Por suerte, encontraron un mozo. Mientras éste empujaba el
carrito con el equipaje, Nicholas preguntó:
–¿Es aquí donde vamos a quedarnos?
–No, tenemos que ir en coche hasta Lanyon.
–¿Y cómo vamos a ir?
–Ya te dije que dejé el coche aquí.
–¿Y cómo sabes que no te lo han robado?
–Porque ahora mismo lo estoy viendo donde lo
dejé.
Tardaron un rato en meter todo el equipaje en el Triumph.
Finalmente colocaron encima la caja de cartón con la comida,
Virginia le dio una propina al mozo y los tres se acomodaron en el
asiento delantero, Cara en medio y Nicholas pegado a la
portezuela.
Virginia había bajado la capota y se había anudado un pañuelo
alrededor de la cabeza, pero el viento despeinaba el cabello de
Cara y se lo arrojaba sobre el rostro.
–¿Cuánto tardaremos en llegar?
–No mucho, aproximadamente una media hora.
–¿Y cómo es la casa?
–Ya la verás.
Al llegar a la cima de la colina, Virginia detuvo el
automóvil para que sus hijos contemplaran el panorama y la curva de
la bahía, todavía azul, cercada por el calor del día que ya tocaba
a su fin. Pasaron entre pequeños campos y zanjas llenas de
escabiosas azules y finalmente llegaron a un pequeño valle sembrado
de viejos robles, con un arroyo y un puente, un viejo molino y una
aldea. Más allá, la carretera volvía a subir al páramo donde, de
pronto, apareció ante sus ojos el claro horizonte del Atlántico,
brillando hacia el oeste bajo la cegadora luz del
sol.
–Yo creía que teníamos el mar a nuestra espalda, – dijo
Nicholas-. ¿Es otro mar?
–Supongo que sí.
–¿Es nuestro mar? ¿Es el mar donde nos vamos a
bañar?
–Creo que sí.
–¿Hay playa?
–No tuve tiempo de mirarlo. Desde luego, hay unas rocas muy
escarpadas.
–Yo quiero que haya playa. Con arena. Quiero que me compres
un cubo y una pala.
–Cada cosa a su tiempo -dijo Virginia-. Poquito a poco lo
iremos haciendo todo.
–Yo quiero comprar mañana mismo un cubo y una
pala.
Salieron a la carretera principal y giraron hacia el este,
siguiendo la línea de la costa. Dejaron a su espalda la aldea de
Lanyon y el camino que conducía a Penfolda, subieron a la colina y
llegaron al lugar donde crecían los inclinados espinos en el que
había que girar para ir a Bosithick.
–¡Ya hemos llegado!
–Yo no veo ninguna casa.
–Espera.
El vehículo con sus ocupantes bajó muy despacio por el
sendero entre los tojos que lo flanqueaban por ambos lados y
rozaban con sus ramas la carrocería. Temiendo por la seguridad de
las provisiones, Cara extendió una mano hacia atrás y sujetó la
caja de cartón. Doblaron el último recodo en medio de una fuerte
sacudida, subieron por una empinada cuesta y llegaron a un terreno
llano cubierto de hierba en el que finalmente se detuvieron.
Virginia puso el freno de mano y apagó el motor mientras los niños
permanecían sentados en el asiento, contemplando la
casa.
En Penzance no se percibía el menor soplo de viento y el aire
era agradablemente templado. Allí, en cambio, soplaba una ligera y
fresca brisa. La cuerda de tender la ropa se agitaba levemente y la
alta hierba que crecía en la parte superior del muro de piedra
aparecía aplanada como los pelos de un abrigo de piel acariciado
por una mano.
Y había algo más. Algo un poco extraño. Por un instante
Virginia contempló la casa tratando de descubrir qué era. Pero Cara
se lo dijo.
–Sale humo de la chimenea -señaló la niña.
Virginia experimentó un estremecimiento de inquietud, como si
un riachuelo de agua fría le hubiera bajado de repente por la
columna vertebral. Era como si hubieran pillado a la casa
desprevenida, como si los seres anónimos que normalmente la
ocupaban no esperaran su llegada.
–¿Pasa algo? – preguntó Cara al advertir la desazón de su
madre.
–No, qué va -contestó Virginia, aparentando una seguridad que
no sentía-. Simplemente me ha extrañado. Vamos a
investigar.
Descendieron del vehículo, dejando en él las maletas y la
caja de comestibles. Virginia abrió la verja y se apartó a un lado
para que pasaran los niños mientras buscaba el llavero en el
bolso.
Nicholas se adelantó corriendo para ir a ver lo que había al
otro lado de la casa. En cambio, Cara andaba despacio como si
tuviera miedo, sorteando una vieja alfombra y una maceta rota sin
tocar nada con las manos.
Virginia abrió la puerta de la casa.
–¿Crees que han sido gitanos? – le preguntó
Cara.
–¿Gitanos?
–Los que han encendido el fuego.
–Vamos a ver…
El olor a humedad había desaparecido. La casa estaba
agradablemente caldeada y, al entrar en el salón, descubrieron que
la chimenea estaba encendida y que su resplandor modificaba todo el
aspecto de la casa. La atmósfera ya no resultaba sombría y
deprimente sino alegre. La antipática estufa eléctrica había
desaparecido y, junto a la chimenea, se podía ver un alto cesto de
mimbre con una abundante provisión de troncos.
Gracias al fuego de la chimenea y al sol de la tarde que
penetraba por la ventana del lado oeste, reinaba en la estancia una
temperatura muy agradable. Virginia fue a abrir una ventana y vio a
través de la puerta un cuenco de huevos morenos y una jarra de
porcelana blanca llena de leche sobre la mesa de la cocina. Entró
en ella y miró a su alrededor. Alguien lo había limpiado todo, pues
el fregadero estaba reluciente y los visillos parecían recién
lavados.
Cara entró detrás de ella sin tenerlas todas
consigo.
–Es como si hubieran venido las hadas -dijo.
–No han sido las hadas sino Alice -contestó Virginia
sonriendo.
–¿Tita Alice Lingard?
–Sí. ¿A que es un encanto? Parecía que no le gustaba que nos
instaláramos en Bosithick, pero luego va y nos lo deja todo a
punto. Eso es muy propio de Alice. Tendremos que ir mañana a darle
las gracias. La llamaría, pero no hay teléfono.
–A mí los teléfonos no me gustan de todos modos. Yo quiero ir
a verla. Quiero ver la piscina.
–Si te llevas el traje de baño, te podrás
bañar.
Cara miró fijamente a su madre. Virginia creyó que seguía
pensando en la piscina y se sorprendió al oír su
pregunta.
–¿Cómo ha entrado?
–¿Quién?
–Tita Alice. Las llaves las tenemos
nosotros.
–Ah, bueno, supongo que el señor Williams le habrá dado un
duplicado. Eso es lo que habrá ocurrido. Bueno, vamos a ver qué
hacemos primero.
Nicholas apareció en la puerta.
–Voy a recorrer toda la casa y después quiero un poco de té.
¡Me muero de hambre!
–Llévate a Cara.
–Yo quiero quedarme aquí contigo -dijo la
niña.
–No. – Virginia le dio un suave empujón-. Ve a ver y dime qué
te parece el resto de la casa. Dime si no te parece la casa más
divertida que has visto en tu vida. Entretanto, yo pondré agua a
calentar, coceré unos huevos y después iremos a buscar las cosas
que hemos dejado en el coche, desharemos las maletas y haremos las
camas.
–¿No están hechas?
–No, tenemos que hacerlo todo nosotros. Ahora nos las tenemos
que arreglar solos.
Hacia el anochecer ya lo tenían casi todo en orden, a pesar
de que la búsqueda del interruptor del calentador de agua y del
armario donde se guardaban las sábanas les había llevado un montón
de tiempo. Para cenar, Nicholas quiso tomar cacahuetes tostados con
tostadas, pero no encontraron ningún tostador y el grill del horno
no se podía regular, por lo que el niño se tomó los cacahuetes con
pan.
–Tenemos que comprar artículos de limpieza, una bayeta, té y
café…
Virginia buscó lápiz y papel y empezó a elaborar una
lista.
–Y jabón para el cuarto de baño y algo para quitar la señal
de suciedad de la bañera.
–Y un cubo y una pala -terció Nicholas.
–Y un frigorífico -añadió Cara-. No tenemos sitio donde
guardar la comida y se nos va a estropear todo si lo dejamos por
ahí.
–Quizá podríamos pedirle a alguien que nos prestara una
fresquera.
De pronto, Virginia recordó quién se había ofrecido a
prestarle una y, frunciendo el ceño, estudió la lista y cambió
rápidamente de tema.
Cuando finalmente consiguieron calentar el agua, Nicholas y
Cara se bañaron juntos en la pequeña bañera y después lo hizo
Virginia, antes de que el agua se enfriara. A continuación,
envueltos en sus albornoces, se tomaron una taza de chocolate
caliente junto a la chimenea.
–No hay ni siquiera televisor.
–Ni transistor.
–Ni reloj -dijo alegremente Nicholas.
Virginia consultó sonriendo su reloj de
pulsera.
–Si os interesa saberlo, son las nueve y
diez.
–¡Las nueve y diez! Tendríamos que estar en la cama hace
siglos.
–No importa -dijo Virginia.
–¿Que no importa? ¡La tata se hubiera puesto
furiosa!
Virginia se recostó en su sillón, estiró las piernas y movió
los dedos de los pies desnudos delante del fuego de la
chimenea.
–Ya lo sé -dijo.
En cuanto hubo acostado a los niños, dejando la puerta
abierta tras haberles mostrado cómo se encendía la luz, bajó por el
pasillo y subió los dos peldaños que conducían a la Habitación de
la Torre.
Hacía frío. Se sentó junto a la ventana, contempló los campos
envueltos en sombras y vio que el mar en calma había adquirido una
tonalidad nacarada y que el cielo todavía conservaba el resplandor
del ocaso y aparecía veteado por unas franjas de color coral. Hacia
el oeste, más allá del horizonte, las nubes mostraban unos retazos
dorados y rosados, pero, poco a poco, la luz desapareció y las
nubes se volvieron de color negro mientras hacia el este asomaba en
el cielo una pequeña luna nueva.
Una a una, las luces empezaron a parpadear en la creciente
oscuridad a lo largo de toda la costa desde las granjas, las
casitas y los graneros. Aquí, una ventana cuadrada de luz amarilla.
Allá, el parpadeo de una luz al otro lado de un campo. Unos faros
delanteros subieron por un camino y salieron a la carretera en
dirección a Lanyon. Virginia se preguntó si sería Eustace Philips
que iba al Mermaid's Arms de Lanyon y si éste los visitaría algún
día para ver qué tal estaban o si, por el contrario, se mostraría
taciturno y enfurruñado y esperaría a que ella diera el primer paso
y se presentara con una rama de olivo en la mano. Pensó que
merecería la pena hacerlo aunque sólo fuera por la satisfacción de
ver la cara que pondría cuando viera lo bien que se las estaban
arreglando solos ella y sus hijos.
El día siguiente fue muy distinto.
Por la noche se levantó un fuerte viento y las oscuras nubes
que la víspera se veían en el horizonte fueron empujadas hacia
tierra, llevando consigo una lluvia torrencial. El sonido del goteo
de los aleros y el rumor de la lluvia contra los cristales de la
ventana despertaron a Virginia. El dormitorio estaba tan oscuro que
tuvo que encender la luz para poder consultar su reloj. Las ocho de
la mañana.
Se levantó para cerrar la persiana. Sus pies descalzos
pisaron el húmedo suelo de madera. Llovía tanto que apenas se podía
ver nada. Era algo así como estar a bordo de un barco anclado en un
mar de lluvia. Confiaba en que los niños tardaran varias horas en
despertarse.
Se puso unos pantalones y un jersey grueso, bajó y descubrió
que el agua de la lluvia había penetrado por la chimenea, apagando
el fuego y dejando la estancia húmeda y fría. Había cerillas, pero
no teas para encender la leña. Se puso el impermeable, salió bajo
la lluvia para dirigirse al cobertizo del jardín y encontró una
pequeña destral oxidada por la falta de uso. Sobre el peldaño de
piedra de la entrada y con considerable peligro para su propia
integridad física, partió un tronco hasta conseguir unas teas.
Cogiendo los papeles con que le habían envuelto los productos en la
tienda de comestibles, les prendió fuego y añadió unas cuantas teas
que enseguida se encendieron. El humo penetró inicialmente en la
estancia, pero después empezó a subir rápidamente por el cañón de
la chimenea. Virginia amontonó unos troncos y éstos se encendieron
sin dificultad.
Cara apareció cuando ella estaba preparando el
desayuno.
–¡Mami!
–Hola, cariño -dijo Virginia, acercándose a su hija para
darle un beso.
Cara se había puesto unos pantalones cortos azul cielo, una
camiseta amarilla y un jersey muy fino.
–¿Vas suficientemente abrigada? – le preguntó
Virginia.
–No -contestó la niña.
Llevaba el lacio cabello despeinado y las gafas torcidas.
Virginia se las enderezó.
–Pues ponte un poco más de ropa. El desayuno todavía no está
listo.
–Pero es que no tengo nada más. En la maleta, quiero decir.
La tata no puso nada más.
–¡No puedo creerlo! – exclamó Virginia, mirando a su hija-.
¿Quieres decir que no hay pantalones vaqueros, ni impermeables ni
botas de agua?
Cara meneó la cabeza.
–Supongo que debió de pensar que haría
calor.
–Sí, yo también me lo supongo -dijo Virginia, maldiciendo
mentalmente a la tata-. Pero hubiera debido comprender que un
impermeable nunca está de más.
–Bueno, impermeables sí tenemos, pero no son
adecuados.
La niña estaba tan preocupada que Virginia esbozó una sonrisa
para tranquilizarla.
–Tú no te preocupes que no pasa nada.
–¿Qué vamos a hacer?
–Ir a compraros un poco de ropa a los dos.
–¿Hoy?
–¿Por qué no? De todos modos, con este tiempo no se puede
hacer otra cosa.
–¿Por qué no vamos a ver a tita Alice y nos bañamos un poco
en su piscina?
–Eso lo dejaremos para otro día en que haga mejor tiempo.
Ella lo comprenderá y no le importará.
Subieron al coche y se dirigieron a Penzance bajo un tremendo
aguacero. En la cima de la colina, la niebla era tan densa y gris
que la vista de Virginia sólo alcanzaba hasta el final de la
cubierta del motor y sólo se podía ver la carretera cuando el
viento abría en ella un momentáneo hueco.
En Penzance llovía a cántaros, había un tráfico endiablado y
por todas partes se veían desolados veraneantes que no podían
recorrer el paseo ni ir a la playa. Todos ellos ocupaban las
aceras, se detenían delante de los escaparates de las tiendas o
entraban en ellas para comprar algo. Se les veía al otro lado de
las empañadas lunas de las cafeterías y las heladerías, sentados
alrededor de las mesas, sorbiendo, lamiendo y masticando despacio
para aplazar de este modo el inevitable momento en que tendrían que
salir de nuevo bajo la lluvia.
Virginia se pasó unos diez minutos buscando sitio donde
aparcar. Recorrieron las calles bajo la lluvia hasta llegar a una
tienda donde se vendían impermeables de pescador, botas de agua que
llegaban hasta el muslo, linternas, cabos y otros muchos artículos.
Entraron y Virginia compró pantalones vaqueros para Cara y
Nicholas, camisas ajustadas de lana de color azul marino,
impermeables y suestes negros que ocultaban casi por completo las
cabezas de sus hijos como si fueran unos apagavelas. Los niños se
pusieron allí mismo los impermeables y los suestes mientras el
dependiente envolvía las restantes prendas con un grueso papel
marrón. Virginia cogió el paquete y salió de nuevo a la calle con
los niños, rígidos como robots a causa de los impermeables y con
los ojos cegados por las alas de los sombreros.
Seguían cayendo chuzos de punta.
–Ahora vamos a casa -dijo Cara.
–Bueno, aprovechando que estamos aquí, podríamos comprar un
poco de carne, pescado o pollo. Además, nos faltan patatas,
zanahorias y guisantes. A lo mejor hay algún supermercado por
aquí.
–Yo quiero un cubo y una pala -dijo
Nicholas.
Virginia fingió no haberle oído. Encontraron el supermercado
y se unieron al rebaño de clientes, haciendo cola y eligiendo,
esperando y pagando, colocando los artículos en los carritos y
saliendo de nuevo a la calle.
Las calzadas parecían ríos y el agua salía a chorros de los
desagües.
–Cara, ¿seguro que lo puedes llevar?
–Sí -contestó la niña, inclinada hacia un lado para compensar
el peso del carrito.
–Que Nicholas te eche una mano.
–Quiero un cubo y una pala -repitió
Nicholas.
Pero a Virginia se le había acabado el dinero. Estaba a punto
de decirle que tendría que esperar hasta la segunda expedición de
compras cuando el niño levantó la cabeza bajo el sueste y empezó a
hacer pucheros mientras se le llenaban los ojos de
lágrimas.
–Quiero un cubo y una pala.
–Bueno, bueno, ya te los compraremos. Pero primero tengo que
encontrar un banco para sacar un poco más de
dinero.
Las lágrimas se desvanecieron como por arte de
ensalmo.
–¡He visto un banco!
En el banco había un montón de clientes haciendo
cola.
Los niños se dirigieron a un sofá de cuero y se sentaron,
exhaustos; después, inclinaron la barbilla sobre el pecho cual dos
viejecitos y extendieron las piernas hacia adelante sin importarles
que alguien pudiera tropezar con ellas. Virginia se puso en la
cola, sacó el talonario y extendió un cheque.
–De vacaciones, ¿eh? – preguntó el joven
cajero.
Virginia se preguntó cómo era posible que conservara el buen
humor al término de una mañana como aquélla.
–Pues sí.
–Mañana saldrá el sol, ya lo verá.
–Esperemos.
El cubo rojo y la pala azul fueron sus últimas adquisiciones.
Cargados con los paquetes, regresaron al coche, siguiendo un camino
que era todo cuesta arriba. Nicholas cerraba la marcha, aporreando
el cubo con la pala como si tocara el tambor. Más de una vez
Virginia tuvo que detenerse para esperarlo y exhortarlo a que se
diera prisa. Al final perdió la paciencia.
–Vamos, Nicholas, a ver si espabilas.
Una mujer que pasaba oyó el irritado tono de su voz y miró
con expresión de reproche a aquella madre tan antipática y poco
comprensiva.
Y eso que sólo había pasado una mañana.
Seguía lloviendo. Finalmente llegaron al coche, lo llenaron
de paquetes, se quitaron los chorreantes impermeables, los dejaron
en el asiento de atrás, subieron y cerraron la portezuela,
alegrándose de poder sentarse al amparo de la
lluvia.
–Ahora -dijo Nicholas sin dejar de aporrear el cubo con la
pala-, ¿sabes lo que quiero?
Virginia consultó su reloj. Era casi la una.
–¿Comer algo? – preguntó, tratando de
adivinarlo.
«Lo que yo quisiera es regresar a Wheal House y saber que la
señora Jilkes tiene el almuerzo a punto y que hay un alegre fuego
en la chimenea del salón con muchas revistas y periódicos para
pasarme toda la tarde leyéndolos sin hacer nada.»
–Sí, eso por supuesto. Pero otra cosa
también.
–Pues no sé.
–Tienes que adivinarlo. Te doy tres
oportunidades.
–Vamos a ver. – Virginia reflexionó-. Quieres ir al
lavabo.
–No. De momento, por lo menos.
–¿Quieres… un poco de agua?
–No.
–Me rindo.
–Quiero ir esta tarde a la playa a jugar en la arena. Con el
cubo y la pala.
El joven del banco había hecho una previsión meteorológica
acertada. Al atardecer, el viento se desplazó hacia el norte y las
nubes se dispersaron sobre los páramos. Al principio aparecieron
unos pequeños retazos de cielo que se hicieron cada vez más grandes
y luminosos hasta que, al fin, se abrieron paso los rayos del sol
poco antes de que éste se pusiera triunfalmente en medio de una
orgía de resplandecientes tonalidades rosadas y
rojizas.
–«El pastor se alegra cuando el cielo de noche rojea» -dijo
Cara mientras se iba a la cama-. Eso quiere decir que mañana hará
un día precioso.
Y lo hizo.
–Hoy quiero ir a la playa para jugar con el cubo y la pala
-dijo Nicholas.
–Ya irás -le prometió Virginia-. Pero primero tenemos que ir
a ver a tita Alice Lingard, de lo contrarío pensará que somos las
personas más groseras e ingratas que jamás ha
conocido.
–¿Por qué? – preguntó Nicholas.
–Porque nos ha dejado la casa a punto y ni siquiera le hemos
dado las gracias… Termínate los huevos, Nicholas, que se te están
enfriando.
–Yo quiero palomitas de maíz.
–Ya las compraremos -dijo Virginia.
Cara cogió un lápiz y la lista de compras y añadió:
«Palomitas de maíz» debajo de «Virutas de acero», «Crema de
cacahuete», «Azúcar», «Bollos de mantequilla», «Mermeladas», «Jabón
en polvo» y «Queso».
Después, Virginia envió a jugar a sus hijos mientras ella
lavaba los platos del desayuno y subía al piso de arriba a hacer
las camas. La habitación de los niños estaba tremendamente
desordenada. Ella siempre había creído que sus hijos eran pulcros y
ordenados, pero ahora se daba cuenta de que la tata les iba
constantemente detrás, recogiendo las cosas que ellos dejaban
tiradas. Recogió las prendas sin saber si estaban sucias o limpias,
retiró un calcetín que había sobre la cómoda y procuró no tocar una
arrugada bolsa de papel con dos caramelos pegajosos en su interior.
Vio también un marco de fotos. Pertenecía a Cara y la tata se lo
había puesto en la maleta con un propósito que ella ya imaginaba.
El marco contenía a un lado toda una serie de fotografías de
pequeño tamaño, colocadas con más cariño que habilidad artística.
La fachada de la casa, un poco torcida, los perros, los hombres de
la granja encaramados al tractor; una vista aérea de Kirkton y una
o dos postales. Al otro lado había una impresionante fotografía
profesional del busto de Anthony con los perfiles muy bien
iluminados de tal forma que el cabello parecía de color rubio
platino y la mandíbula resultaba muy firme y decidida. El fotógrafo
había querido transmitir la imagen de un hombre fuerte, pero
Virginia conocía el significado de sus ojos entornados y la
debilidad de su bien perfilada boca. Vio el cuello a rayas de su
camisa Turnbull y Asher y el delicado estampado de su corbata de
seda italiana y recordó lo importante que era el vestuario para
Anthony; tanto como su automóvil, el mobiliario de la casa y su
estilo de vida. Virginia siempre había pensado que todas aquellas
cosas eran cuestiones secundarias y que sólo el carácter de la
persona les confería sentido. Pero Anthony Keile opinaba justo lo
contrario y siempre había atribuido la máxima importancia a los más
mínimos detalles como si comprendiera que éstos eran los que
apuntalaban su imagen y que sin ellos su anodina personalidad se
hubiera desmoronado.
Bajó con la ropa y la lavó en el pequeño fregadero. Al salir
para tenderla, vio a Nicholas jugando en solitario con el tractor
rojo, unas cuantas piedras y unas hierbas. Llevaba una de las
camisas nuevas de lana azul marino que habían comprado la víspera y
ya tenía la cara colorada a causa del calor, pero ella se guardó
muy bien de decirle que se quitara la camisa.
–¿A qué estás jugando?
–Pues a nada en particular…
–¿La hierba representa la paja?
–Más o menos.
–¿Dónde está Cara? – preguntó Virginia mientras tendía los
últimos pantalones.
–Está dentro.
–Leyendo, supongo.
Virginia entró en la casa para ir en su
busca.
Pero Cara no estaba leyendo sino en la Habitación de la
Torre, contemplando desde la ventana los campos que se extendían
hasta el mar. Al aparecer Virginia en la puerta, la niña volvió
lentamente la cabeza y la miró con aire soñador, como si no la
reconociera.
–Cara…
Los ojos la enfocaron tras los cristales de las
gafas.
–Hola. ¿Ya es hora de irnos? – preguntó la
niña.
–Cuanto tú estés lista, lo estaré yo. – Virginia se sentó a
su lado-. ¿Qué haces, piensas o admiras la vista?
–Pues las dos cosas, en realidad.
–¿En qué pensabas?
–Me estaba preguntando cuánto tiempo nos vamos a quedar
aquí…
–Pues… supongo que un mes. He alquilado la casa para un
mes.
–Pero tenemos que volver a Escocia, ¿verdad? Tendremos que
regresar a Kirkton.
–Sí, tendremos que regresar. Porque, entre otras cosas,
tenéis que ir al colegio. – Virginia hizo una pausa-. ¿Acaso no
quieres ir?
–¿No irá la tata con nosotros?
–No creo.
–Nos parecerá un poco raro estar en Kirkton sin papá ni la
tata, ¿verdad? La casa resultará muy grande sólo para nosotros
tres. Creo que por eso me gusta esta casa. Porque tiene el tamaño
adecuado.
–Temía que no te gustara.
–Me encanta. Y me encanta esta habitación. Nunca había visto
otra igual, con esta escalera que te permite bajar al piso de abajo
y todas estas ventanas y esta vista del cielo. – Estaba claro que
el carácter fantasmagórico de la estancia no le causaba la menor
desazón-, Pero ¿por qué no hay muebles?
–Creo que se usaba como estudio o habitación de trabajo. Hace
cincuenta años vivía aquí un hombre que escribía libros y era muy
famoso.
–¿Qué aspecto tenía?
–No lo sé. Supongo que debía de llevar barba y quizá vestía
con desaliño, se olvidaba de ajustarse los elásticos de los
calcetines y se abrochaba la chaqueta al revés. Los escritores
suelen ser muy distraídos.
–¿Cómo se llamaba?
–Aubrey Grane.
–Estoy segura de que debía de ser muy simpático, de lo
contrario no se hubiera hecho una habitación tan bonita -observó
Cara-. Te sientas aquí y puedes ver todo lo que
ocurre.
–Sí -dijo Virginia, contemplando con su hija la cuadrícula de
campos en los que pastaban las pacíficas vacas, el verde esmeralda
de la hierba tras la lluvia de la víspera, los muros de piedra y
las verjas cubiertas de zarzas que, en cuestión de uno o dos meses,
se llenarían de dulces frutos negros.
Un tractor rugía hacia el oeste. Virginia volvió la cabeza,
apoyó la frente contra el cristal de la ventana y vio una mancha de
un color escarlata tan vivo como el de los buzones y a un hombre
sentado al volante con una camisa tan azul como el
cielo.
–¿Quién es ése? – preguntó Cara.
–Eustace Philips.
–¿Le conoces?
–Sí. Es el dueño de la granja de Penfolda.
–¿Y todos estos campos son suyos?
–Supongo que sí.
–¿Y cuándo le conociste?
–Hace mucho tiempo.
–¿Sabe que estás aquí?
–Sí, creo que sí.
–Pues a ver si viene a tomar una copa o lo que
sea.
Virginia miró sonriendo a su hija.
–Sí, es posible que venga. Ahora ve a peinarte y arréglate.
Vamos a ver a Alice Lingard.
–¿Me pongo el traje de baño? ¿Podremos nadar en su
piscina?
–Buena idea.
–Me encantaría tener una piscina.
–¿Aquí? Pero si no hay sitio en el jardín.
–No aquí sino en Kirkton.
–Bueno, la podríamos mandar construir si de verdad la
quisieras -dijo Virginia sin pensar-. Pero vámonos porque, de lo
contrario, llegará la hora del almuerzo y nos habremos pasado el
rato sentadas aquí sin haber hecho nada.
Sin embargo, al llegar a Wheal House, descubrieron que la
única persona que había en la casa era la señora Jilkes. Virginia
tocó el timbre por simple formalidad e inmediatamente abrió la
puerta y entró seguida de sus hijos. Pensaba que el perro empezaría
a ladrar, que oiría la voz de Alice diciendo «¿Quién hay?» y que
ésta aparecería en la puerta del salón. Pero sólo la recibió el
silencio, roto únicamente por el lento tic tac del reloj de la
repisa de la chimenea.
–¿Alice?
En algún lugar de la casa se abrió y cerró una puerta. La
señora Jilkes avanzó por el pasillo de la cocina con su blanco
delantal almidonado como un barco navegando a toda
vela.
–¿Quién hay? – preguntó en tono malhumorado hasta que vio a
Virginia y a los niños.
–Ah, señora Keile, qué sorpresa, no pensaba que fuera usted.
Y ésos son sus hijos, ¿verdad? Madre mía, qué guapos son. ¿Verdad
que eres muy guapa? – le preguntó a Cara, a quien jamás le habían
dicho tal cosa.
La niña hubiera querido contestar que no, pues sabía que no
lo era, pero la timidez se lo impidió. Por eso se limitó a mirar a
la señora Jilkes sin decir nada.
–Te llamas Cara, ¿verdad? Y ése es Nicholas. Veo que lleváis
cosas para bañaros. ¿Queréis iros a dar un chapuzón en la piscina?
La señora Lingard no está -añadió, dirigiéndose a Virginia. – Oh,
qué pena.
–Ha estado ausente desde el día en que se fue usted. El señor
Lingard tenía una cena importante en Londres y la señora Lingard
decidió acompañarlo. Dijo que hacía tiempo que no iba por allí. De
todos modos, esta noche ya estará de vuelta.
–¿Quiere decir que se fue el jueves? – preguntó
Virginia.
–Justo el jueves por la tarde.
–Pero entonces… Bosithick… Cuando llegamos encontramos la
chimenea encendida y todo estaba limpio y había huevos y leche en
la cocina… Pensé que había sido la señora Lingard.
La señora Jilkes miró a Virginia con semblante
risueño.
–No, pero yo le diré quién fue.
–¿Quién?
–Eustace Philips.
–¿Eustace?
–Bueno, no se extrañe tanto, no creo que haya hecho nada
malo.
–Pero ¿cómo sabe usted que fue Eustace?
–Porque él me llamó por teléfono -contestó la señora Jilkes,
dándose importancia-. Bueno, llamó a la señora Lingard pero, como
ella no estaba, hablé yo con él. Me preguntó si alguien iba a
preparar algo para cuando usted llegara a Bosithick con los niños y
yo le contesté que no lo sabía y que la señora Lingard no estaba.
Entonces él dijo: «Bueno, da igual, yo me encargaré de ello.» Y eso
fue todo. Ha hecho un buen trabajo, ¿verdad?
–¿Quiere decir que fue a la casa y lo limpió todo él
solo?
–Oh, no. Eustace no sabe ni lo que es un plumero de quitar el
polvo. Debió de ser la señora Thomas. A poca ocasión que tenga, ésa
es capaz de arrancar las baldosas del suelo de tanto
fregarlas.
Cara cogió la mano de su madre.
–¿Es el hombre del tractor que hemos visto esta
mañana?
–Sí -contestó Virginia con la cabeza en otra
parte.
–¿Y no pensará que somos unos mal educados de tomo y lomo? Ni
siquiera le hemos dado las gracias.
–Lo sé. Tendremos que ir esta tarde. Cuando volvamos,
bajaremos a Penfolda y se lo explicaremos.
Nicholas se puso furioso.
–¡Pero tú has dicho que podría ir a jugar a la playa con el
cubo y la pala!
La señora Jilkes se dio cuenta de que el niño era un poco
rebelde. Se inclinó hacia él con las manos apoyadas sobre las
rodillas y, acercando el rostro al suyo, le dijo con voz
seductora:
–¿Por qué no vas a bañarte a la piscina? Cuando salgas, tú,
tu mamá y tu hermana podréis ir a la cocina a comer conmigo un
delicioso cordero al horno con puré de patatas y
cebollas…
–Pero, señora Jilkes…
–No -dijo la señora Jilkes, meneando la cabeza ante la
interrupción de Virginia-, no es ninguna molestia. Lo tengo todo a
punto para comer. Estaba empezando a pensar que la casa se había
quedado muy vacía y yo andaba rondando por ahí más sola que la una.
– Miró con una sonrisa a Cara-. A ti te gustará, ¿verdad,
cariño?
Era tan amable que la gélida timidez de la niña se desvaneció
como por arte de ensalmo.
–Sí, por favor -contestó la niña.
Aquella templada tarde de domingo cruzaron los prados y los
campos de rastrojos de Penfolda en los que apenas una semana antes
Virginia había visto las segadoras en plena acción, pasando de un
campo a otro a través de una especie de escalones de granito
construidos sobre las zanjas. Al acercarse a la granja, vieron los
graneros, las verjas, el patio del ganado y los cobertizos donde se
ordeñaban las vacas. Abriendo y cerrando cuidadosamente las
distintas verjas, cruzaron el patio y llegaron al viejo corral
adoquinado de la granja. Se oía el rumor de unos cepillos mojados
sobre unas baldosas de piedra. Virginia abrió la puerta de lo que
parecía un establo y vio en su interior una especie de casillas y a
un hombre que no era Eustace, limpiando el suelo. El hombre llevaba
una desteñida boina azul marino echada hacia atrás sobre el rizado
cabello gris y unos anticuados pantalones de tela tosca con
tirantes.
Al ver a Virginia, interrumpió su tarea.
–Perdone -le dijo Virginia-. Estoy buscando al señor
Philips…
–Está por ahí…, en la parte de atrás de la
casa…
–Vamos a ver si lo encontramos.
Cruzaron otra verja y siguieron el sendero que discurría
entre la granja y el pequeño jardín lleno de maleza donde ella y
Eustace habían compartido una empanada. Una gata estaba tomando el
sol en el escalón de la puerta. Cara se agachó para acariciarla y
Virginia llamó a la puerta. Se oyeron unas pisadas y les abrió una
rechoncha y menuda mujer que parecía un mullido sillón tapizado con
un vestido negro y un delantal estampado. A su espalda, los
deliciosos efluvios de la cocina le hicieron recordar a Virginia
una sabrosa cena dominical de otros tiempos.
–¿Sí?
–Soy Virginia Keile… de Bosithick.
–Ah, sí.
Una sonrisa iluminó el sonrosado rostro, levantando hacia
arriba sus mofletudas mejillas.
–Usted debe de ser la señora Thomas.
–Pues sí… y ésos son sus hijos, ¿verdad?
–Sí. Cara y Nicholas. Estábamos muy avergonzados porque no
habíamos venido a darle las gracias. Por ordenar la casa quiero
decir, y dejarnos los huevos, la leche y la chimenea
encendida.
–Bueno, eso no lo hice yo. Yo simplemente limpié un poco y
abrí unas cuantas ventanas para que se ventilara. Fue Eustace el
que llevó los troncos, cargándolos en la parte de atrás del
tractor… y el que dejó la leche y los huevos. Pensamos que no
habría tenido usted mucho tiempo antes de irse a Londres y es muy
desagradable instalarse en una casa sucia; no podíamos consentir
que eso ocurriera.
–Hubiéramos venido antes, pero pensábamos que había sido la
señora Lingard…
–Quiere ver a Eustace, ¿verdad? Está en el huerto de la parte
de atrás, arrancándome unas patatas. – La señora Thomas miró con
una sonrisa a Cara-. Te gusta la gatita, ¿verdad?
–Sí, es una monada.
–Tiene gatitos en el granero. ¿Quieres ir a
verlos?
–¿No se enfadará?
–No. Ven, la señora Thomas te enseñará dónde
están.
La mujer se encaminó hacia el granero seguida de los niños,
los cuales, en su afán de ver a los gatitos, ni siquiera se tomaron
la molestia de mirar hacia donde estaba su madre. Una vez sola,
Virginia echó a andar por el sendero del huerto y cruzó un portillo
casi enteramente cubierto de hiedra. Distinguió la camisa azul de
Eustace más allá de los enrames de los guisantes, se abrió paso
entre ellos y lo encontró hundiendo la azada en un surco de
patatas. Eran redondas, blancas y suaves como los guijarros del
mar, y estaban cubiertas de una tierra del mismo color y
consistencia que un oscuro pastel de chocolate.
–Eustace.
Éste se volvió y, mirando por encima del hombro, la vio.
Virginia pensó que sonreiría pero, al ver que no lo hacía, temió
que se hubiera ofendido. Eustace se incorporó y se apoyó en el
mango de la azada.
–Hola -dijo como si se extrañara de verla
allí.
–He venido para darte las gracias. Y te pido
perdón.
Eustace se pasó la azada de una mano a la
otra.
–¿Y por qué me tienes que pedir perdón?
–No sabía que tú habías llevado la leña y encendido la
chimenea y todo lo demás. Pensé que había sido Alice Lingard. Por
eso no hemos bajado antes.
–Ah, bueno -dijo Eustace como si hubiera alguna otra cosa por
la cual ella tuviera que pedirle perdón.
–Fuiste muy amable al dejarnos la leche, los huevos y todo lo
demás. La casa se veía completamente distinta. – Virginia se
detuvo, temiendo parecer una hipócrita-. Pero ¿cómo pudiste
entrar?
Eustace hundió la azada en la tierra y se acercó a
ella.
–Aquí hay una llave. Cuando mi madre se casó, iba allí
algunas veces para hacerle algún trabajo al viejo señor Crane. Su
mujer estaba muy achacosa y mi madre le limpiaba la casa. Él le
facilitó una llave y aquí está desde entonces.
Eustace se detuvo y esbozó una súbita sonrisa mientras sus
ojos azules la miraban con expresión burlona. Virginia comprendió
entonces que sus temores eran infundados y que él no estaba
ofendido.
–O sea que, al final, decidiste alquilar la casa -le dijo
Eustace.
–Sí -contestó Virginia.
–Sentí haberte dicho todas aquellas cosas y que tú te lo
tomaras tan mal. Perdí los estribos y no hubiera debido
hacerlo.
–Tenías razón. Era el empujón que yo necesitaba para tomar
una decisión.
–Por eso te llevé los troncos y todo lo demás… Me pareció que
era lo menos que podía hacer. Necesitarás más
leche…
–¿Nos la podrías proporcionar tú cada día?
–Siempre y cuando venga alguien a buscarla.
–Podría venir yo o uno de los niños. No me había dado cuenta
pero, cruzando los campos, estamos a dos pasos.
Ambos habían echado a andar en dirección al
portillo.
–¿Has venido con tus hijos?
–Se han ido con la señora Thomas a ver unos
gatitos.
Eustace soltó una carcajada.
–Se van a enamorar de ellos, te lo advierto. La gatita se lió
con un gato siamés y en mi vida he visto unos gatitos tan guapos. –
Eustace abrió el portillo para que pasara Virginia-. Tienen los
ojos azules y… -Se detuvo al ver por encima de la cabeza, de
Virginia a Cara y Nicholas saliendo despacio y con mucho cuidado
del granero, acunando algo contra su pecho con la cabeza inclinada
en actitud de adoración-. ¿Qué te había dicho? – dijo Eustace,
cerrando el portillo a su espalda.
Los niños subieron por el sendero hundidos hasta los tobillos
y las rodillas en plantas de llantén y grandes margaritas blancas.
De repente, Virginia los vio con otros ojos, con los ojos de
Eustace, como si los viera por primera vez. La cabeza rubia y la
morena, los ojos azules y los castaños. El sol iluminaba los
cristales de las gafas de Cara y los hacía brillar como si fueran
los faros delanteros de un pequeño automóvil; los nuevos pantalones
vaqueros les estaban demasiado grandes y les resbalaban hasta las
caderas y el faldón de la camisa de Nicholas colgaba sobre su firme
y redondo trasero.
A Virginia se le hizo un nudo en la garganta mientras unas
lágrimas invisibles pugnaban por asomarse a sus ojos. Se les veía
tan indefensos y tan vulnerables que, sin saber por qué, creyó
importante que le causaran una buena impresión a
Eustace.
Nicholas le dijo al verla:
–Mira que tenemos, mami; la señora Thomas ha dicho que los
podemos sacar.
–Sí, son muy chiquitines y tienen unos ojitos… -dijo
Cara.
Al ver a Eustace detrás de su madre, la niña se detuvo en
seco y lo miró con la cara muy seria.
Nicholas siguió hablando como si tal cosa.
–Mira, mami, tienes que verlo. Es todo peludito y tiene unas
patitas pequeñitas pequeñitas. Pero no sé si es un niño o una niña.
La señora Thomas dice que ella tampoco lo sabe. – El niño levantó
los ojos y, al ver a Eustace, esbozó una cautivadora sonrisa-. La
señora Thomas dice que ya no maman porque la madre se había quedado
muy flacucha y ahora ella les pone un platito de leche y la lamen
con la lengüecita -explicó.
Eustace extendió un largo dedo moreno y rascó la cabeza del
gatito.
–Nicholas -dijo Virginia-, éste es el señor Philips y tienes
que saludarlo.
–¿Cómo está usted? La señora Thomas dice que si queremos uno
nos lo puede dar, pero que primero te tenemos que pedir permiso a
ti, pero a ti no te importa, ¿verdad, mami? Es muy pequeñito y
podría dormir en mi cama y yo lo cuidaría.
A Virginia se le ocurrieron todas las clásicas excusas de los
padres de los niños en situaciones semejantes. «Todavía es muy
pequeño para separarlo de su madre. Necesita que ella le dé calor.
Sólo mientras estemos aquí en Bosithick de vacaciones. Imagínate lo
mal que lo pasaría durante el viaje de regreso en tren a
Escocia.»
Eustace había dejado el cubo de las patatas en el suelo para
acercarse a Cara, que seguía estrechando el gatito contra su pecho.
Virginia observó con inquietud cómo Eustace se agachaba hasta
alcanzar el nivel de Cara y le soltaba delicadamente los dedos con
los suyos.
–No lo aprietes demasiado, de lo contrario no podría
respirar.
–Es que tengo miedo de que se me caiga.
–No se te caerá. Está deseando ver lo que ocurre en el mundo.
Nunca ha visto un sol tan brillante como éste -dijo Eustace,
mirando con una sonrisa al gatito y a Cara.
Poco a poco, la niña le devolvió la sonrisa y entonces fue
como si no llevara gafas ni tuviera la frente abombada y el cabello
lacio y sólo destacara en ella la maravillosa dulzura de su
expresión.
Al cabo de un rato, Eustace les dijo a los niños que fueran a
llevar los gatitos a su camita y, pidiéndole a Virginia que lo
esperara un momento, entró en la casa para darle las patatas a la
señora Thomas y enseguida volvió a salir con una cajetilla de
cigarrillos y una tableta de chocolate. Se tendieron en el mismo
sitio sobre la alta hierba y allí los encontraron los
niños.
Eustace les dio el chocolate, pero les habló como si fueran
personas mayores. «¿Qué habéis hecho?» «¿Qué hicisteis ayer con
tanta lluvia?» «¿Ya habéis ido a la playa?»
Ellos le contestaron los dos a la vez, pues Cara ya había
superado su timidez y estaba tan deseosa de facilitar información
como Nicholas.
–Nos compramos unos impermeables y nos quedamos empapados. Y
mamá tuvo que ir al banco para sacar más dinero y le compró a
Nicholas un cubo y un pala.
–¡Pero aún no he podido ir a la playa a jugar con la
arena!
–Y esta mañana hemos nadado en la piscina de la señora
Lingard. Pero aún no hemos ido a la playa.
Eustace arqueó las cejas.
–¿Que todavía no os habéis bañado en el mar ni habéis ido a
la playa? ¡Eso está pero que muy mal!
–Mami dice que aún no hemos tenido tiempo…
–Pero ella me lo prometió -gritó Nicholas, indignado-. Dijo
que hoy podría ir a jugar con el cubo y la pala, pero yo todavía no
he visto ni un solo grano de arena.
Al oírlo, Virginia se echó a reír, intensificando con ello su
enfado.
–Bueno, pues es verdad y es lo que yo quiero por encima de
todo.
–Si eso es lo que tú quieres por encima de todo -dijo
Eustace-, ¿por qué estamos aquí discutiendo como unos
tontos?
Nicholas miró a Eustace, entornando recelosamente los ojos-.
¿Quiere decir que podríamos ir a la playa?
–¿Y por qué no?
–¿Ahora?
–¿Acaso prefieres hacer alguna otra cosa?
–No, nada. Ninguna otra cosa. – Nicholas se puso en pie de un
salto-. ¿Adónde vamos? ¿A Porthkerris?
–No, mejor que no… hay demasiada gente. Iremos a nuestra
playa particular, una que no conoce nadie y pertenece a Penfolda y
Bosithick.
Virginia se sorprendió.
–No sabía que tuviéramos una playa. Yo pensaba que sólo había
rocas.
Eustace ya se había puesto en pie.
–Yo os la enseñaré… vamos, iremos en el
Land-Rover.
–El cubo y la pala están en casa.
–Los recogeremos de camino.
–Y los trajes de baño y las toallas -dijo
Cara.
–Eso también.
Eustace entró en la casa para recoger sus cosas, le gritó
algo a la señora Thomas y encabezó la marcha hacia la verja,
cruzando el patio de la granja. Después llamó con un silbido a los
perros y éstos se acercaron ladrando, pues sabían que el silbido
significaba paseo, aromas campestres, conejos y tal vez un chapuzón
en el mar. Todos, incluidos los perros, subieron al Land-Rover y
Cara, libre ya de su timidez, lanzó gritos de alegría cuando el
vehículo abandonó el patio de la granja y bajó brincando por el
camino que conducía a la carretera.
–¿Está lejos? – le preguntó a Eustace.
–Muy cerquita.
–¿Y cómo se llama la playa?
–La cala de Jack Carley y no es un sitio para bebés sino para
niños mayores que saben cuidar de sí mismos y bajar por las
rocas.
Ambos hermanos se apresuraron a asegurarle que ellos entraban
en la segunda categoría mientras Virginia contemplaba la gozosa
satisfacción que reflejaba el rostro de Nicholas tras haber
conseguido salirse con la suya de forma inmediata y sin que le
dijeran que tal vez mañana o que esperara y tuviera paciencia.
Entonces Virginia adivinó con toda exactitud los sentimientos de su
hijo, pues tiempo atrás Eustace había obrado el mismo milagro para
ella, comprándole el helado que tanto le apetecía e invitándola
después inesperadamente a que lo acompañara a
Penfolda.
![](/epubstore/R/P-Rosamunde/La-Casa-Vacia//161.png)