Fantasmas del pasado

Corría el año 1986 cuando ciertos fantasmas del pasado vinieron a sitiar al rey nuevamente. La relación amorosa con la condesa italiana Olghina de Robiland ya hacía muchos años que se había acabado, pero este año, al parecer abrumada por problemas económicos, Olghina reapareció. Ahora bien, no fue a ver el monarca, que se sepa, sino a Jaime Peñafiel, ex-director de la revista Hola, reportero especializado en la familia real para viajes oficiales y otros saraos y, en aquellos momentos, que era lo que interesaba a la Robiland, director de La Revista, una nueva publicación que luchaba por hacerse sitio en la prensa del corazón. Olghina tenía para vender una serie de 47 cartas del monarca escritas de puño y letra, fechadas entre los años 1956 y 1960. Decía que lo importante era que aquellos documentos no se perdieran para la historia, que el pueblo español tenía derecho a conocer una de las facetas más tiernas y encantadoras de su monarca. Según la descripción de Peñafiel, que no fue precisamente piadoso con ella, la condesa ya tenía sesenta años largos y era, a estas alturas de la vida, «poco agraciada físicamente, de aspecto desaliñado y con una miopía que la obligaba a utilizar gafas como culos de vasos». Le costaba imaginar qué era lo que su rey podía haber visto en ella, pero por las cartas no había ninguna duda.

Cuando el periodista recibió la oferta, se puso en contacto con Sabino Fernández Campo, que estaba en Oviedo y volvió pitando a Madrid para ver qué contenían aquellas cartas. Sabino y Peñafiel ya habían tenido algunos contactos anteriormente, porque el secretario de la Casa Real se ocupaba personalmente de tratar con los periodistas, sobre todo para negociar qué clase de cosas se podían publicar sobre el rey, y cuáles otras resultaban del todo inconvenientes. Y Sabino, tras leer las cartas, llegó a la conclusión de que aquélla era una de las cosas que no se podían publicar de ninguna manera. Cuando informó a Juan Carlos, que confirmó la autenticidad de los documentos y de la historia que explicaba la condesa, Sabino pidió a Peñafiel que las comprara, pagando lo que pedía, 8 millones. Pero no para publicarlas, sino para hacerlas desaparecer del mapa. Aunque, claro está, esto último no lo debía contar a la condesa. Siempre dispuesto a hacer un servicio a la patria, Peñafiel cerró el trato con la Robiland 24 horas después, en el apartamento del mismo Sabino en el Centro Colón. Pero, naturalmente, el patriotismo de Peñafiel no llegaba al extremo de querer hacerse cargo de los gastos de la operación. El dinero, en fajos de billetes de cinco mil pesetas, los había sido entregado previamente al periodista por Prado y Colón de Carvajal. En cuanto cobró, Olghina se fue a Roma con los dineros en la maleta y Peñafiel envió las cartas a La Zarzuela. Sin embargo, la ex-amante del rey se sintió frustrada porque las cartas no salieron a la luz; así, pues, poco después las volvió a vender (esta vez, las fotocopias que había hecho antes del trato con Peñafiel) a la revista italiana Oggi, que publicó una serie de cuatro capítulos sobre el tema, añadiendo fotografías de la hija que supuestamente había tenido con el entonces príncipe, y hacía constar otros documentos a los que había tenido acceso la revista, como un diario íntimo de Olghina y un cheque firmado por Juan Carlos por una cantidad indeterminada de dinero, aun cuando no especificaba mucho más sobre el asunto. Pero parece que esto no la contentó lo suficiente, y la condesa de Robiland, poco después, en 1991, publicó un libro de memorias, que se tituló Sangue blue, en el que todavía iba un poco más allá con respecto a los detalles de la aventura con «don Juanito».

Un rey golpe a golpe
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