- En el norte Pomponio mantiene las posiciones contra los galos lo mejor que puede; la situación no es buena pero no es lo más preocupante.

- Bien, sigue.

- El general Marcelo no consigue grandes cosas en su asedio. Los siracusanos resisten. Marcelo ha ideado nuevas estrategias para intentar acercarse a las murallas y tomar la ciudad por asalto: montó torres de asedio sobre plataformas que había establecido encima de parejas de trirremes. Los barcos unidos servían de soporte para las torres que se acercaban por mar hasta las mismas murallas de la ciudad, pero los siracusanos, además de defenderse con proyectiles de todo tipo, han desarrollado nuevas máquinas de guerra, con enormes garfios de una portentosa fuerza. Los garfios se ensartan en nuestras naves y luego las levantan en el aire con poleas gigantescas para al fin dejarlas caer sobre el agua. Al estrellarse varías se hundieron y otras quedaron inutilizadas para el asedio. Las torres se vinieron abajo. También usan espejos con los que ciegan a nuestros soldados. Marcelo ha desistido de momento. Parece que un tal Arquímedes es el que dirige la defensa o, al menos, el que ha diseñado esas máquinas.

- Nos hace falta ese hombre vivo. Y necesitamos Siracusa. No podemos permitir más sediciones. Primero fue Capua la que nos abandonó. Si dejamos que Siracusa triunfe pasándose al bando cartaginés, pronto no nos quedarán ciudades amigas. Tenemos que recuperar ambas. Cueste lo que cueste. Que Marcelo prosiga el asedio. Y a ese Arquímedes, lo quiero vivo. Nos hace falta gente con su inteligencia. Marcelo ya había ordenado que en caso de entrar en la ciudad se respetase la vida del ingeniero griego, pese al sinfín de muertes que sus máquinas habían provocado entre sus hombres. Preguntado por sus legionarios, el cónsul Marcelo había sido claro.

- ¡Precisamente por eso, porque sus máquinas son capaces de acabar con tantos legionarios, le necesitamos vivo!

Catón pensó en añadir este comentario de Marcelo a sus informes, pero decidió omitirlo.

- ¿Dónde estás, Marco? ¿Ya no hay más que contarme? -la voz de Máximo le devolvió al presente.

- Capua resiste a nuestros ataques y ha recibido refuerzos de Aníbal: mercenarios iberos y jinetes númidas. Aníbal, entretanto, ha ido al sur y ataca Tarento.

- Está claro que Aníbal busca un puerto en el sur para recibir más refuerzos y pertrechos. Es importante que Tarento no caiga. Ya hemos perdido Capua, de momento al menos, y no podemos permitir perder más enclaves en suelo itálico.

- Nuestras fuerzas aliadas con los propios tarentinos están resistiendo. Fabio Máximo asintió. Catón guardó silencio, parecía dudar. -¿Eso es todo? -preguntó el cónsul. -No, perdonad; hay más. -Bien, Marco, habla.

- Marco Valerio ha conseguido detener las incursiones de Filipo V de Macedonia por la costa adriática, pero ahora el rey macedonio asedia por tierra Apolonia. -Catón lanzó

la información con celeridad inusual. Le pesaba. Añadir la existencia de otro enemigo más a la ya eterna lucha contra Aníbal no era algo grato de presentar al cónsul de Roma. En la velocidad de su expresión, Catón pareció encontrar la única formar de transmitir sus pésimas noticias.

- ¿Apolonia, la capital de nuestro protectorado junto a su reino? -Fabio Máximo dejó

la copa en la pequeña mesita y juntó las puntas de los dedos de sus manos mientras meditaba-. Era de esperar que Filipo, nuestro joven y belicoso vecino, volviera a la carga, pero no pensé que fuera a hacerlo tan pronto. No tan pronto. ¿Y por tierra dices? Tiene su lógica. Por tierra los macedonios han conseguido siempre sus grandes victorias. Debemos enviar refuerzos. Esto no debe ir a más.

- Ya… eso he pensado… pero… -¿Pero…?

- Apenas hace unos meses denegasteis refuerzos para los Escipiones en Hispania. Será difícil argumentar ahora que sí pensáis que se deben enviar al otro lado del Adriático.

- Sí, es posible. -Fabio Máximo observó inquisitivamente a Catón-, quizá tú ya has pensado en algo.

- Bien, sí. Una alternativa, aunque sólo para minimizar un poco el problema. El enfrentamiento a largo plazo no sé cómo podremos solucionarlo sin recurrir a nuevas legiones y estamos escasos ya de recursos. Una alternativa sería enviar sólo un pequeño contingente, unos mil o dos mil hombres que entraran en la ciudad por la noche y ayudasen en su defensa. Eso creo que lo aceptaría el Senado. No se trata de enviar legiones, como pidieron los Escipiones; sería enviar un pequeño grupo de manípulos para socorrer a una ciudad amiga. Con vuestra habilidad podréis persuadir al Senado sin problemas.

- Es muy posible, sí, ¿pero cómo van a entrar esos hombres en una ciudad asediada por miles de macedonios?

- Mis informadores aseguran que los macedonios están muy confiados en su asedio y que no han levantado empalizadas en torno a la ciudad; su campamento está desperdigado, sin orden. Por la noche podríamos conseguir introducir una guarnición en la ciudad.

- Bien -concedió Fabio-, me aseguraré de conseguir esa pequeña guarnición. Como dices, es posible persuadir al Senado siempre que no pidamos más legiones, pero con estos soldados, incluso aunque consigamos hacer desistir a Filipo de su actual asalto, no será suficiente para asegurarnos el control de ese frente, como muy bien has apuntado; con esto sólo retrasaremos el problema esencial: la apertura de un nuevo conflicto contra otro poderoso e incómodo enemigo -en ese momento Fabio Máximo continuó hablando mirando al suelo, distraído, absorto en sus propios pensamientos-, tendremos que encontrar algo con lo que mantener ocupado a Filipo hasta que nos deshagamos de una vez para siempre de Aníbal… algo o alguien que consiga preocupar a nuestro joven vecino lo suficiente como para que nos deje tiempo. Hemos de ver la forma. Catón esperó la conclusión a la que parecía estar llegando el viejo cónsul, pero éste permanecía callado. Parecía que su mente navegaba alejada de aquel atrio, lejos de Roma, en regiones distantes, remotas. Al fin, alzó la mirada y retomó la palabra.

- Te voy a contar una historia Marco Porcio Catón. Ya sé que a menudo piensas que poco más puedes aprender ya de mí, pero hoy te voy a honrar con una lección de historia y arte de la guerra. ¿Ves aquel arcón, al fondo, en el tablinium} Bien, ábrelo y tráeme unos rollos con el nombre griego Indiká escrito en los extremos. Catón, sorprendido, se levantó y siguió con precisión las instrucciones. En el tabli- nium encontró un arcón grande de madera con rebordes de bronce. Lo abrió y observó

que estaba repleto de rollos de diferentes colores y con nombres en diversas lenguas, latín, griego, fenicio y otras cuyos caracteres desconocía por completo. En la parte superior de aquella numerosa colección de volúmenes se veían dos rollos con el nombre Indiká grabado en griego. Los tomó y se los entregó al cónsul.

- Vuelve a tomar asiento, Marco. Supongo que no sabes qué volumen es éste, ¿verdad?

- Algo he oído hablar, pero no sé los detalles. Creo que tratan de la historia de la India, pero no sé quién los escribió y por qué.

- Bien, Marco, eso está bastante bien, pero si quieres llegar lejos, si tienes ambición y ansias lo mejor para Roma, eso que me has dicho no es suficiente. Hay que saber más, Marco. La información y la sabiduría sobre el arte del gobierno y de la guerra acumulada en volúmenes como éstos es oro, puro oro. Otros coleccionan obras de teatro, poesía, entretenimiento para un pueblo débil. Yo sólo guardo libros sobre cosas prácticas, sobre aquello que realmente importa. Te explicaré: los Indiká son, como bien has dicho, una historia del imperio de la India bajo el gobierno de la dinastía Maurya escrita por Megástenes, embajador de Seleúco Nicátor, uno de los antiguos generales de Alejandro Magno. En estos libros se nos narran multitud de episodios sobre el gobierno de aquella región, pero me interesan de forma especial las referencias a Kautilya, un sacerdote consejero de Sandrakuptos en lengua griega, Chadragupta para su pueblo. ¿Me sigues? Bien, Alejandro Magno llegó hasta la India y sometió el reino oriental y a su monarca Poros, pero el gran general macedonio se detuvo allí. La mayoría de los escritos nos dicen que fue a causa de la rebelión de sus tropas, cansadas de tanto combatir y de aquella marcha sin final, pero hay otros que consideran, y yo con ellos, que quizá a eso debieron añadirse las dudas de Alejandro sobre la posibilidad de someter el reino occidental de la India en manos de Sandrakuptos, pero divago, eso es otra historia. Sólo quería que te ubicaras en el tiempo para comprender la importancia de estos textos y de lo que narran. Lo que me interesa aquí es que este poderoso Sandrakuptos, del que hasta es posible que tuviera cierto miedo o, al menos, gran respeto, el propio Alejandro Magno, siempre invencible en el campo de batalla, tenía un consejero de nombre Kautilya y este hombre escribió un muy lúcido tratado sobre el gobierno y la guerra: el Arthashastra. Para mi desdicha no dispongo del original de ese volumen, pero algunas referencias aquí contenidas nos trasladan algunas de las ideas de este hombre del que tanto se fiaba Sandrakuptos. Y te voy a decir una de sus ideas: «tu mejor amigo es el vecino de tu enemigo».

¿Entiendes, Marco, ves adonde quiero llegar?

Catón miraba con los ojos abiertos. No alcanzaba a comprender de qué forma aquellas historias de embajadores, antiguos generales macedonios, herederos del poder de Alejandro Magno, y viejos emperadores indios podían guardar relación con el acoso al que uno de sus descendientes, el rey Filipo V de la actual Macedonia, los tenía sometidos en las costas del Adriático aprovechando la debilidad de Roma en su guerra contra Aníbal.

- Bien -continuó Fabio Máximo entre satisfecho consigo mismo y divertido por la aparente confusión en la que su interlocutor se encontraba sumido-; veo que la lección de historia no ha conseguido iluminarte. Te traduciré las enseñanzas de Kautiliya: tenemos a un vecino molesto en grado sumo, el rey Filipo de Macedonia, que, aprovechando nuestros múltiples frentes de guerra con Cartago y la dispersión de nuestros ejércitos en la Galia, en Cerdeña, Hispania, Sicilia e Italia, decide atacarnos, ¿correcto?

Catón asintió, aún sin entender adonde quería llegar el cónsul.

- Y yo pregunto, ¿a quién tiene de vecinos Filipo, además de a nosotros?

- ¿De vecinos? -Catón empezó a encajar las piezas de aquel rompecabezas, «tu mejor amigo es el vecino de tu enemigo»-. Están los tracios al norte…

- Unos bárbaros -interrumpió Máximo-, no se puede tratar con ellos.

- Al este está el reino seleúcida de Antíoco III…

- No, domina Persia y parte de Asia Menor, demasiado grande, demasiado ambicioso, demasiado arriesgado.

- En el Egeo Filipo tiene problemas con Tolomeo Filópator de Egipto…

- Sí, es una opción, pero alguien más próximo nos vendría mejor.

- Están las ciudades griegas de la liga etolia, al sur de Macedonia.

- Exacto, Marco. La liga etolia será «nuestro mejor amigo» en el futuro próximo. Eso, claro, requerirá tiempo. No es algo que podamos conseguir en unos días, ni siquiera en unos meses. De momento enviaremos ese grupo de tropas a Apolonia, pero el secreto de la victoria y, más aún, de la supervivencia está en marcar tus objetivos a largo plazo, con tanto tiempo que ni tus enemigos sean capaces de intuir por dónde serán atacados el día de mañana. La liga etolia. Ése es nuestro objetivo: un levantamiento de esas ciudades contra Macedonia. Tiempo al tiempo. Fabio Máximo tomó su copa y bebió con ansia hasta el último sorbo. Estaba a gusto consigo mismo. Catón le observaba meditabundo. Aquél era un proyecto extraño, incorporar a aquella guerra más contendientes, pero quizá aquel sacerdote o consejero indio tuviera razón y, a largo plazo, encontrar enemigos de tus enemigos podría resolver aquel problema. Lo que estaba claro es que empezaba a ser insostenible atender a tantos frentes. Roma estaba llegando al límite de sus fuerzas y no se adivinaba un desenlace rápido del conflicto. Catón tomó su copa y, en esa ocasión, acompañó con avidez al viejo senador. Cuando terminó dudó, pero al fin planteó su interrogante. -Señor…

- ¿Sí…? -la voz de Fabio Máximo era distante, meditaba aún sobre su estrategia.

- ¿Por qué Aníbal no se lanzó sobre nosotros, sobre Roma, tras Cannae?

- Era pronto. -Máximo respondió con rapidez, como quien ya ha reflexionado sobre un asunto y ha llegado a conclusiones evidentes-. Pronto. Teníamos recursos, las legi- ones urbanae, estábamos derrotados pero no vencidos, no vencidos, querido Marco. Y

no disponía de armamento para el asedio. No, no éramos la fruta madura que el cartaginés espera recoger. Primero quiere apoderarse de Italia, hacer de nuestros aliados latinos y de las ciudades griegas del sur, ciudades y aliados cartagineses. Luego volverá a recoger los despojos de Roma. Por eso, Marco, por eso hay que evitar que consiga refuerzos ya sea por el norte o por mar desde el sur. Por eso tenemos dos legiones en Hispania y, cuando desaparezcan a manos de su hermano, enviaremos más, pero no ahora, no mientras estén al mando los Escipiones. Y por eso mismo debemos cuidar nosotros del sur y de sus puertos. De momento no puedo decirte más. Con tu inteligencia deberías poder desentrañar lo que resta por hacer… pero ahora estoy ya cansado… retírate y déjame reposar. Marco Porcio Catón se despidió con una leve reverencia y abandonó la estancia. Su cabeza se esforzaba por discernir los planes de su mentor al tiempo que digería sus conclusiones sobre la estrategia que Aníbal había marcado para terminar con el poder de Roma. Las conversaciones con el viejo cónsul siempre daban mucho que pensar.

75 Sífax

Numidia, norte de África, 213 a.C.

Los jinetes romanos se detuvieron a las puertas de Cirta, la ciudad del norte de África, el lugar donde semanas atrás los enviados del rey númida, Sífax, habían pactado con los procónsules de Hispania una reunión en la que deliberar sobre el transcurso de la guerra contra Cartago. Los caballeros romanos habían navegado desde Tarraco hasta las costas de Numidia y, tras desembarcar, habían cabalgado durante toda la mañana y toda la tarde. El sol yacía en el horizonte y el calor asfixiante que los había perseguido en su trayecto dejaba paso a una brisa nocturna fría que los envolvía de forma inesperada, a la vez que miles de dudas sobre el posible éxito de su misión henchía de nerviosismo el ánimo de aquellos legionarios recién desembarcados en el norte de África. Cirta no era una ciudad en el sentido en el que los romanos entendían el término. Se trataba más bien de un nutrido y extenso agrupamiento de pueblos nómadas, con apenas algunas edificaciones de importancia en medio de un mar de tiendas cubiertas de polvo y arena. Desde que dejaron la costa, de forma intermitente, se habían encontrado con cadáveres devorados por las bestias, armas semienterradas en la arena y carros abandonados al borde de los caminos. Eran los restos del enfrentamiento entre Sífax y el ejército cartaginés. Numidia era una tierra salvaje y peligrosa dividida en dos bandos irreconciliables. Al este reinaba Gaia, una mujer ya mayor pero tenaz en su afán por mantener el control que consideraba suyo por herencia dinástica. En el oeste, Sífax gobernaba considerándose el único rey legítimo de toda la región. Cartago vio en aquella división de sus vecinos el mejor caldo de cultivo para promover una guerra civil que le permitiese controlar todo aquel territorio y mantener así tanto la explotación de sus riquezas como el flujo de valerosos jinetes númidas con los que completaba sus ejércitos y que tan buenos servicios habían prestado a Aníbal en sus victorias itálicas. El Senado púnico se alineó con Gaia y su hijo Masinisa. Sífax se defendió con gran fortaleza, más bien por los amplios recursos de sus tierras fértiles del oeste, que por una gallardía que le era impropia a su carácter complaciente y hedonista, pero hasta tal punto intimidó a Cartago que el Senado hizo venir a Asdrúbal desde Hispania para poner orden. El hermano de Aníbal recondujo la situación y en unos meses Sífax se veía obligado a replegarse a sus territorios abandonando su ofensiva sobre el este de Numidia, pero Cartago libraba una guerra mucho más temible contra Roma y el ejército de Asdrúbal fue reenviado a Hispania para derrotar a los procónsules Escipiones primero, con el objetivo final de cruzar los Pirineos y la Galia para unirse a las fuerzas de Aníbal en Italia. Aquello llamó la atención de Sífax. Un día estaba en su tienda, tendido su largo cuerpo, con sus musculosos brazos desnudos, su piel morena y oscura, tersa, acariciada por las manos de dos es-clavas que, temerosas de su amo, se esmeraban en proporcionar su masaje con ternura y suavidad -dulzura obligada pero dulzura al fin y al cabo-cuando hizo llamar a varios de sus oficiales.

- Esta guerra contra Cartago no la podemos ganar solos -dijo y se sacudió las esclavas de encima. Éstas, rápidas, se escabulleron detrás de los cojines sobre los que el rey estaba recostado y desaparecieron de la vista de todos, escondiéndose hasta que alguna palmada de su amo indicase que su presencia era necesaria.

- ¿Y qué sugerís, mi rey? -preguntó el oficial más veterano.

- Hemos de pactar con los romanos. Si los cartagineses los temen tanto como para ordenar a Asdrúbal que se retire de vuelta a Iberia antes de terminar con nosotros, es que son temibles de verdad. Debemos contactar con ellos y pactar. Tenemos un enemigo común: estarán interesados. Enviad mensajeros -y sin esperar respuesta alguna de sus oficiales dio dos palmadas, dejando claro que la compañía que su alteza deseaba ya no era la de sus hombres, sino la de sus mujeres.

Los oficiales no tardaron en organizar varios grupos de mensajeros que partieron para Hispania con el fin de contactar con los romanos.

Mario Juventio Thala, centurión de una de las legiones desplazadas a Hispania, encabezaba el reducido grupo de jinetes que se detenía a la entrada de Cirta. Varios jinetes númidas salían a su encuentro: primero una decena y, casi sin saber de dónde, los romanos se vieron rodeados por más de cien númidas. Mario mantuvo la compostura. En su mente perduraban las palabras de Publio Cornelio Escipión, procónsul de Roma.

- Hemos tratado con enviados númidas. Debes partir allí, selecciona hombres de confianza, Mario y, una vez allí, debes pactar con el rey Sífax. Está en guerra contra Cartago, pero ha sufrido grandes pérdidas y serias derrotas ante Asdrúbal. Irás allí y ofrecerás el apoyo de los hombres que selecciones: hemos acordado que enviaremos oficiales que instruirán a sus tropas en tácticas de guerra para que derroten a Gaia, la reina númida apoyada por Cartago. Sífax reinará sobre toda Numidia a cambio de su acoso a los cartagineses en África. ¿Entiendes bien la situación?

Mario asintió. Se había pasado la mano sobre la barbilla recién rasurada, pero ante la pregunta del procónsul tensó los músculos y se puso firme. El otro procónsul, Cneo Cornelio, completó las explicaciones de su hermano.

- Como ya sabes, Aníbal ha pactado en Italia con el rey Filipo de Macedonia. Roma también necesita aliados y Sífax puede sernos de gran ayuda. Por sí solo ya hizo que tuvieran que llamar a Asdrúbal de vuelta a África durante un tiempo, pero con adecuada instrucción, sus tropas serán algo más que bandadas de excelentes jinetes: debes convertir a esos nómadas en algo que preocupe y ocupe a Cartago durante los próximos meses.

- Así lo haré. Así lo haré, mi general.

Mario salió de la estancia contemplando a los dos procónsules de Hispania mientras ambos retomaban su conversación sobre unos planos de la región.

Los guerreros númidas los habían rodeado por completo y bajaron sus lanzas apuntando hacia las corazas de sus pechos. Mario ordenó a sus hombres que no desenvainasen las espadas y que no hicieran movimiento alguno.

- ¡Venimos en son de paz! -dijo Mario en latín y, ante la ausencia de respuesta por parte de los númidas, repitió su mensaje en griego, pero aquello tampoco alteró la situación y las lanzas que los rodeaban se acercaban peligrosamente a ya tan sólo diez pasos. Mario ordenó a sus hombres que arrojasen, despacio, al suelo sus pila y sus espadas. Los romanos dudaron, pero ante la insistencia del oficial al mando, obedecieron. Esto detuvo a los númidas unos segundos, pero no se veía más reacción.

- ¡Sífax! ¡Vengo a hablar con Sífax! -gritó Mario al fin y encomendó su alma y las de sus hombres a los dioses. Quizá no deberían haber arrojado las armas después de todo. Sin embargo, los númidas, al escuchar el nombre de su rey, alzaron sus lanzas y dejaron de acercar sus afiladas puntas a las gargantas de los romanos. Uno de los jinetes, cubierto de una larga capa por la que Mario interpretó que debía de estar al mando, hizo un gesto con la mano y los jinetes africanos emprendieron el camino de retorno hacia Cirta. Mario ordenó a sus sudorosos y nerviosos hombres que recogieran las armas y que siguieran a aquellos jinetes. En unos minutos cruzaron al trote gran parte de aquel mar de tiendas hasta alcanzar una de las pocas edificaciones de piedra y adobe de la ciudad. Era un palacio en construcción aún, rodeado de decenas de guardias. Un númida, en griego bastante corrupto, hizo entender a Mario que sólo él sería admitido en el edificio y que sus hombres tendrían que esperar. El oficial romano asintió y, tras ordenar a sus soldados que le esperasen, entró en el edificio.

En Tarraco, los procónsules compartían vino suavizado con agua fresca.

- ¿Crees que Mario conseguirá un pacto con Sífax? -preguntó Publio.

- Bueno, más le vale, o no le volveremos a ver -concluyó Cneo mientras escanciaba más vino en ambas copas.

Mario vio una gran sala de paredes blancas, recién pintadas, cuyo olor aún se hacía palpable en el ambiente, llena de soldados con lanzas en todas partes. En un extremo estaba un hombre gigante, cuya corpulencia trajo a la memoria de Mario la imagen del procónsul Cneo, tumbado sobre un montón de cojines y alfombras rodeado de varias mujeres cuya hermosura, a medida que el oficial romano se aproximaba al rey de los númidas occidentales, resultaba cada vez más evidente. Había también abundante comida dispersa por las alfombras: frutos secos, pasteles de diferentes colores, cocos recién abiertos y frutos de colores intensos, naranjas unos, otros amarillos, desconocidos para Mario. También había numerosas jarras y unos cuantos vasos, sin embargo, no parecía que allí bebiera ni comiera nadie que no fuera el rey.

De pronto, las palabras de Sífax le sorprendieron mientras admiraba aquella extraña suntuosidad en medio de una ciudad de nómadas.

- ¿Te sorprende que algunos sepamos vivir bien en medio de estas tierras? No lo niegues. Se lee en tus ojos. Mario calló, ya que se le impedía negar lo que habría sido la respuesta mejor que podría haber dado. El rey hablaba griego con bastante soltura.

- Siéntate, romano, siéntate.

Tanta amabilidad despertó las dudas en Mario.

- ¡Siéntate, he dicho! ¿O crees que estoy acostumbrado a repetir mis órdenes, romano?

Mario obedeció y se sentó en el único lugar posible: el suelo, sobre las alfombras, frente a la comida.

- En fin, veamos -continuó Sífax-, pido ayuda a Roma y qué me envía Roma: diez soldados. Eso, digámoslo así, no parece un gran ejército, ¿no crees, romano?

- Mi misión… Podemos adiestrar a tus hombres en tácticas con las que luchar mejor contra los cartagineses.

- Ah…, ésa es la idea. Entiendo. No sé. Quizá esté bien. De eso sabéis mucho los romanos, ¿no? De luchar contra los cartagineses. Mario asintió.

- Lo que no comprendo es por qué, si sabéis tanto, no sois capaces de sacudiros a ese Aníbal de encima. No sé hasta qué punto pueden serme de utilidad los conocimientos guerreros de los que no aciertan ni a proteger sus territorios más próximos. Mario pensó en varias respuestas ante aquel comentario humillante, pero optó por el silencio.

- En fin, si esto es lo que me da Roma, lo tomaré. Instruiréis a mis hombres, empezando por mis oficiales pero, que quede claro, espero resultados óptimos de este adiestramiento; si no, más les valdría a tus jefes haberme enviado una hermosa mujer romana o ibera con la que solazarme. Las caricias de una mujer son conmigo casi tan persuasivas como un ejército bien armado. Mario guardó silencio pero tomó oportuna nota de aquel comentario. En boca de un soldado extranjero aquello no sería más que una fanfarronada, pero en la persona de un posible aliado, aquello podía ser anuncio de sólo los dioses saben qué. Hablar de mujeres en medio de una negociación sobre un pacto entre pueblos para combatir a los cartagineses le parecía algo absurdo y estrafalario al disciplinado oficial que era Mario. Quizá aquel largo enfrentamiento contra la reina Gaia tenía un poco ofuscado al rey númida en lo que hacía referencia a las mujeres, seres que ni en Roma ni en Cartago ni en casi ningún lugar tenían capacidad de influencia sobre los acontecimientos del mundo. O, al menos, eso pensaba Mario.

Sífax miraba fijamente a su invitado romano y sonreía con cinismo. «Qué poco sabe este hombre de la vida», pensó, «espero que sepa algo más de la guerra».

76 En busca de Rufo

Roma, del 214 a.C. hasta la primavera del 213 a.C.

Dos días después, Tito se sorprendió de seguir vivo. Los dioses debían de disfrutar tanto viéndole sufrir que habían decidido prolongar su tortura. Pensó largo rato en quitarse la vida. Podría arrojarse al río y hundirse con su obra. Sonrió melancólico. Sería una muerte apta para la mejor de las tragedias, pero él pretendía, había pretendido, ser autor cómico. Si no se mataba, tendría que subsistir. Tenía un hambre voraz. Las heridas habían cicatrizado bajo las vendas sucias. Tenía algo de fiebre, pero sin salir de allí

no habría comida así que, herido, magullado y con algo de calentura tanto en su cuerpo como en su ánimo, Tito Macio acudió, como siempre, al molino para no perder su única fuente de ingresos.

Convivió con aquellos cortes mal vendados, abriéndose en ocasiones por el esfuerzo de hacer girar la piedra del molino, durante los primeros días tras la brutal paliza que había sufrido, pero lo peor no era el sufrimiento físico, sino la desazón absoluta en la que se había sumido su espíritu. Maduraba en su cabeza una salida a su dolor por la pérdida de su obra escrita con sudor, sobreponiéndose al agotamiento cada noche, en la oscuridad de su angosta habitación. Su maldición contra los dioses lanzada al cielo tras la muerte de su amigo Druso en la batalla de Trasimeno parecía perseguirle y las divinidades se mostraban tercamente persistentes en tomarse dilatada venganza por haber renegado de ellas aquel terrible amanecer entre la niebla junto a aquel lago del norte, cuando el cuerpo aún caliente de su amigo legionario teñía con su sangre la hierba verde de las montañas de Etruria.

Durante días Tito se transformó en un ser sin alma. Caminaba con la mirada perdida, vacía, de su habitación al molino, vueltas infinitas a la rueda y, al finalizar la jornada, de regreso a su habitación para repetir ese mismo ciclo al día siguiente; así hasta el final, pensó, sin más, siempre. Cansancio, fatiga y nada.

Sin embargo, su espíritu irreductible, con el paso de las dos primeras semanas recobró cierto vigor y, sin decirse nada a sí mismo con claridad, sin que pareciera que tomaba decisión alguna, se encontró de nuevo en el mercado comprando más papiro y tinta para volver a escribir. En las semanas siguientes, pero como si no hiciera nada especial, impulsado por una extraña inercia, volvió a transcribir la obra, palabra a palabra, verso a verso, escena a escena, al completo, casi tal y como la había escrito inicialmente. Cambió alguna cosa, alguna broma absurda que no recordaba bien por otra que le pareció

más apropiada. Las palabras se vertían sobre el papel como si fuera la sangre de un suicida tras cortarse las venas: cada línea fluía por sí sola, suave, dócil, constante, hasta que cuando volvió a firmar el último rollo de su nuevo manuscrito, sintió que un enorme suspiro lo embargaba y dejó expulsar durante casi medio minuto todo el aire de sus pulmones. Había tardado seis meses en reproducir su comedia. Hasta allí todo había pasado como por sí solo, pero ahora sí, en ese momento debía tomar una decisión que entraba en colisión con su rutina y su sustento: volver a buscar en la noche la casa de Rufo para así evitar perder su trabajo en el molino, o bien ausentarse del molino sin decir nada, a sabiendas de que una falta podía suponer el final de su empleo, pero al menos así

se garantizaría llevar a cabo la tarea de buscar a Rufo, abrigado por la seguridad del día, evitando las peleas y los peligros de las nocturnas calles de Roma. Esto último, tras una larga reflexión, es lo que decidió.

Una mañana cambió su rutina y se encaminó por el río primero y luego atravesando el foro hasta llegar cerca de la Vía Appia en busca de la casa de Rufo. Su memoria parecía indiferente a sus sufrimientos y le prestó un notable servicio pues la encontró con cierta rapidez. Llamó golpeando con la palma de la mano en una puerta que se veía sucia, polvorienta. No hubo respuesta ni nadie abrió. Se fijó entonces en los goznes y vio telarañas por las esquinas del umbral. Aquella puerta no se había abierto en semanas, meses quizá. Una voz se dirigió a él desde el otro lado de la calle.

- No vive nadie en esa casa desde hace más de dos años -era un hombre mayor el que se dirigía a él. Estaba sentado en el suelo, frente a su pequeña tienda de cestos.

- Busco a Rufo, el director de la compañía de teatro. En tiempos vivía aquí.

- Sí, Rufo. Le recuerdo. Un miserable. -El viejo hablaba mientras con sus manos, de forma diestra y ágil, entrelazaba mimbres diferentes para formar otra cesta que añadir a su oferta de productos.

Tito estaba de acuerdo en la definición de su antiguo patrón como miserable, pero ahora no quería entrar en un debate sobre la ética de Rufo, sino localizarle.

- ¿Sabéis dónde vive ahora?

El viejo se echó a reír.

- Los dioses tuvieron el buen sentido de llevarse a ese avaro de nuestra vista. Está en el Orco y ojalá le tengan sufriendo. El muy mezquino se murió y me dejó a cuenta más de treinta cestos.

Tito observó con detalle aquellos cestos y reconoció en sus formas la de los cestos que se usaban para guardar pelucas de los actores y diversos trajes para escena, pero mientras que parte de su mente vagaba en aquellos recuerdos, la parte más ocupada por la inmediata actualidad se debatía en un océano tempestuoso de incertidumbre y decepción. No había contando con la ausencia de Rufo. ¿Qué hacer ahora con su obra?

- ¿Y quién lleva ahora la compañía? -acertó a preguntar Tito en un esfuerzo final por encontrar una salida de aquel callejón del destino.

- Cayo Servilio. Cayo Servilio Casca. Otro ladrón.

Tito se sorprendió de la precisión en el nombre, pero el anciano le aclaró el porqué de tal conocimiento.

- Intenté que él, como nuevo gestor de la compañía, se hiciera cargo de la deuda, pero el miserable, así le maldigan los dioses, dijo que no había ningún documento con esa deuda. Y yo qué culpa tengo si no hay documentos, le dije, si Rufo venía y me pedía lo que quería y luego tenía que ir detrás de él durante meses para que me pagara. Y sólo lo hacía cuando necesitaba más cestos y yo se los negaba. Cayo Servilio Casca es el dueño ahora. Que los dioses maldigan sus pasos.

Mucho trabajo quería aquel anciano que los dioses hicieran.

- ¿Y sabéis dónde puedo encontrar a ese hombre? El anciano levantó la mirada hacia Tito y dejó de trabajar en su cesta.

- ¿Intercederéis para que me pague la deuda? Tito meditó su respuesta.

- Os seré sincero -empezó-. No tengo dinero ni influencia sobre este hombre que decís pero voy a… a ofrecerle un negocio y, si acepta, yo mismo os satisfaré la deuda. Es lo mejor que puedo deciros.

- ¿Un negocio? ¿Qué clase de negocio?

Aquel viejo lo quería saber todo, pero Tito tampoco tenía muchas alternativas.

- Una obra. He escrito una obra y se la voy a ofrecer para la compañía. Si acepta, con lo que me pague yo os pagaré la deuda, pero necesito saber dónde vive este hombre.

- ¿Una obra? ¡Por Hércules, un escritor! ¡Ahora sí que estoy seguro de que no cobraré

nunca!

Tito se desesperaba, pero contuvo la respiración y aguardó sin decir nada.

- Vive allí - el viejo señaló tres puertas más abajo y sin decir más reanudó su trabajo tejiendo con destreza el cesto que le había ocupado la mayor parte de aquella mañana. Tito tampoco añadió más y sin despedida, de igual forma que tampoco había habido presentación ni saludo, dejó a aquel hombre y, una vez junto a la puerta señalada, volvió

a llamar. Mientras esperaba intentó asearse algo, alisando un poco su arrugada y desaliñada túnica y sacudiéndose un poco del mucho polvo que cubría sus sandalias desgastadas. Un esclavo alto, moreno, con el pelo bien cortado y una túnica impoluta abrió la puerta.

- ¿Qué queréis? No os conozco -dijo al tiempo que le miraba de arriba abajo formando una clara concepción despreciativa de quien había llamado a la puerta.

- Soy Tito, Tito Macio, trabajaba hace tiempo para Rufo y tengo un negocio que ofrecer a tu amo con relación a la compañía de teatro. Es un buen negocio.

- ¿Un negocio? ¿Qué negocio?

Todos parecían hacer las mismas preguntas aquella mañana. -Una obra de teatro. Tengo una buena obra de teatro que ofrecerle. Tu amo necesitará obras.

- Mi amo ya tiene muchas obras de todo el mundo que merece la pena. Tu nombre no me suena de nada y tu aspecto no me suscita mucha confianza. No creo que deba molestar al amo con tu presencia -y empezó a cerrar la puerta.

- ¡Por favor, por todos los dioses, escuchadme, os lo ruego! -dijo Tito aceleradamente y mostró los rollos que traía consigo-. Aquí tenéis la obra. Sólo os pido que se la deis a leer y que sea él quien juzgue. Si no la quiere, sólo tiene que decirlo y me marcharé sin más. Por favor. Por favor.

Tito extendía ambos brazos con los rollos en sus manos. Estaba a punto de arrodillarse, aunque estaba tratando con un esclavo, pero no fue necesario.

- Bien. Se lo comentaré al amo -dijo el atriense y cogió los rollos-, pero no esperéis nada. Y cerró la puerta.

Tito se sentó despacio apoyándose en la pared. El sol de la primavera calentaba su cuerpo. Esperó en silencio. Pasó una hora, dos. Llegó el momento de la comida. Lo sabía por su estómago, pero no tenía nada con qué apaciguarlo. Pensó en su obra para intentar alejar el hambre de su mente. Nada. El sol comenzó su descenso por el horizonte. La tarde pasaba lenta. Empezó a anochecer. Nada. Tito pensó en llamar a la puerta de nuevo, pero no quería molestar y que le tomasen por impertinente. Eso sería el fin de sus posibilidades en aquella casa. Se levantó y empezó el camino de regreso a casa. Si acaso vendría mañana a ver si había respuesta. Tendría que esperar. Encogido de hombros, triste y hambriento empezó a caminar cuando en ese momento, para su sorpresa, la puerta se abrió y el esclavo se dirigió a él.

- ¡Eh, tú! ¡Ven! El amo quiere verte.

Cayo Servilio Casca era un hombre obeso, mayor, de unos cincuenta años, edad que intentaba ocultar llevando una estrafalaria peluca rubia que Tito no tenía claro que fuera capaz de exhibir en público. Servilio Casca tenía papada y manos y dedos gruesos. Frente al triclinium sobre el que estaba recostado una profusa mesa rebosaba de todo tipo de manjares: carne de buey, poco frecuente a no ser que hubiera sacrificios en el foro y siempre cara; pollos asados, manzanas, nueces y otros frutos secos que no acertaba a reconocer; pasteles de todo tipo, cerdo cortado cocido en espesas salsas de diferentes colores; uva blanca y uva negra; numerosas copas vacías volcadas y otras copas llenas; jarras de vino en cada esquina de la larga mesa y seis triclinia más para los invitados al convite: varios hombres entre los cuarenta y cincuenta años, probablemente comerciantes bien situados, amigos de su anfitrión, celebrando una pequeña orgía de comida y otras cosas: varias jóvenes esclavas estaban a los pies del triclinium de Servilio Casca mientras otras dos limpiaban la mesa de platos y copas vacías. Todos los invitados estaban en diferentes grados de embriaguez. Dos de ellos roncaban profusamente. El resto le miraba enigmáticamente sin entender bien a qué se debía la presencia de aquel harapiento en su fiesta. ¿Seria otro entretenimiento que Casca les había preparado?

- ¡Que lo azoten! -dijo uno de los invitados y eructó-. ¡Va tan sucio que da asco! Tus nuevos amigos dan pena, Casca.

El aludido no respondió. Miraba con una amplia sonrisa al recién llegado. Tito se limitó a dejarse examinar. No mentía el atriense cuando decía que su amo estaba muy ocupado y que, en consecuencia, no se le podía molestar. Ocupado había estado. Probablemente ya estuviera aburrido de comer y de hacer lo que fuera que habían estado haciendo con aquellas esclavas. Dos de ellas llevaban las túnicas rotas, arrastrándolas por el suelo en sus idas y venidas para retirar los platos de la mesa. El estómago de Tito hizo ruidos que evidenciaban que sus jugos gástricos se habían despertado ante toda aquella exhibición de comida.

- ¿Tienes hambre? -preguntó Casca.

Tito asintió con la cabeza, pero su atención pronto se desvió de la comida a sus rollos que, al retirar una de las esclavas un par de jarras de la mesa, aparecieron ante su vista: uno de ellos manchado de vino, el resto, aparentemente intacto. Casca se percató de lo que estaba mirando.

- Ah, sí: tu obra. Tu gran obra, sin duda -y se echó a reír.

Tito se mantuvo callado. El orgullo lo había dejado fuera. Sabía que si quería conseguir algo de aquella entrevista que no fuera una patada o unos azotes, como ya alguien de los presentes había sugerido, lo mejor era mostrarse humilde y encajar todos los insultos hasta conseguir que alguien se leyera la obra. Si luego seguían insultándole, quizás es que merecía entonces tales apelativos y lo mejor que podía hacer era regresar al molino o a la mendicidad hasta el final de sus días.

- Bien -dijo Casca deteniendo bruscamente su carcajada-, verás, no es que no haya leído tu obra por desprecio, pero ocupado como estoy en tantas cosas no tengo tiempo para leer lo que no me interesa así que, antes de dedicarle un minuto de mi tiempo a tu obra te haré algunas preguntas. Sólo si me ofreces algo que pueda ser de mi interés, la leeré. Tito Macio asintió. No había esperado un examen. -¿Es una tragedia tu obra? -preguntó Casca. Tito dudó.

- Vamos, responde -insistió Casca cogiendo una copa de vino de uno de sus invitados dormidos, la suya estaba vacía, y echando un largo trago.

No tenía sentido mentir, de forma que Tito respondió con sinceridad.

- No. Es una comedia.

- ¿Una comedia? -Casca se incorporó ligeramente en su triclinium y dejó la copa enfrente de su invitado-. Bien; primera respuesta correcta. Estoy harto de tragedias. Roma se hunde. Estamos en guerra no sé ya cuántos años y todos los autores parece que no tienen otro deseo que regodearse en la tragedia. ¡Por Castor y Pólux, como si no sufriéramos ya bastantes desastres en el campo de batalla! Espero ser encargado de las representaciones por alguno de los nuevos ediles de Roma, que sé que andan buscando nuevas obras para que sean presentadas con el fin primordial de distraer al pueblo, ¿y qué

tengo yo? Dos tragedias más: una de Ennio y otra de Livio Andrónico. Bien escritas, sí, eso me dicen ambos y lo son, pero por todos los dioses, son tragedias, tragedias y más tragedias. Y luego tengo a Nevio con su última comedia, pero Nevio me pone más nervioso cada día con ese afán suyo por criticar a los patricios, a los poderosos dice él. En fin, no sé por qué comparto contigo estos asuntos. Supongo que agradezco unos oídos sobrios frente a la general embriaguez que me rodea.

Casca volvió a su carcajada sonora que nuevamente detuvo de igual brusca forma.

- ¿Y es divertida tu comedia? -fue su siguiente pregunta.

- Yo creo que sí; con ese fin la escribí.

- Bueno, se ve sinceridad en tus palabras. No sé si alguien así tiene futuro en el teatro. Pero bueno, por Hércules, has respondido bien a ambas preguntas. Me leeré las primeras líneas de tu preciada obra. Siéntate, allí, en el vestíbulo y espera. El esclavo que le había abierto la puerta le condujo hasta el vestíbulo. Allí había un par de pequeños taburetes y Tito Macio se sentó en uno de ellos. Y esperó. Desde allí

podía escuchar lo que se hablaba en el interior.

- No le has azotado. Eres malo, Casca. Malo.

La voz del borracho era débil y pronto pareció añadirse un nuevo ronquido a los otros dos.

- Casca -dijo otro de los invitados despiertos-, me voy a una de las habitaciones con esta esclava.

- Y yo también.

- A mí no me dejéis atrás.

Casca se quedó solo, acompañado de los ronquidos de sus invitados desmayados por el vino y la comida. Abrió el primero de los rollos y empezó a leer con atención. Al principio, cansado como estaba, no prestó demasiada atención, pero al poco tiempo sacudió la cabeza. Dejó el rollo, con cuidado, sobre la mesa, cogió una jarra de agua y se mojó las manos y luego, bien empapadas se las pasó por la frente para despejarse un poco. Se secó las manos en su túnica blanca plagada de manchas grasicntas y volvió a tomar el rollo. Prosiguió con la lectura. Estaba leyendo el diálogo inicial entre un esclavo y su amo y tenía gracia. Aquello era gracioso, pero se trataba tan sólo de la primera escena. Continuó la lectura: la segunda escena era un monólogo; correctamente escrito, pero se perdía un poco de la vivacidad del principio. Casca frunció el ceño y suspiró. Se podría corregir, pero si la siguiente escena era aburrida, lo dejaba; sin embargo, el siguiente cuadro era brillante, un vivo diálogo, mordaz como pocos, entre una lena y un cliente. Fin del primer acto. Bueno, en conjunto bastante bien. La primera escena del segundo acto volvía a la fórmula del monólogo, pero breve, bien, bien, y luego otro diálogo, entre dos esclavos, dos auténticos bribones y éste sí que era divertido. Aquello era realmente entretenido; la tercera escena era de continuidad, para explicar la trama, pero con ágil concisión, para en la cuarta desplegar un larguísimo diálogo en donde los dos esclavos toman el pelo al mercader. Esta obra estiraba las escenas de diversión hasta el infinito y sometía las secciones de contenido que sujetaban el entramado de la obra a su mínima expresión. Primaba la diversión por la diversión. Era perfecto. Perfecto. Casca siguió leyendo, durante una hora, rollo a rollo, hasta llegar al final, riendo a ratos, en ocasiones con el ceño fruncido, y, las más de las veces, con una distendida sonrisa en sus labios. Llegó al final y sus ojos terminaron posados sobre la firma: Tito Macio Plauto. Casca estalló en una sonora carcajada que desveló a uno de sus borrachos amigos que alzó la mirada confundido, preguntó si pasaba algo, pero antes de que nadie le respondiera volvió a su letargo anterior. Tito Macio esperaba nervioso en su silla el dictamen sobre su obra. Se decía una y otra vez que lo más probable era que aquel hombre, medio borracho y vicioso, le ordenara a su atriense que le diera una patada y lo echara de casa, pero él no pensaba irse sin que le devolvieran su obra. En ese instante llegó el esclavo. Tito se levantó y se protegió con la pared, guardando sus espaldas, iba a pedir su obra antes de que le empezaran a pegar, cuando las palabras del esclavo quebraron sus esquemas.

- El amo quiere que volváis al atrio. Seguidme.

77 Las Lupercalia

Roma, febrero del 212 a.C.

Era el sexto año de guerra contra Cartago. Aníbal asediaba Tarento. Capua permanecía en manos del enemigo. Marcelo seguía combatiendo en Sicilia, pero Siracusa resistía. Se luchaba en Cerdeña, la Galia Cisalpina seguía en rebelión y amenazaba las fronteras del norte y el rey Filipo de Macedonia, aunque repelido su primer ataque contra el protectorado romano de Iliria por las tropas desplazadas hasta allí por mandato de Fabio Máximo, no se desdecía de su pacto con Aníbal. Roma mantenía un pulso con el mundo en el que no ya su hegemonía, sino su propia supervivencia estaba en juego. Y Roma lo sabía. El Senado lo sabía. De los ejércitos regulares consulares anuales en donde se agrupaban hasta ocho legiones entre legionarios romanos y aliados, la ciudad se veía obligada ahora a mantener en activo, a un mismo tiempo, hasta un total ya de veinticinco legiones para poder abarcar todos los frentes: el Adriático, el Mediterráneo occidental, Hispania, y el más temido de todos, el frente abierto por Aníbal en la propia Italia. El desánimo y el agotamiento hacían mella entre los romanos: el dinero, el oro y la plata se dedicaban a la guerra y los campos eran arrasados por los combates o quedaban desatendidos ante la ausencia de campesinos. En medio de aquel funesto paisaje, el joven Publio Cornelio Escipión, hijo y sobrino de los procónsules de Hispania, contra todo pronóstico por causa de su juventud pues apenas contaba veintitrés años, fue elegido edil de Roma. Su cargo conllevaba la gestión de diversos asuntos que afectaban a la ciudad, además de la organización de los juegos y festejos que debían acompañar las diferentes fiestas del calendario romano. Eran tiempos difíciles para que un edil pudiera congraciarse con un pueblo atemorizado por la continuada presencia de Aníbal en suelo italiano y exhausto por los esfuerzos de aquella guerra: los unos habían visto empobrecerse sus negocios ante la inseguridad de las fronteras, otros tenían hijos o padres o tíos en alguno de los múltiples frentes de guerra y todos habían perdido al menos a un ser querido en aquella interminable locura.

Era el 15 de febrero y el nuevo edil de Roma se dirigía, acompañado de su mujer y dos esclavos como salvaguarda, en dirección a la colina del Palatino. Muchos le reconocían y le saludaban con respeto. Una de sus primeras medidas había sido la de ordenar distribuir aceite entre todos los ciudadanos. Era una forma modesta, las arcas del Estado y las suyas propias no daban para mucho, de contribuir a mitigar en alguna medida las carencias de los habitantes de Roma. Y los romanos, conscientes de las limitaciones, agradecían el gesto del nuevo edil que, algo era algo, parecía mostrar una cierta sensibilidad hacia las penurias de la plebe. Además, el aceite, usado como condimento, como comida misma o para cocinar, estaba siempre presente en la mesa romana, de forma que con poco gasto y mucha habilidad el joven edil había sabido entrar bien en su mandato. Una buena edilidad abría el camino en el cursus honorum y, si bien no era garantía de ascenso en la carrera política, siempre era una ayuda y lo que estaba claro es que una mala gestión en uno de los primeros cargos de responsabilidad civil podía significar el fin de la vida pública de quien cometiera errores que el pueblo no olvidaría con facilidad; por eso, en aquellos tumultuosos tiempos de miedo y penuria pocos fueron los que se aventuraron a presentar su candidatura, algo que, no obstante, no arredró al joven Escipión. En aquel estado de cosas, el joven Publio y su mujer se sintieron más tranquilos cuando esa fría mañana de febrero, camino de la gruta del Lupercal, en la ladera del Palatino, vieron que eran saludados con aprecio y no con desdén o furia por los que se cruzaban con ellos. Sin duda, la pertenencia a una de las pocas familias romanas que aportaban buenas noticias a Roma también ayudaba a esa impresión favorable que el pueblo se iba forjando de aquel joven edil. Tanto su padre como su tío continuaban impidiendo que los cartagineses cruzasen el Ebro y acudiesen con otro ejército en ayuda de Aníbal, lo que, con toda seguridad, podría suponer el principio del fin para Roma. Y no sólo eso, sino que habían conseguido reconquistar la semiderruida fortaleza de Sagunto. Una conquista que, irónicamente, no era suficiente ya para dar término a aquella guerra que su caída encendiera hacía ya más de seis años. Era, no obstante, una victoria moral que al menos contribuía a insuflar ánimos a unos romanos cansados ya de oír hablar de derrotas. Aquellos saludos de respeto y las buenas noticias de Hispania hacían que, pese a todo, en medio del fragor de aquella guerra el joven matrimonio de Publio y Emilia se sintiera entre los afortunados del mundo. Sin embargo, una sombra enturbiaba el horizonte de los pensamientos del nuevo edil de Roma: llevaban casi tres años casados y Emilia no se quedaba embarazada. El asunto preocupaba al joven Escipión desde hacía tiempo y sabía que también perturbaba, probablemente aún más, a su mujer. Con el paso de los meses se convirtió en un tema tabú y ninguno de los dos lo mencionaba ya. Su madre, Pomponia, cooperaba con su discreción, lo cual ambos agradecían sobremanera. Publio necesitaba herederos y, aunque aún era muy joven para preocuparse, el tema permanecía anclado en su mente ensombreciendo su existencia, acumulándose junto con las preocupaciones por su padre y su tío en Hispania y con los quebraderos de cabeza de todos los esfuerzos que se debían volcar en aquella guerra. Por eso, aquella fría mañana de invierno decidieron acudir a la ceremonia de las Lupercalia. Las creencias religiosas del joven edil no es que fueran muy profundas; más bien era detallista en su aplicación en todo lo tocante a la vida pública, como no podía ser de otra forma, pero era bastante más relajado a la hora de vivir la religión en la esfera privada, donde hacía más caso de sus intuiciones que de los dioses. Pero las celebraciones en honor del dios Lupercus eran específicas para promover la fecundidad y no acudir, en sus actuales circunstancias, ya pasaría a formar parte del cotilleo público. Por eso se vistieron con toga y túnicas impolutas y resplandecientes y salieron aquella mañana hacia el Palatino y la gruta Lupercal. A los pocos minutos de llegar aparecieron, saliendo de la caverna, los luperci, semidesnudos, cubiertos sus cuerpos con apenas unas pieles que ocultaban sus órganos sexuales, haciendo frente al frío y al viento que se había levantado. Llevaban las caras marcadas con la sangre de los animales sacrificados aquel día en honor de Lupercus. Unos llevaban pieles de chivo, otros de cabra y uno de perro, pero todos iban armados de unas largas tiras de piel de cabra que llamaban februa, de donde los romanos decidieron extraer la raíz del nombre de aquel mes. Los luperci se acercaban a los ciudadanos allí congregados y buscaban a las mujeres más jóvenes. Al acercarse a ellas blandían sus februa y golpeaban las manos extendidas de las jóvenes romanas que, sonrientes unas y ruborizadas otras, recibían con agrado y entre sonrisas de sus acompañantes las sacudidas secas de aquellas pieles sagradas. Uno de los luperci se detuvo ante Emilia y, al ver al edil de Roma junto a ella, dudó. Entonces Emilia extendió su mano. El luperci miró al edil y éste asintió. Se alzaron en el aire los februa y las tiras de piel chocaron contra la mano de Emilia. La joven se estremeció, más por la sorpresa del tacto áspero de aquellas pieles que por el dolor. El luperci, una vez cumplido su cometido, saludó con una suave reverencia al edil de la ciudad y se dirigió, ya más relajado, a otros grupos de jóvenes que allí se estaban congregando.

Emilia y Publio se retiraron despacio del lugar, entre las miradas de los romanos, con la sensación de que, al menos, habían sido fieles a las tradiciones de la ciudad y, si bien eran conscientes de que se murmuraba sobre la posible esterilidad de Emilia, no podrían a ello añadir que no siguieran de forma escrupulosa los dictados de los dioses romanos para circunstancias como aquélla. Publio pensó en acercarse a su mujer y besarla para que se tranquilizara. Sabía que a Emilia no le gustaba ser el centro de atención, pero se contuvo. Las muestras públicas de afecto, incluso entre cónyuges, estaban mal vistas en general, pero de forma particular en quien ostentaba un cargo público y, más aún, en tiempos de guerra y carencia. Publio no quería dar pábulo a comentarios que en minutos llegarían a oídos de sus enemigos políticos, Fabio Máximo y su apadrinado Marco Porcio Catón, ambos siempre estrictos en sus costumbres y celosos de que todos fueran igual de escrupulosos con las formas, los servicios religiosos y las leyes de Roma. Publio se limitó a abrazarla por la cintura un instante, sostener su cuerpo con fuerza y luego, con suavidad, separarse para continuar caminado junto a ella de regreso a casa. Emilia le miró y le sonrió. No dijeron nada más, ni siquiera cuando llegaron a la domus de los Escipiones. La falta de un hijo seguía pesando sobre sus almas.

Una vez en casa, Emilia se dirigió a su habitación a descansar mientras que el edil de Roma se dedicaba a atender primero los asuntos de la familia y luego los del Estado que le competían en razón a su nuevo cargo. En el vestíbulo se acumulaban una decena de personas que venían para pedir consejo o instrucciones. Empezó recibiendo en el atrio del hogar familiar al esclavo encargado de velar por el mantenimiento de los cultivos de las propiedades familiares en Liternum. Allí, al igual que en otros muchos lugares, se padecía la carencia de trabajadores para el campo y la recogida de algunas cosechas de frutales peligraba.

- De acuerdo -respondía Publio tras escuchar las explicaciones de su sirviente-, tomo nota de todo. Mi hermano Lucio partirá para allá en los próximos días y velará por po-ner orden en todos estos asuntos. Ahora puedes descansar en esta casa y salir mañana de vuelta a nuestras propiedades del campo.

El esclavo, capataz de la finca, asintió y se retiró con una reverencia a su joven amo. Siempre había tratado con el padre, pero aquel joven sustituto había escuchado con atención el informe que traía y el hecho de que decidiese enviar a su hermano pequeño a revisar todo aquello subrayaba que su venida a Roma a solicitar ayuda no era tomada en vano.

Después trató con mercaderes que planteaban reclamaciones sobre los problemas que los triunviros creaban en su celo por vigilar todo lo que entraba y salía de la ciudad para evitar el estraperlo que con tanta facilidad emergía en tiempos de guerra y escasez. El edil tomó buena nota de todas aquellas quejas y al fin pudo recibir a un amigo que, con paciencia, había esperado en el vestíbulo su turno para ser recibido. Al verlo entrar, el joven Publio se levantó de su asiento y se acercó a abrazarlo.

- ¿Pero cómo no me avisan de que Cayo Lelio está esperando verme? -comentó en voz alta el joven edil-. ¡Alguien va a tener que ser castigado por semejante ultraje, hacer esperar al mejor de los amigos!

- No, amigo, no. No se ha de castigar a nadie -respondió Lelio sonriente-; lo de la espera ha sido cosa mía: un edil de Roma debe atender antes los asuntos del Estado y luego a los amigos.

- Bien, hombre, bien. ¡Pero que nos traigan vino! -dijo Publio dirigiéndose a un joven esclavo-¡Y que sea el mejor que tengamos en casa! ¡Mulsum para mí!

En unos minutos una mesa tenía todo lo necesario: una jarra de vino tinto, una de agua y otra con mulsum acompañada de un cuenco con miel para añadir en caso de que se desease reforzar el dulzor de la bebida. Sacaron también dos triclinia y frutos secos. Cómodamente recostados, los dos amigos brindaron juntos.

- ¡Por los procónsules de Hispania! -propuso Lelio.

- ¡Por ellos, sin duda! -respondió Publio-. Y, por todos los dioses, ¿alguna nueva de mi padre y mi tío de la que aún no tenga conocimiento?

- Sí, y buenas noticias son. Vengo de hablar con los Emilio-Paulos, tu familia política: hay un levantamiento general de los númidas al mando del rey Sífax en África y parece que tu padre y tu tío están detrás del asunto. Se dice que han enviado mensajeros para pactar con el rey númida. En todo caso, pronto tendremos confirmación del tema, pero lo importante es que el Senado de Cartago reclama a Asdrúbal y sus refuerzos de vuelta a África. Eso diluye la ofensiva que los cartagineses habían lanzado en Hispania.

- Sí, eso suena a estrategia ideada por mi padre. En fin, buenas noticias son, en efecto, ya lo creo. Esperemos que se confirmen del todo. ¿Y en otros frentes?

- Más noticias buenas: Marcelo ha entrado en Siracusa.

- No puede ser. Venimos del Palatino y hemos pasado por el foro. No se comentaba nada. Es imposible.

- Amigo mío, eso era esta mañana y ya estamos a media tarde. Quizá no te des cuenta, pero el tiempo ha ido pasando. El foro es ahora una pura fiesta. Marcelo ha entrado en Siracusa: tenemos el control de la ciudad clave de Sicilia.

- Eso son magníficas noticias. ¿Se sabe algo de aquel griego, ese ingeniero Arquímedes, que tantos quebraderos de cabeza dio con sus ingenios mecánicos y sus argucias en la defensa de la ciudad?

- Ha muerto.

- ¿Muerto? -la información le dolió-. Es una lástima.

- Así es -coincidió Lelio-. Marcelo había dado órdenes expresas de que se le capturase con vida, pero en medio de la batalla el pobre viejo cayó en manos de alguno de nu-estros legionarios más jóvenes y éste no supo distinguir entre un enemigo más y el genio griego de la ingeniería. Muerto en el campo de batalla. Dicen que cerca del puerto.

- Sí que es de lamentar. Hombres de esa talla no se encuentran a menudo. Me pregunto cuántos más han de perecer antes de que consigamos la victoria. Esta guerra está costando demasiado esfuerzo, demasiadas vidas. Aunque por las noticias que traes, parece que las cosas comienzan a enderezarse con Hispania y Sicilia más controladas, los problemas en Numidia… Pero ¿y Aníbal? ¿Sigue en Tarento? Lelio asintió.

- No cejará -añadió Publio-. Lo intuyo desde hace tiempo. Tiene Capua y ahora va a por Tarento. Es una salida natural al mar por el sur. Si Tarento cae y los cartagineses aplastan el levantamiento de Sífax, los refuerzos para Aníbal no tendrán que cruzar toda Hispania y la Galia, sino ir directamente en barco hasta Tarento. Ése es el peligro inmediato ahora.

- Sí, pero las murallas de Tarento son inexpugnables. Es imposible que tome esa ciudad -comentó Lelio.

- También era imposible que nos derrotasen en Cannae donde los doblábamos en número y ya ves lo que hizo Aníbal. Creo que los hechos nos han mostrado que con este general debemos ser cautos en lo que se considera posible o imposible.

- Puede ser -respondió Lelio-, por cierto, eso me recuerda que las legiones quinta y sexta, desplegadas en Sicilia, han pedido a Marcelo que interceda por ellas ante el Senado para que se les levante el destierro al que están sometidas o para que al menos se las haga participar de forma activa en la guerra.

- Eso es lo mismo que decir que se lo piden a Fabio Máximo y Máximo no estará por la labor -dijo Publio.

- ¿Por qué crees eso? Vendrían muy bien dos legiones adicionales.

- Por el orgullo de Máximo: él las condenó hasta que se derrotase a Aníbal y Aníbal sigue en Italia. No, esa petición no tendrá ninguna respuesta positiva por parte del Senado ni aun cuando la plantee un victorioso Marcelo. Menos aún si la plantea Marcelo. Es de los generales que hacen sombra a Máximo y éste se tomará esa petición como un pulso personal. No, estos hombres de la quinta y la sexta se equivocan. Si quieren conseguir algo, deben dirigirse directamente al que los condenó, sin intermediarios. Y más te digo: después de esto, dudo mucho que Fabio Máximo conceda el perdón a esos hombres tras una victoria sobre Aníbal. Les tiene rencor porque al igual que tú y que yo, su hijo Quinto estuvo en Cannae y, como a nosotros, parte de esa vergüenza nos mancha. El que nos eximieran in extremis no borra el hecho de que tú y yo estuvimos allí, y también su hijo. Fabio debe de pensar que desterrando a esas legiones destierra la memoria de aquella batalla.

- ¿No crees que esos hombres o nosotros mismos podemos hacer algo alguna vez que borre esa derrota de nuestro pasado? -preguntó Lelio.

El silencio se apoderó del atrio. Se oía el fluir del agua en la fuente del jardín al que se accedía por el tablinium. Pomponia y Emilia estaban en sus habitaciones. Los esclavos, en sus tareas, habían desaparecido del atrio, a excepción del joven mozo que estaba atento a cualquier señal del edil de Roma.

- No lo sé -empezó el joven Publio-. Lo he pensado en muchas ocasiones y no veo respuesta a tu pregunta, pero te diré una cosa: siento que mi destino, nuestro destino, el de todos los que participamos en aquella horrible batalla de Cannae está unido. Ahora estamos separados y no tengo idea de qué caminos llevaremos en el futuro cada uno, Lelio, pero siento que en algún momento nuestras vidas volverán a cruzarse con la quinta y sexta legión de Roma y, si eso ocurre, ése será el momento de lavar, juntos, nuestro pasado.

- Las legiones malditas, las llaman -dijo Lelio, en voz baja, casi con miedo.

- Legiones malditas, en efecto, eso es lo que son -concluyó Publio. El atriense de la domus de los Escipiones entró en el atrio.

- ¿Qué ocurre?, ¿por qué nos interrumpes? -preguntó Publio, molesto, con sus pensamientos aún en Sicilia, rodeado de legionarios maldecidos por Roma.

- Lo siento, mi señor, pero el hombre que esperabais ha llegado según estaba citado.

- ¿El hombre, qué hombre…? Ah, por Castor y Pólux, es cierto: el director de la compañía de teatro, es cierto. Que pase, que pase -y dirigiéndose a Lelio-; es el director de una de las compañías de teatro de la ciudad: he de organizar los festejos del año y tenemos que planificar, entre otras cosas, las obras que se representarán. Parece tan absurdo ocuparse de estas cosas cuando el mundo está en pie de guerra… pero el teatro ofrece entretenimiento y toda distracción que brindemos al pueblo es poca en estos momentos de tumulto e incertidumbre, ¿no crees?

Lelio asintió. Pensó en comentar que donde hubiera un buen combate de gladiadores se quitaran todas las obras de teatro del mundo, pero no dijo nada sobre el asunto y sonrió antes de despedirse.

- Bien, creo que es mejor que deje a solas al edil de Roma con sus ocupaciones y busque otro lugar donde descansar. Publio se levantó y le volvió a abrazar.

- Que sea guapa, no mereces menos -dijo el edil de Roma-. Y cuídate, que ese barrio es peligroso.

- No sé de qué me hablas -respondió el oficial romano mesándose la barba con la mano derecha-, pero me cuidaré -y, riéndose, pensando para sus adentros que precisamente a por eso iba, a por una mujer guapa en el barrio de las putas de la ciudad, junto al río, concluyó que su cabeza no albergaba demasiados secretos para su joven amigo. Al salir, se cruzó en el vestíbulo con un hombre obeso, mayor, con una ridicula peluca rubia en la cabeza. Lelio le miró fijamente y aquel hombre le saludó con una leve inclinación del cuerpo. Un actor, sin duda, pensó Lelio y se reafirmó que la vida política no era para él: no se veía tratando con semejantes personajes sin perder la compostura. El atriense invitó a Casca a que entrase en el atrio.

- ¿Deseas vino o alguna cosa? -preguntó Publio a su nuevo interlocutor. Casca contempló las jarras sobre la mesa y los frutos secos. Sí, le apetecía sobremanera un poco de vino y algo de comer.

- No, gracias, mi señor -respondió Casca. Pensó en lo oportuno de mantener un tono oficial en aquella conversación con el nuevo y sorprendentemente joven edil de Roma. No quería que el licor nublase su conocimiento. Aquélla era la negociación más importante del año. El edil dio una palmada y un par de esclavos retiraron con rapidez la comida, la bebida y la mesa. Casca, ante una señal de su anfitrión, se reclinó en el tricli- nium que antes había ocupado Lelio.

- ¿Y bien? -empezó Publio-, ¿qué tenemos para este año? Espero grandes cosas de ti. Me han hablado bien, pero por eso espero que tus actos no desmerezcan las referencias que he recibido de tu persona y de tu compañía.

Casca recibió con una reverencia de la cabeza aquellos comentarios de la máxima autoridad civil de la ciudad en lo tocante a festejos, organización de juegos y otras cuestiones del devenir diario de la urbe.

- Tengo dos, no, tres buenas tragedias, de autores ya conocidos por el público. Veamos -Casca sacó un pequeño rollo de debajo de la túnica y comenzó a leer sus anotaciones-. De Livio Andrónico tengo dos obras que agradarán, sin duda, por su gran fuerza dramática, Aquiles y Andrómeda. Estoy seguro de que impactarán. Casca alzó su mirada del rollo que estaba consultando y observó que el edil no parecía muy convencido. No se desalentó. Continuó leyendo sus anotaciones.

- Bien. Tengo algo especial del gran Ennio: Alexander. Eso gustará sin duda. Es una obra épica.

Publio asintió algo más convencido, pero aún no estaba satisfecho.

- Eso último -empezó el edil de Roma-puede estar mejor: una obra que espero que ensalce el valor del gran general puede estar bien, pero Ennio es siempre tan poco oportuno en sus temas. Alejandro es, a fin de cuentas, macedonio, y quizá no sea el mejor momento para reproducir las hazañas del antepasado de un rey como Filipo que no hace sino atacarnos y pactar con Aníbal, ¿no crees?

- Sí, claro, por supuesto; no lo había considerado desde ese punto de vista, pero sin duda estáis en lo cierto. Entonces, quizá, mejor las tragedias de Livio.

- ¿Y comedia? -preguntó Publio-. ¿Es que ninguno de tus autores escribe alguna comedia con la que distraer a la gente de la guerra y los trabajos a los que todos nos vemos sometidos por la misma?

- Sí, comedia, claro, por supuesto, mi señor. Tengo algunas cosas interesantes. Veamos…, permitid que consulte mis notas, la memoria mía ya no es lo que era; pensar que antes era capaz de memorizar obras enteras, ahora, sin embargo…, pero no, eso os aburre, veamos… Sí, por ejemplo, está Nevio, con una comedia divertida: La muchacha de Tarento.

- Esperemos que Tarento no caiga en manos de Aníbal antes de que la obra se represente y espero también que la obra venga sin la acostumbrada crítica política que acompaña a sus obras -incidió Publio.

- Bien, bueno, me ocuparé de que todo esté controlado.

-Debidamente controlado -insistió el edil de Roma.

- Así se hará, sin duda, mi señor -Casca hizo una nueva reverencia con la cabeza. Dudó en si añadir algo o mejor dejar la conversación en ese punto. No parecía que ninguna de sus propuestas estuviera entusiasmando demasiado a la autoridad que disponía de la potestad de contratar sus servicios o bien prescindir de los mismos, y no quería tentar su fortuna.

- Ibas a decir algo. Habla. -Publio no era hombre al que se le pasase por alto la duda en la faz de su interlocutor.

- Bien, veréis, tengo también un autor nuevo, Tito Macio, Tito Macio Plauto, para ser exactos.

- ¿Plauto? Es un nombre extraño para un escritor, ¿no?

- Bien, sí, pero he leído su trabajo. Tiene una comedia, La Asiriana la llama, sin ningún contenido político, puro divertimento, ágil, encantará, estoy seguro. Creo que es lo que buscáis.

- Os pido comedias y o bien me proponéis a autores de dudosa honorabilidad en lo político con títulos desafortunados, o bien a un completo desconocido. Casca, esperaba más de ti.

- Bien, siento no poder ofrecer más. Lo cierto, con todo el respeto sea dicho, mi señor, es que no hay tanto donde elegir. Seguiré buscando, por supuesto, pero esto es lo que tengo por el momento.

El edil guardó unos segundos de silencio. Casca pensó que su contrato para representar varias obras aquel año estaba a punto de desvanecerse en el aire.

- Bien -concluyó al fin Publio-. Esto es lo que haremos: empezaremos con las tragedias de Livio, pero no se representará la obra de Ennio, no, al menos hasta que terminemos con el enfrentamiento con Macedonia. Y luego, a partir del verano se representará

la comedia de Nevio, de la que espero no recibir ninguna queja desde el Senado. Recuerda que Fabio Máximo y otros senadores no hacen sino esperar una oportunidad para prohibir el teatro para siempre, así que por la cuenta que te trae, sé meticuloso en tu su-pervisión de la obra. Y bien, al final, para las Saturnalia de diciembre, le daremos una oportunidad a tu nuevo autor y espero por tu bien que guste. No querría terminar el año desagradando al pueblo. ¿Estamos de acuerdo?

- Sí, claro. Me parece perfecto: Livio, tragedias, comedia de Nevio, supervisada, supervisada, por supuesto, y luego el autor nuevo, Plauto -Casca repetía las palabras con esmero-, no os defraudaré, mi señor. El pueblo estará contento del teatro de este año. Os recordarán con agrado.

- Bien, Casca. Tengo mi confianza puesta en ti y en las obras que hemos comentado. Ahora, por favor, déjame descansar. He tenido un largo día. Marcha y que los dioses estén con tus escritores protegidos. Casca se levantó y, con pasmosa velocidad, desapareció por el vestíbulo. No quería dar ocasión a que el edil pudiera replantearse la oferta que acababa de hacer: dos tragedias y dos comedias; cuatro obras. Aquello estaba bien; más que bien. Ahora tendría que tratar con los escritores. Caminaba ya por la calle de regreso a su casa. Los escritores. Eso significaba celebrar con Livio las nuevas representaciones, explicar a Ennio la inoportunidad de su Alexander; eso requerirá tacto, igual que controlar a Nevio. Eso sería lo más difícil de todo. Y, en fin, luego sosegar al impaciente de Tito Macio, para que aguarde anhelante pero paciente el momento de estrenar su primera obra. Ya está, le diría que fuera escribiendo otra entretanto. Sí, ésa sería la mejor forma de invertir su tiempo. Claro que si luego el estreno resultaba un fracaso, allí terminaría su carrera, pero había que considerar la posibilidad, por remota que ésta fuera, de que la obra cosechase éxito. Si así fuera, el edil, el pueblo, todos desearían más y Casca tendría más para ofrecer. Aquél se presentaba como un año lleno de posibilidades.

78 Las profecías de Aníbal

Tarento, 212 a.C.

Maharbal contemplaba las murallas de Tarento admirado por su altura y su fortaleza. Aquella ciudad era inexpugnable. En gran medida le recordaron las fortificaciones de Qart Hadasht en Hispania: poderosas murallas dando cobijo a un puerto natural cuyo acceso quedaba perfectamente controlado desde la ciudad. No tenía ni idea de qué hacían allí: la empresa era en todo punto una aventura imposible. Es cierto que, si había alguien capaz de imposibles, ése no era otro que Aníbal, pero hasta él mismo ordenó replegarse tras Cannae en lugar de acudir a asediar Roma. Maharbal no veía qué diferencia podía haber entre intentar tomar una ciudad u otra, ambas fuertemente protegidas y con importantes guarniciones romanas para guardarlas.

- Leo en tus ojos la duda, Maharbal, ¿me equivoco? -comentó la profunda voz de Aníbal a sus espaldas. Maharbal se volvió sorprendido. Pensaba que estaba solo.

- Son estas murallas. Parecen infranqueables y, como explicaste en Cannae, no tenemos armamento adecuado para un asedio de este tipo. Ni siquiera pudimos tomar Ñola cuando la protegía Marcelo. No quisiste tomar Roma y quieres tomar Tarento. La verdad, no veo a qué acudir aquí, en lugar de proteger el territorio que dominamos en Italia central; Capua, por ejemplo, está siendo asediada por los romanos por haberse pasado a nuestro bando y nosotros aquí…

- Nosotros estamos aquí -interrumpió Aníbal-, para tomar Tarento de una vez. Ya sé

que estuvimos aquí el año anterior sin conseguir nada útil y ya sé que las ciudades fuertemente protegidas se nos resisten al asedio por falta de medios, pero, Maharbal, me sorprendes al comparar Roma con Tarento.

- ¿Por qué? Ambas están igualmente protegidas.

- Puede ser, pero una es Roma misma, la otra es una ciudad aliada a Roma y como todo aliado, susceptible de traición. Maharbal abrió bien los ojos. Era eso. Había un plan, algún contacto.

- Es evidente que se nos necesita en Capua, pero si conseguimos Tarento, cazaremos dos jabalíes en el mismo bosque, como les gusta decir a los romanos: por un lado obtendremos un puerto en el sur de Italia por el que obtener refuerzos de África y por otro fortaleceremos nuestra posición en el sur. El centro está en disputa, pero tenemos plazas importantes como Capua que luchan ya contra Roma, a nuestro favor, en el norte los galos atormentan a las tropas romanas allí emplazadas, Asdrúbal ha regresado a Iberia y pronto se enfrentará contra los procónsules y hemos abierto un nuevo frente en el Adriático con el apoyo de Filipo. Sí, ya sé que ha sido rechazado en Apolonia, pero Filipo sigue a nuestro lado. Lo volverá a intentar. Quiere recuperar el territorio del protectorado romano de Iliria. Y si tomamos Tarento, nos haremos fuertes en el sur. Maharbal pensó que aquello era cierto, pero que no era menos cierto que Marcelo había conquistado Siracusa recuperando con esa ciudad gran parte de Sicilia para el bando romano, y todo eso pese a las defensas de Arquímedes. Y luego estaba el problema de Sífax. Maharbal intentó ser objetivo en su respuesta y fue con tiento.

- Es muy cierto lo que dices, pero Asdrúbal no puede ocuparse de aplastar a los rebeldes de África, como Sífax, y al mismo tiempo derrotar a los procónsules romanos en Iberia. Es demasiado para él -pensó en añadir lo de Sicilia, pero estimó más conveniente no presentar más problemas en los frentes de aquella interminable guerra.

- Sí, es verdad -respondió Aníbal-; se exige demasiado a mi hermano, pero Asdrúbal es hábil y fuerte: ha terminado con el levantamiento de Sífax y ya está de vuelta en Iberia. Te haré dos profecías esta noche y ya sabes que no soy amigo de adivinar el futuro, pero te diré estas dos cosas. Uno: esos procónsules, los Escipiones, son hombres muertos, sólo que no lo saben. Asdrúbal los derrotará y, más tarde o más temprano, alcanzará

Italia por el norte para unirse con los galos. De esa forma estrangularemos a Roma con una pinza, con mi hermano y los galos por el norte y nosotros avanzando desde el sur. Y

dos: esta misma noche, entraremos en Tarento. Y basta ya de chachara. Que los hombres cenen temprano y bien, comida abundante, pero sin vino. Maharbal escuchó con atención las palabras de su general: lo conocía bien y se empapó de aquellos presagios. Aníbal nunca lanzaba anuncios o amenazas que no sintiera como auténticos, pero mucho pedía de su hermano y demasiado fácil parecía pintar la toma de la fortaleza de Tarento. En cualquier caso, la noche estaba desplegándose sobre la región y las llamas de las hogueras empezaban a extenderse por el campamento. En cuestión de horas se dilucidaría la primera de aquellas premoniciones: la caída o no de Tarento. Sólo si se cumplía esa predicción, consideraría que quizá la otra también pudiera tener algún fundamento.

Era noche cerrada. Había un aire que agitaba las copas de los árboles. Filémeno se ajustó la capa con la que cubría su cuerpo del frío nocturno mientras esperaba junto con varios de sus hombres en un claro del bosque. Era lo acordado. Ésa sería una velada especial. Los que al fin se habían decidido a acompañarle aquella noche estaban tensos, nerviosos. A simple vista parecían formar parte de una partida de caza a la espera de una pieza de interés para lanzarse sobre ella con sus flechas y lanzas. Esa noche, sin embargo, a su atuendo habitual habían añadido escudos y cascos que habían sacado ocultos entre los bultos de los caballos. La falta de luz hizo el resto. Los centinelas de la guarnición romana de Tarento no se percataron de esos innecesarios complementos para una cacería, a no ser que lo que se estuviera pensando fuera en terminar cazando hombres aquella noche, romanos para ser precisos. Filémeno sonrió, pero había amargura contenida en aquel gesto del rostro. Aquella noche había salido de Tarento aparentando, como en otras ocasiones, que salía a cazar para traer alimento a la ciudad. Llevaba semanas haciendo lo mismo, retornando siempre con abundante carne fresca que luego distribuía en el mercado de la ciudad para apaciguar así un poco el hambre en aquellos tiempos confusos de guerra permanente. Los centinelas romanos le dejaban ir y venir a cambio del soborno acostumbrado: varias de las piezas cazadas no pasaban de la guarnición romana que vigilaba las puertas. Así, los centinelas llevaban saciando su gula desde hacía meses. Sólo controlaban que regresasen todos los que salían cada noche y que no entrase nadie que no hubiera salido. Estaban tranquilos. Filémeno mantenía su sonrisa torcida mirando el cielo estrellado. Ni su padre ni muchos de sus amigos volvería a ver aquellas estrellas. Habían sido tomados como rehenes cuando empezó la guerra. Era la forma habitual mediante la cual Roma se garantizaba la fidelidad de las ciudades de cuya lealtad dudaba, como Tarento. Pero en medio de la confusión de aquella guerra, los rehenes se escaparon de Roma. No fueron muy lejos y tras ser atrapados, cazados, pensó

Filémeno, fueron conducidos de nuevo a Roma, juzgados por traición, torturados y despeñados desde lo alto de una roca. Para Filémeno y otros muchos tarentinos aquello supuso el final de su alianza con Roma, sólo que no podían manifestarlo aún. El Senado romano, diligente, envió refuerzos suplementarios para la guarnición de Tarento con la intención de, ante la ya ausencia de rehenes, asegurarse, no obstante, el control de aquel enclave marítimo.

- Pronto llegarán los cartagineses -dijo Filémeno cortando la madrugada con su voz resuelta.

Sus compañeros asintieron. Tenían miedo, pero la necesidad y el odio a Roma los empujaba. Por el extremo norte observaron una gran masa oscura, como si el bosque se moviese hacia ellos. La luz tenue de las estrellas era insuficiente para vislumbrar con claridad lo que ocurría y no había luna. De hecho, por eso habían acordado aquella noche. Filémeno recordaba las palabras del general cartaginés.

- La próxima noche sin luna, allí donde termina el bosque, al norte de la ciudad. Allí

nos encontraremos. Tenlo todo preparado y yo cumpliré mi palabra.

Habían acordado que Filémeno y sus hombres se encargarían de conseguir que se abriesen las puertas de la ciudad en medio de la noche y que cooperarían en la lucha por el control de la ciudad, que pasaría al bando cartaginés al amanecer. Aníbal se había comprometido a cambio a respetar la vida y los bienes de todos los tarentinos y que sólo se quedaría con las propiedades de los romanos y con el control del puerto para poder usarlo como vía marítima para recibir refuerzos desde África. Filémeno meditaba sobre aquel acuerdo mientras observaba la masa oscura que descendía por la ladera desde el bosque. Las primeras sombras comenzaban a definirse con mayor precisión: lanzas, escudos, espadas, corazas, uniformes militares iguales a los romanos, arrebatados a aquéllos en decenas de combates. El ejército de Aníbal los rodeó en la densa penumbra de la noche.

Aníbal, acompañado por cuatro soldados de su confianza, se acercó hasta quedar a unos pasos de Filémeno y sus hombres. El noble tarentino se adelantó junto con otro ciudadano de la ciudad y bajo la titilante luz de las estrellas reafirmaron el acuerdo al que habían llegado unas semanas atrás.

Maharbal observaba aquel encuentro sin saber bien qué se estaba tratando. Estaba ocupado en mantener el orden y el silencio entre las filas de los jinetes númidas. Aquél era un terreno pedregoso, irregular y con árboles. Todo lo contrario a lo que sus jinetes requerían. Se sentía incómodo. Sin embargo, en el gesto y el andar de la silueta de Aníbal adivinaba seguridad y decisión. Quizá, después de todo, el general sabía lo que hacía y aquella noche tomasen Tarento. Quizá allí donde en otras ocasiones habían fallado, esta noche triunfasen. Volvió a pensar en las extrañas profecías de Aníbal. Tenía curiosidad por ver hasta qué punto se cumplían, de manera especial la relacionada con la futura llegada a Italia de Asdrúbal con refuerzos para concluir la guerra con los romanos, pero el propio Aníbal había establecido primero la toma de Tarento como unidad de medida en el cumplimiento de sus propias premoniciones. Quedaban siete u ocho horas de noche y Maharbal aún veía poco hecho y mucho por hacer.

El avance nocturno continuó durante dos horas más. Esta vez el ejército pudo acelerar la marcha de forma notable gracias a Filémeno y sus compañeros, que actuaban como guías a través de un bosque y unas colinas que conocían a la perfección. A cinco horas del amanecer alcanzaron a vislumbrar la silueta de las murallas de Tarento, recortada en el horizonte negro definido por la luz de las antorchas que la guarnición romana mantenía encendidas durante toda la noche en las decenas de pequeños puestos de observación y en las torres de la fortificación defensiva que rodeaban toda la ciudad. Y por encima de la primera barrera de murallas, se veían más luces y una segunda red de muros: la ciudadela, una fortaleza dentro del propio recinto amurallado, desde la que se controlaba el acceso al puerto.

A mil pasos de las murallas, el ejército cartaginés se detuvo. Los hombres de Filémeno se adelantaron, seguidos de cerca por un nutrido grupo de jinetes númidas al mando de Maharbal. El comandante de la caballería dudaba de aquella empresa más que nunca, pero Aníbal había sido explícito.

- Sigue a estos hombres y, cuando abran la puerta, entrad y luchad por el control de la misma. Mantenedla abierta y en unos minutos estaremos allí con todas las tropas. Te ayudarán desde dentro.

Maharbal asintió y seleccionó a cuatro decenas de sus mejores jinetes. Al galope dieron alcance a los tarentinos que cabalgaban al paso. Maharbal redujo la marcha de su caballo. Los tarentinos aceptaron de buen grado a los nuevos acompañantes en su aproximación a la ciudad. Al cabo de un par de minutos, las murallas de Tarento empezaron a crecer de forma magnífica ante los ojos de Maharbal. Ya habían estado allí el año anterior, pero nunca tan cerca. Era una fortaleza inaccesible. Nuevamente le vino a la memoria Qart Hadasht en Iberia. Igual de imponente, imposible de tomar por la fuerza sin una traición: murallas altísimas y poderosas y, en muchos lugares, mar, dificultando aún más un asedio. De hecho, como en Qart Hadasht, los tarentinos aprovecharon que el mar ya los protegía de forma natural para concentrarse en fortalecer y fortificar de forma especial las murallas que protegían el flanco de acceso terrestre a la ciudad. Y precisamente hacia ese lugar inexpugnable es adonde dirigían sus monturas aquella noche.

Dos centinelas romanos jugaban a los dados en lo alto de la torre que protegía la puerta principal de la ciudad. Estaban cubiertos con sendas mantas para resguardarse del frío, sentados sobre la piedra de la fortificación sin prestar demasiada atención a los movimientos que se dieran por el exterior.

- Dos seises y un dos -dijo uno de ellos-; buena jugada, pero no suficiente. El que hablaba tomó los dados y estaba a punto de lanzarlos sobre el suelo cuando se oyó un silbido. Ambos dejaron de jugar y despacio, con la parsimonia de la costumbre, se alzaron y miraron por encima de la muralla.

- Ya está aquí otra vez ese griego. Espero que hoy venga con algo mejor que aves para comer o no le dejaré entrar.

- Calla ya y pregúntale, por todos los dioses. El centinela interpelado por su compañero elevó su voz hacia el exterior.

- ¿Qué nos traes esta vez, Filémeno? Hoy no se te da paso si no traes algo que merezca la pena -y ambos legionarios se echaron a reír. Fuera, junto a las puertas, Maharbal vio cómo Filémeno consultaba con sus hombres en voz baja hasta que tras asentir varios de ellos, devolvió la respuesta con vigor, hablando al viento en latín, mirando a la torre.

- ¡Jabalíes! ¡Cuatro jabalíes y uno es para vosotros y toda la guardia! ¡Ésta es vuestra noche de fortuna!

- Por Hércules -se escuchó desde la torre-, que le abran las puertas y rápido. Esta madrugada desayunamos carne fresca.

Las puertas de la ciudad de Tarento se abrieron con la pesada lentitud de su enormidad de madera maciza y refuerzos de bronce y así los romanos dieron paso a su particular Caballo de Troya. Pasados unos minutos, en la ciudadela, justo en el otro extremo de la ciudad, un centurión entró en la residencia de Cayo Livio, jefe de la guarnición romana en Tarento.

- Mi señor, se combate junto a la puerta este de la ciudad. Parece que un grupo de tarentinos se ha rebelado. El comandante romano se levantó del lecho aturdido y nervioso, pero enseguida articuló la pregunta clave.

- ¿Y las puertas? ¿Están abiertas o cerradas?

- No lo sé, mi señor. Aún no hemos conseguido recuperar el control del acceso a las mismas.

- ¡Pues manda a los hombres que necesites, por Castor y Pólux y todos los dioses!

El centurión salió raudo a cumplir las órdenes.

Pero ya era tarde para salvar la ciudad. Desde la distancia, a mil pasos de las murallas, Aníbal observaba la operación con el detenimiento y el deleite de quien ve su plan en funcionamiento después de haberlo meditado durante semanas. Tarento, con su vientre abierto, dejaba penetrar a centenares de cartagineses que, una vez asegurado el control de las torres próximas a la puerta, se adentraban por las calles de la ciudad matando a cuantos romanos les salían al paso. Los romanos, a su vez, intentaban detener aquel avance, pero cuando conseguían una formación ordenada de sus hombres y el control de una calle, eran atacados por la espalda por grupos de tarentinos en rebelión, lo que los cartagineses aprovechaban para cargar contra los confusos defensores. Cayo Livio no tardó en comprender cuál era la situación y en lugar de ordenar la salida del resto de las tropas instó a que los legionarios que aún sobrevivían al ataque inicial y que combatían en las calles de la ciudad antigua se retirasen y se refugiasen con el grueso de la guarnición en el único punto que aún dominaban: la ciudadela. De esta forma, en pocas horas, con la llegada del amanecer, Aníbal hizo su entrada en una Tarento dominada por los cartagineses, a excepción del pequeño bastión de la ciudadela, donde los romanos, atrincherados y protegidos por las murallas de aquella fortificación, se habían hecho fuertes decididos a resistir el largo asedio que les esperaba. Había un centenar de legionarios presos por los cartagineses. Eran soldados que se habían visto incapaces de alcanzar la ciudadela antes de que Cayo Livio ordenase cerrar sus puertas para evitar la entrada del enemigo. Los legionarios que quedaron fuera se vieron abocados a una muerte en combate, muchos, y, otros, a una rendición humillante y llena de incertidumbre. Aníbal contemplaba a los prisioneros sin bajar de su caballo. Fue entonces cuando Filémeno se le acercó.

- ¡General! ¡Reclamo a esos prisioneros para nosotros! Los romanos juzgaron a nuestros familiares en Roma y es justo que ahora nos corresponda a nosotros juzgar a sus compatriotas.

Aníbal giró su caballo hacia Filémeno. Desmontó despacio. Rodeado de sus hombres de confianza se aproximó hacia Filémeno, pero el general alzó la mano indicando que le dejasen avanzar solo hacia el tarentino. De esa forma, sin acompañamiento, se aproximó

hasta Filémeno, que con tanta decisión se había dirigido hacia él. Aníbal con voz grave y seria le preguntó.

- ¿Es eso un ruego o una orden, ciudadano de Tarento?

Filémeno contuvo su respiración. Tenía la espada en su mano, goteando aún sangre. El general cartaginés se había aproximado hasta apenas dos pasos y ni siquiera había desenvainado su arma. Aquel cartaginés no tenía miedo de un hombre armado. Filémeno meditó su respuesta. Se dio de cuenta de que él sí tenía temor, pero sabía que se estaban jugando muchas cosas en aquel momento. No había puesto en peligro su vida y las del resto de los que se habían rebelado para pasar de un sometimiento a otro aún peor.

- Ni un ruego ni una orden. Es una petición, general -dijo-. Una petición -repitió. Aníbal guardó silencio. Miró a su alrededor. Más de un millar de tarentinos esperaban su respuesta. Había sido una ayuda casi divina para acceder al dominio de la ciudad. Aquél era un golpe importante contra los aliados de Roma en el sur de Italia y sólo le pedían disponer de unas decenas de prisioneros. En realidad era el tono del tarentino lo que le había molestado, pero parecía que Filémeno había captado la idea de que tenía que ser cauteloso en su forma de plantear peticiones.

- Ésta es una petición justa -respondió Aníbal y, a una señal suya, los cartagineses cedieron los legionarios presos, desarmados y aterrados a los tarentinos. Luego, pasando junto al tarentino, que tuvo que hacerse a un lado para no chocar con el general cartaginés que avanzó como si Filémeno no se encontrase allí, se retiró a una de las casas de la antigua guarnición romana en la ciudad antigua y ordenó que le trajeran vino y agua para celebrar aquella victoria. Maharbal le acompañaba mientras inspeccionaba unos planos que se albergaban en aquel edificio y otros que le trajeron sus soldados procedentes de diversas casas romanas en la ciudad.

- Bien, mi buen Maharbal -dijo Aníbal mientras escanciaba él mismo vino fresco en sendas copas-, como verás, Tarento ha caído; la primera de mis profecías se ha cumplido. Pronto caerá el resto del sur de Italia y sólo tendremos que sentarnos a esperar que Asdrúbal llegue por el norte para lanzarnos, esta vez sí, sobre Roma. Tu tan ansiado deseo podrá así cumplirse y, ahora sí, con garantías de éxito. Maharbal aceptó de buen grado la copa que su general le ofrecía. Se oyó el grito desgarrador de un hombre y luego otro igual de desolador.

- ¿Y eso? -pregunto Aníbal, sin temor, sólo por curiosidad.

- Son los tarentinos -respondió Maharbal, tomando un sorbo de vino-. Están despeñando a los prisioneros romanos desde las murallas de la ciudad. Es su venganza por la muerte de sus compatriotas rehenes a manos de los romanos.

Aníbal asintió y no hizo comentarios al respecto, pero le llamó la atención el rostro serio de Maharbal.

- Te veo preocupado. Hemos cumplido la primera de mis profecías y, sin embargo, no pareces satisfecho. ¿Qué te perturba?

- La ciudadela. Hemos tomado la ciudad antigua y parte de los accesos al puerto, pero los romanos controlan aún la ciudadela y con ella el control del puerto no es completo. Maharbal pensó en añadir que de esa forma el cumplimiento de la profecía tampoco era completo, pero se contuvo.

- Bien, es cierto -respondió Aníbal-, pero la ciudadela caerá bajo nuestro asedio. Es cuestión de tiempo y paciencia. Paciencia, mi buen Maharbal. Paciencia. Ahora, cuando termines el vino, haz el favor de velar por que se asegure el control de la ciudad. Yo voy a descansar. Hace dos días que no duermo y, si no descanso un poco tras la toma de una ciudad como Tarento, no sé ya cuándo voy a hacerlo.

Maharbal vació el contenido de la copa de un trago y, con la garganta aún caliente por la caricia del licor, se despidió con un saludo oficial, mano en el pecho, de su general. Maharbal supervisó entonces las operaciones de toma de las casas romanas y del botín que de éstas se sacaba. Ordenó e insistió en que se respetasen las propiedades y las casas de los tarentinos. El pillaje sería castigado con la muerte. Los cartagineses obedecieron con disciplina: en aquellos momentos, dormir bajo techado, con agua y comida abundante y la protección de una muralla se les antojaba recompensa más que suficiente para las últimas campañas de victorias inciertas y de fracasos frecuentes. Eran los amos de Tarento. A nadie parecía preocuparle en demasía la pequeña guarnición romana atrincherada en la ciudadela. Maharbal pronto se dio cuenta de que él era el más molesto por aquello. Examinó sus pensamientos. Pronto comprendió el porqué de su desazón. Tarento no estaba tomada al completo o él, al menos, no lo veía así, de forma que la primera profecía de Aníbal sólo se había cumplido en parte. ¿Pasaría lo mismo con la segunda y más importante premonición? ¿Llegaría Asdrúbal a Italia, por el norte, con un poderoso ejército con el que atacar a los romanos después de derrotar a los Escipiones en Hispania? ¿O algo fallaría también en aquella profecía? Al fin sacudió la cabeza, intentando así quitarse de encima las preocupaciones y se llamó estúpido a sí mismo. Acababan de asestar un golpe mortal a la estrategia romana en la península itálica y él andaba preocupado por profecías, anuncios y adivinaciones. Tarento era de ellos y los pobres romanos escondidos en la ciudadela, más tarde o más temprano, serían pasto del odio que los tarentinos tenían acumulado contra ellos por el largo sometimiento de su ciudad. No, aquel amanecer no había lugar para temores absurdos.

LIBRO VII EL TEATRO DE LA VIDA Y LA MUERTE

Vita mortuorum in memoria vivorum estposita. [La vida de los muertos permanece en el recuerdo de los vivos.]

CICERÓN, Orationes Philippicae in M. Antonium, 9, 5,10.

79 Las Saturnalia

Roma, diciembre del 212 a.C.

- ¿Se sabe algo ya? -preguntó Lucio Emilio Paulo, con cierta preocupación. El joven Lucio Emilio, el hermano de Emilia, junto con Lelio y Lucio, el hermano de Publio, habían llegado a la domus de los Escipiones de regreso del foro. Allí encontraron a Publio caminando como una fiera enjaulada de un lado a otro del atrio. No les respondió inmediatamente. Todos esperaron hasta que el joven edil de Roma pareció percatarse de la pregunta.

- No, nada -respondió Publio, abriendo la boca como con prisa, distraído, absorbido por sus pensamientos-. Llevan tres horas encerradas en su habitación, pero no sé nada.

- ¿Y madre? -preguntó su hermano Lucio.

- También dentro, con ella y las esclavas.

- Ya. -Lucio bajó la cabeza.

Lelio pensó que sería buena idea introducir otro asunto en la conversación y distraer así la preocupación que mostraban los semblantes de todos los presentes.

- En el foro ya se sabe lo que ha decidido el Senado sobre la petición de Marcelo -dijo hablando rápido.

- ¿La petición de Marcelo? -preguntó Publio, confuso.

- Sí, hombre -se explicó Lelio-, la petición de la quinta y sexta legión, los malditos de Cannae, los desterrados en Sicilia.

- Ah, sí, por Castor y Pólux, a veces no sé en qué estoy pensando. -La faz de Publio puso de manifiesto un vivo interés por el asunto; Lelio se sintió orgulloso de haber conseguido su objetivo de atraer su atención.

- Máximo -continuó Lelio-ha insistido en el Senado en que esas legiones ni deben volver a Roma ni tan siquiera combatir. Es la peor de las humillaciones. Los detesta. Y

ha ganado: su moción para que permanezcan en destierro permanente ha sido la más votada, además, por mucha diferencia. Apenas algunos amigos de los Mételos y de los nuestros se han atrevido a contravenir la propuesta de Fabio Máximo. Esos hombres no regresarán nunca a Roma…, al menos con vida.

- Nunca -repitió Publio entre dientes, como pensando en voz alta. Había duda en su voz. Un extraño tono que hizo que los demás se volvieran hacia él.

- ¿Dudas de que se cumpla lo que ha designado Máximo con respecto a esos hombres? -preguntó Lucio Emilio.

- No, no es exactamente así -se explicó Publio-y sí; no sé; nunca es una palabra demasiado definitiva. También se dijo que Aníbal nunca saldría vivo de los Alpes y ya veis.

- Son cosas diferentes -dijo Lucio Emilio-. Aquello fue una hazaña de un gran general, por mucho que nos pese ahora reconocerlo, pero esas legiones no tienen mando ni líderes ni son hombres de combate. No tienen nada, no cuentan con nada ni nadie para revertir su destino. Su futuro está marcado. Morirán en el destierro, si no es que Máximo decide que al fin sean ejecutados uno a uno.

- Es posible, sí, seguramente será así… -dijo Publio. No tenía ganas de discutir ya sobre el tema. Su preocupación presente había vuelto a apoderarse de su mente y su ánimo; en aquel momento, el destino de las legiones quinta y sexta le quedaba demasiado lejano. En ese instante, su madre, Pomponia, entró en el atrio, acompañada por una esclava. La esclava llevaba una pequeña manta blanca de lana manchada de sangre y Pomponia, un bebé que lloraba a pleno pulmón. La madre de Publio se situó frente a su hijo y a sus pies, sobre la manta ensangrentada que tendió la esclava, dejó el cuerpo desnudo del bebé.

- Es una niña; parece sana, por la forma de llorar, y tu mujer está bien -dijo Pomponia-. Te corresponde a ti ahora aceptar o desechar a esta niña. Publio no lo dudó y bajo la atenta mirada de todos los que allí estaban presentes, se arrodilló y tomó al bebé en sus brazos.

- Sí, claro que la acepto -y se quedó mirando a la criatura como atontado-. Es preciosa. Se llamará Cornelia. Cornelia -dijo el joven edil de Roma y, con la niña en brazos, sin mirar a nadie, dejó el atrio en busca de la madre de su recién nacida hija. Alrededor del impluvium quedaron Lelio, Lucio Emilio, Lucio y Pomponia.

- Dices que mi hermana, Emilia, está bien, ¿verdad? -preguntó Lucio Emilio.

- Así es -respondió Pomponia, segura, tranquila, serena-. Está bien; algo cansada, pues el parto ha durado varias horas, pero está bien. Puedes descansar en paz esta noche. Mañana podrás verla. Es mejor que ahora no la agobiemos con visitas. Se lo iba a decir a mi hijo, pero ya has visto que no me ha dado demasiadas opciones. Pomponia se acercó al altar de los dioses Lares de la casa y vertió, entre oraciones silenciosas, leche y algo de vino que le había traído una joven esclava.

- Siento -continuó Lucio Emilio en voz baja y con respeto hacia las oraciones de la mater familias de aquella casa-que mi hermana no os haya dado un niño. Sé cuánto lo deseabais y también cuánto lo anhelaba Publio.

Pomponia se volvió despacio hacia Lucio Emilio.

- Bueno -respondió con sosiego-, es a mi hijo al que le competía decidir sobre el asunto, pero ya veis que ha aceptado el designio de los dioses y el fruto de su mujer sin mayores dudas. Lo que mi hijo acepte lo acepto yo. Y con agrado.

Lucio Emilio se inclinó ante Pomponia sin añadir más.

- Bueno -interrumpió Lelio-, pues si ya tenemos un nuevo miembro de la familia y si la madre está bien y el padre feliz, en fin, pienso yo, que esto debería derivar hacia algún tipo de celebración, ¿no?

Pomponia sonrió.

- Sin duda, Lelio, como siempre, tienes razón. Las horas del parto parece que han nublado mi sentido de la hospitalidad. Os pido a todos disculpas por ello. Hasta que mi hijo tenga a bien honrarnos de nuevo con su presencia, creo que no estará de más que en las presentes felices circunstancias, la casa de los Escipiones celebre con vino y comida el buen desenlace de este nacimiento.

Pomponia hizo entonces señales a la esclava y en pocos minutos el atrio se llenó de jarras, copas, agua, miel, frutos secos y carne de cerdo cocida que Lelio fue el primero en saborear con el deleite profundo del que se sabe bien recibido en una casa de amigos.

80 La tarde del estreno

Roma, 22 de diciembre del 212 a.C.

Era la tarde del estreno. Tito Macio Plauto corría frenético de un lado a otro del escenario. Aún faltaban varias horas para la representación pero él se había presentado allí

mismo con el alba. Quería supervisar cada mínimo detalle, tenía que estar seguro de que todo saldría bien. Si fracasaba, que fuera porque sus palabras, porque su obra no mereciera el éxito, pero no quería que su gran oportunidad se desmoronara ante sus ojos por culpa de unos malos actores, por el exceso de un borracho, por un escenario endeble o a causa de un público hostil manipulado. Eso último era lo que más le preocupaba. Sabía que la otra compañía de teatro de la ciudad se había visto perjudicada en la asignación de representaciones por parte de los ediles, mientras que la compañía de Casca había salido muy favorecida. Casca parecía que había sabido hacer valer sus contactos con el nuevo edil de Roma encargado de estos asuntos para las Satumalia de aquel final de año. Un edil joven, Publio, de la gens Cornelia de la familia de los Escipiones, hijo y sobrino de los procónsules de Roma en Hispania; poderoso pero joven y seguramente influenciable, pensaba Tito, por alguien tan manipulador como Casca. O quizá no. Casca le había vuelto a repetir por enésima vez aquella mañana que la selección se ganó

porque él ofrecía más comedias mientras que la otra compañía sólo presentaba una larga serie de tragedias y el edil de Roma también compartía la visión de Casca de que el pueblo necesitaba algo más catártico que las desgracias ajenas. Aquella concesión tan completa a favor de la compañía de Casca era lo que había generado el resquemor en la compañía competidora y Tito Macio sabía lo que eso significaba, lo recordaba bien de su etapa anterior en el teatro: varios de los actores de la compañía que no había obtenido representaciones se introducían en las obras que se representaban e intentaban mediante bromas, gritos, risas inoportunas, empujones e incluso alguna pelea, confundir al público y atraer para sí su atención. La tarde anterior, en una representación de una obra de Livio Andrónico, lo habían conseguido y pese a lo bien construido que estaba el argumento de la misma, el público fue perdiendo interés a medida que las gracias de los actores infiltrados iban adquiriendo más sagacidad. Tito había presenciado más de una vez cómo una buena obra podía ser destrozada por esos grupos y temía lo peor para el estreno de su primera comedia. «¿Mi primera obra?», pensó. Si aquello salía mal, sería la primera y la última. Además, si habían podido hacer eso con un autor conocido y bendecido ya por el pueblo como Livio Andrónico, prefería no pensar lo que podrían conseguir con alguien desconocido como él.

- Te veo nervioso -era la voz de Casca, a sus espaldas-, tranquilízate. Sé lo que piensas. He mejorado la seguridad. Tengo varios de mis mejores hombres en las entradas al recinto y he dado instrucciones de que no dejen pasar a ninguno de los imbéciles de ayer tarde.

- Pero eso es ilegal, todos tienen derecho a entrar -respondió Tito.

- Ilegal, ilegal… ilegales son tantas cosas. Tampoco está permitido lo que ellos hacen. Si intentan entrar, los echaremos a patadas, y no sólo eso: he ordenado que se los lleven bien lejos de aquí y que, de paso, les den una buena paliza. Lo de ayer no lo olvidaré fácilmente. El edil está molesto. Y eso que no pudo venir, pero le han llegado comentarios negativos del espectáculo que ofrecimos y estoy seguro de que es por el desastre que se organizó entre el público. Ninguna tragedia sobrevive una algarabía semejante. En tu caso hay esperanza: estamos ante una comedia. Eso tiene más posibilidades.

- Sí, pero si empiezan a pelearse, los puñetazos atraerán más al público que las burlas representadas, por divertidas que sean.

Casca guardó silencio. No podía rebatir aquella aseveración. Tito continuó exponiendo sus temores.

- Y en fin, incluso si conseguimos sobrevivir a esos idiotas de la otra compañía y sus fechorías, están los gladiadores. He oído que esta noche se preparan unas luchas con guerreros exóticos y seguro que vienen aquí a anunciarse buscando al público. Puede que mi obra sobreviva el escándalo de unos actores vengativos infiltrados entre el público, pero es imposible competir contra los gladiadores.

Tito hablaba desolado, como si diera ya el estreno por perdido.

- Has sufrido mucho, lo sé -empezó Casca buscando animarle-, no creo que nada de lo que pueda acontecer hoy pueda ser peor que las muchas penurias que has padecido,

¿no crees? Ánimo. El texto es bueno, la obra está bien. He visto los ensayos y es divertida, muy entretenida. Gustará.

- Eso si los actores que tienes recuerdan los diálogos y si el que hace de Líbano está

medianamente sobrio.

- Bueno, eso es cierto en parte; en cuanto a ese actor, el que actúa como Líbano, tampoco te interesa que esté completamente abstemio. En el fondo es un gran tímido. Necesita beber para salir a escena. Si te da problemas, dale un par de vasos de vino y empújalo al escenario. En cuanto el licor haga su efecto, las palabras fluirán por su boca como un torrente. Luego, claro, hay que controlar que no beba más de la cuenta durante el resto de la obra. Con esto Casca lo dejó para atender a unos patricios que se acercaban curiosos al recinto del teatro para ver cómo era todo aquel bullicio unas horas antes de que empezase la representación.

Quedaban quince minutos para el comienzo. El teatro estaba prácticamente lleno y seguía entrando gente. Las Saturnalia llegaban a su fin y el pueblo quería aprovechar cualquier evento que le hiciese sentir el carácter festivo de aquellos días, que lo alejase de sus preocupaciones diarias y, sobre todo, que lo hiciese olvidar el continuo estado de guerra que soportaba desde hacía ya más de seis años. Roma había estado en guerra con frecuencia; de hecho, apenas había estado en paz y pocas veces se podía cerrar la puerta del templo de Jano para indicar tal estado de tranquilidad; pero aquélla era una guerra que se luchaba en su propio territorio y en donde sólo unas pírricas victorias se veían sazonadas con flagrantes derrotas. Se había conseguido enderezar ligeramente un poco el rumbo de la guerra en la península itálica, pero la presencia de Aníbal seguía pesando sobre el ánimo de todos los romanos, cercana, como una espada de Damocles a punto de caer sobre ellos. Las festividades y, muy en especial, las Saturnalia con su carácter descontrolado, eran un tiempo especialmente apetecido en aquellos momentos y el teatro, si se presentaba una comedia, un lugar apropiado para disfrutar de aquel ambiente de olvido y enajenación colectiva. La obra era de un desconocido, pero Roma estaba dispuesta siempre a conceder oportunidades. Nadie se había presentado por primera vez siendo famoso. Eso sí, el juicio sería implacable: éxito y una carrera como comediógrafo durante años para el autor, o fracaso y ostracismo, soledad y, con mucha probabilidad, miseria para el escritor poco favorecido por el público. El punto medio no era algo muy apreciado por el pueblo romano: éxito o fracaso, victoria absoluta o derrota, vida o muerte. Tito Macio sabía de todo aquello: si su primera obra era despreciada por los espectadores, ése era el principio y el fin de su carrera como autor teatral y su regreso inexorable a la mendicidad y la podredumbre. Roma agasajaba a sus ídolos de igual forma que usaba como carnaza fresca a los caídos. En Sicilia estaban desterrados los legionarios supervivientes del desastre de Cannae, las legiones malditas, los vencidos por antonomasia. A un autor de teatro fracasado no hacía falta que se le desterrara: la miseria y el hambre, una muerte humillante y lenta sería su condena. Tito ya había saboreado bastante de aquellos platos de la pobreza y el sufrimiento. La obra estaba escrita. Ya no se podía cambiar nada ni corregir una coma. Sólo le restaba volcar sus esfuerzos en sostener el montaje en el endeble entramado de aquella compañía de actores inseguros, la mayoría esclavos, algunos borrachos y todos igual de atemorizados que él. Habían presenciado el desastre del montaje de la obra de Livio con los ataques y abucheos promovidos por los actores y tramoyistas de la otra compañía y eso no había hecho sino acrecentar su pavor. Su futuro también dependía de la obra que representaban. Todos se salvaban o todos se hundían. Iban en un mismo barco que Tito Macio intentaba pilotar en medio de una mar revuelta.

- ¿Y Líbano y Deméneto? -preguntó Tito. Se dirigía a los actores por el nombre del personaje que representaban para ver si así cada uno se identificaba al máximo con su personaje, o el mínimo suficiente para que no olvidaran en escena el papel que les tocaba representar.

- Aquí -dijo un joven actor junto a otro mayor, de unos cincuenta años, ambos con sus pelucas correspondientes y ya maquillados.

- Bien, bien. Estad listos. En unos minutos salgo a escena para presentar la obra y entráis vosotros. Haced bien vuestro papel y seré generoso con vosotros. Hundidme y os acordaréis de mí.

Y antes de que el joven actor, cuyas rodillas temblaban, pudiera decir nada, Tito desapareció. Iba en busca de su propia peluca y su toga para salir a escena.

- ¡Un minuto! -era Casca, gritando desde un extremo del escenario-. ¡El teatro está

lleno! ¿Dónde está Tito?

Le indicaron un lugar cubierto con telas que a modo de tienda hacía de vestidor justo detrás del escenario. Tito, en su interior, estaba terminando de ponerse la toga ayudado por un joven mozalbete que le recordaba los tiempos en los que él se había dedicado a ayudar a otros a vestirse para salir a escena. Él también salió alguna vez a escena, pero ni había tanta gente como hoy ni el teatro había alcanzado la popularidad de ese momento, ni la obra que se representaba era la suya. No acertaba a ponerse bien la peluca. Casca entró en la tienda.

- Ánimo, Tito -dijo Casca-, el propio edil está sentado en la primera fila. Ha venido con su mujer y su familia. Parece que está celebrando el nacimiento de su primogénita. Eso nos favorece. Está de buen humor y bien predispuesto a pasar un buen rato. Y tengo a mis hombres acechando para echar a todos los miserables de la otra compañía. Ya hemos atrapado a dos y hemos dado buena cuenta de ellos; ésos no vuelven ni esta noche ni en un mes. Al menos hasta que se les recompongan los huesos.

Tito asentía mientras se ajustaba la toga. Dos. Se habían deshecho de dos, pero la otra compañía contaba con más de treinta personas entre actores fijos y colaboradores. Y el edil. Bien. En primera fila. Celebrando el nacimiento de su hija. ¿O hijo? ¿Qué había dicho Casca? No importaba eso ahora. Bien. Asentía con la cabeza.

- Te toca. Te veré desde el público -Casca se volvió para salir, se detuvo un instante y de nuevo mirándole concluyó con una idea que le bullía en la mente-. Tito Macio, no sé

si triunfarás esta noche o no, pero lo que has escrito está bien. Por si te vale de algo -y se fue.

El muchacho que le ayudaba a vestirse también salió. Tito Macio se quedó a solas. Cerró los ojos. Inspiró profundamente una vez, dos, tres, cuatro, cinco. Abrió los ojos. Se levantó y, como disparado por un resorte, sorteando al resto de los actores, sin mirar a nadie, con paso firme sobre sus pies planos que tantos estadios habían recorrido ya por el mundo, llegó junto a los peldaños de la escalera que conducía al escenario; subió por ellos y, sin detenerse en el extremo de la tarima, avanzó a grandes zancadas hasta situarse en el centro del escenario del teatro que Roma había levantado a las afueras del foro. Alzó sus ojos al cielo. Era una tarde fresca y el cielo de diciembre se dibujaba con nubes oscuras que presagiaban lluvia, pero éstas eran frecuentes en aquella época del año y quizá no descargasen o esperasen a que cayera la noche. Faltaban unas horas para el atardecer. Eran sus horas, su tiempo, unas horas durante las que Roma estaría con sus ojos fijos en su obra. Bajó su mirada y ante él el público: miles de personas de pie, por todas partes, llenando el amplio recinto rodeado por una pequeña empalizada de madera: soldados, muchos, legionarios en servicio y hombres que habían servido en alguna o varias de las campañas contra Aníbal; bastantes heridos, algunos mutilados; libertos, comerciantes, mercaderes, jóvenes, algunos niños y esclavos con sus amos y esclavos solos, atrienses en su mayoría, con la confianza de sus amos para conducirse a su albedrío por la ciudad, y más aún durante las Saturnalia, donde los valores y las costumbres de Roma se revertían: los que mandaban servían y los servidores eran libres; muchos bebidos, otros bebiendo. Se veían vasijas de vino y vasos de mano en mano. Había mujeres, muchas también, con sus maridos, matronas, lenas, prostitutas de calle y cortesanas caras, amantes de patricios, senadores, ex cónsules. Y unas pocas filas al principio, junto al escenario con las autoridades de Roma: el edil, Publio Cornelio Escipión en el centro, a su lado una joven y hermosa mujer, su esposa sin duda, y al otro lado una distinguida patricia, ¿su madre? Alrededor amigos y otros patricios, tribunos de la plebe, un pretor, otros ediles, senadores. Roma a sus pies, pero no en silencio. Una algarabía general de miles de conversaciones cruzadas, risas y gritos surgía de toda aquella muchedumbre haciendo imposible que se oyera otra cosa que no fuera aquel enorme tumulto de voces entremezcladas.

Tito avanzó unos pasos hasta situarse al borde de la escena. Abrió la boca. No le salieron las palabras. La cerró. La volvió abrir.

-Ahora, espectadores, prestad atención… por favor… espectadores…. [La cursiva indica que se trata de extractos de la obra La Asinaria de Tito Macio Plauto, según la versión española editada por José Román Bravo en Cátedra. Ver referencia completa en la bibliografía.