III

Cuando madame Ezra se hubo ido, el rabino y sus hijos se quedaron en el pequeño patio sin flores. Leah se volvió a su padre, implorante la cara. Pero estaba ciego y no podía verla. Se volvió a su hermano.

—Aarón —dijo, trémula.

Pero él estaba contemplando las losas de piedra rotas debajo de sus pies.

—¡Qué suerte tienes! —murmuró—. ¡Salir de esto!

El rabino escuchaba atentamente, pero su oído no era bastante agudo para coger las palabras.

—¿Qué dijiste, hijo mío? —inquirió ansioso.

—Dije que echaremos mucho de menos a Leah —replicó Aarón, levantando la voz.

—¡Ah! ¿Cómo vamos a vivir sin ella? —dijo el rabino. Alzó sus ciegos ojos a la luz del sol, que se derramaba cálida en el patio—. A no ser porque hacemos la voluntad del Señor… —continuó. Le alargó su mano a Leah, y ella la tomo entre las suyas—. Lo mismo que Esther, la reina, salió para servir a su pueblo, así deberás tú, hija mía, entrar en la casa de Ezra.

—Pero ellos pertenecen a nuestro pueblo, padre, mientras que Esther iba donde los gentiles —dijo Leah.

—Solamente aquí, cerca de la sinagoga, es donde siento la seguridad de la tierra sagrada —respondió el rabino. Suspiró y elevó la cara al sol—. ¡Oh si yo pudiera ver!

—¡Déjame quedarme contigo! —imploró Leah, y asió su brazo y lo colocó sobre sus hombros.

—No, no —dijo el rabino rápidamente—. Yo no me quejo. Dios nos guía. El tiene que realizar su voluntad en la casa de Ezra, y te ha elegido a ti, hija mía, para ser su instrumento. Vamos, llévame a mi habitación y déjame orar hasta que descubra su intención.

El rabino la llevaba consigo al caminar. Pero era él quien conducía por el terreno familiar, no Leah. Ella inclinaba la cabeza sobre su hombro. Detrás, Aarón seguía mirándolos, y luego salió disparado por la puerta. El rabino buscó a tientas el alto escalón de la entrada y levantó el pie sobre él.

—Hijos míos —empezó.

Leah volvió la cabeza y vio que su hermano se había ido.

—Aarón no está aquí, padre —dijo afablemente.

En otra ocasión, no le habría dicho que Aarón se había ido. Era ella la que mantenía la paz entre los dos, haciendo recordar al anciano padre que el hijo era joven todavía. Pero ahora necesitaba decir la verdad.

—¡Se fue! —gritó el anciano—. Pero si estaba aquí hace un momento.

—Ya ves por qué no quiero dejarte —dijo Leah—. Cuando yo no esté aquí, él andará siempre lejos, y tú te quedarás solo con una sirvienta.

—Yo debo tratar con él ante Jehová —dijo el rabino, y su cara se conmovió de pena.

—Padre, déjame quedarme contigo…, para cuidar de los dos —suplicó Leah.

Pero el rabino apartó de sí sus manos. Estaba de pie en el centro del sitio y golpeó su báculo contra las piedras a sus pies.

—Yo no soy quien te ha ocultado la verdad, hija mía —se lamentó—. Soy yo el que ha sido débil. Sé lo que es mi hijo. No; debes irte. Yo cumpliré con mi deber.

—Padre, Aarón es joven… ¿Qué puedes hacer?

—Puedo maldecir a mi hijo, lo mismo que Isaac maldijo a Esaú —dijo el rabino con extraña energía—. ¡Puedo arrojarlo de la casa del Señor para siempre!

Leah cruzó sus manos sobre el hombro de él.

—¡Oh!, ¿cómo puedo irme? —se lamentó.

Dominose el padre. Vaciló, se volvió, buscó a tientas su silla y se sentó. Estaba temblando y había un fino sudor sobre su elevada frente pálida.

—Vamos, vamos —dijo—. Escúchame: no soy tu padre terrenal cuando pronuncio estas palabras. Soy tu rabino. ¡Te lo ordeno!

Leah se quedó vacilante, esperando, mordiéndose los labios, las manos fuertemente asidas a sus costados. Sus ojos estaban muy abiertos y entonces el rabino se levantó, inclinado sobre su cayado, y habló con una voz profunda y ultraterrena:

—Esto dice el Señor, a Leah, su servidora: Sal, recordando quién eres tú, ¡ah, Leah! ¡Reclama la casa de Ezra para mí! Haz que recuerden, padre e hijo, que son míos, descendientes de aquellos a quienes yo conduje, por la mano de Moisés, fuera de la tierra de Egipto, hasta la tierra prometida. Allí mi pueblo pecó. Tomaron para ellos mujeres de entre gentiles y adoraron a dioses falsos, y yo los he arrojado de nuevo hasta que vuelvan arrepentidos. Pero no lo he olvidado. Vendrán a y yo los salvaré, y los llevaré de nuevo a su tierra. ¿Y cómo haré esto a no ser por medio de las manos de aquellos que no me han olvidado?

La cara del rabino estaba iluminada cuando pronunciaba estas palabras. El bastón cayó al suelo y él extendió sus manos. Leah escuchaba, la cabeza levantada, y cuando su padre guardó silencio, inclinó la cabeza.

—Te obedeceré —murmuró—. Lo haré lo mejor que pueda, padre.

Él vaciló. Se le escapaban las fuerzas, y se hundió en el asiento del cual se había levantado.

—Hágase la voluntad del Señor —dijo tristemente—. Ve, hija mía, y prepárate.

Ella salió sin decir más y todo aquel día estuvo ocupada en silencio. La casita continua a la sinagoga estaba siempre tan aseada y limpia como ella sabía ponerla. Pero la limpió de nuevo y preparó la comida del mediodía para los tres. Aarón no fue a casa, pero le guardó su ración, y la dejó a un lado en un lugar fresco. En la mesa, ella y el rabino almorzaron casi en silencio. Suspiró cuando oyó que su hijo no estaba allí, y luego le dijo que mandara a Aarón a verlo en seguida que regresara. Después que hubo almorzado, se durmió, y, mientras dormía, Leah reunió sus ropas en su pequeño baúl de cuero. Luego se bañó y lavó su espeso cabello rizado. Apenas había hecho esto, cuando oyó llamar con los nudillos a la puerta. Abrió. Allí estaban Raquel, la sirvienta, y un hombre con una caja de madera que contenía sus cosas.

Madame Ezra me mandó venir —dijo sencillamente.

—La esperábamos, Raquel —respondió Leah. Condujo a la mujer a su propia habitación—. Aquí es donde vivirá usted —continuó—. Queda cerca de mi padre. ¿Ha comido usted?

—Sí —dijo Raquel—. Vine bastante temprano para que usted me diga todo antes de preparar la comida de la noche, porque madame Ezra me dijo que ustedes se iban a acostar temprano esta noche, para estar listos por la mañana, poco después de la salida del sol. Usted dormirá en su cama esta última noche, y yo en la cocina.

Había algo de tranquilizador en aquella mujer robusta y fuerte, de cara morena, y Leah se sentó con ella sobre la cama y le dijo todo lo que pudo, lo que su padre comía o no, cómo le gustaba que le dejaran sus cosas intactas sobre la mesa, y con cuánta frecuencia debían llevarle agua caliente para que se lavara, y el cuidado de su cabello y su barba. Entonces le explicó a Raquel la limpieza de la sinagoga y cómo quitar el polvo de las tablillas, el arca y las cortinas de terciopelo, que eran viejas y había que tratarlas con cuidado. Luego, al final de todo, le habló de Aarón.

—No es buen hijo —dijo tristemente—. Mejor es que se lo diga, así no le apoyará usted.

—¡Déjemelo a mí! —repuso Raquel con firmeza.

—Usted será mejor para él de lo que yo he sido —dijo Leah.

—Yo soy más vieja —replicó Raquel. Entonces se inclinó hacia delante, las manos regordetas sobre las rodillas—. ¡Pobre oveja que va al matadero! —exclamó y meneó la cabeza.

Leah la miró sin comprender.

—Pero es una casa agradable —replicó—. Solía ir allí con mucha frecuencia cuando David y yo éramos niños. —Su blanca piel se sonrojó, a su pesar, y se rió—. No puedo hacer otra cosa, estando mi padre y madame Ezra de acuerdo para ordenármelo.

—Ella habla por el hombre y él por Dios —dijo Raquel humorísticamente. Luego volvió a ponerse grave—. Pero nunca te cases con un hombre a quien no puedas amar —añadió—. Es demasiado duro en una casa como la de Ezra, donde no se permiten concubinas. El matrimonio no es una carga tan grande en una casa china… Si no le gusta a una su marido, puede adquirir una concubina para él, sin perder su lugar en la familia. Pero tener que ser la esposa de un hombre odiado…, ¡qué espantoso!

—Nadie podría detestar a David —dijo Leah amablemente. Su sonrojo se hizo más patente.

Raquel la miró y sonrió.

—¡Ah, en ese caso!… —dijo—. Mejor será que mire lo que hay en la casa para cenar.

Aquella última noche en la piecita cuadrada, cercana a la de su padre, Leah no pudo dormir. En el lado opuesto del patio estaba el cuarto de Aarón. No había asistido tampoco a la comida, y pasaba de medianoche cuando Leah vio vacilar la llama de una vela contra la celosía de la ventana. Los pálidos rayos se vislumbraban sobre las blancas cortinas de su cama; se levantó, miró por la ventana y vio a Aarón moverse como una sombra por su habitación. Ordinariamente habría ido junto a él para preguntarle si tenía hambre o enterarse dónde había estado. Pero aquella noche ya se sentía separada de él. Su vida en la casa había terminado y al día siguiente comenzaría en otra. Se volvió a la cama y se acostó sosegadamente, las manos cruzadas debajo de la cabeza.

Trató durante un rato de pensar en lo que había dicho su padre que iba a ser ella el instrumento de Dios, pero dudaba de poder serlo, por más que ansiara que fuera verdad. Había estado demasiado atareada desde la muerte de su madre para leer la Tora todo lo que debiera. Hacía mucho que ella los había dejado, tanto que no podía recordar la cara de su madre, a no ser que sacara todo lo demás de su imaginación. Entonces, en la cortina gris del pasado, creía poder ver su pálida cara; sus ojos, muy grandes y negros, y su boca fina y triste. Pero podía recordar muy bien la única cosa que su madre le había dicho cuando la llamó en la última noche de su vida:

—Cuida de tu padre…, y de Aarón.

—Sí, madre —había sollozado ella.

—¡Oh, hija! —respondió convulsa su madre, de repente—, piensa en ti…, porque nadie más lo hará.

Ésas fueron las últimas palabras de su madre, y Leah no sabía lo que significaban ni entonces ni ahora. ¿Cómo podría cuidar a los demás si pensaba en sí misma? Suspiró y dejó de lado esta pregunta que nunca se había respondido, y empezó, en cambio, a pensar en David.

Su cerebro divagaba, retrocediendo en sus recuerdos al momento en que, quizás una vez al mes iba Wang Ma por ella y la llevaba con madame Ezra, la cual le daba dulces y fruta y la dejaba jugar en los patios con David, el muchachito hermoso, siempre tan ricamente vestido, tan alegre, tan encantador. Su imagen de él era una risa tan continua que, dondequiera que fuese, el aire mismo resplandecía con su presencia. Su propio hogar había sido siempre triste, su padre absorto en escritura y oraciones, y Aarón, quejumbroso y medio enfermo, sometido a ella y cruel al mismo tiempo. Eran pobres, siempre pobres, y ella había tenido que remendar y zurcir y ahorrar, y aprender lo mejor que pudo a cocinar y limpiar. Habían tenido una sirvienta en su infancia, pero se había ido cuando Leah no tenía más de doce años, y desde entonces había estado sola, pues sólo había un viejo chino que iba al mercado y cultivaba una pequeña huerta en el patio de atrás y sacaba el polvo y la basura de la casa. Era sordomudo y vivía sus días en silencio.

La casa de Ezra era, por lo tanto, el único lugar feliz de su infancia, y no podía menos que estar contenta de que fuera la voluntad de Dios y la de su padre que regresara ahora a ella. «Pero yo vendré a casa con frecuencia —pensó— y lo pondré todo aquí mucho mejor de lo que ha estado siempre. Y si realmente me caso con David…». Aquí sus pensamientos se hicieron tímidos y humildes. Si lo hacía, si ese don le fuera concedido, daría gracias a Dios toda su vida, y sería tan buena que Él no se arrepentiría nunca. Movería el corazón de David para reconstruir la sinagoga y cumplir todos los sueños de su padre. El remanente de su pueblo, que estaba tan esparcido, sería reunido otra vez en torno a la nueva sinagoga, y David sería el jefe de ellos; cuidarían de Aarón y lo ayudarían, y quizá llegaría a ser mejor de lo que ella temía; todo iría bien… para todo el mundo, pensaba Leah con fervor.

En algún rincón, al borde de sus sueños, estaba la sombra de una joven china, la muchachita que había jugado cerca de David, una linda china, con grandes ojos almendrados y una boquita roja. Esta niña se convertía, poco a poco, en una esbelta muchacha, todavía más linda, que les servía el té a David y a ella y los convidaba con pasteles y estaba siempre cerca. Peonía… ¡Peonía! Pero Peonía, recordó Leah, no era más que una esclava.

Y así, cerca del amanecer, concilió el sueño, una mejilla sobre sus manos cruzadas. Cuando Raquel entró a hurtadillas, no tuvo corazón para despertarla. La buena mujer fue a la cocina, encendió el fogón de leña, calentó agua y puso a hervir el arroz para el desayuno; luego vació tres huevos en la cazuela.

No despertó a Leah, desde luego, hasta que oyó que alguien llamaba a la puerta; cuando la abrió, vio a Wang Ma, y, detrás de ella, los portadores, que transportaban una silla de manos vacía.

—Entre, hermana mayor —dijo Raquel—. Nadie hay despierto aquí todavía.

Wang Ma entró. Tenía casi el aspecto de una dueña de casa. Vestía una chaqueta azul y pantalones de seda hilada en casa y llevaba pendientes de oro en las orejas y anillos de oro en sus dedos. Su aceitado pelo estaba pulido, formando sobre el cuello un moño redondo, sostenido por una fina redecilla negra; se había depilado y ennegrecido las cejas, y frotado tanto sus mejillas tan limpias, que estaban todavía muy rojas.

—¡No están despiertos! —dijo como un eco. Conocía ella a Raquel y eran buenas amigas, con esa solidez de las mujeres que son respetadas en cualquiera de las casas en que sirven. Ambas obedecían a madame Ezra por encima de todas las demás; Raquel, porque madame Ezra le había dado dinero a veces cuando su marido estaba enfermo o parado, y Wang Ma, porque sabía que madame Ezra gobernaba la casa Ezra.

—El rabino es anciano —dijo Raquel— y el joven ni vino hasta después de medianoche, y Leah, sin duda, la pobrecita…

Las cejas de Wang Ma se elevaron.

—¿Por qué pobrecita? —demandó—. Es afortunada al venir a nuestra casa.

—Desde luego…, desde luego —dijo Raquel apaciguadora.

—Yo la despertaré —dijo Wang Ma con firmeza—. Atienda usted a los dos hombres. Será mejor que nos demos prisa, no sea que la caravana llegue hoy. El guardián de la puerta me dijo, cuando pasé, que un enviado llegó a nuestra casa la segunda hora después de medianoche para decir que la caravana había llegado a la Villa de las Tres Campanas. Pero no le diga nada a la señorita. Nuestra ama no desea que la distraigan.

—¿Ha venido la caravana? ¿De verdad? —exclamó Raquel—. ¡Qué suerte tiene usted, hermana mayor, de estar en casa!

—Así es en algunos aspectos —replicó Wang Ma—. En otros… ¡Bueno, vamos a cumplir con nuestro deber!

Se encogió de hombros.

Raquel asintió en un movimiento de cabeza y la condujo a la habitación de Leah.

Así sucedió que cuando Leah abrió los ojos, cayeron primero sobre la hermosa cara rosada de Wang Ma. Estaba medio atontada con sus sueños, y murmuró:

—Cómo, cómo, pero ¿todavía estoy en casa?

—Arriba, señorita —dijo Wang Ma alegremente—. Me envían a buscarla.

—¡Oh, oh… —murmuró con disgusto—, precisamente hoy quedarme dormida!

—No se preocupe —dijo Wang Ma—. Póngase cualquier cosa y venga. Nuestra ama tiene vestidos nuevos dispuestos para usted. No necesita llevar nada.

—¡Ah, pero tengo el baúl hecho! ¡Estoy lista! —exclamó Leah.

Diciendo esto, salió rápidamente de la cama. Luego miró avergonzada a Wang Ma. Nunca se había cambiado de ropa delante de nadie, y no podía hacerlo ahora. Pero Wang Ma no estaba para timideces.

—¡Vamos, vamos —dijo—, déjese de tonterías, señorita! Si se ha de quedar usted en nuestra casa, yo tendré a mi cuidado el lavarla y atenderla, por lo menos hasta que Peonía aprenda. Nada tiene usted que una vieja como yo no pueda ver.

Así, con la espalda vuelta hacia Wang Ma, se desnudó Leah y se lavó en una palangana, con Wang Ma diciéndole que se diere prisa.

—No necesita hacerlo con tanto cuidado —le apremiaba Wang Ma—. Yo la lavaré a usted otra vez y la perfumaré antes de ponerse los vestidos nuevos.

Entonces Raquel hirvió una taza de sopa de arroz caliente, y así Leah estuvo lista. Pero faltaban las despedidas. Nadie podía ayudarla con ellas. Se fue de puntillas al cuarto de Aarón, que estaba todavía dormido. Se quedó mirándolo, las lágrimas agolpándosele bajo los párpados caídos. Su hermano, acostado, en su presencia, mostraba toda su debilidad y su demasiado esbelta juventud; su fea cara conmovió su corazón. ¿Quién amaría a aquel hermano suyo? No tenía nada para que se le amase.

Su magnánimo corazón, siempre dispuesto a desbordarse ante la vista de cualquier necesitado y débil, resurgió; se inclinó y lo besó en una mejilla. Tenía mal aliento y su pelo olía a no haberse lavado.

—¡Oh, Aarón! —murmuró—. ¿Qué podría hacer yo por ti?

Abrió él sus ojillos, la reconoció y le hizo una mueca.

—No me despiertes —murmuró.

—Pero si me voy, querido —dijo ella.

Acostado, comprendiendo a medias, la contemplaba.

—Cuida del padre, Aarón —le suplicó—. Serás bueno, ¿verdad, querido Aarón?

—Volverás —dijo él profundamente.

—Con mucha frecuencia, si me lo permiten —prometió—. Raquel está ya aquí.

—Bueno, entonces —replicó él, y se volvió y se acurrucó en la cama de nuevo.

Así lo dejo Leah, cerrando la puerta suavemente, y fue luego al dormitorio de su padre. El rabino se había levantado y vestido solo, y estaba cumpliendo sus oraciones.

—Padre —dijo ella, y él se volvió—. Han venido por mí, padre.

—¿Tan temprano? —respondió él—. Bueno, así sea, hija. ¿Estás dispuesta?

Ella se le había acercado, y él le tocó la cabeza, la cara, los hombros, el cabello y el vestido; sus delicados dedos decían cómo estaba ella.

—Sí, estás dispuesta. ¿Has comido?

—Sí, padre, y Raquel lo tiene todo listo para que tú vengas a comer. —Ella vaciló y luego apoyó su cabeza contra el pecho de él—. ¡Oh, padre! —murmuró.

Él le alisó el cabello.

—Pero tú no estarás muy lejos, hija…, volverás casi todos los días, y piensa cuánto mejor será para nosotros.

Así la consoló, y ella levantó la cabeza y limpió las lágrimas de sus ojos y le sonrió.

—No venga a la puerta conmigo, padre. Permítame dejarlo aquí, y Raquel vendrá a buscarlo.

Así lo dejo. No miró hacia atrás, y con una última palabra a Raquel salió por la puerta. Sin embargo, cuando las cortinas de la litera se cerraron, le pareció que iba a realizar un largo viaje, del cual tal vez no regresara.

En la casa de Ezra, Peonía esperaba en el patio de fuera. Así se lo había ordenado madame Ezra por medio de Wang Ma.

—¿Voy a ser yo la doncella de esa extraña? —había preguntado Peonía cuando le llegó la orden aquella mañana temprano. Abría los ojos, mirando a Wang Ma.

Wang Ma se había acercado bastante para tocar ligeramente la mejilla de Peonía con el índice y el pulgar. Sus afiladas uñas le dejaron una pequeña huella.

—Si tienes alguna sabiduría dentro de tu cabeza, no preguntarás qué vas a hacer y qué no vas a hacer —le aconsejó Wang Ma—. Si yo hubiese hecho tales preguntas, no hubiese estado en esta casa hoy. Obedecer…, obedecer… y hacer lo que quieras. Las dos cosas van juntas si eres inteligente. ¡Y ahora piensa en darte prisa! La caravana está cerca. Nuestro amo saldrá antes del amanecer para recibirla.

—¿La caravana? —gritó Peonía.

—Sí, sí —dijo Wang Ma impaciente, y se fue—. Pero Leah no tiene porque saberlo… Eso me ordena nuestra ama.

Peonía estaba trenzándose el pelo cuando Wang Ma entró y se fue, y terminó la larga trenza. La excitación causada por la llegada de la caravana llenó su imaginación por un momento. Luego la olvidó de repente. ¿Qué había dicho Wang Ma? «Obedecer…, obedecer…, y hacer lo que quieras. Las dos cosas van juntas si eres inteligente». ¡Extrañas palabras llenas de significado! Las meditó, y el significado empezó a hundirse como metal precioso en las profundas aguas de su alma. Se sonrió para sí, de repente, hasta que dos hoyuelos danzaron en sus mejillas.

En lugar de recogerse la trenza sobre la oreja, la dejó colgar por la espalda. Pero en el cordón rojo con que ataba su cabello en la nuca, puso una gardenia del patio. Un viejo arbusto crecía allí, y en aquella estación producía muchas flores cada mañana. Peonía había elegido para ponerse una chaqueta y pantalones de seda azul pálido; tenía un aspecto delicado y modesto, mientras estaba esperando, y fue la suya la primera cara que vio Leah cuando levantaron la cortina de la litera. Desde luego, fue Peonía personalmente la que la levantó, y le sonrió a Leah, mirándola a los ojos.

—Bien venida, señora —dijo Peonía—. ¿Quiere usted bajar de la silla? —le alargo el brazo para que Leah se apoyara en él, pero Leah bajo sin su ayuda. Era una cabeza más alta que Peonía, y no habló, aunque correspondió a su sonrisa.

—¿Ha comido usted, señora? —preguntó Peonía, siguiendo un poco detrás de ella.

—Comí —dijo Leah francamente—, pero vuelvo a tener hambre.

—Es la mañana —observó Peonía—. El aire está seco y bueno hoy. Yo le traeré a usted de comer, señora, tan pronto como la haya instalado en sus habitaciones. Las dejé dispuestas para usted ayer, y le traeré algunas gardenias frescas. No se deben arrancar temprano, porque se ponen oscuras por los bordes.

Así las dos jóvenes siguieron juntas, cada una muy consciente de la nueva relación que se establecía entre ellas y de cada intento de llenarla. Wang Ma se había adelantado para comunicar a madame Ezra la llegada de Leah, así que dejaron a Peonía que condujera a la joven.

—¿Voy a tener todo este patio entero? —preguntó Leah con sorpresa cuando Peonía hizo una pausa. Las habitaciones eran mucho más hermosas que ninguna de las que ella había usado jamás. De niña recordaba haber visto allí a la abuela de David, una señora anciana que encendía velas a la caída del sol.

—Hay solamente dos habitaciones —dijo Peonía—. Una es para que usted duerma, y la otra para que descanse cuando esté sola.

Guió a Leah dentro de las habitaciones; un hombre, que llevaba un baúl, las seguía. Cuando aquél se hubo ido, Peonía le mostró los vestidos que madame Ezra había llevado en su juventud, las túnicas del pueblo judío. Caían rectas, amplias y largas. Las había escarlatas, ribeteadas de oro, azul oscuro adornadas de plata y amarillas con ribetes verde esmeralda.

—Tiene usted que llevar la escarlata hoy —dijo Peonía—. Pero primero tiene que comer y luego ser bañada y perfumada; aquí hay joyas para sus orejas y su pecho. Mi ama dice que no debe usted ocultarse aquí y estar sola, sino que tiene que salir y pasearse por los patios y mezclarse con la familia y disfrutar de la casa.

—¡Qué buena es! —dijo Leah. Entonces se sintió tímida—. Dudo que pueda sentirme tan libre en un día —le dijo a Peonía.

—¿Por qué no? —contestó Peonía, sin darle importancia—. Aquí no hay nadie que pueda molestarla. —Abrió una laqueada caja roja que había en el tocador, mientras hablaba, y Leah vio un montoncito de joyas de oro y plata con piedras preciosas incrustadas.

Leah levantó la vista desde donde estaba sentada al lado de la mesa, y encontró los ojos de Peonía, sonrientes y misteriosos.

—Es casamiento, ¿no? —preguntó Peonía con voz clara y ligera—. Yo creo que nuestra ama se ha formado la idea de que usted tiene que casarse con nuestro joven señor.

La cara de Leah se estremeció.

—Un matrimonio no puede hacerse —replicó rápidamente.

—¿Qué otra cosa, entonces? —inquirió Peonía con dificultad—. ¿No se hacen todos los matrimonios?

—No entre nuestro pueblo —dijo Leah con orgullo.

Parecía distante, y recordó otra vez que aquella linda muchacha china era sólo una esclava. No era del todo adecuado que discutiera con Peonía los sagrados motivos de su matrimonio. Desde luego, eran demasiado sagrados aún para su propio pensamiento, algo tan distante y tan elevado como la voluntad de Dios.

—Tomaré algo de comer ahora, si me hace el favor —dijo Leah, con voz firme y fría—. Después puedo vestirme sola… Estoy acostumbrada a hacerlo así. Dígale, por favor, a Wang Ma que no necesito su ayuda… ni la de usted.

Peonía, al oír esta voz, comprendió perfectamente lo que pasaba por el cerebro de Leah. Inclinó la cabeza y sonrió.

—Muy bien, señora —dijo con su modo dócil y dulce, y, volviéndose, dejó la habitación.

Minutos más tarde, una sirvienta trajo la comida, y Leah se sirvió sola. Cuando hubo terminado, la sirvienta se retiró. Leah se cepilló sola el pelo, volvió a lavarse y se puso el vestido escarlata. Pero no se echó perfume ni tomó ninguna de las joyas del cofre. Cuando estuvo lista, se sentó en el cuarto de fuera y esperó.

Peonía se había ido a su habitación y llorado varios minutos, porque Leah era tan hermosa. Se miró en el espejo de su tocador, y le pareció que todos su encantos eran escasos y pequeños. Ella era una cosilla ligera como un pájaro, y aunque su cara era redonda, carecía de rasgos sobresalientes. Leah era como una princesa, y ella como una niña. Sin embargo, no podía odiar a Leah. Había algo elevado y bueno en aquella joven judía, y Peonía sabía que ella no era elevada ni buena. ¿Cómo podía ser buena, aunque deseara serlo, cuando todo lo que quería tenía que conseguirlo con astucia y trampa?

«Yo no tengo nada ni nadie, excepto yo misma», pensaba tristemente la muchachita china.

Cerró el espejo de su tocador, recostó la cabeza encima y lloró más de corazón todavía, hasta que no hubo más lágrimas. Entonces, su cerebro, refrescado, lavado y limpio por sus lágrimas, empezó a trabajar a gran velocidad.

«No podrás ser jamás una esposa en esta casa —le decía su pequeño y tozudo cerebro—. No te destroces más con sueños e imaginaciones. No puedes siquiera ser una concubina… Sus dioses se lo prohíben. Pero nadie conoce a David tan bien como tú. Tú eres su posesión. No le permitas que lo olvide nunca. Sé su comodidad, su necesidad íntima, su solaz, su risa secreta».

Escuchó estas palabras no pronunciadas, y levantó la cabeza con una sonrisilla que retorcía sus labios. Abrió el espejo, recogió su pelo alrededor de una oreja y examinó todos los aspectos de su cara y sus ojos. Después de un momento de intensa contemplación de sí misma, cambió su vestido azul pálido por los cálidos tonos del durazno rosado y puso una gardenia fresca en su cabello. Entonces, arrancando un puñado de flores para Leah, se presentó de nuevo ante la invitada. Le hizo falta toda su fuerza para no desmayarse ante el radiante aspecto de Leah, ataviada como estaba ahora, con la túnica escarlata. Le sentaba bastante bien, y la dorada faja la envolvía, rodeando su estrecha cintura.

—¡Qué hermosa está usted, señora! —dijo Peonía, sonriéndole a Leah como con entusiasmo, mientras le entregaba las flores—. Son para usted. Voy a decirle a nuestra ama que ya está usted lista.

Se fue corriendo sobre sus piececillos, como si todo lo que había hecho por Leah fuera un puro goce, y al llegar al patio de madame Ezra se detuvo ante la puerta y tosió con su delicada tosecilla, tratando de no llorar.

—Entra —dijo la señora.

Madame Era había terminado su desayuno, y se disponía a echar una ojeada a la casa, especialmente por las cocinas, para que todos los sirvientes cumplieran con su deber y nada quedará sin hacer para el sábado, día siguiente, que era día de descanso.

Wang Ma la había despertado con las noticias de que la caravana estaba tan cerca, que incluso podía llegar antes de concluir el día.

—¡La víspera del sábado! —había exclamado madame Ezra. Un momento después añadió—: No se lo diga a Leah…, no quiero que distraiga su atención de lo que tengo que decirle.

—Sí, señora —había murmurado Wang Ma.

Madame Ezra estaba a punto de traspasar el umbral para ver si los sirvientes, excitados con las noticias de la caravana, se descuidaban en los preparativos para el sábado, cuando se acercó Peonía, tragándose sus lágrimas, lo que ponía su cara suave y vacía. Madame Ezra volvió a sentarse.

—Entra, entra, hija —dijo con impaciencia.

Peonía entró en la salita que madame Ezra reservaba para ella. Era una habitación diferente a todas las demás de la casa. De las paredes colgaban telas rayadas de países extranjeros con inscripciones tejidas en el raso. Los muebles eran extranjeros también, pesados y con tallas, y las sillas, mullidas. El espacio y el vacío que una dama china habría necesitado para la paz de su alma y el orden de su cerebro no los había allí. En medio de las muchas cosas que poseía madame Ezra vivía contenta, y Peonía no podía menos de reconocer, aunque íntimamente le desagradaba la habitación, que había belleza en ella. Si hubiera sido más pequeña, indudablemente habría resultado odiosa. Pero era muy grande, porque madame Ezra, cuando había llegado allí de novia, había quitado los tabiques y convertido tres habitaciones en una grande.

—Señora, la señorita está lista —anunció Peonía.

—¿Dónde está mi hijo? —inquirió madame Ezra.

—Estaba durmiendo todavía la última vez que miré en su habitación —respondió Peonía.

No había visto a David la noche anterior. Esto fue por culpa suya, porque no había ido al anochecer, como era su deseo, a llevarle té y cuidar que su cama estuviera lista para la noche. En parte se debió a la nueva orden de madame Ezra, pero en parte fue para probar a David. Bueno, él no la había mandado llamar, y cuando ella se fue a su cama lloró un rato. Por la mañana se despertó reprochándose a sí misma, y había ido temprano a sus habitaciones para llevarle el té, y, si estaba despierto, preguntarle dónde había estado y por qué no había terminado el poema que había empezado. Pero él estaba dormido y no se había despertado, aun cuando ella separó las cortinas de la cama y lo miró. Estaba acostado, sumido en profundo sueño, el brazo derecho caído sobre su cabeza. Peonía lo contempló un momento, con el corazón lleno de ternura, y luego se fue de nuevo.

—Dile a Wang Ma que lo despierte —le ordenó madame Ezra—. ¿Y dónde está el padre de mi hijo?

—No lo he visto —replicó Peonía—, pero oí que Wang Ma dijo que él espera hoy la caravana, y, por lo tanto, debe de haber salido temprano a las puertas de la ciudad, para recibirla.

—¡Tenía que llegar hoy la caravana! —exclamó madame Ezra—. Ahora David no pensará en ninguna otra cosa.

Peonía parecía triste para complacer a madame Ezra.

—¿Quiere que Wang Ma le mande que venga aquí junto a usted antes de que llegue la caravana? —preguntó.

—Sí, que lo haga —dijo madame Ezra—. Dejaré para luego la visita a las cocinas, y, entretanto, dile a Leah que venga junto a mí.

Abrió una caja con incrustaciones, sacó algunos bordados, y Peonía la dejó. Fuera de la puerta encontró a Wang Ma, y le dijo, como si madame Ezra se lo hubiese mandado:

—Usted tiene que traerle la señorita a nuestra ama, y yo despertaré a nuestro joven señor. ¡Dese prisa, hermana mayor!

Echó a correr, pero no a la habitación de David. Se fue a su cuarto de estudio, vacío a aquella hora, y, ante la mesa, cogió con prisa el pincel de escribir, le sacó la cubierta e hizo luego un poco de tinta. Había guardado el poema inconcluso en su seno, y lo sacó. Pensando con rapidez, las cejas juntas, escribió velozmente tres líneas más sobre la hoja vacía.

«Perdóname, David», murmuró, y volviendo a dejar la tinta y la pluma, se dirigió corriendo a su propia habitación. Al abrir un cajón secreto de su escritorio, sacó una bolsa que contenía dinero, regalos que le daban los invitados y monedas que Ezra le arrojaba a veces cuando estaba complacido con ella. Metiose también esto en su pecho y se deslizó a través de los pasadizos hasta la Puerta de la Escapada Pacífica, en el fondo mismo de la propiedad, la puertecilla secreta que todas las grandes casas tienen para que, en tiempos de ira popular, cuando las multitudes braman a las puertas principales de los ricos, la familia pueda escapar por ella.

A través de esta puerta salió Peonía, siguió por las tranquilas callejuelas y se apartó de las calles, hasta que llegó a otra puertecilla como la que había dejado. Ésta se abría en la propiedad de la familia Kung, y allí llamó ella. Un jardinero retiró la tranca, y ella le dijo:

—Tengo un mensaje para la familia.

Inclinó él la cabeza e hizo una señal con un dedo, sobre su hombro, y Peonía entró.

La casa de Kung era un lugar de ocio donde se rendía culto al placer, y nadie se levantaba de la cama antes de mediodía. Chu Ma, la niñera, estaba empezando a moverse por su habitación, bostezando, rascándose la cabeza con un alfiler de plata, cuando Peonía abrió un poco la puerta.

—¡Eh, hermana mayor! —susurró Peonía.

Chu Ma abrió la puerta de par en par.

—¿Tú? —dijo—. ¿Cómo estás aquí?

—Tienes que darte prisa —dijo Peonía—. Nadie sabe que deje la casa, excepto el joven amo, que me mandó traerte esto rápidamente para tu señorita… Que me haga saber si hay alguna respuesta.

Era una casa que ella conocía algo, porque una vez Ezra le había enviado con algún tesoro para Kung Chen, que no se atrevía a confiar a un simple sirviente; allá había conocido a Chu Ma, la sirvienta más vieja; el Año Nuevo, Chu Ma había ido a pagarle sus buenos augurios, y Peonía había vuelto allí a devolverlos, en esa forma fácil y descuidada que se usa entre las casas cuyos mayores tienen algunos negocios en común. Es verdad que madame Ezra no tenía amistades allí, pero Ezra y Kung Chen eran muy íntimos en el comercio.

—¿Qué dice? —preguntó Chu Ma, contemplando el papel.

Allí, de pie en la desarreglada habitación, leyó Peonía en alto el pequeño poema que había escrito.

—«Rocío del alba» —repitió Chu Ma, suspirando—. ¡Es muy lindo!

Era una enorme mujer gorda que, cuando era joven y esbelta, se había empleado como ama seca de la tercera hijita recién nacida, y había vivido desde entonces como doncella y aya suya. Tenía un corazón grande y bondadoso, dispuesto a la risa o al llanto, y toda su vida estaba ligada a la linda niña que atendía.

—Yo le daré el poema —dijo—. Tu joven señor es tan guapo, que haré lo que no debo. Pero no puedo remediarlo. Yo misma vi al joven… después que mi pequeña vino hasta mí para decirme que lo había visto. Corrí a la puerta y lo vi… Un extranjero, es una lástima, pero después de todo, los extranjeros son seres humanos, como nosotros, y es tan guapo… Un príncipe, le dije a mi niña… ¡Tan fuerte, tan erguido! Y en cuanto a que sea extranjero, ella puede persuadirlo para que se haga chino. ¿La ama mucho?

—Él me pidió que le diera a usted esto. —Sacó de su bolsillo la bolsa de dinero y se la dio a Chu Ma.

—¡Oh, madre mía! —dijo Chu Ma, reconviniéndola y haciendo como que apartaba la bolsa—. Esto no se necesitaba. Me avergonzaría de tomarlo. Lo que hago, lo hago por… —Pero tomó la bolsa cuando Peonía volvió a ponérsela en las manos, y empezó a vestirse con energía—. Yo le entregare el papel personalmente y te diré cómo lo tomó. Vuelve después —le dijo a Peonía.

Con todo esto, Peonía se deslizó de nuevo a través de las callejuelas, y luego se encaminó directamente al cuarto de David. Allí estaba acostado en su cama con dosel, todavía profunda y apaciblemente dormido. Ella le tocó la mejilla que se le veía y luego la otra, con sus dos palmas, para despertarlo con mimos. Sabía que era mejor que despertarlo de repente, porque en sueños el alma vaga sobre la tierra, y si el cuerpo es despertado demasiado rápidamente, el alma queda confundida y no puede volver a encontrar su camino.

—¡Despierta, mi pequeño señor; despierta, mi querido señor! —murmuraba Peonía, como si estuviera cantando, y pronto David abrió los ojos. Luego se sentó, estiró sus fuertes brazos y bostezó ampliamente. Peonía se quedó sonriéndole sosegadamente contemplando brillar de nuevo la luz de su alma en sus ojos.

Él la miraba con los ojos de sueño, y ella se preguntaba por qué sería, pero no se atrevió a interrogarlo.

—Vamos, joven amo —dijo amablemente—, su madre lo manda buscar.

—¿Para qué? —preguntó. Estaba saliendo de la cama, y ella se agachó y le puso las zapatillas de seda, primero en un pie y luego en el otro. Él pareció no haberse dado cuenta de que lo había llamado joven amo, y no por su nombre, y había olvidado que Peonía no debería estar allí.

—Leah ya está aquí —dijo sencillamente, sin esforzarse en recordárselo.

Él dio un salto desde su cama.

—¡No! —exclamó.

—Ya te lo dije —replicó ella. Se movió hasta el otro lado del cuarto y en la gran palangana echó agua de un aguamanil de bronce esculpido con delicadas figuras. Buscó una toalla y cierto perfumado jabón extranjero.

—¡A pesar de todo, no obedeceré a mi madre! —exclamó.

Peonía se volvió y se lo quedó contemplando, con sus lindas manos extendidas sobre sus estrechas caderas. Entonces cedió a la tentación que había en lo íntimo de su corazón.

—Tú no puedes decir que no obedecerás —dijo con dulzura—. Puedes decir, quizá, que tu padre te mandó que te dieras prisa para reunirte con él y esperar la caravana… y que volverás en seguida a casa.

—¡La caravana! —exclamó él—. Peonía, ¿dices la verdad? ¿Te lo dijo mi padre?

—El guardián de las puertas le dijo a Wang Ma que nuestro amo fue llamado poco después de medianoche, y ella me lo contó —replicó Peonía—. Ahora lávate antes de vestirte. Yo te traeré el desayuno aquí y le llevaré el recado a tu madre.

Se fue con la cabeza modestamente inclinada, y entró en la habitación de madame Ezra una vez más.

—¡Ah, señora! Llegamos demasiado tarde —dijo tristemente—. Cuando Wang Ma fue al cuarto de nuestro joven amo, se había levantado e ido ya. He mandado un hombre a buscarlo, pero no se le encuentra en la casa de té. En las puertas de la ciudad, el guardián dijo que salió hace una hora, diciendo que iba a Las Tres Campanas a recibir la caravana.

—¡Qué lamentable es esto, la misma víspera del sábado! —exclamó madame Ezra—. ¿Y Leah?

—Ahora viene —respondió Peonía. Esperó un instante y luego dijo—: ¿Tiene mi ama algunas órdenes para mí?

—No —replicó madame Ezra—, vete a tus labores de costumbre. Yo esperaré a Leah.

—Iré y pondré flores frescas en el gran salón para mañana sábado —dijo Peonía con su linda vocecilla—, y vigilaré la puerta, para cuando entre nuestro amo poder comunicarle sus disposiciones.

Se fue con agilidad, sus pies calzados de raso y silenciosos sobre las losas del patio.

Cuando Wang Ma fue a buscar a Leah, encontró a la joven tomando su desayuno sola.

—No se apresure —dijo, sentándose en una banqueta, cerca de la puerta, para descansar.

Leah dejó la cuchara que sostenía; parecía alarmada.

—¿Me necesitan, buena madre? —pregunto.

—Sólo cuando haya usted terminado —contestó Wang Ma sosegadamente—. Luego, si usted quiere, venga junto a nuestra ama. Sírvase, señorita.

Leah volvió a levantar la cuchara, pero no pudo comer tan animada como antes.

Wang Ma la miraba. Aunque a Wang Ma no le gustaba la forma de nariz extranjera, y aunque aquella niña era más alta de lo que debe ser una muchacha, bastante delgada, pero demasiado alta; sin embargo, si se excusaban estas faltas era muy hermosa.

—Usted tiene un parecido con nuestra vieja señora mayor cuando vino aquí de novia —dijo Wang Ma.

Bien recordaba ella aquel día, y cómo había llorado la noche anterior a él, pensando que no serviría a su joven amo nunca más. Ezra también había sido guapo, con su tipo medio extranjero, pero no tan guapo como era su hijo ahora; la joven china que había sido Wang Ma quedó desconsolada porque la nueva novia era media cabeza más alta que el joven novio de aquellos días. «Él no amará nunca a una mujer tan grande», había pensado en secreto. Fue aquella media cabeza más de estatura lo que le dio fuerzas para quedarse en la casa y casarse con el viejo Wang, el portero. Pero madame Ezra, aún cuando no tenía más de diecisiete años, cuidó que el joven Ezra fuera a sus habitaciones por la noche y no vagará por los patios. Hasta que ella tuvo cuarenta y su hijo doce años, no le permitió tener su patio independiente. Por aquel tiempo, Wang Ma era gorda y nadie penaba en ella más que como en una esclava. Ella y el viejo Wang habían tenido cuatro hijos, a quienes habían mandado a la aldea tan pronto como pudieron trabajar en la tierra, mientras que ella continuó viviendo en la casa de Ezra. Hacía mucho tiempo que Wang Ma se había dado cuenta de que madame Ezra era la dueña de la casa y de que estaba enterada de que ella lo sabía. Ni una palabra se había cruzado nunca entre ambas mujeres durante la larga lucha secreta de tantos años. Pero la lucha había terminado Madame Ezra triunfó.

Así, mientras Wang Ma contemplaba a Leah, su cerebro retrocedía en el tiempo.

—Pero tú eres más amable de lo que fue nuestra ama —decía meditabunda—. Tienes los labios más suaves y tu cabello es más vaporoso.

—¡Oh, mi cabello! —dijo Leah, tristemente. Se había atado su cinta de raso alrededor—. Nunca lo puedo tener bastante sujeto.

Wang Ma la miró.

—La cinta debería ser de oro —dijo—. Yo recuerdo que hay una de oro para ese vestido.

Revolvió la caja que madame Ezra había mandado poner en la habitación y encontró una rica cinta de oro.

—Cuando haya terminado de comer… —empezó.

—No puedo comer más —dijo Leah rápidamente.

—Entonces, permítame que le coloque esto en el cabello.

Con dedos diestros, puso la cinta de oro en torno a la cabeza de Leah.

—Esto va con el vestido también —declaró más adelante, y abrió la caja de joyas y sacó un collar de oro y pendientes del mismo metal.

Leah se sometió.

—Ahora venga conmigo junto a nuestra ama —le ordenó Wang Ma. Tomó la mano de Leah y, sorprendida de su fuerza, la levantó y la miró—: ¡Cómo, es una mano de muchacho! —exclamó.

—He tenido que trabajar —dijo Leah avergonzada.

Wang Ma volvió la mano que sostenía.

—La palma es suave —siguió—. Los dedos blancos, y la piel todavía es fina. Yo le frotaré las manos por la noche. Después de unas semanas estarán lindas.

Empujó a Leah suavemente, y así llegaron hasta madame Ezra, que, mientras esperaba, estaba bordando con puntadas firmes y unidas la pieza de oraciones hebreas.

—Entra, hija mía —le dijo a Leah—. Ven y siéntate conmigo.

Así que Leah entró y se sentó, madame Ezra la miró con ojos penetrantes.

—Tienes un hermoso aspecto —le dijo.

—Wang Ma me adornó —dijo Leah—. Yo me había puesto el vestido, pero no estas cosas. —Y tocó el oro que llevaba.

—Me pareció demasiado sencilla —dijo Wang Ma—. Es tan alta, que puede llevar abundancia de oro.

—No es tan alta como David —contestó madame Ezra rápidamente.

—David es muy alto —dijo Leah con timidez.

—Pronto estará aquí para saludarte —replicó madame Ezra. Volvió a sumirse en su bordado, y Wang Ma entró en otra habitación.

Sola con madame Ezra, Leah, sentada, con las manos ociosas, se sentía extrañamente incómoda. Quería a aquella amiga de su madre y estaba más cerca de ella, en cierto sentido, que de ningún otro ser humano. Sabía que madame Ezra ansiaba hacerla su hija. Pero no sabía qué esperaba de ella, así es que no podía hacer nada más que esperar.

Como si fuera capaz de discernir estos pensamientos, madame Ezra levantó la vista. El cuarto estaba muy apacible. En la habitación de al lado, Wang Ma se movía realizando su trabajo. Ningún otro ruido llegaba de la gran casa.

—Tú sabes por qué estás aquí, Leah —observó madame Ezra.

—No muy bien, querida tía —replicó Leah.

—¿Recuerdas la promesa que te dije que tu madre y yo hicimos sobre tu cuna antes de morir ella?

Leah bajo la vista sin responder. En su regazo, sus manos fuertes y jóvenes se cruzaron estrechamente.

—Yo quiero que David y tú os caséis —dijo madame Ezra. Y las lágrimas le asomaron a los ojos. Levantando el borde de su ancha manga, se las enjugó en la sedosa batista y observó cómo se sonrojaba lentamente la cara de Leah. La muchacha volvió a mirar con ojos honestos y llenos de pena—. ¿Por qué no te he de decir con claridad lo que quiero? —preguntó madame Ezra apasionadamente—. Es la única esperanza que tengo. ¡Pero no sólo yo, Leah! —Acercó más su silla a la de Leah—. Hija, tú sabes…, y nadie mejor que tú…, lo que está sucediendo a nuestro pueblo aquí, en esta ciudad china… ¡Cuán pocos de nosotros somos fieles! ¡Leah, nos estamos perdiendo!

—Los chinos siempre han sido amables con nosotros —dijo Leah.

Madame Ezra hizo un ademán de enojo con la mano derecha.

—¡Eso es lo que Ezra está diciendo siempre! Porque los chinos no nos han asesinado, ¿significa que no nos estén destruyendo? Leah, yo te digo que cuando tenía tu edad, la sinagoga estaba llena cada séptimo día. Tú sabes cuán pocos acuden hoy.

—Sin embargo, ésa no es la culpa de los chinos —dijo Leah, vacilante.

—Lo es, lo es —insistió madame Ezra—. Ellos quieren hacer ver que les gustamos… Siempre están dispuestos a reírse, a invitarnos a sus fiestas, a hacer negocios con nosotros. Siguen diciéndonos que no hay diferencia entre nuestro pueblo y el suyo. Sin embargo, Leah, tú sabes que hay una diferencia infranqueable entre ellos y nosotros. Nosotros somos hijos del verdadero Dios, y ellos son gentiles. Ellos adoran imágenes de arcilla. ¿Has mirado siquiera un templo chino por dentro?

—Sí —tartamudeo Leah—. Cuando era niña, a veces Aarón y yo íbamos…, sólo para ver…

—Bien, entonces ya lo sabes —respondió Ezra.

—¿Podemos culparlos —Leah se mostraba amablemente terca— sólo por ser bondadosos?

—No son bondadosos por magnanimidad solamente —replicó madame Ezra—. No, no, yo te digo que el ser bondadosos es una treta suya. Nos conquistan por medio de estratagemas. Consiguen que sus mujeres engatusan a nuestros hombres. ¡Y fingen ser tolerantes…, y hasta dicen que de buena voluntad adoran a nuestro Jehová lo mismo que a sus ídolos! —La redonda cara de madame Ezra estaba roja y hermosa cuando hablaba con tanto fervor a la muchacha.

Leah continuaba escuchando, con las manos todavía cruzadas en el regazo.

—¿Qué quiere usted que haga yo, tía?

—Yo quiero que tú… persuadas a David —dijo madame Ezra—. ¡Tú y él juntos, Leah! ¡Piensa como podríamos influir en él!

—Pero David me conoce —dijo Leah, con su modo honrado—. A él le parecería muy extraño si yo fuera diferente… de lo que he sido siempre.

—Tú eres mayor ahora…, tú y él —insistió madame Ezra.

—Nosotros hemos sido siempre como hermano y hermana —dijo Leah sencillamente.

Madame Ezra apartó el bordado de su regazo y se levantó. Empezó a caminar arriba y abajo por la habitación.

—¡Eso es precisamente lo que quiero que olvidéis los dos! —exclamó—. Eso estaba bien cuando erais niños, Leah…

Hizo una pausa, y Leah se levantó.

—¿Qué más, tía?

—Tú sabes lo que quiero decir —dijo madame Ezra severamente.

—Lo sé, pero no sé cómo hacerlo —dijo Leah. Las lágrimas acudieron a sus grandes y bellos ojos—. Usted quiere que yo…, yo…

—Que lo atraigas…, que lo atraigas —dijo madame Ezra, con la misma voz áspera.

—No puedo —dijo Leah rápidamente—. Sólo conseguiría que él se riera de mí. Y yo me reiría de mi misma. No sería… yo. —Alargó su mano y tomo la de madame Ezra y la retuvo entre las suyas—. Tengo que ser yo misma, querida tía, ¿no es cierto? Conozco a David también. —Sintió el corazón enternecido ante la idea de que David y ella se envalentonaran ante aquella señora a quien ella quería y temía, sin embargo—. Quizá yo lo conozco mejor aún que usted. ¡Perdóneme, tía! Comprenda, tenemos casi la misma edad. Y yo pienso algo en él…, algo grande… y bueno. Si yo pudiera hablar directamente a esa parte de él…, que está también en mí…

Se miraron a los ojos una a otra, mientras ella hablaba así. Madame Ezra escuchaba latiéndole el corazón. ¡Sí, Leah podía hacer eso!

Entonces, de repente, antes de que madame Ezra pudiera replicar, oyeron un gran ruido que llegaba desde los patios de fuera. Voces que gritaban, gongs que retumbaban, Wang Ma que salía apresurada del dormitorio.

—¡Señora, debe ser la caravana! —exclamó, y salió de prisa a averiguar.

Ante la puerta del patio tropezó con su marido, el viejo Wang.

—¡La caravana…, la caravana! —chillaba éste—. ¡Señora mayor…, el amo dice… que haga el favor de venir!… ¡Es la caravana!

Madame Ezra retiró su mano de entre las de Leah.

—Tendremos que ir —dijo—. Mejor que sea hoy y no mañana, sábado.

Pero Leah se sentó tranquila.

—Tía, déjeme esperar aquí… Déjeme pensar… en lo que usted ha dicho que es mi deber.

—Muy bien, hija mía —replicó madame Ezra—. Piensa en ello y ven cuando quieras.

—Sí.

La voz de Leah era un suspiro. Un momento después estaba sola; cruzó los brazos sobre la mesa que tenía a su lado y apoyó la cabeza entre ellos. Luego, al cabo de pocos segundos, se levantó y fue a un rincón del cuarto, y de pie, con la cara hacia la pared, empezó a orar con una suave voz sollozante.

La llegada de la caravana era cada año un acontecimiento para toda la ciudad. Las noticias de ella corrían de boca en boca, cuando la larga fila de camellos se acercaba caminando por la polvorienta senda, al lado de las calles empedradas, las puertas de todas las casas y tiendas estaban abiertas y atestadas de gentes.

Sobre un altivo camello blanco, a la cabeza de la caravana, iba sentado Kao Lien, el socio de confianza de la casa Ezra. Detrás de él aparecían guardias armados con espadas y antiguos mosquetes extranjeros, y más atrás se afanaban los cargados camellos. Todos estaban fatigados por las largas jornadas hacia el Oeste, a través del Turquestán, y otra vez la vuelta; de regreso a casa, los hombres se habían adornado con lo mejor que tenían, y hasta los camellos sostenían las estrechas cabezas en alto y se movían con majestuosidad.

Al final de todos, figuraba Ezra en su coche de mulas. Durante días había apostado hombres a lo largo de las últimas millas de la ruta de la caravana, en acecho y listos para partir a traerle noticias de ella. En las primeras horas de la mañana de aquel día había recibido al mensajero casi sin aliento, y había oído que la caravana estaba viajando a marchas forzadas y que llegaría a la ciudad dentro de pocas horas. Con previsión, el emisario avisó al guardián de la puerta, quien había pedido el coche de mulas, y en él Ezra había salido de prisa, diciendo comer en una posada. Había encontrado a la caravana en una villa, a unas diez millas de la ciudad, y luego de recibir a Kao Lien con un gran abrazo, ambos habían tomado un apresurado desayuno y habían seguido de nuevo hacia la ciudad, yendo tras de la caravana el coche de mulas de Ezra. Había ordenado que levantaran las cortinas de raso azul, y ahora pasaba sonriente a través de las calles expectantes contestando con la mano a todos los saludos.

Ante la puerta dorada de la casa de té que estaba en la calle principal, vio a su amigo Kung Chen, fumando una larga pipa de bambú con punta de cobre; ordenó al mulero que detuviera el vehículo y le dejara bajar para poderle hacer al mercader chino la cortesía de pasar delante de él a pie. Se paró para hacer una reverencia y saludarlo; la caravana hizo un alto mientras tanto.

—Le felicito a usted por haber regresado a salvo a su socio y la caravana —dijo Kung Chen.

—Los camellos están cargados con las más ricas mercaderías —replicó Ezra—. Cuando tenga tiempo, le suplico que venga y vea lo que tenemos, a fin de que pueda escoger lo que usted quiera para sus tiendas. Lo dejaré elegir a usted primero. Sólo lo que quede irá para otros mercaderes, una vez firmado nuestro trato.

—Gracias, gracias —replicó el cortes chino.

Era un hombre grande y grueso; su túnica de brocado le quedaba un poco más corta por delante a causa de la barriga. Una chaqueta de terciopelo negro, sin mangas, suavizaba las curvas.

Ezra, más afectuoso aún, con amistosa delicadeza, le instó:

—Venga mañana, querido amigo, a servirse una comida modesta conmigo, y después podremos mirar las mercaderías con toda comodidad. ¡No! —se interrumpió—. ¿Qué estoy diciendo? Mañana es nuestro sábado. Otro día, querido amigo.

—Excelente, excelente —replicó Kung Chen con su voz melosa. Hizo una inclinación de cabeza, empujó gentilmente a Ezra hacia su silla, y la caravana continuó su camino.

Poco antes de llegar a la puerta de su casa, Ezra vio a su hijo David, que saltó ágilmente sobre la muralla de ladrillos de su propiedad y corrió al lado del primer camello, saludando a Kao Lien con un movimiento de su brazo derecho. Entonces salió disparado adelante y cruzó las puertas.

Los portadores de la silla se rieron.

—El joven amo despertará a toda la casa —dijeron.

Ezra rió con orgullo como respuesta. Estaban delante de la puerta, y aunque habían pagado ya a los mozos de las mulas, cuando pararon el coche buscó dentro de su ancho cinturón, donde estaba su bolsa de dinero, y sacó unas monedas más para ellos.

—Para vino…, para vino —dijo con voz muy animada.

Ellos sonrieron, sus caras relucientes al sol.

—Muy agradecidos —respondieron, y se llevaron el carruaje vacío.

Uno por uno se arrodillaron los camellos delante de las puertas, suspirando y resoplando por sus flojos labios; rápidamente les quitaron la carga y la transportaron adentro. Luego los cuidadores condujeron a las bestias a sus establos y cerraron las puertas. Tan grande era la curiosidad de las gentes de la calle, que muchos habrían entrado a la fuerza en los patios para ver las mercaderías extranjeras, pero el portero no se lo permitió.

—¡Atrás! —bramaba—. ¿Son ustedes bandidos o ladrones?

Detrás de sus propios muros, Ezra condujo a Kao Lien al gran salón. David, al otro lado, se colgaba con afecto del brazo de éste.

—Quiero oírlo todo, tío mayor —decía.

No había parentesco de sangre entre Ezra y Kao Lien, pero se habían criado juntos, porque el abuelo de Kao Lien era judío, aunque su padre había tomado una esposa china, que era la madre de Kao Lien, éste había sido útil a Ezra en sus negocios con los mercaderes chinos. Kao Lien era un hombre judío con los judíos y chino con los chinos.

Su cara larga y estrecha, parecía fatigada al pasar sobre las piedras llenas de sol en los patios. Una bondadosa sonrisa jugueteaba en sus labios, medio ocultos por su barba algo rala, y sus oscuros ojos eran amables. Tenía la voz baja y profería las palabras lentamente y las formaba con gracia.

—Tengo mucho que contar —dijo.

Frente a ellos estaba madame Ezra, delante de la puerta del gran salón; Kao Lien la vio y la saludó con una inclinación de cabeza.

—¡Bien venido sea a nuestra casa! —exclamó ella.

—¡Dios es bueno! —replicó Kao Lien.

Entró cuando retrocedió ella, y le rindió pleitesía, a lo cual respondió ella inclinando la cabeza, con lo que quería significar que no era enteramente su igual. Una chispa de burla pasó por los ojos de Kao Lien, pero estaba acostumbrado a sus maneras y habría sido impropio de su persona preocuparse por el orgullo de ella.

—¿Dónde extendemos las mercaderías, señora? —preguntó. Siempre le pedía instrucciones a ella si estaba presente, pero sabía (y Ezra comprendía que lo sabía) que para él era el hombre el verdadero cabeza de familia.

—Yo me sentaré aquí, en mi silla —respondió madame Ezra—; ustedes pueden abrir los lotes uno a uno delante de mí.

Se sentó y Ezra lo hizo enfrente. Se adelantó Wang Ma y sirvió té, y un criado ofreció dulces en una bandeja de porcelana dividida en dos partes. Todos los sirvientes se habían amontonado silenciosamente dentro de la habitación. Estaban de pie a lo largo de las paredes para observar lo que pasaba.

David tiraba de las cuerdas del primer lote, con mucha prisa por abrirlo.

—Con cuidado, joven amo —dijo Kao Lien—. Hay algo precioso en ese bulto.

Se puso de pie sobre los fardos y cubiertas e intentó deshacer el nudo que David había estado a punto de romper. Quedó deshecho bajo sus dedos, largos y ágiles. Dentro de la basta tela de envolver había una caja de metal. Abrió la tapa y sacó del paquete interior un gran objeto de oro.

—¡Un reloj! —gritó David—. ¿Pero dónde se vio semejante reloj?

—No es un reloj ordinario —dijo Kao Lien con orgullo.

Ezra miraba extrañado las áureas figuras de niños desnudos cuyas manos sostenían el reloj.

—Es muy hermoso —dijo—. Esos niños dorados están gorditos y bien hechos. Pero ¿quién querrá esto?

Kao Lien sonrió con cierto aire de triunfo.

—¿Recuerdas que Kung Chen me pidió que trajera un regalo para el Palacio Imperial? Desea ofrecerlo cuando se abran las tiendas nuevas en la capital del Norte. Yo compré esto para el regalo.

Ezra estaba lleno de asombro.

—¡Qué cosa! —exclamó—. Ningún hombre vulgar podría usarlo. ¡Pero el Palacio Imperial…! ¡Ah, sí! —Se mesaba la barba, complacido, mientras contemplaba el gran reloj—. Esto cerrará el contrato entre Kung Chen y yo, ¿eh, hermano?

—Me gustaría poder abrir ese reloj por detrás —decía David—. Me gustaría saber de dónde proviene su energía.

—No, no —dijo Ezra presuroso—. Nunca podrías volver a ponerlo en orden después. Ponlo aparte, Kao Lien, hermano…, es demasiado valioso. ¡No me digas lo que costó!

Hubo risas con esto, y los sirvientes, que habían estado contemplando las doradas figuras con admiración, observaron con ojos reverentes cómo lo ponían aparte, pensando que cuando lo abrieran la próxima vez, sería ante el Trono del Pavo Real. Solamente David vería de mala gana meterlo de nuevo en caja.

—Desearía poder ir al este con Kao Lien la próxima vez, padre —dijo—. Debe de haber en los otros países muchas cosas dignas de admiración que nosotros no tenemos aquí.

—Joven amo, no nos deje —exclamó Wang Ma—. Un hijo único no debe dejar a sus padres hasta que haya un nieto.

Madame Ezra parecía un poco majestuosa ante esta intrusión de Wang Ma.

—Algún día nos iremos todos nosotros —dijo—. Éste no es nuestro país, hijo mío. Tenemos otro.

Ante esto, Ezra a su vez, sintió desagrado. Hizo un movimiento con la mano, dirigido a Kao Lien, y dijo:

—Vamos, vamos, muéstranos qué otras cosas traes.

Kao Lien se dio prisa en obedecer, sabiendo bien que, sobre el asunto de la tierra prometida de sus padres, Ezra y su esposa no podían estar conformes, y ordenó que se abrieran las cargas, hasta que su contenido estuvo extendido y todo el salón resplandecía con telas y chucherías, con cajas de música, figuras que saltaban, muñecas y curiosidades de todas clases, como rasos y terciopelos e incluso pieles del Norte. Todos estaban encantados con lo que veían, y Ezra calculaba sus beneficios en silencio. Cuando fue mostrado todo, cada cosa en su clase, escogió un regalo para cada sirviente y miembro de la familia. Para Peonía apartó un peinecillo de oro; a Wang Ma le dio una pieza de tela fina para ropa interior; a madame Ezra, su esposa, le regaló una pieza de terciopelo carmesí, con todos los hilos, trama y urdimbre de seda.

En cuanto a David, se movía como en sueños de una cosa para otra entre las riquezas extendidas ante sí, con tanto placer, que parecía mudo. Cuanto más veía, más deseaba conocer los países de donde procedían tales maravillas y la gente que era tan inteligente como para hacerlas. Le parecía que debían de ser las mejores gentes del mundo. Concebir esta belleza, tales formas y colores; convertir la belleza en formas sólidas y cosas resplandecientes, en ricos materiales, en máquinas y energía… de seguro que debía de ser obra de pueblos nobles y valientes, de grandes naciones, de civilizaciones poderosas. Ansiaba más que nunca viajar hacia el Oeste y ver por sí mismo a aquellos hombres que podían soñar de un modo tan elevado y crear semejante realidad. Quizás él mismo perteneciera más a aquellos pueblos que al suyo. ¿No habían venido sus antepasados del Oeste de la India?

Ezra miraba intranquilo a su hijo. David estaba en la edad en que todas las curiosidades naturales están despertando, y tenía el corazón impaciente de deseos no cumplidos. Si su madre lograba comunicarle su anhelo constante de dejar el país, que insistía en llamar un lugar de exilio, ¿cómo podría Ezra solo imponerse a los dos? David amaba el placer, y Ezra fomentaba su amistad con otros jóvenes de la ciudad. Pero ¿y si estos placeres se le hacían vulgares y añejos? Conforme observaba a su hijo, le parecía a Ezra que no estaba como había estado otros años. No prorrumpía en exclamaciones ante cada chuchería, objeto y maravilla, complacido con la cosa en sí. Una preocupación más profunda había en los ojos de su hijo, aparente en su cara y sus maneras. David estaba pensando, el corazón se le escapaba.

—¡Hijo mío! —gritó Ezra.

—¿Qué, padre? —respondió David, sin oír apenas.

—¡Escoge lo quieras para ti, hijo mío! —grito Ezra, en voz alta, para volver a David a la realidad.

—¿Qué puedo escoger yo? —murmuró David—. ¡Lo quiero todo!

Ezra trató de reír de buena gana.

—¡Vamos, vamos! —exclamó en el mismo tono alto de voz—. ¡Se arruinarían mis negocios!

Todos estaban mirando, para ver lo que escogía David, pero él no quería darse prisa.

—Elige esa linda tela azul —dijo madame Ezra—. Haría una buena chaqueta para ti.

—No quiero eso —dijo David, y continuó paseando alrededor, para mirar aquí y allá, tocar esto y aquello.

—Escoge esa lamparita dorada, joven amo —sugirió Wang Ma—. Yo la llenaré de aceite y la pondré sobre su mesa.

—Ya tengo una lámpara —replicó David, y continuó la búsqueda de lo que su corazón podía desear más.

—¡Vamos, vamos! —gritó Ezra.

—Déjalo que se tome su tiempo —rogó Kao Lien.

Así que todos esperaron, los sirvientes al principio medio riéndose, para descubrir lo que el más querido de la casa escogería para sí.

De repente, David vio algo en que no había reparado antes. Era una espada larga y estrecha, con vaina de plata forjada. La sacó de debajo de las piezas de seda y la miró.

—Ésta… —empezó.

—Jehová no lo permita —gritó Kao Lien.

—¿Es malo que escoja esto? —preguntó David, sorprendido.

—Fui yo el que hizo mal —declaró Kao Lien. Avanzó y trató de sacar la espada del puño apretado de David. El joven no quería soltarla, pero Kao Lien insistió hasta que tuvo la espada—. Yo no debería haberla traído a esta casa —dijo. Entonces se volvió a Ezra—. Sin embargo, es mi prueba. Me dije que si tú veías esta espada, hermano mayor, creerías…

Pero David había alargado la mano, y Kao Lien sintió que le arrancaba la espada de nuevo. David la retenía otra vez con ambas manos, y más la quería conforme la miraba.

Nunca había visto arma tan poderosa, tan delicada y perfecta.

—Es algo hermoso —murmuró.

—Déjala —dijo su madre, de repente.

Pero David no la atendió.

Kao Lien había estado mirando todo esto con horror creciente en su fisonomía sensitiva y sutil.

—Joven amo… —dijo. Su voz siempre de diapasón bajo, estaba tan cargada de significado, que todos los que había en la habitación se volvieron hacia él.

—¿Qué pasa, hermano? —inquirió Ezra. Estaba asombrado de la elección de David. ¿Qué necesidad tenía su hijo de un arma?

—Esa espada, joven amo —dijo Kao Lien—, no es para ti. Yo la traje como una muestra de lo que había visto. Cuando haya relatado su maldad destruiré la espada.

—¿Maldad? —repitió David, con los ojos todavía en la espada. Sus padres guardaban silencio. Si los hubiera mirado, habría visto sus caras ponerse de repente atentas y cautas e inmóviles de miedo. Pero él estaba mirando solamente la bella espada.

Kao Lien los miró, y comprendió lo que estaban pensando.

—Antes de cruzar la frontera del Oeste, fui advertido por los rumores —dijo—. Nuestros enemigos están matando a nuestro pueblo de nuevo.

Madame Ezra dio un chillido y se cubrió la cara con las manos. Ezra no habló. Ante el grito de su madre, David levantó la vista.

—¿Matando? —repitió sin comprender.

Kao Lien asintió, inclinando la cabeza de un modo solemne.

—¡Ojalá no sepas tú nunca lo que eso significa, joven amo! Yo seguí adelante, pensando que los occidentales creerían que yo era chino. Sin embargo, si hubiera sabido lo que iba a ver…, ¡me habría apartado un par de millas de mi camino!

Hizo una pausa. Ni una voz le preguntó qué había visto. La cara de Ezra estaba pálida bajo su oscura barba, y apoyó la cabeza entre las manos para ocultar los ojos. Madame Ezra no quitó las manos de su cara. David esperaba, con los ojos puestos en Kao Lien, y sintió que el espinazo se le estremecía con desconocido terror. Los sirvientes los contemplaban con las bocas abiertas de asombro.

—Sin embargo, es bueno para ti que sepas lo que yo vi —dijo Kao Lien, y miró a David—. Tú no sabes que, en el Oeste, nuestro pueblo no es libre de vivir donde quiere dentro de una ciudad. Han de vivir solamente donde se les permite, y siempre en las partes más pobres. Pero aún de allí fueron echados. Yo vi sus casas en ruinas, las puertas colgando de sus goznes, las ventanas destrozadas, sus tiendas robadas y arruinadas. Y no sólo esto. Vi a nuestro pueblo huyendo por las carreteras: hombres, mujeres y niños. Y aún más. —Kao Lien hizo una pausa y siguió—: Vi cientos de muertos…, viejos, mujeres y niños jóvenes que habían luchado antes que tratar de escapar… ¡Nuestro pueblo! Habían sido asesinados con espadas y cuchillos, veneno y fuego. Yo recogí esta espada en una calle desviada. Estaba cubierta de sangre…

David soltó la espada, que tintineó al caer al suelo. La miró y se sintió deslumbrado y sin aliento. En aquellos países con cuya belleza había estado soñando —hasta la espada era hermosa— Kao Lien había visto tanto horror.

—Pero ¿por qué? —preguntó.

—¿Quién lo sabe? —preguntó Kao Lien, suspirando. ¿Cómo podía hacer que lo comprendiera el joven David, que había pasado toda su vida en la paz y la seguridad? ¿Qué antigua maldición pesaba sobre su pueblo en todas partes que no tenía valor bajo los cielos de Oriente?

—¿Qué han hecho ellos? —La voz de David vibraba por todo el gran salón. Miró a su padre y a su madre y volvió a mirar a Kao Lien.

—¡Nada! —grito madame Ezra, y levantó la cara de entre sus manos.

—Aun cuando hemos pecado —exclamó Kao Lien—, ¿somos nosotros, de entre toda la humanidad, los que nunca van a ser perdonados?

Pero Ezra guardaba silencio.

Los sirvientes, presintiendo disgusto en el aire, movidos a piedad por lo que habían oído, se adelantaron a servir el té y apartar las mercaderías. Solamente entonces Ezra volvió en sí. Apartó su mano de la cara y bebió una taza de té. Cuando Wang Ma la hubo llenado de nuevo, la sostuvo con ambas manos, como para calentarse.

—Mientras vivamos aquí estamos seguros —dijo al fin—. Kao Lien, toma la espada y fúndela hasta convertirla en su puro metal. Olvidaremos que la hemos visto.

Antes que Kao Lien pudiera moverse para obedecer, David se inclinó y tomó la espada de nuevo para empuñarla.

—¡Yo, sin embargo, escojo la espada! —declaró.

Ezra gruñó, pero habló madame Ezra.

—Deja que la conserve —le dijo a Ezra—. Déjala recordar que por ella nuestro pueblo ha muerto.

Ezra dejó la taza, se frotó las manos contra la cabeza y volvió a suspirar.

—¡Naomí, eso es lo que no debería recordar! —exclamó—. ¿Por qué ha de sentir temor nuestro hijo, cuando nadie lo persigue?

—¡Padre, lo recordaré… siempre! —gritó David. Estaba erguido, la espada en la mano, la cabeza en alto, los ojos llenos de pasión.

En aquel momento se sintieron unas pisadas en la puerta y Leah apareció. David la vio vestida de escarlata y oro, el cabello recogido en la espalda, sus grandes ojos negros ardiendo, los labios rojos entreabiertos.

—¡Leah! —gritó.

—Oí lo que te dijo Kao Lien. —Su voz era clara y suave—. Oí lo de nuestro pueblo. Yo estaba detrás de la cortina.

—Entra, hija —dijo madame Ezra—. Ya iba a enviar por ti.

—Presentí que debía venir —replicó ella, con la misma voz suave—. Lo sentí… aquí.

Cruzó las manos sobre el pecho y miró a David. Él la miró, sorprendido de sí mismo, como si no la hubiera visto nunca antes. En el mismo momento ella llegó ante él, ya una mujer.

Madame Ezra los observaba y se inclinó hacia adelante en el asiento; todos los demás la observaban a ella. Sonreía con ansiedad y ternura a ambos. Ezra la espiaba por debajo de sus cejas, los labios fruncidos y en silencio; Kao Lien la observaba, sonriendo casi tristemente, y Wang Ma la observaba, pero en sus labios había amargura.

Leah solamente veía a David. Estaba de pie, muy alto, y empuñaba la espada con la mano derecha. Era más hermoso a sus ojos que el lucero del alba y más digno de ser deseado que la vida misma. Era la masculinidad para su feminidad; la suya era una sola sangre, y lo olvidó todo, excepto que él estaba allí y que en su cara había ternura y sus ojos se posaban con afecto en ella. Se acercó a él como al sol, vacilando, y sin poder remediar.

Madame Ezra se volvió hacia los chinos.

—Idos… todos vosotros —ordenó en voz baja—. Dejadnos solos.

Los sirvientes se marcharon. Hasta Wang Ma abandonó su puesto y salió apresurada por una puerta lateral. Perrita, dormida al sol sobre el umbral de piedra de la puerta, despertó, levantó la cabeza, se quejó y, levantándose, también se fue.

Leah le sonrió a David.

—Otro David con la espada de Goliah en la mano —dijo. De repente, las lágrimas llenaron sus ojos. Dio un paso hacia delante, parándose, besó la vaina de plata de la espada que él sostenía.

Él la vio inclinada, el rizado cabello oscuro sobre la nuca lechosa. Alrededor de ellos, su padre, su madre y Kao Lien los observaban.

Peonía los observaba también, sin ser vista. Wang Ma había llegado presurosa hasta su puerta, y, encontrándola cerrada había golpeado.

—¡Peonía, tonta, hija de tonta! ¡Abre la puerta! —gritó—. ¿Estás durmiendo?

Peonía abrió la puerta, asustada ante la extraña voz de Wang Ma.

—¡Pronto! —dijo Wang Ma, entre dientes—. Vete al gran salón; entra como si no supieras nada; distráelos con una risa.

Sin decir una palabra, Peonía había volado hasta allí con pies silenciosos. Todavía en silencio, había apartado la cortina y mirado dentro. Allí estaba David sosteniendo una espada, mientras que los mayores observaban, y sobre esta espada Leah apretaba los labios. ¿Qué rito era aquél? ¿Era la forma extranjera de declarar un compromiso matrimonial? No, no, ella no podía hablar…, ¡no podía reír! No osó romper aquel momento. ¿Qué significaba aquello? Soltó la cortina y voló de nuevo a su habitación, con sus dulces ojos oscurecidos por el terror.