Medidas de gracia constitucionales

La política autonómica de Suárez consistió en un «café para todos» que otorgaba los mismos derechos a todas las comunidades, sin tener en cuenta la identidad nacional. Con esto se pretendía difuminar los conflictos vasco, catalán y gallego en un maremágnum de descentralización administrativa. «¡Es un fenómeno!», dijo el monarca entusiasmado refiriéndose a Adolfo Suárez, cuando leyó el artículo 2 de la Constitución «La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y de las regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas». La defensa de este principio se encargó a las Fuerzas Armadas, en el artículo 8, que reproducía sin grandes cambios el artículo 38 de la Ley orgánica del Estado de Franco. El texto de 1978, además, dejaba claro que, para garantizar el cumplimiento, el rey podría intervenir no sólo utilizando al Ejército como mando supremo de las Fuerzas Armadas, sino también como moderador. El rey «arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones», dice el artículo 56, lo que le otorga una prerrogativa que, como se ha discutido recientemente (el ya ex-jefe de la Casa Real, Sabino Fernández Campo, lo aseguró en una conferencia pronunciada en el año 2000), se podría aplicar si, por ejemplo, un hipotético gobierno legítimo —con mayoría o en minoría— asumiera una actitud separatista. Dicho de una manera más clara, si el Gobierno autónomo vasco se manifestara a favor de la independencia, el rey podría ordenar la disolución del parlamento o nombrar un gobierno provisional y, si se lo ponían difícil por las buenas, ordenar la intervención del Ejército. El sistema autonómico, tal y como quedó establecido en el Título VIII de la Constitución, suponía descentralizar la Administración pública, pero los parlamentos quedaban limitados a las competencias más técnicas y menos políticas. Además, también se especificaba que «en caso alguno se admitirá la federación de Comunidades Autónomas». Y, desde luego, se estableció que serían legalmente incompetentes en todo aquello que hiciera referencia a posibles cambios en las relaciones de producción e intercambio, en todo el ámbito económico. Por no poder, ni siquiera podían expropiar. En cambio, sí que podían endeudarse con el exterior. Para conseguir que la redacción de la Constitución recogiera estos principios colaboraron todos, aunque al comienzo se especuló sobre varias alternativas en el modelo a seguir, que eran variaciones sobre el mismo tema y tenían un mismo objetivo. Los senadores reales, de común acuerdo, al inicio del proceso constitucional defendieron una enmienda para reconocer, de forma diferente a como había llegado del Congreso, los derechos forales del País Vasco. Incluso estuvieron de acuerdo los senadores militares (los generales Díez Alegría y el almirante Gamboa), siempre más reticentes a reconocer diferenciaciones territoriales. El rey seguía con la vieja idea, sugerida por el gobernador civil Augusto Unceta y la Dirección general de la Guardia Civil, de ganarse de manera muy particular el apoyo del Partido Nacionalista Vasco. Los senadores hablaron varias veces con Sabino Fernández Campo sobre esta enmienda. Y tres de ellos, Carlos Ollero, Alfonso Osorio y Luis Olarra (este último, próspero empresario vasco próximo al Opus Dei, muy activo en la lucha contra ETA), se encargaron de discutirlo con los senadores del PNV, que dieron el visto bueno a la enmienda.

Pero al final la iniciativa no prosperó, debido a la firme oposición del vicepresidente del Gobierno, Fernando Abril Martorell, en la línea que unos años antes ya había manifestado Adolfo Suárez.

Abril Martorell defendió, en una violenta discusión en el Senado, el principio de que la soberanía popular radicaba en las Cortes, negándose a admitir que se fragmentara en virtud de un pacto entre la Corona y los vascos, y finalmente consiguió imponer su criterio. Otro de los senadores reales, Julián Marías, republicano durante la República y monárquico durante el franquismo, había sido reclutado por La Zarzuela en enero de 1977, como buen articulista, para escribirle los discursos al rey… y otros cosas. Durante el proceso de gestación de la Constitución, Marías colaboró fundamentalmente con un artículo que publicó El País, en el que objetaba que en el primer anteproyecto no se utilizara la palabra nación para hablar de España, lo cual le parecía «una monstruosidad increíble». A Suárez le gustó tanto el artículo que hizo fotocopias para todo el Gobierno, para toda la ponencia constitucional y para todos los dirigentes de los partidos en el Parlamento. Y la palabra Nación, con una mayúscula enorme, apareció como por arte de magia en el glorioso artículo 2, al hablar de «la indisoluble unidad de la Nación española». Curiosamente, en la peculiar manera que tenían los padres de la Constitución de entender el nacionalismo español, no se hizo demasiado caso a las cuestiones que tenían que garantizar la independencia de España frente a influencias o injerencias de otros países o centros de poder. Así como no se reconocía la soberanía de los pueblos catalán, vasco y gallego, tampoco se tenía la intención de devolver la soberanía interior y exterior a los ciudadanos del Estado, secuestrada durante la dictadura. En este sentido, se siguió una línea sólo comparable a las leyes que los aliados impusieron tras la Segunda Guerra Mundial a Alemania e Italia.

La Constitución de 1978 posibilita a una mayoría coyuntural del Congreso la cesión, a través de tratados internacionales, de competencias propias de la soberanía popular, en todo lo que hace referencia a los ámbitos militar y político, sin que sea obligatorio someterla a referéndum de los ciudadanos (artículo 93). El Parlamento puede aprobar la firma de un tratado que obligue a modificar las leyes propias, en cualquiera materia, y las leyes internacionales siempre prevalecerán respecto a las españolas en caso de contradicción. Para los tratados que afecten a cuestiones económicas, incluso se prescinde del trámite de que tengan que ser aprobados por las Cortes. Un gobierno podría ceder, o abandonar, o dejar en concesión a entidades extranjeras, sectores neurálgicos del patrimonio económico común, sin ningún problema. Puede que este aspecto, más que ningún otro, sirva para explicar la animadversión del poder establecido, ya antes de la Transición, hacia los nacionalismos, cuando a los nacionalistas los daba por hablar de «soberanía popular», «derecho de autodeterminación» y todas estas cosas.

Un rey golpe a golpe
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