limo dejó de cargar cestos por un momento, miró al oficial romano que se había dirigido a él, no respondió, e indicó a su hijo que las llevara al barco, alejándolo así del lugar. limo era un hombre precavido pese a lo aventurero de su espíritu y amante de su familia. Una vez vio que su hijo estaba a buen recaudo se volvió hacia Lelio.
- Sí, por supuesto. Todos aquí conocemos a Cayo Lelio, el almirante de la flota romana, y a Escipión, vuestro jefe, hijo de otros jefes romanos del mismo nombre que estuvieron aquí hace años. También conozco al tribuno Marcio y a otros tribunos y los cuestores de vuestras legiones. Como ves, conozco a muchos romanos. La aparente impertinencia en las palabras de limo no era sino una pose para ocultar su tensión y su temor. Algo que no escapó a los ojos del experimentado oficial.
- Bien, veo que estás bien informado de quiénes estamos aquí. Escucha -Lelio miró a su alrededor; centenares de ojos miraban y centenares de oídos escuchaban aquel diálogo. Demasiados-. Ahora debes acompañarme. limo se quedó quieto, mirando fijamente a su interlocutor. No era eso en absoluto lo que esperaba; pero, en cualquier caso, si el almirante de la flota romana era enviado para dirigirse a él, actuando de mensajero, nada esperable o previsible podría sobrevenir. Ni nada bueno. Los romanos mantenían unas relaciones amigables con las gentes de Tarraco y de los alrededores, incluidos los pescadores y otros comerciantes. La flota romana nunca se interponía en sus capturas, al contrario, las agradecía como buenos suministros para sus tropas y las pagaba bien, y las legiones de Tarraco habían protegido a la población, especialmente cuando las cosas peor les habían ido con los cartagineses. Marcio estuvo siempre allí para detenerlos en su avance hacia el norte. Sin embargo, ser solicitado por un oficial romano no inspiraba confianza. Quizá sus aventuras navegando por el sur y el este de Hispania habían llegado a oídos de los romanos y éstos habían decidido poner fin a las mismas. De todos era sabido el interés de los romanos por controlar los pasos fronterizos y evitar el tránsito de personas entre el territorio de dominio cartaginés y el romano. A fin de cuentas había una guerra, por muy neutral que él quisiera sentirse. limo no presentía nada bueno de todo aquello. Lelio comprendió el temor que sus palabras habían inspirado.
- Debes acompañarme; son órdenes que tengo y debo cumplir, pero te aseguro que no se te causará ningún daño. Ni a ti ni a nadie de tu familia. Hay personas que desean hablar contigo, eso es todo. Puede que hasta saques algo de todo esto que te convenga. limo parecía indeciso. Estaba evaluando sus posibilidades: los veinte legionarios fuertemente armados estaban apenas a unos pasos de distancia. Podría echar a correr y alcanzar un barco, pero si los romanos tenían auténtico interés en capturarle, cualquiera de las naves militares ancladas en el puerto podrían darle caza, combinando la fuerza del viento y de los remeros. Además, huir implicaría abandonar a su familia dejándola a merced de los soldados y los romanos tomarían represalias contra ellos.
- Se me ha autorizado a anticiparte que, si colaboras -continuó Lelio-, se te recompensará generosamente.
- ¿Generosamente…? -los pensamientos de limo variaron su curso con rapidez-. ¿Qué
quiere decir generosamente?
- El equivalente en minas a diez talentos de oro y sal, toda la que necesites para preservar tu mercancía en tus salidas al mar. Aquello era más dinero del que podría ganar en varios años de intenso trabajo y la sal era un complemento nada despreciable. Gran parte de sus ingresos tenía que reinvertirlos luego en adquirirla.
- ¿Todo este dinero por acompañarte adonde?
- Todo eso por acompañarme unas horas. Adonde, ya lo verás -y, rápidamente, Lelio añadió-, y decídete porque la oferta no es permanente.
Con esas palabras se alejó del puesto de pescado para reunirse con sus hombres. limo se quedó meditando en silencio. Su hijo aprovechó la ocasión para volver junto a su padre.
- Hijo, recoge el resto de las cosas y llévalas al barco. Luego ve a casa y dile a tu madre que volveré en unas horas. Y que no pasa nada, que me reúno con los romanos por negocios. Corre.
limo vio correr ligero a su hijo, que pasó entre los romanos sin que ningún legionario se interpusiera en su camino; suspiró y, abandonando el puesto de pescado, se acercó al oficial romano que seguía allí plantado esperando su respuesta.
- De acuerdo -dijo el pescador.
- Bien -respondió Lelio y le indicó que le siguiera. Varios legionarios le rodearon, pero sin tocarle, y todos juntos salieron primero del puerto pesquero y luego del barrio portuario para adentrarse en las estrechas calles que llevaban del puerto al corazón de la ciudad.
94 Un plan imposible
Tarraco, 209 a.C.
El anochecer había desplegado su manto lentamente sobre Tarraco, como si la oscuridad fuese una densa manta que abrigase las casas, el puerto y las gentes de la ciudad. En lo alto de una colina central de la población se alzaba la mansión residencial del mando romano. Las ventanas resplandecían en la noche por la luz de las antorchas y lámparas de aceite que los esclavos habían encendido en el interior. Su amo, el jefe militar de Roma en Hispania, se encontraba en su habitación, en la cama, desnudo. Junto a él reposaba el dulce y bello cuerpo de su mujer, dormida. La piel tersa y suave de los pechos de Emilia se elevaba y descendía rítmicamente. El general se levantó con cuidado, cogió su ropa, se vistió y apagó la luz del candil que iluminaba tenuemente la estancia. Publio paseó por un pasillo largo al que daban varias estancias de la residencia hasta llegar al tablinium, junto al atrio principal de la casa. Allí un esclavo le había dejado fruta y bebida. Había manzanas traídas del Ebro, uvas de la región, pollo asado con aceite de oliva, pan de trigo y vino tinto producido al norte de la ciudad. El general escanció vino en las dos copas que había preparadas. Cogió la suya y saboreó el vino con intensidad. Era bueno. Excelente. Aquella tierra cruel en la que habían perecido su padre y su tío era capaz de producir manjares exquisitos. Una tierra que podía producir aquellos sabores no podía ser tan terrible ni sus gentes tan corruptas. ¿Pero cómo olvidar el péndulo de los afectos celtíberos, unas veces aliados y otras luchando junto a los cartagineses?
Un esclavo irrumpió en la estancia.
- Mi señor, el hombre que esperabais ha llegado.
- Que pase.
El esclavo desapareció por un pasillo lateral para, acto seguido, reaparecer recogiendo en parte la cortina verde que separaba y aislaba el tablinium del atrio. Por el espacio libre la figura alta y firme de Cayo Lelio penetró en la sala.
- Es una hora un tanto extraña para una entrevista -fueron sus primeras palabras-, por Hércules, si fuera una doncella y no supiera de tu gran amor por tu esposa, temería por mi honor. El general rio a gusto.
- Pues no, no temas por eso. Digamos que mi mujer me ha dejado más que satisfecho.
- Eso me tranquiliza. Por un momento temí haber pronunciado aquella promesa a tu padre de seguirte en todo.
- Bueno, en cierta forma de evaluar tu compromiso, de eso sí que trataremos esta noche. Lelio le miró con interés, pero no dijo nada.
- Toma algo de vino; es de la región, pero excelente…, al menos a mí me lo parece. Ya está servido.
Lelio tomó la copa que quedaba sobre la mesa, junto a la comida y probó el vino. Lo valoró con detenimiento al igual que antes había hecho Publio.
- Sí, es bueno. Muy bueno -y cambiando de tema por completo, a la espera de que el general se decidiera a entrar en el asunto de aquella entrevista, comentó-, una gran mujer, tu esposa, Emilia. Un gran carácter, además de muy hermosa. Es de admirar su entereza y decisión por acompañarte hasta aquí. He de reconocer que tuve mis dudas de que resistiese aquí más de unas semanas.
- Sí -comentó el general reclinándose en un triclinium e indicándole a su acompañante que hiciera lo propio-. Sí, Emilia es admirable, inteligente y hermosa. A veces me pregunto su decidido interés por mí.
- Algo habrá visto en nuestro general -dijo Lelio-, que los demás no acertamos a entender. Ambos se echaron a reír.
Publio había acostumbrado a su lugarteniente a poder hacer uso de una amplia informalidad, a veces incluso en presencia de otros. Ahora le miraba en silencio. Bebieron algo más de vino. El joven general meditó unos instantes y, al cabo de un rato, se puso a hablar en voz alta pero no como si hablara con Lelio, sino más bien como si pusiera palabras a sus pensamientos.
- Ella me eligió desde un principio. Apenas una niña que empezaba a ser mujer y ya en nuestro primer encuentro jugó conmigo como le dio la gana, a voluntad. Sólo la sorprendí cuando le dije que no fingía al seguir su juego, que no fingía… lo leí en sus ojos, la sorpresa… y la felicidad. Nunca había visto tanta alegría en el rostro de una mujer…
y me conmoví…
Lelio escuchó esta vez sin hacer comentarios. Era conocido el amor que el general profesaba a su mujer. Aquello le había ganado el respeto de mucha gente, en la casa, entre los esclavos, entre los habitantes de la ciudad y hasta entre los propios soldados. Todos habían experimentado estar subordinados a otros generales lujuriosos que usaban su poder para yacer con esclavas o que violaban doncellas de la población extendiendo el dolor y el resentimiento a su alrededor. Dolor y resentimiento que era a su vez proyectado sobre las tropas. También estaban los generales que corrían detrás de las mujeres de algunos oficiales. Un centurión romano podía ser muy desafortunado si tenía una esposa hermosa, aunque algunos utilizaban a sus mujeres para conseguir ascensos inmerecidos en agradecimiento a los servicios prestados por sus bellas esposas, pero eso también creaba resentimiento entre otros oficiales. El joven Publio, sin embargo, amaba a su mujer y ésta había venido con él. Si el general era lujurioso o no era algo que quedaba en la esfera de su vida privada, pues, en todo caso, lo sería con su mujer y a ésta se la veía feliz, resplandeciente, hermosa en la residencia del general, cuando paseaba por las calles de la ciudad o cuando se aventuraba por el puerto, explorando curiosa la población capital de los dominios sobre los que gobernaba su marido. Emilia no abusaba de su poder, pagaba con generosidad a los comerciantes y era firme pero justa con los esclavos que quedaban bajo su supervisión. No era proclive a infligir castigos corporales y todos atendían sus requerimientos con interés. Se había hecho popular y respetada y con ello había ampliado la reputación de su marido como gobernante discreto.
- Bueno, bueno… -dijo el joven Publio, como despertando de un sueño-, mi buen Lelio, estarás ahí preguntándote si te he hecho venir a estas horas de la noche para hablarte de mi vida conyugal.
- En fin, estoy seguro de que habrá algo más, pero, si se me permite, mientras haya vino tan bueno como éste, no me importa el tema del que se hable. Incluso si no tengo que hablar yo, tampoco me importa.
- Ya -Publio sonrió y él mismo tomó un poco más de vino rebajado con algo de agua. Pero no. Te he hecho venir para explicarte los planes que tengo para esta campaña. Lelio le miró y parpadeó tres veces.
- Bueno, esos planes ya nos los explicaste esta mañana, igual que ya hablaste a las tropas de las dos legiones. Vamos al sur y al interior, a Carpetania, a encontrarnos con el primero de los tres ejércitos cartagineses de Hispania. No dividiremos nuestras fuerzas. La marcha será rápida, marchas forzadas, para sorprender al ejército de Asdrúbal, el hermano de Aníbal, antes de que sea informado y antes de que pueda ser asistido por ninguno de los otros dos ejércitos cartagineses, el de Giscón, que está en Lusitania, donde desemboca el Tajo, o el de Magón, que está al sur, cerca de los Pilares de Hércules. Tras derrotarlos evaluaremos cuál es la situación para ver si regresamos o seguimos nuestro avance contra otro de los ejércitos. La flota se quedará aquí junto con una guarnición de tres mil hombres para salvaguardar el territorio bajo nuestro control al norte del Ebro.
Lelio recitó su respuesta como el alumno que desea demostrar a su maestro que se ha aprendido bien su lección.
- Perfecto. Es indudable que has escuchado con detalle mis explicaciones esta mañana. Ahora se trata de ver si te interesa saber lo que realmente vamos a hacer. Cayo Lelio dejó la copa en el suelo. Se levantó y se pasó la mano por la barba. Volvió a sentarse.
- Sí, por supuesto. Me gustaría saber qué vamos a hacer, si es diferente a lo que nos has explicado.
- Sí, es diferente -y antes de que Lelio le interrumpiera, el general se anticipó a sus preguntas-, pero no quiero que nadie lo sepa, excepto tú. Confío en ti, en tu discreción y en tu lealtad y además…
- ¿Además…?
- Además, te necesito. Sin tu ayuda, el plan no puede realizarse. Y, bien, también me gustaría tener tu opinión.
- Mi lealtad y mi honor son tuyos. Sabes que puedes contar conmigo para lo que sea. Te escucho. Soy todo oídos.
Ésa era la respuesta que Publio estaba esperando para desvelar a Cayo Lelio su auténtico plan de guerra.
- Todo oídos, al igual que esta ciudad entera. Muchos celtíberos nos son leales sólo en apariencia. Los cartagineses poseen espías en todas partes, por eso mi interés por mantener ocultas mis auténticas intenciones. Vamos a ir al sur, pero no al interior. No vamos a luchar contra ninguno de los tres ejércitos que los cartagineses tienen en la península ibérica. Lelio le miró con decepción y sorpresa. ¿Entonces a qué habían venido desde Roma?
¿Para qué aquel largo viaje y para qué todas aquellas permanentes maniobras durante el invierno? A los soldados no les gustaría nada aquello.
- Sé lo que estás pensando -dijo Publio-, lo leo en tus ojos. Pero antes de juzgar, te ruego que me escuches hasta el final. Lelio no estaba en absoluto convencido, pero asintió con la cabeza. Publio prosiguió
con la exposición de la situación.
- Tengo información confidencial que me ha llegado esta semana desde Roma.
- El correo oficial, sí -dijo Lelio.
- Marco Valerio Mésala ha realizado una incursión por la costa africana siguiendo las instrucciones del cónsul Levino y ha traído noticias desalentadoras para nuestros objetivos: los cartagineses están reclutando más mercenarios y el líder númida Masinisa, el hijo de la reina Gaia, se ha unido a éstos con cinco mil hombres, muchos de ellos jinetes, y su destino es cruzar a Hispania en las próximas semanas para unirse con Asdrúbal. Como jefe de la caballería, supongo que sabes lo que eso significa. Lelio tragó saliva un par de veces. El vino se le había subido un poco a la cabeza, pero, de pronto, el efecto embriagador y relajante del licor había desaparecido para dejar paso a una pesada sensación de mareo.
- Gaia y su hijo. Claro. Los cartagineses se han aprovechado de la división en Numidia. Como Sífax está con nosotros han recurrido a Gaia y su hijo Masinisa. Seguro que la recompensa por ayudarlos a derrotarnos será la posterior cooperación de los cartagineses para acabar con el poder de Sífax, al que castigarán por su apoyo a Roma. Con los númidas de Masinisa la superioridad de los cartagineses será total. Ya no tendremos ninguna posibilidad. Debemos atacar ya. Antes de que lleguen esos refuerzos.
- Exacto -confirmó Publio. Sus ojos brillaban en la penumbra de la luz de las lámparas de aceite-. Además, están preparando en Cartago una nueva flota para lanzar una gran contraofensiva sobre Sicilia y recuperar el terreno perdido. Y el nuevo enfrentamiento entre Marcelo y Aníbal cerca de Numistrón no ha servido para nada. El cartaginés permanece con sus posiciones en Apulia. Y no sólo esto, sino que varias de las colonias latinas se han rebelado, hartas de que Roma no haga otra cosa sino pedir más y más soldados. Y se ha llegado a tal situación que se ha recurrido al oro de los templos sagrados para financiar las legiones que Aníbal obliga a tener en activo de modo permanente. No podemos permanecer aquí sin hacer nada.
- Pero hace un momento has dicho que no vamos a atacarlos.
- Eso no es cierto. He dicho que no creo que debamos atacar a ninguno de sus tres ejércitos. Lelio le miraba confundido. El joven general decía primero una cosa y luego otra.
- Hay más objetivos en la península ibérica, Lelio, además de sus ejércitos. Publio se levantó y fue junto a la mesa, desplegó un mapa de Hispania y con la mano indicó a Lelio que se acercara. Éste se levantó y fue junto a la mesa.
- Iremos por la costa en una marcha de seis o siete días hasta alcanzar este punto…, éste y no otro es nuestro objetivo.
El dedo del general se había posado sobre un nombre: Cartago Nova, o Qart Hadasht, como la llamaban los púnicos, la capital cartaginesa de Hispania. Lelio se tomó unos segundos antes de formular su respuesta a semejante idea.
- Esa ciudad -empezó al fin hablando despacio, midiendo sus palabras; no quería contradecir al joven general que tan claro parecía tenerlo todo-, es una ciudad inexpugnable. Tardaremos meses en conquistarla. Será un asedio largo y costoso en vidas. Los cartagineses acudirán con sus ejércitos en auxilio de la ciudad, nos rodearán y acabarán con todos.
- No, no si se conquista la ciudad en seis días.
- ¿Seis días? ¡Eso es imposible! ¡Imposible! -Pero Lelio leyó en la mirada de su general que aquél era el plan, le gustase o no, que aquello era lo que iba a hacerse y que bus-caba su colaboración, su lealtad para acometer aquella empresa con fe ciega en las posibilidades del proyecto; Lelio concluyó entonces sus comentarios con concisión-. Es una locura pero te acompañaré y seguiré tus órdenes hasta el final. Lamento no haberlo sabido antes. Deberíamos haber construido maquinaria de asedio: catapultas, torres, escorpi- ones.
- Ese material nos habría retrasado en nuestra marcha, aunque es cierto que parte de esas máquinas las podríamos haber transportado por la costa, pero quedaba otro problema irresoluble.
- No entiendo -dijo Lelio.
- Si nos hubiéramos puesto a construir maquinaria para un asedio, los cartagineses habrían sido informados, seguro, más tarde o más temprano. Y se habrían preparado. Construir máquinas de asedio habría delatado, en parte, nuestro objetivo. De esta forma sólo esperan una batalla en campo abierto, ejército contra ejército. Eso llegará, pero no ahora. Los cogeremos por sorpresa.
- Sí, pero sin armas para un asedio, sin todo lo necesario para conseguir nuestro objetivo.
- No nos hacen falta esas armas.
La seguridad del joven general resultaba casi infantil para el veterano Lelio. Publio se alejó de la mesa y se volvió hacia la ventana. Se vislumbraba el puerto bajo la tenue luz de la luna. La gente dormía en Tarraco. Espiró el aire despacio. Había confirmado la lealtad de Lelio. Ante una locura de plan su segundo en el mando mantenía su palabra de seguirle allí donde se encaminara. Se volvió hacia Lelio, que permanecía absorto mirando el plano. Hacía varios minutos que había olvidado su copa de vino.
- Bien, ¿me seguirás, pese a que creas que el plan es una locura?
Lelio volvió a asentir, con resignación, sin convencimiento, pero disciplinado.
- Eso me congratula, pero quiero explicarte más cosas, no quiero que te vayas de aquí
pensando que sigues a un loco. Aún me queda algo de cordura, viejo amigo. Avanzaré
con las tropas hasta Cartago Nova y en siete días estaremos junto a las murallas, pero al mismo tiempo quiero que tú conduzcas nuestra flota por mar hasta el mismo lugar. Quiero, además, que las tropas sepan que la flota nos acompaña. La idea es que Cartago Nova caerá en seis días, antes de que empiecen a llegar refuerzos cartagineses, no me mires así, ya sé que no crees en ello, por eso precisamente, por si mi plan fallara, que no fallará, las tropas podrían ser embarcadas y así regresaríamos a Tarraco por mar, en el caso de que los ejércitos púnicos se lanzasen sobre nosotros, y de esta forma no ponemos en peligro las legiones en una batalla desigual en el caso de que Asdrúbal aparezca con dos o tres de sus ejércitos. La flota nos acompañará y reforzará el asedio en, digamos, el plan de ataque, pero si éste falla, la flota será nuestra salvaguardia. Como verás, te propongo un plan propio de un loco, pero vamos a jugar sobre seguro. Si sale mal, nos vamos. ¿Te sientes mejor así?
- Pues sí, la verdad es que sí -Lelio no ocultaba ni en su voz ni en su rostro el alivio que aquella explicación había llevado a su ánimo. Disponer de la flota daba un margen de maniobra importante para una posible retirada-. De esta forma el plan de ataque sigue pareciéndome una locura, pero he de reconocer que el plan de retirada es muy razonable, aunque algo me dice que por alguna razón que desconozco estás prácticamente seguro de que el plan de ataque saldrá bien… Aunque es imposible…, ninguna ciudad tan bien pertrechada y protegida como Cartago Nova puede caer en tan poco tiempo…
Aníbal estuvo ocho meses para doblegar a Sagunto, y luego no pudo con Ñola cuando ésta la defendía Marcelo y Marcelo tardó años en conquistar Siracusa y Tarento cayó
por traición y Capua tuvo que ser asediada años y por fuerzas cuatro veces superiores a las que disponemos aquí, se cavaron fosos, se levantaron empalizadas, se empleó el hambre para rendir a los campanos, lo de Cartago Nova no tiene posibilidades a no ser que… -¿A no ser que…?
- A no ser que haya una traición desde dentro y alguien nos abra las puertas en medio de la noche -concluyó Lelio esbozando una sonrisa. Ahora había entendido el plan de su general.
Publio, no obstante, sacudió la cabeza al tiempo que respondía.
- No, no. Cartago Nova será conquistada sin traición desde dentro. Lo he intentado, pero sus habitantes están demasiado complacidos con su status de capital cartaginesa en Hispania. Su lealtad parece inquebrantable. Sé que no lo crees ahora posible, pero me basta con tu lealtad y con que me asegures que la flota nos seguirá y estará allí en el momento indicado. Lelio mantuvo su perplejidad en el rostro unos segundos hasta que al fin respondió.
- En fin, tú mandas. No entiendo el plan de ataque, pero cuenta conmigo y con la flota. Allí estaremos y se hará lo que ordenes. Y, si se me permite…
- Adelante.
- … pues tengo que admitir que acudiré con infinita curiosidad. Si conquistas esa ciudad en menos de una semana, Cartago temblará, Roma se asombrará y creo que por esto se te recordará durante siglos, pero todo me dice que esto no será así.
- Bueno, bien, no anticipemos acontecimientos, pero bebamos por ello -comentó el joven general levantando su copa e indicándole a un confuso Lelio que buscaba la suya sin encontrarla que la tenía junto a la silla, en el suelo. Lelio recuperó su copa y el general la rellenó hasta el borde. Ambos brindaron por la victoria. Publio, satisfecho de la lealtad de su lugarteniente y Lelio, entre el escepticismo que le embargaba y el aprecio por la enorme confianza que aquel joven general le tenía.
Tomaron aún un vaso más hasta que a la media noche Cayo Lelio se levantó de su triclinium y pidió permiso a su general para regresar a sus dependencias en el campamento militar de Tarraco. Lelio marchó en silencio y salió con sigilo por una de las puertas laterales que daban acceso a la casa del general en jefe de las tropas romanas en Hispania. Nadie le vio salir. En sus oídos perduraban las últimas palabras del general.
- Para el resto del mundo, Lelio, esta conversación no ha tenido lugar. Publio se quedó a solas en la penumbra de la habitación observando el plano. El vino empezaba a hacerse notar y sentía una agradable sensación de embriaguez suave que parecía mecerle en sus pensamientos. Una luz se aproximaba agrandando las sombras de los muebles en la estancia. Emilia, cubierta por una blanca túnica de fina lana, apareció
por el pasillo. Publio la miró sin decir nada.
- ¿Han terminado ya las visitas nocturnas? -preguntó ella.
Publio, sin abrir la boca, asintió con la cabeza. Ella entonces extendió la mano sin entrar en la estancia. El joven general sopló sobre el ya moribundo candil de la habitación y éste extinguió su llama. Cubrió los planos de la mesa con un manto y cogió la mano de su mujer. Emilia lo condujo a través de los pasillos de aquella noche hasta el lecho que los dos compartían.
En la habitación, Emilia le daba un suave masaje sobre los hombros mientras él yacía recostado boca abajo.
- ¿Le has explicado ya a Lelio el plan?
- Sí.
- ¿Y qué ha dicho? -Cree que estoy loco. -Pero te seguirá, ¿verdad? -Me seguirá.
- Nunca te separes de Lelio. Publio digirió despacio aquella frase. -Nunca -dijo al fin.
- ¿Le has dicho que esto lo tienes meditado hace meses?
- No.
- ¿Por qué?
- No quería herir sus sentimientos.
- Ya, ¿y de verdad crees que saldrá bien? Publio tardó un rato largo en dar una respuesta. -La verdad es que no lo sé.
95 La larga marcha
Hispania, 209 a.C.
Aquella mañana Escipión se despidió temprano de Emilia. Aún no había salido el sol y ya había abandonado el calor de la residencia de Tarraco. En sus oídos todavía se escuchaban las palabras de Emilia.
- Cuídate. Te quiero. Te espero.
Palabras sencillas, dulces, claras que lo acompañaron toda la jornada. Cabalgó en silencio escoltado por el grupo de legionarios que actuaban como lictores y es que Cayo Lelio, aunque a Publio no le hubiera sido conferido el rango de procónsul, no pensaba que fuera sensato que el general en jefe de las legiones en Hispania se moviera sin una escolta adecuada. El joven Publio miró al cielo y luego al horizonte. La tierra estaba mojada por el agua que había caído durante la noche. Era lluviosa la primavera en aquel país por el que su caballo le llevaba deprisa, veloz, azuzado por el sentimiento de urgencia que su dueño le transmitía. Publio sabía que en la sorpresa estaba su mejor arma. La entrevista con Lelio, lejos de tranquilizarle, le había dejado más nervioso si cabe. Sabía que contaba con la lealtad absoluta de su segundo en el mando, algo esencial para ejecutar su plan, pero la completa falta de confianza de Lelio en las posibilidades de conquistar Cartago Nova había hecho rebrotar sus propias dudas. Y, sin embargo, ésa era su fuerza. Nadie pensaba que lo que se había propuesto fuera posible. Ahí estaba la clave de su plan: los propios cartagineses consideraban tal empresa tan absolutamente imposible que habían reducido las fuerzas que protegían la ciudad y se tomaban la libertad de que sus ejércitos se encontraran alejados de la capital de su imperio en Hispania, uno en el sur, otro en el oeste y el último bajo el mando de
Asdrúbal en el interior de aquel país, repartidos en diferentes luchas contra las diversas tribus, centrados en dominar las ricas zonas mineras de la región. Por eso cabalgaba con rapidez. Todo debía hacerse con celeridad. Ésta era una guerra larga, pero eso no quería decir que todo tuviera que hacerse despacio.
La desazón, no obstante, le embargaba por dentro. Al fin y al cabo, quizá su plan fuera simplemente eso: imposible, absurdo, temerario. Quizá él no fuera sino otro general romano más que iba a conducir a sus legiones a la derrota, al desastre, a la destrucción. Los pensamientos oscuros le acompañaron todo el viaje hasta que al anochecer llegaron junto al campamento de invierno de las legiones establecidas en Hispania. Largas empalizadas con torres y vigías que se extendían centenares de pasos atestiguaban el importante ejército que Publio Cornelio Escipión, a sus veinticuatro años, tenía a su mando. Unos veinte mil hombres entre los veteranos que lucharon con su padre y su tío y las tropas de refresco que él había traído consigo de Italia. Y, al mismo tiempo, tan pocos. Además, no podía llevarlos a todos hacia el sur porque tenía que dejar tropas que controlaran el dominio romano al norte del Ebro, y si los cartagineses supieran de su avance, en unos días podrían reunir sus tres ejércitos de Hispania hasta juntar setenta y cinco mil soldados, además de decenas de elefantes y miles de jinetes. Fabio Máximo se había sa-lido con la suya: cada día que pasaba entendía mejor por qué al final el viejo senador dejó de oponerse a su deseo de acudir a Hispania. Con esas tropas todo el proyecto era un suicidio político y militar, pero ya nada podía hacerse sino seguir hasta el fin, como hicieron antes su padre y su tío. Sólo eso. Seguir hasta el fin. Alejandro Magno era también un veinteañero recién llegado al trono cuando se lanzó a conquistar Asia, pero él, Publio, claro, no era Alejandro. Los músculos del rostro del general se tensaron al recordar el relato del mensajero que narró la derrota de su padre y de su tío. Seguir hasta el fin de todas las cosas… o vencer. Vencer más allá de toda posibilidad. Lanzó un profundo suspiro. Si sus informaciones eran correctas, aún quedaba una esperanza. Era irónico. El mundo pendía de las historias de un pescador. Se sonrió. No se había atrevido a confesar a nadie, ni a Lelio ni a su esposa que todo dependía de un relato extraño que Publio había escuchado en boca de los pescadores de Tarraco, una historia que ya había oído antes y que había buscado con anhelo, desde su llegada a Hispania, confirmar antes de lanzarse con un ejército entero para averiguar, en el fragor de un asedio, si era auténtico lo que se contaba. ¿Cómo confesar semejante locura? En cualquier caso, ésa y no otra era toda su esperanza y abrazándose a ésta y al dulce recuerdo de las palabras de su mujer, el joven general romano entró en el campamento del Ebro.
Centenares de legionarios salieron de sus tiendas. Ya habían cenado y estaban a punto de acostarse, pero los cuernos y las tubas y las voces de los centinelas anunciaban la llegada del general en jefe. Algo estaba moviéndose. Llevaban meses junto a aquel caudaloso río que empapaba de humedad su piel y sus huesos durante el largo invierno, mientras todos estaban esperando, aguardando una orden para cruzarlo y luchar contra el enemigo cartaginés. Pero aquel general al que servían se había pasado toda la estación fría recluido en su palacio de Tarraco. Ni una sola salida, ni una sola escaramuza hacia el sur. Sólo ejercicios y maniobras sin fin. Trabajos agotadores. Marchas forzadas de sol a sol, pero del campamento al campamento. Caminatas de hasta diez horas en un día. Descanso no habían tenido, pero batallas tampoco. Eran un ejército, no gladiadores entrenándose para cuando hubiera juegos de circo. Eran un ejército y querían luchar para liberar a su patria del yugo cartaginés que los aprisionaba en la península itálica y en aquel distante país al que habían tenido que desplazarse. Todo lo daban por bueno si valía para combatir, pero aquel joven general no parecía tener interés por la guerra. ¿Estaba asustado? ¿Para qué se había ofrecido entonces como general en jefe de Hispania?
Nadie le obligaba a hacerlo. Todos sabían que el enemigo esperaba juntar un inmenso ejército que desde Hispania fuera a ayudar a Aníbal en Italia. Una segunda invasión de la península itálica se preparaba allí, al sur del Ebro y en todo aquel invierno su general no había hecho nada por estorbar al enemigo en sus proyectos. Solo en Tarraco, leyendo planos y literatura, decían, recibiendo extrañas visitas de viajeros, de pescadores, de mensajeros de lejanas tierras. Conversaciones secretas en su residencia y marchas forzadas para las tropas. Y ahora, por fin, aquel general lector de planos y amigo de gentes excéntricas se decidía a venir al campamento. Quizá al fin salieran ya a combatir. Al alba Publio ordenó poner en marcha las tropas bajo su mando en Hispania, rumbo al sur. En media hora las dos legiones estaban completamente formadas y dispuestas para la que iba a ser una larga marcha de varios días. Los soldados estaban preparados y con deseos de partir para combatir. Había que defender Roma y Roma empezaba allí, en el Ebro, eso les había dicho el joven general en un breve discurso para encender los ánimos. Luego se procedió con los sacrificios de varios bueyes para asegurarse la bendición de los dioses en aquella campaña que iban a emprender. Terminados los rituales en honor de Marte y, aunque nadie entendía muy bien, también en honor a Neptuno por orden expresa del general, se inició el movimiento de las tropas. En una hora las tropas cruzaron el Ebro, pasando sobre el puente de madera que los zapadores habían reparado durante los meses de enero y febrero, después de que fuera dañado en los últimos combates con Asdrúbal, y avanzaron rápidas hacia territorio cartaginés. Por delante, a modo de avanzadilla, atentos y vigilantes, se desplazaban los grupos de exploradores a los que el general había ordenado que en todo momento precedieran al grueso del ejército. No quería encuentros por sorpresa con los africanos ni, igual de peligroso, emboscadas de tribus hostiles a Roma.
Publio marchaba a pie, con la misma impedimenta que cualquier otro legionario, trasladando con el mismo esfuerzo que sus subordinados la carga que le tocaba, esto es, casi veinticinco kilos entre armas, víveres, utensilios de cocina, ropa y mantas. Al mediodía el cansancio era patente en las tropas. Llevaban prácticamente seis horas de marcha con apenas breves pausas de pocos minutos para beber y recuperar fuerzas. Aún estaban lejos del objetivo que el general se había marcado para ese día cuando Publio ordenó que las legiones pararan y comieran con sosiego durante una hora.
Los soldados ingirieron el rancho con ansia y descansaron un poco, pero enseguida, a la hora marcada, la marcha se reinició y así hasta bien entrada la tarde. Esa noche las legiones acamparon frente a un pequeño barranco seco. No se levantó un campamento con empalizadas, lo que dejaba claro que el general tenía previsto proseguir con el avance al día siguiente. Publio se dejó caer en el lecho de su tienda. Estaba rendido, agotado, exhausto, como muchos de sus hombres. Sin embargo, sabía que no podía desfallecer. Debía dar ejemplo. Se entretuvo en repasar sus planes para el asedio de la ciudad hacia donde, sin saberlo los soldados, dirigía sus tropas. ¿Cómo reaccionarían cuando vieran aquellos muros?
O, antes que eso, ¿resistirán la marcha que aún restaba? ¿Resistiría él? Publio suspiró
casi dormido, vencido por el agotamiento. Resistirán, pensó. Resistirán todo lo que su general aguante. La clave era resistir él. Esa noche no habría lectura, ni las siguientes tampoco. Llevaba consigo el tratado sobre la amistad y algunas otras lecturas de Aristóteles en rollos que su propio padre le había regalado y que él había querido traerse como auténticos tesoros escogidos entre las estanterías de su biblioteca. Recordó a Plauto.
¿Visitaría aquel escritor la biblioteca? ¿Le será útil? Era un hombre tosco, duro, áspero, muy lejos de lo que él esperaba de un escritor. Y con hostilidad hacia los patricios. Eso resultó evidente. Si eso empezase a traslucir en sus obras, tendría problemas. Problemas. Sonrió. Él sí tenía uno y bien grande. Cartago Nova, con murallas de cinco metros de altura o más. Al amanecer seguirían. Tenían que hacer unos sesenta kilómetros al día. Una locura. Firmes, raudos, hacia el sur. Se quedó dormido.
Al día siguiente las tropas vislumbraron la ciudad de Sagunto, pero Publio no se detuvo. Las murallas aún permanecían semiderruidas por el largo asedio de Aníbal y sólo algunos supervivientes habían regresado después de que su padre y su tío la reconquistasen. Con la muerte de ambos, muchos habían vuelto a refugiarse en el interior del territorio por miedo a que los cartagineses volvieran a fijarse en ellos. Permanecía así medio en ruinas, una ciudad fantasma, memoria del origen de aquel conflicto que tenía ya a Cartago, Roma, Numidia, Macedonia, la Galia Cisalpina y otros pueblos y territorios en una larga guerra de final incierto. Bordearon la ciudad por la ladera este de la fortaleza, aproximándose a la costa. Desde allí las tropas se sorprendieron al ver una inmensa flota de barcos que de inmediato reconocieron como la suya propia. Los soldados hablaron entre sí. Su general había hecho que la flota acompañara a las tropas en su avance hacia el sur. Aquello sólo podía augurar que el general se había decidido por una confrontación en toda regla con los cartagineses. En la pausa del mediodía los legionarios comentaban el hecho al tiempo que descansaban de otra marcha agotadora que sabían aún debía continuar por la tarde. Quinto Terebelio, centurión de la cuarta legión, había terminado su rancho y, desde la ladera de la montaña en la que estaban detenidos, observaba la flota navegando lentamente hacia el sur. Un legionario más joven le interpeló.
- Mi centurión, no entiendo por qué tenemos que ir a pie cuando podríamos avanzar tranquilamente por la costa, cómodamente a bordo de nuestra propia flota. Quinto respondió sin mirarle, señalando los barcos.
- ¿Acaso no ves cómo de hundidos navegan esos barcos? Es evidente que van llenos de provisiones, de armamento, de pertrechos de todo tipo. Vamos a una campaña larga contra los cartagineses, legionario, y en los barcos no cabe el material y las tropas al mismo tiempo. Y que yo sepa, ni el armamento ni las provisiones caminan, así que el general ha optado por que caminen sus legionarios. Claro que a lo mejor tú habrías optado por algo diferente. Concluyó el centurión y se echó a reír. El resto del manípulo acompañó las carcajadas de su centurión. Había buen ambiente pese al cansancio acumulado.
- ¿O es que te apuntaste a la legión para que te llevasen de paseo? -concluyó Quinto Terebelio, volviendo a reír de forma exagerada, doblando su cuerpo y dándose palmadas en la pierna.
Terminó la pausa y de nuevo se reinició la marcha hacia el sur. Alcanzaron aquella noche un pequeño emplazamiento de edetanos, junto a la desembocadura de un río poco caudaloso. Los nativos habían desaparecido. Ni se enfrentaban con los romanos ni los ayudaban. Sólo buscaban evitar problemas y no verse obligados a apoyar a unos o a otros. Publio observaba cómo el cansancio había hecho mella en el cuerpo de sus legionarios pero no en su espíritu. Eso le daba esperanzas aún de salir victorioso de aquel proyecto. Aquella segunda noche volvió a caer derrotado por el sueño. Esta vez no repasó
planes de ataque. Una dulce somnolencia le abrazó con decisión de forma que, cuando aún pensaba que apenas acababa de cerrar los ojos, sintió que alguien le sacudía el brazo levemente.
El joven general se sobrecogió y veloz se abalanzó sobre su espada para hacer frente al enemigo que le sorprendía en la noche, pero al abrir los ojos una luz poderosa que venía de detrás de aquel hombre que se le había acercado en la noche le cegó.
- Lo siento, mi general, pero ha amanecido y sus instrucciones eran proseguir el avance al alba. Sé que está cansado, pero ordenó que le despertásemos con la luz del nuevo día si usted no se levantaba… No quería sorprenderle de esta forma. Era uno de los lictores que le escoltaban por orden de Lelio. El soldado había retrocedido sobre sus pasos al observar cómo el general había reaccionado con violencia blandiendo su espada. Publio bajó el arma y se llevó la mano libre al rostro, deslizando sus dedos sobre las cejas y los párpados cerrados. Estaba agotado. Guardó silencio unos segundos mientras intentaba sacudirse de encima el cansancio y la sorpresa. Ya había pasado la noche. Apenas le parecía que hubieran pasado unos minutos desde que se había acostado y, sin embargo, ya era de día. Un nuevo día. Un nuevo día de marcha.
- Has hecho bien. Si me duermo otra mañana, haz lo mismo que hoy, y hazlo antes de que amanezca -respondió el general-. Pero no me vuelvas a tocar al despertarme, llámame a viva voz, no sea que acabe matándote una de estas mañanas.
- Sí, mi general. Lo siento… -el legionario iba a seguir disculpándose pero una sonrisa y un gesto con la mano como quitando importancia a lo sucedido por parte de Publio frenaron sus palabras-. Le llamaré a viva voz, mi general -concluyó y salió de la tienda. Al salir le esperaban otros lictores. Uno de ellos preguntó al que salía de la tienda.
- ¿Está bien?
- Sí -y añadió-, casi me hiere con la espada. Se ha sobresaltado al despertarle y ha debido de creer que le atacaban. Es ágil el general, muy ágil -y se alejó para transmitir a los tribunos las órdenes de poner en marcha las tropas. El resto de los lictores se quedó
ponderando las palabras de su compañero. Les gustó. Su misión, proteger la vida del general en jefe, siempre sería más sencilla con un general joven y desenvuelto, en particular en el campo de batalla, allí donde cumplir el mandato de Lelio resultaba más arriesgado. Y pronto iban a entrar en combate. Lo presentían, como lo intuía el resto de la tropa. El avance prosiguió aquel día hasta alcanzar un nuevo río, no tan caudaloso como el Ebro, pero sí mucho más que el último que habían cruzado, lo suficiente como para hacer trabajar a los ingenieros y zapadores de las legiones construyendo un puente provisional que permitiera cruzar a las tropas. Se trataba del río que los romanos denominaban Suero. Allí detuvo el ejército el general y reunió a los tribunos en su tienda aquella misma noche. Cuatro lámparas de aceite, una en cada esquina de la tienda, iluminaban la estancia.
- Os he hecho venir por dos cosas. Primero, quiero que se establezca aquí un campamento de aprovisionamiento. Lelio, que comanda la flota, nos subirá provisiones y material ascendiendo por el río para establecer este campamento mañana al amanecer. Quiero que unos quinientos hombres se establezcan aquí de forma permanente. Necesitamos una base de aprovisionamiento entre Tarraco y nuestro destino fina!. Publio observó cómo se iluminaban los ojos de los tribunos al oír la expresión «destino final». Podía ver cómo todos intentaban deducir cuál era ese destino. Los veía calculando distancias y cómo si alguno había inferido por un segundo que Suero estaba equidistante entre Tarraco y Cartago Nova, no podía, sin embargo, dar crédito a la idea y negaba la cabeza en completo desacuerdo con la conclusión a la que había llegado. Los ojos de sus oficiales se volvían indecisos, sobre la superficie del plano, hacia el interior de Hispania. Todo subrayaba que ni sus propios oficiales podían pensar que aquél fuera el objetivo diseñado, pese a llevar varios días avanzando hacia él. Cuánto menos lo podrían sospechar los cartagineses. La cuestión fundamental ahora era, no obstante, si podrían resistir aquel ritmo.
- El segundo tema que me interesa es saber el estado de ánimo de las tropas con relación a la marcha. Entre los tribunos estaba Lucio Marcio, a quien el general había ascendido en razón a su experiencia y veteranía en la guerra. Fue éste el que resumió el sentir de todos.
- En general, el desánimo empieza a hacer mella. Son ya varios días de marchas forzadas sin un objetivo claro, sin entrar en combate y adentrándose cada vez más en territorio cartaginés. Sólo la visión de la flota que nos acompaña en el avance ha supuesto un pequeño refuerzo para la moral, cuando la vislumbraron a la altura de Sagunto, pero incluso ese refuerzo moral pierde impacto a medida que el agotamiento se apodera cada vez más de la tropa.
- Bien, Marcio. Esta noche, en la cena, quiero que se reparta vino entre los soldados, hasta dos vasos, no más. Y saldremos mañana una hora y media más tarde. Pero el avance prosigue, en los mismos términos: marchas forzadas, a toda velocidad, hacia el sur, por la costa.
Miró a alrededor. Había varias preguntas en los ojos de aquellos oficiales, pero como él no daba pie a más intervenciones, ninguno se atrevía a hablar. Echaban de menos a Lelio. Con él siempre se podía conversar y él sí que tenía confianza para dirigirse al general en cualquier momento. Algunos miraron a Lucio Marcio para ver si éste se atrevía a preguntar algo más acerca del objetivo final de aquel rápido avance, pero Marcio tenía su mirada clavada en el plano. Publio observó lo que miraba y se percató de que él sí
observaba fijamente el punto que en el mapa marcaba la ubicación de Cartago Nova. Los tribunos empezaron a salir de la tienda para organizar el trabajo de levantar el campamento que debía establecerse en aquel lugar como base de aprovisionamiento pa-ra un objetivo que aún desconocían, según había ordenado el general. En la tienda, Lucio Marcio retrasó su salida. Se detuvo y se volvió hacia su general. -Sí, Marcio, ¿tienes alguna pregunta?
Marcio fue a hablar, pero se lo pensó dos veces y negó con la cabeza.
- No, mi general. No quiero meterme donde no me llaman.
- Haces bien -respondió Publio con tal seguridad y decisión que Marcio se puso firme, se llevó la mano al pecho y se despidió.
- Buenas noches, mi general -sólo se permitió añadir algo-, y que los dioses os guíen en vuestras decisiones.
Con esto se dio la vuelta y salió de la tienda. Publio se quedó a solas, en silencio, mirando de nuevo el plano. Marcio sabía adonde se dirigían. Dudaba. Como Lelio. Como él mismo. Pero no dirá nada. Se mantendrá leal. Quizá había querido advertirle de lo imposible de la empresa, pero no le tenía suficiente confianza y no querría que sus palabras se tomasen como una indisciplina. Más dudas que añadir a las que Publio ya sobrellevaba. Tendría que acostumbrarse. Esta batalla la tendría que ganar sólo con su confianza en sí mismo y en contra de los pensamientos de todos, incluidos el enemigo y sus propios hombres. Si perdía, regresaría a Roma igual que Nerón. Su carrera política truncada y sin un valedor como Fabio al que Nerón sí podría recurrir y, lo que era peor, sin haber mermado el poder de Cartago en Hispania. ¿Pero, y si contra todo pronóstico, lograba su objetivo? Tendría entonces lo que todo general anhela: no una victoria, no, eso es algo trivial, sino la fe ciega de sus hombres, lo que otorgaba a un general poder más allá de su cargo.
El reparto de vino y el anuncio de una hora y media extra de descanso para el día siguiente surtió el efecto deseado. Los legionarios se sintieron premiados por su esfuerzo y, con el efecto dulce del vino, durmieron aquella noche sin albergar demasiado rencor hacia un general que los conducía ya varios días a marchas forzadas hacia el interior de un territorio dominado por fuerzas enemigas que ellos sabían eran infinitamente superiores en número. El vino, con su cadencia de atrevimiento, los hizo sentirse más seguros, sosegó sus ánimos y aplacó su creciente cansancio.
Al día siguiente el avance prosiguió, desde Suero hasta alcanzar las proximidades de una pequeña colonia griega. Los romanos se mantuvieron alejados de la población para no comprobar o forzar la lealtad de sus habitantes. Una noche más y un nuevo amanecer que los siguió conduciendo hacia el sur, atravesando montañas que descendían hasta la costa y desembocaduras de pequeños ríos y barrancos prácticamente secos. Con la caída del sol llegó de nuevo el alto. Los legionarios se agruparon en torno a las pequeñas hogueras que se les permitía encender, con sus cuencos y su comida para cenar entre comentarios que con el cansancio acumulado habían ido derivando de las bromas y las risas a las quejas y reclamaciones. Aquélla era sin duda ya para todos los de aquel ejército la marcha más dura que nunca jamás hubieran realizado. Ahora entendían algo del porqué de aquellas largas jornadas de maniobras durante el invierno. Su general les había hablado bravamente antes de partir, pero en aquel discurso y en los sacrificios a los dioses se había hablado sobre todo de combatir, de luchar contra los ejércitos cartagineses y no de caminar durantes días de sol a sol, a toda velocidad hasta la misma extenuación.
¿Adonde quería llevarlos aquel general, dónde quería luchar? ¿O es que simplemente deseaba pasearse por todo aquel territorio evitando al enemigo?
Quinto Terebelio estaba en uno de esos grupos. Había terminado su comida y escuchaba las cada vez más frecuentes quejas de los legionarios a su mando. Tenía su cuerpo cruzado de cicatrices, una barba densa y una frente arrugada, aunque sin ceño marcado. Con sus manos gruesas, toscas, blandía un largo palo con el que removía las brasas del fuego, haciendo que pequeñas pavesas chisporroteasen hacia el cielo oscuro de la noche.
- Por Hércules -dijo-, ya está bien. Esto es una legión romana, no un grupo de putas chillonas lloriqueando por esto o por aquello -aquí Quinto puso voz fingida de mujer, como los actores en el teatro-: «Ay, ay, dadme un poco más de dinero… hoy no, estoy agotada…» -Los hombres rieron a gusto-. Aquí no hay sitio para débiles. El que no sea capaz de resistir unos días de marchas forzadas no debería haberse alistado en una legión de Roma. Más aún, no debería ser romano. Una vez que se calmaron las carcajadas, uno de los legionarios se dirigió a su centurión.
- Sí, pero ¿para qué este avance, adonde nos conduce el general? Cada vez estamos más lejos de nuestra base en Tarraco. ¿Qué sentido tiene adentrarse tanto en territorio enemigo y que lleguemos todos agotados a combatir? ¿Y qué sentido tiene…?
Pero Quinto Terebelio interrumpió las quejas de su soldado.
- ¡Silencio! Nosotros somos legionarios y los legionarios no establecen los planes de combate. Si el general ordena que se siga hacia el sur, se sigue y punto. Aquello pareció acallar ligeramente las quejas, pero Quinto observó que aún murmuraban entre sí varios hombres, de forma que se decidió, se levantó y habló con fuerza para que todo su regimiento le escuchara bien.
- ¡Escuchadme todos! Yo tampoco entiendo el sentido de estas marchas. Puede que nuestro general esté loco; no lo sé, pero sí sé que es el que tiene el mando y esto es una legión y, si un legionario recibe una orden, aunque ésta parezca absurda, un legionario cumple esa orden al pie de la letra… y sin quejarse. -Quinto se quedó sorprendido al ver cómo sus hombres se levantaban para escucharle. Él no era un orador como alguno de los tribunos o el propio general. Se extrañó de que sus palabras impactaran tanto como para que los hombres se pusieran en pie para escucharle, pero de pronto una intuición le dijo que había algo más que sus palabras, en aquel gesto de respeto de sus legionarios. Se volvió y se encontró de cara con Publio Cornelio Escipión a tres pasos de distancia, rodeado de sus lictores. Quinto se preguntaba cuánto tiempo había estado escuchando el general.
- O sea que mis órdenes son las de un loco, ¿es eso lo que estabais explicando a vuestros legionarios? -la voz de Publio resonó potente entre todos los presentes. Quinto Terebelio no supo qué responder. Ése no había sido el sentido de sus palabras, pero antes de que pudiera decir algo el general insistió-. Te he hecho una pregunta, centurión, y espero respuesta. Quinto Terebelio maldijo su mala fortuna, a la diosa del mismo nombre y, ya de paso, a algún otro dios más que le vino a la mente. No era eso lo que había querido explicar a sus soldados, sino que había que obedecer al general al mando aunque no se entendiera bien el sentido de sus órdenes. Sí, eso debía decir.
- Yo… mi general… intentaba explicar que hay que obedecer las órdenes… que en la legión eso es lo fundamental…
- Ya. ¿Y para eso es necesario insultar al general al mando llamándole loco?
Quinto Terebelio deseó que los dioses lo fulminasen allí mismo. Nuevamente guardó
silencio, pero sabía que tenía que decir algo.
- Yo no soy un orador… sólo sé cumplir órdenes… lo siento, mi general. Sólo valgo para luchar.
Publio dibujó en la comisura de los labios el esbozo de una sonrisa cargada de incierta intención.
- No, no eres un orador, pero en lo de luchar no te preocupes, que averiguaré personalmente si realmente vales para ello. Los hombres se echaron a reír. También lo hicieron algunos de los hombres al mando del propio centurión. El joven general observó cómo el centurión sentía vergüenza y có-mo reprimía sus sentimientos y su orgullo. Publio se adelantó y se acercó a los legionarios que reían.
- ¿Os reís acaso de vuestro oficial al mando, Quinto Terebelio?
Las risas desaparecieron automáticamente. Publio continuó.
- Soy el general al mando y, si lo considero oportuno, puedo reprender la actitud de cualquier oficial, pero no sabía que un legionario pudiera reírse de un oficial superior.
¿Es ésta la legión de la que dispongo para derrotar a los cartagineses?
Los legionarios guardaron silencio. Todo el mundo callaba. Publio Cornelio Escipión los miró uno a uno.
- Me ocuparé en persona de averiguar la valía de todos los aquí presentes. Veremos si en el campo de batalla resolvéis las cosas con risas o con arrojo. Allí averiguaremos de qué naturaleza son vuestros espíritus… -y concluyó-si es que resistís la marcha, claro,
¿cómo era eso?, ¿putas chillonas? Eso ha tenido gracia.
Esta vez fueron los lictores del general los que sonrieron. Quinto tragó saliva. Sabía que la primera norma para sobrevivir en la legión era el anonimato de tu unidad; sin embargo, esa noche, su manípulo había quedado señalado por el general. Publio abandonó el regimiento de Quinto Terebelio y a sus hombres. Durante unos instantes todos quedaron allí, quietos, en pie, sintiendo el aire frío de la noche en su piel. Las llamas de la hoguera se habían ido consumiendo durante el debate. Un fulgor rojo salpicaba de luz temblorosa a los soldados. Sabían que el general no hablaba en vano y que sus palabras a modo de advertencia no podían sino presagiar que iban a ser usados en primera línea de batalla. Los legionarios miraban al suelo, reflexionando. «Me ocuparé de averiguar la valía de todos los aquí presentes», había dicho. Al final Quinto espiró largo y profundo. Sin saberlo llevaba un minuto conteniendo la respiración.
- Bien -dijo al fin-, espero que todos estéis contentos. Vuestras quejas nos acaban de poner en primera línea de combate en la primera batalla, con toda seguridad. Si alguien tiene alguna otra queja, que haga el favor de tragársela. De hecho, creo que si nadie abre la boca, incluido yo, hasta el final de esta marcha, quizá aumenten nuestras posibilidades de sobrevivir a esta campaña. Ahora silencio todos y a dormir. Mañana marchamos, hacia el sur, y esta vez, en silencio. Las nenazas que se traguen la lengua -y su voz se escuchó mientras les daba la espalda y se alejaba entre las sombras-. ¡Por todos los dioses! ¡Maldita nuestra suerte!
Todos recogieron sus utensilios de la cena y se dispusieron a dormir, o, al menos, a intentarlo. Ninguno concilio un sueño tranquilo.
Publio descansó unos momentos sobre una roca, en un leve altozano desde donde se contemplaban las pequeñas hogueras aún encendidas de su campamento. Sabía que había sido duro en sus palabras con aquellos hombres y aquel centurión. Conocía a todos los oficiales a su mando. Ésa había sido otra de sus ocupaciones durante el largo invierno. Había leído los informes sobre cada uno de sus oficiales. Quinto Terebelio era, sin lugar a dudas, un hombre de gran valor y de enorme experiencia. Y muchos de los hombres bajo su mando eran legionarios que ya habían servido con ese centurión en otras campañas. En cualquier caso ahora tenía algo mejor que un puñado de hombres valientes. Tras esta noche ahora disponía de un puñado de hombres valientes ansiosos por demostrar su auténtica valía a su general. Aquélla era un arma poderosa que tendría que saber utilizar con inteligencia. Ya pronto. Muy pronto. Tenía planes muy definidos para Terebelio y sus hombres.
Tras otra breve noche de descanso para la mayoría y de insomnio para Quinto Terebelio y los suyos, las legiones reemprendieron el avance. El agotamiento se extendía de forma generalizada entre todos. Las conversaciones mermaban y en los intervalos para reponer fuerzas los legionarios se ocupaban de comer en silencio, sin bromas, sin ape-nas comentarios. Aquel general los arrastraba en una marcha sin fin que a todos tenía exhaustos. Pero una legión es un hervidero de murmullos y murmuraciones y todo se sabía en cuestión de unas horas. Las palabras de Publio al regimiento de Quinto Terebelio habían corrido de boca en boca durante la mañana y nadie quería compartir su suerte cuando finalmente llegara la hora del combate. Así pasó un nuevo día de marcha y una nueva noche.
En el mar, Cayo Lelio oteaba el horizonte iluminado por el sexto amanecer desde que partieran de Tarraco. No había hablado con Publio desde que salieron. Así habían quedado al poner en marcha al ejército y la flota. En Suero había mandado varios barcos con los pertrechos acordados para levantar el campamento de aprovisionamiento, sin acercarse él a la costa. Lelio sentía la inmensa seguridad de que su general tenía en el éxito de la empresa, pero no podía entender por qué, más allá de que quizá fuera cierto que los dioses estaban con aquel joven romano que los mandaba a todos en aquella campaña hacia el sur de Hispania. Lelio suspiró. Se separó de la proa de la quinquerreme y, al volverse, vio al pescador que el joven general había ordenado que actuara como guía en aquella ruta. Lelio no entendía bien a qué traerse un pescador para guiarlos en una singladura tan sencilla como aquélla: sólo había que descender siguiendo la costa hasta llegar a Cartago Nova. Observó cómo el pescador también escudriñaba el horizonte. Se le veía nervioso. Fuera por lo que fuera aquel hombre estaba hondamente preocupado. Quizá conocedor de los dominios cartagineses en sus aventuras pescando por las costas del sur de aquella gigantesca península había aprendido del enorme poderío de aquéllos en Hispania y no tuviera muy clara la capacidad de los romanos para poder salir victoriosos. Lelio no comprendía la relación de aquel pescador con el general, pero las órdenes eran conducir a este hombre hasta Cartago Nova y, una vez allí, llevarlo a su presencia en el campamento que se establecería frente a la ciudad. Así se tenía que hacer y así se haría.
limo miraba tenso hacia el mar. Era el mismo sobre el que había navegado toda su vida, antes que los cartagineses, antes que los romanos. Ahora todo su mundo se tambaleaba. Presionado por aquel joven general romano se había visto obligado a pactar con él un acuerdo que quizá le librara de las penurias propias de su profesión y que, pudiera ser, ayudara al futuro de su familia en Tarraco, pero quizá también fuera un pacto con el dios de la muerte, que sólo podía terminar con sus huesos como pasto de los buitres en algún lejano campo de batalla de una guerra que no era la suya. El general, no obstante, no le había dejado mucha elección.
- Si me ayudas en esto y salimos victoriosos, me aseguraré de que no tengas ni tú ni tu familia ningún problema en esta ciudad. Podrás establecer aquí un buen comercio con el pescado, protegido por Roma -le comentó aquel gobernador o procónsul o lo que fuera en la última entrevista entre ambos. Era de noche. Y en el atrio de la gran casa del general romano en Tarraco se proyectaban largas sombras a la luz de las antorchas.
- ¿Y si me niego? ¿Y si no te ayudo en esto? -Se atrevió a preguntar, mirando a los ojos al joven general-. A fin de cuentas ésta no es mi guerra y, aunque pueda ganar mucho ayudándote, también es posible que pierdas y que los cartagineses, si descubren que te he ayudado, me maten y también a toda mi familia.
Publio mantuvo la mirada del pescador y sin quitar sus ojos de los que le preguntaban respondió despacio.
- Ésa no es una opción que te puedas plantear.
Luego vino el silencio y el crepitar de las antorchas ardiendo. El romano añadió algo, un poco más relajado.
- Siento, limo, que te veas en esta situación, pero tu ayuda me es necesaria. Además, si todo lo que hemos hablado, lo que me has contado es cierto, saldremos victoriosos. No lo dudes.
limo sabía que todo lo que había narrado era verdad, pero no veía en qué forma aquello podía conseguir una gran victoria a los romanos, claro que él no era general ni entendía de estrategias. Seguía dudando. Al fin respondió.
- A lo mejor es mejor que muera aquí a morir a manos cartaginesas y que luego los cartagineses acaben con mi familia o… -dudó, tragó saliva y continuó-o es que… ¿si no te ayudo también amenazas a mi familia?
Publio se reclinó en su asiento y pensó unos segundos.
- No, no amenazo a tu familia. Tu preocupación por los tuyos te honra y eso me parece digno. Veo justo que quieras conseguir seguridad para ellos. Por eso te ofrezco el siguiente acuerdo: tú nos ayudas en esta empresa, vienes con el ejército y si vencemos, que venceremos, tendrás todo lo que hemos hablado, pero si perdemos, que no ocurrirá, te garantizo que dejaré órdenes para que, en caso de que hubiera un avance cartaginés sobre Tarraco, toda tu familia sea llevada a Roma o a cualquier otra ciudad de dominio romano donde sean protegidos de los cartagineses. Tengo instrucciones similares en todo lo relacionado con mi propia familia. limo meditó antes de responder. También podría ocurrir que después de Tarraco cayeran más ciudades romanas o que incluso la propia Roma fuera tomada por Cartago en aquella inmisericorde guerra que llevaban los dos imperios, pero se daba cuenta de que había negociado hasta donde era razonable. Incluso un poco más allá de lo razonable. Estaba jugando con la paciencia de aquel general. Lo veía bebiendo despacio un poco de vino de una copa de plata, pero sentía que incluso con los ojos cerrados el general le observaba y hasta que leía sus pensamientos.
- De acuerdo. Acepto. Te ayudaré, os acompañaré y cumpliré todo lo pactado; a cambio habrá protección para mi familia en cualquier caso, y si hay victoria, obtendré la recompensa de la que hemos hablado. Publio no habló, sino que se limitó a asentir con la cabeza, en silencio. Ahora limo, en el barco insignia de la flota romana, rumbo al sur, se esforzaba por repasar todo aquello que debía recordar para poder cumplir fielmente su parte del trato. Estaba seguro de casi todo, pero a medida que se acercaban al destino final, las dudas comenzaban a atenazarle. No había estado tantas veces en Cartago Nova. Su memoria, no obstante, era excepcional. Si navegaba por un sitio recordaba todo, las rocas, los cabos, las corrientes… sólo que nunca le había ido su vida y la de toda su familia en ello.
96 El plan de Fabio
Tarento, 209 a.C.
Fabio Máximo había sido reelegido cónsul por quinta vez. Nadie había conseguido la magistratura tantas veces desde tiempos inmemoriales. Pocos eran también los senadores que alcanzaban los setenta y cuatro años de edad en plenas facultades físicas y mentales. Fabio había transformado la resistencia en un arte y nadie parecía poder superarle en dicha disciplina. El joven Marco Porcio Catón, a sus veinticinco años, había aprendido a admirar aquella fortaleza de espíritu y la sagacidad que de forma natural acompa-ñaba las decisiones de su maestro en la política y la estrategia militar. Ahora, navegando en una quinquerreme, rodeados de decenas de barcos de la flota romana rumbo a Tarento, recordaba la conversación que mantuvo con Máximo mientras veían al impertinente joven Escipión partiendo hacia la lejana y siempre incierta Hispania. «Esperaremos al año siguiente antes de actuar, esperaremos a que los demás estén cansados antes de intervenir y actuar», dijo Máximo o, al menos, ése era el sentido que Catón daba a lo que escuchó. Un año después, tras un consulado en el que Marcelo, ostentando la magistratura, quedó exhausto de combatir contra Aníbal sin conseguir ninguna victoria clara, cuando tanto la infantería romana como la cartaginesa daban muestras de extenuación, Fabio había presentado de nuevo su candidatura en el Senado y había salido elegido cónsul por quinta vez.
- Ahora marcharemos hacia el sur, joven amigo, hacia el sur. Ha llegado el momento de actuar -dijo Fabio frotándose las manos ante un confundido Catón al salir del Senado. Fondearon la flota en las proximidades de la bahía de Tarento. En la luz del atardecer se divisaban en lontananza las murallas de la ciudad y la ciudadela de Tarento. La ciudad en manos de las tropas cartaginesas y la pequeña ciudadela aún bajo control romano, sometida la pequeña guarnición itálica al más severo de los asedios por parte de las tropas africanas acantonadas en el resto de la ciudad.
- Atacaremos por tierra y por mar a la vez -se explicaba Fabio.
- ¿Y la flota cartaginesa? -preguntó Catón.
- La flota cartaginesa, mi querido Marco, está lejos de aquí, ayudando a Filipo a luchar contra nuestra flota del Adriático. Aníbal será un gran estratega de las campañas terrestres, pero en su selección de aliados útiles creo que aún tiene que aprender. Levantó a Filipo contra nosotros y nosotros hemos alzado a los etolios contra Filipo. Ahora en lugar de recibir ayuda de los macedonios es Aníbal el que debe mandar su flota en ayuda de Filipo. Es irónico y tremendamente divertido.
Catón escuchaba absorto. Los planes trazados por Fabio Máximo el año anterior o, quién sabe si no hace más tiempo, empezaban a encajar como las teselas de un mosaico, de modo que lo que antes no eran sino diminutas piezas informes dibujaban ahora un claro diseño de estrategia.
- Y eso, Marco, es sólo el principio. Esta noche espero una visita. Quédate a cenar conmigo y pasarás una velada instructiva.
Las cenas en el camarote del buque de guerra eran frugales: un poco de pescado, fruta y vino con agua. A Catón le gustaba el mulsum, pero ante su ausencia no dijo nada por temor a parecer superfluo en una noche donde parecía que algo importante debía acontecer. Al cabo de un rato, una vez terminada la cena y con la noche ya establecida sobre el mar, uno de los lictores del anciano cónsul entró en el camarote del senador.
- El hombre que aguardabais ha llegado -dijo el escolta del magistrado.
- Que pase -ordenó Fabio.
Un hombre de unos treinta años, no muy alto, algo encogido de hombros, tez oscura, barba desaliñada y mirada furtiva entró en el camarote. Saludó al cónsul con una reverencia y se quedó en pie sin saber bien qué más hacer para mostrar sus respetos a aquel alto dignatario del Estado que se había interesado por sus servicios durante los últimos meses.
- Marco, te presento a Régulo. Régulo es un brucio leal a Roma. Su historia es interesante, ¿no es así, Régulo? -comentó Fabio con condescendencia. Catón observaba a aquel hombre y no podía evitar sentir algo sospechoso en aquellos ojos nerviosos incapaces de mirar a su interlocutor, quizá por humildad, quizá por ocultar algo. Era muy improbable que su nombre auténtico fuera Régulo y menos siendo de la región del Bruttium en el sur de la península itálica. Pero tampoco era de extrañar que un brucio que se manifestara favorable a la causa romana adoptase un sobrenombre romano para hacer patente dónde estaba su, al menos, supuesta lealtad.
- Régulo, pon al día a mi querido confidente Marco sobre tus actividades estos meses. El brucio parecía dudar. Máximo le instó de nuevo y fue más preciso en su requerimiento.
- Cuéntanos la historia de tu hermana y el prefecto brucio de la muralla de Tarento. Régulo asintió. Si eso era lo que el cónsul quería, así debía hacerse.
- Verá, mi señor -empezó Régulo dirigiendo su voz, que no su mirada, a Marco Porcio Catón-, mi hermana, como yo, es brucia; quiso la mala Fortuna que la pillase a ella en la ciudad de Tarento cuando ésta fue tomada por ese salvaje de Aníbal. Desde entonces lleva allí sobreviviendo como puede. Con la llegada de Aníbal, éste introdujo tropas de diferentes regiones para someter y controlar la ciudad, las cuales quedan todas bajo supervisión de la guarnición cartaginesa allí establecida. El caso es que entre las tropas que trajo Aníbal a Tarento hay un pequeño regimiento de desleales brucios que se han pasado al bando cartaginés -aquí Régulo estuvo a punto de escupir en el suelo para subrayar con aquel gesto su desprecio por aquellas tropas de su propia región, pero se lo pensó dos veces y se contuvo-; el caso es que el prefecto al mando del regimiento brucio se enamoró de mi hermana y poco menos puede decirse que ésta le maneja a su antojo. Tengo, a través de mi hermana, ganada la voluntad de este prefecto y con ello un sector de la muralla, aquel que está bajo su custodia y de sus tropas brucias por la noche, parte del sector oriental de la ciudad junto a la puerta Teménida.
Catón volvió sus ojos hacia Fabio. El viejo cónsul, como un anciano zorro, sonreía con placidez transpirando plena satisfacción por cada uno de los poros de su arrugada piel. Estaba claro que se deleitaba en el disfrute de una fácil, próxima y gran victoria. Era una noche cerrada sin luna. Los legionarios habían desembarcado más allá del puerto, en la costa norte de Tarento, a un kilómetro de las murallas. Marcharon con tiento, a ciegas casi, pues el cónsul había ordenado que no se encendieran antorchas. Para los soldados el único referente para orientarse eran las luces que proyectaba la propia ciudad desde lo alto de sus murallas y torres. Así llegaron a situarse a apenas quinientos pasos de Tarento y, a esa distancia, ocultos tras una arboleda de encinas, aguardaron en silencio la señal de ataque.
Fabio Máximo contemplaba las enormes murallas. Era imposible tomar aquella ciudad si no era por engaño o traición, como en su momento hiciera Aníbal aliándose con un sector de los tarentinos descontentos con el trato de Roma. Bien, ahora era su turno.
- No será una larga espera -dijo el cónsul en voz baja. Catón, al abrigo de los árboles, asintió. Y, como si el viejo cónsul estuviera haciendo una exhibición de sus cualidades de augur, un gran estrépito de voces y golpes de espada llegó hasta ellos procedente del interior de la ciudad.
- ¡Adelante! ¡Por Castor y Pólux! ¡Marchad! -ordenó el cónsul a los tribunos. En un instante una legión completa, con sus cuatro mil efectivos, empezó a avanzar hacia la muralla. A medida que se acercaban a los muros, se discernía cómo el tumulto de voces y golpes provenía de la ciudadela por un lado, donde aún resistía atrincherada la guarnición romana que los cartagineses nunca habían llegado a derrotar, y, por otro lado, de los barrios de la ciudad antigua, próxima a la ciudadela y alejada de la muralla.
- Los brucios parecen estar haciendo bien su papel -comentó Catón. Fabio Máximo no dijo nada. El avance de las tropas prosiguió hasta alcanzar el sector oriental de la muralla bajo la custodia del manípulo de brucios de Régulo. Era cierto. Éstos parecían estar cumpliendo bien las órdenes: en coordinación con el escándalo que los romanos de la guarnición de la ciudadela estaban generando, pequeños grupos de brucios estaban promoviendo altercados con las tropas cartaginesas en diversos puntos de la ciudad. En ese momento sonaron las trompas y cuernos que anunciaban el ataque de la flota romana por el norte. La confusión entre los defensores de la ciudad aumentó. Los oficiales cartagineses, en medio de un completo desconcierto, intentaban poner orden. En cuestión de minutos se recurrió a las tropas africanas de la muralla oriental para defender el puerto de la flota romana y dar respuesta a las armas arrojadizas que llovían desde la ciudadela. También se internaron varios centenares de hombres en la ciudad antigua para reestablecer allí el control de la situación. La muralla oriental quedó entonces bajo el control de los brucios de Régulo en su sector central sólo bajo la supervisión de algunos pequeños grupos de cartagineses en los extremos norte y sur de la misma. Las tropas de Fabio Máximo alcanzaron el punto de muralla convenido, junto a la puerta Teménida. Los legionarios lanzaron sus escalas y empezaron a trepar con diligencia. Los que llegaban a lo alto del muro eran ayudados por los hombres de Régulo. Todo marchaba a la perfección hasta que un grupo de cartagineses del sector norte apareció patrullando por lo alto de la muralla. Una vez digerido lo que sus ojos estaban viendo, dieron la voz de alarma y se lanzaron sobre brucios y romanos a un tiempo, pero era tarde para detener al enemigo en su acción nocturna. Ya había ascendido por la muralla un manípulo completo de romanos y, apoyados por los brucios, no tardaron en dar buena cuenta de la pequeña patrulla de diez soldados cartagineses. La mitad murieron a espada, el resto fue despeñado desde lo alto del muro hacia el exterior de la ciudad. Los cuerpos de los cartagineses fueron recibidos con carcajadas entre los legionarios romanos, que sus oficiales reprimieron con severidad. Aún no se había tomado la ciudad y tenían órdenes de mantener silencio hasta que se consiguiese tomar la puerta Teménida. En el interior las acciones se atropellaban. En unos minutos los romanos descendían hacia la necrópolis de Tarento, dentro ya del recinto amurallado. Los legionarios se deslizaban con cuidado, intentando que sus sandalias no desvelasen su presencia antes de haber conseguido su objetivo. El estruendo y el griterío que llegaba a sus oídos desde la ciudadela, el puerto y la ciudad antigua eran sus mejores salvoconductos. La puerta Teménida, como el resto de los accesos a Tarento, estaba protegida por tropas africanas e iberas, todos veteranos del ejército que Aníbal había traído consigo desde Hispania y que habían compartido con aquél el paso de los Pirineos, el Ródano, los Alpes y las grandes victorias de los primeros años. Eran hombres hechos a la guerra. Uno de los iberos que oteaba hacia el interior, preocupado por el ataque romano en el sector norte, se sentía especialmente incómodo. Era absurdo intentar tomar la ciudad por el puerto. Todo lo absurdo le molestaba. Desde siempre. Vio algo que le llamó la atención. Sombras. Figuras oscuras que parecían desplazarse sobre las viejas tumbas griegas en la necrópolis que se extendía entre la puerta Teménida y la zona norte de la ciudad, donde estaban los templos de aquellos dioses extraños para él. ¿Quién se aventuraría por entre aquellas tumbas en medio de la noche y mientras los romanos atacaban por el norte? Fue a llamar a sus compañeros, pero sintió un premonitorio silbido y se agachó con rapidez, con la agilidad y los reflejos adquiridos en decenas de batallas. Las flechas surcaban el cielo y vio cómo herían a dos de sus compañeros de guardia.
- ¡Alarma! -gritó y desenfundó su espada de doble filo.
El resto de la pequeña guarnición salió en armas. Eran una veintena de fornidos soldados dispuestos a morir. La batalla se libró junto a la puerta Teménida en el interior del recinto amurallado. Los veinte iberos y africanos se enfrentaron contra los ochenta legionarios del manípulo romano que había cruzado la necrópolis. Cualquiera hubiera apostado por el fácil éxito de los romanos, pero éstos eran tropas recién reclutadas de entre unas colonias latinas ya empobrecidas y sin apenas hombres preparados que ofrecer ya a Roma. Muchos eran demasiado jóvenes y todos, menos el centurión que los comandaba, inexpertos. Cada africano se batía con dos o tres legionarios a un tiempo; los iberos hacían como que retrocedían para separar a los legionarios del grupo central de enemigos y así combatir con ellos de forma aislada. Tres africanos y seis iberos habían muerto y el resto estaba con heridas o, en el mejor de los casos, sólo magullado. Pero habían resistido la primera acometida de los romanos, que habían perdido a más de treinta hombres. El centurión se afanaba en rehacer las filas del manípulo para preparar una nueva embestida, pero en los ojos de sus hombres estaba escrito el miedo. Apenas habían entrado en combate antes y, desde luego, aquellos enemigos no parecían ser como el resto de los mortales. ¿De dónde venían aquellos soldados que en plena inferioridad numérica se batían a muerte hasta el final con un vigor y una destreza inimaginables? Aquellos legionarios eran desafortunados al tener su primer combate de importancia contra veteranos de las tropas de Aníbal. El centurión ordenó que atacaran de nuevo, pero sus hombres dudaban. El oficial romano sabía que si no se conseguía tomar aquella puerta, toda la operación estaba en peligro, pero no sabía qué hacer si sus hombres no le obedecían. Los africanos e iberos permanecían en pie, heridos, desangrándose algunos, pero protegiendo la puerta, sin moverse, sin ceder un ápice de terreno. En ese momento una espesa nube de flechas llovió desde lo alto de la muralla. Varios africanos cayeron atravesados y los iberos decidieron que aquello ya era demasiado y se adentraron en la necrópolis en busca de refuerzos con los que regresar. Los africanos se volvieron hacia el origen de la lluvia de flechas. Antes de morir alcanzaron a divisar a los soldados brucios apuntándoles con sus arcos. Sólo la traición pudo llevárselos por delante.
La puerta Teménida se abrió de par en par. Sus inmensos goznes resonaron en la noche húmeda. Fabio Máximo, cónsul de Roma, arropado por sus lictores y por una legión de romanos, entró en la ciudad de Tarento. Allí se detuvo para contemplar el paso de sus tropas hacia el interior de la que ahora era su ciudad. Dejó el resto de las acciones en manos de sus tribunos. Éstos se adentraron con el grueso de las tropas a marchas forzadas cruzando primero las tumbas griegas y luego hasta el foro, sin detenerse en los templos de Perséfone o de Cora y Dioniso. Apenas encontraron oposición hasta llegar al foro. Allí se libró el mayor de los combates de aquella noche. El grueso de la guarnición cartaginesa, avisada por los iberos que habían sobrevivido a la lucha en la puerta Teménida, avanzaba para cortar el paso a los invasores, pero éstos ya estaban con miles de hombres en el interior de la ciudad. Los cartagineses lucharon con bravura, al igual que lo habían hecho sus compañeros de la puerta que había sido traicionada, pero cuando parecía que daban muestras de resistir, los romanos empezaron a acceder a la ciudad por el puerto, toda vez que sus fortificaciones apenas si tenían ya defensores al tener éstos que ocuparse de los romanos que estaban en el interior de la ciudad. Además, después de aquel infinito encierro, las puertas de la ciudadela se abrieron y la guarnición romana superviviente al asedio cartaginés de aquellos años salió para cooperar con el resto de los atacantes para doblegar a sus enemigos. Fabio Máximo, sentado sobre una tumba griega, dio una orden, con voz suave, casi imperceptible.
- Que pase la segunda legión.
Catón, que permanecía a su lado, transmitió la orden a los tribunos. Una segunda legión penetró en la ciudad y aquello dejó de ser una batalla para transformarse en una de las mayores carnicerías de aquella guerra.
- ¿Qué hacemos con los que se rindan? -preguntó un tribuno al cónsul. Fabio Máximo, sin levantarse, respondió con sosiego. -Matadlos a todos. El tribuno asintió.
- ¿Y con los tarentinos, qué hacemos con los habitantes de la ciudad?
Aquí el cónsul meditó unos segundos.
- Bueno -dijo al fin-, parecían estar a gusto, demasiado a gusto bajo dominio cartaginés. Nada hicieron para ayudar a nuestras tropas acantonadas en la ciudadela. Matad a placer.
El tribuno iba a marcharse, pero le quedaba una duda. No sabía si debía preguntar más. El cónsul se incomodó ante la incapacidad de aquel oficial para ponerse manos a la obra.
- ¿Mujeres y niños también? -preguntó cabizbajo el tribuno, con tiento, en voz baja. Quinto Fabio Máximo se levantó de la tumba sobre la que estaba sentado. Habló en voz alta y potente de modo que le escuchase aquel impertinente tribuno y el resto de los oficiales que le acompañaban.
- Matad a discreción. Violad, quemad y matad. A hombres, mujeres y niños. Despojadlos de sus riquezas y al que se interponga entre vosotros y sus riquezas matadlo. Violad a las mujeres que os plazca. Matad a niños si eso os divierte. Acabad con todos los enemigos de
Roma. Ha de quedar muy claro el mensaje para el resto de las ciudades que se pasaron al bando cartaginés -paró un instante para inspirar aire; la edad le mermaba sus capacidades; se dio cuenta de que aunque se le escuchase igual, no le veían todos; subió
entonces a lo alto de la tumba y desde allí concluyó su discurso, sus órdenes-. ¡Ésta es la noche de la ira de Roma. Ésta es la noche en que hasta los dioses de nuestros enemigos sentirán miedo del poder de Roma!
Ya no hubo más preguntas. Fabio Máximo se retiró al pequeño campamento que se estaba levantando a las puertas de la ciudad, no sin antes encargar a Catón que se adentrase en Tarento y que supervisase que sus órdenes se ejecutasen al pie de la letra. El joven Marco, protegido por una escolta de legionarios, caminó hasta el foro de aquella ciudad. Allí se estaba acumulando todo tipo de riquezas, oro, plata, pertrechos militares y centenares de armas confiscadas a los muertos cartagineses y el resto de las tropas mercenarias. Un grupo de africanos, rendidos y desarmados, era acribillado a flechas. Los caídos eran meticulosamente pasados a espada para asegurarse de que ninguno fingía estar muerto para sobrevivir a aquella vigilia de muerte y destrucción. Catón dirigió
entonces sus pasos hacia la ciudad antigua. Allí el espectáculo era aún más terrible. Vio a grupos de legionarios que sacaban a las mujeres de sus casas arrastrándolas por el pelo, a medio vestir algunas, otras ya completamente desnudas y las violaban en plena calle. Algunos sacaban a sus maridos para divertirse con el sufrimiento de aquellos hombres. En muchos casos las violaciones terminaban degollando tanto a las mujeres como a sus maridos. Decenas de niñas seguían el destino de sus madres. Había muchos soldados jóvenes entre aquellas tropas. Catón percibió que la juventud era capaz de mayores crueldades que las tropas veteranas. ¿Quedaría alguien vivo al amanecer? Estuvo tentado de ordenar refrenar a algunos hombres que se entretenían torturando a un grupo de niños, pero el temor a la reacción del cónsul le contuvo. Una voz que reconoció gritó pidiendo ayuda. Catón se volvió y vio al brucio Régulo, armado con su espada, acompañado por otros dos soldados brucios, protegiendo a una mujer aterrorizada que con toda probabilidad debía de ser la hermana. Allí estaba la semilla que engendró aquella noche rogando por su vida.
- ¡Mi señor, mi señor! -gritaba Régulo dirigiéndose a Catón-. ¡Ayudadnos! ¡Están confundidos! ¡Nos van a matar! ¡Vos sabéis que ayudamos al cónsul! ¡Estamos bajo su protección!
Marco Porcio Catón alzó su voz en medio del tumulto de legionarios que rodeaban a Régulo, su hermana y sus compañeros brucios.
- ¡Este hombre y sus acompañantes están a mi cargo! -dijo Catón con firmeza. Los legionarios dudaban, pues la mujer que acompañaba a los brucios era muy atractiva y va-rios de aquellos soldados aún no se habían estrenado, pero el centurión romano que los dirigía reconoció la figura del joven tribuno favorito del cónsul y un sudor frío empapó
su frente.
- ¡Apartaos, imbéciles! ¿No habéis oído la orden? ¡Apartaos o será mi espada la que os saque de aquí a todos uno a uno!
Régulo caminaba más encogido de hombros que de costumbre, asustado. Se quejaba mientras seguía la estela de aquel alto oficial romano que los había rescatado in extremis de una muerte segura.
- Esto no tiene sentido. Hemos ayudado al cónsul a hacerse con la ciudad y lo están arrasando todo, pero bueno, ahí no entro, no es asunto nuestro, pero han matado a varios de mis hombres, los mismos que ayudaron a apoderarse de la puerta Teménida.
- Ha sido una confusión -respondió Catón sin levantar la voz y sin volverse para mirar a su interlocutor-. En unos instantes estaréis ante el cónsul. Allí podréis formular vuestra reclamación. Régulo estaba indignado. El enfado parecía ir borrando todo el temor padecido en las últimas horas al verse obligado a defenderse a sí mismo y a defender a su hermana de los ataques de los romanos a los que él había ayudado y facilitado el acceso a la ciudad. Tenía ganas de vérselas cara a cara con el cónsul y exigir una compensación para él y para todos sus hombres.
Quinto Fabio Máximo, sentado en una silla repleta de almohadones para hacer más cómoda aquella espera nocturna, contemplaba el incendio que consumía gran parte de la ciudad de Tarento. A sus espaldas estaba su tienda de general en jefe del ejército consular que había tomado aquella ciudad por la fuerza. Era una conquista comparable a la de Siracusa por parte de Marcelo. Ya nadie podría poner en cuestión su liderazgo en aquella guerra. Era el más experimentado senador, el que había detenido a Aníbal tras Cannae, el que había defendido Roma cuando el cartaginés acampó a las puertas de la ciudad, el que más consulados había ostentado y ya ni siquiera podrían restregarle que Marcelo hubiera conquistado una gran ciudad y él no. Ni siquiera eso tendrían ya sus enemigos. Esto le haría el hombre más poderoso de Roma. Las riquezas de Tarento sanearían las cuentas del Estado y aliviarían la presión sobre el resto de los patricios y sobre las colonias latinas. Eso abría una nueva etapa en la guerra contra Aníbal en la que él lideraría la ciudad hasta terminar con el cartaginés de una vez por todas y su nombre pasaría a los anales de Roma como el mayor de los generales que nunca jamás había tenido la ciudad que estaba destinada a gobernar el mundo. Ningún otro general romano podría realizar ninguna acción que pudiera medirse en mérito a la toma de Tarento. Vio que Catón se acercaba junto con sus escoltas y unos extraños acompañantes.
- ¿Y bien, Marco? -preguntó el cónsul sin alzarse de su asiento-. ¿Se van cumpliendo mis órdenes?
- Sí, mi señor. No creo que ni los tarentinos ni los cartagineses tengan dudas sobre el mensaje que se les ha enviado esta noche. Lo que no sé es si quedará alguien para contarlo.
- Por todos los dioses, tan al pie de la letra se están siguiendo mis órdenes; tanto fervor por parte de mis tropas me conmueve -el cónsul hablaba con una sonrisa permanente en su boca entreabierta que dejaba ver el blanco sucio de unos dientes afilados.
- He traído conmigo a Régulo. Tiene algunas quejas sobre el trato que los brucios están recibiendo de los romanos.
- ¿Régulo? -el cónsul pronunció aquel nombre como si intentase recordar de quién se podía tratar y no lo consiguiera-; ah, el brucio. Sí, claro. ¿Quejas?
Régulo emergió de entre los escoltas y dio dos pasos hasta que los lictores cruzaron sendas lanzas ante él, obligándole a detenerse.
- Vuestros legionarios han acabado con la vida de muchos de mis hombres, hombres que os han ayudado a tener acceso a Tarento esta noche, que os han dado esta victoria en bandeja.
Fabio Máximo borró la sonrisa de su faz. Permaneció en silencio mientras una oscura nube ensombrecía la mirada, hasta entonces casi risueña, de sus pequeños ojos. Su rostro se arrugaba y un denso ceño se instaló sobre su frente. Régulo malinterpretó aquellas señales como confusión y decidió plantear su caso con más claridad.
- Debéis ordenar que se proteja al resto de los brucios en Tarento y luego exijo una compensación para mí y para el resto de mis hombres. ¡Casi nos matan y a mi hermana estaban a punto de violarla! ¡Sólo la intervención de vuestro tribuno ha sido capaz de impedir esta serie de atrocidades! -Y señaló a Marco Porcio Catón. El aludido dio unos pasos hacia atrás y miró al suelo. No tenía muy claro que su intervención fuera a ser valorada como positiva por el cónsul, pero no parecía razonable matar a quien tanto había cooperado aquella noche. Régulo prosiguió con su retahila de reclamaciones-. Si no es por mis hombres esta noche Tarento aún sería de los cartagineses!
- Quizá -dijo al fin el viejo cónsul-; la guerra es confusa, Régulo. Sin duda, en medio de la oscuridad de la noche mis soldados no han sabido diferenciar los unos de los otros. Estas cosas pasan -Máximo hablaba muy despacio, como sintiendo el peso de cada palabra; el ceño y la mirada oscura permanecían en su semblante-; lo que no tengo tan claro es tu concepción de lo acontecido aquí está noche, Régulo. Tarento ha sido tomada al asalto por mis legiones y así quedará escrito en la historia. La intervención de tus hombres apenas es un episodio merecedor de ser trasladado a los volúmenes de historia. Te voy a corregir: sin mis legiones Tarento aún estaría en manos del enemigo y tus soldados, sometidos a los cartagineses. ¿Has tenido bajas? ¿Y cuántos romanos crees que han caído esta noche? Y no veo a ningún tribuno de mis legiones ante mis ojos pidiendo compensación por sus soldados caídos -el cónsul había elevado el tono de voz en sus últimas afirmaciones, pero se contuvo y volvió a adoptar un tono de voz más suave-, mi querido Régulo, has prestado un servicio a Roma, pero tu forma de ver las cosas… -una pausa larga, silencio, sólo el crepitar de las antorchas consumiéndose-me inquieta; sí, esa forma que tienes de interpretar lo acontecido me incomoda, Régulo. El brucio fue a decir algo, pero el cónsul, sin mirarle, puestos sus ojos en las llamas que engullían Tarento, alzó su mano derecha y el brucio calló.
- Creo, Régulo, que tu visión debe ser corregida para evitar malas interpretaciones futuras -y mirando a Catón-, no es conveniente que historias sobre no sé qué extrañas traiciones y fantasías brucias ensombrezcan la luz de este nuevo amanecer en la historia de Roma.
Un rayo de luz empezó a iluminar el horizonte. El cónsul miró a uno de sus lictores. El soldado sostuvo la mirada del cónsul un segundo y asintió. Desenfundó su espada y se acercó, lentamente, adonde estaba Régulo. Los soldados que habían rodeado al brucio para impedir que éste se acercara más al cónsul se apartaron. Régulo habló de nuevo.
- ¿Qué vais a hacer? Esto no tiene sentido. Si acabáis conmigo, nadie más querrá ayudaros jamás.
- A lo mejor es que ya nunca más vamos a necesitar ayuda, brucio. Tu pueblo es un aliado demasiado inconstante: primero contra nosotros, luego a nuestro favor cuando os conquistamos; para luego pasaros al bando de Aníbal y de nuevo con nosotros. Creo que hay que detener este ir y venir de los brucios de una vez por todas. Es confuso, agotador. El cónsul apartó entonces la mirada de su interlocutor y se limitó a escuchar el grito del brucio al ser atravesado por la espada de su lictor.
- ¿Y el resto? -preguntó el soldado que acababa de ejecutar a Régulo.
- Acabad con todos ellos.
Los lictores no parecían tener tantos escrúpulos como los tribunos de las legiones. Empezaron por la mujer. Dos hombres la cogieron por los brazos y un tercero la ensartó
por el pecho retorciendo su espada al sacarla de forma que le destrozó el corazón y varias visceras que salieron junto con el filo del arma a un tiempo. Los gritos desgarradores de la mujer brucia resonaron en los tímpanos de Catón como cuchillos afilados, pero mantuvo la mirada durante la ejecución fija en la víctima. No quería que el cónsul interpretase un gesto suyo como señal de debilidad. A continuación los legionarios degollaron a los dos brucios que quedaban y luego un mensajero partió hacia la ciudad con la orden expresa del cónsul de que se diera muerte a todo soldado o civil brucio que se encontrase vivo en Tarento. El cónsul se levantó de su silla.
- Voy a descansar un poco. La emoción de esta conquista me embarga y he de reposar un poco.
Parecía que iba a retirarse ya, pero Fabio se detuvo y dirigió aún un comentario al joven Catón.
- Espero que nunca más vuelvas a interponerte entre mis hombres y mis órdenes. Catón fue a decir algo en su defensa, pero el cónsul no dio tiempo a ninguna réplica. Entró en su tienda. Estaba cansado y debía descansar. En unas horas, una vez repuesto de aquella noche en vela, haría su entrada triunfal en aquella ciudad subyugada. Los dioses se mostraban generosos con él. Debía tener presente hacer un fastuoso sacrificio en el foro de Tarento a la vista de sus tropas victoriosas. Con un poco de fortuna, pronto llegarían noticias de la caída del joven Escipión en Hispania. Con ello su felicidad se vería colmada. Sólo tenía que esperar sentado a que aquel impetuoso general cometiera alguna insensatez propia de su juventud. Los cartagineses, siempre diligentes, se encargarían del resto. Tomó asiento. Hubo unos momentos en los que llegó a plantearse que aquella guerra pudiera ser un error. Ahora ya no. Ahora todo encajaba, todo fluía como un manso río hacia una mar plácida de victoria, su victoria.
97 Cartago Nova
Hispania 209 a.C.
El centinela cartaginés sacudía su cuerpo a espasmos fruto de los escalofríos. La primavera parecía retrasarse y se adivinaban nubes en el cielo que ocultarían el sol durante toda la jornada. Se discernía, no obstante, en el horizonte un leve resplandor que anticipaba la llegada de un nuevo día para Qart Hadasht, capital del imperio cartaginés en Hispania. El soldado paseaba en silencio entre las almenas de la muralla. Buscaba calentar con aquel ejercicio sus músculos afligidos por las fauces del viento. De cuando en cuando miraba hacia el este, hacia el istmo que conectaba la ciudad, situada en una pequeña península, con la tierra firme de Hispania. La imponente muralla rodeaba toda la fortaleza y resultaba especialmente alta por todo el istmo, el único punto posible de entrada a la ciudad desde tierra. De esta forma el extenso y bien fortificado muro se alzaba como un obstáculo infranqueable para cualquier atacante. Las puertas de la ciudad permanecían cerradas y vigiladas por la noche, aunque aquel soldado pensaba que aquéllas eran del todo unas precauciones excesivas para una población enclavada en el centro de un vasto territorio dominado por los cartagineses. Todos sabían en Qart Hadasht que tres poderosos ejércitos púnicos se desplazaban libremente por toda la Hispania al sur del Ebro y que pronto alguno de estos ejércitos se lanzaría sobre los romanos para expulsarlos definitivamente de la península ibérica. Por todo ello, a aquel soldado de guardia se le antojaban absurdas las órdenes dadas por el general cartaginés Magón, al mando de la ciudad desde que los ejércitos púnicos se dispersaran por diferentes rutas de Hispania para apuntalar el dominio africano sobre aquel territorio. El centinela cartaginés miraba entre distraído y somnoliento el horizonte. Tenía una poblada barba encanecida que señalaba sus muchos años de servicio en el ejército de Cartago. Era un hombre maduro, fornido y fuerte, que prefería la acción a las largas y pesadas guardias nocturnas en plazas fuertes lejanas de los frentes de batalla. Su fortaleza flaqueaba en un punto: su vista ya no era la de sus años de juventud. Por eso, cuando la luz de aquel amanecer nublado empezó a llenar el horizonte, no acertaba a entender bien lo que parecía adivinarse en lontananza. Se llevó una mano a los ojos y los restregó
con fuerza, intentando sacudirse alguna légaña molesta y agudizar al máximo su desgastada visión. No alcanzaba a comprender lo que sus ojos parecían querer decirle. A unos cinco mil pasos de la ciudad había un gran ejército establecido, allí, delante de él, justo a las puertas de Qart Hadasht. Y aquellos estandartes… esas águilas… esos uniformes… los escudos y yelmos… Aquél no era un ejército de Cartago… El soldado inspiró
profundamente hasta poder asimilar lo que pasaba. Una vez que hubo tragado saliva, dio un poderoso grito de alarma. En unos minutos la ciudad entera se despertó y empezó a comprender lo que estaba ocurriendo.
Magón estaba dormido junto a una joven ibera esclava, botín de guerra y del dominio cartaginés sobre Hispania. Aún no había mancillado el honor de la muchacha porque llegó demasiado borracho al lecho. Por eso la dejó allí, recostada en un lado de la cama, temblorosa y aterrorizada. Ya se ocuparía de ella al amanecer. Magón era un hombre robusto de casi dos metros, un gigante que comandaba las tropas de Cartago en la capital de su imperio ibérico. Como general al mando disponía de control completo sobre la guarnición de la ciudad, sobre sus habitantes y sobre el territorio que la rodeaba. Su poder en la capital era absoluto.
Por la ciudad empezaron a oírse gritos y un creciente tumulto de gentes corriendo por las calles. Magón abrió los ojos advertido por el ruido. Apartó el cuerpo de la esclava con un empujón que arrojó a la muchacha al suelo. Ésta no gritó al golpearse contra las frías baldosas. Sus días en el palacio de Magón le habían enseñado a guardar silencio siempre, en cualquier circunstancia. Se quedó en el suelo, quieta, casi conteniendo la respiración mientras Magón se levantaba torpemente. El vino de la noche anterior aún parecía tener efecto sobre su gigantesco cuerpo, pero al fin, con esfuerzo e intención se puso en pie y se dirigió a la ventana de su palacio en la colina Arx Hasdrubalis, donde se levantaba triunfante la acrópolis de la ciudad, una ciudadela fortificada dentro del recinto amurallado de Qart Hadasht. Desde la ventana el espectáculo terminó de despertar al general: cientos de hombres y mujeres corrían por las calles, muchos gritando, y decenas de soldados se dirigían a las puertas de la ciudad y la muralla. En ese momento un oficial cartaginés apareció en la estancia del general.
- Mi señor… los romanos… miles de ellos… un ejército… a las puertas de la ciudad. La guarnición está tomando posiciones en la muralla.
Magón no respondió al oficial. Cogió su espada, su coraza y su yelmo y salió de la estancia. El oficial le siguió de cerca. La joven esclava ibera se quedó en el suelo, acari-ciándose el codo sobre el que había caído, apaciguando su dolor. Aquella noche había soñado que pronto sería libre, que pronto estaría con sus padres en su pueblo natal. Ahora se preguntaba si aquello quizá fuera algo más que un sueño. Pero no tenía demasiadas esperanzas. Con los días de reclusión había aprendido a ser escéptica sobre el futuro y la vida. Se acordó de su joven prometido, un jefe ibero que la pretendía desde niña, alto, apuesto y siempre considerado con ella. La joven se echó a llorar entre sollozos ahogados para no llamar sobre sí la atención de ningún guardia. Estaba amaneciendo sobre el campamento romano, pero ya había una intensa labor en todas partes. Había sido una noche a oscuras en la que el joven general Publio Cornelio Escipión no permitió encender hogueras para calentarse y así incrementar el efecto sorpresa en el enemigo al descubrir éste al alba un inmenso ejército a sus puertas. Aún sin desayunar y desde las seis de la mañana, todos los legionarios estaban excavando fosas y preparando empalizadas para levantar una doble fortificación que los protegiera por un lado de los defensores de la ciudad y por otro lado, a sus espaldas, de posibles refuerzos que vinieran a ayudar a los defensores, una estrategia de asedio similar a la que los cónsules llevaron a cabo en Capua el año anterior. El joven general había establecido su campamento justo en medio del istmo. De esta forma, con dos empalizadas podría defenderse de ambos lados, este y oeste. Al sur quedaba el mar y al norte un gran lago. El general romano se movía veloz de un lugar a otro, dando órdenes, preparando el combate. ¿Cuál sería la reacción del oficial al mando de Cartago Nova? Publio se detuvo un segundo y volvió su rostro hacia las murallas de la ciudad. A cada momento aumentaba el número de soldados cartagineses en sus almenas. Cuando empezó a diseñar la estrategia para asediar Cartago Nova, hacía ya meses, antes incluso de su partida hacia Hispania, su primera opción fue la de un ataque por sorpresa, pero luego se decidió por otro plan más complejo que requería de la confrontación clásica propia de un asedio… al menos al principio. Estaba loco. Peor aún. Se dio cuenta de que en mitad de todos aquellos preparativos, rodeado de sus hombres trabajando en los fosos, en las empalizadas, tensos, dispuestos para el combate, él, Publio Cornelio Escipión, estaba disfrutando. Magón alcanzó en unos minutos la muralla que se alzaba sobre las puertas de la ciudad. Los soldados se apartaron y el general cartaginés se abrió paso con rapidez hasta alcanzar las almenas: ante él un ejército romano de unos quince mil hombres levantaba un campamento fortificado. Un asedio. Magón no daba crédito a aquella locura. Se trataba de un ejército importante, con toda probabilidad el grueso de las tropas romanas en la península, pero insuficiente para tomar la ciudad y mucho menos en poco tiempo. En unos días los mercaderes que comerciaban a diario con Qart Hadasht extenderían la noticia del asedio romano y pronto llegarían refuerzos. Asdrúbal Barca no estaba a más de diez días de marcha con más de veinticinco mil hombres y decenas de elefantes. Eso era más que suficiente. Sólo tenía que aguantar un par de semanas, seguramente menos. Magón se dirigió a sus hombres.
- ¡Están locos esos romanos! No son nada. Sólo tenemos que mantener nuestra posición unos días y esperar los refuerzos, que no tardarán. Tenemos comida y agua para meses. Podemos aguantar durante el día y hacer festines por la noche. Desde lo alto de las murallas nos reiremos a gusto viendo cómo son aniquilados por el gran Asdrúbal -y profirió una gran carcajada.
El resto de los soldados rio con su jefe y con ellos muchos de los habitantes de la ciudad, artesanos y comerciantes, que en la gran mayoría de los casos se habían enriquecido con el papel especial otorgado a la ciudad por Cartago. Los romanos detuvieron los trabajos un instante. Desde lo alto de las murallas llegaba como un murmullo al principio apenas imperceptible, pero que al detener su trabajo y poder escuchar con más nitidez, poco a poco, fue haciéndose más identificable. Desde la ciudad llegaba el sonoro sonido de cientos de gargantas riendo.
Publio observó la duda y el miedo instalándose en el rostro de sus soldados. Todos sabían que la única posibilidad de victoria era un asedio rápido, antes de que llegaran los refuerzos cartagineses. Que los defensores de la ciudad se mostraran tan seguros como para reír no auguraba una conquista fácil. Pero en aquel momento, en el horizonte del este una extensa flota de varias decenas de barcos comenzó a dibujar el perfil de sus embarcaciones. La flota romana al mando de Cayo Lelio llegaba a la costa. El almirante dirigió los barcos, despacio pero seguro, hacia la ciudad, hacia su puerto. Las carcajadas que venían de la ciudad se apagaron súbitamente. En el silencio se escuchó clara la voz de Publio Cornelio Escipión ordenando que se siguiera con los trabajos de fortificación. El general romano bendijo la llegada de la flota en un momento tan delicado. El plan seguía adelante. Un soldado a la derecha de Magón señaló hacia el mar. El general cartaginés se volvió para mirar. En el horizonte la inmensa flota romana se recortaba con sus decenas de navios navegando veloces empujados por miles de remos. Se veía la espuma que levantaban los remeros al impactar una y otra vez sobre la superficie del agua sus maderos, desplegados en largas hileras a babor y estribor de cada barco.
Los cartagineses reprimieron sus risas. Magón permaneció en silencio meditando. Sentía cómo la euforia inicial comenzaba a tornarse en temor. Sólo tenían que resistir unos días, pero las fuerzas que los asediaban eran cada vez mayores. Los romanos habían venido con todas sus tropas, con toda su flota, con todo su poder volcado para asestar un golpe seco y por sorpresa sobre la capital cartaginesa en la península. Era una locura. La ciudad resistiría. Era el plan de un lunático.
Lo inimaginable. La ciudad sobreviviría al embate, pero la presencia de la flota romana anunciaba una batalla complicada, dura, ardua, con muertos y sangre y lucha enconada. Magón se quitó el yelmo con una mano y, mientras lo sostenía, con la otra mano se acarició su larga cabellera oscura.
- Sea -dijo al fin dirigiéndose a todos cuantos le rodeaban-. Roma ha venido a luchar, a conquistar lo inconquistable. Resistiremos hasta ver cómo nuestros ejércitos llegan a tiempo de expulsarlos a todos al mar de donde vinieron. Todos abajo, excepto la guardia de la puerta. Y reunid a la población al pie del Arx Hasdrubalis. ¡Vamos, no hay tiempo que perder!
Y los cartagineses, animados por su general, se dispusieron para la defensa. Todos descendieron de la muralla excepto la guardia de la gran puerta oriental. Los soldados corrieron a por armas, los guardias de aquel gigantesco portón empezaron a revisar las defensas y pronto la ciudad empezó a oler a azufre hirviendo, dispuesto para ser arrojado sobre los que osaran acercarse a aquellos muros de piedra que rodeaban Qart Hadasht. Con la presencia de la flota al mando de Cayo Lelio, los romanos contaban con una fuerza poderosa para protegerse de un ataque por mar y, a la vez, con gran cantidad de material y pertrechos para levantar el campamento romano con mayor rapidez. No había que cortar troncos para las empalizadas porque los barcos venían repletos de ellos. Estaba claro que su general había estado planificando todo el asedio al detalle. Los soldados se sintieron más seguros al sentir que alguien que pensaba bastante más que ellos era el que los dirigía, pese a que fuera tan joven.
A las siete y media, Publio ordenó detener los trabajos y que, con la primera luz del sol, desayunaran para recuperar fuerzas por si los defensores de la ciudad se decidían a hacer una salida desesperada y por sorpresa. El general aprovechó la ocasión para diri-girse a sus hombres desde lo alto de una colina. Proyectando su voz les expuso sus planes.
- ¡A todos os digo que hoy hemos venido no a luchar sino a vencer! Roma ha sufrido los ataques constantes de los cartagineses en esta región hasta recluirnos al norte del Ebro. En seis días hemos alcanzado, sin que lo esperase nadie, ni vosotros mismos, su capital, y en poco tiempo entraremos en esa ciudad y la haremos nuestra, junto con su oro, su plata, sus víveres, sus esclavos, sus ciudadanos y los rehenes con los que Cartago mantiene subyugados a los iberos de la región, todo lo que os hará merecedores de la gloria y fortalecerá a Roma ante el mundo. Si esta fortaleza cae, no habrá ciudad púnica que se sienta segura; si los cartagineses no son capaces de defender su más preciada colonia en el exterior, ¿cómo serán capaces de defender otras ciudades que no estimen tanto? Eso se preguntarán todos. ¿Cuántas veces nos han vencido los africanos en Italia?
Demasiadas. Ya es hora de que devolvamos golpe por golpe, osadía con osadía. ¿Creíais que no ibais a combatir? Vais a luchar, pero no por una colina o por un palmo de tierra, sino por la capital de los cartagineses en Hispania. Y os digo más: los dioses estarán con nosotros, Marte, Júpiter y, en especial, Neptuno, el rey y señor de las aguas. Sé que a lo mejor estas palabras os sorprenden, pero sólo al final veréis cuan ciertas eran cada una de mis promesas. ¡Por los dioses, por Roma! ¡Por Roma!
- ¡Por Roma, por Roma, por Roma! -repitieron los legionarios alzando sus espadas primero y, a continuación, golpeando sus pila contra los escudos. Un estruendo surgido de sus quince mil escudos hizo temblar la tierra.
En lo alto de las murallas, los cartagineses escucharon con rostros de preocupación el indómito grito de las legiones. Pese a todo se mantenían todos en sus posiciones confiados en el vigor de sus fortificaciones, en el aceite hirviendo que preparaban, en las armas de las que disponían, porque estaban seguros de que, antes de que los romanos consiguiesen abrir alguna brecha, llegarían los refuerzos de Asdrúbal Barca, el más poderoso de los cartagineses después tan sólo de su hermano Aníbal. Los legionarios se quedaron absortos reflexionando sobre las palabras que acababan de escuchar a su general. Todos habían comprendido la importancia estratégica de apoderarse de una ciudad donde los cartagineses tenían rehenes de las tribus iberas con los que presionaban a sus jefes para que no se levantaran en armas contra el poder de Cartago en Hispania. Sin embargo, al pasar los minutos, las persuasivas palabras del general romano chocaban con la altura de las murallas que defendían la ciudad y con la necesidad de conquistar aquella fortaleza antes de que llegasen refuerzos. El joven Publio fue disponiendo a sus tropas para el asalto. Los bastati y los prínci- pes primero, como tropas más jóvenes. Los triari, más experimentados, en la retaguardia. Y por delante de todos ellos, la infantería ligera de los vélites, pero aparte separó a quinientos hombres que ni siquiera quedaban en la retaguardia, sino que los dejó en el propio campamento. Entre esos hombres quedaron, por orden expresa del general romano, Quinto Terebelio y sus legionarios.
- ¡Esto es humillante! -Quinto gritaba y movía los brazos en grandes aspavientos-,
¡dijimos algo inapropiado, os quejasteis de aquella marcha sin fin! Y eso estuvo mal. Estuvo mal, pero no dejarnos combatir es una humillación sin igual. No es justo. Y escupió en el suelo con frustración. Quinto hablaba desde una pequeña elevación del terreno en el centro del espacio ocupado por el campamento romano. Desde allí, junto a varios de sus hombres, examinaba la disposición de las tropas que se preparaban para lanzar el ataque sobre la ciudad. Se veía alguna catapulta que habían desembarcado al amanecer y soldados trayendo inmensas piedras. Insuficientes armas de asedio, en cualquier caso. Con aquello no se tenía ni para empezar. ¿Por qué no dispuso el general que se preparasen más catapultas durante el invierno? Y más escalas y cuerdas por las que trepar por los muros como las que llevaban los vélites, que se disponían para acometer esa difícil empresa.
- Esos niñatos no sabrán ni cómo lanzar las escalas y las cuerdas para trepa. Quinto no entendía nada. Durante el invierno el general romano dio órdenes expresas de formar grupos de soldados en el arte de asaltar murallas, de lanzar cuerdas y escalas y de trepar por ellas con habilidad dispuestos a tomar la posición en murallas y fortalezas de todo tipo, pero como no se construían armas de asedio, nadie se tomó en serio la idea de que realmente se estuviera preparando un ataque de ese tipo. Pero lo más absurdo de todo era que Quinto y sus hombres se habían especializado en ese tipo de asalto y, ahora que podían hacer valer su entrenamiento, eran relegados, apartados por un general joven y rencoroso, más preocupado en humillar a un reducido grupo de soldados y a un centurión deslenguado que en optimizar al máximo las habilidades de cada uno de sus legionarios.
En esos pensamientos andaba la mente de Quinto, que no vio cómo la gran puerta este de Cartago Nova se abría. Un legionario gritó señalando hacia la gigantesca puerta de la ciudad. Los cartagineses sacaban tropas para hacer frente a los romanos.
- ¡Es una salida! -exclamó Quinto-. Esos cartagineses son unos hijos de mala madre, pero hay que reconocer que tienen agallas.
Desde aquel promontorio vieron cómo los defensores de Cartago Nova hacían salir hasta dos mil soldados fuertemente armados que, en un minuto, se dispusieron en formación de ataque apenas a un centenar de pasos de las murallas. Y de pronto, para mayor sorpresa de los romanos, Magón, desde lo alto de la puerta oriental, dio una orden. A su voz, los dos mil cartagineses avanzaron firmes, decididos hacia el ejército romano. Publio Cornelio Escipión observó la salida de los cartagineses. Éstos se dirigían directos sobre sus tropas. Estaban ya apenas a unos doscientos o trescientos pasos de distancia de los vélites, los primeros que deberían entrar en combate. Los tribunos observaban a su general, esperando la orden de atacar. Publio Cornelio Escipión permanecía en pie, impasible, rodeado por los lictores de su guardia personal, debatiéndose en silencio sobre la mejor estrategia a seguir ante aquella reacción cartaginesa. Por fin, en voz baja dio una orden a Lucio Marcio. El oficial abrió los ojos tanto que parecía que iban a saltarle de sus órbitas y miró al general incrédulo.
- ¿Estáis seguro, mi general? -se atrevió a preguntar Marcio.
Publio le miró sin decir nada, sin añadir palabra. Marcio asintió despacio y, mirando al suelo, sacudiendo la cabeza mientras se alejaba un par de pasos para comunicar la orden a los legionarios encargados de las tubas con las que transmitir instrucciones al frente de batalla al hacerlas sonar de una determinada manera. Cada orden tenía su música asignada; breves acordes que todos los legionarios sabían reconocer desde la distancia. Todos esperaban la orden de ataque, las tubas no harían más que confirmar lo evidente, pero, de pronto, todos se quedaron parados, atónitos: el mensaje que hicieron sonar las tubas al unísono quebró las expectativas de todos los legionarios de Roma: retirada. El general había ordenado retirarse. Los vélites no podían creer el mensaje recibido. Los cartagineses estaban apenas a cien pasos y avanzando; unos pasos más y estarían a tiro de las jabalinas. La orden era absurda. Los legionarios dudaban y los centuriones maldecían a su general en silencio; sin embargo, cada uno de esos mismos centuriones al mando de los vélites, al igual que los optiones y resto de los oficiales en las otras líneas, al mando de los hastati, los príncipes y los triari, con una infinita disciplina, sin entender nada, pero seguros de cuál era la orden, repitieron el mensaje recibido a viva voz, con todas sus fuerzas.
- ¡Hacia atrás, retroceded! ¡Mantened las filas! ¡Escudos en alto! ¡Retroceded! ¡Retroceded todos! ¡Es una orden, por Hércules, malditos perros, obedeced y que un rayo os parta si no hacéis caso!
Humillados, cargados de decepción, los legionarios retrocedían ante la sonrisa de los cartagineses.
Quinto Terebelio observó desde la distancia cómo todo el ejército romano en bloque, más de diez mil hombres, retrocedía ante el avance cartaginés. Hasta el altozano donde se encontraban Quinto y sus hombres llegaban los gritos de júbilo de centenares de habitantes de la ciudad que habían escalado a las murallas para ayudar en la defensa. Los cartagineses reían ante la cobardía de aquel general romano. Un legionario del escuadrón de Quinto se lamentaba de ser testigo de semejante espectáculo deplorable.
- ¿Y éste es de la misma familia que los Escipiones? No tiene bastante nuestro general con humillarnos a unos pocos apartándonos de la batalla. Tiene también que mancillar el honor de las dos legiones. Aleja a diez mil hombres porque dos mil cartagineses avanzan. ¿Qué dirán en Roma de nosotros? Por Castor y Pólux, ¿para qué tanto discurso sobre los dioses si al primer encuentro con el enemigo salimos corriendo como gallinas?
El legionario aguardaba la ratificación de sus sentimientos y de sus lamentos por parte de su centurión, pero Quinto no respondía. Estaba entretenido, ensimismado, contemplando la maniobra que había ordenado el joven Publio. Al fin rompió su silencio.
- Bueno… puede que el general la tenga tomada con nosotros, pero la maniobra es buena, diré más, es brillante. Ese Escipión está haciendo que las tropas cartaginesas se alejen de las murallas en su maniobra de ataque. Combatir contra los cartagineses bajo las murallas implica luchar no sólo contra los que han salido de la ciudad, sino también contra todos los defensores que los ayudarían desde las murallas. La correspondencia no es cinco a uno a nuestro favor bajo las murallas, sino cinco nosotros y uno más las murallas, más todos los defensores de las murallas y su armamento para ellos; eso no es tan favorable ya. Pero nuestro general, al retroceder, está dividiendo las fuerzas cartaginesas en dos grupos: los que han salido y los que quedan en las murallas. Nuestro general puede que nos humille a nosotros, pero creo que sabe lo que hace, creo que sabe muy bien lo que se hace.
Los legionarios se volvieron hacia el campo de batalla tras escuchar las palabras de Quinto. En efecto, las tropas romanas seguían retrocediendo sin entrar en combate y los cartagineses avanzando, cada vez más rápido, animados por la ausencia de resistencia, sintiendo que alejaban al enemigo de su ciudad. Sin embargo, de súbito, cuando ya se encontraban a más de mil quinientos pasos de la muralla, Publio Cornelio Escipión dio otra orden y Marcio, que al igual que Quinto, empezaba a intuir algo en el mismo sentido, la transmitió a los legionarios que sostenían las tubas. La vibración profunda y potente de las mismas alcanzó, empujada por el viento, a todos los romanos y los diez mil hombres de las dos legiones, a un tiempo, frenaron en seco. El repliegue había terminado. Los cartagineses se vieron entonces sorprendidos, un poco confusos al principio, pero tras un instante de duda, prosiguieron con su avance. Las tubas volvieron a sonar una vez más sobre el campo de batalla. Los romanos invertían su rumbo y comenzaban a avanzar contra los cartagineses. A treinta pasos ambos bandos el uno del otro se lanzaron sendas lluvias de jabalinas. Éstas volaron por el aire y unas fueron detenidas por los escudos, pero otras segaron cuellos, piernas, brazos y alguna cabeza. Muchos cayeron, pero el resto siguió avanzando para iniciar una mortal lucha cuerpo a cuerpo. Quinto observaba absorto en sus pensamientos. Las legiones avanzaban decididas sobre su enemigo. Los cartagineses plantearon una lucha encarnizada. Hasta el altozano del campamento romano llegó el fragor del combate. Golpes de espadas y gritos de dolor. Quinto sabía reconocer cada sonido, cada aullido. Eran muchas las batallas en las que había participado desde que estallara esta nueva contienda con los cartagineses. El centurión romano bajó la mirada al suelo. Él debía estar allí, con sus hombres. Todos debían estar allí dando lo mejor de sí mismos, por su patria, por sus familias. Quinto descendió del altozano y siguió el devenir del combate a partir de los comentarios que sus hombres hacían en voz alta.
- ¡Los cartagineses resisten! Es increíble, si los superamos en número, los quintuplicamos…
Sí, los romanos eran muchos más aquella mañana, pero los cartagineses luchaban por su capital en Hispania y se habían hecho acompañar por los propios habitantes de aquella ciudad. Un hombre vale por dos o incluso por tres cuando combate defendiendo su hogar, su casa, su pueblo, su familia. Quinto lo había visto más de una vez. Fuerzas superiores a las que les costaba sobremanera imponerse a un enemigo acorralado frente a su ciudad. Esto era lo mismo.
- ¡El general está ordenando el relevo de las líneas del frente! Ahora entran los prínci- pes para sustituir a los hastati y los vélites de la primera línea. Publio relevaba a sus tropas sin prisa, secuencialmente, siguiendo un orden marcado de antemano, meditado con paciencia. El plan se había puesto en marcha, pero sabía que era una operación que debía seguir una cadencia, un ritmo propio en el que, pese a que apremiase el tiempo, no se podía interferir; no había atajos hasta el momento cumbre. Paciencia y esfuerzo. Atención y sosiego. Tras los príncipes, después de una impensable defensa de los cartagineses y los ciudadanos de Cartago Nova, entraron los triari de las legiones romanas, los legionarios más expertos. Los cartagineses, sin embargo, no tenían fuerzas de refresco. Llevaban luchando más de media hora, sin ceder un palmo de terreno y no tenían apoyo desde las murallas, donde los defensores impotentes tenían sus jabalinas y flechas preparadas, pero la distancia a la que el general romano había conducido a los cartagineses hacía del todo imposible su intervención. El empuje de los triari romanos con sus largas lanzas en ristre fue estremecedor. Eran hombres forjados en mil batallas que entraban sin desgaste contra unas líneas cartaginesas con heridos y cadáveres ya desde las primeras filas. Y si eras de los triari de las legiones habías de hacerlo notar a cada combate, haciendo que las líneas del enemigo se quebraran ante tu arrojo y fuerza. Pronto los defensores de Cartago Nova empezaron a replegarse. Primero poco a poco, ordenadamente y después a gran velocidad, en desbandada. Los triari se abalanzaban sobre ellos, apoyados por los vélites que ya habían descansado, mientras hastati y príncipes, recuperando el aliento, eran testigos de cómo sus compañeros terminaban lo que ellos habían empezado. Eran un equipo. No importaba quién empezara o terminara el combate, lo esencial era ganar; la victoria era de toda la legión. El repliegue cartaginés hacia la puerta oriental de la ciudad se tornó en una carrera sin organización alguna. Magón observaba perplejo y con desesperación el desastre de aquella batalla sin poder apoyar a sus soldados, pues se habían alejado tanto de las murallas que las armas arrojadizas de las que disponían en la ciudad no podían ni tan siquiera cubrir el repliegue de las tropas, lo que había sido su idea inicial en el caso de que las cosas se torcieran tal y como estaba ocurriendo. Los cartagineses, en su empeño por alcanzar el interior de la ciudad y guarecerse tras la seguridad de sus murallas, se atrepellaban en el estrechamiento de la entrada en el acceso a la puerta. Unos y otros se empujaban. La puerta de la fortaleza, camino hacia la salvación y la supervivencia, se transformó en un horrible embudo de muerte y desolación. Unos soldados pasaban por encima de otros, pisando, asfixiando. Cada uno, en su búsqueda particular por escapar, no miraba a quién tumbaba o sobre qué o a quién aplastaba. Los romanos se acercaban a toda prisa. En ese momento Magón ordenó que se lanzaran jabalinas y misiles de todo tipo sobre los triari. Éstos resistieron con los escu-dos la torrencial lluvia de lanzas y dardos, cayendo algunos, pero bien cubiertos por los escudos gracias a su veteranía en el combate, algunos alcanzaron las puertas y las murallas. En las puertas, no obstante, no había forma de entrar en la ciudad porque un túmulo de cadáveres y heridos se había apilado frente a las mismas impidiendo el paso a atacantes y defensores por igual. Algunos romanos empezaron a escalar, pero en ese momento Magón ordenó cerrar las puertas, dejando fuera a amigos y enemigos, tanto daba ya para él. Había que salvaguardar la ciudad por encima de todo. Junto a las puertas, en el exterior, los romanos alcanzaban las murallas y los vélites lanzaban sus escalas. Los cartagineses respondieron arrojando litros de aceite hirviendo que caían como una cascada de fuego humeante lamiendo la piedra de las murallas. Los romanos, que habían empezado a escalar, se dejaban caer al vacío aullando de dolor con manos, brazos, rostro y piernas quemadas por la pez abrasante que desgarraba sus tejidos. Quinto observaba el intento de sus compañeros por ascender por las murallas y asistía impotente a aquel desastre. La maniobra del general en el combate campal había sido genial, pero este ataque inmediato a las murallas era un completo fiasco. ¿Qué esperaba para ordenar la retirada? Y, como si el general escuchase, las tubas hicieron sonar la orden de retirada y Quinto vio con más calma cómo los romanos se replegaban, recogiendo a sus heridos y regresando hacia el campamento. Quinto suspiró y se sentó en el suelo. Pese a no haber combatido, se sentía agotado.
98 Una noche en el lago
Qart Hadasht, 209 a.C.
Pasaron cuatro días de combates. Los cartagineses, después de la carnicería de la salida del primer ataque, ya no hicieron más intentos por luchar fuera de sus murallas. Los africanos, ayudados por la población de la ciudad, se mantenían firmes en la defensa de los inexpugnables muros de Cartago Nova. Quinto Terebelio y sus hombres asistieron como testigos mudos a cada día de enfrentamientos sin que el general que comandaba las legiones los dejase participar en ninguno de los intentos por acceder a la ciudad. Desde el mar, la flota, bajo la dirección de Cayo Lelio y siguiendo al detalle las instrucciones del joven Publio, lanzaba ataques coordinados con las tropas de infantería. De esta forma, los defensores cartagineses se veían obligados a defenderse a la vez del ataque por mar y del ataque por tierra desde el istmo. El único punto por donde el joven general no intentaba ninguna acción era la muralla norte que daba a la laguna, con aguas poco profundas para que en ella se adentrara ninguno de los barcos de Lelio y demasiado hondas y pantanosas como para que ningún legionario se aventurase en las mismas. Así, Magón fue concentrando cada vez más defensores en el resto de las murallas y menos en aquel extremo por donde era del todo imposible que los romanos intentasen nada. El quinto día tampoco se consiguió ningún resultado positivo en el esfuerzo romano por hacerse con la ciudad. Los embates de las legiones y la flota combinados sólo consiguieron aumentar el ya elevado número de heridos por flecha, jabalina o aceite hirviendo y, a un tiempo, incrementaron la sensación de misión imposible, creencia cada vez más extendida entre todos los legionarios. De hecho, el joven general sólo empleaba ya la mitad de los efectivos, como si intentase economizar fuerzas para un largo asedio. Al-go que podría tener sentido si estuvieran en Italia, pero que en medio de Hispania no tenía razón de ser, ya que en menos de cinco o seis días, las tropas de Asdrúbal llegarían y los romanos no tendrían más opción que batirse en retirada. ¿Para qué entonces todo aquel esfuerzo inútil?
La noche había caído sobre el campamento romano y el general retiró a las tropas que habían entrado en combate durante el día.
- ¡Que descansen! -dijo a Marcio-¡Y que el resto cene bien! ¡Esta vez continuaremos de noche! ¡En un par de horas!
Marcio asintió, sin convencimiento, pero aceptó las órdenes. Intentaba entender las razones por las que Publio combatía de esa forma tan absurda, pero no las encontraba. Había estado observando al joven general durante días y en él veía la planta de su tío Cneo por un lado y, por otro, la introspectiva actitud de su padre. Era un muro difícil de penetrar, imposible de saber lo que pasaba por la cabeza de aquel joven al mando. Sólo el halo de seguridad en sí mismo que irradiaba mantenía a sus oficiales obedeciendo instrucciones que no entendían. Publio dejó a Marcio con su mirada perdida y sus pensamientos y, acompañado por sus lictores, que de forma constante le guardaban, se dirigió hacia el extremo norte del campamento, el más alejado de los combates, en busca del regimiento de Quinto Terebelio. Los lictores seguían a su líder con destreza y puestos sus cinco sentidos en su labor de defender la vida del general, que durante los combates tenía la audaz costumbre de adentrarse hasta estar cerca de las murallas, especialmente por el lado norte, junto a la laguna, para observar y dirigir las operaciones de ataque. Publio había seleccionado a los tres lictores más musculosos y fuertes para que éstos, con sus escudos en alto, le protegiesen de la continua lluvia de proyectiles que caían desde el cielo provenientes de los defensores de la ciudad. Hasta ahí todo era razonable, osado, atrevido, pero dentro de lo aceptable: el general se aventuraba entre las líneas de combate, pero al tiempo buscaba una protección adecuada. Lo que extrañaba a los lictores era el hecho de que con frecuencia descubrían a su general mirando más hacia la laguna que hacia las murallas orientales donde tenían lugar los combates. Era como si al joven general le aburriese la contienda y perdiese sus pensamientos y sus ojos entre las pantanosas aguas de aquella laguna de cieno.
En la laguna
Quinto Terebelio estaba sentado, cenando con sus hombres, sin apenas apetito, su moral por los suelos, humillado por estar apartado del combate de forma perpetua.
- ¡Centurión, prepara a tus hombres! ¡Tienes cinco minutos! -dijo el joven general a sus espaldas.
Quinto se volvió y vio la figura de Publio Cornelio Escipión rodeado de su guardia personal. Como un resorte el centurión saltó del suelo y a gritos ordenó a todos sus hombres que formasen y se preparasen para entrar en acción.
- ¡Arriba, gandules! ¡Por Hércules! ¡Parecéis nenazas aturdidas! ¡Arriba, he dicho!
A gritos a los que se alzaban y a patadas con los que estaban durmiendo, el veterano centurión consiguió que sus hombres estuvieran armados y en formación en menos de los cinco minutos asignados. El general observó la rapidez de aquel oficial a la hora de ejecutar la primera orden directa que le daba y sonrió mientras bebía algo de agua que un lictor le pasaba mientras esperaba que todo estuviera dispuesto.
- ¡Bien, centurión! ¡Vamos allá! ¡Seguidme! -dijo el general.
Publio se adentró hacia el norte, alejándose de la ciudad y bordeando la laguna. Los quinientos legionarios de los manípulos sobre los que Quinto Terebelio tenía el mando le seguían a paso rápido. El general parecía tener prisa. Marcharon durante veinte minutos hasta que la ciudad quedó dibujada en la distancia como una tenue silueta proyecta-da por la luz de las antorchas que los defensores mantenían encendidas para el doble objetivo de vigilar la aproximación de enemigos y el de encender el aceite en caso de necesidad y arrojarlo por encima de las murallas. No había luna, de forma que lejos de la ciudad apenas se podía ver en aquella noche de espesa oscuridad. Quinto meditaba en silencio. ¿Una misión especial? ¿Tendría el general calculado lo de aquella noche sin luna o sería una simple coincidencia?
Avanzaban entre matorrales de arbustos y algún que otro árbol aislado hasta que alcanzaron un claro junto a una ensenada que daba acceso a la laguna. El general ordenó
detener las tropas. Allí, esperando, había un pequeño grupo de soldados romanos. Por sus ropas y piel curtida por el sol parecían marineros de la flota. Con ellos un celta de aquella región aguardaba. Quinto y sus hombres vieron cómo el general se acercaba hasta encontrarse con el extranjero hispano. A una señal de Publio, el celta se separó del resto y se aproximó hacia la laguna. El general le acompañaba. Quinto los vio deliberar un rato. El celta señalaba hacia la ciudad y hacia la laguna. El general escuchaba y asentía. Al cabo de unos minutos, Publio dejó solo al hispano junto al agua y se dirigió a los hombres.
- ¡Vamos a hacer un sacrificio antes de entrar en combate! Necesitamos la ayuda de los dioses para acometer con éxito la conquista de esta ciudad que se nos resiste. Os prometí que los dioses nos ayudarían y en especial Neptuno, pero antes debemos ofrecer un sacrificio apropiado para conseguir su afecto y su ayuda.
A la luz de las dos únicas antorchas que el general había permitido encender, los legionarios asistieron al ritual: los marineros de la flota trajeron un enorme buey de cinco años y más de quinientos kilos de peso. Caminaba lento, sin prisa, tranquilo, ajeno a su próximo destino. Entre varios marineros ataron al animal a una gran estaca junto al agua. Uno de ellos, al que el general había designado para que actuara de popa, desplegó en el aire una gigantesca y pesada maza. Otros dos marineros sacaron flautas, y con suavidad, hicieron sonar una música relajante que acariciaba el aire fresco de aquella noche.
-¡Agone!
Se escuchó la orden del general y el popa descargó la maza sobre la cabeza del animal una, dos, hasta tres veces. El enorme buey primero se tambaleó, luego, con el segundo golpe, hincó las rodillas de sus patas delanteras y, con el tercer mazazo, se desplomó como un alud de tierra. Los legionarios se sobrecogieron por el gran impacto de la bestia al caer sobre el suelo. Acto seguido, el joven general se arrodilló junto al moribundo animal y segó el cuello de la bestia. Un río rojo de sangre zigzagueó como un caudaloso afluente, deslizándose a un paso de los pies del celta que, nervioso, observaba toda la escena, hasta desembocar en el agua de la laguna. Allí, en la orilla agua y sangre se fundieron en un abrazo largo quedando toda la playa teñida de un púrpura espeso.
- ¡Neptuno, dios de las aguas y señor de los ríos y el mar! -empezó a decir Publio con el cuchillo en su mano en dirección al lago, ante la atenta mirada de legionarios, marineros y el pescador celtíbero-. ¡Sé propicio a nuestros designios esta noche con la que te honramos con la sangre de este animal! ¡Roma lucha por su libertad y por su supervivencia y esa lucha nos ha conducido hasta estas tierras lejanas y extrañas a nosotros, pero sabemos que tu poder no tiene límites ni fronteras y que allí donde haya agua estás tú, gobiernas tú! ¡Vela por nosotros en esta ciudad rodeada por el mar y esta laguna! ¡Te lo ruego a ti y al resto de los dioses!
Una vez terminada la oración el joven general se levantó y se volvió hacia sus hombres buscando con sus ojos al centurión al mando.
- ¡Quinto, has de seguir a este pescador celtíbero a través de la laguna con tus hombres!
El centurión le miró. Quinto era consciente de que el general ya había considerado anteriormente, durante la larga marcha hasta Cartago Nova, que él recelaba de cumplir órdenes, de modo que dar esa impresión era lo que más alejado estaba de su intención, pero, no podía evitarlo, sentía la necesidad de advertir al general. Dudó. Miró a la laguna. Miró a sus hombres. Asintió. Empezó a caminar hacia el lago. Se detuvo. Se volvió
una vez más hacia el general.
- Mi general… -empezó, pero no se atrevió a seguir.
- ¿Y bien? -preguntó con voz seca Publio.
Quinto tragó saliva.
- No sé nadar, mi general. Y creo que la mayoría de mis hombres tampoco. No llegaremos a las murallas. Publio inspiró con profundidad y no exhaló hasta sentir que tenía los pulmones henchidos de aire. Resopló despacio y, al fin, respondió al centurión.
- Quinto Terebelio, te he dado una orden: coge a tus tropas, a todos los manípulos y que, en columna de a dos, siguiendo a este guía celtíbero, crucen la laguna. Una vez allí
vuestro objetivo es escalar la muralla por este extremo norte, mientras que nosotros atacaremos por el sector oriental, el de la puerta. Cuento contigo y tus hombres para que esta noche me demostréis que valéis para algo más que replicar a un superior y lamentaros como mujerzuelas baratas. Quinto Terebelio bajó la mirada. El general parecía no entender o no querer entender. Quinto estaba dispuesto a dar su vida en combate en cualquier momento, por su patria, por su general, pero aquello era un suicidio para él y gran parte de sus hombres. Muy pocos alcanzarían la muralla. La mayoría serían arrastrados por la profundidad de las aguas y todo sería inútil. El general, aquel maldito jovenzuelo que dudaba de su capacidad para seguir órdenes, le humillaba de nuevo ante todos. Quinto tragó saliva por última vez y se dirigió a sus soldados.
- ¡En columna de a dos! ¡Y sin rechistar! ¡Al primero que diga algo le corto el cuello!
¡Estamos en guerra y entramos en combate! ¡Vamos a cruzar la laguna! ¡Si alguien dice una palabra, lo mato aquí mismo! -y desenfundó la espada cuyo filo brilló resplandeciente bajo la luz de las antorchas. El general se volvió hacia el bárbaro hispano que debía actuar de guía y se despidió
de él.
- Hasta luego, limo. Cumpliré con mi parte del trato. Nos vemos al amanecer. El pescador asintió sin demasiada convicción. Puede que cruzasen la laguna, pero no veía que aquellos hombres fueran a conseguir escalar las murallas y derribar a sus defensores. Pero ya era demasiado tarde para todo. Allí le había conducido su manía de contar historias, su afán de protagonismo. Si salía de ésta, aprendería la lección y permanecería callado por mucho tiempo. Se encomendó a Lug, el dios principal de su pueblo, y Dagda, la diosa de los infiernos, pero también de las aguas y la oscuridad. Sin duda Dagda estaría presente en aquella noche infernal en la que iban a cruzar aquel lago de aguas pantanosas.
- Seguidme -dijo limo en voz baja.
- Vamos de una vez -respondió Quinto.
El general ordenó apagar las antorchas. A su alrededor sólo oscuridad y sombras. Allí
permaneció hasta que vio a los soldados alejarse.
- Volvemos al campamento -ordenó entonces Publio-. Vamos. Rápido. No tenemos tiempo que perder. Llevo años esperando este momento.
Muralla norte
Quinto avanzaba con lágrimas en los ojos. El silencio de sus hombres le hacía entender hasta qué punto temían todos por su vida. Todos pensaban en lo mismo. De un mo-mento a otro el agua les llegaría a la cabeza y, luego, el fin. ¿Para qué tanto sacrificio a los dioses? ¿Iba Neptuno a enseñarles a nadar en un minuto? Aquel celta sabría hacerlo y se separaría de ellos en cuanto el agua fuera demasiado profunda para caminar. De momento sólo les cubría hasta la rodilla pero, de pronto, al dar un paso, Quinto vio al celta hundirse hasta la cintura. Le siguió y sintió el agua fría de la noche en su estómago, donde un nudo apenas le dejaba respirar. Maldita suerte y maldito general. Quinto seguía avanzando, apartando plantas y alguna rama que flotaban en la laguna. El agua llegó hasta el pecho. Andar se hizo más complicado, pesado, lento. Llevaba coraza, una lanza, su espada, una daga, y una escala larga, además de su escudo. Demasiado material con el que moverse en aquel lodazal.
- Espera -dijo Quinto al celta-. Ve más despacio. No podremos seguirte si vas tan rápido. El celta obedeció y ralentizó su marcha. ¿Y por qué se fiaba el general de aquel bárbaro? Igual los traicionaba. Claro que seguramente el general le buscaría hasta darle muerte a él y a su familia. Sí, eso sería: la familia. Por ahí se habría asegurado la lealtad de aquel hombre.
Un agujero. Quinto se hundió en el agua. Tragó líquido pero pudo dar un paso más y volvió a tocar fondo. Tosió, escupió. Se apartó el pelo mojado del rostro. El celta seguía allí. Estaba detenido. Pensaba. Genial. A lo mejor, tampoco sabe nadar. Aquí moriremos todos. El celta volvió a caminar. Quinto le siguió y, como si ascendieran una ladera sumergida emergieron hasta que el agua sólo les cubría por la rodilla. Quinto miró hacia atrás. Sus hombres eran una larga hilera de sombras asustadas, igual que él, pero que avanzaban en silencio. A su alrededor todo era un mar de agua. Estaban a mil pasos del punto de partida y aún les quedaba el doble de distancia hasta alcanzar la ciudad. Se encontraban en medio de la laguna y el agua sólo les cubría hasta la rodilla. Aquello era increíble. ¿Neptuno? ¿El general? ¿El guía? Quinto no podía creer lo que veía, pero sus hombres parecían casi caminar sobre las aguas: cinco manípulos de legionarios pertrechados para el asalto de la fortaleza corriendo sobre la laguna bajo un cielo estrellado pero sin luna.
Muralla oriental
Publio había llegado al campamento y ordenó que se presentaran ante él Marcio y Lelio. Éstos llegaron rápido, uno desde el campamento y el otro en una barca desde el sur, donde permanecía la flota fondeada a la espera de una señal del general para entrar en combate.
- Vamos a atacar de nuevo, pero esta vez por la noche. Marcio dirigirá el asalto a la puerta oriental, en el istmo, primero con la mitad de las tropas, la tercera legión, la que ha descansado durante el día, y en una hora serán reemplazadas por la cuarta legión, excepto los hombres de Terebelio, que atacarán por la noche, a través de la laguna. Tú, Lelio, harás que los marineros se lancen a la toma de las murallas por la parte sur, desde los barcos. Hemos de conseguir que el general cartaginés al mando concentre sus esfuerzos y sus hombres en el lado este y sur y que se olvide de la muralla norte. Ése es vuestro objetivo. Nos reencontraremos al amanecer… en el foro de la ciudad. Publio no admitió preguntas. Tenía demasiadas cosas de las que ocuparse. Marcio y Lelio se miraron. No dijeron nada. No hacía falta. Publio sabía que ambos dudaban de que los hombres de Terebelio pudieran alcanzar vivos la muralla norte. Y aun así, sería difícil que pudieran hacerse con ella, pero en cualquier caso, las instrucciones del general habían sido claras y, al igual que aquel joven superior a ellos en rango militar confiaba en ellos, lo había hecho siempre y lo seguía haciendo, ellos debían seguir el plan trazado y confiar en su superior. Les resultaba difícil, pero, adiestrados en la disciplina y, alimentada ésta por una importante dosis de afecto hacia la persona del general, en especial en el caso de Lelio, partieron raudos a cumplir con las instrucciones. Publio los vio marchar dispuestos, ágiles. Sabía que dudaban pero que seguirían adelante con el plan. Ahora sólo quedaba esperar que limo no hubiera mentido y que Quinto fuera realmente el hombre del que siempre le habían hablado: el mejor soldado en el campo de batalla, siempre que estuviera rodeado de tierra firme, claro.
Muralla norte
Estaba empapado, agotado, con agua hasta por las orejas, pero vivo. Quinto se sentó
un momento en la orilla. Sus hombres iban llegando con la misma expresión de sorpresa y cansancio.
- Silencio -ordenó Quinto en un susurro mientras recuperaba el resuello. Era importante retomar fuerzas y no llamar la atención sobre ellos. Las murallas estaban apenas a quince pasos.
Un centinela cartaginés de la zona norte del muro lamentaba haber sido relegado a esa posición de retaguardia. El ataque romano se había reiniciado en la parte oriental y lo mismo parecía ocurrir con el sector sur que daba hacia el mar. Sus superiores desconfiaban de él por su tendencia a beber más de la cuenta. Por eso a él y otro grupo más de soldados que estaban arrestados por pelearse entre sí en medio de las calles de la ciudad, cuando los soltaron para ayudar en la defensa, los ubicaron en el sector norte, donde los romanos nunca atacarían. Miró a su alrededor. Nadie. Se agachó y tomó una pequeña ánfora que había dejado junto a la pared del muro, entre dos almenas. Echó un trago. Ya que lo consideraban un borracho, ya no había por qué esforzarse en no serlo. Le pareció
oír un chapoteo. Se asomó por el muro hacia la laguna. No vio nada. Quizá alguna sombra. Volvió a mirar. Nada. Si no iban a contar con él allí donde hacía falta, quizá lo mejor fuera echarse a dormir.
Muralla sur
Lelio inspeccionaba a los marineros que en unas horas se lanzarían contra la muralla sur de aquella fortaleza. Él no era un orador. Tenía que mandar a aquellos hombres contra un destino tenebroso. El objetivo era del todo imposible, pero su lealtad al joven Publio le empujaba a seguir con la estrategia marcada. Buscó palabras de ánimo en lo más profundo de su ser.
- ¡Los dioses estarán con vosotros cuando subáis por esa muralla! -empezó, elevando su voz para ocultar con el potente volumen sus propias dudas-. ¡Los dioses os guiarán!
¡Hoy vais a conquistar una gran ciudad y esa heroicidad será recordada por vuestras familias y descendientes! ¡Seréis héroes de la patria! -Lelio se pasó una mano por la boca. La tenía seca. ¿Tendrían aquellos marineros tanto miedo como él?-¡Hoy vais a la gloria! ¡Al mismo tiempo que nosotros atacamos por el sur, el general lo hará con la tercera y la cuarta legión por tierra! ¡Nuestras fuerzas combinadas doblegarán la resistencia de los malditos cartagineses y con la caída de la ciudad nos apoderaremos de todas las riquezas que allí nos esperan! ¡Por Roma! ¡Por todos los dioses!
- ¡Por Roma! ¡Por Roma! ¡Por los dioses! -gritaron los marineros de su barco y de los buques cercanos. Lelio se sorprendió de aquella respuesta. Realmente aquellos hombres parecían creer en el joven general. Bien, mejor así para todos. Con el ceño fruncido, oteando la noche oscura, ordenó que los remeros empezasen a bregar. Con lentitud pero con el rumbo preciso, las naves surcaban las aguas del mar en dirección a la muralla sur de la ciudad.
Muralla norte
Quinto, ya recuperado del paso de la laguna, brazos en jarras miró al muro. Tenía la altura de cuatro hombres. Bastante menos que en el lado oriental. Estaba claro que los cartagineses confiaban demasiado en su laguna para guardarlos del enemigo por aquel extremo de la ciudad. Bien. De esto sí sabía él. Pisaba tierra firme y había un muro por escalar con soldados armados en lo alto. No era una merienda. Estaba contento. Se dirigió a sus oficiales en voz baja. Ordenó que se alinearan en cinco filas. Cien hombres en cada fila. Los legionarios de la primera hilera tenían las escalas. Desde el otro lado de la ciudad se empezó a escuchar el fragor inconfundible de una contienda campal en toda regla. El general estaba cumpliendo con su parte del plan. Ahora le tocaba a él y por todos los dioses que iba a hacerlo. Quinto se puso dos pasos por delante de sus hombres. Alzó la espada para dar una señal, pero se dio cuenta de que, en la oscuridad, no le podían ver más allá de diez o quince pasos. Ordenó entonces que, cada diez hombres, un legionario saliera para, igual que él, dar la señal al mismo tiempo. En un minuto todo estaba dispuesto.
- Por Hércules, vamos allá -dijo sin elevar la voz y bajó su espada. A su señal, veinte escalas volaron por el aire hacia el muro, y a una señal nueva por cada lado, veinte más, cuarenta, sesenta, ochenta. Cien escalas sobre el muro. Quinto fue el primero en empezar a trepar y tras él cien hombres. El centurión, pese a sus años de veterano, trepó como un gato y en unos segundos se encontró en lo alto del muro.
Un cartaginés estaba como dormido sobre el pasillo en lo alto de la muralla; junto a él una pequeña ánfora. Quinto se ocupó de que no despertase segándole el cuello con la daga. El cartaginés sólo tuvo tiempo de abrir los ojos, hacer una horrible mueca y quedarse muy quieto con la lengua colgando por la comisura de los labios. Quinto avanzó
por el muro supervisando cómo sus hombres ascendían sin ser molestados. Un par de centinelas fueron despeñados hacia el lado exterior, quebrándose sus huesos con golpes secos al estrellarse contra el suelo enlodado. Quinto ordenó que, una vez que todos los hombres estuvieran en lo alto del muro, subiesen las escalas y las descolgasen por el lado interior.
- Tres manípulos, al interior de la ciudad, hacia el foro. Estamos junto al Arx Hasdrubalis. Debéis avanzar en esa dirección -explicó señalando al sur-. El resto, los otros dos manípulos, me seguirán por el muro, hacia el este, hacia las puertas de la ciudad. Matad a todo lo que se mueva hasta que recibáis nueva orden.
Los soldados se fueron descolgando y, en grupos de veinte hombres, se adentraban en la ciudad. En lo alto del muro, Quinto escuchaba el estruendo de la batalla que tenía lugar al este y el sur. Pronto sus hombres se unirían a aquel tumulto. Avanzó rápido por el pasillo de la muralla, cuando un grupo de soldados africanos, con las espadas desenvainadas, se arrojaron hacia ellos gritando y dando la señal de alarma.
- ¡Bien, esto empieza ya! -dijo y espada en mano arremetió contra el primero de los cartagineses.
Paró el golpe con el escudo y, por debajo, pinchó en la pierna a su oponente. Este se arrodilló por el dolor y, entonces, por arriba le clavó la espada en el cuello. Vino entonces otro cartaginés. Quinto dejó el remate del primero para más tarde y nuevamente se defendió con el escudo. Un golpe imponente le hizo retroceder un paso. Aquél era un gigante. Otro golpe y Quinto retrocedió otro paso, pero cuando el enorme africano iba a asestar un tercer golpe, Quinto se lanzó sobre él con el escudo haciéndole perder el equilibrio. El gigante se apoyó en la pared del muro y evitó la caída, pero entonces se encontró la espada del centurión clavada en medio del pecho. Quinto la giró al sacarla, para asegurarse de que hacía el mayor destrozo posible y un chorro de sangre brotó como una fuente. El gigantón aun así se levantó, pero Quinto le clavó la daga en el cuello, le empujó de nuevo con el escudo y le volvió a clavar la espada, esta vez en el vientre. El africano se arrodilló agonizante. Quinto siguió su avance hacia la puerta. Sus hombres iban haciendo lo propio y rematando los heridos que su centurión iba dejando en su camino. En lo alto de la muralla norte se libraba una batalla encarnizada.
Muralla oriental
En la puerta oriental, las legiones atacaban con toda su energía. Centenares de legionarios escalaban los muros obligando a los defensores a duplicar sus trabajos para detenerlos antes de que alcanzaran las murallas. Pero pese al aceite hirviendo, a las jabalinas, flechas y otros proyectiles, algunos de los triari más veteranos empezaban a trepar hasta lo alto extendiéndose así la batalla hasta la fortaleza misma de Qart Hadasht. Publio lo observaba desde una distancia prudente, rodeado de su guardia. No sería suficiente. Los legionarios que ascendían eran rodeados rápidamente por grupos de defensores y eran abatidos. El esfuerzo de los romanos estaba siendo titánico, pero los legionarios sentían que tampoco esa vez conseguirían nada más que ver cómo decenas de sus amigos caían uno tras otro en un infructuoso y absurdo intento por conquistar lo inconquistable. Hasta allí los había conducido un joven general romano inexperto en el mando, insensato en sus planes.