VI

En la casa de Ezra el rabino vivía en un ciego éxtasis. Nunca lo habría reconocido, y, sin embargo, era verdad que la comodidad apacible de la casa, la abundante comida, el espacio y la quietud de los patios lo confortaban, acercándolo a los linderos del placer.

Como él estaba allí, madame Ezra cuidaba de que todos los ritos del sábado y del día de fiesta fueran celebrados. Tenía bien cuidado, además, de aproximarse cuando David estaba con el rabino y averiguar si cada rito se celebraba de acuerdo con el Tora. Porqué, a través de tantos años y generaciones en aquella tierra gentil, declaraba, hasta ella misma se había vuelto ignorante. Así, los ritos de Pascua y del Purim se habían mezclado con el festival chino de la primavera, y la fiesta de los primeros frutos con la fiesta de la luna de verano, y los diez días sagrados de penitencia ante Yom Kippur coincidían con frecuencia con el año de la luna nueva, de modo que hasta David escapaba demasiado fácil de la penitencia al placer.

El rabino respondía a todas las preguntas de ella con celo y cuidado. Imposibilitado de ver a los seres humanos, los percibía solamente a través de la niebla de sus propios sentimientos y anhelos. Así le parecía, conforme un día seguía a otro, que David estaba viviendo su éxtasis con él, caminando con él cerca de Dios, conforme le exponía el significado del Tora. En verdad, sentía en torno suyo una atmósfera algo ardiente y fuerte, la presencia de un espíritu que apenas lograba entender. ¿Qué podría ser, excepto el meditabundo espíritu del Señor? No podía comprender que el conflicto que percibía en el aire que lo rodeaba, cuando enseñaba el Tora a David, Leah y Aarón, era su propio conflicto. El rabino, acostumbrado a la ceguera de sus ojos, tenía otras formas de percepción. Así sabía que cuando los tres no estaban cerca de él la habitación en que se hallaba parecía vacía y llena de paz; pero cuando llegaban ellos, ya fuera silenciosamente o riendo a carcajadas, la paz desaparecía.

Se decía a sí mismo que de Jehová y su palabra no esperaba paz.

—Ante Jehová, nuestro Dios, no puede haber modorra ni sueño —le decía a David—. Seremos un pueblo inquieto hasta que todos sepan quién es Jehová, el único dios verdadero. Somos residentes temporales, transeúntes entre la tierra y el cielo. —Hacía una pausa y luego elevaba mucho la cabeza y mantenía sus manos cruzadas sobre ella—. ¡Escucha, oh Israel! ¡El señor, nuestro Dios, es el Señor único!

Las sonoras palabras familiares del «Shema»[5], que salían de los labios del anciano ciego, acosaban el alma de David. Él mismo, con frecuencia, se hallaba dividido entre el cielo y la tierra, y su alma se desgarraba en dos. Era imposible responder al rabino. Solamente podía escuchar, y escuchando recibir dentro de sí el significado de la fe del pueblo. Estaba empezando a comprenderla. Lo que su madre expresaba de manera práctica con su cuidadosa observancia de los días de fiesta y los dedicados al culto, en ritos y rituales; con su negativa a aceptar el nombre chino de Chao aun en aquella comunidad, donde casi todos los judíos eran coronados también por nombres chinos…, todo esto eran manifestaciones exteriores del ardiente espíritu del rabino. Ambos creían que su pueblo era un pueblo especial puesto aparte por Dios para cumplir su destino en el mundo. A su pueblo, creían su madre y el rabino, le había confiado el Señor una misión, la sagrada misión de perseguir las almas de los seres humanos hasta que regresaran a Dios.

Ahora bien, el conflicto entre los tres, David, Leah y Aarón, tendía a ser más o menos éste: como el rabino notaba que David crecía en comprensión, involuntariamente dejaba a Aarón, su propio hijo, de lado. Al principio preguntaba todas las mañanas si Aarón estaba en su cuarto, pero ya no lo hacía. Cuando entraba David, el rabino se volvía solamente a él, y extendía sus manos, inquietas y temblonas, hasta que sentía el apretón de manos de David y palpaba su cabeza, mejillas y cejas. Quería tener siempre a David sentado bastante cerca de él para tocarlo. Aarón se volvía cada vez más sombrío, a medida que se sentía olvidado, y puesto que no se atrevía a quejarse a su padre, daba salida a su mal humor con Leah.

—Estáis conspirando contra mí —declaraba cuando se encontraban solos—. Tu proyecto es elevar a David a rabino en lugar mío cuando muera nuestro padre y que él sea la cabeza de nuestro pueblo. Pero tú serás la verdadera cabeza, porque tú gobernarás a David, como esa vieja Ezra gobierna a Ezra.

Leah era tan blanda de corazón, tan puramente buena, que no era capaz de responder a esta perversidad de su hermano. Cuando Aarón profería sus cargos contra ella, mientras su padre les enseñaba el Tora, sus grandes ojos se llenaban de lágrimas, pero no hablaba. Aarón tenía cuidado, o creía que lo tenía, de disimular su persecución, pero David era demasiado perspicaz para no verlo. Detestaba a Aarón y no le prestaba más atención de la que habría concedido a un perro en la casa. Cuando Aarón le adulaba y pretendía con lisonjas salir con él y sus amigos a compartir sus placeres, David hacía como que no oía ni entendía lo que quería decir. Aarón retrocedía desairado, y con toda la fuerza de la naturaleza odiaba a David por su orgullo y por el aire de libertad de su porte.

En cuanto David se dio cuenta de que Aarón estaba oprimiendo a su hermana de algún modo secreto, detuvo a Leah, una mañana que se encontraba ceca del umbral de la puerta, y le dijo:

—Cuando Aarón te hace muecas tontas, ¿por qué lloras?

—Porque sé en lo que está pensando —replicó Leah.

Se pararon a la luz del sol, y David vio lo suave que era su piel de sano color, y cómo brillaba su cabello oscuro. No había renovado él nunca sus señales de amor desde aquel día en el jardín de los durazneros, porque su alma estaba más confusa cada día a partir de entonces. Los ojos afectuosos y amantes de ella, puestos en él, acrecentaban su confusión, y solamente pudo tartamudear:

—¿Qué es lo que piensa Aarón?

—Me da vergüenza decírtelo —contestó Leah honradamente.

David vio bien claro que debería pedirle que le explicara lo que quería decir, pero tenía miedo de presionarla, temeroso de que le dijera que Aarón la fastidiaba por causa precisamente de su amor.

—Aarón es un estúpido —dijo bruscamente.

En aquel mismo momento llegaba Aarón haraganeando por la puerta; David entró y lo siguió Leah.

Incluso a Leah la olvidaba el rabino. Todas las mañanas entraba ella silenciosamente, y si el rabino no la sentía, ella lo saludaba y él respondía como si apenas la oyera. Indudablemente, el rabino sólo pensaba en David. Pasaba las horas de la noche en oración y despertaba de su breve sueño febril y con ansiedad. Se decía que no podría dormir hasta que David se inclinase por el Señor. Sentía una enorme impaciencia, y, sin embargo, no se atrevía a plantear directamente la cuestión a David. No obstante, después de dos o tres horas de explicar el Tora, la pregunta todavía pendía en sus labios: «David, ¿quieres ser rabino después de mí? ¡Escucha la palabra del Señor, oh hijo David!». Podía verse ordenando a su hijo, y, sin embargo, determinó que no hablaría mientras no oyera el mandato de Dios sonar en sus oídos.

Hubo un día, a fines de verano, en que le pareció al rabino que hasta que le llegara aquella orden no podría irse. Era el octavo mes, el mes de las tormentas, y la mañana era tranquila y cálida. El aire estaba pesado y oprimía al ciego con la húmeda pesadez de la niebla. Estaba demasiado intranquilo. Sus viejos huesos se estremecían y corría la sangre por sus venas con tal rapidez que sentía vértigos.

David llegó temprano aquella mañana, y solo. Leah había enviado recado de que estaba enferma; Aarón no envió recado, pero no fue. El rabino, solo con David, sintió estremecerse su corazón. ¿No sería aquel día? Empezó a explicar el libro con cuidado y ternura, presionando de cerca al joven con su celo. David estaba demasiado inquieto con el calor, y no podía soportar el olor a ancianidad y decadencia que se adhería al viejo. Mientras seguía la lección, el rabino lo sentía levantarse, moverse de un lado a otro y suspirar, y su terror aumentó. ¿Por qué no hablaba el Señor? Levantó la cabeza para escuchar, pero hasta el mismo aire estaba silencioso. En su temor, hizo un poderoso esfuerzo por calmarse.

—Hijo mío —dijo el rabino, cuando se dio cuenta de que David no lo escuchaba—, entremos en la casa del Señor. El día está extrañamente cálido, pero en las sombras de la sinagoga el aire estará fresco.

—Como usted desee, padre —replicó David.

—Déjame poner mi mano en tu brazo —dijo el rabino—. Iremos a pie.

La sinagoga no se hallaba lejos. Las casas de los judíos estaban apiñadas alrededor, y tuvieron que caminar sólo unas pocas calles para llegar a aquella estrecha que los chinos llamaban la calle de los Tendones Arrancados. El camino era bastante conocido por David, como también la sinagoga, y, sin embargo, sentía de un modo extraño que le parecía la primera vez que iba a entrar en ella.

Hasta entonces había sido un templo en el que entraba frecuentemente de mala gana, apartado de sus juegos por orden de su madre. Ahora entraba por su propia y libre voluntad…; sí, era su voluntad encontrarse cara a cara con Dios. Había estado difiriendo su decisión, pero no debía demorarla más. Lentamente medía sus pasos para emparejarlos con el largo paso lento del rabino. Si sentía la llamada de Jehová, eligiéndolo, ordenándole reintegrar el remanente de su pueblo, respondería con firmeza, sí o no, de acuerdo con lo que su corazón dijera cuando oyese la voz.

—¿Te has puesto la gorra? —murmuró el rabino.

—Sí —dijo David—. Me la pongo cuando vengo junto a usted todas las mañanas.

—Ya lo sé —dijo el rabino—. ¿Por qué lo pregunto? Tú eres fiel a los mandatos del Señor.

No obstante, estiró su brazo y tocó la gorra azul en la cabeza de David.

—¿Duda usted de mí? —preguntó David sonriendo.

—No, no —dijo el rabino rápidamente.

Entraban ahora por la puerta de los patios exteriores de la sinagoga. Cuando el rabino estaba solo, iba en seguida a los patios interiores de la parte posterior de los edificios, cerca de los cuales quedaba su casa, pero aquel día quería conducir a David a través de la gran puerta principal, que había abierto para ellos un viejo que pertenecía al clan judío de Ai. La puerta daba al Este, e inmediatamente detrás había un pórtico grande y hermoso. Más allá había otro corredor y, al fin de éste, otro pórtico. A cada lado se erigían dos bloques de piedra, cada uno sobre una base de piedra tallada semejando hojas de loto, y sobre los bloques, estampada en letras antiguas, la historia de los judíos, y cómo habían sido arrojados de su tierra. Más allá de éstos había una plataforma inmensa sobre la cual se elevaba la gran tienda en la fiesta de los tabernáculos[6]; todavía más distante se encontraba el arca santa en la parte más sagrada e interna de la sinagoga.

Todo esto lo conocía David, y sin embargo, aquel día lo observaba con ojos que veían por primera vez el significado del lugar, instalado como palacio de Dios en la poblada ciudad pagana y entre muchos templos consagrados a otros dioses. El aire era allí más fresco que en ninguna otra parte, y él sentía su frescura en la carne. El lugar estaba vacío, pero lleno de elevado espíritu celestial. «El templo de la pureza y la paz». Tal era sin duda.

Entraron ambos lentamente, paso a paso, el rabino murmurando las escrituras, hasta David se paró delante de un gran bloque de piedra.

—¿Cómo es que las letras que veo talladas sobre muchos de estos bloques de piedra son letras chinas y no hebreas? —preguntó David de repente.

El rabino suspiró.

—¡Ah, nuestro pueblo ha olvidado la lengua de nuestros padres! Cuando yo muera, no quedará nadie que pueda leer la palabra del Señor.

Hizo una pausa, esperando que David hablara para ofrecerse. El rabino había esperado cada día que David le pidiera que le enseñase la lengua hebrea, pero no se lo había pedido y tampoco lo hizo ahora.

—Sin embargo, la historia de nuestro pueblo está muy clara sobre esta piedra —dijo, en cambio, David. Y empezó a leer en alto las letras chinas:

Abrahán, el patriarca que fundó la religión de Israel, era de la generación decimonovena después de Panku Adán.

—Ya lo ves —interrumpió el rabino—. Panku es el primer hombre chino. Sin embargo, los que grabaron estas tablillas pusieron su nombre con el de Adán.

David sonrió y siguió leyendo:

Desde la creación del cielo y de la tierra, los patriarcas se transmitieron la tradición que habían recibido. No fabricaron imágenes, no adoraron espíritus ni fantasmas, ni creían en supersticiones. En lugar de esto, creyeron que ni los espíritus ni los fantasmas podían ayudar al hombre, ni los ídolos protegerlos, y que las supersticiones son vanas. Así, Abrahán meditaba solamente sobre el cielo.

La voz fuerte y joven de David calló y guardo silencio. ¡Pero meditar sobre el cielo era lo que su preceptor chino le había enseñado también! Hacía ya algunas semanas que no había visitado al confuciano; la última vez había sido para la fiesta nocturna de mediados de verano. El firmamento estaba lleno de estrellas, y el viejo, levantando su cara hacia ellas, había murmurado: «Podemos meditar sobre el cielo, pero no podemos conocerlo».

—La sinagoga ha sido arrasada dos veces por la inundación del río Amarillo —decía el anciano rabino, sin conocer los pensamientos de David—. Sin embargo, estas grandes piedras han sido preservadas. Dios no permite que perezca el nombre de su pueblo.

Caminaba lentamente. El cielo se había oscurecido, y, al mirar hacia arriba, vio David volando sobre las murallas unas nubes negras ribeteadas de plata.

—Va a llover; entonces el aire estará más fresco en todas partes —dijo.

El rabino no prestó atención.

—Ven y entra conmigo en el santísimo santuario. Quiero ponerte el Tora en las manos, hijo mío.

Se detuvieron en el alto umbral, entraron en la oscura y más recóndita cámara de la sinagoga y, cruzando los pálidos azulejos del piso, fueron hacia el arca. Delante de ésta había una mesa y sobre ella una triple arcada, sobre la cual estaba escrito:

Bendito sea el Señor,

el Dios de los dioses,

el Señor de los señores,

el Dios grande, poderoso y terrible.

Estas palabras las pronunció el rabino en alto y con voz profunda, y de repente, como un eco del cielo, el trueno retumbó por la sinagoga. El rabino se quedó silencioso, levantando la cara hasta que su barba apuntó a lo alto. Entonces, en el silencio que siguió al trueno, separó las cortinas, y David vio las cajas que contenían el Tora. Eran de laca dorada, con bisagras doradas y una perilla dorada también en forma de llama sobre cada tapa.

—Éstos son los libros sagrados de Moisés —dijo el rabino con su voz grave—; son doce, uno por cada una de las tribus de nuestro pueblo; el decimotercero corresponde a Moisés.

Así diciendo, abrió la caja número trece, que, como las demás, tenía la forma de un largo cilindro, y la colocó sobre una alta silla tallada, la silla de Moisés. Entonces abrió el cilindro y sacó el libro.

—Extiende tus manos —le ordenó a David.

Así lo hizo éste, y el rabino colocó sobre ellas el antiguo libro, que tenía la forma de un rollo de papel grueso.

—Ábrelo —ordenó, y David lo abrió.

—¿Puedes leerlo? —preguntó el rabino.

—No —dijo David—. Usted sabe que las letras son hebreas.

—Yo te las enseñaré —declaró el rabino—. A ti, mi verdadero hijo, te enseñaré los misterios de la lengua en que Dios dio la ley a Moisés, nuestro antepasado, quien trajo la ley desde la montaña a nuestro pueblo, que lo esperaba en el valle.

El trueno retumbaba de nuevo por la sinagoga, y el rabino inclinó la cabeza. Cuando hubo silencio, siguió hablando:

—Eres tú quien hablara a nuestro pueblo en las palabras de la ley, un segundo Moisés, ¡oh, hijo mío!

Luego, levantando la cabeza y elevando las manos por encima de ella, profirió el rabino las palabras que solía usar el pueblo cuando celebraba el culto en la sinagoga:

—¡Escucha, oh Israel! ¡El Señor, nuestro Dios, el Señor es único! —Su potente voz arrastró la palabra «único» como un largo lamento; de nuevo retumbó el trueno.

¿Quién podría decir como aquel trueno, haciendo eco a la voz del rabino, podía haber sellado el alma de David, el hijo de Ezra? Pero aun cuando su alma temblaba, mientras esperaba que la silenciosa voz de Dios surgiera de la tormenta, sus ojos cayeron sobre una inscripción en una tablilla. Había muchas inscripciones grabadas en tablillas, donativos de judíos que a través de cientos de años habían querido dejar algo suyo en la sinagoga. Esta tablilla era menor que ninguna otra, un empolvado trozo de mármol sin ornamentos; pero, sobre su superficie, un judío ya muerto y olvidado había dejado parte de sí mismo en estas palabras que cayeron bajo los ojos de David:

Celebrar el culto es honrar al Cielo, y es justo seguir a los antepasados. Pero el cerebro humano ha existido siempre antes del culto y de la justicia.

La malignidad de estas últimas palabras sacudió el alma de David como si hubiera oído una carcajada en aquel sagrado lugar. Algún viejo judío, cuya sangre estaba mezclada con demasiada fuerza a la grosera sangre china, había escrito aquellas palabras y había ordenado que las grabaran sobre piedra y las colocaran en la sinagoga. David se rió en alto, pues no fue capaz de reprimir la carcajada.

El rabino lo oyó y se sintió ofendido.

—¿Por qué te ríes? —inquirió, y su voz era incisiva.

—Padre —dijo David, honestamente—, veo algo que me hace reír.

—¡Devuélveme el Tora! —dijo el rabino, enojado.

—Perdóneme —dijo David.

—¡Que el Señor te perdone! —replicó el rabino. Retiró el Tora de manos de David, lo aseguró en su caja y la colocó en un lugar dentro del arca. Se sentía confuso y ofendido. Todo su éxtasis quedó en suspenso, y el vértigo se apoderó de él y se apoyó sobre la silla.

—Déjame —dijo secamente a David—. Voy a orar un rato.

—¿No quiere que lo espere? —pregunto David, avergonzado, pero sonriente todavía.

—Encontraré solo el camino —dijo el rabino; tan severos eran su voz y su aspecto, que David lo dejó.

Un suave viento frío, que David aspiró, barría la sinagoga cuando se fue. Estaba deslumbrado por el cambio repentino producido en el aire y en su persona, y apenas comprendía que había sucedido. «El cerebro humano ha existido siempre antes del culto y de la justicia»… ¡El cerebro humano, su cerebro! Se paró a la puerta de la sinagoga, en el peldaño superior, y su espíritu, mantenido en tensión e inspirado durante días, aflojó de repente, como una piedra en una honda. La tormenta había pasado sobre la ciudad y el aire estaba fresco y transparente, el sol resplandecía sobre los tejados húmedos y las húmedas piedras de las calles, y la gente parecía alegre, animada y activa.

En aquel momento, cuando el sol se vertía en las calles después de la tormenta, vio por casualidad a Kung Chen. El comerciante había sido retenido en la casa del té, a causa de la lluvia, más tarde de la hora acostumbrada para tomar su té de media mañana, e iba eligiendo su camino, sobre los mojados guijarros, hacia su despacho. Conservaba su calma y autosatisfacción; con el aire fresco, su túnica de verano, de seda de color cremoso, refulgía y sus zapatos de seda negra no tenían manchas. Llevaba plegado un abanico negro; su oscuro cabello estaba peinado liso hacia atrás, desde la frente afeitada, y entrelazado, formando una trenza con un cordón de borlitas de seda negra. No se podía encontrar en la ciudad un hombre más guapo de su edad, ni de aspecto más agradable a la vista. Sus ojos, que lo veían todo, se posaron sobre David y se paró para llamarlo por su nombre.

—¿Cómo está mi hermano mayor, su padre? —inquirió Kung Chen.

—No he visto esta mañana a mi padre, señor —replicó David. Corrió escalera abajo arrastrado por Kung Chen, de un modo tan inevitable como un niño es arrastrado por un adulto sonriente y agradable. Indudablemente, era consolador permitirse a sí mismo sentirse joven y aun infantil ante aquel hombre poderoso, y, sin embargo, amable. Durante los días de tanta intimidad con el rabino, había estado en tensión y elevado por encima de sus fuerzas.

—¿Ha estado usted adorando a su Dios? —preguntó Kung Chen con la misma voz que podía haber empleado para preguntarle a David si había estado en el teatro.

—El rabino ha estado instruyéndome —respondió David.

Kung Chen vaciló.

Luego dijo con voz llena de curiosidad:

—Yo siempre he tenido deseos de ver vuestro templo por dentro, pero supongo que no está permitido.

—¿Por qué no? —replicó David—. Si usted lo desea, podemos entrar ahora.

No deseaba volver a entrar a la sinagoga, y, sin embargo, se alegraba de tener una razón para quedarse con Kung Chen, y así, casi orgullosamente, indicole el camino, volviendo a subir la escalera; el viejo portero, con aire de duda, abrió las grandes puertas y los dejó pasar.

¡Cuán diferente parecía la sinagoga! El sol entraba a borbotones en ella desde un cielo resplandeciente; Kung Chen no sentía temor ni reverencia, sino solamente cortesía. Lo miraba todo con ojos vivaces y leía las inscripciones en voz alta y animada, aprobándolo todo.

Así leyó en voz alta, en sus tablillas verticales, unas líneas como éstas:

Reconociendo el cielo, la tierra, el Príncipe, el Padre y el Maestro, no están lejos del camino recto de la razón y de la virtud.

Cuando levanto la vista en la contemplación de lo que el cielo ha creado, no me atrevo a negar mi reverencia y mi temor.

Cuando miro hacia abajo, en adoración de nuestro Señor sempiterno, debo ser puro de cuerpo y mente.

Estas sentencias estaban colgadas en los pilares de la puerta central del gran vestíbulo del frente, Kung Chen las admiró mucho. Se volvió a David y dijo con sorpresa y agrado:

—¡Cómo, joven señor, vuestro pueblo y el mío creen en las mismas doctrinas! ¿Cuál es la diferencia entre nosotros?

Y antes de que David pudiera responder, leyó en alta voz otra inscripción que decía:

Desde los tiempos de Abrahán, cuando nuestra fe fue establecida, y siempre de ahí en adelante, nosotros, los judíos de China, hemos difundido el conocimiento de Dios y, en cambio, hemos recibido conocimiento de Confucio, Buda y Lao.

Kung Chen meneó ligeramente su gran cabeza lisa con aire de aprobación, y así siguió de una tablilla a la otra, aumentando su aprobación ante cada una. Pero lo que le gustó más fue la que decía:

Ante el Gran Vacío, quedamos en incienso fragante, olvidando eternamente su nombre y su forma.

Uno al lado del otro, David y el gran chino atravesaron la sinagoga, y cada uno dentro de su corazón contrapesaba sus deseos. Kung Chen se decía que no tenía porque temer dar a su hija a una casa cuya sabiduría estaba tan cerca de la de los sabios, y David sentía que el peso que había descendido sobre él el día que Kao Lien regresó del Oeste, había desaparecido sin saber cómo. La presencia misma de Kung Chen era alegre y estimulante, y las fuerzas que rodeaban el espíritu de David iban cediendo. Seguramente aquel buen hombre no debía estar por completo equivocado, y quizás el rabino no estuviera enteramente en lo justo. Pequeños destellos de esperanza y consuelo empezaron a arrastrarse por las grietas de su ser. Y David, después de todos estos días sin placer, volvía a ansiarlo. De repente deseó con vehemencia salir a las calles iluminadas por el sol, donde el polvo estaba abatido por la lluvia, y vagas sin rumbo según su pueril costumbre de antes. Sentía como si hubiera estado lejos, de viaje, muy lejos, en una tierra oscura, y se encontrase en casa de nuevo. Y sabía que era Kung Chen quien le producía esta sensación, con su amplia figura bondadosa, de movimientos lentos, que tenía a su lado.

Mientras caminaban, Kung Chen admiraba todo lo que veía: monumentos de piedra y arcos conmemorativos, los grandes pilares de piedra en forma de loto colocados en los patios, la casa de baños y el matadero. Averiguó por David el sentido de éstos, admirándose de que se encontraran en un templo. Cuando oyó que los judíos creían que debían purificarse el cuerpo antes de observar los ritos, asintió con un movimiento aprobatorio de cabeza; pero se admiró cuando David le dijo que su fe exigía que se arrancaran los tendones de un animal muerto para el sacrificio, y le preguntó a qué era debido esto. Cuando oyó la historia de Jacob, que luchó con un ángel, sonrió con su incrédula sonrisa.

—En cuanto a mí —dijo—, me inclino contra el hecho de quitar la vida ni siquiera para la adoración. —Entonces se rió fuerte—. Eso digo, y, sin embargo, cuando ponen un delicado plato de cerdo delante de mí. ¡Lo como con tanta ansía como cualquiera! Todos somos humanos.

En aquel momento David estaba comenzando a preocuparse, temeroso de que el rabino no hubiera salido de la cámara interna. ¿Y si estuviera allí y se enojara porque volvía con un chino? Caminaba lentamente y se paraba en todos los lugares posibles, pero por último se sintió impulsado a llegar a la puerta del santísimo santuario, y allí vio de pronto al rabino en oración ante el arca. Para vergüenza suya, se alegro de que el hombre estuviera ciego, de manera que si levantaba la cabeza no pudiera verlos. Kung Chen se detuvo en el umbral y miró a David.

—¡El anciano maestro! —murmuró.

—Está orando —cuchicheó David en respuesta.

Estaba a punto de retirarse, cuando el rabino levantó la cabeza. Su oído era muy agudo y había sentido las pisadas de ambos y el murmullo de sus voces.

—David, hijo mío —lo llamó en voz baja—; ¡has vuelto!

El rabino se había arrepentido de su enojo y había permanecido ante el Señor, rogando para que David volviera, y creía que su oración había sido escuchada. Fue hacia la puerta, con las manos extendidas. David había retrocedido, pero la disposición misericordiosa de Kung Chen se manifestó y dio un paso hacia delante:

—Viejo maestro, tenga cuidado, por favor —dijo.

El rabino se detuvo y sus manos cayeron.

—¿Quién está aquí? —preguntó con autoridad.

Kung Chen no se sentía culpable de nada, así es que respondió al punto:

—Soy yo, Kung Chen, el comerciante. Vi al hijo de mi amigo Ezra en la puerta, y como curioso, le pedí que me introdujera en vuestro templo.

El rabino fue dominado de repente por la ira y le gritó a David:

—¿Cómo puedes traer a un extranjero a este lugar?

Kung Chen pudo haber considerado esto como una superstición de sacerdote anciano, pero le pareció justo defender a David, y, así, dijo con voz amable:

—Cálmese, anciano maestro. No fue él quien me invitó a venir. Cúlpeme a mí.

—Usted es un hijo de Adán —dijo el rabino con severidad—, pero él es un hijo de Dios. La culpa recae sobre él.

Kung Chen se quedó muy sorprendido.

—Yo no soy hijo de Adán —declaró—. Desde luego no hay tal nombre entre mis antepasados.

—Los pueblos gentiles son todos hijos de Adán —declaró el anciano.

Entonces Kung Chen sintió surgir su cólera.

—No deseo que me llame hijo de un hombre de quien no he oído hablar jamás —declaró. Su voz era moderada, porque habría considerado impropio de un hombre superior mostrar su enojo, sobre todo con un anciano. Pero hervía en su interior, y le producía mucha incomodidad ocultarlo, y prosiguió—: Además, no me gusta oír hablar de estos asuntos.

—Hay solamente un Dios verdadero, y Jehová es su nombre —declaró el rabino, temblando de arriba a abajo cuando hablaba.

—Eso mismo declaran los partidarios de Mahoma en nuestra ciudad —dijo Kung Chen—, pero le llaman Alá. ¿Es el mismo que vuestro Jehová?

—No hay dios ante nuestro Dios —dijo el rabino en voz alta—. ¡Es el único Dios verdadero!

Kung Chen lo contempló con interés. Luego se volvió a David.

—Este anciano está loco —observó—. Debemos compadecerlo. Eso sucede con frecuencia cuando los hombres piensan demasiado en dioses, hadas, espíritus y seres imaginarios por el estilo. No podemos saber nada más allá de esta tierra.

Pero el rabino no quería su compasión.

—Por esto es por lo que Dios ha elegido a mi pueblo, para que podamos recordarles eternamente al género humano que Él reina solo. Nosotros somos tábanos para el alma del hombre. No podemos descansar hasta que el género humano crea en el verdadero Dios.

Todo el enojo se desvaneció de corazón de Kung Chen, y dijo con la más amable de las voces:

—No debería haber un hombre colocado por encima de otro hombre, ni un pueblo por encima de otro pueblo. Bajo el cielo todos somos una familia.

Cuando el rabino oyó esto, no pudo soportarlo. Elevó su cabeza y oró, dirigiéndose a su Dios:

—¡Oh, Dios, escucha esta blasfemia de este gentil!

David había permanecido con la cabeza inclinada y las manos cruzadas mientras los dos mayores discutían, y no dijo nada. Su alma estaba pendiente de los dos.

Kung Chen se volvió hacia él.

—Deje que ore así el anciano maestro si eso le alivia. Que ustedes lo pasen bien.

Se dirigió con gran dignidad hacia la puerta y luego, en dirección este, hacia la cancela. David fluctuaba entre la piedra y la vergüenza; corrió detrás de Kung Chen y lo alcanzó en la puerta.

—Le pido a usted mil perdones.

Kung Chen volvió su cara bondadosa hacia el joven. No había trazas de enojo en ella. Habló con gravedad:

—No me siento agraviado en modo alguno, así es que no hay nada que perdonar. Sin embargo, en beneficio suyo, quiero decirle algo: nadie en la tierra puede amar a aquellos que declaran que sólo ellos son los hijos de Dios.

Dichas estas palabras, Kung Chen prosiguió su camino. David vaciló en el umbral; las palabras le quemaban el cerebro. No podía evitar volver junto al rabino. Sin embargo, su deseo de placeres sencillos había desaparecido también. El peso de su pueblo volvió a caer sobre él con el lastre de los siglos. Sintió que le subía un sollozo a la garganta y, volviendo a la sinagoga, se ocultó en el interior de una bóveda y lloró con amargura.

En aquella mañana sofocante de verano, Peonía vio salir a David con el rabino y corrió a espiar por la ventana para ver si Leah iba con ellos. Pero Leah estaba sentada trabajando en su bordado, por lo que Peonía volvió a desaparecer. A última hora del día regresó David a casa, y ella se le acercó para preguntarle si quería algo, pero él la despidió. Quería estar solo.

«Todo el mundo en esta casa quiere estar solo», pensó, medio incomodada. Sentía que una extraña impaciencia la iba dominando. Desde que le dio el poema, David no había vuelto a hablarle, no había mandado a buscarla ni una sola vez, ni había escrito ningún poema. Lo único que sabía era esto: el poema que él creyó escrito por Kueilan estaba en el cajón y lo veía allí, bajo un pisapapeles de jade. No podía hacer otra cosa que esperar que pasara aquel día.

Peonía tenía una rara habilidad en los dedos para disipar cualquier dolor de su corazón o sus músculos. Wang Ma le había enseñado esto; también le había enseñado los centros del dolor en el cuerpo y las largas líneas de los nervios y las venas. Unas veces Peonía mitigaba un dolor de madame Ezra y otras lo hacía a David. Con sorpresa de su parte, aquel día caluroso, aunque el aire había refrescado, Ezra mandó por ella para que le apretara las sienes y calmara el dolor de sus pies. Nunca hasta entonces había sabido ella que aquel fuerte y animado amo suyo sufriera dolor alguno. Pero cuando entró en su habitación, Ezra estaba sentado en una silla; y cuando se coloco detrás de él para empezar su tratamiento, sintió la plenitud de la sangre en sus sienes y el duro nudo de dolor en la base de su cráneo.

—Su espíritu está angustiado, señor —murmuró Peonía. Podía discernir las clases de dolor que había en un cuerpo humano; unos eran dolores de la carne, otros dolores del espíritu y todavía había otros: los del cerebro.

—Estoy disgustado —respondió Ezra. Inclinó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos y dejó que ella hiciera su trabajo.

Peonía no volvió a hablar, durante largo rato tampoco lo hizo él, mientras ella le frotaba, suavemente los nervios y presionaba las venas de la cabeza y excitaba la sangre.

Entonces dijo él de repente:

—¡Qué suave fuerza hay en tus manos! ¿Quién te enseñó esta sabiduría?

—Wang Ma me enseñó parte, pero otra parte la sé por mi misma —replicó Peonía.

—¿Cómo? —preguntó Ezra, con los ojos cerrados todavía, pero una ligera sonrisa en los labios.

—A veces también estoy afligida —dijo ella con su vocecilla animosa.

—Vamos, vamos —dijo él, bromeando—. ¿Aquí, en esta casa, donde todos somos bondadosos contigo?

—Ustedes son bondadosos —dijo ella—, pero bien comprendo que no pertenezco a la casa. No he nacido aquí ni soy de su sangre.

—Pero yo te compre, Peonía —dijo Ezra amablemente.

—Sí, usted pagó dinero por mí —respondió ella—, pero con eso no soy suya. Una criatura no se puede comprar por entero.

Él parecía meditar en esto mientras ella frotaba con suavidad los tres músculos de su cuello. Luego dejó la tarea, le sacó los zapatos y empezó a lavar los pies. Se incorporó, refrescado; mientas la dejaba hacer, le dijo:

—Sin embargo, tú eres como mi propia hija. Mira, si yo hiciese lo que se debe, no te permitiría que curaras mis pies. A tu gente le parecería extraño esto, pero entre los míos una hija puede hacer lo que tú haces. Sí, y en la India también, vi esta cura de los pies.

—Los pies soportan la carga del cuerpo, la cabeza la del cerebro, y el corazón la carga del espíritu —respondió Peonía dulcemente—. Y no importa lo que diga mi pueblo. ¿Qué dirán? Solamente que es una costumbre extranjera. Usted sabe qué bondadosas son mis gentes. Lo permiten todo.

—Ya lo sé —dijo Ezra—. Es el pueblo más bondadoso del mundo, y para nosotros el mejor.

Suspiró tan profundamente, que Peonía adivino sus pensamientos. No obstante, preguntó:

—¿Por qué suspira usted, amo?

—Porque no sé qué es lo justo —respondió Ezra.

Se rió ella suavemente al oír esto.

—Ustedes siempre están hablando de lo justo y lo malo —dijo. Le estaba apretando las plantas de los pies. Eran duras y anchas, pero flexibles. Ella siguió con su jovialidad acostumbrada—. Sin embargo, ¿qué es lo justo sino lo que procura felicidad, y qué es lo malo sino lo que ocasiona pena?

—Tú hablas así porque no estás confundida entre el cielo y la tierra —dijo él.

—Sé que pertenezco a la tierra —contestó ella sencillamente.

—¡Ah! Pero nosotros pertenecemos al cielo —replicó él.

Había terminado su tarea y volvió a calzarle los zapatos.

—Usted y yo hablamos del cielo y de la tierra —dijo ella, pero estamos pensando en otra cosa.

—¿En qué? —preguntó él, pero lo sabía.

Peonía volvió a sentarse sobre sus talones y lo miró.

—Estamos pensando en David —dijo suavemente.

—Tú piensas en él también —dijo Ezra.

—Siempre estoy pensando en él —respondió Peonía. Entonces, poniéndose de rodillas y mirándolo, decidió que debía decírselo todo—. Sé que es una locura de mi parte, amo, pero lo quiero —dijo sencillamente.

—Claro que lo quieres —dijo Ezra, con su afable voz de costumbre—. Habéis crecido como hermano y hermana.

—Sí, pero no somos hermano y hermana —dijo—. No es así como lo quiero yo.

Ezra, desde luego, parecía sentirse incomodo. Si se hubiese tomado la molestia de observar, habría comprendido que una linda muchacha, joven y dulce, no podía vivir con David y servirlo sin amor. Recordó su propia juventud, cuando se sintió encaprichado por Wang Ma. Lo hacía ruborizarse pensar ya en ello. ¡Hacía tanto tiempo que ella no era más que una sirvienta! Pero podía recordarla muy bien cuando él tenía unos dieciséis años y ella la misma edad; entonces lo bastante hermosa para que él le declarase a su padre que no tendría ninguna otra mujer. Flor de Jade era su nombre. ¡Flor de jade! Cuando recordaba este nombre, algo muerto hacía mucho se animaba de nuevo en él. Había sido más linda que Peonía, su piel más clara, el cuerpo más alto, la nariz más recta y los labios más delicados.

Su padre se había echado a reír.

—¡Pero esa muchacha es una esclava! —gritó—. ¡Mi hijo no puede casarse con una sirvienta!

—No será una sirvienta si la hago mi esposa —había dicho el joven Ezra calurosamente.

Su padre, de repente, había dejado de reír.

—No seas loco —le ordenó a su hijo—. Lo que hagas con una esclava no es asunto mío si no oigo hablar de ello. Pero tu esposa será Naomí, la hija de Judah ben Isaac.

Quedó sobrecogido. Naomí era conocida entonces entre los jóvenes de su comunidad como la judía más bella de la ciudad. Y él había sido lo bastante vano para imaginarse la envidia de sus amigos cuando se lo dijera. Judah ben Isaac pertenecía a una familia tan rica, que con su riqueza se había reconstruido la sinagoga después de la inundación del siglo anterior. En verdad, ellos habían tomado el sobrenombre chino Shih. Pero Judah decía que eso era solamente para los negocios.

Ezra se dirigió a Peonía, que todavía seguía de rodillas, la vista levantada hacia él.

—Guarda el secreto de tu amor, hija mía, no permitas que haya perturbaciones en la casa. Cada cosa a su tiempo, pido yo a Dios.

Así, a su manera, repetía lo que su padre le había dicho en su juventud. Con Peonía hubiera sido estúpido usar la palabra concubina, porque madame Ezra nunca le habría permitido una concubina a su hijo. Pero Peonía comprendió todo su significado y se quedó tan quieta como una pequeña imagen, mirándolo con sus ojos despejados, que podían ser tan alegres y que tan tristes estaban ahora.

—David será desgraciado si se casa con Leah —dijo con su vocecilla débil.

Ezra encogió sus pesados hombros y extendió las manos.

—Me volverás a producir dolor de cabeza —se quejó—. Vete, buena niña, y déjame solo.

Ella comprendió que no diría más. Aunque sería siempre generoso e indulgente como amo, rehusaría recordar que ella era más que una esclava, una agradable comodidad de su casa. El corazón se le endureció. Levantose e hizo una inclinación de cabeza; estaba a punto de irse cuando el buen corazón de Ezra se sintió conmovido.

—Espera hija. Tengo un regalito para ti que ha traído la caravana. La casa ha estado convertida en un torbellino tal, que me he olvidado de dártelo. Abre esa caja y mira lo que hay dentro.

Con un movimiento de cabeza indicó una caja de laca sobre la mesa. Peonía se dirigió a ella y levantó la tapa de la caja. Dentro había colocada una peineta de oro.

—¿Para mí? —preguntó abriendo los ojos coquetamente.

—Para ti —contesto Ezra sonriente—. Póntela en el pelo.

—¿Sin espejo? —exclamó Peonía haciendo como que se desmayaba.

Ezra se rió.

—Bueno, bueno, llévatela y se feliz.

—Gracias, señor mayor —dijo Peonía—. Muchas, muchísimas gracias.

—No me lo agradezcas —replicó Ezra, pero ella vio que se había tranquilizado. Le encantaba dar regalos, y quería que todo el mundo fuera feliz. Le agradaba ver sonreír a Peonía, y ella tuvo el cuidado de mostrarse entusiasmada. Era una linda peineta, desde luego, y harto le gustaban a ella todas las cosas bellas. Pero, ya no era una niña, y un juguete no podía contentarla. Se fue, y su corazón continuó duro.

Después que Peonía se hubo ido, Ezra se sintió abrumado por fastidiosos pensamientos. Suspiró varias veces, triste e inquieto. Había sido lo bastante estúpido como para hacer una o dos bromas significativas a Kung Chen acerca de su hija tercera y David. Sin cometer la descortesía de mencionar su nombre, había dicho:

—Su casa y la mía, ¿eh, hermano mayor? ¿Qué es un contrato comercial comparado con los hijos y los nietos creciendo de dobles raíces?

Kung Chen se había sonreído, meneando la cabeza, asintiendo sin hablar. Pero después todo era confuso, se decía Ezra. Con frecuencia se preguntaba por qué, siendo él un hombre dispuesto solamente a la felicidad de todos, incluso la propia, había de verse con tanta frecuencia en circunstancias que no podían proporcionarle felicidad a nadie, mucho menos a sí mismo. Por eso encontraba desagradable tener al rabino viviendo en su casa…, un buen hombre, desde luego, pero que no pensaba en otra cosa fuera de los caminos del Tora. El Tora era de la incumbencia del rabino, pero producía confusión en una casa. Nadie podría sentirse a gusto si él estaba recordando siempre el pasado. Incluso Ezra en su propia casa, se sentía incomodo cuando encontraba al ciego buscando el camino a través de los corredores. Lo esquivaba, y si encontraba al rabino solo, prefería quedarse silencioso y no hablar, aprovechándose así de la ceguera del anciano.

Luego pensó en Leah un instante. Era más hermosa y más modesta de lo que había sido Naomí. Apenas había hablado siquiera con Leah; pero a veces, por las tardes, ella iba al jardín de los durazneros. La veía paseando bajo los árboles; de vez en cuando, levantaba una mano y arrancaba una fruta. Los duraznos eran buenos aquel año. No se imponía por su sola presencia, como lo había hecho Naomí cuando muchacha. Quizá David pudiera ser feliz con ella. David era más fuerte de lo que había sido él cuando joven, y más capaz para luchar con mujeres testarudas. Ezra recordó en seguida que veía muy poco a David últimamente. Mientras el rabino instruía a su hijo, había dejado pasar los días sin más que un saludo a las horas de comer. Se puso en pie con su impetuosidad acostumbrada y decidió ir al cuarto de su hijo, a pesar de que era tarde.

Peonía había ido directamente al jardín de los durazneros. Era imposible dormir después de lo que había dicho a su amo. ¿Estaba decidido a que David se casara con Leah? ¿Era por eso por lo que David estaba triste? Si su padre lo había aceptado, entonces no quedaba nadie por convencer. Madame Ezra había ganado.

Sintió pánico en el corazón. ¿Le permitiría Leah quedarse en la casa cuando fuera la joven señora? Madame Ezra podía gobernar durante su vida, pero Leah sería la reina. Ella le hablaría a David, y David mandaría a su madre. Sí, madame Ezra permitiría todo a su hijo si éste cedía en su única exigencia al casarse con la que le había elegido.

—¡Oh —se lamentaba dulcemente Peonía—, madre mía, te piedad de mí!

Lloraba invocando a la madre que no podía recordar. Entonces se le ocurrió que su misma madre la había vendido. ¿Podría oírla, viva o muerta?

«No tengo a nadie más que a mí misma —pensó Peonía—. Lloraré por mi misma». Y lloró dulcemente, a medias riéndose, a medias con el corazón destrozado. «¡Ayúdate, Peonía…, ayúdate a ti misma, pobrecita!… haz todo lo que puedas por ti».

Entonces salió al jardín de los durazneros, y allí vio a Leah sentada en el banco debajo de los árboles. Llevaba una larga túnica blanca, ceñida a la cintura con oro, y su oscuro cabello suelto estaba recogido atrás con una banda de oro. La luz de la luna brillaba sobre ella; Peonía vio con humildad que no tenía belleza para competir con la hermosura de Leah.

—¿Está usted aquí, señora? —dijo con la más infantil de las voces.

—No puedo dormir —respondió Leah.

—La luna me despertó a mí también —replicó Peonía. Se acercó a Leah y la miró, a través de los árboles, a plena luna. Entonces apuntó con su pequeño índice—. ¿Ve al viejo Chang allá arriba, en la luna?

—¿Al viejo Chang? —repitió Leah, levantando la vista.

—Vive en la luna y concede sueños dulces —prosiguió Peonía con la misma voz alegre—. ¿Qué sueños le pediría usted, señora?

Leah se puso de pie, alta, sobrepasándola en estatura, y Peonía levantó la vista hasta su cara, pura y exquisita, con triste placer. Era una criatura demasiado generosa para odiar a Leah por su belleza, pero sentía ganas de volver a llorar.

—Sólo Dios puede concederme el sueño —dijo Leah. Su voz era profunda y grave.

Peonía se rió.

—¡Entonces veremos quién es más fuerte, si el viejo Chang o vuestro Dios!

Y con la travesura cayó sobre sus rodillas e inclinó la frente hasta tocar tierra y luego levantó la cabeza y le gritó a la luna:

—¡Concédeme el sueño, viejo Chang!

Cuando se levantó, Leah permanecía observándola gravemente.

—Contémonos nuestros sueños —propuso Peonía, con descaro.

Leah meneó la cabeza.

—No —replicó—. No puedo contarle el mío… a nadie. Pero cuando me sea concedido se lo diré.

Se miraron en silencio una y otra. Peonía deseaba con vehemencia gritar: «Yo conozco su sueño… ¡Es ser la esposa de David!». Hubiera deseado hablar de esto entre ellas, decirle a Leah que ella también amaba a David y que trabajaría a su modo para conquistarlo, incluso en beneficio de él… ¡Ah, qué alivio habría sido para su corazón! Pero guardó silencio. Saber una cosa y no decirla era convertirla en una baza.

—Buenas noches, señora —dijo después de un momento.

—Buenas noches —respondió Leah.

Se separaron y, mirándola de nuevo desde la puerta, Peonía vio a Leah paseando de aquí para allá, bajo los durazneros.

Cuando aquella mañana David salió de la sinagoga sin el rabino, estuvo llorando durante unos minutos. Entonces miró alrededor. No había nadie cerca y nadie lo había visto llorar. El breve abandono le había hecho bien. No se le había encomendado ninguna cosa nueva… Dios no le había hablado. Era el que siempre había sido, y esto le parecía bien. No quería ver ni al chino ni al rabino, sino solamente estar solo; dobló la gorra, la guardo en el pecho entre su túnica, y siguió solo por las calles, vagando de un lado para otro, mirándolo todo sin importarle nada, pero dándose cuenta, sin embargo, de que su serenidad se iba restableciendo poco a poco. Así llego al patio del templo confuciano, donde se reunían los espectáculos más raros y curiosos, los prestidigitadores y los juglares, los osos bailarines y los pájaros habladores; pero todas las cosas que usualmente lo alegraban, no le producían entonces ningún efecto. Miraba y no se reía. Vio cosas de comer delicadas y calientes en los puestecillos de los vendedores; compró algunas y las probó; pero como no tenía apetito dio a los mendigos lo que había comprado. No quería amigos y estaba solo. Sin embargo, en la soledad y apacible tristeza se sentía mejor.

Así meditando en los que conocía, y sin deseo de ver a nadie, a media tarde pensó de repente en Kao Lien, con cierto anhelo de verlo y hablar con él. Debía de estar en la tienda de su padre, pero éste probablemente no estaría allí, porque Ezra tenía la costumbre de ir a la tienda por la mañana temprano y salir también temprano, mientras que Kao Lien no le gustaba levantarse sino a mediodía, de modo que se quedaba hasta más tarde. Por lo tanto, David se dirigía allá.

La tienda de su padre era muy grande. Se abría de plano sobre la calle, y de lo alto de las puertas colgaban banderolas de seda que el viento mecía. En ellas había letras chinas anunciando que dentro se vendían mercaderías extranjeras de todas clases, tanto por mayor como por menor. Cuando Kung Chen y Ezra hicieran el contacto que éste esperaba, entonces las banderolas anunciarían los nombres de ambos. De momento sólo había el nombre de «Ezra e hijo».

Cuando David entró, todos los empleados lo conocieron e inclinaron la cabeza; él preguntó por Kao Lien, e inmediatamente lo condujeron al fondo de la tienda. Allí estaba Kao Lien, en una habitación grande y fresca que le pertenecía, detrás de un alto escritorio, pintando caracteres chinos en el libro mayor. Se levantó al ver a David, y como éste nunca se había presentado solo, no pudo ocultar su sorpresa y cierto temor.

—¿Tú padre no está bien? —inquirió—. Lo vi no hace aún una hora.

—Yo no le visto hoy —respondió David—. Tengo que hablar con usted, por favor tío.

—Siéntate —dijo Kao Lien gravemente. Así que se sentaron, Kao Lien miró a David y esperó en tal silencio, que todas las cosas que llevaba dentro le surgieron enseguida.

—Desde que me contó que están asesinando a nuestro pueblo, me siento muy desgraciado —declaró David—. Tengo la sensación de que debo hacer algo…, ser una especie de hombre que no soy. Comprendo, sencillamente, que no tengo derecho a ser feliz aquí, sólo gozando de la vida.

—¿Crees que deberías ser un miserable? —inquirió Kao Lien, con una torcida sonrisa.

—Sé que eso sería inútil —dijo David honestamente—. Pero encuentro malo vivir como si nuestro pueblo no estuviera muriendo como usted nos contó.

—El rabino, además, te ha estado instruyendo —dijo Kao Lien tranquilamente—, y tu madre te ha predicado que debes casarte con Leah.

—Entonces, recuerdo que llegó usted y nos contó esas malas noticias —dijo David—, y eso me hace comprender que debo obedecer al rabino y a mi madre.

—¿Y puedes tú con semejante obediencia expiar la muerte de nuestro pueblo? —preguntó Kao Lien.

—No, no —respondió David. Entonces se golpeó el pecho con los puños apretados—. ¡Pero puedo aliviar lo que siento aquí!

—¡Aquí! —observo Kao Lien—. Luego es por ti por lo que obedecerás al rabino y te casaras con Leah. ¿Por qué dudas entonces?

—¡Porque no estoy seguro de querer hacer eso tampoco! —gritó David—. Quiero ser como antes…, cuando no sabía lo de nuestro pueblo.

Estaba sentado en una mullida banqueta baja, más baja que la silla en que se sentaba Kao Lien; cuando éste bajo la vista hasta su cara joven, sintió afligido el corazón.

—¡Ah, pero lo sabes —dijo—, y debes saberlo! ¿Quién de nosotros puede liberarse sin saber la verdad?

—¿Cuál es la verdad? —preguntó David.

Kao Lien conocía muy bien la casa en que el joven se había criado. Conocía al afectuoso padre, de tierno corazón y amante del placer que era Ezra, en cuya sangre había mezcla de una estirpe china, lo mismo que en sus propias venas. Conocía a la madre, madame Ezra, orgullosa de su sangre pura, conservando todas las antiguas tradiciones de su pueblo libre, una vez poderoso, que en cierto tiempo tuvo su propia patria, pero que ya no era libre, y estaba vinculado a cada nación en que estaban dispersos, sin tierra ni hogar propio. En su hijo vertía madame Ezra todo su orgullo y se sentía preocupada por su alma.

—La verdad es ésta —dijo Kao Lien—: tú solo debes averiguar lo que eres y tú mismo debes decidir lo que serás. Tu madre contempla al mundo entero desde el centro de sí misma.

—Pero ella solamente quiere de mí que aprenda el Tora con el rabino —lo interrumpió David.

Kao Lien siguió:

—Entonces contemplaras al mundo entero y toda la humanidad a través de su estrecha ventana.

David se movió intranquilo.

—¡Kao Lien, también usted es judío!

—A medias —dijo Kao Lien secamente. Había una mirada divertida en su larga cara. Luego volvió a ponerse grave—. Es verdad que sentí un escalofrió en la médula cuando vi los cadáveres en las calles de aquellas ciudades del Oeste. Pero fue porque vi muertos, no sólo porque fueran judíos. Y me dije: «¿Por qué tienen estos hombres u otros cualesquiera que morir así? ¿Por qué son tan odiados?».

—Sí…, ¿por qué? —repitió David—. Eso es lo que me he estado preguntando. Si lo supiera, creo que lo comprendería todo.

Los ojitos de Kao Lien se hicieron más penetrantes.

—Yo te diré lo que no me atrevo a decir a otra alma viviente —declaró—. Pero tú eres joven…, tú tienes derecho a saber. Son odiados porque se separaron del resto del género humano. Se llamaban a sí mismos los elegidos de Dios. ¡Si lo sabré yo! Descendiendo de familia numerosa, y hubo uno entre nosotros, mi hermano tercero, que se declaro el favorito de mis padres. Se jactaba de eso ante los demás… «Yo soy el elegido», se vanagloriaba. Y todos lo odiamos. —Los delgados labios de Kao Lien se hicieron más finos—. Lo odio aún ahora. Lo vería morir con alegría. No, no lo mataría. Soy civilizado…, y no mato a nadie. Pero si muriera, no lo sentiría.

En la gran estancia sombría y silenciosa, David contemplaba a Kao Lien con horror.

—¿No somos nosotros los elegidos de Dios? —balbució.

—¿Quién dice eso, excepto nosotros mismos? —replicó Kao Lien.

—Pero el Tora… —balbució David.

—Fue escrito por judíos amargados por la derrota —dijo Kao Lien. Y siguió—: He aquí la verdad…, te la ofrezco entera. Somos un pueblo orgulloso. Hemos perdido a nuestro país. Nuestra única esperanza de regreso era mantenernos como pueblo. La única esperanza de conservarnos como pueblo era preservar nuestra fe común en un solo Dios, un Dios propio. Ese Dios ha sido nuestro país y nuestra nación. En la aflicción, en el llanto, y en la angustia por todo lo que hemos perdido ha consistido nuestra unión. Y nuestros rabinos nos lo han enseñado así una generación tras otra.

—¿Nada… más que eso? —preguntó David. Su voz era extraña y queda.

—Por ello mueren muchos de buena gana —dijo Kao Lien con firmeza.

—¿Y usted? —exigió David.

—Yo no —dijo Kao Lien.

David no hablaba casi. Su infancia se desmoronaba en torno suyo como una ruina; resonaban en su memoria fragmentos de los días sagrados: su madre encendiendo las velas la víspera del sábado, el dulce festival de las luces; Hanukah, el bello Menorah, sosteniendo sus ocho candelas en la ventana, recordándoles el gran día, aunque derrotados, los judíos habían ganado su lucha por conservar su religión bajo los conquistadores sirios; Purim, el día en que los judíos rememoraban cómo habían luchado contra Hasmás, el antiguo tirano. Y sobre todo, recordaba su día especial, cuando se convirtió en hijo de los mandamientos[7].

—¿Vamos a olvidar todo lo que somos? —preguntó por último a Kao Lien, solemnemente.

—No —dijo Kao Lien—. Pero vamos a olvidar el pasado y no continuar separados. Tenemos que vivir dondequiera que estemos, y verter la fuerza de nuestras almas en los pueblos del mundo.

Hizo una sombra a sus ojos con su mano larga, estrecha y delgada, como si orara. Se quedaron sentados en silencio durante un rato, y luego, con un ademan, indicó a David que lo dejara. De modo que David se levantó y fue hacia la puerta. Allí la voz de Kao Lien lo detuvo.

—No sé si he hecho mal —dijo—, pero ¿qué verdad he de decir sino la que lo es para mí? Cuéntales a tu padre y a tu madre lo que te he dicho, si quieres. No te pido que guardes el secreto.

—Yo le pedí la verdad —replicó David—, se la agradezco.

Pronunciadas estas palabras, se encamino a su casa.

Cuando Peonía dejo a Leah en el jardín, vio que David entraba atravesando el primer patio, y lo siguió hasta sus habitaciones para averiguar si había comido o si necesitaba algo. Era su deber, y se excedía.

—Ya he comido —dijo él. Luego sacó su gorra del pecho—. Pon eso lejos —añadió.

Cuando lo hubo hecho, volvió otra vez a la habitación donde él estaba, allí lo vio sentado al lado de la mesa, los brazos cruzados sobre la misma y mirando sin ver.

—¿No puedo hacer nada más por ti? —le preguntó con ternura.

—Nada…, excepto dejarme hasta que yo llame —replicó él.

Parecía tan severo, tan grave, que ella no se atrevió a insistir. Allí estaba sentado, rodeado de libros, abiertos sobre la mesa y otros caídos en el suelo. Cuando ella se detuvo para recogerlos, David le dijo severamente:

—Déjalos…, yo los tiré ahí.

No pudo hacer otra cosa que dejarlos, pero sentía una gran pena. Nunca se había negado él a decirle cuál era su disgusto. Pero ¿qué podía ella hacer, excepto seguir amándolo? Se detuvo un momento, sin saber si irse o quedarse. Entonces, con su delicada percepción, sintió el aire frío alrededor de él. Alguna lucha había en su interior, pero ella no la comprendía.

«Tengo que comprender», se dijo. Sin embargo, nada podía forzarse. Sólo podía esperar acontecimientos.

—Hasta mañana —dijo suavemente, y como él no respondiera se fue a su habitación y se preparó para la noche.

«Por lo menos un mismo techo nos cubre a él y a mí —pensaba cuando se acostó en su lecho—. ¡Mi viejo Chang, concédeme mis sueños!», rogó a la luna. Cerró los ojos, y dispuesta, se quedó dormida.

Cuando Ezra se acercó a la habitación de su hijo, vio sólo una vela ardiendo, y, sin que David lo notara, atisbó a través de las celosías. Quedó aterrado, con lo que vio. David estaba sentado en profunda meditación, y su joven cara parecía tan pálida, tan triste, que Ezra se asustó. ¡Esto era lo que sucedía por dejar que las mujeres y los viejos hicieran su gusto! ¿Y si perdía a su querido hijo, a su único vástago, corazón de su corazón, esperanza de su vida y de sus negocios?

Irrumpió en la habitación de David como un oso. Peonía no le había alisado el cabello después de friccionarle la cabeza y él se había olvidado de ponerse la gorra. Su rizado pelo sobresalía formando un circulo y se había mesado la barba, mientras meditaba, hasta quedar como una escoba. Iba descalzo, con sus ropas torcidas, porque tenía la costumbre de rascarse aquí y allá mientras cavilaba y reflexionaba. David lo miro con asombro.

Pero Ezra ya había pensado en lo que tenía que hacer.

—Esta noche, con semejante luna, no puedo dormir —declaró—. Voy a mandar al viejo Wang a ver si Kung Chen está despierto y también tiene insomnio. Invitémosle a él y a sus hijos para que se reúnan con nosotros en el lago. Yo le debo un convite, y esta noche pagaré mi deuda. El viejo Wang alquilara un bote, y pediremos vino, cena y música. Vamos…, vamos…

Tiró de la mano de David, resplandeciente al mirarlo a través de su barba, cabello flotante y espesas cejas. Cuando vio vacilar a David y quedarse en suspenso, lo envolvió en sus brazos.

—Vamos, querido hijo —murmuró—. Eres joven…, eres joven… Bastante tiempo hay para el pesar cuando se es viejo.

El cálido aliento de su padre, su sonora voz amante, el fuerte abrazo afectuoso, conmovieron el corazón de David. Se arrojó entre los brazos de su padre y estalló en sollozo; ya no sentía vergüenza. Aquel padre bondadoso se daría cuenta de lo que él sentía. Ezra sostuvo a su hijo estrechamente apretado contra su pecho. Las lágrimas acudieron a sus ojos, pero eran lágrimas de rabia; rechinaba los dientes y murmuraba a través de ellos:

—Tortura, eso es lo que sufres; ellos se torturan a sí mismos y a todos los demás. Pero ahora se trata de los hijos. No quiero verte torturado… ¿Para qué? Ser joven no es un pecado. Además, ¿qué sabemos nosotros? Esos viejos rabinos…

Escuchando este bramido de enojo escapando de los pulmones de su padre, David se rió de repente en medio de sus sollozos. Ezra lo aparró sin soltarlo y lo miró.

—Eso está bien, hijo mío… ¡Ríete! ¿Por qué no? ¿Quién sabe? Quizás a Dios le guste la risa, ¿eh? Ahora, ponte tus mejores ropas y vámonos. ¡Despacito, para que nadie se despierte! Despertaré solamente al viejo Wang. Nos encontraremos a la puerta. —Salió exhalando suspiros de alivio.

David entró en su dormitorio. Se admiraba del extraño descanso de su corazón. La triste calma del día se había inflamado de repente hasta llegar a gozo. Ningún pecado había en él, solamente el enorme alivio de que su padre lo hubiera librado de algún modo de su pena. Se mojó y cepilló el pelo hacia atrás y dejó la cabeza descubierta. Se puso una larga túnica de seda azul brillante y la ató a la cintura con un ancho trozo de seda de color rojo suave. Se calzó con calcetines blancos y zapatos chinos de terciopelo negro. En muy pocos minutos estuvo listo y se dirigió a la puerta, donde lo esperaba su padre.

Ezra miró a su hijo con desbordante amor. Se sentía dispuesto a desafiar a cualquiera para proteger su vida…; sí, hasta a Dios mismo. Su hijo era suyo, y no lo cedería a nadie.

—Yo no soy Abrahán —dijo de repente—. ¡No te sacrificaré, oh hijo mío!

Pasó su brazo alrededor de los hombros de David, y juntos salieron a los patios iluminados por la luna, atravesaron varias puertas y llegaron a la calle. Siguieron a pie hacia el lago. La hora era avanzada, pero no demasiado tarde para divertirse. Todas las personas sobrias estaban en calma y dormidas, pero los jóvenes y los viejos amantes de la vida sacaban el mejor partido posible de la luna. El verano estaba terminando, se acercaba el otoño, y las flores de loto que flotaban sobre el agua morían, con las vainas hendidas y sus semillas diseminadas. Era hora de apresar la alegría con ambas manos.

Ezra y David caminaban por las calles, silenciosas a no ser por unas pocas mujeres sentadas todavía en los quicios de las puertas y sin ganas de irse para adentro de sus casas. Estaban amamantando a sus hijos o soñando a la luz de la luna. Así llegaron al lago los dos hombres, padre e hijo, y allí se les unió Kung Chen con sus dos hijos mayores, jóvenes corteses, ansiosos de divertirse. El mayor se parecía al padre. Tenía la misma cara ancha, los ojos pequeños y bondadosos y los labios suaves. El menor era menudo y bello, y a David le recordó a su hermana Kueilan. ¡La pequeñita! Su cara surgió en su memoria, se le aceleró la sangre. Los dos hermanos dieron gritos de vivo placer al ver a David, se estrecharon las manos y discutieron con los boteros, mientras los dos hombres mayores se quedaban en la orilla esperando.

—Tenemos las mismas ideas —le dijo Kung Chen a Ezra—. Yo acaba de enviar un sirviente a preguntarle a usted si quería disfrutar de la luna con nosotros, y encontró a su criado en el umbral.

—Mi hijo ha estado estudiando demasiado últimamente —dijo Ezra con alguna reserva—. Necesita olvidar sus libros.

Kung Chen se dio perfecta cuenta de lo que Ezra quería decir, pero dejó la conversación para más tarde, cuando se hubieran alegrado con el vino. No dio señales siquiera de haber visto a David aquel mismo día. A cada hora lo suyo.

Ya los jóvenes tenían el bote que les pareció mejor y el botero lo sujetaba a la orilla con el bichero[8]; todos pasaron a la cubierta plana de la embarcación y tomaron asiento. Ezra y Kung Chen se sentaron debajo del pabellón de seda; los jóvenes se tendieron sobre la cubierta a pleno cielo. En la popa la esposa del botero, una mujer de mediana edad, aventaba el fuego de un pequeño brasero de barro y calentaba agua para el té.

—¿Adónde quieren ir a celebrar la fiesta los señores? —preguntó el botero.

—¿Por qué no lo hacemos en el bote? —sugirió Kung Chen.

Así se decidió, y el barquero remó hasta el restaurante llamado la Casa del Pájaro Dorado.

Nunca la noche había parecido tan dulce para David, ni la compañía más agradable. Al principio iba silencioso, tumbado de espaldas, mirando al cielo claro y resplandeciente. Debajo se oía el suave ruido de las grandes hojas de loto rozando los costados del bote. Se volvió, se inclinó de lado, e incrustadas en él estaban las semillas ordenadas en filas. Las sacó de una en una, les quitó la piel verde y las comió; las pepitas, de un blanco lechoso, estaban dulces al saborearlas.

El botero se agachó, volvió la vaina vacía y la incrusto cuidadosamente entre las hojas de loto.

—Este hijo de tortuga del viejo Liu ha comprado el loto este año por anticipado —explicó—, y ordenó que la policía del lago multe a todo el que arranque una vaina. Pero, coma las que quiera, joven amo… ¡Cuantas más coma, menos tendrá el viejo Liu! Sólo le pido que me dé un poco de dinero para ponerlo en manos de la policía.

Todos rieron y ninguno lo censuró. David se acostó boca arriba y contempló la luna. No quería pensar; nada de enigmas, dudas y luchas dentro de su alma. Que lo dejaran vivir y gozar la vida.

El bote iba acercándose a la orilla baja, donde estaba el restaurante, y los jóvenes Kung discutían sobre la comida que elegirían.

—Cangrejos, desde luego —dijo el primero.

—Fritos en aceite, no cocidos —enmendó Kung segundo.

—Asegúrense, jóvenes caballeros, de que piden un buen vino para nuestros cangrejos —aconsejo el barquero—. Son muy fuertes nuestros cangrejos, porque se alimentan de residuos que los juerguistas tiran de los botes. La buena comida hace sabrosa la carne.

—Mejor cangrejos cocidos —dijo Kung Chen, debajo del pabellón—. El aroma de la carne se conserva así más puro.

De modo que, tras algunas charlas y discusiones, fueron pedidos los cangrejos y luego pato asado, seguido de legumbres y mijo caliente con dátiles y azúcar tan rojo como dulce. Esto ordenó Kung el primero al encargado del restaurante, que corrió escalera abajo hasta el borde del agua cuando le grito el botero, y allí se quedó, con su gruesa cara resplandeciente a la luz de la luna, todo sonrisas y buen humor, exclamando a cada plato:

—Sí, sí. —Luego dijo—: Señores, ¿no desean ustedes música también? Comer cangrejos como yo los preparo, con mi vino y bajo semejante luna, sin música, es como casarse con una esposa sin dote.

Rieron todos, y Kung el segundo dijo audazmente:

—Mándenos tres muchachas cantoras a servir la comida. —Volvió la cabeza para mirar a su padre con malicia—. ¿Tres serán suficientes, padre?

—Suficiente…, suficiente —dijo Kung Chen con su parca sonrisa—. Nosotros miraremos a vuestras muchachas y la escucharemos cantar; eso es bastante para nosotros los viejos, ¿eh, hermano mayor?

—Suficiente —convino Ezra. Se recostó y suspiró con placer—. La vida es buena —dijo de repente.

—Para las gentes como nosotros —enmendó Kung Chen—. Nosotros que somos ricos, poseemos en abundancia, ¿por qué ser infelices? No hay sufrimiento para nosotros.

Afuera, en la ancha cubierta, los jóvenes iban tendidos sobre cojines de seda que el barquero había puesto para ellos. La luz de la luna, flotando en torno y encima de ellos, los iluminaba hasta darles el aspecto de dioses en reposo. En la orilla, el restaurante resplandecía con tantas linternas, y una luz tamizada llegaba de las ventanas. Las voces se mezclaban con los cantos, el sonido de las flautas y el repiqueteo de los tambores.

Ezra había visto la escena docenas de veces, pero aquella noche penetraba en él su significado. La felicidad estaba esperando ser cogida. En la ciudad existía esa felicidad, pero también la aflicción eterna del rabino recordando el dolor de su pueblo. En verdad, esto no estaba dentro del poder del rabino. Él había elegido la pena, la pena sin fin de un hombre perseguido por Dios. Incluso había transmutado esa pena en un goce extraño y oscuro. Era más feliz cuando más profundamente sufría, como la mariposa que revoloteaba cerca de la llama de la vela. Sí, el parecido era cierto. Aquel hombre abrasaba su propia alma en éxtasis de Dios. Pero ¿tenían todos los hombres que encontrar la felicidad de la misma manera? Que el rabino encontrara su placer dondequiera, pero no tenía por qué empujar a los jóvenes…, y, sobre todo, a aquel que era su hijo.

—Está usted meditando profundamente —dijo Kung Chen de repente—. Lo siento febril.

—Estoy meditando sobre la felicidad —dijo Ezra con franqueza—. ¿Puede existir para todos?

Kung Chen frunció sus gruesos labios suaves.

—Para el pobre, la felicidad es difícil —replicó—. También para el que hace depender enteramente su felicidad de otro ser. La pobreza es el azar externo; y el amor, el interno. Pero si uno puede superar la pobreza y amar con moderación, no hay obstáculo para la felicidad de nadie.

—Cuando usted dice «ser» —habló Ezra—, ¿quiere decir usted ser humano, o se refiere a Dios?

—A cualquier ser —replicó Kung Chen. Algunos aman a un ser humano demasiado, y se hacen esclavos de ese amor; otros aman a sus dioses demasiado, y se esclavizan con ese amor. El hombre no debe esclavizarse por nada. Sólo entonces somos libres.

Esta charla fue interrumpida por una flauta desde la puerta del restaurante. Tres lindas muchachas bajaban los escalones de piedra llevando laúd, címbalos y un pequeño tambor de mano. Eran como flores en el viento, flotantes sus túnicas rosa, azul y verde; llevaban sus oscuras cabecitas en alto. Detrás de ellas iban los camareros con cestas de comida. El barquero instaló mesas. Se produjo un ajetreo por todas partes, pero al cabo de un rato todo estuvo dispuesto y el botero empujó la embarcación, llevándola de nuevo al centro del lago. La orilla, brillantemente iluminada, se extendía a lo lejos, y pronto las voces fueron ecos solamente.

Entonces Kung Chen los invitó a todos a comer, y el camarero y el cocinero hicieron su parte. Las tres muchachas se sentaron en la proa, de espaldas a la luna y de cara a los comensales; cada una empezó a tocar su instrumento y a cantar al unísono una melodía tan entremezclada y tan encantadora, que los jóvenes no pudieron menos que reír. Las muchachas parecían parte de la noche y de la luna, moribunda y exquisita. Sus altas voces atipladas, llenas de dulzura, vagaban entrando y saliendo en la melodía, pero siempre al unísono, y los jóvenes escuchaban y miraban viéndolas juntas, sus lindas caras blancas parecidas, sus oscuros y grandes ojos insensibles. La excesiva belleza de la noche, la excelente comida, cada plato sazonado exactamente, ninguno recargado con aceite o azúcar, todo este placer se colgaba dentro del corazón de David. La grosería lo había ofendido después de los largos días pasados con el rabino. Su alma había sido afinada demasiado alta y no habría podido trasladarse tan de repente desde el cielo a la tierra. Pero aquella noche la tierra hablaba de encantamiento y el cielo estaba callado.