X

La casa de Ezra despertaba apaciblemente a su nueva vida. Exteriormente persistían las antiguas costumbres. Madame Ezra podía llorar por la noche, pero al llegar la mañana se despertaba como siempre, con la diferencia de que perdía la paciencia con menos frecuencia y no hablaba con tanta ligereza como en otro tiempo. Con la esposa de su hijo era escrupulosamente amable y cortés, y la joven no daba quejas de su suegra. Esto fue una sorpresa y un placer para Kueilan porque temía a madame Ezra. Todas las jóvenes esposas temen a la madres de sus maridos, pero Kueilan la temió menos que la mayoría. Era una criatura perezosa y fácil de querer, acostumbrada a que la sirvieran y malcriaran, y no tenía la menor intención de someterse a disciplina y deberes. Pero madame Ezra no pedía nada de ella y procedía como si Kueilan no estuviera en casa. Cuando se encontraban, madame Ezra le preguntaba cómo se encontraba y si todo era de su gusto; Kueilan sonreía, bajaba la vista y respondía que le gustaba todo. Cuando veía que madame Ezra no se sentía inclinada a dominarla, se le quitaba un peso del corazón; conforme pasaba el tiempo, volvía a ser tan atrevida y descuidada como había sido en su propia casa.

Al principio, Peonía no podía creer que todo siguiera igual en la casa después del casamiento. Luego, día a día, vio que estaba equivocada, que los mayores hacían lo mismo, y, luego, que David también se comportaba normalmente. Éste había vuelto a su propia vida. La conversación que había desechado la primera noche de la boda, la descartó para siempre. No habían hecho falta muchos días de matrimonio para demostrarle que aquella linda esposa suya no podía hablar de nada, fuera de sus necesidades y deseos diarios. Pero era propensa a la risa y conocía muchos juegos, y las horas más felices que pasaban juntos transcurrían en esos juegos que ella le enseñaba, riéndose mucho al hacerlo. Cuando ganaba, se excitaba como una niña, batía palmas y daba vueltas alrededor de la habitación sobre sus vendados piececillos. Sus pies daban compasión a David. No había visto nunca los pies de una muchacha tan atados, ya que en su casa habían dejado libres los pies de Peonía. Los piececitos de Kueilan, con sus zapatitos de seda, podía cogerlos juntos en la palma de su mano, y una noche así lo hizo, con exclamaciones de pena de que pudiera ser verdad.

—Cosita —le dijo, porque llamaba así a su esposa—, ¿cómo pudiste permitir que te mutilaran?

Con sorpresa de su parte, ella empezó a llorar, medio con enojo y medio en correspondencia a su compasión; retiró sus pies y los ocultó bajo la falda.

—¡A ti no te gustan! —lloró.

—Me ponen triste —replicó amablemente—. ¡Cómo deben de haberte hecho padecer!

—Ahora no padezco —declaró ella.

—¿Por qué no los dejas libres? —preguntó David.

—No quiero tenerlos grandes —contestó ella con petulancia—. ¿Por qué he de perder todas mis molestias?

—Déjame ver qué puede hacerse —rogó él, adivinando su orgullo y timidez.

—¡No, no… no! —chilló ella. Y luego volvió a sollozar de nuevo, llamó a gritos a Peonía, tan alto, que Peonía llegó corriendo.

Al verla, Kueilan le tendió las manos, mientras la lágrimas corrían por su cara.

—¡Quiere verme los pies! —sollozaba.

Nada podía hacer Peonía sino sentarse en la cama a su lado, acicalarle las manos y cubrir sus pies con una colcha de seda.

—¡Chist…, chist! Él no tenía esa intención —consolaba Peonía a la niña llorosa.

David, manteniéndose de pie al lado de la cama, las miraba a las dos.

—Explícale que solamente quiero ayudarla —le dijo a Peonía—. Además, es cierto que no me gustan los pies tan estropeados.

Dicho esto salió de la habitación. Kueilan se colgó de Peonía y lloró desconsoladamente, pero ésta la dejo llorar. Cuando los sollozos empezaron a calmarse, le habló con amabilidad y firmeza.

—Yo le explicaré a mi joven amo que nuestro pueblo venda los pies a las mujeres. No debe usted acusarlo porque no lo sepa. Su pueblo deja los pies libres. Sus mujeres llevan incluso sandalias con los pies desnudos.

—¡Como las labradoras! —gritó Kueilan, en medio de sus lágrimas.

—A veces las sandalias son de oro o de plata y con joyas incrustadas —siguió Peonía—. Vamos, deje de llorar, mi amita. Él es amable y bueno… una vez que comprenda…

—¡Pero hay demasiadas cosas que él no comprende! —se quejó la joven esposa.

Peonía era muy paciente.

—Cada vez que él no comprenda, mándeme llamar, amita, y yo le explicaré a él sus sentimientos. —Así aplacándola y engatusándola, consoló a Kueilan; cuando logró devolverle su tranquilidad, le dijo—: Una esposa debe complacer a su marido, amita. ¿A qué otro hombre verá usted excepto a él? Permítame cuidarle los pies entonces, señora. Yo aflojaré los vendajes tan poco cada día, que usted no se dará cuenta, y él quedará satisfecho cuando vea que usted es obediente. Estando él satisfecho, ¡cuán feliz será usted!

Kueilan parecía dudosa. Levantó las pestañas húmedas y miró a Peonía.

—Soy completamente feliz ahora —declaró.

—Perderá usted su felicidad, señora, si no obedece a su marido —insistió Peonía.

Las largas pestañas volvieron a caer, y Kueilan dijo con débil vocecilla:

—¡Pero tengo quince pares de zapatos nuevos… y son tan lindos!

Peonía se rió.

—Señora, si eso es lo único que la preocupa, yo copiaré cada par de los que tiene y se los haré nuevos para sus pies.

Kueilan guardó silencio durante un rato y Peonía se quedó esperando.

—¿No quiere que se lo diga a él? —preguntó sonriendo, como si tratara de una niña.

Después de largo rato, Kueilan asintió con la cabeza lentamente, pero se renovaron sus lágrimas. Sin embargo, no se quejó mientras Peonía buscaba una palangana con agua caliente, le sacaba los zapatitos bordados con pasamanería, luego las apretadas medias blancas y desenvolvía después los largos vendajes. Hasta Peonía se puso triste cuando vio los estrechos pies reposar desnudos en sus manos. Examinó cada pie cuidadosamente para ver el alcance del daño. Chu Ma, celosa e impaciente porque la niña a su cargo hiciera un buen matrimonio, le había vendado los pies demasiado pronto. Los huesos estaban doblados y constreñidos, pero no rotos. Aquellos pies nunca podrían ser completos, pero podían ser libres.

Sin embargo, la tarea debía emprenderse con mucho cuidado, cada día un poco; si no, el dolor de la libertad sería tan amargo como lo había sido el vendaje.

—Me alegro de que Chu Ma no esté aquí —dijo Kueilan, de repente.

A Chu Ma no le habían permitido quedarse con la joven, para evitar que fuera a pelearse con las otras sirvientas de la casa. Kung Chen le había mandado que volviera y cuidara a Lilí, su última hija.

—Y yo también estoy contenta —convino Peonía—. Si ella estuviera aquí, sin duda le resultaría penoso ver deshecho su trabajo. Cuando venga a visitarla, amita, dígale que su señor se lo ordenó.

Cuando Peonía hubo enjugado los pies y vuelto a atarlos en los vendajes más flojos, jugó una partida con su señora, y luego, viéndola bostezar, la llevó con mimos para la cama y la dejo dormir. Solamente entonces fue al encuentro de David. Había cedido él a lo decretado por su madre —que Peonía le había sugerido en secreto a madame Ezra—, y la víspera de su matrimonio se había trasladado a aquellas habitaciones, nuevas y más grandes. Ahora estaba sentado, pensativo, en su biblioteca, una gran habitación de techo elevado y con todas las paredes llenas de estantes estrechos, sobre los cuales estaban los rollos de sus libros. Era ya su habitación favorita, y por allí no aparecía Kueilan. Ella sabía leer…, de eso se había enterado…, pero lo consideraba inútil. Jugar, charlar, hacer rabiar a Perrita, observar el pez dorado, hacer un gran bullicio cuando pretendía ponerse a bordar, probar muchas golosinas, morderlas y dejarlas; éstas eran sus ocupaciones. Él lo sabía, y, sin embargo, se rendía a la fascinación del encanto con que lo hacía todo.

Su cerebro le decía que ella era infantil y que su alma dormía; pero sus ojos, la redondez de su carne suave, sus huesecillos cubiertos de una manera tan tierna, su cintura y muñecas estrechas, lo delicioso de su nuca y la fragancia de su aliento, la gracia infinita de los movimientos que ella hacía…, todo esto era precioso y grato a su corazón. Ella lo atraía por lo tierno de sus manecitas y el patetismo de sus pies tullidos con la misma fuerza que lo encantaba con sus ojos, carcajadas y docilidad de su cuerpo. Aquello no era amor…, ¡qué pronto comprendió que no era amor! Pero era algo, con todo, algo dulce y lleno de placer.

Sobre ello meditaba cuando entró Peonía. Vio ella de qué humor estaba e hizo como que había ido a llenar la tetera y ver si estaba caliente.

—Tengo que traerle té nuevo…, éste está frío —dijo, como había dicho todas las noches de su vida. Él apenas la oyó y no respondió. Peonía lo miró y siguió—: Mi amita me pide que le explique cómo están atados sus pies —dijo.

—Ya sé que es una costumbre china —respondió él, sin levantar la vista.

—Una costumbre tonta —concedió ella—. Cómo se llegó a formar no lo sé. Leí una vez que un emperador estaba encantado con los pequeños pies de una que amaba, y otras mujeres al oírlo, empezaron por todas partes a hacer pequeños sus pies. Y he oído también que esto empezó hace mucho tiempo, cuando los hombres deseaban guardar a sus esposas dentro de casa. ¿Quién lo sabe? Pero ahora es una costumbre, y los pies pequeños tienen su precio en los matrimonios. No podemos criticar a mi amita porque cediera ante sus mayores.

—No la critico —replicó él.

Peonía siguió:

—Ella me pide que le diga que lamenta haber llorado y que me permitirá que suelte un poco sus pies cada día hasta que estén todo lo libres que sea posible.

David levantó la vista.

—Peonía, eso es obra tuya, no de ella.

—Ella lo quiso —replicó Peonía y desvió la vista.

—¡Ah, Peonía! —dijo David—. ¡Peonía! —Se sentía extrañamente solo y tomó la mano de Peonía y la retuvo. Ella le dejo por un momento. Luego volvió la cabeza y notó la franca mirada afectuosa de sus ojos. Al ver la mirada, retiró la mano afablemente y con la otra levantó la tetera.

—Voy a buscar té caliente, joven amo —dijo con voz fría y dulce, y se fue.

David se quedó allí sentado, esperando su vuelta y preguntándose por qué no se sentía tan feliz como deseaba. Peonía, en cierto modo, podía ayudarlo, como siempre lo había hecho, y sin embargo, no sabía qué quería de ella. ¿Cómo podría expresarle con palabras la tristeza que sentía y hacerle comprender que, no obstante, su pequeña esposa era en cierto modo un tesoro también? Mientras meditaba así llegó el viejo Wang con la tetera.

—Peonía me mandó traer el té, joven amo —dijo. Lo colocó sobre la mesa—. ¿Quiere que le sirva una taza?

—Déjalo —dijo David—. Me serviré cuando tenga sed.

Observó cómo se iba el viejo y se quedó intrigado durante un rato. ¿Por qué no había vuelto Peonía? No podía ser porque le hubiera tomado la mano. Con frecuencia lo había hecho. Permaneció sentado un rato más y, sintiendo que ni su tristeza se disipaba ni su vaga soledad desaparecía, suspiró, se levantó y entró en el dormitorio donde estaba su pequeño tesoro.

La casa de Ezra se adaptaba a su nueva vida. Se habría dicho que una mujercita en la casa no podría cambiar las leyes generacionales, pero hubo un cambio: madame Ezra determinó no encontrar defectos en la esposa de su hijo, como tampoco en su hijo. Pero David sabía que su madre conservaba todas sus antiguas costumbres. Cuando los días de fiesta volvían en su rodar, la casa se recogía sutilmente en el pasado. Se celebraban los antiguos ritos, se preparaban y comían los alimentos tradicionales, pero no había viajes a la sinagoga. Ningún rabino permanecía en pie, ante la silla de Moisés, para leer el sagrado Tora. La gran sombrilla de raso rojo colocada sobre la plataforma donde se encontraba la silla, estaba plegada y apartada a un lado. De las paredes occidentales pendían aún las tablillas sobre las que estaban grabados en letras de oro puro los diez mandamientos, pero nadie iba allí para oírlos leer. Las puertas de la sinagoga tenían corrido el cerrojo y nadie iba a ella. Madame Ezra no podía soportar ir sola, y Ezra estaba muy ocupado. Los contratos con Kung Chen habían sido firmados y sus nombres figuraban juntos, en enormes letras de terciopelo negro, sobre las rojas banderolas de seda que colgaban de las puertas de la tienda.

Una segunda caravana había sido añadida a aquella que Kao Lien conducía cada año a Occidente; además de éstas, Ezra compraba el producto de los barcos de la India, algodones y marfiles, plata y joyas, y los conducía por tierra desde el Sur. En cambio, enviaba a la India seda china de las tiendas de Kung Chen, y se tejían con ellas gasas que encantaban a las damas indias y que ningún telar chino podía elaborar.

No había nadie que vigilase las puertas de la sinagoga. Elí, el portero, cuidaba al sonriente anciano loco en que se había convertido el rabino, el cual no hacía caso de nadie más. Elí pasaba con él día y noche, porque no se le podía permitir al rabino vagar por toda la casa espantando a los criados.

El remanente de judíos de la ciudad, menos de doscientas almas ahora, atendía a sus negocios, olvidados de quiénes eran. Pero madame Ezra celebraba en su casa los días de fiesta de su pueblo. Era un festejo solitario, porque solamente ella, Ezra y David comían el pan, sin fermentar, de Pascua.

La primera Pascua después del matrimonio de su hijo, había ordenado que pusieran un lugar en la mesa para su esposa. Cuando David se presentó solo, su madre lo miró con algo de su antiguo genio tempestuoso.

—¿No va a venir mi nuera? —interrogó.

David ocupó su lugar con tranquilidad.

—Tiene miedo de venir —replicó.

—¿Miedo? —exclamó madame Ezra—. ¿Qué disparate es éste?

—Teme que nuestros alimentos sagrados sean un hechizo para su alma —replicó David. Luego añadió, algo extraño—: No la obligues, madre. Quizás ella tenga razón.

Algo en su austera mirada tranquila heló el corazón de madame Ezra, que no dijo más. Su orgullosa cabeza se abatió, enjugose las lágrimas de sus ojos, pero no se quejó de viva voz. ¡Hasta qué profundidad había caído su pueblo!, se decía. Quizás en unas cuantas casas algunas familias adoraban a Jehová de un modo solitario, y siguieran haciéndolo durante unos cuantos años más, pero en la mayoría de ellas, bien lo sabía, hasta el simulacro de adoración había sido olvidado y los días santos pasaban, como otros cualesquiera, en negocios y placeres.

Mientras vivió su madre, David no mostró descontento con su esposa. Su primer hijo había nacido un año después del día de su casamiento, y Kueilan, que se sentía antojadiza antes de que hubiera nacido el niño, dio a luz fácilmente, aunque con muchos gritos y quejidos. Cuando vio que era varón cesó en su alboroto y exigió sus comidas favoritas. Luego se negó a criar al niño, y hubo que buscar un ama de cría. Esto sublevó a madame Ezra por un momento.

—¿Debe este nieto tomar leche china? —le preguntó a Ezra.

Ezra sonrió suplicante.

—La leche de su madre también sería china, querida mía —dijo.

Madame Ezra se sintió lastimada por su propia tontería y guardó silencio; Ezra no tuvo valor para recordarle que él también se había alimentado con leche de su madre china. Desde entonces pudo observar que madame Ezra ni siquiera quería a su nieto; al año siguiente, como Kueilan tuvo otro hijo, se limitó a hacer un movimiento de cabeza cuando Wang Ma le comunico su nacimiento.

Desde luego, a madame Ezra no le interesaba ya vivir. Todos lo veían, y cada uno sentía pena a su modo. Aquella mujer fuerte y buena era el pilar central de la casa, y se estaba desmoronando. Empezaba a perder el gusto por la comida y se quejaba de que no dormía bien. Cuando estaba sola con Ezra, le preguntaba con frecuencia qué mal había hecho ella en su vida para no tener el final que había esperado.

—No es que hayas hecho ningún mal, mi querida Naomí —le decía Ezra—. Quizá solamente hayas tenido sueños equivocados.

—Yo siempre he obedecido la voluntad de Dios —replicó ella con cierta pena.

Ezra no tuvo valor para decirle con cuánta frecuencia la voluntad de ella era la voluntad de Dios, de suerte que dijo solamente:

—¡Ah!, ¿quién puede decir cuál es la voluntad de Dios?

En medio del declinar de madame Ezra, murió el rabino inesperadamente, de una manera infantil. Conforme su cerebro decaía, había pasado de hombre a niño, y luego de niño a ser menos que humano, cuando el viejo Elí no lo vigilaba constantemente, recogía y comía cualquier cosa con que tropezaba. Así una vez comió una porquería, no por hambre, porque Ezra lo mantenía bien alimentado, abrigado en el invierno y fresco en verano, sino debido tal vez a algún recuerdo de hambres pasadas. La porquería lo envenenó. Fue atacado por la cólera y murió en un día, aterrado por sus dolores y pidiendo clemencias a madame Ezra, a quien temía como el ser más poderoso que había conocido.

Madame Ezra sintió gran dolor a verlo así; se habría quedado a su lado para consolarlo, pero Ezra tuvo temor a la enfermedad y se lo prohibió. El anciano rabino murió solo con Elí a su lado, y fue enterrado junto a la sepultura de su esposa, la madre de Leah. La colectividad de su pueblo en la ciudad sintió su muerte, y acompañaron su ataúd gimiendo y llorando, vestidos con ropas de saco, y agachándose, y tomando polvo del camino conforme caminaban, se lo echaban en la cabeza. Todos sabían que con la muerte del rabino algo de su propia muerte había sobrevenido también; recordaban cómo había sido en sus tiempos de joven, cuánto bien había hecho, lo fuerte que era, y cómo les había tomado juramento de recordar a su Dios, el único Dios verdadero. Ahora que se había ido, ¿quién se lo recordaría? No hubo uno siquiera capaz de leer el Tora sobre su sepultura. Su hijo, aquel Aarón, continuaba perdido, y el rabino fue enterrado sin ningún pariente que lo llorara ni sucesor que hiciera su trabajo. David estaba allí de pie, aislado y silencioso. Tenía el corazón sombrío, pero no lloraba. No se había inclinado para tomar el polvo ni llevaba ropas de saco.

Un día después del entierro, madame Ezra se sintió solitaria y triste y tuvo el capricho de ir sola a visitar la sinagoga. Elí había vuelto a vigilar las puertas, y ella entró en su litera, acompañada solamente por Wang Ma. Cuando Elí vio a madame Ezra, se sintió confuso y le pidió que no entrara a la sinagoga.

—Espere hasta darme tiempo a barrer los suelos, señora —le rogó—. Hay polvo espeso sobre la silla de Moisés, y a mí me da vergüenza que usted lo vea.

Pero madame Ezra se obstinó. Había ido hasta allí y seguiría su camino. De mala gana, Elí introdujo la llave en la gran cerradura.

—No me culpe a mí, señora —le rogó—. Estaba así cuando volví.

Abrió la puerta, evidentemente contra su voluntad, y madame Ezra entró en el patio, seguida por Elí. Al principio no notó ella ningún cambio, excepto el polvo que el viento había introducido y las hojas caídas que se pudrían bajo los árboles. Pero cuando hubo cruzado el último patio, subió a la terraza y entró en la sinagoga, vio el cambio operado. Los leones de piedra que custodiaban el gran corredor habían desaparecido, al igual que las urnas de hierro; faltaban también las cortinas que cubrían las puertas; cuando pasó al interior, vio que los candelabros no estaban sobre la gran mesa, ni el lavabo de plata para el lavatorio de manos. Las mesas separadas que habían sostenido las doce tablas de la ley habían desaparecido; las finas cortinas de seda que colgaban sobre el rollo de la ley de Moisés habían sido quitadas de un tirón.

Madame Ezra contemplaba pérdida tras pérdida. No podía hablar. Se quedó de pie en medio de la sinagoga, buscando con la mirada un objeto bien conocido y luego otro. Sus ojos cayeron después sobre la pared occidental, y pudo percibir el robo más vil de todos. El oro había sido excavado de las letras, profundamente gravadas, de los diez mandamientos que el propio Jehová había dado a Moisés. Después de esto, se volvió a Elí; su voz surgió como un grito sofocado:

—¿Quién ha hecho esto?

Elí agachó la cabeza.

—Señora, temo decirle la verdad —murmuró.

—¿Hay más? —inquirió ella.

En silencio, Elí señaló la puerta. Volvió a conducirla fuera; a lo largo de las paredes vio ella que no solamente el interior de la sinagoga había sido despojado, sino que los ladrones habían sacado los ladrillos de las paredes. Eran aquellos ladrillos de una clase especial, hechos de nuevo después de la gran inundación que había cubierto la ciudad doscientos años atrás. Eran más finos que ninguno de los ladrillos que se hacían entonces, porque los antiguos tenían el secreto de su fabricación desde el tiempo en que sus antepasados habían sido esclavos en Egipto.

—Pronto quedará solamente el esqueleto de la sinagoga —dijo Elí lúgubremente—; cualquier día en que sople una tormenta del Sur caerá en ruinas y cascotes.

Madame Ezra no pudo articular una palabra durante largo tiempo. Pasaba de un espectáculo a otro, y Wang Ma, que la esperaba fuera, se asustó cada vez más y fue a buscarla.

—¡Señora, no se atormente! —exclamó—. Hay ladrones en todos los templos.

Madame Ezra se volvió a Elí.

—Señora, no lo sabía —se defendió el viejo—. No podía dejar a mi amo ni de día ni de noche, y ninguno de los nuestros vino a decirme lo que estaba sucediendo.

—¡No puedo creer que ellos se hubieran atrevido a robar en la casa de Jehová, a no ser que alguno los guiara! —exclamó ella.

Un extraño presentimiento le acudió a la imaginación, pero no quiso hablar de ello delante de aquellos que no eran sus iguales.

—Me iré para casa —dijo—, y usted vigile, Elí. Sepa que entablaré una demanda ante los magistrados chinos para que azoten a los ladrones y los lleven al potro del tormento, para que mueran de hambre delante del populacho.

Diciendo esto, se volvió a casa, con el corazón lleno de pesares pero no pudo esperar hasta que volvieran Ezra y David. Envió al viejo Wang a buscarlos y éste añadió por su cuenta que debían ir porque temía que su señora estuviese enferma. Al oír esto, Ezra mandó llamar a David a su despacho, pues tenía uno para él solo en la tienda, y se dirigieron a su casa. Encontraron a madame Ezra esperándolos, estallando en sollozos al verlos, de manera que les fue muy difícil entender, en medio de sus sollozos, cuál era el mal; si no hubiera sido por Wang Ma, que estaba allí con el té caliente en una taza para llevarlo a los labios de su señora, nada se habría esclarecido.

Cuando pudo explicarlo todo, madame Ezra dejó súbitamente de llorar. Había llegado el momento de explicar sus temores.

—Bien sé en qué gente vil se ha convertido nuestro pueblo, pero no se habrían atrevido a robar al propio Jehová —declaró.

Los dos hombres esperaron para oír lo que vendría después.

—Os diré —siguió madame Ezra— que no hay más que uno capaz de lo que se ha cometido. Ése es Aarón. Hay que encontrarlo, Ezra. Se esconde en algún lugar de esta ciudad y dirige a los ladrones. ¡Qué la maldición de Dios caiga sobre él!

—¿Cómo puedo yo encontrarlo? —gruñó Ezra.

—Los chinos pueden encontrar a los ladrones —instó madame Ezra.

—Hay un rey de los ladrones en la ciudad —dijo David—. Su nombre es conocido en los tribunales, donde paga tributo anualmente; por medio de él se puede encontrar a Aarón.

—¿Puedes encargarte tú de eso, hijo mío? —preguntó Ezra.

David inclinó la cabeza.

—Una triste tarea —dijo brevemente—, pero puedo hacerla.

Pronto visitó David al magistrado y pagó el dinero para ver al rey de los ladrones de aquella ciudad. Un día determinado, el hombre acudiría a una apartada casa de té, en los límites de la ciudad; sería reconocido por un cordón rojo que llevaría retorcido en un ojal y se sentaría en un rincón poco visible de la casa. Decretó que David debía ir solo. Cuando madame Ezra oyó esto, se quedó aterrada e insistió en que fuera Elí y se sentara cerca de la puerta, sin ser visto. Ninguno de los chinos de la casa se enteró de lo que pasaba porque Ezra estaba avergonzado, como sin duda lo estaban David y su madre.

El día en que David fue al lugar de la cita, el hombre estaba esperando; tenía una cara larga, estrecha y lampiña; vestía un traje de seda negra y estaba sentado con una taza de té en la mano. Esta mano la vio David tan pronto se sentó y se saludaron. Parecía un ferrete[11]: tan estrecha, delgada y larga era. Al verla, David detestó al hombre entero, y fue a su asunto en seguida.

—Actuó en nombre de mi padre —dijo David—, queremos encontrar a los ladrones que sacaron los ladrillos de nuestro templo, los vasos sagrados y las cortinas de seda; en fin, todo lo que ha desaparecido. Si se pueden restituir estas cosas, pagaremos bien. Pero pagaremos algo solamente por saber qué ha sido de ellas y quién es el que se atreve a robar en nuestro templo.

El hombre esbozó una fría sonrisa maligna.

—Es uno de los vuestros —dijo.

Entonces David comprendió que su madre tenía razón.

—¿Su nombre es Aarón? —dijo.

—No sé cuál es su nombre —replicó el hombre—. Nosotros le llamamos Li el Extranjero.

—Pero él solo no pudo haberse llevado los pesados ladrillos ni los grandes vasos —exclamó David.

—No, pero infunde valor a los que le ayudan —replicó el hombre con risa burlona—. Temen que el Dios extranjero tome venganza, pero este tipo les promete que ningún castigo recaerá sobre ellos. Dice ser hijo del sacerdote, y conoce todas las oraciones.

—¿Dónde está? —preguntó David.

El hombre parecía muy astuto.

—Si yo se lo entrego —dijo—, ¿cuánto dinero pondrá usted en mi mano? Es una pérdida para mí, comprenda usted.

Con repugnancia en toda su sangre, David se dominó para estar a la altura de su astucia.

—No nos interesa ver su cara maligna —replicó—. Guárdeselo si lo desea. Pero desde ahora la sinagoga estará vigilada, de modo que está decretada su pérdida.

Regateando así, David le prometió treinta piezas de plata, con las cuales compró la ayuda del traidor.

—Vive escondido en una cueva dentro de una casa de seis puertas de aquí —dijo el hombre—. Si usted me sigue, se la mostraré. Pero primero tengo que ver el dinero.

—No traje dinero —dijo David—. Usted conoce la casa de mi padre y sabe que estamos en sociedad con el comerciante Kung Chen. Puede usted fiarse de mí.

Después de algunos reparos convino en ello con el hombre y se levantó; salieron ambos a la calle y le señalo la puerta.

—Siempre está ahí durante el día —dijo a David.

—La plata llegará a sus manos esta noche —le aseguró David.

Se despidió, cruzó luego la calle, entró sin miedo por la cancela y de repente abrió la puerta de una covacha; allí dentro de una pequeña habitación miserable, estaba acostado Aarón, arrebujado en una cama de tablas.

David se acercó y lo sacudió; cuando lo vio Aarón, despertó de su sueño y se movió malhumorado.

—¿Qué quieres? —preguntó.

David bajó la vista hasta él, mirándolo con desprecio; sin embargo, no podía golpearlo ni maldecirlo.

—Debo entregarte al magistrado para que te azoten —murmuró—. ¡Y tú eres de nuestro pueblo! Aarón, ¿cómo pudiste hacer lo que has hecho?

—No sé lo que quieres decir —replicó el miserable.

—Sí lo sabes —suspiró David. Se sentó en una banqueta y apoyó la cabeza entre las manos—. Me alegra que tu padre no pueda saberlo —dijo—. Me alegro de que Leah esté muerta.

Aarón se rascó la cabeza y bostezó, pero nada dijo.

David se puso otra vez de pie.

—¡Vamos, te ofrezco una oportunidad! Tendrás un puesto en cualquiera de las tiendas, algún trabajo donde estés siempre vigilado. Si no aceptas, entonces me veré obligado a mandarte a la cárcel.

El resultado fue que, después de unos minutos, Aarón decidió irse con él. Con aversión contra él por todos sus poros, desde aquel día comió el pan de Ezra, usó sus ropas viejas y llevaba mandatos de una tienda a otra entre Ezra y Kung Chen. Nadie le confiaba mercaderías ni efectivos, y su vida fue cayendo cada vez más abajo en casa de Ezra.

En cuanto a madame Ezra abandonó toda esperanza, sabiendo que nunca se podría reconstruir la sinagoga, y no encontraba placer en nada de cuanto decía Ezra para consolarla.

—Mira, Naomí —le decía con frecuencia—, tienes todo lo que pueda regocijar a una mujer. Nuestro hijo figura entre los comerciantes jóvenes más respetados de la ciudad. Hace solamente unos días que Kung Chen me dijo: «Hermano mayor, su hijo me ha salvado la cuarta parte de los beneficios de un año». «¿Cómo?», pregunté yo. «Porque —dijo— durante los últimos diez años ha habido una grieta por alguna parte de mis negocios: por más que mis hijos y yo hicimos investigaciones, no podíamos encontrar dónde estaba. El año pasado envié a mi hijo mayor a la capital del norte para que hiciera un balance de todas las mercaderías compradas y vendidas. Cuando volvió, no encontró nada, y, sin embargo, allí estaba la pérdida. Pero le di la copia a su hijo…».

Ella le interrumpió medio enojada:

—Cuéntame la cosa directamente y no ese lío de su hijo y mi hijo. ¿Qué hizo David?

Ezra trató de conservar su buen humor.

—Bueno, el quid de asunto está en que David pudo decir por las cifras solamente dónde había cambiado el traficante los precios de las mercaderías.

Madame Ezra sonrió opacamente al oír esto, y la ansiedad de Ezra aumento.

—Dime donde está tu enfermedad, querida mía —dijo.

Ella meneó la cabeza. Después abrió sus tristes ojos oscuros, lo miró y se llevó las manos al pecho.

—Siento un peso aquí día y noche.

Ezra se sentó en silencio un rato y luego ofreció un gran sacrificio.

—¿Quieres que te lleve al Oeste, Naomí…, adonde siempre has querido ir? —Fue incapaz de decir «tierra prometida», porque él no deseaba ir.

Ella conocía bien su corazón, y volvió a menear la cabeza.

—Ya es demasiado tarde —dijo, pero no diría nada más, de suerte que, por último, Ezra la dejo, aunque con el corazón muy afligido.

Trató de encontrar la ocasión de ver a David solo aquel día, y le dijo:

—Ayúdame a alegrar el corazón de tu madre, hijo mío.

David levantó la vista de sus libros de contabilidad.

—Padre, usted saber que no se la puede alegrar —declaró. Volvió a tomar su pluma y siguió trabajando. Luego dijo lentamente, sin apartar los ojos del libro—: Si usted lo desea, la llevaré a Palestina para que vea su tierra. Después quizá esté contenta… de quedarse o de volver conmigo.

Ezra oyó esto y abrió la boca con asombro.

—¿Dejarme aquí? —exclamó.

—Usted puede venir si gusta, padre —dijo David con una sonrisita.

—¿Y los negocios? —gritó Ezra.

David se encogió de hombros y no respondió. Ezra lo miraba. Se había desarrollado David desde su matrimonio. Era más alto y más fuerte, y en cierto modo más duro. Tenía una rizada barba corta y ya no era muy joven. Incluso estaba pasando su temprana virilidad.

—¿Y si no volvéis los dos? —dijo Ezra de un modo extraño.

David no levantó la vista. Terminó la línea, limpió el pincel de pelo de camello y le puso la funda de cobre. Luego se arrellanó en su silla y miró a su padre de frente.

—Estando usted aquí y mis hijos, ¿por qué no habría de volver? —replicó, sonriendo entre su barba.

No habló de su esposa, Ezra lo notó pero no dijo nada.

—Todavía continua esa guerra en el Sur —gruñó—. Los ingleses no están contentos… Nos hacen tomar a la fuerza su opio[12]. Puede ser que tengáis algunas dificultades si pasáis a través de la India.

—Les diré que somos chinos —dijo David.

—Bueno, pero os preguntaran qué sois —prosiguió Ezra. Luego dijo—: ¿Qué sé yo si les agradará descubrir que sois judíos?

A esto, David no pudo contestar nada. Ezra se levantó con fatiga, sintiendo por primera vez que, puesto que su hijo ya no era muy joven, él debía estar envejeciendo.

—Habla de ello con tu madre, hijo mío —dijo—. Que sea lo que vosotros dos decidáis. Os parecéis en vuestra tozudez.

David habló con su madre y durante unas semanas ésta pareció revivir, volviendo a parecerse algo a la de antes. No quería decir que iría, y, sin embargo, hacía proyectos como si pensara hacerlo. David seguía dispuesto. Solamente Kao Lien se opuso al proyecto.

—Mi hermana mayor jamás será capaz de resistir el viaje —le dijo a Ezra—. Aun cuando vayamos por la India y el mar, hay tifones en el océano y transcurren muchos días hasta que el mar vuelve a estar en calma. Por tierra será peor. Los musulmanes son cautelosos y fieros, y yo no puedo responder de su vida.

—Déjala ir si lo desea —dijo Ezra.

—¿Y si muere allí? —preguntó Kao Lien.

—Mi hijo puede enterrar a su madre —respondió Ezra; pero su corazón estaba muy afligido.

Sin embargo, el viaje no se hizo nunca. Una noche madame Ezra, acostada, muy despierta y sola, abandonó su proyecto. David podía llevarla, pero él debía volver. Eso lo sabía. Aquel mismo día había dicho Peonía que su joven señora estaba esperando el tercer hijo y que lloraba mucho porque su marido la iba a dejar para emprender tan largo viaje.

—Mi pequeña señora ha tenido sus hijos demasiado pronto —dijo Peonía a madame Ezra—. Necesita reposo después de éste, y por esa razón le dije que nuestro joven señor no estaría fuera más de un año, y que cuando él volviera, ella ya estaría fuerte y bien de nuevo. En este momento está enferma y enfadada. Pero no quiere que la consuelen. Yo no deseo disgustarla a usted, señora, pero le digo esto por sus nietos.

Madame Ezra despidió a Peonía con un blando ademán de su mano derecha y no respondió. Pero, por la noche, se dio cuenta de que no debía apartar a David de sus hijos y comprendió que ella tampoco deseaba morir fuera de su casa. Presentía que iba a morir pronto. Dentro de su pecho derecho crecía un nudo duro y sentía que de él salían tentáculos que le empujaban las costillas y pulmones, y llegaban hasta un hombro. Hacía tiempo que lo había notado por primera vez. Y el nudo crecía y consumía su carne, observándose más delgada cada día. Suspiró en la oscuridad y abandonó su sueño. ¿Qué importaba todo ya? La sinagoga había desaparecido y ¿de qué servía una anciana arrastrándose para morir en su tierra? No podía llevar a sus hijos con ella.

Dentro del mismo año cedió a su enemigo interno y, con muchos dolores y torturas del cuerpo, murió en su propia cama.

Ezra sintió destrozarse su corazón y ordenó un entierro tan importante como nunca se había visto en la ciudad. En larga procesión todos los judíos residentes caminaban vestidos con tela de saco; Kung Chen persuadió a los chinos ricos para que fueran en coche de mulas con ornamentos de tela blanca; Ezra fue a pie vestido de blanco de pies a cabeza; David, a su lado, vestía igual; detrás de ellos iba la esposa de David con sus hijos, incluso el recién nacido, un tercer hijo, al que llevaba Peonía. Por último todos los sirvientes conducidos por Wang Ma. El pueblo se amontonaba a lo largo de las calles para contemplar el espectáculo, y todos convenían en que nunca había habido un funeral tan imponente, a no ser porque no había imágenes de papel de la casa, la litera y los sirvientes, para ser quemados por el espíritu del mundo. Entonces, alguien dijo:

—Este pueblo no cree en imágenes. Ni siquiera en su templo hay una imagen.

Todos estaban conformes con esto. La pared occidental del templo se había venido abajo con un viento fuerte que soplaba del Sur, y el pueblo, curioso, fue a mirar el templo extranjero por dentro, lo que hasta entonces había estado prohibido. Era verdad que no había imágenes.

La comitiva continuó lentamente hacia la puerta de la ciudad, pasó a través de la misma y llegó al cementerio de los judíos. Allí se detuvo. David y Ezra permanecieron al lado de la sepultura. Detrás de David estaba su esposa, y a su lado Peonía, teniendo en brazos al tercer hijo del matrimonio. El pequeño lloró sin parar hasta que el acto terminó.

Así fue enterrada madame Ezra; no hubo nadie que leyera una oración en su sepultura.