12
Lady Arrow descendió del taxi en High Street, Deptford, miró a su alrededor y se sintió defraudada. Empezó a caminar con la intención de formarse una idea exacta, de encontrar el nombre apropiado. Pero no se le ocurrió ningún nombre; se preguntó si habría ido al sitio correcto. Pero no había duda: allí estaban los carteles indicadores. Profundamente defraudada, engañada por el mapa y su imaginación. Había deseado que le gustase, y se había preparado para un barrio pobre y embrollado, a orillas del río, con esa clase de tabernas cubiertas de espejos como las que había pasado sobre Old Kent Road; angostas y húmedas calles laterales con iglesias ennegrecidas y escuelas victorianas de puntiagudos tejados de ladrillos, cercadas por verjas de hierro y portones cerrados; con una pintoresca decrepitud, verosímil depravación y vestigios visibles de peligro, un lugar del que pudiera creerse que allí había sido asesinado un poeta.
Ella había esperado algo diferente, no eso. Era horrible, miserable... pero no en un sentido interesante. Era, desgraciadamente, indescriptible. Había estado deseando que la asombrara su terrible suciedad, y el viaje en taxi a través del enorme sumidero gris de Londres había sido lo suficientemente largo como para sugerir una verdadera travesía hacia algún lugar extraño y distante. Deptford era sólo distante: sin carácter, sin ningún color, un triste distrito intermedio, ni ciudad ni suburbio, encajonado por minúsculas tiendas y casas marrones de pequeños frentes —muchas de ellas desfiguradas con torcidas y oscuras inscripciones— y espantosamente polvoriento. Cualquiera podía volverse asmático allí: el aire olía a polvo y a productos químicos, y el sol —inservible— tenía el tamaño de un damasco. Paseó sus ojos buscando el río (podía oír el ruido de las lanchas ronroneando en el agua) pero sólo vio un gasómetro verde. Algo más cerca, una usina eléctrica lanzaba pesadas nubes de humo vacilante que daban al cielo un tinte ceniciento. Un cielo sucio de humo que parecía no estar más alto que las cuadradas chimeneas. Si alguien le hubiese preguntado, ella habría respondido que Deptford era como el tejido cicatrizado de una herida mal cerrada. Se sintió ahogada entre los edificios de propiedad municipal, torres ordinarias de viviendas económicas, adornadas con colgaduras de ropas recién lavadas. Toda esa gente que esperaba; podía ver a muchos de ellos haciendo equilibrio en los estrechos balcones, mirándola a ella hacia abajo con la mayor seriedad.
Podría haber regresado a Hill Street —su desilusión ya era suficiente—, ¡pero había sido para ella tan difícil llegar allí! No sólo el taxi (al principio el chofer se había negado a llevarla a tanta distancia y ella tuvo que acceder a pagarle una tarifa exorbitante) sino también la invitación. Había telefoneado cinco veces a la casa y, o bien no contestaba nadie, o se escuchaba una extraña voz preguntándole quién era. "¿Quién es usted?" había respondido ella a su vez, para colgar en seguida el tubo del teléfono. Cuando finalmente Brodie atendió el aparato, la muchacha se mostró evasiva, y sólo después que Lady Arrow le aseguró que no tenía el menor interés en que le devolviera su libra esterlina —en realidad, le habría dado otra con gusto si la hubiera necesitado-Brodie le dijo que fuera, y le dio la dirección. —¡Albacore Crescent! Ya lo estoy imaginando. —Está en el mapa. Tiene que bajar del tren en Deptford. —Tomaremos el té por allí cerca —había dicho Lady Arrow, y ahora se rió al pensarlo, viendo que después de caminar diez minutos no había encontrado otra cosa que dos tugurios con sucias vidrieras donde servían pescado con papas fritas, y un restaurante chino que preparaba comidas para llevar. Se enojó consigo misma por haber notado la mugre que tenían: no le gustaba considerarse una persona fastidiosa.
Estando allí, hacia cualquier lado que mirara, debía enfrentarse con los límites de su tolerancia. Y pensó: es esto lo que quieren decir. Cuando la gente decía que vivían en Deptford se referían a eso, la planta de gas, las pequeñas tiendas sucias, esas casas miserables, el humo. Realmente, una lastimosa confesión.
Caminó por Deptford Broadway hasta la Lorna y dobló por Ship Street, donde vio la entrada a Albacore Crescent. No había querido llegar en taxi, evitando deliberadamente que el automóvil la llevara hasta la puerta; le daba vergüenza. Pero no habría tenido importancia alguna; la casa era más grande que lo que ella se había imaginado, y todas las celosías estaban cerradas. Al verla, recordó por qué había ido. Era algo más que echar un vistazo a Brodie en su casa, cómo vivía, qué hacía, a quién veía; un intento de armar el rompecabezas de la otra vida de la muchacha, para construir para sí misma una historia en la que esperaba que figurase ella, una forma de ordenar las cosas, como una artista, de manera que pudieran ser hechas a un lado. Eso era lo que deseaba, pero deseaba aún algo más: Brodie. En Hill Street, le habían disgustado la influencia de Murf sobre la chica, las miradas de compañeros, las risas, la seguridad de que ella le pertenecía. Quería separarla de Murf, romper esa dependencia de Brodie y ganar a la muchacha para ella.
Lady Arrow no era una mujer descontenta con su vida, pero sabía que le faltaba algo, y era además una vida cerrada, demasiado segura. Otra gente, que vivía más cerca de la tierra, disfrutaba de horas y días más agradables, como los camareros a quienes ella envidiaba, que se intercambiaban susurros de intimidad en los restaurantes donde ella cenaba. Y a veces pensaba que hasta las muchachas que solía visitar en las cárceles tenían mayores oportunidades de diversión y desafío que ella misma. Las obras de teatro que les llevaba le permitían actuar junto a ellas. No era una mujer que pudiera ser excluida de la vida de nadie, y le sorprendía que Brodie pareciese tan inaccesible: ¡cinco llamados telefónicos y el equivalente a un soborno para ganar la entrada!
Oprimió el botón del timbre, oyó pasos en la escalera y escuchó el ruido de las cerraduras y los cerrojos que quitaban en las partes superior e inferior de la puerta. El rostro pálido y ansioso de Brodie apareció en el estrecho espacio abierto.
—¡Estás encerrada como en una fortaleza! —dijo Lady Arrow al cruzar la puerta, viendo las cerraduras y trabas y pesadas cadenas.
—Es que nunca entramos por aquí —dijo Brodie—. Siempre usamos la puerta de atrás.
—Espero no estar infringiendo las normas, pero... ¿quién hace esas normas? Oye, ¿ese camioncito de helados es tuyo?
Brodie se encogía de hombros al escuchar las preguntas.
—Algo así. Pertenece a alguien, pero no están aquí, ¿comprende? —Sus respuestas eran vagas. Tenía puesta una delgada camisa de mangas cortas y sus pechos abultaban los bolsillos. Lady Arrow vio el tatuaje, el galón con el pájaro azul que se destacaba sobre el blanco brazo de Brodie. Los pantalones eran demasiado grandes para ella, debía sostenerlos por la cintura para evitar que se le cayeran.
—¡Eh, Murf... ya llegó!
Murf asomó la cabeza por la puerta e hizo un movimiento asintiendo. Era una cabeza pequeña, y el sol que brillaba detrás de él iluminaba sus orejas y les daba la apariencia de telas de barrilete, una de ellas con una cola de oro, el aro oscilante. Tenía puesta una camiseta con el cuello raído, un par de ajustados pantalones color rosa, de mujer, y clavaba en la alfombra los dedos de sus pies descalzos. Tironeó de los pantalones, que le envainaban las piernas y le ceñían los muslos. Lady Arrow pensó en una bestia doméstica, ridiculamente vestida.
—Son míos —dijo Brodie—. Los pantalones. Yo tengo puestos los de él. Hoy decidimos usar cada uno la ropa del otro.
—Qué espléndida idea —Lady Arrow avanzó por el hall y olió —¿qué?— algo que no podía definir, un extraño dejo de perfume agrio.
—Murf dice que lo excita.
—Pero esta vez no —informó Murf—. Era sólo un experimento, más o menos.
—Es una pena que no dé resultado —dijo Lady Arrow—. Aunque habría sido para mí tan violento si los hubiese encontrado haciéndose el amor cuando llegué. ¡No hubiera sabido adonde mirar!
—Sí, claro —dijo Murf, desviando sus ojos y tironeándose de las orejas—. Eso es lo que pasa. Siéntese.
—¿Todo esto es de ustedes? —Lady Arrow entró en la sala y comenzó a pasearse—. Es bastante grande. Creo que es un triunfó› realmente lo pienso. Y me imagino que hay muchas otras habitaciones en la parte de atrás, y arriba. Me recuerda un palormar, todas esas pequeñas habitaciones que se levantan hasta el techo. ¿Qué diablos hacen ustedes con todas ellas?
—Hay algunas otras personas —dijo Brodie.
—Sí, el dueño del furgón de helados.
Murf miró nervioso a Brodie, luego dijo con un tono de suave agresividad:
—Nosotros no sabemos nada del furgón ese que está allí. A lo mejor alguien se lo birló y lo dejó allí.
—Ya comprendo —dijo Lady Arrow—. Pueden confiar en mí para sus secretos.
—Nosotros no tenemos ningún secreto —gruñó Murf, mirando todavía a Brodie, quien se puso de pie y abandonó la habitación.
—Por supuesto que no —dijo Lady Arrow—. ¿Por qué habrían de tenerlos?
—Siéntese —dijo otra vez Murf, retirando de la pared una silla tapizada y ofreciéndosela con torpes movimientos.
Lady Arrow lo ignoró. Se asomó al pasillo y preguntó:
—¿Hasta dónde llega? Parece que no termina nunca; más habitaciones en el fondo... y también un jardín.
—Le traje esto —dijo Brodie, entrando a la habitación. En un intento de cumplir con la etiqueta, traía una botella de cerveza liviana, aún cerrada, sobre un plato verde, en el que había también un abridor de esos que se compran como "recuerdo".
—Ah, olvidé el vaso.
—No te molestes —dijo Lady Arrow—. Nunca bebo cerveza. Tomaré un poco de esto. —Con unos golpecitos volcó una pequeña porción de rapé sobre el dorso de la mano, la acercó a los agujeros de la nariz y, llevando hacia atrás la cabeza, la inhaló. Después de parpadear y resoplar ligeramente, dijo:
—¿No me van a llevar a hacer una recorrida?
—Sí, claró, por aquí cerca hay algunos lugares macanudos. Podríamos ir a la usina eléctrica. Murf tiene un amigo que trabaja allí. O podríamos tomar un ómnibus para ir al Cutty Sark. Queda en Greenwich.
—Yo quise decir una recorrida por la casa.
—No hay nada que valga la pena ver —afirmó Brodie—. Más cuartos solamente.
—¿Pero cuántos?
—Seis o siete.
—¡Vaya, es grande!
—Usted no puede subir —dijo Murf—. Estoy cambiando el revestimiento del baño.
—Déjenme echar una miradita.
—Siéntese —insistió Murf, mirando a la mujer con una expresión tal que parecía a punto de dar un salto y arrojarla a la silla.,
—Bueno, está bien —cedió Lady Arrow—. Pero hubiera preferido recorrer esta encantadora casa. A propósito, ¿a quién pertenece?
—A cierta gente —dijo Murf.
—Eres un tipo misterioso, ¿verdad? Pero ya verás... Brodie responderá por mí... No es que quiera entrometerme. Lo mío es interés solamente. Tenía la esperanza de que fuéramos amigos. ¿No quieres ser mi amigo, Murf?
—Puede ser —dijo Murf, y volvió a tironear los pantalones rosados de Brodie que le apretaban sus flacos muslos y le provocaban incomodidad.
—Eso me gustaría —dijo Lady Arrow. Pero luego pensó: No, ¿con qué objeto?, ¿qué estoy haciendo aquí? Había tratado de halagarlos interesándose en la casa; pero el halago no dio resultado... había cierto narcisismo que ni los halagos podían penetrar, y sus cumplidos, tan cercanos a la ironía, sólo consiguieron despertar las sospechas de ellos. Al descender del taxi en Deptford, había considerado la posibilidad de un fracaso, y ahora quedaba confirmado. Había esperado demasiado, y se daba cuenta de que los chicos no estaban a gusto con su presencia. Se le ocurrió que podía sacar cien libras de su bolso y decirles: "Tomen, son suyas". Pero habría sido un gesto inútil: eran niños. Se les podía dar cualquier cosa y no le prestarían mayor atención; pero sería imposible tomar algo de ellos. Se ponían inaccesibles. Había sido una tonta al pensar que podría llevarse a Brodie y conservarla con ella. Los jóvenes no eran suficientemente libres como para conocer el afecto, ¿y por qué, se preguntó, insistían siempre, con su perezoso silencio, en el secuestro?
En ese momento vio las tallas chinas, los huevos de jade sobre trípodes de madera y las figuras de marfil que estaban en la repisa de la chimenea. Sobre otra de las paredes había un rollo pintado. Hasta ese instante, había creído que eran esas ordinarias piezas de plástico, imitaciones de los trabajos chinos legítimos, que había visto en otras casas de gente de la clase obrera. Pero éstas eran delicadas, objetos pequeños y hermosos, maravillosamente trabajados. Su belleza lucía aun a través de la habitación.
—¿De quién son estas cosas? —Dio unos pasos y tomó una talla de un camello. Era marfil, pesado y frío, y descansaba perfectamente en su mano. Tenía una silla de montar de color rojo y unas diminutas borlas de oro. Había que sostener una talla entre los dedos para conocer su valor, porque así la ha sostenido el artesano. Y ahora Lady Arrow podía distinguir las pinceladas en el rollo, una columna de inquietas golondrinas en un pálido paisaje.
—Son de unas personas —dijo Murf.
—Aquí hay algunas otras —Brodie le alcanzó una caja tallada de laca roja, y su actitud trajo a la memoria de Lady Arrow el recuerdo de aquella criatura ociosa que se encontraba en la playa y, al notar el interés de un adulto por los caracoles, le ofreció su ayuda —tentando el deseo del extraño aun sin saber nada siquiera de la amistad—, comenzaron a buscar más y se alejaron poco a poco hasta que ambos quedaron solos en una apartada caleta. Tan terrible era la fortuita crueldad que podía haber en la inocencia.
—Es muy hermosa —dijo Lady Arrow, abriendo la tapa. En el interior había un espejo y en él se reflejó el rostro de Brodie, enmarcado por el forro de seda amarilla. Ella quería tener a la muchacha, y el verdadero motivo de su visita le hacía sentir una vez más su burla. El rostro se deslizó desapareciendo del espejo.
—Es china.
—Aquí hay otro —dijo Brodie, llevando una rana de plata con un trabajo de filigrana en la parte superior. La ofreció a Lady Arrow quien al tomarla sintió el calor de la mano de la muchacha en la plata.
—Es muy, muy bonita —comentó Lady Arrow—. ¿No te parece, Murf?
—No sé —respondió él—. No es mía.
—Éste es mi favorito —dijo Brodie. Había tomado un cenicero de bronce opaco que tenía grabados una tosca pagoda y una bailarina tailandesa.
—Ese me gusta —dijo Murf—. Si uno lo lustra se pone brillante y más lindo.
Lady Arrow lo estudió. Era una baratija de bazar, fea y de burda elaboración, la venganza de los nativos hacia los turistas. Hasta podía lastimarle a uno la mano. Miró a Brodie con una sonrisa complaciente, pero observó los otros objetos y pensó: ella no distingue la diferencia; si atribuye valor a este cenicero, no podrá conocerme nunca.
—Voy a subir a quitarme estas cosas de Brodie. En seguida bajo —dijo Murf. Abandonó la habitación caminando molesto por los ceñidos pantalones.
—¿Hay algo que pueda ofrecerle...? —preguntó Brodie.
—Llámame Susannah —contestó Lady Arrow—. Me encantaría tomar una taza de té.
—Bueno —Brodie salió corriendo.
Lady Arrow alcanzaba a oír sus movimientos en la cocina con la pava de agua. Se acercó a la puerta y escuchó: Brodie seguía ocupada. Empezó a subir la escalera... distribuía su peso, probaba cada escalón tratando de evitar que crujiera. Pasó junto a un cuarto de baño, poco más adelante vio la habitación donde Murf estaba cambiándose de ropa —en ese momento se despojaba de los pantalones— y otra habitación, abierta y completamente vacía. Subió un piso más, el último de la casa. Allí estaba más oscuro y las puertas se hallaban cerradas. Probó una de ellas: tenía puesta llave. La segunda estaba abierta, pero en ella no había más que una pila de periódicos y un viejo sofá. Por último llego a la parte del frente de la casa y encontró la habitación grande con la cama doble y baja —¿de quiénes sería?— y los almohadones de la India: casi un salón. Allí era más intenso el perfume agrio que había sentido más temprano; observó la caja birmana sobre la repisa del hogar, la bata de seda, la vista que permitía la ventana. Vio por primera vez el Támesis, la usina eléctrica, la antigua iglesia, la Isla de los Perros y, a gran distancia St. Paul's. Pero ella quería más. Se acercó a un alto armario y abrió la puerta, y... contuvo el aliento. Segundos más tarde estaba riendo a carcajadas.
—¡Eeeh!
Murf se hallaba en la escalera. Ella se apuró para salir al pasillo, pero el muchacho era rápido y trepó ágilmente sobre pies y manos hasta el último piso. Saltó al descanso y corrió hacia la puerta del dormitorio posterior, donde se agazapó en actitud amenazante, como un centinela en alerta, protegiendo la habitación de acuerdo a las órdenes de Hood.
—¡Le dije que no debía subir aquí! No tiene nada que hacer... este cuarto es privado.
Había sorprendido a Lady Arrow con su rapidez y sus ruidos, interrumpiendo su risa. Pero ahora, al ver al absurdo muchacho con sus orejas enrojecidas, bufando sin aliento e instalado con tanta importancia frente a esa puerta —¡la puerta equivocada!— no pudo menos que largarse a reír nuevamente, pero ahora mucho más fuerte.
—¡Mirona!