Una esposa «profesional»
Si Sofía no sabía cómo era Juan Carlos antes de casarse —cosa improbable, porque seguro que la fama lo precedía, y más en la etapa desmesurada de «chungas», «gabrielas» y «olghinas», incluyendo escándalos de paternidades no deseadas, justo antes de la boda —, enseguida tuvo la oportunidad de descubrirlo. Como ya hemos comentado, no hacía ni un año que se habían casado cuando el Parlamento griego empezó a preguntarse si había hecho un buen negocio con la dote de la princesa, ante lo que se anunciaba como una separación inminente. Pero Sofía siempre fue, como dice de ella el rey, en una expresión que a ella no le gusta porque suena a otra cosa, una «gran profesional». Esto era lo que le gustaba a Franco de la princesa: que se lo tragaba todo, con un sufrimiento silencioso, como una reina, educada para soportar cualquier sacrificio por razones de Estado. Y además, sabía estar en las audiencias privadas del rey con sus colaboradores, e incluso meter baza para apoyar las decisiones más militarotas que Juan Carlos haya tomado nunca, sobre todo en la etapa de Alfonso Armada, con quien Sofía supo conectar tan bien, en la Secretaría de La Zarzuela.
Llevaba la realeza en la sangre. Hija de rey y hermana de rey, en su árbol genealógico hay dos emperadores alemanes, ocho reyes de Dinamarca, cinco reyes de Suecia, siete zares de Rusia, un rey y una reina de Noruega, una reina de Inglaterra y cinco reyes de Grecia. La monarquía, sea cual sea, es su verdadera patria. Y, además, siempre se ha sentido un poco extranjera, incluso en su propio país de origen. En el palacio real ateniense nunca se habló griego. Sofía aprendió el alemán como primera lengua y el inglés como segunda. Y sólo en tercer lugar, el griego. Ahora bien, España no es un país que le guste especialmente y cuando quiere estar a gusto, coge un billete de Iberia, su paquete de sandwiches vegetales preparados en La Zarzuela, porque no le gusta la comida de avión, y se va a Londres, donde se siente mucho más cómoda. Con el tiempo, la pareja real se avino a una relación poco ruidosa, formal y «profesional» para las cosas importantes. En un viaje oficial que hicieron a Chile, en octubre de 1990, un diario local (el Fortín Mapocho) dedicó la portada a destacar que les habían tenido que reservar dos habitaciones diferentes en el Hotel Crown Plaza de Santiago en el que se alojaban: «Los reyes harán tuto (sic) camas separadas», decía el titular. Aquí también se ha publicado que, desde hace años, en La Zarzuela disponen de aposentos bastante alejados el uno del otro. Ella duerme en la segunda planta, y él en un apartamento en la primera. Por no compartir, ni siquiera comparten aficiones, y mucho menos con respecto a la música. Juan Carlos, al parecer, disfruta de las rancheras y de la canción italiana marchosa al estilo de Rafaella Carrá, o la latina de Paloma San Basilio; mientras que a ella le gusta la música clásica, sobre todo cuando el intérprete es de peso. Siempre había sentido una especial debilidad por Rostropovic, que, a sabiendas del aprecio que le tiene la reina, siempre que pasaba de gira por Madrid, cumplía como un rito el homenaje privado de ofrecerle, al final del concierto, la partitura para violoncelo en sí menor de Dvorak. Una vez, Sofía llegó a interrumpir un viaje oficial a California (EEUU), para asistir a una lección magistral que el maestro daba en la capital del Estado español. Un avión especial de Los Angeles fue a recogerla, mientras el rey se quedaba en su sitio continuando la visita.
Con todo, aunque el pacto de la prensa siempre vistió al matrimonio de armonía, y ellos interpretaron el papel de cónyuges felices con discreción, a lo largo de los ya cerca de 40 años de matrimonio la tormenta ha estallado unas cuantas veces. Sofía ha declarado alguna vez que no recuerda que él le hubiera dicho nunca «te quiero». La primera bronca conocida de Juan Carlos y Sofía tuvo lugar al cabo de pocos meses de la coronación, a comienzos de 1976. En aquella ocasión la cosa trascendió porque a Sofía se le ocurrió coger a los niños e irse con bastante ajetreo a Madrás (India), donde en aquel momento residían su madre, la ex-reina Federica, y su hermana Irene. El viaje se justificó oficialmente por motivos de salud de Federica. Otra fuga sonada de la reina se produjo en vísperas de su aniversario de boda, el 14 de mayo de 1991, cuando se fue a los Andes bolivianos con su prima Tatiana Radziwill, que precisamente había sido dama de honor en la boda.
La prensa publicó una foto en la que se la veía cabalgando en una mula. Pero sería difícil, casi imposible, intentar enlazar estos sucesos con lo que se sabe de las relaciones extramatrimoniales de Juan Carlos en cada uno de estos momentos históricos. En la lista inacabable se cruzan las unas con las otras. Al parecer, a finales de los setenta y principios de los ochenta, tuvo una aventura con una conocida vedette de Totana (Murcia), que le había presentado el entonces presidente Adolfo Suárez.
Pero también, simultáneamente o alternándolas, con otra rubia famosa, procedente de Italia, que entonces triunfaba en la televisión española. Después vino, en los primeros ochenta, el flirteo con una popular cantante española, a quien iba a visitar en moto a su casa, en Majadahonda, cerca de Madrid. Pero con la de Totana no había roto del todo, y retomó la relación a comienzos de los noventa, época en que rompieron definitivamente, cosa que provocó una violenta reacción por parte de la vedette.
Poco antes de aquella ruptura, el rey inauguró otra relación con una decoradora catalana, que duró varios años y, al parecer, fue más seria que las otras. Aunque al mismo tiempo, en otros líos amorosos suyos, tuvo un breve encuentro con una periodista extranjera, que iba a La Zarzuela y se sentaba encima de la mesa tan vivaracha y con unas minifaldas tan cortas, que la reina se irritó hasta el punto de marcharse en medio de una entrevista que la familia real había concedido a la intrépida reportera.
En medio de todo este sacramental, en 1992 se desencadenó la crisis matrimonial que estuvo a punto de traspasar el ámbito familiar para convertirse en una cuestión de Estado. Se ha escrito mucho sobre la supuesta conjura para derribar a Juan Carlos y obligarlo a abdicar en favor de su hijo, el príncipe heredero Felipe. Y no faltaron veladas alusiones a que el jefe de la Casa Real, Sabino Fernández Campo, en connivencia con la reina Sofía, apoyaba la idea. A Sabino, algunas personas —Mario Conde fundamentalmente, pero no sólo él— le acusaron explícitamente de filtrar información comprometida a la prensa para dinamitar la imagen pública del rey. De la reina no se dijo tanto, pero sí que estaba a punto de hacerle perder la paciencia, aunque lejos de la historia de un ataque de nervios. Sofía mantenía la suficiente frialdad para no olvidar los deberes del Estado y sustituir al monarca en actos oficiales como la apertura de la reunión de la Cumbre Iberoamericana de Guadalupe, Cáceres, mientras la prensa publicaba que él se divertía de vacaciones en Suiza. Y también para ocuparse de gestiones tan delicadas como la censura del diario Claro, que el mes de agosto pretendía publicar cómo ella misma había frustrado el noviazgo de Isabel Sartorius con el príncipe Felipe, al enterarse de que un hermano de la joven había estado detenido en Argentina por consumo de cocaína, y que la madre de los dos había sido investigada en relación con el narcotráfico por el juez de la Audiencia Nacional Carlos Bueren. El tema de la conjura todavía continuó varios años por otras razones (al margen del entorno de La Zarzuela, con José María Ansón de protagonista), antes de deshincharse definitivamente. Por ahora es un tema tabú del cual ni los más atrevidos osan decir nada. Fuera como fuese, Juan Carlos y Sofía tuvieron la oportunidad de rehacer su imagen llorando juntos en los entierros y en contadas apariciones públicas en que se los veía cogidos del brazo.