- No lo hagas, Nerón -le dijo Fabio Máximo, horas antes-. No es ése el destino militar que te abrirá las puertas hacia una magistratura o, mejor aún, hacia un triunfo. Hispania es peligrosa.
Fabio Máximo ya había perdido a Varrón en Cannae y no quería perder más apoyos. Su hijo Quinto Fabio Máximo y Marco Porcio Catón escuchaban al viejo senador mientras intentaba convencer a Nerón, pero este último sacudió la cabeza y se despidió. Fabio se dirigió entonces a su hijo Quinto y a Catón.
- Fracasará y tendrá suerte si regresa con vida. Hispania, Quinto, está maldita para nosotros y lo estará hasta que enviemos un gran ejército. Dos legiones no bastan para frenar los tres ejércitos que los cartagineses tienen allí, pero eso Nerón no lo quiere entender. Cree que los cartagineses son alimañas sin razón. Menospreciar al enemigo, escuchadme bien los dos, es el camino de la derrota. Terencio Varrón menospreció a Aníbal en Cannae y nos condujo al mayor desastre de nuestra historia. Nerón no va por mejor camino. Quinto y Catón asintieron, cada uno por distintos motivos; el primero con sinceridad y el segundo por calculada adulación, pero ambos habían digerido las palabras de Fabio Máximo: Hispania no debía ser el objetivo de ninguno de los dos; que otros quemen sus alas allí donde los cartagineses reinan.
Hispania, 211 a.C.
Nerón llegó a Hispania y su paso por aquella región dejó el mismo rastro que el que una estrella fugaz deja en el firmamento. Un leve brillo que se desvanece en la inmensa oscuridad del universo tras un breve destello. Nada más tomar tierra apartó del mando a Marcio, el centurión que tras la caída de los dos procónsules Escipiones había logrado mantener la frontera del Ebro. También desdeñó la experiencia del resto de los oficiales veteranos supervivientes a los desastres del año anterior. Así, sólo con el apoyo de las nuevas legiones, logró algunas victorias cuyo honor pudo atribuírsele a él mismo de forma indiscutible, consiguiendo, tras un error de estrategia del hermano de Aníbal, acorralar a Asdrúbal en un desfiladero. Todo presagiaba una gran victoria para Roma y un hermoso triunfo para Nerón, pero el nuevo procónsul se enredó en una negociación con Asdrúbal de la que la mayoría de los oficiales veteranos desconfiaban: el general cartaginés pedía un tiempo para orar, según era costumbre en aquellas fechas, o eso decía, de acuerdo con sus creencias religiosas. Nerón, satisfecho de sí, despreocupado, decidió
disfrutar de cada minuto que le conducía a la victoria final sobre el primero de los ejércitos de Cartago en Hispania y sobre el general de mayor prestigio del enemigo después del propio Aníbal.
Así pasaron varios días con sus noches. Cuando el sol despuntó por cuarta vez, Nerón decidió que ya era suficiente y, cuando llegó el mensajero del campamento cartaginés, le manifestó que no había más espera: o se entregaban y rendían sus armas o que se atuvieran a las consecuencias derivadas de tener que luchar en un desfiladero completamente rodeados por el enemigo. Y Nerón esperó entonces una respuesta definitiva. Y
esperó. Era el mediodía cuando el nuevo procónsul de Roma en Hispania comprendió
que Asdrúbal ya no enviaría más mensajeros. Bien, pensó. No habrá tampoco más negociaciones y dio la orden de avanzar por las paredes del desfiladero y por el paso mismo entre las montañas para atacar a los cartagineses por el frente y los flancos a un tiempo. Sería una carnicería de la que pensaba saborear cada gota de sangre derramada por el enemigo. Sin embargo, algo falló en su perfecto plan. Aquello era Hispania y sus enemigos los cartagineses llevaban decenios de combates en aquella región mucho antes de que los romanos empezaran a interesarse por aquellas tierras y sus riquezas mineras. Nerón entró en un desfiladero decidido a conseguir la victoria, pero el desfiladero estaba vacío. No había nadie ya a quien derrotar.
Durante la noche, a oscuras y por angostos pasos que los romanos desconocían, Asdrúbal fue sacando su ejército del desfiladero y llevándolo a praderas donde, en caso de combate, podría hacer uso de la superioridad de su caballería y sus elefantes. El general romano, en su simpleza, le había dado todo el tiempo necesario para llevar aquella operación con sosiego y orden. Los legionarios romanos contuvieron su asombro para no amargar más aún el desánimo de Claudio Nerón que, impotente, observaba el ridículo que con su incapacidad y petulancia había, él solo, traído sobre su persona.
El resto de su campaña en Hispania fue una sucesión de encuentros en donde no hubo ya victoria clara. Las legiones habían empezado a desconfiar de su general y, cuando un magistrado de Roma no posee la fe ciega de sus hombres, aunque éstos le sigan, es difícil conseguir la victoria y más en una tierra desconocida con aliados indecisos que un día están a tu favor y otro en tu contra, luchando contra tres ejércitos que se repartían el dominio de la región, con la permanente espada de Damocles de temer que en cualquier momento puedes ser cogido por sorpresa por la unión de dos de estos ejércitos y barrer de la región las dos legiones que llevas contigo. Nerón se deprimió primero y, al fin, decidió regresar a Italia, fracasado, acompañado por el ridículo y la vergüenza.
Roma, 211 a.C.
- La altanería tiene un precio caro -comentó Fabio Máximo cuando Nerón le visitó en su villa a las afueras de Roma-. Pero no te hundas, Claudio; ésta es una guerra larga y quizá aún haya momento en el que puedas recuperar tu honor perdido, pero supongo que habrás aprendido que hacerme caso es el camino correcto. Al menos tú no has perdido ocho legiones como Terencio Varrón; lo de él ya no tiene remedio. Tu ida a Hispania no ha hecho sino confirmar que aquél es un destino para quemar generales, un lugar adonde sólo debemos dejar que vayan nuestros enemigos en el Senado. Ya nos ha librado de los Escipiones y Aníbal nos libró de Emilio Paulo. Veamos ahora de quién podemos deshacernos. Máximo hizo preparar dos cuadrigas, para que Nerón y Catón por un lado y él mismo con su hijo, por otro, pudieran dirigirse al Campo de Marte, donde toda Roma estaba convocada aquella mañana para designar un nuevo magistrado que, con el grado de procónsul, pudiera marchar una vez más con rumbo a Hispania para intentar poner orden en aquel país y, sobre todo, para continuar evitando que Asdrúbal cruzase los Pirineos con dirección a Italia.
Emilia le ayudaba a vestirse. Lo acostumbrado era que fuera algún esclavo el que lo hiciera, pero parecía que la pasión inicial con la que había despuntado su amor perduraba en el tiempo y a Emilia le gustaba acariciar la piel de su marido mientras le asistía para ponerse la túnica de lana y la toga blanca con la que debía acudir junto con Lucio y Lelio, que esperaban en el atrio, al Campo de Marte.
- ¿A quién crees que elegirán para defendernos en Hispania?
- preguntó ella mientras alisaba alguna de las arrugas que veía en la tela.
- No lo sé. Nerón no querrá volver y la verdad es que dudo que nadie de los más próximos a Fabio se postule como general. A veces he pensado que su hijo Quinto podría hacerlo bien allí, pero al igual que yo es demasiado joven para el cargo: nunca nadie con nuestra edad ha sido elegido para una magistratura proconsular. Quizá Máximo pudiera influir para que se hiciera una excepción, pero como te digo, dudo que desee enviar allí
a nadie de su confianza. Está Marcelo, que es de los pocos que tiene el prestigio y la experiencia militar suficientes. Su toma de Siracusa por sí sola es mayor mérito que el de casi todos los senadores juntos supervivientes a esta guerra, pero no creo que las centurias voten a favor de alejarlo de Roma.
- ¿Y Fulvio y Sulpicio?
- ¿Los cónsules de este año? Lo dices seguramente porque tomaron Capua -pero Publio sacudió la cabeza-. No. No es comparable este logro con el de Marcelo. Marcelo conquistó Siracusa con sus medios en una región hostil asediando una ciudad por mar y por tierra y que, además, disponía de las mejores defensas que se han visto jamás diseñadas por aquel griego, siempre se me escapa su nombre…
- Arquímedes -dijo Emilia, alejándose un paso y dando por bueno el vestido de su marido.
Publio se sorprendió ante la rápida respuesta de su mujer.
- No hablo mucho en las comidas -sonrió ella mientras se explicaba-, pero lo escucho todo y tengo buena memoria.
- Sí, eso está claro. Bien, lo que te decía: Marcelo logró una memorable conquista, mientras que Fulvio y Sulpicio completaron un largo asedio de años que empezaron otros y que para terminarlo tuvieron que tener el apoyo del Senado y de las legiones urba- nae y del propio pueblo de Roma que, al no desfallecer ni caer en el pánico, les permitió
seguir con el asedio hasta lograr la victoria. Marcelo consigue sus conquistas sin demandar semejantes esfuerzos al pueblo, por eso no querrán que se marche de Italia.
- ¿Y Fabio Máximo?
- ¿Fabio? -Publio se quedó pensativo-. No, no lo creo. Él sabe que su entereza, eso hay que reconocerlo aunque luego sea un manipulador hasta la médula, en fin sí, su entereza ha contribuido al orden en Roma y, bien, lo veo mayor.
- ¿Cuántos años tiene?
- Por Pólux, ahora que lo dices no estoy seguro, pero más de setenta.
- Es sorprendente su fortaleza a esa edad. -Sí. Y una lástima -concluyó Publio. -Eres malo.
- ¿Sí? ¿Tú crees? Fue Máximo el que negó los refuerzos que necesitaban mi padre y mi tío. Tal vez, si esas tropas se hubieran enviado, ahora dominaríamos Hispania y mi tío y mi padre estarían celebrando un triunfo por las calles de Roma en lugar de tener que ir todos al Campo de Marte a buscar a alguien que desee reemplazarlos.
- Perdona, lo siento; hablo demasiado -dijo Emilia bajando la mirada. Publio le cogió la barbilla con suavidad y alzó su rostro. Una lágrima corría por la mejilla.
- No te enfades. Sé lo mucho que apreciabas a mi padre y a mi tío. Vivimos tiempos complicados e inciertos y a veces uno dice cosas sin pensar. Lo único que te pido es que me quieras. Me quieres, ¿verdad?
Emilia asintió con la cabeza rápidamente varias veces, sin decir nada. Publio sonrió y juntos salieron al atrio donde Lucio y Lelio aguardaban con paciencia.
- Ah, por fin -dijo Cayo Lelio-. Pensábamos que se te había olvidado que esperábamos. Os recuerdo que ya no estáis recién casados.
- ¿Y nos condenas por ello, Cayo Lelio? -preguntó Emilia, divertida.
- Bueno… -no sabía bien qué debía responder.
- Verás, Lelio, Emilia, cuyo interés por la política observo que es creciente, me ha hecho repasar todos los posibles candidatos a presentarse ante las centurias para ser elegidos como posibles procónsules en Hispania. Y he tenido que analizar a cada uno de ellos.
- Bien, sí, entiendo -respondió Lelio dejando entrever en su tono que no estaba muy seguro de que eso fuera lo que habían estado haciendo-, ¿y hemos llegado a alguna conclusión?
- Sí -dijo Publio. Emilia le miró-. Hemos decidido que te vamos a presentar para el cargo, ¿qué te parece, Lelio?
- Estás bromeando -Lelio empezó a sonrojarse-. Además, ninguna centuria me elegiría.
- Bueno, pero te presentamos igual.
- No le hagas caso -intervino Lucio-. No va en serio.
- ¿Seguro? -preguntó Lelio, confundido.
- Sí -dijo Lucio-. Hazme caso, que llevo toda la vida siendo su hermano y sé cuándo está de broma.
Publio se rio y Lelio se relajó. Los tres juntos salieron de la domus y se dirigieron al foro para alcanzar el Campo de Marte cruzando el centro de la ciudad, en lugar de bordearla por las murallas. Lelio y Lucio continuaban el debate sobre quién podría ser elegido, pero Publio tenía sus propios pensamientos. La idea de Lelio en Hispania la había sugerido como una broma, eso era cierto, pero su intuición le indicaba que no era un proyecto tan absurdo. Quizá con los apoyos necesarios su candidatura podría ser viable, pero deberían haber pensado en eso antes. En cualquier caso era una posibilidad. De todas formas, lo que deseaba en realidad era del todo imposible: si tuviera diez años más y no sólo veinticuatro, él mismo se presentaría al cargo. Su nombre y el prestigio de su familia serían su mejor aval, pero era demasiado joven. Tenía la sensación de estar viviendo siempre por delante de sus posibilidades, llegando tarde a todos los sitios y a todos los acontecimientos, como si siempre le faltaran unos años para todo. Casi sin darse cuenta llegaron a la parte sur del Campo de Marte, allí donde se levantaba el imponente circo que Cayo Flaminio financió apenas once años antes. Un circo y una importante vía romana, la que unía Roma con el norte, llevaban el nombre de aquel cónsul. Gran visionario en lo civil, no tan hábil militar. Aníbal y la niebla lo barrieron para siempre junto al lago Trasimeno. Como a tantos otros.
- Ya estamos -dijo Lucio.
Un inmenso gentío se congregaba entre el nuevo circo y la ladera del Campo de Marte. Todos los senadores de Roma, supervivientes a los siete años de guerra contra Cartago, representantes de las centurias de cada uno de los distritos de la ciudad y millares de ciudadanos venidos de todos los barrios de Roma se congregaron en el Campo de Marte para deliberar y elegir un nuevo comandante en jefe que detuviera el dominio cartaginés en Hispania. La guerra en Italia tenía ocupados la mayor parte de los recursos económi-cos y militares de la República y sus aliados y apenas se podía hacer frente con nuevas legiones al creciente y más que peligroso dominio cartaginés sobre Hispania. Si se quebraban las débiles posiciones romanas en el Ebro, la situación podría derivar en una segunda invasión de suelo itálico con refuerzos cartagineses venidos de la península ibérica y esto debía evitarse a toda costa. Por eso aquella mañana se habían reunido todos, patricios y plebeyos. Los principales senadores hablaron primero: se necesitaba un comandante en jefe para Hispania que reconquistara aquel territorio y alejara así de la península itálica la constante amenaza de la llegada de refuerzos enemigos bajo el mando de Asdrúbal. Tras la caída de Capua y la incapacidad de Aníbal para apoderarse de Roma, la llegada de estos refuerzos era, sin duda, la esperanza que alimentaba su ánimo de permanencia en el sur del territorio itálico. Publio y su hermano Lucio escucharon a los diferentes oradores con atención. Lelio encontró a unos amigos, veteranos de la campaña de Tesino y Trebia y miró a Publio como pidiendo permiso. Publio había aprendido que donde más a gusto se encontraba aquel rudo decurión de la caballería romana era entre viejos combatientes. Su alma era de soldado y, aunque con frecuencia compartía las amistades de Publio, entre patricios, senadores, hijos de senadores y bellas romanas de alta alcurnia, Lelio, donde realmente se sentía cómodo era entre sus viejos camaradas de campañas militares o, quizá, a solas con él mismo, en alguna de las múltiples tabernas junto al río. Por eso cuando Lelio le miraba de esa forma, Publio siempre asentía. Sabía que, si lo necesitaba, sólo tendría que mandar a buscarle o bien en las tabernas del puerto o a casa de alguno de estos viejos camaradas de guerra. Publio siguió la figura de Lelio con la mirada mientras éste se perdía entre el enorme gentío congregado en el Campo de Marte. Se preguntó con quién podría emparejar a Lelio, pero no lo veía claro.
¿Lelio con una joven patricia romana? Complicado. Sería como mezclar agua y aceite y, sin embargo, ése debería ser el camino si quería labrarse un futuro político. Los senadores retomaron el debate y su parlamento captó de nuevo su atención. Los discursos fueron rotundos, breves, intensos. Se necesitaba alguien valiente, con sentido del deber y patriota; alguien con experiencia militar y respetado por todos para acometer la temible empresa de reconducir la situación en Hispania. Pero todo se había dicho ya. Unos discursos repetían a los anteriores. Lo que faltaba era que alguno de los senadores se presentara para el cargo de procónsul de Hispania o, en su defecto, algún antiguo pretor que hubiera ostentado ya imperium militar en alguna de las campañas recientes y, claro, que hubiera sobrevivido al enfrentamiento contra Aníbal. Pocos reunían ambas condiciones. Los senadores se miraban entre sí, incómodos, dubitativos. El desastre de los Escipiones en Hispania no invitaba precisamente a que alguien se aventurase a proponerse como posible general para aquella región del mundo. A esto se añadía el fracaso de la expedición de Nerón, que en silencio, entre el grupo de los senadores de la facción de los Fabios, asistía a aquellos debates sin abrir la boca. El nombre de Marcelo se descartó cuando alguien se atrevió a sugerirlo: mientras estuviera Aníbal en Italia, no se quería prescindir del único general que, junto con el propio Fabio Máximo, se había mostrado hábil en la lucha contra los cartagineses, además de que se confiaba más en su ardor guerrero que en la estrategia de contención del viejo Fabio, del que, no obstante, se valoraba su capacidad de decisión en los momentos más críticos de la guerra. Tal era la impotencia que empezaba a invadir a todos los presentes que la desesperanza se apoderaba de sus almas. En aquellos momentos se hacía cada vez más patente el inmenso vacío que habían dejado en el Estado todos los que habían caído contra Aníbal: Emilio Paulo, Cayo Flaminio, Cneo y Publio Cornelio Escipión, y un largo et cetera de senadores, tribunos, pretores, centuriones, decuriones y oficiales de todo rango y condición. Si Aníbal, desde Tarento, pudiera observar lo que allí estaba ocurriendo, habría sentido que su victoria final absoluta no era algo tan lejano.
Fabio Máximo, que hasta el momento había decidido no intervenir, pensó en que algo tendría que hacerse para ver si era posible que alguien mordiera el cebo, si es posible, alguien de entre sus enemigos, que al fin se atreviera a lanzarse a algo tan arriesgado como una alocada y, seguramente, fútil campaña militar en Hispania. En cualquier caso, había que sacrificar algunos hombres y un general que entretuvieran a Asdrúbal mientras él se las ingeniaba para fortalecer su posición en Roma y asegurar el futuro de su hijo en el control de las instituciones. Quinto debía seguir en terreno itálico y estar presente en las campañas que allí se desarrollarían, especialmente ahora que el viento parecía favorecerlos en sus dominios más próximos. Lo ideal sería poder enviar a Marcelo a Hispania, pero estaba claro que éste no se postulaba como candidato y que el pueblo no lo querría lejos. No. Para deshacerse de Marcelo tendría que recurrir a su mejor fiel aliado en estas lides, al mismísimo Aníbal. Tras la caída de Capua y su retirada de las puertas de Roma, todos pensaban que el general cartaginés estaba medio vencido, pero Fabio era bien consciente de que en esos momentos Aníbal no era sino un león herido y todos saben que lo más temible que hay en el mundo es una fiera herida. Que los dioses ayuden al que le acorrale. Pero ésa era otra historia. Ahora era el momento de azuzar los sentimientos. Fabio Máximo se alzó de su improvisado asiento, una silla de madera que habían traído dos esclavos desde su villa, y tomó la palabra.
- Setenta y dos años tengo y no dispongo ni de la agilidad ni de la fuerza para presentarme a este cargo. Sólo la vergüenza me embarga -la imponente presencia de su grave voz se apoderó de la atención de todos-. En tiempos rogué por alcanzar esta edad para contemplar el crecimiento y la gloria de Roma expandiéndose por el mundo. Sin embargo, hoy día sólo la tristeza más profunda me angustia. De niño sobreviví a nuestros constantes enfrentamientos con los galos del norte y con los ligures. En aquellos tiempos no había que esperar tanto para encontrar un general. He sido augur desde mis veintitrés años y siempre he visto en el futuro de Roma nuevas glorias, nuevas conquistas, mayor poder, hasta hoy. Hoy mi visión se nubla cuando intento adivinar qué traerán los días venideros y todo porque no veo en este lugar, donde toda Roma se ha congregado, valor suficiente para mantener aquello por lo que tantos antepasados lucharon. Antes había que presentarse a complicadas y reñidas elecciones para acceder a un cargo. Hoy la guerra parece haberse llevado a los que teman ese espíritu de lucha. Y os lo dice quien ha sido dictador y cuatro veces cónsul y una, censor del Estado. Y ahora me pregunto, Fabio, todo eso ¿para qué? ¿Para ver cómo todo por lo que has estado luchando se diluye en la nada, en la cobardía de una nueva generación que no se atreve a acometer una empresa, complicada, sí, pero no más que otras campañas que nuestros antepasados y yo mismo acometimos cuando fue necesario y con menos recursos? Y he visto derrotas de nuestras tropas, pero incluso en el peor de aquellos días siempre había romanos dispuestos a luchar, a ponerse al mando de nuestras legiones para contraatacar, para combatir hasta conseguir derrotar al enemigo. Y combatimos y expulsamos a todos los enemigos de Roma de la península itálica y crecimos hasta dominar todo el territorio desde el Po hasta Tarento, desde el Adriático hasta las costas de Hispania, incluidas Sicilia, Cerdeña y otras islas. Y me pregunto ahora: todo eso, todas esas luchas, toda esa sangre romana vertida ¿para qué? ¿Para qué estos años más de vida? Si el resto de mi existencia ha de presenciar cómo poco a poco los nuevos romanos prefieren quedarse en sus casas antes que defender los territorios conquistados por sus antepasados, no quiero ya ese resto de vida.
El viejo senador hizo una breve pausa de unos segundos mientras contemplaba la multitud que callaba. Un profundo silencio se había apoderado del Campo de Marte. Fabio Máximo continuó su discurso.
- Todo eso para ser testigo hoy día de la derrota final de mi patria. Hemos sido vencidos no porque las murallas de la ciudad hayan sido conquistadas, no porque hayamos perdido a todos nuestros aliados ni porque nuestros ejércitos hayan dejado de existir. Hemos perdido porque ya no hay valor en Roma. Ya no hay orgullo ni audacia, sino sólo recelo y temor y duda. Ojalá tuviera veinte años menos para poder luchar todavía o, mejor aún, ojalá hubiera muerto hace ya diez años, antes de que esta guerra empezara, y así no contemplar ahora la caída de esta gran ciudad no ante el valor de un gran conquistador, sino por la cobardía de todos sus habitantes. Fabio Máximo dio por terminado su discurso y calló retirándose hacia su asiento primero y luego, desestimando la silla que le acercaban sus esclavos, dirigiéndose hacia su cuadriga, con ademán de persona entristecida, abatido, cabizbajo, dando la espalda a la multitud, fundiendo su silueta entre la de los senadores que le abrían paso a medida que éste se alejaba del Campo de Marte, cruzando las apretadas filas de ciudadanos y representantes de las centurias. Aún descansaba la mirada de todos los allí congregados sobre el viejo senador, aún pesaban en los oídos de todos las duras palabras que Fabio Máximo había pronunciado cuando la voz joven y fuerte de un tribuno se alzó sobre el denso silencio que oprimía los sentimientos de la multitud.
- ¡Yo me presento ante todos para dirigir nuestras legiones en Hispania!
Fabio Máximo detuvo su marcha. Una sonrisa cínica cruzó su faz, aunque tal cual llegó la hizo desaparecer. Se volvió despacio. Tenía curiosidad por saber quién iba a ser el próximo incauto en ser sacrificado en aras de la virtud y la patria. Había sido una voz joven la que había lanzado su ofrecimiento. Siempre le sorprendía que la ingenuidad humana perdurara de generación en generación.
- ¡Si nadie más se presenta para comandar el ejército de Roma en Hispania yo, Publio Cornelio Escipión, hijo de Publio Cornelio Escipión y sobrino de Cneo Cornelio Escipión, cónsules ambos de esta ciudad no hace muchos años y procónsules de Hispania hasta su muerte, presento mi nombre para ser elegido o rechazado por las centurias y los senadores de Roma como posible general en jefe y nuevo procónsul de las tropas romanas en esa región!
Las palabras habían brotado como un torrente que llevara semanas contenido en su garganta. Publio sintió de golpe las miradas de todos los presentes sobre su persona. Sin darse cuenta se había adelantado unos pasos hasta alcanzar el centro del Campo de Marte y, desde allí, había lanzado su propuesta, había presentado su candidatura. Pronto un ingente rumor de miles de palabras, de miles de conversaciones a media voz poblaron la gran pradera que se extendía en ese extremo de la ciudad. Nuevamente todos los senadores se miraban entre sí, pero en esta ocasión no había temor sino sorpresa y desconcierto. El candidato que por fin se había postulado no tenía más que veinticuatro años. Publio era un personaje conocido en la ciudad y respetado tanto por la heroica lucha de su padre y su tío como por las propias hazañas y el valor personal que él mismo había demostrado en Tesino, salvando la vida de un cónsul. También se recordaba su fortaleza y la lealtad a Roma exhibidas tras el desastre de Cannae evitando la sedición de los supervivientes; además, se había mostrado como un buen gestor mientras había servido como edil de la ciudad. Todo en él eran avales positivos, salvo su tremenda juventud. No era frecuente acceder al Senado y las magistraturas de cónsul o procónsul antes de los cuarenta, pero desde luego nunca jamás antes de los treinta. La propuesta del joven era admirada por la mayoría de los senadores como un gesto de valía y temple, pero inaceptable según la tradición e inapropiada en relación con las necesidades que planteaba la empresa.
Fabio Máximo reconoció para sus adentros que, por una vez y de forma excepcional, alguien le había sorprendido. Esperaba que aquel joven heredero de la fortuna y las influencias de los Escipiones buscara la gloria pronto, pero siempre pensó que lo haría en alguna de las próximas campañas en terreno itálico, sirviendo bajo el mando de un pretor, procónsul o cónsul. Aquella propuesta no sabía si interpretarla como una osadía propia de la juventud o casi como una desfachatez. Esto es lo que se obtenía por conceder la edilidad a alguien demasiado joven. Una vez que alguien ha roto una norma cree que todas las tradiciones y todas las leyes pueden quebrarse a su favor y adecuarse a sus necesidades. No obstante, el pueblo parecía recibir con cierto agrado aquella propuesta y había que tener en cuenta que nadie más se había presentado como candidato. Había que tratar la cuestión con suma delicadeza. Además, el joven contaba con la simpatía que despierta en todos el ver cómo un hijo toma el testigo de su padre e intenta vengarle. Ésos eran sentimientos que no se podían desdeñar, pero tampoco se podía volver a ceder ante este jovenzuelo, inexperto en el mando y osado en sus pretensiones. ¿Hasta dónde llegaría su ambición? Creía haberse librado de la familia de los Escipiones con la muerte de Publio y Cneo Cornelio y ahora salía este aprendiz de general. Fabio Máximo reapareció emergiendo entre los demás senadores y recuperó la palabra.
- Creo, Publio Cornelio Escipión, que hablo por boca de todos mis colegas cuando expreso la sorpresa de todos ellos y de todos los presentes -dijo señalando con sus manos al resto de los ciudadanos-. Eres demasiado joven para un puesto de esta categoría. No debes tener aún siquiera veinticinco años. Nunca nadie tan joven ha sido designado como magistrado, sea en grado de procónsul o de cónsul de Roma. Y las leyes existen para ser respetadas a lo largo de los años. Ya sé, ya sé que se te eligió edil antes de la edad establecida por la tradición y que tu gestión ha sido más que aceptable, pero creo que convendrás conmigo en que no es lo mismo repartir aceite por la ciudad y organizar unos bonitos juegos con obras de teatro y otros entretenimientos, que organizar una campaña militar con diez o veinte mil hombres bajo tu mando. Reconozco, no obstante, la gallardía de tu ofrecimiento y que al menos a mí, personalmente, alivias el desánimo que se había apoderado de mi corazón -aquí Fabio forzó la más dulce de sus voces-. Mientras queden hombres como tú aún hay esperanza. Sin embargo -y retomó Fabio su tono serio y oficial-, de nuevo tu juventud, debo afirmar, se interpone entre tu candidatura y tu posible elección como magistrado de Roma con grado de procónsul para comandar el ejército romano en Hispania.
Publio pensó en ceder. A fin de cuentas, aunque le pesara, llevaba razón Fabio Máximo y éste le había tratado con corrección. Insistir más, empeñarse en salirse con la suya sería forzar la situación y entonces se tendría que enfrentar con Fabio Máximo y eso no traería nada bueno ni para él ni para su familia ni para todos sus amigos y clientes. El temible viejo senador permanecía firme, inmóvil, esperando su respuesta. Pero Publio sentía que la gente estaba con él. Por todos los dioses, si nadie quería ir, ¿por qué no podía ir él? Sabía que estaba actuando más con el corazón que con la razón, pero no podía evitarlo. Su padre y su tío habían caído muertos en Hispania y nada se había hecho para vengar su muerte. En un principio, con Aníbal a las puertas de Roma, era lógico que el Estado atendiera a lo más urgente: preservar la ciudad del invasor, pero ¿y luego? Primero envían al vasallo de Fabio, a ese altanero de Nerón que fue incapaz de terminar lo que empezó, dejando que Asdrúbal se le escapara de entre los dedos y, fracasado, sin ánimo de proseguir la lucha, regresaba a Roma a lamerse las heridas de su honor, que no de su cuerpo. Y para colmo ahora nadie quería ir. ¿Qué mensaje querían transmitir a Asdrúbal? Puedes matar a tantos Escipiones como quieras, porque eso aquí no nos concierne. Pues eran su padre y su tío los que habían caído y, si no había ningún senador que deseara vengar esa muerte, él estaba dispuesto a hacerlo y la testarudez de un viejo co-mo Fabio Máximo y el peso de toda la tradición de Roma no iban a impedírselo. Además, también era tradición de Roma vengar a sus generales caídos, no dejar que los enemigos festejen y disfruten de sus victorias.
- Es bien cierto lo que dices, Fabio Máximo -Publio se encontró hablando en voz alta mientras sus pensamientos aún se atrepellaban en su mente-. Tu criterio y tu sabiduría son dignas de respeto por todos en Roma -hablaba a pleno pulmón. Su voz resonaba con claridad sobre el intenso silencio de la multitud que asistía expectante a aquel debate entre el viejo senador y aquel joven edil de Roma-. Y, por mi parte, no puedo sino reconocer lo acertado de tus palabras, sin embargo… -Publio aguardó unos segundos antes de proseguir, contemplando despacio los rostros de los que le rodeaban-. Sin embargo…
las leyes tienen un espíritu que va más allá de las palabras, de las normas establecidas. Roma está ante una crisis sin igual en su historia. Aníbal, aunque no haya podido tomar Roma, cabalga libre por nuestras tierras y dominios atacando a nuestras tropas, saqueando y matando a nuestros amigos; Roma se defiende mientras Aníbal subleva a nuestros aliados a la espera de refuerzos, víveres y armamento que pronto le llegará desde Hispania si no enviamos unas legiones a aquel país para frenar el avance cartaginés para impedir una segunda y definitiva invasión de la península itálica. Necesitamos esas tropas en Hispania y Roma necesita un general. Yo no me habría aventurado a proponer mi nombre si cualquier otra persona de mayor experiencia se hubiera presentado, pero al no hacerlo, el nombre que llevo, la sangre que fluye por mis venas, lo que los dioses me sugieren en mis sueños, todo me empuja a presentar mi candidatura. No sé si Roma es capaz de dejar sin vengar la muerte de mi padre y de mi tío, de dos procónsules de la ciudad, es posible que así sea, pero yo no puedo. La gente empezaba a asentir a su alrededor al tiempo que escuchaba cada vez con mayor atención. Fabio Máximo permanecía impasible a sus palabras, pero no le interrumpía. Eso ya era algo, pensó el joven Publio, y se animó a seguir.
- Entiendo que se dude de mí por mi juventud, pero no me juzguéis sólo por ella sino por mis acciones. En Tesino luché con valor para salvar a un cónsul de una emboscada cartaginesa. He combatido en decenas de batallas desde entonces y siempre lo he hecho con honor. Incluso en Cannae evité la huida incontrolada de nuestras tropas o el abandono de los oficiales. Ante la derrota o la dificultad mantengo la firmeza y el honor. Y por si todo esto no bastara, es la sangre de mi padre y de mi tío la que riega las tierras de Hispania y esa sangre me pide que ofrezca mi nombre, mi espada y mi honor para retomar aquel país, para detener a nuestros enemigos, para combatir en aquellas tierras hasta expulsar a los cartagineses o morir en el combate.
La plebe empezó a corear el nombre de Publio Cornelio Escipión, como si su padre, el viejo cónsul, el experimentado general, o su también muy respetado tío Cneo, estuvieran de nuevo allí con ellos, infundiéndoles valor.
- ¡Procónsul, procónsul, procónsul!
Fabio paseó sus ojos por la multitud. Era un grito unánime. Los senadores se miraban entre sí. Aún dudaban de la capacidad de aquel joven tribuno y edil de veinticuatro años para comandar varias legiones en batalla campal en aquel territorio hostil y cruel que suponía Hispania para los romanos, pero no cabía duda de que muchos senadores empezaban a comprender que aquel muchacho era capaz de devolver la esperanza y levantar los ánimos del pueblo, mucho más de lo que cualquiera de sus discursos senatoriales o de sus medidas de defensa de la península itálica y de la ciudad habían conseguido. Aquella capacidad de devolver la esperanza por sí sola era ya muy valiosa, digna de respeto. Publio, rodeado de sus amigos, junto a su hermano, aguardaba la decisión de las centurias y del Senado. Los senadores deliberaban entre ellos. Todos miraron a Fabio Máximo, que guardaba silencio. Estaba meditabundo. Dudaba.
87 Imperium
Roma, 211, a.C.
Publio entró en su casa seguido de su hermano. Necesitaba silencio y reflexión. Cruzó con rapidez el vestíbulo y el atrio, donde estaban Emilia y su madre. Las saludó con un leve cabeceo y enseguida pasó al peristilo y subió las escaleras. Ascendió por ellas hasta llegar al primer piso y por fin se detuvo apoyando sus manos en la barandilla porticada, contemplando el jardín de su casa. Lucio se había quedado atrás junto con su mujer y su madre. Sabía que su hermano entendía que necesitaba estar solo. Ahora mismo Lucio estaría contando a Emilia y su madre que su candidatura había sido aceptada por el Senado para salir dentro de unas semanas rumbo a Hispania como procónsul. Imaginaba el dolor que esta decisión causaría en el corazón de su madre. Ella ya había perdido un marido y un cuñado en aquel terrible país. Ahora su primogénito iba a salir también para aquella tierra que tanta sangre había arrancado a su familia. ¿Cómo explicarle, cómo hacerle entender que tenía que hacerlo? Enfrentarse a la amargura de su madre le resultaba más temible que debatir con el Senado hasta persuadirlos de lo correcto de aquella decisión. Y luego quedaban sus propias dudas… y Emilia… Emilia le entendería… Se habían comprendido y querido y respetado desde el primer día. Estaba seguro de que Emilia le apoyaría, no sabía cómo, ni cuáles serían las palabras o las acciones de ella, pero sabía que todas irían encaminadas, de un modo u otro, a ratificar su decisión. Quizá Emilia podría ayudarle a reducir el dolor y el sufrimiento de su madre. Sí, sin duda, eso sería lo mejor: Emilia podría quedarse con su madre y servirle de consuelo. Desde el primer día que la trajo a casa, su madre había mostrado un afecto sincero por Emilia, a la que había adoptado casi como si de su propia hija se tratara. Pero aún quedaba lo peor de todo: sus propias dudas. Había hablado con persuasión ante el Senado y ante el pueblo, había dado las mejores razones que había encontrado para conseguir el nombramiento de procónsul, para conseguir el permiso de dirigir una expedición en Hispania y, sin embargo, ahora que lo había obtenido, se preguntaba si aquello tenía sentido, si no se trataba más bien de una locura de un jovenzuelo incontrolado al que le hervía la sangre demasiado pronto. ¿Cómo iba él a derrotar a los cartagineses allí donde ni la experiencia de su tío ni la inteligencia de su padre habían triunfado? ¿Qué podría traer de nuevo él a Hispania que pudiera mejorar los resultados de su padre y de su tío?
El Senado le veía como un joven impetuoso, con arrojo, sí, pero falto de experiencia. Y
aquí, a solas consigo mismo, en el silencio del jardín de su casa, con sus ojos reposando sobre los árboles que su padre plantara hacía años, no podía sino reconocer que aquellos que habían dudado de lo idóneo de aquella elección, con Fabio Máximo a la cabeza, tenían razón. Estaba jugando a ser general sin tener experiencia ni hombres fieles que le siguieran, sin tener siquiera un plan para conquistar aquel país…, al menos un plan definido. Sí que tenía ideas, eso era cierto. Había mantenido innumerables conversaciones con Mario, el mensajero que Marcio había enviado desde Hispania con las horribles noticias sobre su padre y su tío. Éste le había contado todo lo que sabía de Hispania. Y había revisado uno a uno todos los planos y documentos que su padre había acumulado sobre Hispania y que guardaba en la biblioteca de la casa. Luego había reunido todos los planos que existían en Roma sobre aquel territorio, y los que no había podido conseguir los había mandado copiar. El tablinium y la biblioteca estaban repletos de ellos. Conocía Hispania, sus gentes, sus conflictos, sus ciudades, por boca del mensajero y por boca de otros emisarios que fueron llegando después. Todos se detenían por respeto en casa de Publio Cornelio Escipión y le transmitían todo cuanto éste deseaba saber. Y tenía una intuición, una idea, una pequeña locura que había ido cobrando fuerza en su mente. No era aún un plan. Era una idea para doblegar a los cartagineses de Hispania o, al menos, para mantenerlos ocupados allí imposibilitando que enviaran refuerzos a Aníbal. Aquello sería suficiente, si no para derrotarlos por completo y conseguir la gloria y un triunfo, sí al menos para dar tiempo a que Roma se rehiciera y pudiera expulsar a Aníbal de la península itálica. Y eso era lo esencial. Después todo se podría conseguir. ¿Pero quién iba a estar tan loco de seguirle hasta Hispania, más allá de unos soldados inexpertos, reclutados a toda prisa y temerosos de aquel país, de sus gentes y de los cartagineses?
No había nadie lo suficientemente loco como para aventurarse en aquel delirio que acababa de dar comienzo con su nombramiento como procónsul de Hispania y menos si se les decía que su general sólo tenía veinticuatro años y que, a fin de cuentas, no era más que el hijo del cónsul, el hijo de un cónsul muerto.
Los pensamientos de Publio se vieron interferidos por un gran estruendo de un tumulto de personas que irrumpían en la casa. Se oían gritos, voces confusas. De entre todas ellas destacaba el potente vigor de la voz de un decurión de las legiones de Roma que Publio conocía bien. Le extrañaba que hubiera tardado tanto en aparecer. Cayo Lelio demandaba a voz en grito la presencia del pater familias de aquella casa. Publio los vio aparecer a todos en el jardín: su madre, su mujer, Lucio, los tres seguidos de unas veinte personas más, todos oficiales de diferentes legiones; reconocía también a varios centuriones que habían combatido bajo sus órdenes y, en medio de todos, Cayo Lelio, que sin dudarlo se situó en el centro del jardín y, dirigiéndose a él directamente, tomó la palabra, mirando hacia la terraza del piso de arriba donde estaba Publio apoyado sobre la barandilla.
- ¿Qué es eso de que el Senado te envía a Hispania como procónsul? Te dejo unos minutos a solas y montas una guerra por tu cuenta. ¿Estás loco? Hispania es una locura. Se necesitarían todas las tropas que tenemos en activo en Italia para poder hacer frente a esa campaña con éxito -aquí Lelio se detuvo y miró fijamente a los ojos de Publio, quien le mantuvo la mirada con intensidad, sin decir nada. Lelio comprendió lo definitivo de aquella absurda decisión de ir a Hispania, pero antes de que pudiera decir algo, Lelio prosiguió hablando-. Bien, sea, por Castor y Pólux y todos los demás dioses. Si tan loco estás, ¿qué es eso de no contar con tus amigos y tus oficiales? Y bueno, eso ya lo verás tú, ¿pero cómo no hablas con Cayo Lelio y le comentas tus planes? ¡Porque si crees, mi general, que puedes ir a aquel país sin Cayo Lelio, estás muy equivocado!
Publio rio con carcajadas fuertes, poderosas, que pronto contagiaron a los presentes. La risa fue una buena terapia para que todos liberasen tensión. Más calmado, Publio respondió con preguntas a la interpelación de su viejo amigo.
- ¿Y por qué, si puede saberse, Publio Cornelio Escipión debe mantener informado a Cayo Lelio de sus movimientos, de sus decisiones o de sus planes?
Todos miraron a Lelio, que mantenía fija la mirada en el joven edil. No dudó en su respuesta.
- Tú sabes muy bien por qué, pero esto ya lo hemos hablado. Creo que estás equivocado, pero no seré yo quien discuta tus decisiones. Sólo te informo de que si vas a Hispania, cuenta conmigo para seguirte. Pomponia, para sorpresa de todos, decidió intervenir.
- A mí también me habría gustado saber que mi hijo pensaba presentarse como candidato para ser elegido procónsul en Hispania, pero ya que sobre eso parece ser que ya na-da puedo decir, sí que me atreveré a afirmar que, si has de ir a Hispania, Lelio debe acompañarte.
Publio sintió el dolor de su madre con cada una de aquellas palabras que se clavaban en su corazón como esquirlas afiladas, pero lo que tenía que hablar con ella no podía hacerlo en presencia de tantas personas. Aquélla debería ser una conversación privada. Decidió responder a Lelio de forma directa y, de modo sutil, a su madre.
- En fin, mi buen Lelio, pareces haber convencido a mi madre de lo necesario de tu compañía. Creo que no puedo contradecirla en esto. Si acompañarme es algo que haces de buen grado, bienvenido seas. Quedas formalmente invitado a venir a Hispania, pero te advierto… -hizo una pausa y aquí cambió su tono de voz, que se tornó seria y firme al tiempo que elevaba el volumen de la misma para que los presentes le pudieran escuchar bien-. Todos los que queráis acompañarnos en esta aventura de recuperar el dominio de Hispania sois bienvenidos, pero tened conocimiento de que no será ninguna empresa fácil. Los cartagineses dominan prácticamente por completo aquel territorio, disponen de numerosas tropas, de tres ejércitos completos y la mayoría de las tribus de la región les son leales. A nosotros el Senado no nos proporcionará más de dos legiones y someter aquel territorio con esas fuerzas será un atrevimiento del que igual… nos resulta difícil regresar. -Publio había estado a punto de decir «del que seguramente no regresemos ninguno», pero la presencia de su madre y de Emilia le hizo corregir el sentido final de sus palabras.
Se hizo el silencio en el jardín. Publio sabía que había despertado el temor en los corazones de todos los allí reunidos. El fallecimiento de su padre y su tío en Hispania aún estaban frescos en la memoria de todos. Publio no quería que le acompañaran oficiales engañados con falsas esperanzas. La ruta de Hispania era muy posiblemente un camino sin retorno que él se sentía obligado a tomar porque su propia sangre, su corazón, sus ansias se lo demandaban, pero no quería ni oficiales ni tropas que a la primera dificultad desistieran. El silencio persistía. Publio retomó su discurso.
- En esta empresa no hay lugar para el blando ni para el débil de espíritu. El que busque gloria y fáciles victorias, el que desee enriquecerse en el saqueo de pueblos débiles, el que busque fama sin esfuerzo no tiene sitio en esta empresa. Sólo os puedo prometer que vamos a encontrar sangre, lucha, inusitada resistencia en aquellas tierras. Y traiciones de los iberos como las que padecieron mi padre y mi tío y batallas en las que estaremos con fuerzas desiguales y ciudades inexpugnables que deberemos doblegar. Eso es lo que nos espera en Hispania. Aquel que no esté dispuesto a combatir hasta el final, aquel que no esté preparado para conquistar lo inconquistable, para derrotar al invencible, para triunfar allí donde otros fracasaron, que no deje esta ciudad. Sólo tengo treinta quinquerremes a mi disposición para transportar tropas y no hay sitio para cobardes en los barcos que zarparán de Ostia dentro de unas semanas; sólo tengo espacio para el valiente, para el audaz más allá de la razón, y para aquellos que crean que Hispania, con sus trabajos y su sangre, será al fin romana.
Publio dio por terminadas sus palabras. El silencio parecía volver a adueñarse de los presentes que llenaban el jardín porticado de la casa. Había unas treinta y cinco personas: su madre, su mujer y su hermano, varios oficiales y centuriones que ya habían servido bajo el mando de Publio en la península itálica, Cayo Lelio e incluso numerosos esclavos que habían asomado en los pórticos del primer piso azuzados por su curiosidad; de alguna forma, hasta estos últimos presentían que allí se estaba deliberando sobre algo de inusual importancia, algo que podía afectar a los destinos de aquella ciudad y de otras muchas ciudades; y lo que fuera aquello de lo que se hablaba, la conquista de un país lejano llamado Hispania, parecía estar fraguándose aquella tarde entre las paredes de la casa en la que llevaban años sirviendo.
Cayo Lelio volvió a tomar la palabra.
- Bien, creo que ya nos has aclarado con precisión lo que nos espera en Hispania. Y
digo yo, ¿es posible que a los que decidamos acompañarte se nos invite en esta casa a un buen vaso de vino? Al menos por mi parte, si he de morir luchando en ese país tan cruel y hostil, preferiría aprovechar estos últimos días en Roma, empezando por ahora mismo.
La intervención de Lelio sirvió, una vez más, para relajar la tensión. Publio estaba a punto de responderle cuando el atriense entró acompañado por un joven oficial nervioso y cubierto de sudor.
- ¿Qué te trae a esta casa, oficial, por qué nos interrumpes de esta forma?
- Es el Senado, mi general… el Senado está debatiendo revocar la orden de concederte el mandato de las nuevas legiones que van a enviar a Hispania… varios senadores argumentan que el mandato se concedió en un momento de presión del pueblo y de confusión general. Son decenas los senadores que vuelven a criticar… bueno…
- Termina el mensaje. ¿Cuál es el problema? -esta vez era Lucio el que preguntaba.
- Critican la juventud de vuestro hermano. Dicen que no es seguro ni sensato concederle el mando de dos legiones y el cargo de procónsul a alguien que legalmente no puede serlo por razón de edad… Insisten en que las leyes deben cumplirse de igual forma para todos…, aunque no todos comparten esa opinión. Hay cierta división.
- Bien. -Publio tomaba el mando, si no de las legiones, sí al menos de las acciones a seguir-. Lucio y tú también, Lelio, venid conmigo. Acompañadnos el resto. Vamos al Senado y vamos a aclarar esto ya de una vez por todas.
A todos sorprendió el tono de seguridad en las palabras del joven edil. Hablaba como si fuera a exigir al Senado el mando de las tropas y la magistratura de procónsul como algo que le perteneciese por derecho natural. Algo así no se demandaba. Uno se ofrecía como candidato y el Senado o en su caso las centurias elegían a la persona que se presentaba para el cargo. En cualquier caso, nadie discutió las órdenes de Publio. Todos salieron del jardín por el tablinium. En el atrio Publio, que bajaba del primer piso, se unió
a ellos y se puso al frente. Salieron a la calle directos al foro.
Emilia y Pomponia se quedaron solas en el jardín. Los esclavos desaparecieron de los pórticos.
- ¿Qué crees que pasará ahora? -preguntó Emilia en voz baja.
Pomponia paseó por el jardín. Contempló el cielo y suspiró antes de responder.
- Publio será designado de forma definitiva. Lo he leído en sus ojos y en su voz. Ni los senadores enemigos de nuestra familia podrán frenarle. Vencerá en el Senado -y guardó silencio unos segundos. Miró al suelo-. Lo que, sin embargo, no tengo tan claro es que consiga vencer en Hispania…, pero en fin, eso aún queda lejos. No tengo fuerzas para añadir más preocupaciones a mi sufrimiento. Ocupémonos del presente. Vendrán todos contentos si Publio vuelve a salirse con la suya… Ahí es como su padre, tiene el mismo don de persuadir a los que le rodean. De eso tú sabes mucho, querida, aunque en tu caso, no sé quién persuadió a quién -y sonrió con cariño a su nuera. Emilia se ruborizó-. En fin, seguramente tendrán ganas de fiesta y Lelio esperará al menos una copa de vino o dos.
- O tres -añadió Emilia-, pero… ¿y si no lo consigue y revocan la decisión?
- Siempre es fácil guardar la comida y la bebida que se ha preparado para una celebración, lo difícil es prepararlo todo si no se ha dispuesto con antelación, pero volviendo a lo de la bebida, Lelio, si todo va bien, se tomará más de tres copas seguro -y las dos rieron. Pomponia agradeció la bendición de tener a alguien como Emilia a su lado. En un mundo de hombres, éstos no se dan cuenta de las penurias por las que ellas pasan. Emilia se había convertido en su mejor aliada y en su mejor consuelo en aquellos días de lu-to y dolor-. Tenemos que preparar un buen convite para esta noche. Tenemos mucho trabajo por delante, Emilia -y abrazó a su nuera por la cintura al tiempo que llamaba a viva voz a los esclavos y empezaba a dar instrucciones.
La marcha de la comitiva que acompañaba a Publio hasta el Campo de Marte fue rápida y silenciosa. Al grupo de centuriones que había salido de casa de los Escipiones se fueron uniendo otros simpatizantes que ya estaban alertados del cambio de decisión en el Senado. Y a éstos fueron sumándose a su vez varios grupos de curiosos, ávidos por saber si aquel joven tribuno sería capaz de volver a doblegar la rígida actitud del Senado. Roma era una ciudad en guerra contra Aníbal y en guerra consigo misma. Al llegar al Senado, Publio pudo observar cómo nuevamente se había congregado una gran multitud, esta vez en el foro. Sin embargo, aquello no quería decir que toda aquella gente estuviera necesariamente de su parte. Pero mientras el joven Escipión aún estaba calibrando hasta qué punto podría contar con el apoyo popular para presionar al Senado, un grupo de senadores salió del edificio que daba cabida a las deliberaciones del órgano supremo y uno de ellos se dirigió directamente al recién llegado tribuno y sus acompañantes.
- Noble Publio Cornelio Escipión, te invitamos a que entres en el Senado para deliberar sobre tu nombramiento como procónsul de las tropas expedicionarias de Hispania. Sólo tú debes entrar.
Publio se dio cuenta entonces de que los senadores no volverían a dejarse atrapar por la presión del pueblo. Tenía dos posibilidades: forzar a que los senadores salieran a hablar ante todos del nombramiento y por qué dudaban ahora cuando antes habían respaldado su candidatura, o aceptar la propuesta de los senadores, entrar en el edificio y, a solas con ellos, intentar persuadirlos de que mantuvieran su decisión anterior. Ninguna de las dos opciones era sencilla. Forzar a los senadores a salir significaría enfrentarse de por vida con ellos y eso no era inteligente; su padre nunca habría considerado esa posibilidad. Además, no estaba claro que el pueblo fuera necesariamente a volver a apoyarle si los senadores empezaban a hablar en su contra con infinitos argumentos que ahora, con más sosiego, habrían podido preparar de antemano. Realmente, sólo cabía aceptar la invitación, la orden más bien, de los propios senadores, instigada desde la sombra por la larga y poderosa mano de Fabio Máximo.
- De acuerdo. Entro al Senado para deliberar sobre el nombramiento de procónsul de Hispania -y dirigiéndose a su hermano Lucio, Cayo Lelio y los demás oficiales que le apoyaban dijo-, esperadme aquí. Esto se arreglará. Esperad y confiad en mí. Hasta él mismo se sorprendió de la fortaleza del tono de su voz. Todos los que le acompañaban quedaron prendados de su espíritu e incluso los propios senadores no pudieron por menos que admirar la firmeza de aquel joven tribuno, a la vez que, aunque fuera en lo hondo de sus almas, agradecían que el joven Publio Cornelio no forzara la situación y aceptara someterse al debate del Senado.
Los senadores esperaron a que Publio ascendiera la larga escalinata que daba acceso al edificio. Se hicieron a un lado para permitirle pasar y luego le rodearon acompañándole al interior. A sus espaldas se escuchaba el fragor de miles de voces murmurando y haciendo preguntas. Una muchedumbre de gente curiosa y expectante por lo que finalmente se decidiría. Senadores y joven tribuno avanzaron primero por el gran vestíbulo del Senado hasta alcanzar una enorme puerta de madera recubierta de bronce con sobrerrelieves, donde se narraban diferentes hazañas del pueblo de Roma en sus conquistas y expansión por la península itálica y el Mediterráneo. Las puertas se abrieron y el pequeño grupo accedió a la gran sala del Senado de Roma. Una inmensa habitación dispuesta para dar cabida a más de trescientas personas en las diferentes hileras de asientos dispuestos sobre la piedra. Los senadores que lo acompañaban lo dejaron solo en el cen-tro de la sala y fueron a tomar asiento en sus respectivos sitios. Publio miró a su alrededor. Más de un tercio de la inmensa estancia estaba vacío. No se trataba de ausencias temporales. Los que faltaban habían muerto en la larga guerra contra Cartago. Muchos de ellos, en el desastre de Cannae.
Roma, pese a la recuperación de Siracusa y Capua, estaba cada vez más débil y aquel Senado repleto de ausencias permanentes era buena prueba de ello.
Fabio Máximo, como no podía ser de otra forma, abrió el debate.
- Estimado y joven Publio Cornelio -puso un énfasis especial a la hora de pronunciar la palabra «joven»-, todos coincidimos en valorar en su justa medida tu ofrecimiento y la reacción inicial de respaldarte como nuevo procónsul para Hispania es buena prueba de nuestra consideración hacia ti y tu familia. Sin embargo, en el sosiego de la reflexión todos hemos visto que la combinación de juventud e inexperiencia en el mando en el rango de magistrado es un obstáculo a este nombramiento que nos perturba e incomoda. Las guerras, y sé que en esto estarás de acuerdo conmigo, porque no hago sino repetir palabras pronunciadas por tu propio padre en esta misma sala, las guerras, decía él, no se ganan con el corazón sino con la cabeza. Por esto debemos decidir con la razón, no con el ánimo desatado que espolea la irreflexión. Necesitamos un magistrado, pero no podemos aceptar a nadie tan joven. Y, esta vez, la decisión del Senado, pues hablo por todos, ya es definitiva.
- De acuerdo -respondió Publio con rapidez.
La celeridad en la respuesta, que cogió al propio Fabio aún en pie mientras reagrupaba dos cojines antes de sentarse, dejó a todos perplejos.
- De acuerdo -repitió el joven Publio una vez más, incluso con más fortaleza-. De acuerdo, no me nombréis procónsul, no me ascendáis al rango de promagistrado consular, eso soluciona el problema de mantener la tradición y las leyes, pero no soluciona el asunto de Hispania. Seguís, seguimos precisando un general con imperium para defender Hispania e impedir el avance de Asdrúbal. Publio hizo una pausa. Observó que los senadores le seguían con atención y algunos cabeceos de asentimiento le animaron a continuar con lo que había estado madurando en su ruta desde su casa hasta el Senado.
- No me nombréis procónsul, pero, si nadie más se postula como general para defender nuestros intereses en aquella región, dejad al menos que vaya como general a proteger Roma en Hispania frente a Asdrúbal y sus ejércitos. Con ello no se quiebra la ley y se atiende al interés superior de defender los intereses del Estado. Publio terminó de formular su propuesta y aguardó la reacción de los senadores. Un murmullo se extendió por la sala. Era una posibilidad interesante la que había presentado aquel joven tribuno, una forma de conciliar lo que el pueblo había pedido en el Campo de Marte, lo que el propio joven tribuno deseaba y lo que la tradición permitía y no permitía. Seguía siendo extraño dotar a alguien tan joven con el mando de dos legiones, pero si al menos aceptaba dicha misión sin el rango de procónsul, se establecía una situación de menor excepcionalidad, más asumible por todos. Quedaba, no obstante, ver qué opinaba de todo aquello el viejo Fabio. Las miradas, a medida que los murmullos se desvanecían, fueron concentrándose en el anciano ex dictador. Éste, comprendiendo que todos esperaban su dictamen, se levantó una vez más y articuló su respuesta en forma de interrogatorio al joven tribuno.
- ¿Quieres decir, joven Publio, que estás dispuesto a asumir los riesgos de la campaña de Hispania pero sin el rango de procónsul?
- Así es.
- ¿Entiendes bien lo que eso supone, joven tribuno? Publio asintió.
- Si consigues una victoria, no podrás disfrutar de triunfo alguno por las calles de Roma, se te valorará lo conseguido, pero no podrás pasear por esta ciudad festejando un triunfo de gloria y fortuna, ¿eso está claro?
- Está claro -respondió Publio con voz serena.
Fabio le miró apretando los ojos. Aquél era un joven demasiado extraño: dispuesto a acometer una empresa asumiendo los riesgos y desdeñando los beneficios. No quería gente de naturaleza incierta en Roma. Esas personas resultaban siempre imprevisibles en sus acciones.
- Sea -concluyó Fabio-, tenemos un general, que no un procónsul de Roma, para marchar sobre Hispania. Y se sentó sin dejar de mirarle. Publio sintió que Fabio había pronunciado aquellas palabras no como quien anuncia un nombramiento, sino más bien como el juez que hace pública una sentencia.
88 La biblioteca
Roma, 211 a.C.
Tito Macio Plauto esperaba en el vestíbulo de aquella imponente mansión. Para un patricio aquello era una domus, pero para Plauto era bastante más. Las paredes estaban decoradas con un gran mosaico con motivos de alguna lejana guerra: parecían legiones romanas combatiendo contra los galos del norte, pero una estatua que reproducía el busto del general al mando de las tropas que se veían en el mosaico aclaraba con una inscripción que era Córcega el lugar que se recreaba en aquel mar de teselas. Se trataba de la conquista de Aleria por parte de Lucio Cornelio Escipión, quien fuera cónsul hacía casi medio siglo, abuelo del actual joven general que le había invitado. Al otro lado del vestíbulo estaba el busto de otro ilustre antepasado de la familia: Lucio Cornelio Escipión Barbato, padre del anterior, de modo que era el bisabuelo del joven general que le había invitado. Plauto leyó la inscripción que acompañaba a esta estatua. El bisabuelo también fue cónsul. Teniendo en cuenta que su padre y su tío también habían ostentado la máxima magistratura, parecía que en aquel poderoso clan familiar, si no se llegaba a cónsul, se había fracasado en la vida. Había más bustos repartidos por el vestíbulo y el atrio, pero Plauto empezaba a confundirse con tantos antepasados cónsules con el nombre de Escipión y con las diferentes batallas y pueblos sometidos por éstos. El suelo era un mosaico con un motivo más pacífico: algas y peces, como el fondo de un mar. Había que tener mucho dinero y mucho poder para tener aquella casa y vivir en medio de ese lujo. El esclavo atriense le invitó a seguirle. Aquel sirviente vestía una túnica limpia de lana de la mejor calidad, probablemente de Calabria o Apulia, lo que quería decir que el amo no llevaría lana que, al menos, no fuera traída expresamente para él desde Tarento. Hasta los esclavos que allí vivían tenían más dinero que él. Y eso que ahora le iban bien las cosas y se sentía más que afortunado. El estreno de la Asinaria había sido un completo éxito y a ella le siguió el Mercator que, sin alcanzar el mismo impacto, había funcionado muy bien. El público le quería, Roma le apreciaba y, a través de Casca, había empezado a mimarle un poco. Ahora residía en una habitación alquilada a Casca en el centro de la ciudad en un barrio digno y hasta tenía un sirviente. Comía caliente a diario y bebía el mejor vino que se podía conseguir en el mercado. Hasta se había permitido el lujo de adentrarse en el barrio de tabernas y prostíbulos junto al río y regalarse una noche de compañía femenina. Y comoquiera que parecía que los dioses estaban congraciándose con él, fue fiel a su promesa y pagó todas las deudas que Rufo tenía contraídas con el pobre anciano de los cestos. La faz iluminada de felicidad del viejo artesano tiñó de cierta esperanza el alma endurecida de Plauto, pero a los pocos días, pese a las comodidades y la satisfacción de sus necesidades y deseos más primarios, Tito Macio Plauto volvió a rodearse de su gruesa coraza de escepticismo, cultivada en las penurias de su vida. La invitación a aquella mansión le había cogido por sorpresa cenando en casa de Casca. Un esclavo que buscaba a Tito Macio Plauto irrumpió en casa de Casca y, dirigiéndose a Plauto, transmitió su mensaje y aguardaba respuesta. Plauto dudaba.
- No puedes negarte, mi buen amigo -le dijo Casca-. En realidad, te puedes considerar un ser afortunado. Pocos son los que entran en esa casa invitados por el pater familias y más ahora que ha recibido el mando de dos legiones para partir a Hispania. Plauto asintió y se dirigió al paciente esclavo.
- Dile a tu amo que acudiré a la invitación y… -le costaba pronunciar algunas palabras, decir algunas cosas que no sentía-, y dile que es un honor. El esclavo asintió y partió.
- ¿Por qué te cuesta aceptar la invitación de un patricio, un patricio que ha sido edil de Roma, que es admirado por todos y que, pese a su extrema juventud, ya es general?
¿O es algo personal en contra de los Escipiones?
- No, no es nada personal.
- De hecho fue él el que te brindó la oportunidad de estrenar tu obra cuando actuaba como edil de Roma.
- Lo sé -respondió Plauto-, aunque retrasó el estreno hasta el fin de año.
- ¿Y le guardas rencor por ello? A mí me sorprendió que tan siquiera permitiera estrenar tu obra, el texto de un completo desconocido, jugándose él su prestigio en el éxito de las obras que contrata.
- Entre otras muchas cosas, y el teatro no es la más importante y tú y yo lo sabemos. Además, tú me defendiste, según me comentaste.
- Oh, sí, es cierto. Eso te dije. Y es verdad que lo hice, pero no me sobrevalores, aunque he de reconocer que adulas mi vanidad con semejante reconocimiento. Pero no. No ha nacido la persona que persuada a ese joven Escipión con cuatro palabras, por muy buena retórica que se tenga, si no encaja lo que se le sugiere en sus planes. A las pruebas me remito: sus enfrentamientos con el propio Fabio Máximo no hacen sino subrayar lo que digo. No, mi querido amigo, contrató tu obra porque buscaba comedias, aceptó mi oferta y no la de la competencia porque yo le ofrecí más comedias y la tuya iba en el lote. Luego el éxito de tus obras le ha dado la razón en su elección, pero no tomó ninguna determinación por mis palabras, por muy elocuentes que éstas pudieran llegar a ser. Es un hombre… enigmático.
- A mí no me lo parece -respondió Plauto, tomando un sorbo del vino que acababa de traer una esclava-. Es un patricio, es rico, es poderoso, ejerce su poder, tiene ambición y persigue la gloria y, con toda probabilidad, más poder. Mientras, miles de personas mueren en una guerra interminable.
- Es posible que sea así, pero hay cosas que no encajan en ese patrón. Creo que estamos ante alguien más complejo.
- ¿Por qué?
- Verás, amigo Plauto: ha conseguido imperium militar sobre dos legiones, pero el grado de procónsul que se le concedió inicialmente en el Campo de Marte ante todo el pueblo y con el apoyo de la plebe le fue revocado con posterioridad en el Senado.
- Algo he oído de esa historia, pero mis datos son confusos.
- Encantado de aclarártela, eso y lo que quieras, siempre que sigas proveyéndome de buenas obras con las que engordar mis arcas y mi cuerpo -y Casca se palpó con complacencia su prominente estómago. Las esclavas, mientras, traían fruta, cerdo asado, queso y caldo de verduras. Casca sonrió exultante.
Plauto devolvió una sonrisa más tenue. Estaba preocupado porque no tenía buenas ideas para una nueva obra y sabía que Casca esperaba algo pronto. Había pasado años en aquel molino para producir una gran obra. Ahora se le pedía una cada cuatro o cinco meses. Era un ritmo abrumador, insostenible.
- Verás -continuó Casca, hablando mientras devoraba un pedazo de pierna de cerdo asado adobado en una salsa espesa que goteaba sobre el suelo-. Una vez nombrado procónsul, se reunió el Senado y Fabio Máximo soltó una diatriba contra la idea de romper la tradición y permitir que alguien tan joven accediera a una magistratura del grado de procónsul. Como sabrás, muchos anhelan dicho honor y pocos son los elegidos. Otros senadores, una vez ya alejados del tumulto de la plebe, secundaron su moción, de modo que se llamó a tu joven amigo, digo amigo ya que te invita a su casa. -Plauto sacudió la cabeza ante la ironía de Casca; este último, divertido por la incomodidad de su huésped, continuó con la explicación sin dejar de masticar la comida-. Bueno, pues el joven tribuno acude al Senado y se le hace saber que no se le puede permitir que acceda al grado de procónsul y, en suma, partir para Hispania con el mando de las legiones asignadas y, te preguntarás, ¿qué hace nuestro hombre?
- ¿Y bien? Y, por favor, deja de comer un minuto mientras me explicas todo esto.
- Ah, sí, disculpa. Para haber pasado tantas penalidades y miseria te has vuelto bastante delicado en poco tiempo, pero bueno, qué no consentiremos los patrones a nuestros escritores consagrados. Bien, bien. El joven Escipión reta al Senado: les dice que ante todo el pueblo le han concedido el permiso y las legiones para marchar hacia Hispania y que, si le revocan el mando, esto será difícil de explicar, pero que está dispuesto a sugerir una alternativa que satisfaga al pueblo, al Senado y a él mismo. Imponente,
¿verdad? Y con tan sólo veinticuatro años. Pero como tu joven amigo…
- Por favor, deja de llamarle mi amigo.
- Por Castor y Pólux, de acuerdo. El joven Escipión no quiere llevar aquello a un enfrentamiento sin salida, así que ofrece una salida al Senado: que le permitan acudir a Hispania con imperium sobre las dos legiones asignadas como general, pero sin grado de procónsul. De esa forma se establece una situación excepcional, pero no se transgrede la costumbre de la edad en lo relacionado con el consulado y el proconsulado.
- Ya. ¿Y qué decide el Senado al final?
- El Senado acepta. El propio Fabio Máximo se muestra de acuerdo, de modo que la discusión concluye con acuerdo general.
- Muy bien. Acude a Hispania sin rango de magistrado máximo. ¿Qué tiene eso que ver con que ese Escipión no sea como otro patricio cualquiera?
- Ay, amigo mío, veo que tanto como sabes de teatro y de hacer reír al público, desconoces en todo lo tocante a la política. Un general nunca podrá celebrar ningún triunfo en Roma si no consigue sus victorias ostentando el grado de cónsul o procónsul. Si ese joven Escipión se moviese únicamente por la gloria y la ambición, no habría aceptado ese pacto con el Senado. -Ya entiendo.
Plauto meditó en silencio mientras Casca recuperaba su pata de cerdo asado y roía con avidez el hueso. Siempre había considerado que la carne junto al hueso era la más sabrosa.
- Puede ser -respondió al fin Plauto-, pero también puede ser que ese Escipión tenga en mente que más vale una victoria sin triunfo que no obtener el mando sobre dos legi-ones, pese a su juventud, y tener así acceso a lograr victorias que le allanen el camino de su ambición.
- Es posible -concedió Casca-, pero en cualquier caso estamos ante una situación extraña. También hay quien comenta que el muchacho se ha tomado todo el asunto como algo personal y que sólo busca vengar la muerte de su padre y de su tío.
- ¿Y tú qué piensas?
- No lo sé. En cualquier caso, esto son cosas sobre las que se opina mejor cuando se conoce cara a cara a las personas implicadas. Quizá mañana, cuando hables con él, tengas oportunidad de decidir por ti solo si estás ante otro patricio más o ante alguien diferente. Espero que compartas conmigo tu opinión. Estoy interesado. Tengo curiosidad.
- Tú ya le conoces. Has hablado con él.
- No, amigo mío, no. Yo he negociado con él. He intercambiado unas breves frases sobre un negocio que en un momento concreto le interesaba: contratar obras de teatro mientras era edil de Roma. A ti te ha invitado, a ti desea conocerte. Contigo, por algún motivo que se me escapa, quiere hablar.
- ¿Y por qué crees que me invita ahora?
- No lo sé. Quizá le gusten tus obras de modo especial. Su padre era un gran aficionado del teatro. Todos lamentan su pérdida como general, pero en el mundo del teatro se lamenta más la pérdida de un patricio valedor del teatro. Piensa en ello cuando le conozcas. Quizá eso reblandezca un poco tu gélido corazón.
- Lo tendré presente -respondió Plauto no sin cierta frialdad.
La conversación derivó entonces hacia otros derroteros. Plauto fue cuidadoso en evitar el asunto de su próxima obra y Casca, bien porque se percatara de ello, bien porque el vino hacía de él alguien fácil de dirigir, tampoco sacó el tema. Aquella conversación con Casca parecía ahora lejana en el tiempo. Seguía al atriense de aquella mansión atento para no perderse. Cruzaron un amplio atrio al que daban multitud de puertas de las diferentes habitaciones de la casa. El tablinium, al fondo del atrio, estaba abierto con sendas cortinas descubiertas, dejando ver un frondoso jardín rodeado de un pórtico de dos plantas. El esclavo no se dirigió hacia allí, sino que lo llevó a una esquina del atrio próxima al tablinium y le hizo entrar en una habitación sin ventanas.
- Espera aquí. Mi amo vendrá en unos minutos -dijo el esclavo y desapareció por donde había venido.
Aquella dependencia tenía cuatro pasos por unos seis. La única luz era la que entraba por la puerta que daba al atrio, de modo que Plauto se encontró sumido en una gran penumbra a la que poco a poco se iban ajustando sus pupilas. Había varias sillas, con madera oscura tallada. Pensó en sentarse, pero lo consideró dos veces y decidió mantenerse en pie mientras aguardaba la llegada del señor de la casa, del joven nuevo general. ¿Qué
querría aquel hombre de él? La única vez que lo había visto fue el día del estreno de la Asinaria, cuando en calidad de edil de Roma se sentaba en la primera fila del teatro. Plauto tenía recuerdos confusos de aquella tarde, pero de entre ellos, rescató algunas carcajadas del joven Escipión y de su mujer, lo cual le tranquilizó, pero también recordó
que el edil se marchó rápido del teatro, como si el desenlace de la obra le hubiera decepcionado; esto último reavivó la preocupación que habitaba su interior. Sus ojos ya se habían habituado a la tenue luz de la estancia y se percató de que las paredes estaban llenas de armarios con pequeños estantes y que en cada uno de éstos había gran cantidad de cestos de donde sobresalían rollos de diverso tamaño y color. Se acercó a uno de los armarios y leyó alguno de los nombres que estaban escritos en los extremos de los rollos. Era griego. Demófilo, Menandro, Batón, Dífilo, Posidipo, Aristófanes, Sófocles, Teogneto, Alexis, Filemón. Y había muchos más. Por todos los dioses, en aquella sala estaba todo el teatro griego. Aquella dependencia era una bibliote-ca. No, para ser precisos, estaba en la mejor biblioteca a la que nunca jamás había tenido acceso. En casa de Rufo había varios volúmenes de interés que Praxíteles había traído consigo desde su tierra en la Magna Grecia, y Casca tenía una colección notable que le había sido útil para su segunda obra, pero aquello, esa sala era otro mundo. Siguió observando con atención y en otro armario encontró varias traducciones al latín de los originales griegos y también obras de autores contemporáneos: poesías de Quinto Ennio y obras de Nevio y del mismísimo Livio Andrónico. En el armario de obras latinas se entremezclaba la literatura con tratados sobre agricultura y planos de diferentes regiones. Y
un cesto, no dos, parecían estar dedicados a obras históricas y tratados militares de autores que desconocía.
- ¿Te gusta nuestra pequeña biblioteca?
La voz del recién llegado le sobresaltó y Plauto dio un respingo. Al girarse vio ante sí
a un hombre joven, alto, delgado, con el pelo muy corto, bien afeitado, vestido con una larga toga blanca.
- Disculpa; no era mi intención sorprenderte así. Soy Publio Cornelio Escipión. Tú
eres Tito Macio Plauto, ¿no es así?
- Así es -respondió Plauto sin añadir «mi señor» o ningún otro apelativo de respeto-. Estaba absorbido, es cierto, por la colección de obras que aquí tiene.
- ¿Sí? ¿Te parece entonces una buena colección?
- Es una biblioteca magnífica, al menos, en la parte que acierto a valorar. Veo que está casi todo el teatro griego y latino y excelentes selecciones de poesía. De la parte histórica y militar no puedo opinar.
- Sí. Lo normal es disponer de los tratados históricos y poco más. Alguna traducción latina de un buen clásico griego, como éste. -Publio cogió un rollo del armario de volúmenes latinos-. Es la traducción de Livio Andrónico de la Odisea, creo que el original de Homero está en el otro armario. En fin, con este volumen mi padre nos enseñó a leer latín de pequeños -Publio hablaba recordando el pasado-a mí y a Lucio, mi hermano pequeño. Nos sentábamos en esas sillas y él paseaba mientras escuchaba cómo leíamos o, al menos, cómo lo intentábamos. Nos corregía sin necesidad de mirar el texto. Se lo sabía de memoria. Luego fue cuando contrató al bueno de Tíndaro, que nos instruyó en el griego, la historia… Bueno, pero eso no viene al caso. Lo que quería decir es que mi padre no era un hombre al uso y puso un gran empeño en ampliar su colección incorporando decenas de volúmenes procedentes del extranjero. Le apasionaba la poesía y, en especial, sí, por encima de todo, el teatro. Por eso todos estos cestos y esos rollos que aquí ves.
Plauto asintió sin decir nada. Publio le miró, estudiándole.
- Tito Macio, eres hombre de muy pocas palabras para alguien que las sabe usar tan bien cuando escribe.
Plauto dudó antes de responder; estaba claro que algo debía decir.
- Veréis, estoy un poco confuso en lo que se refiere a mi presencia aquí y ahora.
- Entiendo. La vida te ha hecho desconfiado. ¿Has tenido una vida difícil, Tito Macio?
- Depende de lo que se entienda por difícil.
Publio había dejado pasar por alto la tácita insolencia de que aquel escritor se dirigiese hacia él sin ninguna indicación de respeto; lo aceptaba como una excentricidad propia de su profesión, pero empezaba a irritarle el hecho de que a aquel hombre le costase tanto dar una respuesta directa y clara. Se sentó, pero no invitó a Plauto a que hiciese lo mismo.
- ¿Por qué no me dices en qué ha consistido tu vida y ya juzgaré yo si ha sido difícil o no?
Plauto consideró sentarse en la otra silla, pero detectaba ya cierta tensión y no estimó
oportuno estirar más cuerda de la paciencia de aquel patricio.
- Servidumbre, comercio, ruina, hambre, mendicidad, palizas, ejército, derrotas, nuevamente mendicidad, semiesclavitud y siempre miseria, hasta hace poco. Hasta que aceptasteis el estreno de mi primera obra, lo cual os agradezco.
Publio le miraba en silencio. Había sido un resumen conciso pero intenso. Una vida dura, sin duda, y había habido un primer reconocimiento de aprecio por su parte hacia una acción suya, la de aceptar el estreno de su obra.
- ¿Por qué no tomas asiento?
Plauto aceptó sin decir nada. Lo correcto habría sido declinar por considerarse inferior o aceptar dando gracias. Sentarse sin decir más era altanería. Publio meditaba si debía aceptar aquella forma de trato con aquella persona o echarlo de casa y no dedicar más tiempo a ese asunto. El peso del amor por la literatura que su padre le había inculcado pudo más.
- ¿Quieres vino?
Plauto asintió.
Publio dio un par de palmadas. Un esclavo entró y recibió las instrucciones oportunas.
- Veo que me va a costar sacarte las palabras. Eres un hombre difícil de trato para alguien que vive de hacer reír a la gente.
- No soy ningún bufón.
- Aaah. Es eso. -Publio le comprendió entonces. Se sentía incómodo por tener que venir siguiendo una invitación que, recibida por alguien de su clase, era como recibir una orden y por encontrarse ante alguien que parecía estar esperando gracias con las que solazarse en su tiempo de ocio. El vino llegó y ambos bebieron el licor mezclado con un poco de agua. Publio confirmó que aquella rudeza estaba clavada, al contrario que en el caso de Lelio, en el corazón de aquel hombre, no en su tosco cuerpo.
- No te he llamado para que me hagas reír, Tito Macio. Te he llamado porque esta biblioteca no es muy usada y menos lo será con mi marcha a Hispania. Sólo mi madre, mi mujer y mi hermano acceden a ella con alguna frecuencia y de ellos sólo mi madre es una ávida lectora. Lucio y Emilia prefieren otros entretenimientos. A mí me gusta leer y pienso llevarme conmigo algún volumen de teatro y de filosofía y, desde luego, la mayor parte de los tratados militares y de geografía, pero el resto se quedará aquí. Mi padre pasó años recopilando todos estos volúmenes y, la verdad, que ahora se queden aquí, sin ser leídos, sin que nadie valore lo que aquí hay, me duele. Es como si algo que hizo mi padre no valiera para nada, o para muy poco. No puedo devolverle la vida y, entre tú y yo, no tengo muy claro que pueda vengar su muerte con las escasas tropas que me dan; de hecho, dudo que retorne vivo de Hispania. Si algún día, pronto, me atraviesa una lanza cartaginesa o una espada ibera, me ayudaría llevarme al otro mundo la idea de que la colección de mi padre es leída y apreciada por otras personas. Quizá pienses que es algo sentimental y absurdo. Según la vida que me has resumido, estas preocupaciones te deben parecer superfluas, casi triviales.
Plauto escuchaba con atención. Aquel hombre le estaba hablando de igual a igual de sus sentimientos más profundos, pero aún no sabía dónde quería llegar.
- No, no es superfluo lo que uno necesita para vivir con paz de ánimo y cada uno tenemos derecho a necesidades distintas -respondió Plauto.
- Gracias -dijo Publio-. Mi idea era que alguien que sabe escribir y apreciar el teatro, alguien como tú, pudiera acceder a esta biblioteca con toda libertad siempre que quisiera para leer o consultar cualquiera de estos volúmenes cuando lo desease. Eso me haría sentir que algo en lo que mi padre ocupó parte de su vida recuperaría su sentido completo. ¿Quién sabe? Quizá aquí encontréis inspiración para nuevas obras con las que entretener a Roma. Plauto asintió antes de responder.
- Pero, ¿por qué yo y no Livio o Nevio u otro de los escritores que hay en Roma?
Publio lo miró durante lo que le pareció una larga espera. Si había gente en la casa, debían de estar recogidos en sus habitaciones porque reinaba un gran silencio que se fragmentaba sólo por las voces de su conversación y por el ruido de una fuente que se escuchaba en la distancia.
- Porque tus obras me gustan -dijo Publio al fin. Iba a añadir algo pero se detuvo. Plauto se percató de que no había dicho todo lo que pensaba.
- Me dio la sensación de que se fue decepcionado del estreno de mi primera obra, en las Saturnalia. -No, no fue así.
- Sin embargo, se marchó con el semblante serio, triste, un aire como de desazón. Estoy seguro de recordarlo bien porque me quedé preocupado. Luego la reacción del público fue tan positiva que no pensé mucho más en ello hasta que recibí esta invitación. Publio volvió a guardar silencio. Plauto entendió que aquel patricio ya había compartido demasiadas intimidades como para abrir más sus sentimientos a un desconocido que, además de mostrar cierta insolencia, era arisco en el trato. Plauto era consciente de su rudeza, pero la vida le había hecho así. Por eso sus escenas eran a veces crueles, inmisericordes con sus personajes, donde la burla despiadada abría el camino a la carcajada inclemente del público. Eso querían, eso les daba.
- Disculpe mi carácter inquisitivo y mis preguntas. Agradezco la oferta, si es que sigue en pie. Poder consultar y leer estos volúmenes me ayudaría mucho. No estoy acostumbrado a muestras de generosidad en las que no se pide nada a cambio.
- Bueno -respondió Publio, ahora un poco más relajado; estaba comprendiendo que la miseria había transformado a aquel hombre en insolente sin pretenderlo, en impertinente sin esforzarse. Quizá el éxito se le hubiera subido a la cabeza-. Sólo una condición: aquí
puedes leer cuanto quieras cuando desees, pero no debes sacar ningún volumen. Quiero que la colección se preserve intacta. No es que dude de ti, pero Roma es un lugar peligroso y un rollo se puede robar o se puede perder.
- De acuerdo -asintió Plauto.
- Bien, pues eso es todo. Ahora debo marchar al foro a poner en orden los asuntos de mi familia antes de embarcar hacia Hispania.
- ¿Podría quedarme ahora y empezar a leer? Hay volúmenes que ya han despertado mi interés.
La petición pilló por sorpresa a Publio que, ya levantado, esperaba que su invitado hiciera lo mismo. Estaba claro que con aquel hombre nada sería como se esperaba. Eso podía ser peligroso, pero también interesante.
- Sí, claro, ¿por qué no? Lee lo que quieras. Habrá un esclavo a la puerta por si deseas cualquier cosa. Cuando marches, él te acompañará a la puerta.
Publio, tras un cortés saludo con la cabeza, se volvió y se dirigió a la puerta que daba al atrio, pero se detuvo, se giró de nuevo y añadió unas palabras.
- Al final de tu obra tuve un extraño presentimiento. Sentí que mi padre moría; no puedo explicar cómo ni por qué, ya que estaba pasando un buen rato con tu obra. La sensación se apoderó de mí. Eso es lo que viste en mi semblante y lo que me hizo salir del teatro con rapidez. Estaba incómodo y preocupado. Cuando semanas después llegaron las noticias de Hispania, a partir de los datos que me dio el mensajero, he calculado que el día del estreno de tu obra coincide con el día en que murió mi padre. Por eso, de entre todos los escritores, te he elegido a ti para compartir su biblioteca, porque siento que en-tre tú y nuestra familia hay algún tipo de conexión cuyo sentido no acierto a interpretar. Quizá el tiempo o los dioses tengan a bien desvelarnos si tal relación tiene algún fundamento o es sólo fruto de mi imaginación. Espero que disfrutes de la lectura. Y partió. Plauto se quedó solo, rodeado de todos aquellos rollos. Se había levantado, al fin, en atención a Publio y ahora volvía a sentarse. Estaba confundido. Casca llevaba razón: aquel joven patricio no era tan prototípico como la mayoría de los de su clase. Hablaba de teatro, leía latín y griego, había tenido un padre que coleccionó la mejor biblioteca que nunca antes hubiera visto; se dejaba influir por sensaciones y presagios que decía luego haber podido confirmar y le hablaba de un indefinible vínculo entre su familia y él mismo, Tito Macio Plauto. Aquél era un joven patricio con pensamientos demasiado profundos para alguien de tan poca experiencia en la vida. Quizá había sido injusto al juzgar a alguien por su condición: es igual de injusto despreciar al pobre por pobre, como habían hecho con él durante toda su vida, como menospreciar al rico por el mero hecho de haber nacido siéndolo, como había prejuzgado él al joven tribuno que le había invitado a saborear los contenidos de la biblioteca de su padre. Tendría que pensar bien en todo esto, pero en otro momento. La luz que entraba por la puerta del atrio se atenuaba; el sol de la tarde iba descendiendo en su viaje por el cielo y en pocas horas no podría leer sin la ayuda de una llama y, aunque pudiera solicitarla al esclavo que el joven Escipión había mencionado, no quería pedir nada más en una primera visita. Regresó
junto al armario donde estaban la mayor parte de los escritores griegos y buscó las obras que le habían llamado más la atención, y de entre todas ellas, seleccionó una que iba sin título, con el simple sobrenombre de hilarotragedia firmada por un autor que desconocía: Rintón. Sacó el rollo con cuidado y sacudió el polvo acumulado en ambos extremos del mismo. Lo desplegó y, como la tinta gastada resultaba de difícil lectura, acercó su silla hasta el umbral de la puerta del atrio y allí, bajo la luz del atardecer, empezó a leer con auténtica pasión.
LIBRO VIII EN BUSCA DE LA ESPERANZA
In me omnis spes mihi est.
[Sólo en mí mismo está toda esperanza.]
Terencio,
Phormio, 139.
89 Rumbo a Hispania
Puerto de Ostia, 210 a.C.
En la proa del barco Publio sintió el viento del mar resbalando por la piel de su rostro. Necesitaba aire fresco que le devolviera a la vida y a la esperanza. Hacía tan sólo unos meses era el feliz hijo del procónsul de Hispania, un joven tribuno casado con una hermosa patricia, heredero de una gran familia y una ingente fortuna. La súbita muerte de su padre y de su tío había segado de raíz los fundamentos de su felicidad y su sosiego. Llevaban en guerra muchos años, es cierto, y había visto la muerte de cerca, en Tesino y también en otras batallas, pero desde la caída de su padre y de su tío su mundo se desmoronaba a pedazos: Roma había llegado a ser asediada por el mismísimo Aníbal, que se había permitido pasear apenas a unos pasos de las puertas de la ciudad del Tíber. Roma había resistido y con el apoyo de uno de los ejércitos consulares, las legiones ur- banae y la estrategia de seguir acechando Capua, se había vencido al enemigo, al menos, por el momento. También se había recuperado Capua, pero qué lejos estaban esas victorias de las que aprendió cuando estudiaba con Tíndaro bajo la atenta vigilancia de su padre, cuando se le instruía sobre las conquistas en territorios de los galos, los ligures o los piratas de Iliria, las épicas batallas contra el rey Pirro o la gran victoria sobre Cartago hacía años, que dio paso a la expansión de Roma por el Mediterráneo. ¿Dónde había quedado todo aquello? La Roma que le enseñaron y la Roma en la que vivía ahora no tenían nada que ver. Ahora se luchaba por recuperar lo que ya se tenía y se había perdido o por defender la mismísima capital de la República. Las fuerzas que se enviaban al exterior para acometer campañas militares más allá del mar eran escasas, insuficientes porque los recursos se consumían en la guerra de supervivencia que Aníbal había traído consigo a la península itálica. Los resultados hablaban por sí solos: su padre y su tío muertos, el protectorado ilirio acosado por Macedonia, la Magna Grecia en manos de Aníbal y los galos campando con libertad y abierta hostilidad por el norte. En el fondo de su ser, Publio anhelaba recuperar la Roma en la que nació, su vigor y su fuerza, sus dominios y su fortaleza. Lo que no sabía es que, en realidad, lo que le movía era intentar recuperar el tiempo en el que su padre y su tío vivían. En aquel tiempo Roma, como ellos, era fuerte y, sin saberlo, de forma inconsciente, pensaba que recuperar aquella poderosa Roma le acercaría a su padre y a su tío y que, como si nada hubiera ocurrido, encontraría un día a su padre leyendo en la biblioteca a la luz de una lámpara de aceite y que su tío le llamaría a gritos desde el atrio para salir a tomar vino en una de las tabernas que tanto gustaba frecuentar. Eran otros tiempos. Lejanos, difusos, perdidos. El barco, el mar y las olas, con su vaivén y las voces de los marineros le devolvieron al presente. Cayo Lelio dirigía las maniobras de la flota que estaba abandonando el refugio del puerto de Ostia: treinta quinquerremes fuertemente pertrechadas de tropas, víveres y suministros para lo que se adivinaba como una larga y complicada campaña en Hispania. Lelio se dirigió a su general.
- ¿Qué rumbo seguimos? ¿Directos a Hispania?
Escipión no respondió de inmediato.
- No. Iremos a Hispania, pero bordearemos la costa de Etruria primero y luego el sur de la Galia. Navegaremos siempre próximos a la costa -el aire era fresco, limpio, intenso-. No quiero correr ningún riesgo innecesario. No podemos permitirnos perder ni un solo barco en alta mar. No vamos a luchar contra Neptuno sino contra los cartagineses. Reservemos tropas y fuerzas para ese fin. Rumbo al norte. Al norte. Lelio asintió y dio las órdenes precisas al resto de los oficiales del barco. Las naves que componían la flota seguirían el curso marcado por la quinquerreme de Escipión. Lelio observaba la estela que el buque iba abriendo en el mar. No parecía que aquélla fuera a ser una navegación especialmente problemática. Se preguntaba si era así, con esa extrema prudencia, como Escipión pensaba desarrollar toda la campaña. Las palabras del general parecieron entrar en sus pensamientos.
- Leo en tu rostro cierta decepción, viejo amigo -Publio sonreía al tiempo que le hablaba-. No temas, que ya encontraremos suficientes batallas y dificultades en nuestra campaña para que hagas gala de tu valor. Ahora me preocupa llegar a puerto en Hispania con todas las tropas que nos ha concedido el Senado. Dos legiones, apenas diez mil hombres y unos escasos refuerzos de mil jinetes de caballería no son fuerzas suficientes para doblegar a los tres ejércitos cartagineses que controlan aquel país. No debemos em-pezar, pues, nuestra campaña malgastando esfuerzos arriesgándonos en una navegación en alta mar.
- Entonces -preguntó Lelio-, ¿no crees que tengamos ninguna oportunidad de victoria?
La voz de Cayo Lelio no denotaba temor. Escipión sabía que aquel hombre le seguiría al fin del mundo, a la muerte en el campo de batalla si era necesario y que el miedo al combate no cabía en su forma de entender la vida. No, aquélla era una pregunta directa, pero difícil de responder. La honestidad parecía la mejor política.
- Estimado Cayo, entre nosotros, sin que trascienda a las tropas: tenemos once mil hombres y en Hispania nos esperan otros trece o catorce mil hombres, ya cansados y sin apenas pertrechos militares, agotados por los continuos combates y sin ánimos por las derrotas sufridas. En total, unos veinticinco mil soldados. Los cartagineses poseen tres ejércitos en la península ibérica con un total de unos setenta y cinco mil hombres, sin contar con las diferentes guarniciones de las ciudades que controlan, su gran cantidad de armamento y el recién ganado control sobre la mayoría de las tribus de la región. Son, al menos, tres contra uno. No, Lelio, no disponemos de tropas suficientes para emprender esta campaña.
Terminó así Publio su parlamento y volvió de nuevo la mirada hacia el mar.
- Entonces… -continuó Lelio-ésta es una campaña sin esperanza… No lo digo por nada, sabes que te seguiré en cualquier caso…, es un poco por saber dónde vamos, como tú dices, simplemente entre nosotros, sin que esto llegue a nuestros hombres… En cierta forma… ¿vamos allá a ser derrotados?
Publio volvió a tomarse unos segundos antes de responder. Lelio se mantuvo en silencio, respetando los momentos de reflexión del joven general.
- Bueno -dijo al fin Publio-, no necesariamente, no… tengo mis planes… hay alguna posibilidad de victoria; no muchas, pero alguna y sobre ella trabajaremos. Quizá no de victoria, pero sí de crearles bastantes problemas a los cartagineses. -Y con esto le dio una palmada en la espalda a su recién nombrado almirante de la flota y le volvió a sonreír. Una sonrisa limpia que iluminaba el rostro pulcramente rasurado del general y que, sin saber bien por qué, infundía confianza infinita-. Ganaremos, Cayo Lelio, venceremos. Los dioses están de nuestra parte, especialmente Neptuno, especialmente Neptuno. En su momento recordarás estas palabras y me entenderás… si todo va bien… -Y lanzó
un profundo suspiro-. Si no va bien, tendrá que ser en el otro mundo donde me reproches mi equivocación. Ahora, voy a ver cómo está Emilia. Que yo sepa, nunca ha navegado y no sé cómo le estará sentando el vaivén de las olas. Yo prefería que se quedara en Roma con mi madre, pero no ha habido manera de persuadirla. Es casi tan testaruda, o puede que incluso más que yo. Avísame cuando creas que es conveniente que atraquemos para pasar la noche. -Y con esto se alejó de su lugarteniente y se dirigió al camarote donde le esperaba su joven esposa. Una vez en el interior del barco y a medida que se acercaba a la estancia reservada para el general de las legiones de Hispania, fue escuchando el lloriqueo de una niña que Publio enseguida reconoció. Emilia puede que resistiera el oleaje, pero estaba claro que su pequeña hija Cornelia no lo llevaba tan bien. Deberían haberse quedado en Roma acompañando a su madre, pero cuando buscó la ayuda de Pomponia para que la convenciera de que lo más oportuno era que se quedase en la ciudad y esperase allí su vuelta, las cosas no salieron tal y como Publio había pensado. Recordaba la conversación y aún se sorprendía.
- Madre -decía él, ya nervioso ante la tozudez con la que Emilia se mantenía en su idea de seguirle a Hispania-, por Hércules, hazla entrar en razón. Su sitio es aquí contigo y con la pequeña Cornelia. Díselo, por todos los dioses.
Su madre estaba reclinada en su triclinium a la sombra de uno de los olmos que crecían en el jardín de la casa. El ruido de la fuente que manaba en el centro la relajaba. Se pasaba allí tardes enteras en silencio, a veces con Emilia y su pequeña nieta, en ocasiones a solas, leyendo algún rollo de la biblioteca o simplemente meditando. Allí, en esa plaza tenía los mejores recuerdos de su marido. Allí celebraron su boda y allí vieron cómo Publio primero y luego Lucio daban sus primeros pasos. Su hijo, ahora, después de tanto tiempo, tenía una disputa doméstica con su mujer. La familia seguía su curso, pese a todo, pese a la guerra y las ausencias que ésta, cruel, insensible y tremenda, iba sembrando a su paso.
- No, hijo -empezó Pomponia-, siento contradecirte, pero en este punto estoy de acuerdo con Emilia. Si ella está dispuesta a acompañarte a Hispania, debe hacerlo. El lugar de una mujer está junto a su marido. Y si quieres saber aún más, Publio, la única decisión de la que me lamento en esta larga vida es la de no haber acompañado a tu padre y a tu tío a Hispania. Habría podido disfrutar más tiempo de su compañía y de su afecto. Dudé. Pensé que era mejor quedarme con vosotros, pero a veces pienso que me he hecho demasiado cómoda y una campaña militar no es lugar para comodidades, eso es cierto, pero tú tienes la fortuna de tener una esposa joven, sana y fuerte y que además quiere acompañarte. Debe ir.
Publio se quedó mudo. Emilia sonreía, satisfecha.
- En fin -dijo el joven general-, espero tener más éxito con los cartagineses que en casa; está claro quién gobierna de puertas para dentro. Pero pongo una condición. Las dos mujeres escuchaban atentas.
- Emilia me acompañará y supongo que con ella vendrá Cornelia, pero sólo hasta Tarraco. Allí estableceremos el campamento militar sede de las legiones a mi mando, pero cuando parta hacia el norte, hacia el interior o hacia el sur en busca del enemigo, Emilia permanecerá en Tarraco, por su propia seguridad y por la de la niña. Sólo allí siento que puedo proporcionar a mi familia un mínimo de seguridad. Aquél es un territorio de frontera, rebelde a Roma en su mayor parte y atestado de enemigos. Hasta Tarraco. Ésa es mi condición.
Emilia miró a su marido y luego a Pomponia. La madre de Publio asintió.
- De acuerdo -dijo Emilia-, hasta Tarraco. Voy a prepararlo todo -y desapareció por el tablinium para pasar al atrio y de allí a las habitaciones de ella y su marido. Tenía un montón de cosas que envolver y embalar antes de partir.
Publio se quedó a solas con su madre. Dudó antes de hablar pero al fin se decidió.
- Pensaba que a ti te gustaría que se quedase contigo. Emilia y tú os lleváis muy bien. Sería un gran consuelo para ti tenerla.
- Lo sé. Y es cierto, pero por encima de mi comodidad está tu matrimonio. Emilia es una buena esposa. No podrías haber encontrado a nadie mejor. Cuando la conocí, reconozco que me pareció demasiado aventurada, atrevida incluso, pero intuyo que en la vida que vas a llevar, es ése el tipo de esposa que necesitas. Debe ir contigo y no se hable más del tema. Además, Lucio se queda conmigo. En él tendré el consuelo y el apoyo necesario. Y tú haz el favor de cuidarte. No digo que no luches, eso sería absurdo, en medio de esta guerra y en tus actuales circunstancias. Sólo te pido que no pongas en peligro tu vida sin sentido. Roma se está quedando sin hombres valientes que, además, sean inteligentes y esta familia también. Así que haz lo que tengas que hacer, pero sé siempre precavido. Ya sabes lo que decía tu padre sobre la guerra.
Publio asintió.
- Sí, madre, el propio Máximo me lo recordó en el Senado hace poco: «Una batalla se puede ganar con el corazón, pero una guerra sólo se gana con la cabeza.»
- Bien. Veo que escuchaste a tu padre, y que Máximo también aunque nos deteste. Cuanto más recuerdes de las enseñanzas de tu padre más lejos llegarás y, bueno, por otra parte es justo admitir, en favor de tu tío, que cuanto más recuerdes de su adiestramiento con la espada, más posibilidades hay de que vuelvas con vida. En momentos como éste lamento haber gritado a Cneo. Sus costumbres y sus debilidades me irritaban, pero sé que en ti puso su mejor empeño. Aprovéchalo. Publio, sé que soy tu madre y que en calidad de tal, puedes pensar que lo que digo es más fruto del afecto que de la inteligencia, pero en esta casa, como en casa de cualquier otra madre, mi labor fundamental es la de observar y callar. Te he visto crecer y te aseguro que por algún designio de los dioses en ti se ha forjado lo mejor de tu padre y de tu tío. Por ello sé que hay esperanza para ti, para nuestra familia y para Roma. Sé fiel a ti mismo y lo demás vendrá por sí solo. Y
ahora vete a vigilar a tu mujer o necesitarás una trirreme sólo para todo lo que a esa niña se le ocurra llevarse. Publio se quedó un momento contemplando a su madre, que se mantenía reclinada en su butaca haciendo un ademán con su mano para que la dejara sola. El joven general la dejó y se volvió despacio para marchar en busca de su mujer.
Ahora, varias semanas después, al abrir la puerta del camarote vio a Emilia sosteniendo a la pequeña Cornelia en sus brazos y meciéndola.
- Chsss, pequeña, chsss -le decía al oído y la niña ahogaba entre sollozos su llanto.
- Son las olas, ¿no? -preguntó en voz baja Publio, sentándose al lado de su mujer en la cama del camarote.
Emilia asintió.
- Es pequeña, pero se acostumbrará -dijo ella.
- ¿Y tú? ¿Cómo llevas el oleaje? -inquirió el joven general.
- Bien. No te preocupes por mí. Y mira, ¿ves? Se ha dormido. Está cansada. Son muchas emociones para alguien tan pequeño.
Publio se quedó mirando cómo su mujer tendía a la pequeña Cornelia en la cama. Emilia llevaba una túnica ceñida al cuerpo que dejaba adivinar las suaves curvas de su pequeña figura, con unos hombros semidescubiertos, desnudos, de tez ligeramente oscurecida por el sol. Al inclinarse sobre la cama, su larga trenza de cabello negro azabache caía sobre las sábanas. Publio sintió sensaciones que nada tenían que ver con el mar, con la guerra o con aquel viaje. Cogió a Emilia por la cintura y la sentó en sus piernas.
- Por Castor y Pólux -dijo ella en voz baja-, ¿qué haces? Estás loco. Pero Publio la estaba besando ya en la mejilla. -¿Aquí? -preguntó ella.
- Aquí y ahora. Tranquila, lo haremos sin ruido para no despertar a la niña.
- ¿Pero dónde? La niña está en medio del lecho… -En el suelo -respondió él. Emilia sentía una mano de su marido acariciándole un seno por debajo de la túnica mientras que la otra mano tiraba de su trenza de modo que ella se veía obligada a inclinar, despacio, su cabeza hacia atrás, dejando descubierto su largo cuello, que es lo que la boca de Publio iba buscando.
- Bueno -dijo Emilia-, eres el general de este ejército; supongo que aquí se hace lo que tú dices.
- Exacto.
Emilia sabía siempre qué decir para excitarle aún más allá de lo que para él era imaginable. La cogió con ambos brazos y en un movimiento ágil, rápido, pero silencioso la tumbó en el suelo y le desnudó las piernas subiendo la túnica hasta la cintura. Ella se dejaba hacer. Al lado de ambos Cornelia, rendida por la emoción de la partida, dormía plácida. Para Emilia y Publio el ritmo de las olas ya no era un contratiempo sino un agradable aliado.
90 Los augurios de Fabio
Puerto de Ostia, 210 a.C.
Fabio observaba la partida de la flota desde el puerto de Ostia. A su lado, el joven Catón oteaba el horizonte marino protegiéndose los ojos con la palma de su mano apoyada sobre la frente.
- Bien, volvamos a Roma -dijo Fabio Máximo-, nos hemos deshecho ya de ese impetuoso joven que navega rumbo a su fin pero tenemos muchas cosas de las que ocuparnos aún.
- ¿No volverá, entonces? -preguntó Catón. Quería saber más de los planes de su mentor. Fabio le miró como sorprendido.
- Marcha con apenas dos legiones, más otros diez mil hombres que, como mucho, pueda reunir allí, no alcanza los veinte mil. Los informes son que en Hispania hay tres ejércitos púnicos de entre veinticinco mil y treinta mil hombres cada uno, con mercenarios iberos que conocen bien el territorio y todos veteranos de una larga guerra. ¿Tú qué
crees?
Catón asintió sin añadir más. Estaba claro que Fabio Máximo daba por zanjado aquel asunto.
- Ahora, lo que me preocupa es mantener las arcas del Estado con suficientes recursos. Hemos tenido que reducir de veintitrés a veintiuna legiones las fuerzas en activo. Y
no tenemos dinero para remeros. Tendremos que persuadir a las familias importantes de Roma para que aporten fondos extraordinarios, empezando por los cónsules.
- ¿Y Marcelo y Levino aceptarán? -preguntó Catón.
Fabio no dudó en su respuesta.
- Por supuesto: son hombres nobles. Eso me obligará a poner también algo de mi parte, pero todo tiene un precio en esta vida. Esta tarde veré a los cónsules. Tengo un plan. Marco Porcio Catón le miró atento. Caminaban por los muelles, escoltados por una decena de fornidos esclavos al servicio de Fabio. El viejo senador, adulado por la aguda atención de su interlocutor, cedió a la vanidad y desveló parte de su estrategia.
- Alejado el Escipión, que pronto será aniquilado en Hispania, el resto de la estrategia consiste en enviar a Claudio Marcelo contra Aníbal. Claudio es un hombre de acción y, ostentando la magistratura, no dudará en aceptar la sugerencia de lanzarse contra el mismísimo Aníbal. El Senado lo ratificará. Luego ya veremos lo que ocurre. Quizá Aníbal acabe con Marcelo de una vez. -¿Y si vence Marcelo?
- Me veré obligado a reconocer su valía, pero lo dudo, lo dudo mucho. Todavía considero que el cartaginés tiene las de ganar en campo abierto, que es la estrategia que Marcelo gusta utilizar. Ése será su error, más tarde o más temprano.
- ¿Y Levino, el otro cónsul de este año?
- ¿Levino? Sí. Levino irá a negociar con los etolios en Grecia un levantamiento contra Filipo. Ésa será la forma de neutralizar al macedonio. Catón esperó un rato antes de plantear la pregunta que más le interesaba. Al fin, se decidió.
- ¿Y qué vamos a hacer nosotros?
- ¿Nosotros? -Fabio Máximo siguió paseando con la mansedumbre de un anciano, pero sus ojos revelaban un extraño fulgor de fuerza y poder-. Nosotros, mi querido amigo, este año observaremos desde la distancia. Este año serán los demás los que jueguen la partida. Al año siguiente, después de que todos se desgasten, será cuando entremos en acción. El año siguiente. Ya lo verás. En el sur. Ya pronto. En el sur.
91 Lucio Marcio Septimio
Hispania, 210 a.C.
Lucio Marcio Septimio esperaba bajo el cálido sol de Iberia con mil soldados a sus espaldas la llegada del nuevo general romano de Hispania. Un joven de tan sólo veinticuatro años ostentaba tal honor; tan joven que, por razón de su edad, Fabio Máximo y otros senadores habían insistido en negarle el nombramiento de procónsul. Un joven con imperium militar sin magistratura. Marcio escupió en el suelo. Sin duda Roma estaba trastornándose. Los senadores debían de estar tan abrumados por la guerra contra Aníbal en territorio itálico que cada vez estimaban en menor importancia lo que ocurría en Hispania. Marcio miró el horizonte del camino que transitaba paralelo a la costa. Aún no se vislumbraba polvo en la distancia. Mejor. No tenía prisa. Aquel joven tendría que haber llegado ya, pero claro, un joven patricio de su condición y alcurnia no debía de estar acostumbrado al polvo de los caminos ni a las grandes marchas. Aunque era un Escipión. Publio Cornelio Escipión. Hijo de cónsul, hijo y sobrino de los anteriores procónsules de Hispania bajo los que Marcio había servido. Hombres valientes, reconocía Marcio para sí. Hombres valerosos y aguerridos que durante varios años supieron conducir la guerra en Hispania con habilidad, hasta el regreso de Asdrúbal, el hermano de Aníbal, acompañado de otros dos temibles generales cartagineses, Magón y Giscón. Aquellos tres generales unidos acabaron con los dos procónsules e hicieron trizas el ejército romano en Iberia. Marcio paseaba en silencio. Detrás de él, los mil hombres uniformados, firmes, en perfecta formación, aguardaban la llegada del nuevo general. Marcio se volvió hacia sus soldados. Habían vuelto a ser sus soldados por unos meses, después de la marcha del anterior sustituto de los procónsules fallecidos: Cayo Claudio Nerón, otro experimento del Senado. Nerón. Un ignorante en el campo de batalla y un soberbio en el trato. Un listo que se las arregló para regresar con vida. Era hábil político. Alguna vez conseguirá
victorias de renombre, pero no con las condiciones de Hispania, donde había un legionario por cada tres cartagineses. No, eso no era para ese Claudio Nerón. Marcio sólo recibió humillaciones desde su llegada. Si no es por el desastre que suponía para Roma, Marcio se habría alegrado de cómo jugó con él Asdrúbal en la campaña del año pasado. Nerón marchó igual que vino: con las manos vacías. Sólo era un patricio en busca de gloria fácil y pronto comprendió que Hispania era un lugar demasiado complicado para el éxito. Desde entonces, nada. Roma callaba y no llegaban ni nuevos procónsules ni refuerzos. Marcio recordaba aquel invierno frío guardando como podían los pasos del Ebro. Intentando mantener a los cartagineses al sur. Buenos hombres sin apenas pertrechos y sin mando. Era cierto que los soldados le respetaban, pero también sabían del poco apoyo que había en Roma a las fuerzas de estas tierras y el desanimo se apoderaba de ellos. Marcio se preguntaba qué debía esperar del nuevo enviado de Roma. Los legiona-rios estaban confundidos: que fuera el hijo y el sobrino de los anteriores procónsules se había valorado positivamente, pero tanta juventud. ¿Cómo podría hacerse con el respeto de la tropa alguien mucho más joven que la mayoría de los legionarios, muchos de ellos veteranos, supervivientes de varias campañas?
En ese momento una nube de polvo comenzó a levantarse en lontananza. Primero apenas unas ráfagas que el viento esparcía y luego una clara torre de arena. Marcio se volvió para comprobar la formación de sus tropas. Había seleccionado a los mejores hombres, a los que aún tenían el ánimo fuerte. No sabía si tendría algún sentido intentar dar una buena imagen. No lo tuvo con Nerón. Aún recordaba cómo en la misma situación Nerón, a la hora del recibimiento el año pasado por estas mismas fechas, ni siquiera se detuvo y sin mirar a Marcio o a los legionarios pasó de largo y siguió su camino hasta Tarraco. Marcio se tragó su orgullo. Sabía que un procónsul no tenía por qué saludar a un centurión si no lo deseaba, o que al menos tenía la capacidad de decidir cuándo saludarlo. Marcio, no obstante, se había curtido en la paciencia y la resistencia. Ésas eran sus mejores virtudes y las de sus tropas. Resistir. No hacían otra cosa desde hacía dos años. Suponía que el nuevo general probablemente hiciera lo mismo, pero, en cualquier caso, Marcio, por respeto y por convicción, sacó a los mejores hombres de los que disponía y allí estaba con ellos, bajo el sol, dispuestos en formación, esperando al nuevo enviado del Senado. Volvió a escupir en el suelo. Se aclaró la garganta.
- ¡Agua! -gritó y un soldado joven le acercó veloz un cazo con agua. Marcio bebió
con ansia, igual que hacía todo en su vida: luchaba con ansia, discutía con pasión, rezaba a los dioses con intensidad. La figura del nuevo ejército se dibujó en la distancia. Por el camino empezaron a verse las nuevas tropas. A medida que se acercaban Marcio intentó asimilar el contingente de refuerzos que llegaba a Iberia. Al menos necesitarían cuatro legiones nuevas para tener alguna posibilidad, no dos, como con Nerón el año anterior. Las noticias eran que vendrían unos diez mil hombres, pero Marcio desconfiaba hasta de los correos oficiales. Sólo creía en lo que veían sus ojos. A medida que el nuevo ejército se aproximaba, Marcio, experto y curtido en valoraciones de ejércitos enemigos observados desde la distancia, calculó con rapidez el número de los que venían y comprendió que estaban en las mismas que el año anterior: de nuevo dos legiones; tropas a todas luces insuficientes para algo más que continuar protegiendo el Ebro. E incluso insuficientes para esa tarea el día en que los tres generales cartagineses marchen hacia el norte, unidos, decididos a dar el golpe final y cruzar el río y masacrar las legiones romanas como un cuchillo corta una manzana madura.
Al frente del nuevo ejército se adivinaba la figura del nuevo general. Este iba precedido de legionarios que actuaban como lictores, pese a no tener oficialmente el grado de procónsul. El nuevo general iba a pie, caminando erguido y con paso firme. Parece que quería dar ejemplo a sus tropas. En fin, al menos se estaba dando una buena caminata desde el norte de Iberia hasta allí. Se aproximaba el momento. Apenas estaba ya a un estadio de distancia. Marcio se puso frente a sus soldados y comprobó que todos estuvieran en formación. Él mismo se puso el casco, lo ajustó bien y se tensó firme y decidió
esperar. No le competía a él dirigirse al nuevo general, sino esperar su saludo… o su desprecio, como tropas derrotadas. El sol empezaba a pegar fuerte. Marcio se dio cuenta de que estaba sudando con abundancia. No debería haber bebido tanta agua. Se limpió
varias gotas que salpicaban su frente con el dorso de su mano izquierda. La derecha permanecía sobre la empuñadura de su espada, a la altura de la cintura. El nuevo general estaba a unos cien pasos. Marcio inspiró con fuerza. Tenía ganas de escupir pero ya no era el momento.
Publio Cornelio Escipión llegó a la altura de Marcio. Detuvo entonces su avance y dio una orden a Cayo Lelio. Lelio se volvió hacia los tribunos y repitió las órdenes. Los diez mil soldados que los seguían se detuvieron también, de forma escalonada, según el orden en el que se encontraban dispuestas las legiones romanas. Al cabo de unos cinco minutos el ejército estuvo detenido, esperando nuevas instrucciones. Durante ese tiempo Escipión estuvo observando a Marcio, que permanecía impasible al frente de sus manípulos, en silencio, esperando un saludo o una orden. Escipión se separó de Lelio y de los lictores y caminó hasta ponerse frente a Marcio.
- Te saludo, Lucio Marcio Septimio, como centurión al mando de esta guarnición observó entonces las tropas que Marcio había traído consigo-. Una guarnición bien preparada y dispuesta para el combate, algo que, sin duda, debe contarse entre tus méritos.
- Gracias, mi general. Sed bienvenido a Hispania.
Marcio no sabía bien qué más decir. Decidió esperar a una pregunta directa antes que decir algo inapropiado. El nuevo general prosiguió con su saludo.
- Marcio, sé que has combatido con mi padre y con mi tío y me honrará que esta noche, una vez hayamos acomodado las tropas en la guarnición de Tarraco de forma adecuada, vengas a mis aposentos y tengas la amabilidad de ponerme al día de todo cuanto ha sucedido en este país desde que llegaste con los procónsules hasta su muerte y, sobre todo, de lo ocurrido desde entonces. Tengo el relato directo y continuado de mi padre por carta hasta ese momento, pero desde que cayera en combate, mis noticias son de terceros y prefiero refrescar mi conocimiento de estos dos años con alguien que ha vivido los sucesos que aquí han ocurrido de primera mano. ¿Me honrarás con tu presencia?
Marcio se sintió abrumado ante el enorme aprecio del nuevo general.
- Por supuesto… quiero decir… te saludo, noble Publio Cornelio Escipión…, para mí
será un honor poder transmitir lo poco que mi entendimiento acierta a comprender de esta región y de los avatares de la guerra contra los cartagineses en este país hostil y cruel.
- Bien, pues hay mucho trabajo por hacer -Publio miró al cielo-. Diría que el sol parece más inmisericorde en este país que en Roma. Pero, dejémonos de menudencias y prosigamos la marcha. Marcio, ven a mi lado, junto a Cayo Lelio, mi almirante de la flota en el mar y jefe de la caballería en tierra. Y, te lo ruego, actúa como guía en estas tierras que tú conoces mejor que nosotros. Soy todo oídos.
Marcio obedeció. Sus pensamientos estaban confundidos. Al poco tiempo estaban avanzando al frente de sus tropas y de las dos legiones que había traído el nuevo general. Doce mil hombres rumbo a Tarraco. Pocas fuerzas, insuficientes, pero al menos el saludo del nuevo general había resultado grato. Eso estaba bien y es que, si habían de morir todos en una guerra perdida, que al menos fuera al mando de alguien noble. Marcio nunca había entendido bien cómo se salvó de la terrible derrota de los anteriores procónsules. Ahora estaba allí su hijo y sobrino y parecía alguien honesto. Marcio intuía en sus hombres, que habían escuchado el intercambio de saludos, una cierta dosis de alivio ante el talante del nuevo general. Quizá al menos se podría trazar una estrategia razonable de guarniciones para proteger las fronteras. Eso ya sería algo. Era una idea sobre la que Marcio había estado meditando: una empalizada al lado norte del Ebro que mantuviera a los cartagineses al sur o que los obligase a luchar contra los vacceos en el interior si querían alcanzar los Pirineos. El tiempo y los dioses dictarían su veredicto sobre lo que debía hacerse en el futuro. Eso pensaba Marcio. Lo que desconocía era que aquel joven general que cabalgaba a su lado estaba decidido primero a transformar el presente y luego a interferir en el futuro.
92 Una tragicomedia
Roma, 210 a.C.
Casca caminaba nervioso, con pasos rápidos de un lado a otro del atrio de su casa. Sus brazos estaban cruzados por detrás de la espalda, aunque soltaba una de sus manos de cuando en cuando para poner énfasis en sus palabras.
- ¿Pero tú sabes lo que dices, Tito? Tu éxito ha venido con las comedias, ¿por qué
cambiar ahora? Aníbal acaba de derrotarnos en Herdónea. Más de trece mil hombres han muerto. El cartaginés acaba de masacrar dos legiones enteras, con sus mercenarios y sus elefantes africanos. La gente ha perdido a muchos amigos y seres queridos. Hay luto constante en la ciudad y el pueblo busca, necesita divertimento, distracción, evadirse de la guerra y sus sufrimientos. Eso es lo que la gente anhela y también los ediles. ¿Y
tú ahora me vienes con que quieres hacer una tragedia? Deja las tragedias para Andrónico, Nevio, Ennio y tú ocúpate, céntrate en lo que sabes hacer bien. ¿Una tragedia? Por todos los dioses.
- Una tragicomedia -corrigió Plauto, reclinado en su triclinium sin inmutarse demasiado por la airada reacción de su patrón; ya había anticipado algo parecido-. No es lo mismo.
- Empieza con la palabra tragedia, ¿no?, para mí es lo mismo y para el público también lo será.
- Será divertida.
- ¡Por Hércules! Tito, en una tragedia intervienen los dioses, o ¿es que en la tuya no será así?
- Claro; intervendrán los dioses. Su papel es esencial en la trama de la obra.
- ¿Entonces? ¿Es que propones que nos riamos de los dioses?
- No, por supuesto. Nos reiremos con los dioses -precisó Plauto.
- Ten cuidado, amigo mío. Por criticar a los patricios más de un autor se ha metido en problemas. No quiero pensar lo que pueda ocurrirte si te metes con la religión y los dioses de Roma. No son tiempos para bromear con según qué cosas.
- No te preocupes. Lo tendré presente.
Casca detuvo su continuo ir y venir frente a su protegido.
- ¿Que no me preocupe? Escucha, Tito, te cuido, te alimento, sufrago tus debilidades y lo hago a gusto. Además, generas pingües beneficios para mis arcas, lo admito. Tus obras han traído un aire fresco a Roma y me resultas simpático, de veras, pero no puedes arruinar una prometedora carrera por un capricho.
- No es un capricho. Es una idea meditada. Seguiré haciendo comedia, pero este proyecto me interesa. Es algo distinto y tengo unas fuentes muy novedosas. Atraerá la atención. Sé que irán a criticarme, a hundirnos, pero gustará. Estoy seguro.
- ¿Qué fuentes son ésas?
- Platón.
- ¿El filósofo? -preguntó Plauto con incredulidad. -No, el cómico.
- Ah. -Casca desconocía que hubiera más de un Platón. Estaba perdido.
- Y unas obras de Filemón y Difilo.
- Ya, bueno, eso está mejor -estos autores ya le sonaban más a Casca.
- Y Rintón. -¿Quién?
- No lo conoces. Ha desarrollado una técnica de combinar lo cómico y lo trágico. Sus obras son hilar otragedias. Casca echó un profundo suspiro.
- Cuanto más me cuentas, menos me gusta lo que oigo. Si lo vas a hacer, hazlo, pero que sepas que es contra mi criterio y así te lo recordaré cuando fracases. Y por Castor y Pólux, no quiero saber nada más de todo esto. Si llego a saber que el acceso a la biblioteca de ese Escipión iba a traer estas consecuencias, ya habría buscado la forma de mantenerte alejado de allí.
- Cambiando de tema -comentó Plauto-; ese Escipión, como llamas al nuevo general de Hispania, llevabas razón: es alguien difícil de clasificar. Fui con todos mis prejuicios contra las clases altas y, si bien en él encontré cierta altanería propia de su clase, he de reconocer que para sólo veinticuatro años, habiendo perdido a su padre y a su tío y teniendo que asumir el mando de dos legiones para una expedición suicida, se comportaba con una seguridad y un aplomo que no dejaron de sorprenderme. Y parecía saber algo más de teatro de lo que suelen saber los patricios. Es lástima su marcha a Hispania. No podemos permitirnos el lujo de perder a más adeptos al teatro influyentes y poderosos.
- En eso estoy de acuerdo -respondió Casca, algo más sosegado. Se sentó en su tricli- nium, pero aún sin recostarse-. Ese joven patricio va directo a su fin. No entiendo ni cómo ha aceptado la empresa. El pueblo confía demasiado en heroicidades. Les encanta la imagen del hijo que acude a vengar la muerte de su padre, pero luego no le dan los medios suficientes. La muerte de ese joven general en Hispania sí que reúne todos los mimbres para una tragedia. ¿Ves? Ya tenemos bastantes ejemplos a nuestro alrededor de tragedias como para que tú te esfuerces en crear más. ¿No vas a cambiar de opinión?
Plauto sacudió la cabeza.
- En fin -dijo Casca-, que traigan vino. El licor amortiguará mi desasosiego y templará un poco mis nervios. Dio un par de palmadas y dos esclavos acudieron con sendas jarras de agua y vino, dos copas y una pequeña mesa.
- ¿Y has pensado en un nombre para tu obra, tragedia, comedia o lo que tengas a bien que al fin sea?
-Amphitruo -respondió Plauto.
- Ya, ¿y qué dioses van a salir en ella?
- Mercurio y Júpiter.
- ¿Júpiter? El dios supremo, claro. ¿Para qué llenar el escenario de dioses de segunda fila? -concluyó Casca y vació en grandes tragos el contenido de su copa. El vino se abrió camino por su garganta y, cuando dejó la copa sobre la mesa, sintió el líquido alcanzando su esófago. Estaba demasiado caliente. Tenía que resolver el problema de su bodega. Las ánforas se caldeaban demasiado. Vertió más vino de la jarra en su copa vacía y siguió bebiendo. En unos minutos el problema de la nueva obra de su protegido seguiría allí, pero ya le importaría menos. ¿Quién sabe? Aquél era un escritor sorprendente. Igual la obra resultaba un éxito. Casca sonrió para sus adentros. En efecto, era evidente que el vino comenzaba a hacer su efecto.
93 El puerto de Tarraco
Tarraco, Hispania, 209 a.C.
Lelio se adentró en el puerto de Tarraco escoltado por veinte legionarios. Atravesaron todas las instalaciones dedicadas a la flota romana y se dirigieron al puerto pesquero de la ciudad. Decenas de pequeñas embarcaciones amarradas de forma desordenada flotaban mecidas por el mar. Una multitud de personas caminaba entre los diferentes puestos de venta de pescado. Compradores, pescadores y curiosos se apartaban del camino del almirante de la flota romana. Los pescadores mantenían una excelente relación con las tropas extranjeras establecidas en aquella ciudad que habían transformado en capital de sus dominios en Hispania: gracias a las legiones romanas allí establecidas comercializaban cuatro veces más pescado que antes de la llegada de los romanos. Éstos eran buenos para su negocio, pero, pese a ello, los pescadores desconfiaban y se mantenían distantes de los legionarios, limitándose a negociar con los cuestores de las legiones, con los que acordaban las cantidades de pescado para vender y el precio de los diferentes productos que traían de sus salidas al mar.
Lelio llevaba extrañas órdenes aquella mañana que le obligaban a romper esa distancia entre pescadores y tropas romanas. El veterano legionario avanzó entre los puestos escudriñando con su mirada a los vendedores. Muchos de éstos eran los propios pescadores que, una vez en tierra, vendían el pescado que habían capturado por la noche y al amanecer. Normalmente en unas horas habían vendido toda su mercancía y aprovechaban entonces para recoger sus puestos y retirarse a sus hogares durante unas horas para comer y descansar, antes de emprender una nueva salida al mar al caer la tarde. Algunos desaparecían durante días, alejándose de Tarraco rumbo al sur, navegando por la costa en busca de marisco y pescado, que abundaba más en los caladeros del delta del Ebro o, más al sur, en la desembocadura del río Suero. Se rumoreaba que, ocasionalmente, algunos se aventuraban a navegar hasta llegar a costas de pleno dominio cartaginés, navegando ocultos en la noche, esquivando naves de guerra y buques piratas que costeaban por aquel territorio. Estos últimos eran una mezcla de pescadores y aventureros que regresaban con especies extrañas y sabrosas que se comercializaban a buen precio y cuya venta acompañaban de relatos fabulosos de sus incursiones en las tierras del sureste de la península. Uno de estos pescadores era limo: un hombre de unos treinta años, moreno de cabellos y de tez oscurecida por el sol y curtida por la brisa del mar; un hombre alto y fuerte cuya potente voz destacaba sobre la del resto de los pescadores de Tarraco. Cuando limo llegaba con su carga, una multitud de curiosos y jovenzuelos se arremolinaba alrededor de su barco, ansiosos unos por adquirir su mercancía, y ávidos los otros por escuchar sus historias de piratas, cartagineses en guerra y extraños sucesos. ¿Qué había de cierto y cuánto de invención en los relatos de limo? Era algo difícil de saber. Sin duda, las especies que traía, diferentes a las del resto, atestiguaban que él llegaba allí donde otros no se atrevían, pero hasta qué punto eso refrendaba sus historias era algo más complicado de dilucidar.
limo estaba aquel día en el puerto vendiendo su mercancía; prácticamente había acabado y estaba recogiendo los cestos de pescado vacíos con su hijo cuando Lelio y su escolta se acercaron. El oficial romano mandó que los legionarios se detuvieran y esperaran a una distancia prudencial del puesto de pescado mientras él se acercaba solo hasta quedar frente a limo, apenas a cuatro pasos de distancia. Tres pasos. Dos. limo seguía recogiendo los cestos. Un paso. limo proseguía con su labor sin inmutarse. Una multitud contemplaba la inusual escena: el almirante de la flota romana en un puesto de venta de pescado; incluso aunque fuera el puesto de limo, al que se suponía que tantas cosas extrañas le acontecían, no dejaba por ello de sorprender el interés que un hombre romano de tanto poder pudiera tener por aquel pescador aventurero.
- Hola, pescador -empezó Lelio de forma cordial, hablando en latín, lengua que la mayoría de los comerciantes de la ciudad había aprendido-. ¿Sabes quién soy?