado había partido su corteza como la de un huevo en la cocina. Trastornado, trastornado. La noticia estaba escrita con sangre, ¡y las manchas de pintura ampollada decían Ley deí Arsenal! Que se venga todo abajo; ahora él sólo compraba el periódico por los crucigramas. Norah deseaba preguntar, pero él no decía nada.

—Tendremos unas buenas vacaciones. Ya verás.

Él odiaba esa palabra. No quería el breve engaño del bienestar de las vacaciones. No deseaba repetir la decepción del año anterior, en que había estado sentado con camisa y corbata, pero con los pantalones recogidos hasta las rodillas, detrás de un rompevientos de lona, en una atestada playa de Cornwall. Había visto golosos turistas de Yorkshire convertidos en langostas y arrastrando a los niños con sus pinzas. La arena volaba entre las páginas de su libro, que el sol le impedía leer. Los padres entusiastas, para entretener a sus hijos, desfiguraban la playa con profundas zanjas, demasiado alejadas de la marca de la marea como para ser alteradas por el mar, y así permanecían las cicatrices en la arena como una apropiada parodia de invasión en esa confusa cabeza de puente. Las vacaciones requerían habilidades que Mr. Gawer no poseía: clavar postes en la arena; llevar al hombro y desplegar sillas de playa; actuar como camarero —con una ridicula bandeja de té— para Norah. Él lo soportaba, rezando porque terminara pronto, deseando que el cielo se oscureciera y que la lluvia corriese a esas familias. Era el sol —el sol enloquecía a los ingleses y los transformaba en españoles holgazanes. Las vacaciones, ese descanso en Polzeath, lo habían dejado exhausto y, aunque Norah aún hablaba de ellas con placer, le había costado dos semanas en Rackstraw's retomar la mano de las cosas.

—Si hubiéramos tenido hijos ahora ya seríamos abuelos. A los nietos les gusta mucho la playa —dijo Norah.

Una pena. Era un varón el que tuvieron. Había vivido doce horas, pero ellos no encontraron ánimos suficientes para ponerle un nombre. En el certificado de defunción decía Bebé Gawber. Mr. Gawber lo vio sólo una vez, y eso había sido hacía treinta años, pero no pasaba un día en que el recuerdo del niño no volviera a su memoria. Parecía crecer y hacerse hombre en su mente, y Mr. Gawber conservaba con solemne claridad la imagen de pintura descascarada en la habitación donde le habían dado la noticia. Ese día, por segunda vez, recordó a su hijo.

—¿Quieres escuchar la radio? —preguntó Norah.

Era tarde. Ya había pasado más de la mitad de su habitual concierto. La segunda mitad era siempre moderna, superficial e incomprensible, con inesperados punteos de guitarra y golpes, y variaciones de errantes lamentos. Eran cosas sin alma. Mr. Gawber prefería las toses entre movimientos a la música en sí.

—Has dejado la mitad de tu comida —dijo Norah—. Preparé esos porotos especialmente para ti.

Tenían gusto a tierra. Había tierra en el aire, y Mr. Gawber alcanzaba a oír allá afuera, en la calle —aun desde la habitación interior donde se encontraba— los gritos de sus vecinos, espantosamente altos, con los graznidos de su lenguaje vulgar. Podía haber sido un disturbio, las voces de saqueadores, los ruidos de los pies de los delincuentes que huían. Pero no, en verano siempre era así, la acostumbrada tiranía del ruido.

—Ahí están, otra vez —comentó Norah.

Mr. Gawber terminó su comida. Comió los porotos para conformar a Norah, sabiendo mientras lo hacía, que lo obligarían a levantarse a la noche y le descompondrían el estómago. Después se instaló en la sala, oyendo a Norah trabajar en la pileta de la cocina. A las 21 escuchó televisión, el repiqueteo de las máquinas de escribir que precedía al noticiero y la objetiva voz del periodista, Robert Dougall: Irlanda, bombas, el Primer Ministro hizo hoy una advertencia, récord de multitudes. Las frases llegaban a sus oídos; no quería escuchar más. El periodista dio las buenas noches, y Mr. Gawber oyó la voz de Norah: "¡Buenos noches, Robert!". Ella contestaba generalmente el saludo del maldito aparato.

A las 21.30 —la campanilla le produjo un desagradable sacudón— sonó el teléfono. Era Araba Nightwing, sin aliento, deshaciéndose en disculpas con su profunda y atractiva voz.

—Estoy en el teatro, Mr. Gawber —dijo—. Lo hablo durante el intervalo, así que voy a ser breve. Me alegra mucho haberlo encontrado por fin. He estado pensando en usted todo el día... bueno, desde que usted me llamó...

—Comprendo —dijo él—. Está muy bien. —Se oía de fondo el ruido de golpes con los asientos, el murmullo del público, gritos.

—No, no está bien...

Mr. Gawber hizo una mueca y alejó el auricular de su oreja.

—... es imperdonable. No sé qué me pasó. Creo que es este terrible trabajo, todos estos ensayos, tengo demasiadas cosas en la cabeza en estos días. Acabo de volver del continente, de Rotterdam, nada especial. Pero fui muy torpe con usted.

—No pasó nada.

—Soy una espantosa bruja intolerable.

Mr. Gawber volvió a hacer una mueca: ¿quien estaba escuchando?

—Miss Nightwing...

—Usted es demasiado amable al decir eso, pero es verdad. Yo no querría hacerle daño por nada del mundo. ¿Cómo puede ser tan generoso con una bruja como yo?

—Resulta muy fácil.

—¡Porque usted es muy bueno! Yo no lo merezco. Pero esta obra es una basura tan grande que no lo puedo evitar. La gente dice que me está destruyendo. Yo no puedo hacer nada, y además, ya era una bruja antes que se estrenara, usted lo sabe muy bien. El año pasado fue lo mismo, aquel asunto con el Banco fascista.

—Banco suizo, pero es mejor olvidar eso.

—Quise llamarlo antes de la función. Su esposa me dijo que no estaba en su casa.

—No... yo... —"¿Estaba pidiéndole una explicación?"—. Yo me atrasé. Es una historia más bien larga.

—Es la historia de mi vida. Mr. Gawber, quiero que sepa que lo lamento mucho. No quiero complicarlo a usted en esto, de cualquier manera.

"¿Complicarme en qué?"

—Es solo el pequeño asunto de su impuesto a los réditos —dijo—. Usted ha tenido un año muy bueno. Un año excelente. Desgraciadamente.

—¡Oh, Dios!

—Ya vamos a conversar. Yo lo solucionaré. Ya verá.

—Pero es que no tengo la menor intención... están llamando con el primer timbre. Debo volar. Mi cara...

—No llegue tarde, querida.

—La razón por la que lo llamé es que tengo unas entradas para usted y su esposa. Son buenos asientos, pero la obra no es muy recomendable, en realidad es una porquería, una pieza de McGravy, para tres. Naturalmente, es un éxito rotundo, está siempre lleno... norteamericanos y el público de siempre. Pero es una noche libre y ustedes podrán subir entre bastidores y conocer a Blanche y Dick. Son encantadores.

—¿Está usted segura de que no será ninguna molestia?

—Creo que sonó el segundo timbre. No, no es ninguna molestia. Las entradas son para el mes próximo, el diecinueve... espero que esté bien. Me gustaría mucho conocer a su esposa. Sólo querría que esta obra fuese mejor.

—Será un placer...

—Las entradas estarán en la boletería. No haga caso a lo que yo digo. No me importa si me expulsan... yo misma me detesto. Usted es el hombre más bondadoso que he conocido. ¡Otro timbre! ¡Adiós!

Norah lo observaba cuando colgó el tubo del teléfono. Mr. Gawber suspiró e informó a su mujer lo que había dicho la actriz.

—Pero eso es magnífico —dijo Norah—. Té para tres tiene unas críticas maravillosas.

Glamour: ahora él estaba contento. Para su mujer, el día quedaba salvado. Tan pocas veces sabía cómo agradarla. Ella iría a la peluquería y se encontraría con él en la ciudad. Una cena bien temprano en Wheeler's: Norah pediría el "coctel" de camarones y él comería salmón y, de un modo u otro, Norah hallaría la ocasión para decir: "El lenguado al limón parece bueno". En el teatro, ella comería un cuarto kilo de bombones. Se fijaría muy bien en la escenografía... era lo que más le gustaba en las obras de teatro. Los escenarios la deslumbraban y, aunque jamás podía recordar el título de una obra —y mucho menos algún pasaje— era capaz de describir hasta en los más mínimos detalles los decorados que había visto antes de la guerra en el Lewisham Hippodrome de Catford, ahora demolido. Nada le gustaba más que ver levantar el telón y aparecer en el escenario la popa de una gran fragata, completamente aparejada, con velas. Shakespeare no prometía mucho, por lo general, pero Norah recordaba los fantásticos trapecios que aparecían en una obra, y los almohadones cuando Araba había interpretado a Cleopatra; y todavía hablaba de las pirámides y el disco dorado del sol en aquella obra sobre los incas. En Té para tres no se podía esperar nada extraordinario —tal vez una sala— pero Mr. Gawber era optimista. De cualquier manera, Norah terminaría alabando las bibliotecas, la vajilla, el empapelado de las paredes.

A él le resultaría odiosa la obra por su impostura, a menos que se trabara una puerta, o sucediese algún accidente imprevisto, para que le proporcionara cierto repentino viso de realidad. Siempre disfrutaba viendo esos hombres pesados, vestidos con monos azules, dando grandes zancadas sobre el escenario para cambiar el moblaje entre dos actos; los golpes y ruidos sordos y gruñidos; o simplemente alguna inexplicable caída de algún objeto detrás del telón. De lo contrario, a él sólo le parecería un mediocre espectáculo de marionetas —¿por qué no usarían marionetas?— y dormiría sin cambiar de posición, como lo hacía en el tren. El diálogo de la obra, la presencia de los actores y hasta el calor y las luces del teatro —el gentío se ignoraba solo— lo perturbaban. Como entrar en una iglesia que no era la que correspondía.

Esa noche, en la cama, oía todavía voces en la calle y los pasos de las personas que caminaban allá abajo. Deseaba que los cojos se cayeran de una vez. Él había empezado feliz el día, en aquella niebla, pero después, la atmosfera se había calentado y vuelto extraña para él, atormentándolo hasta lo más íntimo de su ser. Había intentado poner las cosas en orden, pero sin lograrlo: había demasiadas voces en oposición. Y así terminó el día en un confuso parloteo, con la gente precipitándose en sus ojos —con razón los llamaban gorilas. Así era su vida toda, una especie de escondrijo, cuidándose contra la alarma. Y era extraño ya que todas eran precauciones, todo reservado, tan sólo ellos dos escondidos en su enorme y sombría casa: así era como él había imaginado que vivían los conspiradores.