IX

Para el noveno mes de la luna[10], en una época en que el calor desaparecía y el frío todavía no había llegado, fue concertado el casamiento de David. Habían pasado treinta y tres días desde la muerte de Leah, y el césped sobre la sepultura aún estaba verde.

Así lo vio David la primera vez que fue a mirar la sepultura. Había asentido en silencio cuando su padre le dijo que la boda estaba decidida y siguió silencioso cuando escuchó que se había hecho cambio de regalos.

—¿Te agrada esto, hijo mío? —había preguntado Ezra, finalmente.

—Sí, padre, si les agrada a mi madre y a usted —respondió David.

Estaba repuesto de su herida, pero le había dejado una cicatriz en la frente que seguiría allí mientras él tuviera vida. Aunque su carne estaba curada, no había recuperado su espíritu. Pasaba indiferente muchas horas del día, pero de noche dormía mal, y su antigua y sana voracidad por la buena comida no había vuelto a sentirla. Todo esto lo veía Peonía, pero no decía nada. Lo atendía como lo había hecho en otros tiempos, cuando era niño; madame Ezra no se lo prohibió ya.

—Dime lo que te agradaría, hijo mío —dijo Ezra ansiosamente.

Puso su mano, grande y afectuosa, sobre la delgada de David, que se encogió, rehuyendo el contacto de su padre. Lo notaba demasiado vehemente, demasiado importuno y excesivamente afectuoso. Sus fuerzas no eran suficientes todavía para afrontar el amor de su padre.

—Ya sé que debo casarme —dijo David.

—No tienes porque hacerlo…, si no quieres —dijo Ezra con expresión abatida.

—Sí, debo hacerlo —contesto David.

—No, si no amas a esa hija de Kung —dijo Ezra.

—Tal vez no ame a nadie todavía —dijo David con una ligera sonrisa.

Ezra se quedó preocupado. Volvió a sentarse y puso las manos sobre las rodillas.

—¡Creía que le escribías poemas! —exclamó.

—Escribía…, pero… —murmuró David.

—¿Dejaste de hacerlo antes…? —preguntó Ezra, y no pudo continuar por no mencionar a Leah.

—¿Antes de que muriera Leah? —terminó David por él—. No…, sí, dejé un poema sin terminar. Y fue porque encontré a Leah… en el jardín de los duraznos.

—¿Sientes pena por ella? —inquirió Ezra.

David meditó antes de hablar. Estaban sentados en la habitación de su padre, porque Ezra lo había mandado llamar para decirle que se habían ultimado los esponsales.

—No —dijo David al fin—. No tengo pena. Pero desearía que no hubiese muerto… como murió. Y si hubiese vivido…

Volvió a hacer otra pausa.

A Ezra se le erizaron los pelos del cráneo, brazos y piernas.

—¿Te habrías casado con ella? —preguntó cuando vio que la pausa de David se prolongaba demasiado.

Meneó la cabeza lentamente. Al hacerlo palpó la cicatriz sobre su cabeza dolorida.

—No —dijo, y luego, con más energía repitió—: No, padre, de seguro que no. Pero si Leah hubiese vivido, me habría casado con más alegría con ésta. ¿Puede usted comprenderlo?

Ezra abrió la boca con asombro, volvió a mirar a su hijo y meneó la cabeza. Aquello era más de lo que podía comprender.

—¡Pobre padre! —dijo David con ternura—. ¿Para qué voy a preocuparlo? Me casaré, tendré hijos e hijas y llevaré una buena vida. Después de la boda volveré a la tienda y todo marchará como antes, si no mejor… mucho mejor.

Se levantó, puso una cara sonriente, hizo una inclinación a su padre y se fue. Detrás de él, Ezra se quedó sentado, lleno de dudas durante mucho rato; luego suspiró y se fue a su tienda, el labio inferior hacia fuera y de mal humor para el resto del día.

En cuanto a David, estuvo intranquilo y tan irritable con Peonía, que ella abandonó todo intento de complacerlo y se quedó sentada tranquilamente con su costura. Ésta solía hacer algún bordado, pero aquel día no estaba trabajando con sedas. Tenía un trozo de fino hilo blanco en forma de la planta de un pie entre sus manos.

David observaba cómo se movían sus deditos de dentro para fuera de la tela, tirando de la aguja hacia arriba, abajo y de través; al fin le preguntó que hacía.

—Tienes los pies delicados por haber estado en cama —le respondió con calma—. Sé que los calcetines que hacen las criadas te hacen daño. Y los estoy haciendo con costuras lisas, de manera que no hay bordes por dentro que puedan molestarte.

No respondió él a esto, sino que continuó sentado en su silla, mientras la miraba tontamente.

—Me voy a casar, Peonía —dijo de repente.

Levantó ella los ojos hasta él, y luego sus párpados volvieron a posarse sobre la costura.

—Ya lo sé —dijo.

—¿Estás contenta ahora conmigo? —preguntó él.

—No me corresponde a mí estar contenta ni descontenta —dijo dulcemente.

—Tú seguirás aquí, Peonía, exactamente como has estado siempre —siguió él.

—Gracias… —dijo ella. Y luego añadió—: joven amo.

No prestó atención a esto.

—Supongo que tú también querrás casarte algún día —dijo bruscamente.

—Cuando eso ocurra ya se lo diré —replicó ella. Entretanto, sus dedos volaban muy rápidos, la aguja penetrando y saliendo. David no estaba pensando en ella, bien lo sabía. Su imaginación vagaba sobre sí misma, pero no estaba preparada para su intempestiva declaración.

—Quiero ir a ver dónde está enterada Leah —dijo.

Dejó Peonía la tela sobre sus rodillas y lo miró, exasperada de amor.

—¿Y por qué ir hoy? —inquirió—. Es mala suerte enlazar la muerte con la vida.

—Si voy a ver su sepultura, me daré cuenta de que está muerta —dijo él de un modo extraño.

Peonía lo miró con interés.

—Pero tú sabes que Leah está muerta —razonó.

—Yo sigo viéndola —replicó David.

Estaban sentados en la habitación donde había muerto Leah; Peonía lo recordaba, pero no quería volver a representárselo en su imaginación.

Anteriormente habían pensado muchas veces que las habitaciones de David deberían trasladarse a cualquier otra parte de la casa, pero en un principio había estado demasiado delicado para cambiarlo, y luego, cuando se habló de ello, se negó, diciendo que aquéllas habían sido sus habitaciones desde la infancia y que le gustaban más que otras. Pero en lo más recóndito de su pensamiento, Peonía tomó la resolución de decirle a madame Ezra que David debía iniciar su vida de casado en otros aposentos, en patios más grandes, y que sus actuales habitaciones se deberían clausurar o dejarlas para forasteros.

Dobló la tela y la metió en una caja con incrustaciones de marfil donde guardaba las cosas de costura.

—Si deseas ir a la sepultura, iré contigo —dijo.

—¿Ahora? —preguntó él.

—Ahora —convino ella.

Así sucedió que en aquel apacible y sereno día de otoño, David fue en su coche de mulas fuera de las murallas de la ciudad, a ver el sitio en que Leah estaba enterrada. Era un lugar tranquilo, cercano a la ribera del río y no lejos de la sinagoga. David lo conocía bien, porque allí estaban enterrados sus abuelos y sus antepasados, entre otros muchos judíos que habían muerto durante los siglos de su residencia en la ciudad. Las sepulturas eran altas, como las sepulturas chinas, y las lápidas pequeñas.

Peonía lo condujo a la sepultura de Leah, pues ella sabía dónde estaba. No había asistido al entierro, puesto que se había quedado con David, pero Wang Ma le había dicho que la sepultura quedaba al Este, separada del río y al lado de la sepultura de su madre.

Allí fueron y David se sentó sobre la chaqueta que Peonía dobló sobre la hierba. El lugar era silencioso, el aire húmedo y frío bajo un cielo gris. Alrededor de ellos se levantaban los altos sepulcros, pero David sólo miraba el de Leah. La tierra estaba fresca bajo el césped que habían colocado encima y que había echado firmes raíces. Unos cuantos asteres silvestres, de color púrpura, crecían sobre la hierba.

—No puedo creer que ella esté aquí —dijo David al cabo.

—Pues ahí está —contestó Peonía con firmeza.

—¿Tú crees en el espíritu? —preguntó David.

—Yo no pienso en los espíritus —respondió Peonía. Estaba de pie a su lado, pero se inclinó y apretó las mejillas con las palmas de las manos—. ¿Sientes escalofríos? —preguntó.

David meneó la cabeza.

—Déjame solo un rato —le ordenó.

—No quiero —replicó Peonía—. Tengo el deber de quedarme contigo; si no me echarían la culpa de cualquier daño que pueda ocurrirte.

Se quedó de pie, a su lado, erguida su figurilla, de cara hacia la sepultura, pero sus ojos miraban más allá. Sobre la baja muralla veía los campos y las villas, y más lejos, la brillante superficie plana del río y la vela de un bote que se izaba en el mástil. Lo que David tenía en la cabeza no lo sabía, pero no se lo cedería al espíritu de Leah. Creía profundamente en los espíritus, y sabía que el espíritu de los muertos se adueña siempre de los vivos. Resistiría al espíritu de Leah con todas las fuerzas de su ser.

«Quédate en tu sepultura —decía en silencio, y oponía su voluntad a la de Leah—. Lo has perdido y no le harás daño nunca más».

Así se mantenía firme ante el espíritu de Leah y todo lo que ella había significado, por último, David suspiró y se puso en pie.

—Está muerta —dijo tristemente.

—Déjame ponerte esta chaqueta —dijo Peonía—. Tienes el cuerpo frío.

David se estremeció.

—Tengo frío… —dijo—; vámonos a casa.

—Sí, sí —convino ella haciéndole apresurarse para llegar al coche de mulas. Cuando éste los dejó sobre el áspero camino de guijarros ante la puerta de la casa, lo hizo bajar de prisa del coche, lo llevó a sus habitaciones, hízole meterse en la cama y fue a buscar una piedra caliente para los pies y caldo para que bebiera; luego se sentó a su lado hasta que se durmió: Después le contó fielmente a madame Ezra lo que había sucedido. Madame Ezra la escuchaba, sus oscuros y trágicos ojos fijos en la cara de Peonía, que se hacía fuerte, precavida ante su mal genio. Pero madame Ezra no estaba incomodada. Oyó, suspiró y luego dijo sosegadamente:

—Ahora que ha visto la sepultura, olvidaremos el pasado y nos prepararemos para el porvenir.

Era la primera vez en su vida que Peonía le había oído semejantes palabras a madame Ezra, para quien el pasado había sido siempre lo más caro, compadeció a aquella mujer de edad y sintió un nuevo cariño por ella.

—Mi querida señora —dijo dulcemente—, le prometo que el porvenir será bueno también para usted.

Madame Ezra meneó la cabeza y dos lágrimas cayeron de sus ojos.

—Si Dios quiere —murmuró.

Peonía hizo una inclinación y no respondió a esto, pero conforme iba para su habitación pensaba para sí que los dioses tienen poco que ver con la felicidad de los mortales.

El día de la boda de David amaneció despejado y frío. Era un día aislado en el calendario, a principios de invierno. No quedaba cerca de ningún día de fiesta, ni evocaba recuerdos de por sí. Era sencillamente un día elegido por el quiromántico a instancias de Kung Chen, un día afortunado en que los horóscopos del hombre y la mujer se encontraban bajo la estrella de la fortuna.

Puesto que era joven, habiendo recuperado plenamente su fuerza y salud, y como su corazón estaba ansioso e impaciente de volver a vivir, David se levantó con cierta excitación e incluso con alegría. Había dejado que sus pensamientos acerca de la linda muchacha que iba a ser su esposa fueran adueñándose poco a poco de su mente. Era inevitable, se decía. Aunque su madre hubiera deseado poner a una muchacha de su raza en el lugar de Leah, no la había. Entre su pueblo los pobres abundaban más que los ricos, y no había familia equiparable a la de Ezra. A pesar de su celo, sabía que su madre era demasiado prudente para llevar a la casa una nuera con demasiados parientes pobres y voraces. Ya que no Leah, ¿por qué no iba a ser la linda muchacha que él había visto y a quien sabía que podría amar?

Pensando así, aflojó David los brazos que habían atado su corazón y recibió con alegría el día de su boda.

Nunca lo había encontrado Peonía tan antojadizo ni tan voluntarioso. Se levantó temprano y se dio tres baños, el último perfumado; no le satisfizo la forma en que tenía rizado el cabello, y tuvo ella que cepillárselo lo más que pudo con aceites aromáticos. Había querido nuevas prendas de vestir, las cuales habían sido hechas en seda amarilla, pero ahora deseaba que fueran verdes. El amarillo, decía, lo hacía parecer demasiado moreno.

Peonía, al final, perdió la paciencia.

—¡Pero si tú mismo las encargaste amarillas! —gritó.

—Debiste haberme aconsejado lo contrario —dijo él con desagrado.

—Quédate tranquilo —insistió ella—. No hay tiempo de hacer otras.

De suerte que se vistió de amarillo; luego le gustó, después de todo, porque sus trajes chinos eran de un azul brillante y la ropa interior amarilla hacía un agradable contraste. Sobre el brocado de seda azul llevaba una chaqueta de terciopelo negro abrochada por delante con botones de jade. Para que su pequeña novia no se asustara, David había decido llevar atavíos enteramente chinos aquel día; sobre la cabeza se puso un gorro redondo de raso negro rematado con un redondo botón rojo.

Cuando estuvo listo, se paró delante de Peonía para su inspección y cuando ella lo vio allí, alto y sonriente, con la cabeza erguida y los pies juntos, las lágrimas inundaron sus ojos.

Dio él un paso hacia delante rápidamente y la rodeó con sus brazos.

—¡Peonía! —dijo dulcemente—. ¿Por qué lloras?

Ella apoyó su mejilla un momento sobre él. Luego se rió y se deslizó de entre sus brazos.

—¡Estás demasiado hermoso! —declaró. Quiso arreglar algunos detalles—. Permíteme que te ponga bien el cuello. ¿Has frotado almizcle en las manos como te mande? Serás muy feliz, lo sé…, David… ¡Me lo dice el corazón!

—Pero ¿tú serás feliz? —insistió él.

Volviose ella, grave entonces, le tomó una mano y la puso en su mejilla.

—Soy feliz —dijo dulcemente—. Ahora sé que viviré en esta casa… hasta que muera.

Con estas palabras salió corriendo tan veloz como una golondrina. Pero él recogió sus palabras y las consideró. ¿Lo amaba tanto? Se estremeció al pensar en ella. Peonía no le pediría nada. Podría vivir allí enteramente feliz, contenta con lo que la vida daba, sin ninguna violencia del corazón o del espíritu, ni nada que estuviera en desproporción con lo que ella era. Cuidaría de su bienestar y lo conservaría a su lado mientras viviera, no enteramente como su hermana, pero sí algo más que como una sirvienta. Sería bueno con ella.

Se acercaban su padre y su madre. Los vio entrar por la puerta, uno al lado del otro, vestidos con las ropas para la boda. Ambos se habían comprado trajes nuevos; el de Ezra era de raso castaño, y el de madame Ezra tenía el color profundo de las uvas purpúreas, bordado de oro. Ezra se había quitado su gorrito; el cabello gris de madame Ezra estaba libre. Llegaban con pasos mesurados, en silencio; él salió a su encuentro y se inclinó ante ellos. Vio que su madre había estado llorando, porque tenía los ojos hinchados y le temblaban los labios todavía; sin embargo, no habló. Fue Ezra quien dijo lo de rigor:

—¿Estás contento, hijo mío? —preguntó.

—Muy contento —replicó David, con firmeza.

Se inclinó, y ellos se inclinaron ante él; luego se fueron todos al gran salón, y allí esperaron.

En otra habitación Wang Ma y Peonía también esperaban a la novia. Las sirvientas y las criadas inferiores, expectantes y excitadas murmuraban y atisbaban por cada rincón y ventana. ¿Era linda la nueva novia? ¿Sería buena para ellas? Había rumores de que era la muchacha más bonita de la ciudad, pero ésos eran los rumores corrientes siempre antes de que se viera a una novia.

Al mediodía, exactamente, la silla de manos de la novia, cubierta con cortinas de raso rojo, y una pequeña silla de manos para Chu Ma, llegaron a la puerta principal; con ellas llegaron los coches de mulas, con armas, que traían a la familia de la novia y a sus ayudantes. La silla de manos fue conducida a los patios y de allí al lugar donde estaba Peonía y Wang Ma. Chu Ma bajo primero de su silla. Pero Peonía en persona, con una palabra de cortesía, abrió las cortinas de la litera de la novia, y le ofreció sus brazos. De todos los ámbitos del patio surgieron suspiros y exclamaciones.

—¡Ah, es muy linda!

—¡Ah, era todo verdad!

—¡Mira qué ojos tan grandes!

—¡Qué pies tan pequeños!

Si la novia lo oyó, no dio señales de ello. Se detuvo delicadamente en el umbral de la puerta, una mano en el brazo de Peonía y la otra apoyada en Chu Ma.

—¡Con cuidado, señora mía! —le dijo Chu Ma en voz alta. No le parecía digna de ella la presencia de las otras sirvientas, y siguió adelante para acomodar el almohadón de la silla preparada para la novia y ver si era bastante blando. Luego gritó imperiosamente—: ¿Dónde está el té? ¿Es del mejor? ¡Mi señora bebe solamente té del que está preparado con las hojas arrancadas antes de la lluvia!

Pero Peonía lo tenía todo preparado.

Después de estar sentada un rato, la curiosidad de la pequeña novia fue en aumento, y ya que sólo había mujeres en la habitación, se levantó el velo y miró alrededor con sus grandes ojos negros.

—¿Va a ser esta mi habitación? —preguntó con su voz dulce y atiplada.

—¡Chist! —dijo Chu Ma. Frunció los labios—. ¡Las novias no tienen que hablar…, ya te lo dije, niña desobediente!

—Yo quiero hablar —dijo voluntariosa la novia—. Además, tú dijiste que eso era sólo si había un hombre en la habitación.

Todas se rieron al oír esto y ella río también. Entonces vio a Peonía de pie allí cerca.

—¡Me alegro de que estés en esta casa! —exclamó—. Tú no eres mayor que yo, ¿verdad?

—Tengo dieciocho años, señora —dijo Peonía.

—Lo mismo que yo —dijo la novia, y batió palmas; todo el mundo volvió a reírse. Entonces se inclinó hacia Peonía—. Dime…, ¿es muy extraña esta madre?

Peonía negó con la cabeza y se puso la mano sobre la boca para ocultar su sonrisa.

—Pero ¿es extranjera? —insistió Kueilan.

—Sí…, pero no tanto como era —dijo Peonía.

Madame Ezra, desde luego, había cambiado mucho. Se había vuelto muy callada y no siempre hacía prevalecer su voluntad. Cuando Leah murió, algo murió en ella también. Esto lo habían notado todos, sin comprender lo que era. Pero Peonía se daba cuenta.

En aquel instante se sintieron pisadas en el patio. Levantaron la vista; allí estaba David. Se produjo un revuelo, porque aquél no era el momento en que había de aparecer.

Chu Ma gritó alarmada.

—¡El velo, chiquita!

Pero Kueilan no levantó la mano hasta su velo. En lugar de hacerlo, miró a David, y éste a ella. Todos los presentes se quedaron asombrados ante lo que veían, y lo tomaron por una costumbre extranjera.

—Sé que estoy haciendo algo que puede considerarse incorrecto —le dijo David a Kueilan, con la mayor dulzura. La miraba sin vergüenza y, desde luego, con el mayor placer.

Ella no respondió, pero le devolvió la mirada como si hubiera olvidado que debía bajar los ojos. Se miraron mutuamente, y luego dijo ella con vocecilla entrecortada:

—¡Creo que no es malo!

—Entonces estamos de acuerdo —respondió David, y después de otra larga mirada, hizo una inclinación y se fue.

Cuando se hubo ido, se sentó sonriente, como una pequeña diosa, y no escuchó una palabra del regaño de Chu Ma ni las sofocadas risas de las demás. De suerte que dejó a Chu Ma que desprendiera el velo y se quedó sentada bajo él, con los ojos brillantes y la boca gazmoña.

Pero Chu Ma continuaba regañando y decía frenética:

—No está bien que el novio vea a la novia demasiado pronto… Eso da mala suerte al matrimonio.

Nadie le prestó atención, porque Peonía las apremiaba para la ceremonia.

—Permítame que la conduzca al salón —le dijo a la novia.

La figurilla de tieso ropaje bordado de raso rojo escarlata se apoyo sobre su brazo; Chu Ma iba al otro lado. Todas las sirvientas las siguieron. En el gran salón esperaba Kung Chen, con su esposa y sus hijos a su lado. Al otro lado de la habitación, Ezra, madame Ezra y Kao Lien estaban de pie. Se había hablado de que el rabino estuviera presente; pero aquella mañana, cuando Ezra fue a ver al anciano a las habitaciones que ocupaba, lo encontró tan ofuscado y nervioso, que temió presentarlo ante los invitados, dejándolo al cuidado del viejo Elí, a quien habían traído para servirlo. En cuanto a Aarón, nadie sabía de él.

La familia de Kung no echo de menos ni al rabino ni a su hija. Observaron la entrada de su hija con sentimientos contradictorios y naturales en ellos. Los hijos sentían temor por su hermana, sobre todo el más joven. El mayor compartía con su padre la prudencia en los negocios y las ideas sobre la unidad dentro de la nación. Por intermedio de su hermana, la casa de Ezra dejaba en gran parte de ser extranjera, y puesto que Ezra era conocido como un buen hombre, y rico además, eso era bastante. Madame Kung estaba serena; no se complicaba jamás con precauciones ni exceso de pensamiento. Veía que la muchacha tenía el aspecto debido y pensaba que el matrimonio era bastante bueno para una hija tercera, aunque estaba íntimamente complacida por el hecho de que las dos chicas mayores estuvieran ligadas con acaudaladas familias chinas. Contuvo un bostezo, contempló a madame Ezra, y la compadeció por ser tan alta y tener una nariz tan grande.

Solamente Kung Chen experimentaba los íntimos sentimientos de amor, duda y ternura que hacían de él un padre. ¡Su pequeña tercera! Se había criado en su casa sin que le hubiera prestado mayor atención que a cualquiera de sus hijas; pero ahora, mientras la veía deslizarse con pasitos lentos por la habitación, recordaba cuán rosada y sonriente había sido de chiquita; las pocas veces que había llorado; cómo cuando empezó a caminar había tenido terribles rabietas, afirmando los pies y apretando los puños, y cómo se había reído siempre de ella hasta que desaparecía su enojo. Recordaba que una vez se había caído en el estanque de los peces y que él la había sacado y dejado llorar contra su hombro, mojándose con sus ropas empapadas; cómo le había comprado compota de manzanas ácidas para alegrarla cuando volvió con ropas secas.

—¿Cómo viniste a caer en el estanque de mis peces? —le había preguntado riéndose.

—Los peces tiraron de mí —había insistido ella, y él había vuelto a reírse.

Era una criatura atractiva, con cerebro de mariposa y alma de gatita; pero su cuerpo, esbelto y redondeado, era hermoso. Esperaba que el joven fuera bondadoso y paciente; le dirigió una mirada a hurtadillas. David estaba de pie, sus ojos convenientemente desviados de la novia. Kung Chen analizó su fisonomía. «Hermoso, de espíritu elevado, inteligente…, sí, y quizá, para un joven, muy bueno —se dijo. Entonces suspiró—: ¡Esperemos que el joven no se canse de mariposas y gatitas!». Su cerebro volvió casualmente al día de su boda y recordó el placer y las esperanzas que había alimentado, y luego la larga y lenta desilusión. Pero había tenido hijos y aprendió a comprender que la vida está hecha de un conjunto y no de un solo amor. Era bastante, quizá, con que el hombre fuera bueno y la mujer bonita.

Kao Lien se adelantó como amigo común que iba a presidir la ceremonia y dio instrucciones a la joven pareja. Bajo sus órdenes se inclinaron ellos por turno ante las dos familias y luego ante la inscripción de la pared que ocupaba en aquella casa el lugar de las tablas de la ley; luego bebieron el vino mezclado y partieron una sola hogaza. Los ritos eran mixtos, basados en los chinos, pero con concesiones recíprocas, distintos de los establecidos.

Fueron breves y se realizaron pronto; luego la novia fue instalada en su asiento, donde podía ser vista y observada por todos, pero no debía levantar la vista ni hablar, ni parecer prestar atención a nadie. Ni podía David, por delicadeza, prestarle atención, pero la miraba furtivamente y su sangre empezaba a acelerarse. Era muy hermosa, sin duda alguna. Detrás de las hebras de su velo bordado con abalorios, las líneas de su carita eran suaves y encantadoras, y su boca era roja. La compadecía por tener que estar sentada tanto tiempo bajo el pesado tocado de su cabeza, cargado de ornamentos de plata y oro, y se prometió que por la noche, cuando se lo quitara, la consolaría y le preguntaría si le dolía la cabeza. Pero otros vieron sus miradas y empezaron a hacerle bromas por impaciente; David se avergonzó y se dejó llevar a los juegos de beber vino y servirse exquisitos bocados.

Las grandes puertas que daban a la calle fueron abiertas de par en par, de modo que todos los que quisieran pudiesen entrar y comer en las mesas puestas en los diferentes patios; entraron centenares a comer vorazmente y con ruidosas expresiones de agradecimiento. Ezra, en su ir y venir, vio grandes cuencos de carne de cerdo entre el pescado, carne de ternera y aves, pero nada dijo. «También hay carnero para los mahometanos —pensaba—; dejadlos que coman de acuerdo con su religión».

Así pasó el día de bodas, entre fiestas, música y risas. Kung Chen y Ezra se dedicaron a brindar con vino una y otra vez. Madame Ezra invitó a madame Kung. Ambas señoras se veían por primera vez; cada una encontraba extraña a la otra y les era difícil conversar; pero estaban resueltas a ser lo más consecuentes posibles. Madame Kung pensaba para sí que madame Ezra era demasiado enérgica como mujer y esperaba que no tuviera muy mal genio. Pero daba por descontado que madame Ezra procuraba con empeño serle agradable. Y así, aunque el día fue tedioso para las dos damas, de algún modo transcurrió.

Cuando se hizo de noche y la joven pareja fue conducida ante la puerta, llegó el momento de las despedidas y la casa fue quedando en silencio. La tranquilidad reinó en todas partes. Los sirvientes, fatigados y hartos de la comida de la fiesta, se quedaron todos dormidos rápidamente. Wang Ma gruñó una o dos veces en su cama. Cuando el viejo Wang le preguntó si le dolía algo, ella dijo:

—Sólo la barriga. Comí tres veces más dulces y carpa en vinagre de lo que debía.

—Pues yo comí de todo lo que me gustó y desafío a mi barriga a que diga algo —replicó el viejo Wang.

—¡Oh, no me cabe duda de que eres admirable! —respondió Wang Ma amargamente. Pero el viejo Wang ya estaba dormido.

La habitación de Peonía estaba muy tranquila. Había dejado temprano la compañía de los demás y había ido a la cámara nupcial. Dio allí los toques finales, colocando algunas flores en los vasos, velas nuevas y las pipas de plata, un plato con pastelillos, té caliente y un plato con los últimos duraznos de otoño, rosados y amarillos. Había perfumado las cortinas de la cama con almizcle y extendido una cubierta de terciopelo sobre la banqueta colocada delante de la alta cama. Luego, cuando no se le ocurrió nada más, encendió las velas y se quedó mirando entorno de la habitación. No sentía aflicción. No sabía cuál era su suerte ni para lo que había nacido; estaba agradecida de que su vida transcurriera allí y de poder ir a la habitación cada día, aunque fuera solamente para servir.

El silencio continuó en la habitación, después que se hubo ido. Chu Ma lo interrumpió por unos pocos minutos cuando, soplando con ansiedad, introdujo a la pequeña novia. Pero no era lo propio que ella se quedara, porque ya venía el novio.

—Siéntate, chiquita —murmuró imperiosamente, dirigiéndose a la novia—. Cuando él entre, no levantes la vista. Déjalo alzar el velo, pero no levantes la vista. Cuando te mande que lo mires y te ponga la mano en la barbilla, o si se queda de pie esperando, entonces levántate lentamente…, como te enseñe. Las pestañas son lo único que debe levantarse, y muy lentamente, chiquita. ¡Oh, cielos, ayudad a mi nena! —Y Chu Ma empezó a sollozar y a enjugarse los ojos con las mangas. Pero a la novia no le agradó nada aquello. Golpeó con un pie en el suelo y le dio un empujón a su vieja niñera.

—Vete, estúpida —dijo con demasiada claridad; las lágrimas de Chu Ma se secaron enseguida y su compasión se fue con ellas.

—¡Niña mala! —gritó en voz baja—. Espero que él tendrá fuerza bastante para apalearte. —Y revolviendo los ojos y frunciendo los labios, se marchó alborotada.

Silenciosa estaba la habitación cuando entró David. Esperó hasta que la última carcajada se hubo convertido solamente en un eco tras la puerta cerrada. Entonces se volvió hasta su novia. Kueilan estaba sentada sobre la cama entre las separadas cortinas, con los pies juntos sobre la banqueta, las manos cruzadas sobre el regazo y el velo todavía sobre la cara. Lentamente y en silencio cruzó él la habitación, levantó el velo y lo dejó sobre la mesa. Se quedó de pie al lado de ella, vacilante, el corazón latiéndole de prisa.

—¿Te duele la cabeza? —preguntó amablemente.

Ella no levantó la cara.

—Sí…, un poco. —Su voz era dulce y débil.

Él permanecía de pie, y ella esperaba, mirando fijamente sus pies. Ya que estaba sola tenía miedo, después de todo, y obedecía a Chu Ma cuidadosamente. Pero si él no la tocaba ni le hablaba mandándole que levantara la vista, ¿tendría bastante valor para alzar la cabeza? ¿Y cuándo, si lo hacía, debería mirarlo?

Antes de que pudiera responderle, David se inclinó y le tomó la cara entre las manos.

—No hablemos esta noche —dijo—. Habrá tiempo para hablar mañana… y todos los días.

—Sí —murmuró ella, y sintió sus mejillas ardientes entre sus palmas.

—Seremos felices —murmuró él.

—Seremos felices —contestó ella, como un eco.

La noche transcurrió en silencio hasta después de las doce. Entonces Ezra se despertó al sentir ruido de sollozos. Había comido demasiado y bebido tanto, que se había hundido en un sueño sin fondo en el momento mismo de meterse en la cama. Pero le parecía que estaba siendo arrastrado fuera de la paz por algo penoso y lleno de dolor. Se despertó gruñendo y no fue capaz durante un momento de distinguir lo que oía. Entonces reconoció el ruido. ¡Naomí estaba sollozando! Para consolarla había dormido cerca de ella aquella noche. Salió tambaleándose de la cama y se dirigió a la habitación contigua, donde estaba la cama de ella. La oscuridad palpitaba con el ruido de sus sofocados llantos.

—¡Naomí! —gritó, y buscó a tientas la cama—. ¿Qué te pasa?

Ella no respondió y siguió sollozando. Encontró la mesa y encendió la vela. La luz cayó sobre la turbada cara de su mujer. Le era difícil creer que aquélla era la mujer hermosa que había cumplido su deber tan valientemente en la boda de su hijo.

—Naomí, ¿estás enferma? —gritó.

—No —jadeó ella—. ¡No…, pero… estoy pensando… en que todo ha terminado! ¡Oh, desearía haberme muerto! Y tú también lo desearías, Ezra…; ¡lo sé! Pero quieres olvidarlo todo.

Sentose a su lado sobre la cama, le tomó una mano y empezó a darle golpecitos pacientemente. No sabía por qué, pero comprendía que aquél era el comienzo de otras muchas noches en que debería sentarse a su lado con paciencia y amor, esperando que pasase su pena.

—Vamos, Naomí —dijo soñoliento—, bien sabes que vamos a ser felices. David tendrá hijos… Piensa en esta casa llena de nietos.

Ella volvió la cara sin dejarse consolar.

—Yo siempre me he dicho… que cuando muriera… sería enterrada en nuestra tierra prometida.

—¡Así que realmente es por eso por lo que estás llorando ahora! —exclamó Ezra. Entonces se acordó de que debía tener paciencia—. Bueno, querida esposa, ¿quieres que te haga una promesa? Si lo deseas, te prometeré que cuando mueras llevaremos tu cuerpo a la tierra prometida. Yo me las arreglaré de algún modo.

Ella siguió acostada y en silencio durante un rato.

—Pero ¿tú te quedaras conmigo? —preguntó.

Suspiró Ezra.

—¡Ah, Naomí, tú quieres seguir con tus cosas, y no quieres dejarme a mí con las mías! No, mi vida, yo volveré solo para casa y aquí moriré y aquí seré enterrado…, aquí donde yacen mis padres y donde están mis hijos.

Madame Ezra volvió a llorar.

—¡Pero, Ezra, tú eres judío!

—Por esa misma razón —respondió él con firmeza—. Aquí hasta el suelo es bueno.

Y continuó dándole golpecitos en la mano con paciencia y amor.

Donde reinaba el silencio más profundo era en la habitación de Peonía. Cuando se acostó, sabía ya que no sería posible dormir. Durante toda aquella noche de bodas estaría acostada y en vela, con su espíritu en aquella otra habitación, revoloteando sobre David. Pero hizo todos sus preparativos de costumbre para dormir. Se lavó cuidadosamente, perfumó el cuerpo, limpiose los dientes, cepillose el cabello y se puso ropas frescas para la noche. En todo el día no había sido capaz de comer, y había querido suponer que era porque estaba demasiado ocupada. Ahora, con la cabeza sobre la almohada de raso, se permitió recordar todos los detalles. No se le ocurría nada que hubiera estado mal y se alababa de ello. Cada plato estaba frío o caliente, en su punto, y los vinos fueron calentados hasta el grado necesario y nada más. La plata y el peltre brillaban, el marfil estaba claro, la madera pulida y limpia, y ni siquiera detrás de una puerta había polvo. En el momento exacto en que la novia estaba cansada, ella lo había visto y secretamente le había servido una taza de arroz caliente y se las había arreglado para que nadie la viera comer. Sabía que su felicidad dependía de ganarse el corazón de la esposa de David. Su nueva señora debía aprender a quererla y apoyarse en ella. Sí; más aún, debía permanecer entre marido y mujer y unirlos. Con ningún acto ni palabra debía separarlos, porque en su felicidad reposaba su propia seguridad…, en su felicidad y en su necesidad de ella.

Peonía era demasiado perspicaz para no ver claramente en qué podía consistir el porvenir. Conocía la medida de la mujer, su altura, anchura y su pequeñez, y conocía a David como a su propia alma. Ambos la necesitarían con frecuencia para restaurar la fábrica de su matrimonio, pero no debía dejarles saber nunca que conocía su necesidad.

Así, estaba acostada pensando, mientras pasaban las horas, pensando y tratando de evitar ver con los ojos de su imaginación aquella otra habitación donde el matrimonio estaba consumándose. Aquella noche no debía preocuparse, se decía…, ni aquella noche ni las muchas noches que la seguirían; no era un acto ni muchos, sino el conjunto, las vidas de todos en relación con la única que seguía siéndole más querida, lo que debía interesarle.

Esto siguió repitiéndose a sí misma durante muchas horas, mientras estaba acostada y miraba con resolución la oscuridad. Luego, de repente, oyó cantar un gallo. La noche había terminado y la madrugada estaba cerca. Su ánimo decayó y exhaló un suspiro. Las lágrimas se agolparon bajo sus párpados; tenía un nudo en la garganta, pero no dejaría estallar el llanto.

«Se ha terminado —se dijo—. Ahora puedo dormir».