46 El enemigo ciego

Entre Liguria y Etruria, febrero del 217 a.C.

Había nuevos cónsules en Roma: Cneo Servilio Gemino y Cayo Flaminio. Ambos eran generales veteranos, curtidos en campañas anteriores. Aníbal sopesaba esta información en su tienda, sentado sobre una butaca cubierta de pieles de oveja para suavizar el frío de finales de aquel duro invierno de Liguria. Servilio permanecía en Roma, parece ser que intentando seguir con detalle los complejos preceptos religiosos romanos para conseguir el favor de sus dioses. Flaminio, por el contrario, más ágil, más decidido y menos escrupuloso en el fervor religioso, se había encaminado ya hacia el norte para enfrentarse a él, el invasor extranjero. Aníbal se sonrió. El cónsul romano se había establecido en Arrentium, entre Umbría y Etruria, con la idea de interponerse en su ruta hacia el sur. Aníbal escuchaba los informes de sus oficiales, mientras revisaba los planos que tenía extendidos ante sí en una amplia mesa de madera que sus soldados trasladaban de aquí para allá para que pudiera establecer siempre la estrategia a seguir con calma. Sus hombres se esmeraban en todo aquello que hiciera más fácil la vida a su general y, en especial, en todo lo que pudiera ser de utilidad para tomar las decisiones más acertadas en la campaña en la que le seguían. Su ejército había acumulado tal multitud de experiencias positivas desde sus primeros combates en Iberia como para desarrollar una infinita confianza en las decisiones de su líder. Eran los oficiales los que a veces dudaban más, pero cuando Aníbal hacía públicas sus determinaciones en un discurso ante los soldados africanos, en su lengua y luego en un corrupto ibero para sus mercenarios hispanos, ya no se atrevían a oponerse a sus designios. Además, el general se había rodeado de un pequeño número de intérpretes que le asegurasen que sus mensajes llegaran a todos y cada uno de los diferentes grupos de soldados que componían la compleja amalgama de su ejército. Todos los oficiales eran conocedores de la enorme simpatía que las tropas, especialmente las africanas y las iberas, sentían por su general. Por eso se sentían hoy especialmente incómodos ante una disensión sobre la estrategia a seguir entre ellos y el general que los gobernaba a todos. Los oficiales de Aníbal insistían en una ruta más larga y lenta para alcanzar las legiones de Cayo Flaminio; sin embargo, el general cartaginés no compartía esa visión de las cosas. Miraba en silencio los mapas hasta que en su cabeza todo quedó claro. Sólo entonces se manifestó con contundencia.

- Iremos en línea recta por aquí -señaló la región del río Amo. Sus oficiales sacudían las cabezas en clara oposición-. Lo sé -continuó Aníbal-, sé que toda esta región ha sido inundada este invierno por el río que aquí llaman Arno, pero es la ruta más rápida y la única no vigilada por los romanos. Los exploradores confirman este punto y eso es lo esencial. En cuatro días podemos estar en Etruria, por sorpresa, sin que hayan controlado nuestros movimientos y comenzar el saqueo de la región. Tenemos que conseguir que Flaminio nos ataque con sus legiones antes de que se le una el otro cónsul. Ésa es nuestra mejor baza. Si dejamos que los dos cónsules se unan, será difícil nuestra victoria. El menosprecio que sentían ante nuestro ejército en Trebia ya no es un arma que podamos volver a utilizar. Es mejor adentrarnos en terrenos inundados que transitar por caminos secos, más largos y controlados por los romanos para luego encontrarnos con un agolpamiento de todas las legiones de Roma. Y esto no es una consulta. Es una orden. Aníbal se alzó. Dobló los mapas y salió al exterior. Sus oficiales no se atrevieron a oponerse y en pocos minutos sus instrucciones estaban siendo difundidas a todos los regimientos de su poderoso ejército expedicionario. La poderosa maquinaria de guerra cartaginesa abandonaba la región acompañada de refuerzos procedentes de diferentes tribus de los galos ligures que fortalecían aún más su contingente de tropas iberas, cartaginesas y númidas. Al principio la marcha fue sobre terreno seco y sin problemas más allá de las muchas horas de caminar sin detenerse apenas, la lluvia constante de aquellos días y la fatiga propia de aquellos esfuerzos. No obstante, a medida que avanzaban hacia el sur la tierra comenzó a pasar de estar húmeda por la lluvia a transformarse poco a poco en fango y, luego, del barro se tornó en un pantano denso, de aguas espesas, pegajosas. Los soldados hundían sus pies primero hasta los tobillos y luego hasta las rodillas. Aníbal encabezaba el ejército, hundiendo sus propias piernas en aquella agua estancada varios días después de las grandes avenidas del Arno, pero no cejaba en su determinación. Así pasó el primer día, con fatiga, lluvia y aguas pantanosas. Aquello era sólo el principio de un nuevo calvario. Lo peor estaba por venir: anochecía pero no se adivinaba en el horizonte ningún lugar que estuviera lo suficientemente seco y firme donde poder establecer un campamento. En la última hora del atardecer, Aníbal se restregó los ojos con sus manos empapadas de aquella agua maloliente y pesada. Ningún lugar a la vista donde establecer un cuartel provisional. Y no había tiempo para retroceder. Sus guías galos le confirmaron que el terreno seguía igual durante decenas y decenas de kilómetros. El general cartaginés volvió a restregarse los ojos. Sentía un picor peculiar que le hacía sentirse incómodo.

- Que los hombres descansen como puedan. Dormimos aquí. No se montan tiendas. No hay sitio, terreno firme sobre el que fijarlas, pero quiero centinelas toda la noche a quinientos pasos de la columna del ejército, por ambos flancos. Dormiremos todos sobre nuestros pertrechos empapados hasta el amanecer y al alba seguiremos. Las bestias, que permanezcan a la intemperie. Las que no sobrevivan las abandonaremos. Así dijo el general y lanzó parte de sus pertrechos al suelo: telas y maderas se hundieron en el agua pantanosa hasta que al fin, después de echar las pieles de oveja, tocaron fondo de forma que se estableció una especie de suelo artificial sobre el que Aníbal se acostó y cerró sus ojos. El picor persistía y siguió rascándose ambos ojos inconscientemente mientras el sueño, impulsado por el cansancio de la larga marcha, se adueñaba de su cuerpo.

Sus hombres hicieron lo propio, intentado emular el ejemplo de su general: lanzaban sus pertrechos sobre las aguas pantanosas que los rodeaban, y cuando éstos parecían hacer pie en el fondo de aquel marjal, los cubrían con sus capas para luego recostarse sobre las mismas y terminar cubriéndose con las mantas que llevaban consigo. Eran unas condiciones horribles para intentar conciliar el sueño, pero el hecho de que su general compartiera las mismas penurias por las que ellos debían pasar los hacía sentirse próximos a su líder y nadie de entre los iberos o africanos lamentó su suerte. Entre los galos ligures recién unidos a la causa cartaginesa y a aquella extraña expedición contra Roma, las cosas eran diferentes. No entendían a qué tanta prisa. Ellos llevaban esperando años para vengarse de Roma y no veían la necesidad de acortar por aquellos pantanos, pero la tremenda disciplina de las tropas veteranas de Aníbal no les permitía ni tan sólo plantear sus quejas.

Aquella noche Aníbal se despertó en varias ocasiones por el picor de los ojos. En particular, le dolía el ojo izquierdo. En una de las ocasiones en las que su sueño se vio interrumpido por aquel horrible ardor se percató de la tímida luz del amanecer en el horizonte dibujando en lontananza la silueta de los Apeninos al este. Aníbal hizo llamar a varios médicos que acompañaban su ejército. Estaba tomando leche calentada al fuego de una hoguera cuando dos hombres de unos cuarenta años, barba tupida, pelo cano y extremadamente delgados, entraron en su tienda. El general dejó su desayuno y permitió

que aquellos hombres le examinasen. Los dos le analizaron los ojos con detenimiento y luego se miraron entre sí. Al fin, el que parecía algo mayor se dirigió al paciente.

- Es una mala infección en los ojos la que tenéis, mi general. Es por esta extraña humedad. Si no queréis perder la vista, debemos alejarnos de esta ruta y buscar terreno seco cuanto antes. Entretanto podemos hacer empastes de barro y manzanilla para calmar la hinchazón y el picor.

Aníbal los escuchó atento.

- No podemos abandonar esta ruta. Es preciso que alcancemos Etruria lo antes posible.

- Entonces… -el mismo médico que había hablado antes dudaba ahora.

- ¿Entonces? -preguntó Aníbal.

- Podéis perder la vista, mi general. Podéis quedar ciego. Deberíamos volver sobre nuestros pasos lo antes posible.

- Eso no es posible -Aníbal negaba insistente con la cabeza tal posibilidad mientras hablaba, pero ya no se dirigía a sus médicos; era más bien como si hablara a solas consigo mismo-, hay demasiado en juego, demasiado. El general hizo entonces que vinieran los guías galos y les preguntó sobre el tiempo que les quedaba para, siguiendo la ruta hacia el sur, salir de aquellos pantanos.

- Dos o tres días más, general.

Entonces volviéndose a los médicos, Aníbal preguntó de nuevo. -¿Aguantarán mis ojos dos o tres días más en estas condiciones? Los médicos guardaban silencio. -¿Y si cabalgara?

- Eso mejoraría las cosas, pues cuanto más alejado del agua estéis, mejor.

- ¿Y si fuera a lomos de Sirius, el elefante que nos queda? Es mucho más alto que cualquier caballo. Me mantendría alejado del agua, al menos durante el día. Eso y los empastes, ¿qué pasaría entonces?

Los médicos se mesaban las barbas con las palmas de sus manos. Querían dar la mejor de las respuestas pero eran temerosos y, por la experiencia adquirida en el ejercicio de su profesión, cautos.

- Decidme con claridad la situación -insistió el general.

Nuevamente el más mayor volvió a dirigirse a Aníbal.

- El ojo izquierdo está muy mal. Si no regresamos, seguramente perderéis la visión del mismo. Es posible que con los empastes y sobre el elefante, lejos del agua, se pudiera salvar el otro ojo. Quizá los dos. Es difícil de pronosticar. Depende de lo que tarde-mos en salir de los pantanos, de que no llueva más. Necesitáis curas en ambos ojos, descansar en terreno seco y ver cómo evoluciona cada ojo. Es todo cuanto puedo deciros. Ahora era Aníbal el que se mesaba sus largos cabellos. Se restregó los ojos con una de sus manos.

- No, mi señor, no debéis tocaros los ojos, no; os prepararemos el barro con manzanilla, pero no debéis restregaros los ojos; eso sólo empeorará vuestra condición. Aníbal exhaló un profundo suspiro pero obedeció.

- El picor es horrible -dijo.

- Lo es, sin duda -asintió el médico que le hablaba-. Os prepararemos ese empaste y eso os calmará.

- De acuerdo -y volviéndose hacia los guías galos-, ¿tres o cuatro días más, decís, antes de salir de los pantanos?

- Así es, mi señor.

Aníbal asintió en silencio. Varios oficiales presentes asistían expectantes a aquel debate. Su general estaba ponderando si compensaba arriesgarse a perder su vista por obtener una, para ellos, incierta ventaja militar que no alcanzaban a entender. Ninguno sabía qué decir. Tampoco parecía que su general buscase consejo.

- Seguiremos entonces. Nos detendremos el mínimo tiempo posible por las noches. Avanzaremos sin descanso. Yo cabalgaré a lomos de Sirius. Vosotros dos me aplicaréis los empastes en los ojos y yo resistiré el dolor y el picor sin tocarme la cara. En tres días saldremos de estos pantanos.

Avanzaron sin descanso en largas marchas diurnas hasta conducir a hombres y bestias a la extenuación absoluta. Al salir de los pantanos, Aníbal, desolado por el dolor en sus ojos, sin apenas visión, se refugió en su tienda, pero antes de echarse a descansar, ordenó a sus oficiales que atacasen las principales ciudades de la región. Maharbal escuchó

su mandato y lo ejecutó con disciplina. En los días siguientes, mientras Aníbal se debatía entre la luz y las sombras bajo el cuidado de sus médicos, el ejército cartaginés se hizo con las poblaciones de Florentia y Biturgia. El plan seguía adelante: arrasar Etruria para que el cónsul Flaminio decidiese atacar por sí solo, sin esperar la llegada de Servilio y sus refuerzos. Cuando Cayo Flaminio recibió los informes de la caída de Florentia y Biturgia suspiró profundamente y ordenó que las legiones se preparasen para salir. Ésa fue su primera reacción, pero al fin se lo pensó dos veces y se contuvo. Decidió esperar unos días más a Servilio. Sabía que aquélla era la misma estratagema con la que Aníbal había manipulado a los cónsules del año anterior y no quería caer en la trampa. Esperó y esperó y siguió esperando. En su tienda, Aníbal recibía los informes de Maharbal sobre la toma de ciudades en Etruria, con los ojos vendados, aguardando el dictamen de los médicos, que debían dilucidar si el gran enemigo de Roma se había vuelto ahora un enemigo ciego.

47 Trasimeno

Etruria, final de la primavera del217a.C.

Tito miró al cielo del amanecer aún cubierto por su manta, ya raída y desgastada por las largas noches del invierno pasado.

- Hoy saldrá un día claro y bueno y lucirá el sol con fuerza. El verano está aquí. Me alegro. A mí dadme luz y calor: el sol me alimenta el ánimo.

Druso no estaba seguro de que aquello fuera tan positivo.

- No sé -empezó-, a mí esto no me hace presagiar nada bueno. Con el buen tiempo el nuevo cónsul tendrá ganas de entrar en combate y visto lo visto, creo que mejor nos iría a todos si nos quedásemos quietos en una ciudad bien fortificada y dejásemos que ese cartaginés hiciera lo que le diera la gana hasta que se cansase.

Tito quiso rebatir aquellos argumentos pero no acertaba bien cómo defender su optimismo.

- Quizás -insinuó-, quizás este nuevo cónsul sea mejor general que el que nos condujo al desastre de Trebia.

- Puede ser -respondió Druso-, pero desde luego no es muy religioso. Abandonó Roma sin llevar a cabo todos los sacrificios necesarios. Servilio, el otro cónsul, en cambio, se quedó en la ciudad hasta cumplir bien con todas las ofrendas a los dioses siguiendo al pie de la letra lo que dicta el pontífice máximo y las sagradas costumbres; al menos eso se cuenta.

- No pensaba yo que fueras hombre religioso, Druso.

- Y no lo era, pero las derrotas, las derrotas le hacen a uno recapacitar, meditar, pensarse las cosas. Muchos dicen que el no seguir bien el orden de los sacrificios y no haber realizado las ofrendas que se debían haber hecho en su momento nos ha distanciado de nuestros dioses y por eso nos han abandonado.

Tito negaba con la cabeza.

- Yo no creo tanto en esas cosas. No digo que no se deban hacer las ofrendas pero no creo que estemos abandonados, en fin, no sé, quizás un buen general…

- ¿Quizás? -le interrumpió Druso-, más nos vale. Aníbal ha entrado en Florentia y en Biturgia y sigue hacia el sur. Todos piensan que lo mejor es esperar a la llegada de las legiones de Servilio para que se unan a las nuestras, pero ya veremos qué es lo que hace nuestro nuevo querido general Cayo Flaminio. Esperemos que sepa algo más que dar su nombre a la larga Vía Flaminia que nos hicieron recorrer el año pasado desde Roma hasta el norte.

Tito se sentó junto a Druso. Juntos vieron el bullicio del campamento en aquella primavera que se extendía por la península itálica. En lo más hondo de su ser, Tito albergaba la esperanza de que aquella nueva estación trajese motivos para sustentar su optimismo más allá de la próxima batalla. Cayo Flaminio aguardó los últimos informes: Aníbal evitaba dirigirse a Arrentium donde se encontraba con sus legiones y seguía hacia el sur. Estaba atacando Crotona, junto al lago Trasimeno. Sin duda, el general cartaginés declinaba el enfrentamiento con las tropas para seguir avanzando hacia Roma. El cónsul se dirigió a sus oficiales.

- ¿Aún pensáis que debemos aguardar la llegada de Servilio?

El cónsul miró a su alrededor. Los tribunos dudaban. Tras lo transcurrido en el norte, en Tesino y, sobre todo, tras el desastre total de Trebia, lo sensato era esperar, pero era evidente que tampoco se podía permanecer impasible mientras Aníbal asolaba Etruria, se apoderaba de sus ciudades, saqueaba todo a su paso y encima se encaminaba hacia el sur, desdeñando el enfrentamiento con las legiones allí apostadas. Era difícil responder. El cónsul mantenía la mirada firme en sus tribunos.

- Os he hecho una pregunta y estoy esperando respuesta.

Aníbal, montado sobre un enorme caballo negro, dirigía el ataque sobre Crotona. Un joven oficial se acercó con noticias que su general aguardaba con interés.

- Mi general -empezó el oficial, pero esperó a que Aníbal se girase antes de decir nada más. El general, tras unos segundos, se volvió hacia el recién llegado. El oficial vio el rostro de Aníbal con un parche oscuro sobre el ojo izquierdo, quedando solo el derecho al descubierto. La intensidad de la mirada, no obstante, pese a provenir de un solo ojo, fue suficiente para que el oficial entregase su mensaje bajando su propia mirada al suelo.

- Mi general, el cónsul Flaminio sigue con sus legiones en Arrentium. No se ha registrado ningún movimiento.

- Bien -respondió Aníbal-, ya saldrá. Ya saldrá y estaremos esperándole -y luego, dirigiéndose al joven oficial-, ¿hay algo en mi rostro que te moleste?, ¿por qué no me miras cuando te hablo?

El joven oficial alzó su cara lentamente. El resto de los comandantes que rodeaban a Aníbal sintieron la tensión que atenazaba a aquel joven soldado. La pérdida de la visión del ojo había tornado en agrio y susceptible el carácter de Aníbal. Además, le había hecho más distante, más frío, casi gélido. Antes su sola presencia inspiraba respeto, incluso algo de miedo en los que apenas le conocían. Ahora todos se sentían extraños ante él. Nadie sabía ya bien lo que pensaba. No estaba loco. Sus órdenes desde que salieron de los pantanos habían sido precisas y varias ciudades habían caído. Quizá Maharbal, su lugarteniente, o Magón, el hermano pequeño del general, tenían mucho que ver en ello, pero el plan seguía siendo trazado por Aníbal.

- No hay nada en vuestro rostro que me moleste, mi general -se explicaba el joven oficial-, bajaba mi mirada por respeto. Pocos nos sentimos dignos de mirarle directamente a los ojos… -aún no había terminado de decir aquello cuando el oficial se dio cuenta de que se había equivocado, no quería decir eso exactamente, quería decir que le respetaba, que todo el mundo le respetaba muchísimo, que le adoraban y va y menciona la tontería de los ojos; quería que la tierra lo engullese allí mismo o que los dioses le partieran en dos con un rayo antes de escuchar la respuesta de su general.

- ¿Los ojos has dicho, oficial? ¿Qué ojos si sólo me queda uno? -dijo Aníbal. Un denso silencio se apoderó de todos los presentes. El oficial tuvo claro que aquél era su último día. Tragó saliva. Aguardó su sentencia. Maharbal pensó en interceder. No había habido mala fe, palabras dichas sin pensar, inoportunas pero sin pensar. Iba a decir algo pero entonces Aníbal volvió a hablar.

- Eso ha tenido gracia. No mirarme a los ojos cuando sólo me queda uno bueno. Sólo uno, ¿entiendes, soldado? -Y comenzó a reír a carcajadas grandes, que resonaban en el valle en el que estaban acampados, carcajadas contagiosas que pronto hicieron que el resto de los presentes se pusieran a reír. Incluso el joven oficial, cubierta su frente por un sudor frío, su estómago encogido por un nudo que apenas si le dejaba respirar, esbozó una tenue sonrisa. Al fin, cuando todos dejaron de reír, Aníbal despidió a su joven informador.

- Ve a tu puesto, oficial del ejército de Cartago. Me has servido bien. Y puedes decir a todos que Aníbal ha perdido la visión de un ojo, pero que por el otro ve más lejos y con más agudeza que los cuatro ojos de los dos cónsules de Roma.

El joven oficial se apresuró a alejarse y, aunque tardó un par de horas en recuperar la calma, una vez estuvo repuesto comenzó a narrar entre sus amigos y colegas en el mando las palabras de su líder. En unas horas todo el ejército de Cartago hablaba de su general tuerto y de su enorme valentía al transformar las penurias del destino y la guerra en audacia y determinación contra Roma.

Entretanto, Aníbal conversaba con Maharbal.

- Flaminio saldrá de su escondrijo y lo hará pronto. Corre la voz de que nos alejaremos de Crotona una vez tomada hacia el sur, hacia Roma. Eso será suficiente. Los romanos también tienen oídos entre los nuestros. Todos esos galos que nos acompañan. No sé si son de fiar.

- Así se hará, mi general.

Aníbal se alejó entonces del resto de los oficiales y cabalgó unos minutos a solas, seguido de cerca por varios hombres que lo escoltaban, contemplando el asedio de la ciudad. Con el nuevo amanecer, el cónsul Cayo Flaminio salió de su tienda y raudo se dirigió

a sus oficiales.

- ¡Nos vamos! ¡Todos en pie, partimos para Crotona y el lago Trasimeno! Si allí está

Aníbal, es allí adonde debemos marchar.

Los tribunos seguían dudando, pero el cónsul se anticipó a su respuesta y montó sobre su caballo. Tiró de las riendas y, de forma inesperada, el animal se puso nervioso, relinchó y alzó sus patas delanteras, agitándose de forma extraña. El cónsul pugnó por mantener el equilibrio sobre su caballo, pero el animal se alzó tanto que apenas tenía forma su jinete de sostenerse sobre la silla y, al fin, el cónsul de Roma cayó al suelo. El golpe sobre la tierra dura de Etruria fue doloroso, pero Flaminio no se permitió ni el más mínimo de los quejidos. Mientras se incorporaba, dos soldados ya habían cogido al animal por las riendas y lo tranquilizaban. Aquél era un mal presagio. Flaminio sabía de la importancia que sus oficiales daban a estos sucesos, pero no cedió un ápice en su determinación. Se sacudió el polvo del suelo, se tragó el dolor del hombro magullado sobre el que había impactado en su funesta caída, y volvió a montar sobre el mismo caballo.

- ¡Nos vamos, he dicho!

Y no esperó respuesta. A caballo se internó entre las filas de tiendas del campamento romano dando indicaciones a todos los centuriones para que se pusiese en marcha la enorme maquinaria de un ejército consular romano compuesto de dos legiones, tropas aliadas y caballería. La mayoría de los legionarios no habían visto caer al cónsul y veían en la decisión de su líder un hombre al que seguir. Los soldados siempre valoraban el arrojo por encima de otras virtudes. El rumor, no obstante, de que el cónsul había sido derribado por su propio caballo al dar la orden de partir hacia Trasimeno corrió con rapidez.

- Dicen que el cónsul ha sido derribado por su caballo al ordenar salir hacia donde se encuentra el general cartaginés -las palabras de Tito salían nerviosas de su boca.

- Eso no es nada -respondió Druso-, peores cosas he oído yo.

- ¿Peores? -preguntó Tito mientras recogían sus pertrechos, armas y mantas para emprender la larga marcha hacia el suroeste.

- Y tanto. Han ocurrido extraños prodigios por diferentes regiones. Malos presagios todos ellos. -Druso parecía regodearse en el suspense que promovían sus afirmaciones. Veía cómo captaba la atención no sólo de Tito, sino de gran parte del resto de los hombres de su manípulo. Ante tanta expectación no pudo sino continuar con su reíato-; dicen que en nuestra lejana Sicilia, había soldados, como nosotros, entrenándose en el lanzamiento de jabalinas y que éstas, al ser lanzadas contra el viento, prendieron en el aire, se encendieron de la nada, desvaneciéndose en cenizas sin poder alcanzar ninguno de los objetivos marcados, como sugiriendo que nuestras armas no valen nada contra el enemigo. Y eso es sólo el principio: también se habla de escudos que de pronto se cubren de sangre, o de lugares donde por las noches en lugar de una se ven dos lunas al mismo tiempo. Todo es extraño estos días y si es cierto que el cónsul ha caído de su caballo al ordenar partir hacia Trasimeno, no creo que nada bueno nos espere allí.

- Pues yo he oído más -comentó uno de los soldados del manípulo-, cuando los oficiales ordenaron levantar los estandartes para iniciar la marcha, uno de los centuriones comentó al propio cónsul que uno de los estandartes se resistía a ser izado, tan agarrado lo tenía la tierra, que era imposible moverlo de su sitio hasta que el cónsul ordenó que se excavara en el suelo hasta poder arrancarlo de la tierra y partir hacia el sur, en busca de Aníbal.

Druso, que veía cómo la atención de sus compañeros se había vuelto hacia el nuevo propagador de malos presagios, no se dio por vencido y retomó su relato de malos augurios, pues aún había oído fenómenos más sobrenaturales con los que estremecer a su audiencia.

- Eso no es nada -continuó-. En Capua, el cielo entero parecía incendiado, en la Vía Appia, la estatua de Marte ha empezado a sudar. Y hay cabras en las que crece la lana y un gallo que se transformó en gallina. Sucesos extraños. En Roma se suceden decenas de sacrificios expiatorios para congraciarnos con los dioses, y eso está retrasando a Servilio en Roma, pero lo ocurrido a Flaminio esta mañana no termina de convencerme de que Júpiter y Marte estén velando por nosotros.

- ¡Bueno, por Hércules! ¡Basta de chachara! ¡En marcha! ¡Formad, a vuestras posiciones! -El centurión al mando del manípulo interrumpió la serie de relatos de terribles sucesos.

Tito se situó al final de la formación, junto a Druso, y esperó a que el centurión diera la orden de incorporarse al resto de las tropas que estaban iniciando la marcha; mientras tanto su cabeza repasaba uno a uno los diferentes presagios que se habían mencionado y su mente intentaba desdeñar aquel largo entramado de sucesos negativos contabilizando el gran número de tropas que constituía el ejército del que formaba parte: unos veinticinco mil hombres, entre infantería y caballería, legionarios y aliados; una fuerza suficiente para enfrentarse contra el cartaginés. Puede que todos aquellos sucesos no anunciaran una gran victoria, una derrota definitiva de Aníbal, pero en el peor de los casos se llegaría a un cierto equilibrio, tras el que sólo restaría esperar los refuerzos de Cneo Servilio, el otro cónsul. Tito empezó a caminar dándose ánimos. Roma tenía las suficientes fuerzas para acabar con aquel cartaginés y se conseguiría, tarde o temprano. Suspiró

profundamente. Por su propio bien esperó que la victoria final fuera más bien temprano que tarde.

Marchaban junto al lago Trasimeno entre una densa niebla. Era la humedad que ascendía desde sus aguas, pesada y lánguidamente, hacia las colinas y las montañas que rodeaban aquel lugar, dificultando la visión más allá de diez o veinte pasos. Tito percibió el olor del lago y la intensa humedad, aderezada con el frío del amanecer, le recordó

el gélido Trebia donde casi perece por congelación. Al menos aquella mañana, el nuevo cónsul no había dado la orden de entrar en el agua, sino de adentrarse por el valle que rodeaba el lago. Tito y Druso avanzaban siguiendo la formación de su manípulo y su regimiento a su vez seguía al manípulo anterior y así toda su legión que también se orientaba siguiendo la ruta marcada por la legión que le precedía. Entre la bruma lo mejor era estar atento a la línea de soldados que tenías delante, o de lo contrario corría uno el riesgo de perderse en aquel valle quedando a merced de las bestias o, peor aún, de alguna avanzadilla del ejército cartaginés.

Tito no lo sabía, porque ningún romano podía observar bien la distribución de las legiones al adentrarse en aquel valle en busca del ejército cartaginés, ya que caminaban cegados por la niebla del amanecer, pero todas las tropas romanas estaban siendo rodeadas por las fuerzas de Aníbal apostadas en las colinas que bordeaban el lago. Flaminio, al fin, advertido por uno de sus oficiales, distinguió las primeras formaciones cartaginesas y dio la orden de prepararse para el ataque, pero sólo alcanzaba a ver la punta del iceberg, pues detrás de los pequeños destacamentos cartagineses que el cónsul había divisado, se encontraban las colinas y, tras ellas, todo el ejército de Aníbal repartido en una larga serie de destacamentos dispuestos para atacar por el flanco derecho, de arriba hacia abajo, al descender por las colinas, a los manípulos romanos. Tito sintió de pronto un griterío ensordecedor y, antes de que pudiera discernir de dónde procedía o de qué se trataba, decenas de jabalinas llovieron sobre ellos sin saber bien de dónde venían. Muchos compañeros cayeron tras aquella mortal lluvia de lanzas. La Fortuna quiso que Tito y Druso salvasen la vida y se cubrieron, como el resto de sus compañeros, con los escudos ya salpicados por la sangre de sus colegas muertos en aquella primera andanada de armas arrojadizas. El griterío se hizo ensordecedor y pronto decenas de siluetas confusas, espadas en mano, se hacían tangibles ante ellos, como sombras del Averno que surgían de la nada, cargadas de odio y furia y que se batían con un incontenible ardor que arrasaba todo a su paso. Tito vio a Druso luchando cuerpo a cuerpo con varias de esas siluetas, pero no tuvo tiempo de acudir en su ayuda porque pronto él mismo se vio rodeado por dos sombras cuyas espadas lanzaban golpes certeros que él se esforzaba en detener primero con el escudo y luego con su propia espada, haciendo uso de los conocimientos adquiridos en su reciente adiestramiento militar. Entendió en un instante que estaba en medio de una batalla de proporciones descomunales, aunque la niebla no dejase ver las fuerzas enemigas y éstas sólo se hicieran reales a unos pasos de distancia en forma de terribles sombras armadas y temibles en su vigor. Tito consiguió clavar su espada en uno de esos hombres desconocidos y escuchó un alarido de dolor que le transmitió el último aliento de una de esas sombras, pero al tiempo sintió

el lacerante acuchillamiento de su propia espalda. Se giró entonces como por un reflejo, con su espada en ristre y segó la cabeza de otra sombra. Luego cayó de rodillas.

- ¡Druso, Druso! -exclamó entre gemidos de sufrimiento y alzó la mirada buscando a su amigo y lo encontró, apenas a tres pasos de distancia, cubierto de sangre, tumbado hacia arriba, con la boca y los ojos abiertos, escupiendo sangre por el vientre y una pierna, regando con sus fluidos vitales la tierra húmeda de aquella ribera del lago Trasimeno. Las sombras parecían haberse alejado de ellos, en busca de nuevos objetivos. Incluso la tremenda algarabía de las voces de aquellos extraños, con palabras desconocidas que gritaban en todo momento, parecía diluirse en la distancia. No se veía nada a más de cinco o diez pasos. La niebla lo inundaba todo, arrastrándose pesada y lentamente ajena al sufrimiento y la muerte que se extendía bajo su manto. El olor a sangre, que Tito había aprendido a detectar desde Trebia, le informaba del estado en el que se encontraba su manípulo. Ese olor y los gemidos que intermitentes perforaban la densa niebla hasta alcanzar los aún estremecidos oídos de Tito. No les habían dado opción ni de luchar, ni de pensar en luchar. Todo había sido tan rápido. Tito sentía un desconocido calor recorriendo su espalda como un dulce reguero que él ya adivinaba que se trataba de su propia sangre, pero ahora no tenía tiempo de pensar en sí mismo. De rodillas, gateando entre los cadáveres de sus compañeros llegó hasta Druso. Cogió el cuerpo de su amigo en brazos y lo asió con fuerza.

- ¡Druso, Druso! -no le llamaba sino que gritaba su nombre. No le importaba si sus voces podían delatar su presencia y hacer de él presa fácil para los enemigos que campaban por todas partes cortando cuellos de legionarios moribundos. Pronto llegaron las lágrimas a sus ojos, hasta transformarse en un sollozo casi mudo, henchidos sus pulmones y su corazón de rabia y odio. Sí, los dioses nos han abandonado, Druso, pensaba mientras le asía y se mecía con el cuerpo del amigo unido al suyo por la fuerza de sus brazos. Y fue en ese momento, partida su alma por el dolor irremediable de la pérdida de su único amigo, cuando Tito abrió sus ojos que había tenido cerrados durante minutos y, mirando a un cielo ausente por la densa niebla de aquel lago, maldijo a todos los dioses de Roma y los retó a que sobre él cayeran todas las maldiciones de las que fueran capaces de pensar porque desde aquel momento los aborrecía y renegaba de ellos. Aunque aquella maldición le fuera a costar los peores sufrimientos, Tito Macio vació su rencor arrojando todo su odio contra los dioses que los deberían haber protegido aquella genocida mañana de una infausta primavera. Dejó el cuerpo de su amigo y caminando entre los cuerpos muertos de sus antiguos compañeros de armas fue pidiendo a gritos que lo mataran, que lo mataran, pero lo que Tito Macio no sabía era que los dioses, esos mismos dioses de los que había renegado, ofendidos por su maldición y su osadía decidieron preservarle la vida, y aun cuando su herida era profunda, ésta, aunque dolorosa, se enjugaría para que al cabo de cuatro horas, cuando la niebla levantó, se encontrara vivo, superviviente, en un mar de cadáveres infinito, para así iniciar el largo y tortuoso camino que las deidades habían dispuesto para prolongar sus sufrimientos, más allá de toda posible expiación.

48 Querida Emilia

Roma, casa de Emilio Paulo, mayo del 217 a.C.

Su padre estaba fuera, en el foro, intentando conseguir noticias sobre todo lo ocurrido en el norte. Se hablaba de una gran derrota, pero todas las noticias eran confusas. Emilia cogió el rollo con el papiro que le tendía un legionario al que había salido a recibir que contenía la carta de su amado Publio. La joven iba acompañada de dos fuertes esclavos de confianza de su padre. Emilia ordenó que se dejase entrar a aquel legionario y que se le sirviera comida y agua o vino si lo deseaba y que esperase a la llegada de su padre. Una vez atendidas las necesidades de aquel hombre pidió que la dejasen sola y se dirigió al jardín, bajo el gran pino en el que Publio y ella solían terminar sentándose para hablar y compartir preciosos atardeceres y sentimientos. Abrió el rollo despacio y comenzó a leer. Querida Emilia:

Trasimeno ha sido un absoluto desastre. Más de quince mil hombres han caído muertos, entre ellos el propio cónsul, Cayo Flaminio; cuatro mil están presos por los cartagineses y centenares de hombres han quedado desperdigados por Etruria, heridos y confundidos, vagando por los caminos. Supongo que muchos llegarán a Roma en los próximos días o semanas. Dudo que se dirijan al norte porque lo cierto es que esos caminos parecen ya más dominados por los cartagineses que por nosotros. Te escribo desde el campamento que Cneo Servilio, bajo cuyo mando me encuentro ahora, ha establecido cerca de Rimini. Desde aquí partieron cuatro mil jinetes de nuestra caballería para enfrentarse a Aníbal pero han sido derrotados. Nuevamente los cartagineses han hecho numerosos presos. De momento parece que el cónsul Servilio no piensa en más enfrentamientos directos hasta recibir instrucciones del Senado. Por favor, comparte toda esta información con tu padre para que haga uso de la misma según estime conveniente. En mi opinión el Senado debería ser informado con rapidez de todo esto, pero lo dejo al criterio de tu padre, que sabe más que tú y yo juntos sobre la política que pueda ser mejor seguir a partir de ahora.

Te echo de menos, amor mío. Echo de menos nuestros paseos por el jardín en casa de tu padre y esos ojos oscuros y dulces con los que me mirabas cuando nos sentábamos bajo el gran árbol. Echo de menos tu larga serie de preguntas siempre sorprendentes para mí y, por encima de todo, tu sonrisa. Echo de menos el sonido de tu voz, tus manos y tus labios. Todo esto, mejor, no hace falta que se lo comentes a tu padre. Cuídate mucho y que los dioses te protejan.

Publio

Emilia enrolló con cuidado el papiro e inspiró el aire fresco del jardín. Cerró los ojos unos segundos intentando recordar el sonido de la voz de Publio y recuperar a la vez la sensación del tacto de sus manos sobre sus mejillas justo un instante antes de que posara sus labios sobre los suyos. Se escucharon voces, los esclavos salían rápidos a atender a su amo. Su padre había vuelto del foro. Emilia se levantó rápida y se dirigió a recibir a su padre y comentarle aquella parte de la carta que Publio le había instado a que compartiese con su padre. El resto del contenido procuraría que quedara en su intimidad.

49 Un triste regreso

Etruria, mayo del 217 a.C.

Tito Macio caminaba con los pies doloridos por la larga caminata que sus huesos acumulaban desde hacía días. Tras la batalla de Trasimeno, magullado y con una herida en la espalda, más escandalosa que grave, pues su enemigo pinchó en el hueso del omoplato evitando una herida mortal. Se vendó como pudo el hombro, cogió algo de comida que encontró entre los cadáveres de varios de sus compañeros y se alejó de aquel campo de batalla sin mirar atrás. Druso estaba muerto, el ejército romano, completamente derrotado, diezmado, y los caminos al norte y al este estaban controlados por los cartagineses. Sólo quedaba ir hacia el sur, hacia Roma, de nuevo hacia Roma, con los bolsillos vacíos, sin nada, pobre como antes, y vencido. Sus sueños de volver victorioso a aquella ciudad adoptiva junto al Tíber habían embarrancado en el más absoluto de los fracasos. Nadie le esperaba en Roma, nadie le echaba de menos. No tenía amigos ni conocidos en aquella ciudad, pero tampoco había otro lugar adonde ir y refugiarse de un mundo tumultuoso agitado por una guerra sin cuartel. Tito caminaba al amanecer y al atardecer, pero evitaba las horas centrales del día. No tenía deseos ni de encontrarse con tropas cartaginesas ni con los grupos de legionarios que se iban reagrupando en su cansino y derrotado regreso a Roma. No. Buscaba la soledad. El ejército no le había dado nada más que un poco de comida a diario, siempre insuficiente en comparación con los esfuerzos a los que se había sometido. Aquel Estado, Roma, tenía un extraño modo de favorecer a los que estaban con él. La ironía total era que se viera obligado a tener que retornar a aquella ciudad, pero no había otra salida. Al menos conocía sus calles, sabía los barrios que eran más peligrosos: como mínimo conocía los puntos idóneos para mendigar, para reiniciar una vida de pura subsistencia. Tito Macio entró de vuelta en Roma una tarde de finales de mayo del 217 a.C. Esperó

a que un grupo de comerciantes, con sus carros llenos de vasijas, pieles, queso y otros productos, se arremolinaran a las puertas para confundirse entre ellos y evitar los controles que los triunviros, por orden del Senado, habían establecido en la entrada de la ciudad. Lo peor fue esquivar a las decenas de mujeres que se acercaban a todos los recién llegados y, con ojos entre nerviosos y asustados, preguntaban sobre sus seres queridos, legionarios y soldados bajo el mando del cónsul caído.

- Mi marido, ¿sabéis algo de la segunda legión?

- Y mis hijos, ¿dónde están mis hijos?

Tito se zafó a empellones de aquellas mujeres y se abrió camino hacia la ciudad. Sabía de su soledad. Al menos había personas que morían y tenían familiares que preguntaban por ellos. Él no tenía nada de todo eso. Unos minutos después deambulaba junto al Tíber, en el peor barrio de la ciudad, entre prostitutas, lenas, lenones, cortesanas y buenos clientes de los placeres de la carne. Tampoco tenía mucho dinero, de forma que seleccionó la taberna de aspecto más desagradable que encontró y entró en ella. Un hombre gordo, distante, frío, se acercó a la mesa en la que se había sentado y se puso a su lado sin preguntar nada. Sin mirar, sin establecer juicios, esperando. -Gachas de trigo… y vino -dijo Tito.

Aquel hombre, que parecía el posadero de la taberna, no respondió y se limitó a desplazarse hasta detrás de un mostrador en busca, parecía ser, de aquello que se había pedido. Tito intentó asearse mientras esperaba la comida y el vino. Se limpió los mocos que le colgaban de la nariz con las mangas de su túnica; se echó saliva en las manos e intentó que el pelo le quedara relativamente liso; se sacudió el polvo del camino de las palmas de las manos e intentó extraerse la suciedad de las uñas. Eran esfuerzos bastante pobres, pero en aquel lugar nadie parecía molesto ni por su presencia ni por su aspecto. El posadero regresó a su mesa con las gachas y el vino y se quedó quieto junto a él. No dijo nada pero Tito entendió el mensaje. Rebuscó en una pequeña bolsa de piel que llevaba consigo y extrajo de la misma algo de dinero que puso sobre la mesa. El posadero asintió, cogió el dinero y, sin decir nada, regresó tras el mostrador de aquella lúgubre taberna. Tito Macio bebió un largo sorbo de vino y se quedó sorprendido por la inesperada calidad del producto. Había pensado que estaba malgastando los pocos recursos que le quedaban de su paso por el ejército, pero aquel vino bien lo valía. Se quedó el resto de la tarde con sus gachas, bebiendo aquel buen vino, en la misma mesa que, sin que él lo supiera, había sido anfitriona de un general de Roma y su sobrino la tarde en que el último había sido invitado por el primero a iniciarse en los placeres de la carne por los que aquel barrio era tan conocido.

Tito Macio decidió entonces, entre sorbo y sorbo, que la mendicidad no era el camino y que, de algún modo, debía encontrar alguna forma de subsistencia. Tenía claro que no podía aspirar a nada especialmente grande ya que sentía que su maldición a todos los dioses pesaba en su destino y que el futuro para él siempre habría ya de ser duro y hostil. Algo humilde, de pura subsistencia, donde no despertase ni el interés de los dioses más aburridos ni la curiosidad de triunviros en busca de desertores, debía ser su objetivo para conseguir llenar su estómago con cierta regularidad.

50 La batalla naval

La desembocadura del Ebro, verano del 217 a.C.

Cneo gritaba desde la proa de su quinquerreme capitana. -¡Remad, remad, remad!

Los marineros del ejército de Roma se afanaban con los remos. Sus frentes sudorosas atestiguaban la valía de su esfuerzo. El general usaba su potente voz con fortaleza y sin descanso de modo que sus órdenes fueran audibles no sólo en su nave, sino en varios de los treinta y cinco barcos que componían su flota expedicionaria en Hispania.

- ¡Remad, malditos, por todos los dioses! ¡Remad por vuestra vida, remad por Roma!

Habían salido apenas hacía dos días de Tarraco y los informes eran que se acababa de avistar la flota cartaginesa de cuarenta navios anclada varios kilómetros río arriba. El barco de Cneo Cornelio Escipión había llegado justo a la desembocadura del gran río de aquella región. Bordearon el delta del Ebro a plena marcha. Al entrar en el estuario la corriente del río se oponía a la fuerza de los brazos de los remeros, pero el general romano compensaba con la tenacidad de sus órdenes aquella dificultad: ante sus voces y su firmeza, los legionarios de Roma redoblaban sus esfuerzos y batían los remos con una energía que ni ellos mismos sabían que pudieran tener entre sus brazos. Desde que Cneo había llegado a Hispania su política había sido la misma y muy sencilla: ataques directos y frontales allí donde estuviera el enemigo, sin descanso, sin cejar en el empeño de derrotarlos una y otra vez allí donde estuviera, sin rehuir nunca el combate. Sus soldados, con las victorias que se iban acumulando, adquirían renovados ánimos que los impulsaban en cada nueva batalla. Habían derrotado a los cartagineses por tierra. Ahora restaba el mar. Podía parecer que Cneo no planificaba su campaña, pero nada más alejado de la realidad: su política de ataques rápidos y frontales había hecho que numerosos jefes tribales dudaran en continuar dando su apoyo a unos cartagineses que empezaban a perder terreno y que no acertaban a frenar a aquel general indómito que parecía ir apoderándose de toda Hispania paso a paso, sin detenerse apenas a respirar. Su empeño actual era dominar la costa, de modo que pudiera reducir la red de abastecimientos que Cartago enviaba a Hispania de forma regular por mar. Dominar la costa este de toda aquella región le permitiría mermar las fuerzas de las tropas de tierra cartaginesas. Habían llegado exploradores con noticias sobre el avance hacia el norte de la flota africana hasta adentrarse en el Ebro. Bien, se dijo Cneo, pues allí iremos. -¡Remad, remad, remad!

Ya habían entrado en las aguas suaves del río, pero la corriente del mismo continuaba resistiéndose a la fuerza de los remos romanos.

Un centinela cartaginés oteaba el horizonte desde lo alto de una torre de piedra junto a la desembocadura del Ebro. Su misión era avisar de la proximidad del ejército romano cuando éste decidiera aproximarse por tierra desde Tarraco. Por eso el soldado mantenía fija su mirada hacia el norte, sin observar mucho lo que ocurría en el mar, a su derecha, allí donde el río se diluía en la inmensidad salada. Estaba cansado porque llevaba toda la noche sin ser relevado. Bostezó despacio abriendo su boca de par en par y cerrando los ojos. Se quedó medio dormido apoyado en el muro de la torre. Tuvo una sensación extraña. Abrió un ojo y vio a decenas de barcos ascendiendo por el río. No eran barcos cartagineses. Abrió los dos ojos. Se frotó el rostro con la palma de la mano izquierda. El sol del amanecer le dificultaba la visión de lo que ocurría. Dejó caer la lanza y se protegió los ojos con la mano derecha. Bajó corriendo de la torre. Al pie de la misma dormían varios soldados cartagineses. El centinela los despertó y les contó lo que había visto. Como no le creyeron, varios soldados ascendieron a la torre ya que desde el suelo no se veía nada, sino unas suaves colinas que impedían la visión del lecho del río. Al llegar a lo alto de la torre los soldados comprobaron que los barcos de los que había hablado su compañero eran, en efecto, la flota romana y que ya estaban sobrepasando la posición de su torre de vigilancia.

Asdrúbal, hermano de Aníbal, recibió la noticia de la llegada de la flota romana mientras desayunaba leche de cabra y migas de pan. Dejó el cuenco en el suelo y miró río abajo. Aún no se veía nada en el horizonte, pero el jinete que acababa de llegar estaba nervioso.

- ¡Están a menos de veinte kilómetros, mi general! -había dicho. Remaban contra la corriente, pero veinte kilómetros era una distancia mínima. Asdrúbal ordenó embarcar sus tropas con rapidez. Los cartagineses empezaron a subir a los barcos con cierta indolencia. A ningún soldado le gustaba interrumpir su desayuno, por exiguo que éste fuera. El rancho era sagrado y el momento de comer también. ¿A qué venían esas prisas?

Los mástiles de las quinquerremes romanas empezaron a definirse contra el sol del amanecer. Miles de cuencos de leche y migas cayeron al suelo, rompiéndose la mayoría, rodando otros hasta la orilla del río, haciendo que algunos soldados tropezaran y cayesen de rodillas. Lo que había empezado siendo una lenta maniobra de embarque se transformó en un atropellado abordaje sin orden, sin dirección. Algunos barcos se llenaron de hombres y víveres demasiado pronto sin dar tiempo a deshacer amarras e ir alejándolos de la orilla al tiempo que se cargaban de hombres y pertrechos quedando medio embarrancados en la costa arenosa del río. Otros flotaban ya sobre las aguas fluviales pero sin formación de combate. Asdrúbal, impotente ante la anarquía de sus hombres, escupía al suelo y maldecía su suerte.

- ¡Remad, remad, remad! ¡Ni siquiera nos esperaban! ¡Preparad el abordaje! ¡La primera línea de barcos, que sobrepase la flota enemiga! Los rodearemos antes de que se den cuenta.

Los oficiales de Cneo volaban de un lugar a otro siguiendo sus órdenes. La flota romana ascendía en perfecta formación, desplegada en dos largas hileras de naves ocupando toda la anchura del río. La primera línea sobrepasó la confusa formación cartaginesa sin enfrentarse a los barcos enemigos para, nada más superarlos, virar ciento ochenta grados y atacar a los navios cartagineses por detrás toda vez que la segunda fila de quinquerremes los alcanzaba por el otro lado. Los cartagineses, sin ninguna formación consistente, sin haber preparado la defensa de sus naves, armados con lanzas y espadas, intentaron defenderse de la acometida romana, pero una densa lluvia de armas arrojadizas proveniente de ambos lados los recibió lacerando infinidad de cuerpos, atravesando escudos, barcos, soldados. La sangre comenzó a impregnar la madera húmeda de las cubiertas. Los gritos de dolor de los heridos se esparcieron por el amanecer del río mientras él miedo y el pánico se desataban entre los africanos.

Asdrúbal se retiró callado, con algunas de las naves supervivientes que habían conseguido zafarse del cerco romano. Había visto a varios centenares de sus hombres nadando hacia las orillas y luego escapar tierra adentro. Aquella batalla había sido un desastre para sus intereses en la región. Se esforzaba en contar y recontar las naves supervivientes como intentando negarse lo evidente. Tardarían meses en recuperarse de aquello y, lo peor de todo es que tendría que recurrir al Senado de Cartago y solicitar refuerzos. Se giró hacia la costa. El delta majestuoso extendía su larga playa lamiendo el mar. En aquel instante, despacio, se arrodilló. Cerró los ojos y juró por Baal que, si los dioses le daban fuerzas, vengaría aquella afrenta lavando su honor con la sangre de aquel general romano esparcida sobre un campo de batalla repleto de cadáveres enemigos. Asdrúbal, hermano de Aníbal, general de Cartago, al mando de las fuerzas africanas en Hispania, musitó su juramento entre dientes, arrodillado, con la cabeza hundida en el suelo de la cubierta del barco. Sus hombres le miraron en silencio, respetando el refugio de la plegaria en donde su líder se había recluido sin importarle que le observasen. Habían combatido con él en numerosas ocasiones y la derrota era algo desconocido para su general. Asdrúbal era el favorito de su hermano, el gran Aníbal, que combatía en Italia.

- Controla Iberia hasta que mande por ti para que me ayudes con refuerzos, hermano habían sido las palabras del hermano mayor. Se abrazaron y Aníbal partió hacia Italia. Asdrúbal ahora, arrodillado con su humillación, sentía el mayor de los dolores: estaba faltando a la promesa que había hecho a su hermano. Había perdido veinticinco naves. Veinticinco barcos. Eso significaba la supremacía del mar para los romanos. Un fugaz segundo dejó que entre sus pensamientos brillase la agria luz del suicidio como única salida para mantener el honor, pero el instante pasó y retomó su plegaria a Baal, implorando canjear su existencia, si era necesario, por poder alcanzar Italia superando al nuevo general romano que ahora se interpondría entre él y su hermano Aníbal. De pronto, de un cielo sin nubes estalló un largo y sonoro trueno. Los marineros, estremecidos por la sorpresa y el temor, miraron al horizonte. No se divisaba nada más que agua y cielo claro. Sin embargo, el pavoroso trueno arrastró su resonancia sobre las olas y el viento durante largos segundos en los que todos permanecieron callados, quietos, sin remar siquiera. Asdrúbal, con la llegada a sus oídos del imponente trueno, abrió los ojos y se levantó lentamente. Buscó nubes en el cielo pero, al igual que sus hombres, tampoco vio ninguna. Empezó entonces a asentir despacio con la cabeza.

- ¡Así sea! ¡Baal y yo tenemos un pacto! ¡Mi vida a cambio de alcanzar Italia y ver a ese general romano muerto sobre la tierra de Iberia!

Con aquellas palabras Asdrúbal se retiró al interior del barco, no sin antes dar las instrucciones necesarias para dirigir la pequeña flota superviviente hacia Qart Hadasht. Cneo estaba exultante, rodeado de sus oficiales en la orilla del río, haciendo recuento de los barcos hundidos o apresados, de los enemigos abatidos y del botín capturado. Iba de un lado a otro sonriente y satisfecho consigo mismo y con sus tropas. Habían despejado el río y el mar. En cuanto llegase su hermano Publio con refuerzos, avanzarían hacia el sur. Tribunos y centuriones saludaban a su general con orgullo. Súbitamente un trueno largo y profundo ascendió por el río desde la lejanía. Los romanos escudriñaron el cielo pero no acertaron a ver nubes ni señales de relámpagos en el horizonte. Algunos soldados se pusieron nerviosos, pero como no pasó nada más, tras un instante de extrañeza todos prosiguieron con sus tareas de recoger pertrechos enemigos, víveres y armas abandonadas por el ejército derrotado. Al cabo de unos instantes nadie recordaba ese solitario trueno traído por la brisa del mar. Sólo Cneo se quedó pensativo con sus ojos fijos en lontananza, allí por donde una escasa escuadra cartaginesa había conseguido escabullirse. Sacudió al fin la cabeza levantando los brazos y luego dejándolos caer.

- ¡Tonterías! -dijo-, ¡tonterías! ¡Historias para asustar a niños! -Y volvió de nuevo con sus oficiales para disfrutar de la victoria.

Estaba contento de poder recibir a su hermano Publio, que pronto llegaría para unirse a él en la lucha contra los cartagineses de aquella región, con una posición tan mejorada como la que había conseguido con aquella batalla.

51 La dictadura

Roma, verano del 217 a.C.

Quinto Fabio Máximo se vestía despacio atendido por tres jóvenes esclavas egipcias de tez morena y cabellos azabache, asustadas, temerosas de no satisfacer bien a su amo. Con su piel repleta de marcas de golpes y latigazos se movían cabizbajas y temblorosas alrededor del viejo senador. Él, por su parte, estaba exultante. En una esquina el joven Marco Porcio Catón, envuelto en su fina toga, escuchaba a su mentor.

- Hoy es el día -empezó Fabio-, en que Roma, por fin, se da cuenta de que no tiene a nadie a quien recurrir sino a mí. ¿Ves, mi querido Marco? Al final todas las minúsculas teselas del gran mosaico que compone esta larga guerra empiezan a encajar y todo gracias… ¿gracias a qué, Marco? -Fabio se volvió hacia su discípulo favorito al tiempo que preguntaba con una amplia sonrisa en su rostro esperando recibir el silencio como réplica.

- Gracias al miedo -respondió Catón, recordando una conversación que escuchó en aquella misma villa hacía ya bastantes meses.

Fabio mantuvo su sonrisa unos segundos, sin decir nada. Luego se volvió hacia las esclavas y, con furia, las conminó a macharse y dejarlos solos.

- Exacto -dijo Fabio-. He de reconocer, Marco, que tu sagacidad no deja de sorprenderme. Así es: el miedo nos ha ido abriendo el camino. El miedo, Marco, recuérdalo, administrado sabiamente es la mejor de las armas, especialmente para manipular a un pueblo inculto e influenciable. Roma tiene, por fin, miedo, el miedo necesario, el miedo justo para tomar decisiones que se deberían haber tomado hace ya tiempo; pero bien, en todo caso, hoy es el día en el que el Senado tomará esas decisiones y tenemos muchos enemigos lejos de Roma o, lamentablemente -el tono, no obstante, desvelaba una indiferencia rayando el sarcasmo-, muertos. Pobre Flaminio. La niebla nunca fue un buen aliado del soldado, pero adentrarse en un valle rodeado de cartagineses sin ver más allá de tu nariz, por Hércules, hay que ser estúpido. ¿Sabes cómo se derrotará a ese maldito Aníbal, Marco?

Esta vez Catón guardó silencio. La satisfacción de Fabio iluminó su rostro.

- Se le vencerá -continuó Fabio Máximo-inviniendo la situación de Trasimeno: atacando a Aníbal desde las montañas, cercándole en un valle. Hacer con él lo que él ha hecho con nuestras legiones. Ésa es la forma. Pero lo primero es lo primero: ser nombrado dictador de Roma.

- ¿Dictador?, ¿hoy?

- ¿De qué te sorprendes, Marco? Hoy seré elegido dictador de Roma. Sólo he de jugar mis bazas en el Senado. Esta mañana acudirás al foro acompañado de un viejo senador y volverás junto al dictador con poder absoluto sobre Roma y todas sus legiones.

- Pero nombrar un dictador, esto sólo lo puede hacer el cónsul superviviente y Servilio está aún lejos de la ciudad. Fabio Máximo exhaló un suspiro forzado, aparentando exasperación, cuando realmente estaba divertido viendo cómo había conseguido confundir a su pupilo que tan listo se creía.

- Te sabes tan bien la teoría, Marco y, sin embargo, desconoces tanto el alma humana. Ya has olvidado el miedo, ese miedo que todo lo puede. Cuando la gente teme que el terror se apodere de ellos, y Aníbal es el terror mismo, ha asolado regiones enteras de Italia, ha derrotado a iberos y galos, ha cruzado los Alpes, ha vencido a nuestras legiones, ha matado a un cónsul de Roma, herido a otro, cuando el terror está acechando, las normas, las leyes, se doblan, se cambian, se ignoran, Marco. El alma humana no atiende a lo que en momentos de sosiego y sensatez otros han pensado y diseñado con atención y racionalidad: leyes, normas, costumbres. No, el miedo quiebra todo eso. El Senado no es ajeno al temor de la gente, de un pueblo que demanda acciones concretas, algo diferente de lo que se ha estado haciendo hasta la fecha para vencer a ese animal africano que se acerca hacia Roma: si el cónsul no está en la ciudad, no te preocupes, Marco, que eso no le va a impedir al Senado decidir sobre el futuro del Estado, aunque para eso tenga que saltarse las leyes del propio Estado al que representa. -Fabio se acercó a Catón, posó su mano sobre su hombro y sacudió la cabeza como diciendo «parece mentira que aún no lo entiendas». Luego se encaminó a la puerta y salió. Catón le siguió, meditando concienzudamente.

52 Sacrificios

Roma, verano del 217 a.C.

En el jardín de su amplia casa estaban sentados el viejo ex cónsul Emilio Paulo junto a su hija Emilia, su prometido, el joven Publio Cornelio Escipión y un oficial amigo suyo, Cayo Lelio. Los esclavos sacaron fruta y vino. Lelio daba buena cuenta del vino mientras que el ex cónsul mordisqueaba una manzana, sin mucho afán. Todos escuchaban a Emilio Paulo, que, entre bocado y bocado, explicaba lo acontecido en el Senado.

- Han elegido a Fabio Máximo como dictador de Roma, el salvador, le han llegado a llamar algunos.

- Pero eso no es posible, no con el cónsul fuera de Roma -comentó Publio.

- Te sorprenderías, joven Publio -empezó Emilio Paulo-de lo que un montón de senadores asustados puede llegar a decidir. Yo me opuse, claro, y algunos otros, pero con tu padre y tu tío fuera, en Hispania, con algunos otros que han caído, como el propio Flaminio y, como bien dices, con el cónsul fuera de Roma, los senadores temen más que a nada al desorden, al vacío de poder y a un pueblo aterrorizado. Ante eso, se levanta Quinto Fabio Máximo y se postula como el gran salvador, pero claro, sólo si el Senado quiere, si considera que es necesario, él está ahí para servir a Roma cuando Roma le necesita, y luego pasa a describir sus grandes méritos, sus consulados anteriores, sus grandísimas victorias sobre los galos, su triunfo… ¡Como si nos las viéramos ahora con un grupo de galos en revuelta! ¡Por todos los dioses! Y el Senado le acepta, le abraza como la gran salvación, se le agradece su valor para dirigirnos en estos tiempos de tumulto y temor, ¡por Hércules, adonde hemos llegado!

Y el viejo ex cónsul arroja el corazón de la manzana, con rabia, contra la pared que rodea el jardín.

- Esclavo, haz el favor -añadió Emilio Paulo dirigiéndose a uno Qe sus sirvientes-, más vino, a ver si así puedo digerir la sesión de esta mañana.

- ¿Dictador? ¿Solo? -preguntó Publio.

- Dictador, solo, claro, ésa es la idea, muchacho, bueno, han nombrado a Minucio Rufo como jefe de la caballería, pero tampoco es eso un gran alivio. Minucio es capaz de meter a la caballería en cualquier emboscada. Demasiado ambicioso. Estamos en manos de un manipulador y de un irresponsable -explicó Emilio Paulo y se bebió el vaso que se le acababa de servir-. Y eso no es todo. Aún falta lo mejor: Fabio Máximo ha hecho que se consulten los libros sibilinos porque consideraba que nuestros males vienen por no haber realizado con rigurosidad los ritos religiosos y ha echado la culpa de todo ello a Flaminio, por su apresurada salida hacia el norte al encuentro de Aníbal sin haber ejecutado todos los sacrificios preceptivos.

- Es buena estrategia ésa de acusar a un muerto que ya no puede defenderse y por el que nadie quiere dar la cara -comentó Publio, con una copa de vino también ya en su mano. Emilia era la única que había declinado la invitación para beber.

- Sí -continuó Emilio Paulo-, inteligente, hábil; nadie salió en defensa de Flaminio. Puede que Flaminio se equivocara al entrar en aquel valle, pero no creo que fuera mala idea intentar acudir al norte lo antes posible; pero es cierto, sobre todo de cara al pueblo, que debería haber tenido más cuidado e intentar hacer los sacrificios de costumbre. Ahora la duda, sembrada por Fabio, planea sobre todos y se ha acordado que se ejecuten sacrificios extraordinarios para congraciarnos de nuevo con los dioses.

- ¿Extraordinarios? -preguntó Lelio.

- Sí. Escuchad bien: hay que hacer sacrificios a Júpiter, a Venus, Marte, Neptuno, Juno, Minerva, Vulcano, Mercurio, Apolo, Diana y Vesta. Y supongo que me olvido de alguien, pero todo esto no es sino engañarnos y devolver una falsa confianza a nuestro ejército. No digo que no debamos realizar los sacrificios, pero que sólo con eso no vamos a conseguir revertir el actual estado de las cosas. Esperemos que al menos el propio Fabio sea consciente de eso.

- Seguro que lo será -dijo Publio-. Una cosa es lo que dice en público y otra lo que él piensa en realidad.

- En fin, es posible; ésa es la típica idea que tu padre habría expresado si estuviera aquí -concluyó Emilio Paulo y le miró con interés renovado-. Bueno, y para terminar, Fabio ha ordenado que se celebren unos grandes juegos para los que el Senado destinará

nada menos que trescientos mil ases. Más vino -y el viejo ex cónsul estiró el brazo con su copa vacía.

Una muchedumbre se agolpaba a las puertas del templo de Júpiter. Sólo había hombres romanos libres. Aquella mañana de verano no se había permitido la asistencia de mujeres, extranjeros o esclavos. El pontífice máximo, Lucio Cornelio Léntulo, acompañado de los tres ¡lamines maiores, sacerdotes dedicados al culto de Júpiter, dirigía la ceremonia. Fabio, sentado en una amplia butaca, próxima al altar, asistía como observador privilegiado a la realización de todos los sacrificios: trescientos bueyes para el máximo dios. Observaba cómo la gente se acumulaba, deseosa de ver la forma en la que se ejecutaban los sacrificios que pudieran congraciar a la ciudad con sus dioses. En sus ojos se leía el miedo y su necesidad de sentirse protegidos. Fabio sonrió para sus adentros aunque exteriormente mantuvo una expresión seria y de aire preocupado. Sin duda, había tenido una buena idea al promover estos sacrificios. El pueblo, al verle allí, presidiendo en calidad de oferente de aquellos sacrificios, personificando la máxima representación del Estado, viendo la inmolación de cada animal, le identificaba con la tradición, con lo correcto, con el acercamiento de nuevo a los dioses y, en consecuencia, le identificaba con la protección celestial. Ésa era una idea que a Fabio le encantaba. Le daría un mayor margen de maniobra a la hora de reclutar nuevas legiones y tropas de apoyo para su próxima campaña contra Aníbal. Fabio estaba satisfecho de cómo evolucionaban las cosas, pero mantuvo su faz seria, meditabunda, atenta a las acciones de los sacerdotes asistentes.

El primero de los bueyes, todos machos por tratarse de sacrificios para un dios, llegó

junto al altar de piedra levantado frente al templo de Júpiter. El animal iba conducido por el popa, un hombre grueso, alto y fuerte que tiraba de una cuerda a la que estaba atada la bestia. Tensando la soga con fuerza condujo al buey hasta el altar mismo, con cierta docilidad por parte del animal, lo cual era absolutamente necesario. Cualquier intento por parte de la bestia por zafarse del popa e intentar huir sería considerado como un mal presagio; pero aquel buey se dejaba conducir ajeno a los confusos sentimientos de los hombres que le rodeaban, desconocedor de sus conflictos, de sus guerras y, sobre todo, ignorante del miedo que los movía y que tenía sometidas sus voluntades. Una vez en el altar, el victimarius encendió el fuego sagrado y, cuando la llama ya resplandecía con fuerza, sustituyó al popa en la tarea de sujetar al animal. A unos pasos del altar un tibicen se llevaba una flauta a los labios y empezaba a tocar una melodía que al mismo tiempo que sosegaba al animal, hacía callar al gentío y ayudaba a que el sacerdote pudiera ejecutar el sacrifico de forma correcta. En ese momento, Fabio Máximo se alzó de su asiento y con voz fuerte ordenó que la muchedumbre guardara el silencio preceptivo. -¡Fauete linguis!

La gente calló, conteniendo sus lenguas, tal y como el dictador de Roma y oferente de los sacrificios le había ordenado. En el denso silencio el sacerdote encargado de esta primera víctima, el más anciano de los flamines, se cubrió la cabeza con su toga de forma que su rostro quedó invisible para todos los asistentes. Lentamente, con enorme solemnidad, se volvió hacia cuatro vestales que, junto al resto de los sacerdotes, sostenían una bandeja con mola salsa, harina y sal mezcladas con las manos de las propias sacerdotisas vírgenes. El sacerdote oficiante levantó en alto la bandeja para que todos pudieran ver bien que iba a usarla. Luego, bajándola, untó sus manos con la mola salsa y la vertió sobre el animal que iba a ser inmolado y sobre los instrumentos que estaban preparados para llevar a cabo el sacrificio. Tras la salsa especial, tomó una jarra con vino tibio y vertió también el líquido por el lomo del gigantesco buey, que permanecía quieto, envuelto en el silencio, la música y los ungüentos que se iban esparciendo por su piel. El popa, que había conducido el buey hasta el altar, cogió un cuchillo afilado y, suavemente, lo pasó por todo el lomo de la bestia; el filo del cuchillo brillaba al mojarse con el rojo del vino vertido sobre la piel del animal. Fabio Máximo, en pie, empezó una larga plegaria en favor del pueblo de Roma. Tras unos minutos de súplicas, ruegos e imprecaciones a Júpiter, el dictador terminó y volvió a tomar asiento. YXpopa dejó entonces el cuchillo afilado y tomó una enorme maza de piedra, se giró hacia el oferente y preguntó en voz alta y clara.

- ¿Agone?

- Agone -respondió con fuerza y tensión contenida Fabio Máximo. El popa alzó la maza al cielo, la música de la flauta llenaba todo con su tediosa melodía, el viento soplaba suave, la gente contenía la respiración y la maza se desplomó como un ariete contra la testuz del animal. El buey tembló, echó un soplido profundo y dobló las piernas. Antes de que pudiera mugir, lamentarse o emitir cualquier ruido, la maza volvió a desplomarse con toda la fuerza mortal que el popa era capaz de reunir. Los ojos del animal miraban sin ver, la sangre empezaba a regar el suelo del altar, y, por fin, la bestia cedió y se desplomó sobre el suelo. El cultarius tomó el cuchillo afilado que antes había acariciado el lomo del animal, y con agilidad y experiencia, alzó la cabeza del animal al cielo por tratarse de un sacrifico dedicado a una de las divinidades celestiales y segó el cuello del buey. La sangre manó como un río en busca del mar.

53 En el molino

Roma, 217 a.C.

Cuatro de la mañana. En plena noche, Tito Macio sale de su pequeña habitación rectangular de dos por tres pasos en una de las insulae junto al Tíber, una mínima estancia en la que se le va prácticamente todo el dinero que gana, y sale con destino a su trabajo. A las cuatro y media, después de cruzar gran parte de la ciudad, cerca del campo de Marte, entra en una gran casa donde está uno de los numerosos molinos que han proliferado en los alrededores de Roma. La ciudad, sea en guerra como ahora o en paz, ha visto crecer su población y todos necesitan pan. Los hornos caseros ya no dan abasto para satisfacer la creciente demanda y los molineros producen grandes cantidades de trigo molido o de polenta, que usan o bien para producir pan o para las gachas de trigo que decenas de miles de romanos consumen a diario: un alimento barato y del agrado de los pobladores de aquella metrópoli. Tito Macio entra en el molino. Hay dos lámparas de aceite encendidas en una enorme estancia donde una gigantesca piedra de molino espera para ser girada y así ir moliendo el trigo. Tito Macio coge con ambos brazos el madero que sirve de enganche con la piedra y empieza a empujar. El principio es lo peor, pero una vez que consigue poner en marcha la enorme maquinaria, el impulso de la propia piedra le ayuda a mantenerla en constante movimiento. Así hasta el amanecer, dando vueltas y vueltas sin fin. Con la luz del sol, el molinero le trae algo de agua y unas gachas que Tito devora en unos minutos. Luego vuelta al trabajo hasta el mediodía, donde disfruta de una nueva pausa con alguna fruta que le trae el dueño de la instalación. Después de media hora sigue con su trabajo, dando vueltas y vueltas hasta que se hace de noche. Con la caída del sol, Tito se retira, retorna sobre sus pasos y se refugia en la lúgubre estancia que puede pagarse con la mísera paga que recibe del molinero. Así pasan los días, las semanas, los meses. Roma en guerra, constante, perpetua contra Aníbal. Él refugiado, escondido, dando vueltas interminables a aquel molino. Sin pasión, sin deseos, sin nada. Un trabajo infinito que le da lo mínimo para comer insuficientemente, pero que le aleja del hambre absoluta y de las peligrosas calles en donde los mendigos y mutilados de guerra intentan subsistir. Por las noches se esconde en su estancia, casi a oscuras, sólo iluminada por una lámpara vieja de aceite que compró a un comerciante del foro con la paga de un mes de trabajo. Luego descubrió que no tenía nada que ver y desde entonces la mantiene apagada. Se queda dos o tres horas a oscuras, en su estancia, escuchando los ruidos de la calle, las voces de las putas, los regateos de los clientes, las órdenes de algún triunviro, una pelea, un pregonero anunciando algún espectáculo. Al final, el sueño se apodera de él, hasta que a las pocas horas, sin saber bien cómo, probablemente empujado por la necesidad de subsistir, se despierta, se levanta de entre las dos mantas que posee, una traída desde Trasimeno, la otra robada en el foro, hace sus necesidades en una vasija que luego vuelca en el otro extremo de la calle y, sin comer nada, parte hacia su triste trabajo. Así pasó un año entero. Con la mente en blanco, aún impactado por la guerra, intentando olvidar las batallas, el ejército, su propia vida, su miseria.

54 Un error inesperado

Italia central, 217 a.C.

Fabio Máximo estaba dispuesto a terminar con el azote de Aníbal y asentar su poder en Roma. Reclutó dos legiones, relegó del servicio al cónsul Servilio y adoptó el mando de las legiones que éste dejaba sin licenciarlas, haciéndose así con el control de dos ejércitos consulares completos. Alejó a los pretores de Roma, remitiéndolos a Cerdeña y Sicilia, aunque allí no fuera especialmente necesaria su presencia. Sólo le quedaba dominar la ambición irrefrenable de su segundo en el mando, su jefe de caballería Minucio Rufo, una pequeña molestia impuesta por el Senado, un escollo solventable. Aníbal, entretanto, se dedicó a arrasar las regiones limítrofes con Roma.

- Iremos debilitando a nuestro enemigo poco a poco, cercenando sus dominios hasta estrechar un cerco lento pero definitivo -solía decir entre sus oficiales. Su táctica iba a ser la de siempre: arrasar territorios amigos de Roma para obligar a sus generales a entrar en combate en un terreno preestablecido por él, adecuado para una emboscada. Así

arrasó las tierras de los Hirpini en la región del Samnium, tomando Telesia y destrozando Beneventum. Luego entró en Campania y asoló la mayor parte del rico ager falerni. Éstas eran tierras muy productivas, muy apreciadas por los romanos. Fabio, sin embargo, evitaba entrar en combate con Aníbal, manteniendo las tropas alejadas de los valles, siempre vigilando al cartaginés desde las cumbres y los altiplanos de las montañas circundantes. De esta forma su ejército asistía impasible al espectáculo de fuego y desolación que el cartaginés extendía a su paso sin que nadie se le opusiera. Entre las filas de las legiones crecía la desazón y la decepción en su líder, un dictador que se negaba a usar el ejército para oponerse a los enemigos de Roma. Minucio Rufo agitaba a los soldados primero y luego a los propios oficiales en contra de la estrategia dilatoria del dictador. Fabio Máximo, no obstante, permanecía impasible a las críticas. Una noche conversaba con Catón, uno de los pocos que aún sentía fieles a su mando.

- ¿Crees tú también que soy un cobarde, Marco? -preguntó Fabio Máximo, sentado en su triclinium, iluminado su rostro tenuemente entre las alargadas sombras proyectadas por dos pequeñas lámparas de aceite. Marco Porcio Catón respondió despacio, eligiendo con esmero sus palabras.

- No, no creo que seas un cobarde, aunque para muchos tu perseverancia en evitar entrar en combate con Aníbal pueda parecerlo.

- Bien; eres cauto y sincero. Sigamos. ¿Y por qué crees que evito el combate, si no es por cobardía? A fin de cuentas tengo cuatro legiones bajo mi mando, y todas las fuerzas latinas y aliadas. ¿Por qué,

Marco, por qué Fabio permanece en las cumbres, escondido, mientras Aníbal arrasa los territorios de nuestros aliados? -Esperas.

- Bien, Marco, muy bien. Tienes todo mi reconocimiento. ¿Y qué espero?

- Un error de Aníbal.

Fabio asintió con la cabeza. A veces se preguntaba si era bueno tener a alguien que empezaba a tener ideas propias a su lado. Por otra parte, alejarlo sería ganarse su ingratitud y no tenía claro que quisiera tener al joven Marco Porcio Catón como enemigo; pobre del que terminara siendo objetivo de sus intrigas futuras. A todo esto, ¿intrigaría Catón contra él? No. Aún no tenía la suficiente fuerza y además esperaba la ayuda de su mentor. Fabio confirmó las intuiciones de Marco.

- Exacto. Un error de Aníbal es lo que esperamos. Hasta ahora los anteriores cónsules no han hecho sino seguir los pasos marcados por el cartaginés y entrar en combate donde y cuando éste lo ha deseado y ¿con qué resultado? Escipión fue derrotado y cayó herido; ahora tendrá que emigrar a Hispania y buscar su fortuna en aquella tierra inhóspita combatiendo alejado de Roma junto a su hermano; Sempronio perdió clamorosamente en Trebia y está acabado política y militarmente y Cayo Flaminio, además de perder sus legiones, está muerto y enterrado. No, no me parece que combatir allí donde Aníbal quiera sea la mejor estrategia. Catón escuchaba atento: tras una exposición tan sintética pero a la vez tan precisa de los fracasos de sus predecesores en el mando resultaba tan evidente que lo que ahora hacía tenía tal sentido que costaba creer que las intrigas de Minucio Rufo y sus veladas acusaciones de cobardía pudieran surtir efecto alguno entre los hombres y, sin embargo…

- Es cierto, pero las imágenes del ager falerni en llamas son difíciles de tolerar para los legionarios de Roma -dijo Marco, midiendo el tono de sus palabras.

- Lo son. Claro. Por eso ellos son legionarios y yo su dictador y jefe supremo. No hubo más conversación aquella noche. Catón salió de la tienda y su figura se perdió entre las sombras. Casilinum, Italia central, 217 a.C.

Aníbal había dado orden a los guías de dirigir el ejército hacia Casino, donde podrían encontrar tierras ricas, víveres y seguir con su táctica de arrasar regiones productivas y queridas por los romanos, presionando así aún más al viejo dictador para que éste, al fin, entrase en batalla campal.

Llevaban dos días de marcha, cuando Aníbal empezó a extrañarse por lo escarpado de las montañas que los rodeaban. Estaban en un valle profundo desde el que se contemplaba un paisaje agreste.

- Éste es un lugar inhóspito -comentó Aníbal entre dientes. Miró a su alrededor sin entender bien dónde se encontraban y frunció el ceño-. ¡Que vengan los guías!

Dos hombres con aire algo distraído, taciturno, profusas melenas, cubiertos de pieles de oveja, vinieron escoltados por guerreros númidas e iberos. Ambos guías procedían del norte de Italia, ganaderos galos próximos a la región del Po, que habían accedido a guiar a Aníbal por todos aquellos territorios a cambio de protección y dinero para sus familias. El general cartaginés había satisfecho con creces sus requerimientos en pago por sus servicios, pero cuando fueron conducidos aquella mañana ante Aníbal, éste presentaba un rostro temible.

- ¿Dónde estamos? -preguntó el general de Cartago en un latín no muy bien pronunciado, lengua que usaban para hacerse entender con los galos. Los guías dudaron. Era evidente que algo no marchaba bien.

- Llegando a Casilinum -dijo al fin el más mayor de los dos.

Aníbal no respondió, sino que abrió el ojo sano de forma sorprendente; luego se giró

y se llevó una mano a la cabeza, acariciándose su larga cabellera con los dedos. Inspiró

con profundidad. Sintió el viento que descendía por las agrestes laderas que lo envolvían. Observó la larga columna de su ejército, que se extendía varios miles de pasos, perdiéndose en el horizonte, zigzagueando por todo el lecho de aquel angosto valle. Seguía en silencio. Se llevó la otra mano a la cabeza y con ambas se mesaba los cabellos despacio, como intentando buscar una razón para lo sucedido. Espiró el aire que, sin saberlo, había contenido durante varios segundos en lo más profundo de su pecho y, al fin, se volvió de nuevo hacia los guías que, con ojos de miedo intentaban discernir en los gestos del general qué marchaba mal.

- Yo -Aníbal hablaba con exagerada lentitud-había ordenado conducir al ejército a Casino, no a Casilinum. -Tras sus palabras se alejó de aquellos hombres y se paseó durante unos segundos con los brazos en jarras. De nuevo se acercó a los guías-. Necesito que me respondáis con claridad y sin meditar un instante, si os paráis a pensar, ése será

vuestro último pensamiento -y deslizó su mano hacia la empuñadura de la espada que llevaba ceñida al cinturón.

Los guías asintieron, tragando desesperación entremezclada con la saliva de sus bocas.

- ¿Entendisteis bien mi orden de dirigirnos a Casino? -preguntó Aníbal.

- Sí -dijo uno de los guías con voz trémula.

- No -respondió el otro casi a la vez, dubitativo.

Aníbal los miró fijamente, esperando una aclaración. Al fin, el que había dicho que sí

añadió una explicación.

- Bueno, no estábamos seguros del todo, pero pensamos, creímos…

Aníbal le interrumpió.

- ¿Pensasteis, creísteis? ¿Y sobre una vaga creencia, en función de lo que pensasteis que se os había ordenado condujisteis a todo un ejército, a mi ejército, a esta trampa mortal?

Un oficial se acercó a Aníbal por la espalda.

- General, general. Tenemos informes de los exploradores de la retaguardia: los romanos han tomado los pasos por los que hemos accedido al desfiladero. Aníbal levantó la mano y el oficial calló. Sin volverse a mirar a éste, sino manteniendo sus ojos fijos en los guías, volvió a preguntarles.

- ¿Cómo sé yo ahora que no sois espías de Roma que nos habéis tendido una trampa al conducirnos hasta este callejón de montañas?

- No, no, mi señor, eso nunca. Ha sido un error -ambos hombres se esforzaban por persuadir al gran general cartaginés, pero, para mayor desesperación suya, vieron cómo aquél se alejaba y lanzaba una orden al grupo de oficiales que los rodeaba.

- ¡Que los crucifiquen!

Los oficiales, ayudados de varios soldados cartagineses, apresaron a los dos guías, ahogaron sus súplicas a golpes y se llevaron a ambos hombres lejos de la visión del general. Fabio Máximo, satisfecho, oteaba el horizonte desde lo alto de las montañas. Las tropas de Aníbal se agrupaban en una larga columna en lo profundo de un angosto valle rodeado por las legiones bajo su mando. El dictador, acompañado de su hijo Quinto y de su fiel servidor, Marco Porcio Catón, preparaba un plan de ataque.

- Ahora sí, ahora sí -decía entre dientes, casi sonriente-, mañana nos lanzaremos con nuestras tropas sobre el cartaginés. Tendrá que combatir desde una posición inferior. Ahora que él no quiere combatir es cuando nosotros entraremos en lucha. Los tribunos asentían con la cabeza y los centuriones se frotaban las manos en previsión del botín de guerra que se podría capturar con el próximo amanecer. Fabio Máximo lanzó una sonora carcajada que retumbó por entre las peñas que descendían por el abrupto desfiladero.

- ¿Cuántos víveres tenemos? -preguntó Aníbal en su tienda, abrigado por pieles de cabra y oveja mientras el atardecer se extendía en orma de alargada sombra sobre el valle y sobre sus tropas.

- Tenemos bastante trigo para pasar parte del invierno y ganado, mucho ganado, pero no sé si será suficiente para toda la estación fría -Maharbal era el que explicaba la situación de los pertrechos-. ninguno esperábamos estar en un terreno tan árido como éste y llevar más víveres ralentizaba la marcha. Aníbal asentía.

- Bien, bien. Exactamente, ¿cuántas cabezas de ganado tenemos? -No sé; es difícil de precisar. Calculo que unas dos mil. -Serán suficientes, tendrán que serlo -continuó Aníbal-, ¿y los órnanos?

- De momento se limitan a tomar posiciones. No creo que atajen hasta el amanecer, pero me parece que esta vez se echarán sobre nosotros. La posición es muy ventajosa para ellos. Esto es una ratonera. -Maharbal se mostraba desolado. Tanto combatir y tantas victorias para luego perderlo todo por un error tan estúpido como aquél,›orque unos guías habían malinterpretado el nombre de un destino, dstaban bien crucificados.

- Que los hombres reúnan leña, ramas secas, palos y cuerdas, soga en pequeños trozos, miles de estos trozos. Y leña, mucha leña -fueron las extrañas órdenes de Aníbal. Maharbal, perplejo, no sabía qué hacer. El general, ligeramente comprensivo ante su confusión añadió algunas palabras más-. No pasaremos ni una noche en este lugar. Que los hombres cenen temprano, nada más recoger la leña, pero que no se enciendan hogueras. La noche cubría montañas y valle con su espeso manto negro. Estaba acabando el verano y como las noches aún eran cortas, pronto amanecería. En uno de los puestos de guardia en lo alto de las montañas un legionario se esforzaba en escudriñar las sombras. Le había parecido que algo se movía a lo lejos, pero no: sin duda, sus ojos le engañaban. Sin embargo, al cabo de unos minutos empezó todo: se acercaban los kalendae de oc-tubre y apenas había luna. Decenas de antorchas empezaron a moverse al pie de la ladera de la montaña desde la que vigilaba. Calculaba la posición de las llamas por lo que su memoria recordaba de cuanto había visto en las últimas horas del atardecer. Era una ladera de larga y pronunciada pendiente. Muy difícil de escalar para los cartagineses y desde la que al amanecer les atacarían. Ya no eran decenas sino centenares de antorchas y se movían. Avanzaban hacia él. El legionario llamó a un centurión. Éste, al escuchar la voz de alarma, vino enseguida.

- ¿Cuánto tiempo llevan esas antorchas encendidas? -preguntó el oficial, nervioso-,

¿cómo no me has llamado antes?

- ¡Han empezado ahora mismo! -se defendía el legionario de guardia. Lo que ocurría es que las antorchas ascendían por la ladera a una velocidad inusitada, como si los cartagineses que las llevaban escalasen a toda velocidad la ladera de la montaña.

- Mire, centurión -comentó otro centinela del puesto de guardia de al lado, señalando hacia el otro extremo del valle-, por allí también asciende otra columna de antorchas.

- ¡Dad la alarma general! -gritó el centurión-¡Nos atacan, nos atacan! ¡Todos a sus puestos! ¡Los cartagineses ascienden por la montaña!

Fabio Máximo escuchó un tremendo escándalo en el campamento. Rápido cogió su espada y salió de su tienda. En el exterior los lictores le esperaban para acompañarle.

- ¿Qué ocurre? -preguntó.

- Miles de cartagineses ascienden por las montañas, a toda velocidad -explicaba uno de los lictores-, están alcanzando ya los primeros puestos de guardia. Los legionarios se protegieron con sus escudos y prepararon sus alargados pila para ensartar con ellos a los primeros cartagineses que accediesen a la cúspide de la montaña, pero a medida que las antorchas se acercaban, el suelo empezó a vibrar de una extraña forma, como si en lugar de soldados fueran elefantes lo que trepaba por las montañas, aunque todos sabían que eso era imposible porque los cartagineses ya no disponían de esos animales. Algunos, aterrorizados por el inmenso estruendo de los desconocidos porteadores de aquellas veloces antorchas, abandonaron sus posiciones, debilitando la primera línea de los romanos, que así, con varios puntos desguarnecidos, recibió las antorchas en un encuentro entre desiguales. Cuando las llamas, ya apenas a unos pasos de distancia, hicieron visibles a los que las transportaban, los romanos, espantados, comprendieron lo que se les venía encima: no eran soldados cartagineses, ni tampoco elefantes lo que se les echaba encima a toda velocidad, sino centenares de vacas y toros con antorchas atadas a sus cuernos, una multitud de enormes bestias totalmente presas del pánico que intentaban zafarse, huir de aquel fuego infernal que los perseguía y que, no importaba cuánto corriesen, les seguía allí adonde fueran y, peor aún, al ascender y moverse rápidamente, las llamas se habían avivado hasta empezar a quemar la raíz de sus astas y el dolor insufrible azuzaba a las bestias a una huida sin fin y sin destino que arrasaba todo cuanto encontraban a su paso. Así, no sólo los primeros puestos de guardia, sino toda la primera fila de los romanos cedió sin apenas poder presentar oposición al empuje de las enloquecidas bestias que, una vez superadas aquellas posiciones iniciales se adentraron incluso entre las tiendas de parte del campamento sembrando el mayor de los desórdenes. Entre la confusión y el caos, grupos armados de cartagineses, que habían seguido y atizado a las bestias para dirigir su ascenso por las laderas, se ocupaban de herir y matar a cuantos romanos confusos y desarmados encontraban a su paso. Fabio Máximo se esforzaba por poner orden en medio de aquel caos. Y, tras una larga hora de confusión absoluta, una vez que la mayoría de aquellos animales de astas en fuego habían sido abatidos o desperdigados, empezó a recomponer la formación de sus legiones y contraatacar a los grupos de soldados cartagineses infiltrados y apostados por las cumbres que antes ocuparan los centinelas romanos que dieron la señal de alerta y que ahora yacían muertos bajo las sandalias de sus enemigos. Se trataba de soldados iberos expertos en combatir entre montañas, siempre en pequeños escuadrones, en una permanente guerra de guerrillas. Aquélla fue una larga noche para los romanos y, muy en particular, para Fabio Máximo. Al amanecer, sus ojos asistieron horrorizados a un triste espectáculo. Miles de cadáveres esparcidos por las cumbres y las laderas. Muchos eran iberos del ejército cartaginés, pero otros tantos eran legionarios de Roma y otros, soldados de las fuerzas aliadas de la ciudad del Tíber. Y, lo peor de todo, cuando Fabio Máximo se acercó a una de las más altas peñas desde las que poder otear el horizonte y examinar el valle, vio que ya no quedaba ningún soldado de Cartago en aquel territorio. Aníbal había sembrado la confusión por la noche con el ardid de las bestias enloquecidas por el fuego en sus astas y, aprovechando el caos resultante, había sacado el grueso de su ejército de aquel desfiladero de roca y piedra. A cambio de unos centenares de cabezas de ganado que, sin duda, recuperaría en los próximos días asolando los territorios colindantes, había salvado a su ejército y, por encima de todo, humillado al general enemigo. Fabio Máximo miraba a su alrededor sin creer aún lo que su ojos le mostraban. Más tarde o más temprano llegarían reacciones desde Roma.

55 Duelo de titanes

Italia central, final del verano del 217 a.C.

Aníbal había escapado de las montañas de Casilinum y podía de nuevo moverse por territorio plano con libertad. Se decidió entonces a contraatacar con saña. Aquel nuevo general, Fabio Máximo, no era como los demás. Durante semanas había estado tentándolo para que entrara en combate allí donde pensaba que convenía a sus tropas y durante todo aquel tiempo ese general romano al que habían dado el título de dictador se negó

a hacerlo, esperando, como fue el caso, que cometiera un error. Su estratagema le había salvado aquella vez, pero Aníbal comprendió que con el nuevo general romano tendría que ser aún más hábil y, si cabe, tan retorcido o más que él.

- Quiero que se ataquen todas estas granjas y villas, pero que se preserven de cualquier mal estas que he marcado en el plano -Aníbal señalaba los objetivos de los siguientes días a Maharbal, que le escuchaba con atención. Después de la proeza de salir de aquel angosto valle pese a estar rodeado por los romanos, el respeto y la admiración de todos los oficiales cartagineses hacia Aníbal y, en especial, de Maharbal no había hecho sino acrecentarse infinitamente. Por eso no preguntó el porqué de aquellas peculiares instrucciones, sino que se concentró en interpretar bien las señales del mapa para cumplir fielmente el requerimiento de su general. Aníbal valoraba aquella fidelidad y decidió recompensar aquella atención con una explicación de su estrategia.

- Esas tierras que vamos a respetar de nuestros nuevos ataques pertenecen al general romano que lidera ahora las legiones.

- ¿Son de Fabio Máximo? -preguntó Magón, el hermano pequeño de Aníbal, presente junto al resto de los oficiales.

- Exacto, hermano; son de Fabio Máximo y por eso mismo las vamos a respetar.

- Pero… en fin… si puedo preguntar, si quieres explicarlo, si no, no importa, son tus órdenes. -Y con esas palabras Maharbal se disponía a marchar y salir de la tienda, pero Aníbal le cogió por el brazo y le detuvo.

- Siéntate, Maharbal, siéntate y escucha. Y tú, hermano. Escuchadme los dos. Quiero que se me entienda, necesito oficiales no sólo que respeten mis órdenes, sino que las entiendan. Sé que me seguís por convencimiento y por lealtad, pero quiero compartir con vosotros las tazones que me han llevado a tomar esta estrategia contradictoria en apariencia, pero sólo en apariencia.

- Soy todo oídos -comentó Maharbal, sentado pero con la espalda recta, atento, interesado.

- Fabio Máximo es el primer general que comanda las legiones de Roma que sabe lo que se hace: ha evitado entrar en combate y rehuido todas nuestras provocaciones sin dejarse llevar por la ira o el nerviosismo. He sabido que entre sus hombres esa actitud no es valorada. Ya sabéis que tenemos espías por todas partes: tiene un lugarteniente, Minucio Rufo, impulsivo, similar en carácter a los cónsules que derrotamos anteriormente como Sempronio o Flaminio. Bien, hemos de conseguir deteriorar más aún la imagen de Fabio entre los propios romanos. A este general no le vamos a ganar en el campo de batalla: en Casilinum nos salvamos a duras penas. No, a este general le venceremos desde dentro, hemos de conseguir que sean los propios romanos los que le destituyan, los que le alejen del poder precisamente por seguir una táctica inteligente que ellos mismos no entienden que es la indicada. Eso es lo que debemos hacer. -En ese momento Maharbal tuvo la sensación de que Aníbal había dejado de hablar para él y para Magón y que era como si hablase para sí mismo, como si se regocijase en su propio plan, en su aguda astucia curtida en mil conflictos-. Por eso vamos a atacar y arrasarlo todo a nuestro paso excepto sus fincas; éstas quedarán intactas y los romanos, que no piensan más allá de lo que ven, concluirán que existe un pacto secreto entre Fabio Máximo y yo y esto le destruirá ante los ojos de sus hombres. Será relegado, Minucio tomará

el mando supremo y entonces jugaremos con ese nuevo general en jefe y nos divertiremos con él hasta que termine como el cónsul Flaminio. Aníbal se relajó en su butaca, sonriendo mientras Maharbal y Magón, entre admirados y confusos, le miraban con la boca abierta. No estaban seguros de que aquella argucia fuera a salir tal y como el gran general había planteado pero, ¿cómo oponerse a quien tantas veces veía mucho más lejos que todos sus oficiales juntos?

Fabio Máximo, dictador de Roma, paseaba por su tienda, las manos en la espalda, mirando al suelo, el ceño fruncido, arrugas en su frente, respirando con velocidad. Marco Porcio Catón, sentado en una esquina de la tienda, y el hijo del dictador, Quinto, eran, hasta el momento, los silenciosos interlocutores del viejo senador.

- Ya conocéis la nueva estrategia de Aníbal para generar sospechas sobre mis acciones, ¿verdad?

Ambos asintieron. El hecho de que los cartagineses estuvieran devastando todo cuanto encontraban excepto las grandes fincas que pertenecían a la familia del dictador de Roma era una noticia que había corrido por todas las calles de la ciudad y, peor aún, por todas las legiones. Tal y como había diseñado Aníbal, la estratagema estaba socavando a marchas forzadas la ya muy deteriorada imagen de Fabio Máximo entre los romanos.

- Repasemos la situación -continuó el dictador-, esto es lo que he pensado: en el último intercambio de prisioneros con Aníbal ellos nos han dado más soldados, creo que, si mi memoria no me falla, ¿unos doscientos cuarenta y siete legionarios de más?

Catón asintió mientras confirmaba la cifra en los informes escritos en varias tablillas que tenía en sus manos. En cualquier caso, aquélla era una pregunta retórica: a Fabio Máximo nunca le fallaba la memoria.

- En ese caso -prosiguió el viejo senador-, necesitamos dinero; veamos, según el tratado que tenemos de intercambio de prisioneros debemos pagar a razón de dos libras y media de plata por cada hombre de más que nos entregue el enemigo en el intercambio de prisioneros, eso hace un total de seiscientos diecisiete libras y media que debemos pagar a los cartagineses si queremos que sigan los intercambios en el futuro. Eso es mucho dinero.

- Mucho dinero -confirmó Marco Porcio Catón.

- Habría que escribir al Senado y solicitarlo. No se pueden negar -añadió Quinto.

- No, no se pueden negar -continuó Fabio-, pero pueden dilatar el tiempo de proporcionarnos el dinero necesario y aprovechar esos días para seguir cuestionando la estrategia defensiva que estoy utilizando contra Aníbal. Ya estoy oyendo a Emilio Paulo y su familia, a los Escipiones, a Marcelo, incluso a Varrón y a tantos otros explicando en voz alta y fuerte que si fuéramos más agresivos tendríamos más prisioneros y serían los cartagineses los que tendrían que pagar. No, hijo, al Senado no le vamos a pedir nada. El dictador guardó unos segundos de silencio antes de proseguir. Una suave sonrisa comenzó a dibujarse muy leve en la comisura de los labios del dictador, apenas perceptible, pero no para Catón, que conocía cada gesto de su mentor.

- Vamos a cambiar las tornas y cazar dos jabalíes en el mismo bosque: en primer lugar, tú, Quinto, quiero que vayas a Roma y que vendas todas las fincas a las que se ha acercado Aníbal pero que ha dejado intactas. Y que las vendas rápido, sin reparar en conseguir un buen precio si es necesario. Eso sí, que los compradores te paguen en plata. Te espero aquí de regreso con unas setecientas u ochocientas libras, que es lo que más o menos he calculado que podemos sacar malvendiendo esas fincas. Y ése es el dinero que usaremos para pagar al cartaginés. Así, por un lado, acallaremos las críticas sobre supuestos pactos secretos entre Aníbal y yo, al vender las tierras que él ha respetado y no preservarlas para mi beneficio y evitaré la torpeza de ir a un Senado hostil a rogar dinero para cumplir los tratados de intercambio de prisioneros. Es cierto que sacrifico unas tierras, pero está claro que Aníbal busca menoscabar mi poder desde dentro para que Roma ponga al mando a otro inútil ambicioso e irresponsable que juegue según las normas que dicta el cartaginés. No, yo me mantendré en el poder aunque tenga que sacrificar parte de mi patrimonio. Aníbal aún no sabe con quién está luchando ni dónde estoy dispuesto a llegar. Quinto, a Roma. Lleva contigo una turma de caballería. Los caminos hoy día son inseguros. Y con esas palabras el dictador se sentó en su silla, exhalando un profundo suspiro. Quinto se levantó, se despidió de su padre y salió de la tienda. Catón se quedó acompañando la soledad de Fabio Máximo. El joven tribuno miraba al viejo senador admirado por la hábil y sorprendente respuesta que Fabio había diseñado para a un tiempo combatir la retorcida estrategia de Aníbal y evitar tener que recurrir al Senado. Era en momentos como ése que Catón entendía por qué seguía los pasos de aquel hombre. Era cierto que cada vez con más frecuencia pensaba que ya lo había aprendido todo de él, pero en días como éste se daba cuenta de que otra vez le estaban dando una lección de estrategia y política.

56 En el foro

Roma, final del verano del 217 a.C.

Emilio Paulo se encontró con su buen amigo y colega en el Senado Publio Cornelio Escipión, su joven hijo Publio y el amigo de este último, Cayo Lelio. Estaban paseando por el foro. A Emilio Paulo le acompañaban también su hijo primogénito Emilio y varios primos y otros familiares de los Emilio-Paulos. Los dos veteranos senadores enseguida empezaron a departir sobre el debate que acababan de presenciar en el Senado.

- Lo de Casilinum ha sido demasiado -empezó Emilio Paulo-. Muchos senadores están cansados de las tácticas dilatorias de Fabio. A mí me parece bien lo de reducir su mando-. Publio Cornelio padre asintió.

- ¿Ha terminado la dictadura? -preguntó el joven Publio.

- No, no nominalmente -aclaró su padre-pero en la práctica sí: Fabio sigue como dictador, pero el Senado, de forma excepcional, ha decidido igualar a Minucio Rufo en la capacidad de mando.

- ¿El jefe de caballería con el mismo mando que el dictador? Eso es absurdo -comentó el hijo de Emilio Paulo.

- Sí - continuó el viejo senador, su padre-, pero aún más: eso es humillante para Fabio. En cualquier caso eso es como si volviéramos en cierta forma al consulado con el dictador y el jefe de caballería con las mismas atribuciones que los cónsules.

- Fabio Máximo no digerirá bien esto -comentó Publio Cornelio Escipión padre, pero como si hablara para sí, como si pensase en voz alta. Emilio Paulo le miró. Un breve silencio se adueñó del grupo. Al fin el experimentado senador se dirigió a su colega Publio.

- Lo digerirá como ha digerido tantas otras cosas, aunque es posible que Minucio Rufo se le indigeste, pero escucha bien, mi querido amigo, Fabio Máximo aún saldrá vencedor de todo esto. Tiempo al tiempo. No sé cómo pero recuerda mis palabras: Fabio Máximo es un superviviente, siempre lo ha sido y siempre lo será. De todas formas, lo importante de hoy es tu mandato de procónsul.

El joven Publio abrió los ojos y Cayo Lelio la boca. Sabían que se había hablado de enviar refuerzos a Hispania pero Publio Cornelio aún no les había desvelado nada, centrándose en comentar el debate sobre el mando de Fabio Máximo y Minucio Rufo, sin dejarles tiempo a preguntar por el asunto de los posibles refuerzos para Hispania. Emilio Paulo advirtió en la sorpresa del joven Publio, su muy probable futuro yerno, y del oficial que le acompañaba, Cayo Lelio, que había hablado de más.

- Lo siento -se disculpó-, creo que he dicho algo más de lo que correspondía. Publio Cornelio padre levantó la mano y moviéndola en el aire quitó importancia al desliz dialéctico de su colega.

- Quería esperar a comentarlo en casa pero, bien, así es -continuó ahora mirando a su hijo-, he recibido el nombramiento de procónsul y la misión de acudir a Hispania con dos legiones de refresco para ayudar a Cneo en sus esfuerzos por mantener a los cartagineses a raya e impedir que puedan cruzar el Ebro y acudir a Italia a reforzar a Aníbal. En fin, eso es lo que hay.

- ¿Eso es lo que hay? -Emilio Paulo echó una sonora carcajada-, por todos los dioses, si ha sido una de las escenas más entretenidas que he visto en el Senado en los últimos años. Los que apoyan a Fabio intentaban evitarlo a toda costa.

- ¿Evitarlo? ¿Cómo? ¿Cómo puede oponerse a que se envíen refuerzos a Hispania? preguntó el joven Publio, mirando con admiración a su padre que con tanta discreción llevaba lo de su nuevo nombramiento. Emilio Paulo, encantado de ser el encargado de informar a todo el grupo, prosiguió con su relato.

- Bien. Los defensores de Fabio han argumentado, con una retórica aceptable, que la prioridad es la guerra en Italia y que se necesitan todos los recursos, todas las legiones aquí, para frenar a Aníbal, pero claro, los hechos en esta ocasión han podido más que las palabras, y es que cuando Fabio se ausentó durante unos días para hacerse cargo de una serie de sacrificios aquí en Roma, Minucio aprovechó para enfrentarse abiertamente contra Aníbal obteniendo un resultado muy positivo, nada concluyeme, eso es cierto, pero ha sido la primera vez que nuestro ejército ha plantado cara al invasor cartaginés en territorio itálico sin ser derrotado. Eso ha hecho subir muchos puntos a Minucio en el Senado. ¿Adonde nos conducirá este jefe de caballería aupado a codictador? Eso sólo los dioses lo saben. Personalmente tengo mis dudas sobre este ascenso, pero ha sido interesante ver cómo Fabio y los suyos pierden adeptos en el Senado. Aunque todo es cambiante.

- También -intervino Publio Cornelio, el recién nombrado procónsul-, hay que reconocer que el oscuro asunto de los terrenos de Fabio que no eran atacados por Aníbal ha pesado lo suyo.

- Sí, aunque hay que admitir, incluso admirarse ante la maestría con la que el viejo Fabio ha sabido responder a la tortuosa estrategia de Aníbal. De Fabio espero muchas cosas malas, pero no un pacto con Aníbal. Eso no. De lo demás es capaz de cualquier cosa.

- Estoy de acuerdo -admitió Publio Cornelio padre.

- En fin -prosiguió Emilio Paulo con sus explicaciones al grupo-, y luego la gran victoria de Cneo sobre Asdrúbal, el hermano de Aníbal, ha hecho que la balanza, joven amigo, se decantara a favor de tu tío y de tu padre en el asunto de Hispania. El resultado es que Fabio ha perdido esta mañana en el Senado: ha visto reducido su poder en Roma teniendo que compartir a partir de ahora el mando del ejército con Minucio y, a la vez, ver cómo se le entregan dos legiones a tu padre para acudir a Hispania como procónsul. Quizá habría ocurrido otra cosa si el propio Fabio hubiera estado presente para defenderse. Ahí la diosa Fortuna y el propio Aníbal nos han echado una mano. Ha sido un buen día. Los dioses reparten poder. Ellos sabrán bien lo que hacen. Estoy contento y tu padre, Publio, aunque no lo aparenta, porque tu padre es difícil que deje traslucir lo que piensa, también, así que os invito a comer algo a todos en mi casa; bueno, aunque es posible que alguno tenga otros intereses en mi casa más allá de probar mi comida y saborear mi vino.

El joven Publio bajó la mirada al suelo y, peor aún, sintió que las miradas de todos los reunidos se volvían hacia él. Y en el cúmulo de los desastres percibió que se sonrojaba mientras escuchaba cómo los dos senadores, Emilio Paulo y su propio padre se reían. Estaba claro que su interés por Emilia era público pero tampoco había por qué insistir sobre el asunto a cada momento. Su amigo Cayo Lelio intervino para alejar la atención del resto de su azorado compañero de batallas.

- Bueno, yo soy de los que se concentrarán en el vino, si no les parece mal.

- ¿Mal? -preguntó Emilio Paulo-, en mi casa los que luchan por Roma en campo de batalla pueden beber hasta hartarse.

Lelio concluyó que aquel hombre era un gran senador y no pudo menos que considerar que la futura boda que empezaba a perfilarse y que uniría aún más si cabe a aquellas dos poderosas familias patricias sería un evento digno de no perderse. Todo el grupo se dirigió hacia casa de Emilio Paulo. Publio Cornelio se situó junto a su hijo, caminando algo más despacio, dejando que el resto se distanciara unos pasos.

- Escucha, Publio, es importante lo que quiero decirte.

Su hijo le miró con atención.

- Bien, escucha. En los próximos días saldré para Hispania como hemos comentado. No sé el tiempo que estaré allí, pero por las noticias que nos llegan y lo que aprecio a leer entre líneas de lo que tu tío escribe en los mensajes oficiales al Senado, aquélla puede ser una campaña larga, más allá de las victorias conseguidas, pues los cartagineses tienen enormes recursos y fuerzas en todo aquel territorio, ¿me entiendes?

El joven Publio asintió. Le hablaba su padre, procónsul de Roma. Sentía respeto, admiración, interés.

- Bien -continuó el senador-, quiero que te quedes aquí, en la ciudad, y que cuides de tu madre y de tu hermano. Y sé que tendrás que volver a combatir, porque Aníbal es un hueso muy duro de roer y no sé si Fabio Máximo tiene claro lo complejo de la situación. Quiero que combatas con honor, pero evita los sacrificios inútiles. En Roma hay mucha gente ambiciosa pero no todos son buenos generales. Toma consejo de Emilio Paulo, es un hombre sabio y de gran experiencia en el campo de batalla; si coincidís, fíate de sus opiniones. Lelio es un buen amigo también. Presérvalo. Y atento a las maniobras de Fabio Máximo y ese joven que le acompaña, ese Marco… Marco…

- Marco Porcio Catón -completó el joven Publio.

- Sí, ése. No me gusta nada.

- También está Quinto, el hijo de Fabio.

- No, el hijo no me preocupa tanto; tiene ambición pero eso no es un delito, no le temo; incluso con el propio Fabio Máximo se puede hablar. Ya has visto hoy: aun como dictador, juntando las fuerzas adecuadas, se pueden conseguir cosas, pero ese Catón, ese Catón tiene la misma ambición que los Fabios, pero no sé si conoce límites a los medios para alcanzar sus objetivos. En fin, son varias cosas las que te he dicho en poco tiempo, pero sobre todo honor, prudencia y escuchar a los Emilio-Paulos y a Lelio en el campo de batalla. Creo que éstos son los mejores consejos que puedo darte. Y bien, lo de Emilia ya sabes que me parece bien. Publio asentía a cada frase. Su padre parecía dudar. Al fin, se decidió a terminar sus pensamientos.

- Ahora lo que me preocupa es cuando tu madre se entere. La otra noche tuvo un mal sueño y sé que va a relacionarlo con mi nombramiento de procónsul. Yo no creo demasiado en todo eso, pero tu madre sí, y, a decir verdad, en alguna ocasión da la sensación como si sus ojos vieran más allá de lo que los demás alcanzamos a ver -y se quedó en silencio unos instantes-, en fin, ahora vayamos a casa de Emilio Paulo y correspondamos con afecto a su gentileza de invitarnos. Padre e hijo aceleraron la marcha porque se habían quedado rezagados varias decenas de pasos. Lelio había observado que se quedaban atrás y fue a decirles algo pero vio al padre, al nuevo procónsul, hablando con seriedad a su hijo y comprendió que aquélla era una conversación privada y, con toda seguridad, de gran importancia. Sintió entonces una mano en su espalda y la voz del joven Lucio Emilio, el hijo del viejo senador.

- ¿Te preocupas por Publio, el hijo mayor de los Escipiones?

- Bien, no, sí. Es mi amigo.

El joven Lucio Emilio asintió con consideración y respeto e invitó a Cayo Lelio a girar en una bocacalle para seguir al resto del grupo camino a su casa.

57 Un abrazo de hermanos

Tarraco, otoño del 217 a.C.

Cneo esperaba a su hermano en el puerto de la ciudad en la que había establecido su cuartel general. Publio bajó del barco mientras el resto de las naves iban fondeando en la bahía para poder ir descargando por turnos. El puerto de Tarraco aún no reunía las condiciones necesarias para albergar a toda la flota de Roma destinada a Hispania.

- ¡Treinta barcos más! -dijo Cneo a la vez que abría los brazos para recibir a su hermano.

- ¡Y ocho mil hombres, Cneo! ¡Dos legiones más! -respondió Publio. Ambos hermanos se fundieron en un largo y fuerte abrazo.

- Se te ha echado de menos por aquí, Publio. Hemos estado hostigando a los cartagineses hasta echarlos al sur del Ebro, pero sin ti no resulta ni la mitad de divertido. Publio escuchaba entretenido la peculiar forma que su hermano tenía de considerar la guerra.

- ¿Y qué te han dado, hermano, el mismo cargo de procónsul? 1 preguntó Cneo sonriendo.

- Exacto.

- Hermanos y procónsules. ¡Esto hay que regarlo! -Cneo estaba feliz.

- Te lo habrías pasado bien viendo a los seguidores de Fabio intentando persuadir al Senado de que no se enviasen más tropas a Hispania, insistiendo en que se necesitaban todos los recursos para luchar contra Aníbal.

- Esa rata de río y sus secuaces…

- ¿Aníbal? -preguntó Publio.

- No, Fabio, Quinto Fabio Máximo. Dictador, con cuatro legiones a su mando y es incapaz de enfrentarse a Aníbal en combate abierto. Los dos hermanos caminaban por el puerto en dirección a la casa que Cneo había ordenado levantar en el centro de la ciudad.

- ¿Hasta aquí han llegado las noticias? -preguntó Publio.

- Bueno, rumores, historias confusas, pero todas hacen hincapié en que Fabio rehuye el combate. He tenido que dejar claro a los cartagineses de Hispania que por aquí el mando romano tiene otra forma de conducir la guerra.

- Ya lo creo, Cneo. Y eso ha dolido más a Fabio. Mientras se muestra indolente en la lucha contra Aníbal, tú destrozas la armada de su hermano. Creo que varios senadores votaron a favor de estos refuerzos que traigo no por estrategia, sino para humillar a Fabio. Publio prosiguió luego relatando el desastre del enfrentamiento en el desfiladero y cómo Aníbal se había escabullido de la encerrona de Fabio. Con esas historias llegaron a la casa que Cneo, a modo de una clásica domus romana, había hecho edificar para sí en Tarraco. Todavía no estaba acabada y se veían esclavos trabajando en las paredes exteriores, pero una vez cruzado el vestíbulo, el atrio daba lugar a un espacio de cierto sosiego en medio del bullicio en el que se había transformado aquella pequeña ciudad desde la llegada de Cneo primero y ahora con los refuerzos de su hermano. En la intimidad del atrio, compartiendo un ánfora de vino y algo de fruta, Cneo se dirigió a su hermano con un infrecuente tono de interés en su voz.

- ¿Y el muchacho? ¿Es verdad lo que he oído, que te salvó en medio de una batalla contra Aníbal? Y te hirieron, te veo bien, pero ¿estás recuperado del todo?

Publio alzó levemente la mano para frenar el torrente de preguntas de su hermano. Se levantó y se estiró la toga y la túnica para mostrarle a Cneo su herida en la pierna. Una larga cicatriz recorría el muslo entero.

- Por todos los dioses, eso debió de doler.

Publio dejó caer la túnica y la toga sobre su cuerpo y volvió a reclinarse en el triclinium.

- Más me dolió la derrota. Tesino habría sido un día horrible en mi memoria si no es por el muchacho. Me salvó la vida, Cneo. Estaba rodeado, herido y ya no tenía fuerzas y apareció de la nada, interponiéndose entre los cartagineses y yo y luego vinieron todos sus hombres, una turma de caballería que le había asignado y nos sacaron de allí, a mí y a varios de mis hombres. Se comportó como un héroe. Sólo por eso me enorgullezco de esta herida. Cada vez que la veo me recuerda el valor de mi hijo y me da fuerzas para seguir.

Cneo escuchaba con los ojos abiertos. Publio continuó relatándole las intervenciones de su joven hijo en el puente sobre el río Tesino y su valía en Trebia pese a que esas batallas concluyesen en sendas derrotas.

- Estamos llevando mal la guerra en Italia, pero al menos nuestra familia mantiene alto su honor. El muchacho es muy apreciado por todos sus hombres pese a ser sólo un chaval.

- Y le he entrenado yo -dijo Cneo con el pecho henchido.

- Así es, y brindo por ello, hermano.

Los dos alzaron las copas y bebieron el vino a la salud de su hijo y sobrino.

- Desde el día que me derribó lo presentí, presentí que este chico haría cosas grandes.

¿Por qué no ha venido contigo? Aquí le terminaríamos de entrenar.

- Bueno, hay varias razones.

Cneo levantó las manos en señal de no entender qué puede haber retenido a su sobrino en Roma.

- No me mires así, Cneo. Lo pensé seriamente, pero está Pomponia y Lucio, y nuestros amigos y clientes en Roma. Alguien tenía que quedarse en la ciudad y velar por nuestros intereses. Fabio, pese a todos sus problemas con el Senado y con Aníbal, adquiere más poder cada vez. No podía marcharme y llevarme también a Publio. El muchacho ha madurado mucho. Él cuidará de los nuestros. Además… bueno, nada. Lo que te he dicho.

- ¿Además qué? -preguntó Cneo.