–¿Sí?
Sorprendida, Virginia le dijo al rostro del otro lado de la
ventanilla que deseaba hablar con el señor
Williams.
–¿Ha concertado previamente la cita?
–Sí, soy la señora Keile.
–Un momento, por favor. La ventanilla se volvió a cerrar y el
rostro se retiró.
Poco después se abrió una puerta y apareció nuevamente el
rostro en compañía de un cuerpo un tanto voluminoso y un par de
piernas que bajaban directamente hasta unos sólidos zapatos con
cordones.
–¿Quiere acompañarme, señora Keile?
El edificio en el que se hallaba ubicado el bufete se
levantaba en lo alto de la colina por la que discurría la carretera
de Porthkerris, pero, aun así, Virginia no esperaba el
impresionante panorama que la recibió al entrar en la estancia. El
escritorio ocupaba el centro de la alfombra y el señor Williams se
estaba levantando en aquellos momentos para saludarla. A su
espalda, un enorme ventanal enmarcaba la deliciosa vista de la
parte antigua de la ciudad como si de un hermoso cuadro se tratara.
Los tejados de las casas, la descolorida pizarra y las chimeneas
encaladas se amontonaban sin orden ni concierto por la ladera de la
colina. El azul de una puerta contrastaba con el amarillo de una
ventana, el vivo color de los geranios, una cuerda de tender la
ropa llena de prendas multicolores o las hojas de un árbol
insospechado que quedaba oculto desde la calle. Abajo, más allá de
los tejados se extendían las aguas del puerto esplendorosamente
iluminadas por el sol. Las pequeñas embarcaciones amarradas se
balanceaban suavemente sobre la superficie y un blanco velero que
acababa de abandonar el refugio del puerto se alejó de repente
hacia la línea del horizonte en la que los dos azules se juntaban.
Mientras Virginia contemplaba el espectáculo, unas chillonas
gaviotas desplegaron sus alas en el aire, las campanas de la torre
normanda de la iglesia empezaron a tocar y el carillón de un reloj
dio las once de la mañana.
–Buenos días -dijo el señor Williams.
Virginia se dio cuenta de que ya lo había dicho dos veces y
entonces apartó su atención del panorama y trató de concentrarla en
el abogado.
–Ah, buenos días, señor Williams. Soy Virginia Keile y… -Le
fue imposible continuar-. ¿Cómo puede usted trabajar con esta
vista?
–Por eso me siento de espaldas a ella…
–Es impresionante.
–Sí, algo único. Muchos artistas nos piden permiso para
pintar el puerto desde este ventanal. Se ve toda la estructura de
la ciudad y los colores son auténticamente increíbles. Menos en los
días de lluvia, claro. En fin… -El señor Williams cambió
bruscamente el tono de su voz como si estuviera deseando poner
manos a la obra y no perder más el tiempo-. ¿En qué puedo servirla?
– preguntó, acercándole una silla.
Procurando apartar los ojos del ventanal y concentrarse en el
asunto que la había conducido hasta allí, Virginia se
sentó.
–Mire, no sé si me equivoco de persona, pero resulta que no
he podido encontrar en toda la ciudad un agente inmobiliario. He
buscado en el periódico alguna casa para alquilar, pero parece que
no hay ninguna. Entonces vi su nombre en la guía telefónica y pensé
que, a lo mejor, usted podría ayudarme.
–¿Ayudarla a encontrar una casa?
El señor Williams era un joven moreno cuyos ojos parecían
sinceramente interesados en la atractiva mujer sentada ante su
escritorio.
–La quiero para alquilar…
–¿Durante cuánto tiempo?
–Un mes… Mis hijos reanudarán las clases la primera semana de
septiembre.
–Ya. Bueno, nosotros no trabajamos en este sector, pero
podría pedirle a la señorita Leddra que nos echara una mano. De
todos modos, tenga en cuenta que estamos en temporada alta y la
ciudad está repleta de veraneantes. De encontrar algo, me temo que
tendría que pagar un alquiler muy elevado.
–No me importa.
–Bueno pues, un momento…
En cuanto el abogado salió del despacho para hablar con la
secretaria, Virginia se levantó y se acercó a la ventana. La abrió
de par en par y vio que una enfurecida gaviota levantaba
bruscamente el vuelo desde el alféizar donde estaba
posada.
La brisa marina era fresca y tonificante. Una embarcación de
recreo repleta de pasajeros empezó a surcar las aguas del puerto y
ella experimentó el súbito deseo de estar allí abajo con ellos,
bronceada y libre de preocupaciones, luciendo una gorra en la que
se leyera BÉSAME y riéndose como una loca cuando las primeras olas
empezaran a romper contra el casco del buque.
El señor Williams entró de nuevo en el
despacho.
–¿Puede esperar un momento? – preguntó-. La señorita Leddra
está haciendo unas comprobaciones…
–Sí, por supuesto -contestó Virginia, regresando a su
silla.
–¿Vive usted en Porthkerris? – preguntó afablemente el señor
Williams.
–Sí, en casa de unos amigos. Los Lingard de Wheal
House.
Hasta aquel momento, los modales del señor Williams no habían
sido ni estirados ni familiares pero, de pronto, adquirieron un
tono casi de servil deferencia.
–Ah, sí, claro. Es un lugar encantador.
–Sí. Alice lo ha convertido en una pura
delicia.
–¿Había estado usted allí alguna vez?
–Sí, hace diez años. Pero no había vuelto desde
entonces.
–¿Ha venido con sus hijos?
–No. Están en Londres con su abuela, pero me gustaría
tenerlos aquí conmigo, si fuera posible.
–¿Su domicilio está en Londres?
–No. Lo que ocurre es que mi suegra vive allí. – El señor
Williams esperó sin decir nada-. Mi casa… Bueno, nosotros vivimos
en Escocia.
El señor Williams pareció alegrarse sin que Virginia acertara
a comprender por qué razón se alegraba de que ella viviera en
Escocia.
–¡No me diga! ¿En qué parte?
–En el condado de Perth.
–El más bonito. Mi mujer y yo pasamos nuestras vacaciones
allí el año pasado. Nos encantaron la paz, las desiertas carreteras
y el sosiego. ¿Cómo es posible que haya dejado todo
aquello?
Virginia estaba a punto de contestar cuando, por suerte para
ella, fueron interrumpidos por la entrada de la señorita Leddra,
que sostenía en la mano un montón de papeles.
–Aquí tiene, señor Williams. Bosithick. Y la carta del señor
Kernow diciendo que, si pudiéramos encontrarle un inquilino para el
mes de agosto, estaría dispuesto a alquilar la casa. Pero sólo si
el inquilino fuera educado, señor Williams. Insiste mucho en este
punto.
El señor Williams cogió los papeles y miró sonriendo a
Virginia por encima de ellos.
–¿Es usted una inquilina educada, señora
Keile?
–Depende de lo que usted me ofrezca.
–Bueno, eso no está exactamente en Porthkerris… Gracias,
señorita Leddra… Aunque no queda muy lejos… En realidad, está en
Lanyon…
–¡En Lanyon!
El tono de voz de Virginia debió de sonar consternado, porque
el señor Williams se vio obligado a salir inmediatamente en defensa
de Lanyon.
–Es un sitio encantador, la zona de costa más bonita que nos
queda.
–No es que no me guste. Simplemente, me
sorprende.
–¿De veras? ¿Y eso por qué? – preguntó el abogado con
singular perspicacia.
–Pues por nada en particular. Hábleme de la
casa.
Le habló. Era una vieja casa no demasiado bonita ni
distinguida, pero famosa por haber sido ocupada entre los años
veinte y treinta por un célebre escritor.
–¿Cuál?
–¿Cómo dice?
–¿Qué célebre escritor?
–Ah, perdón. Aubrey Crane. ¿No sabía usted que había pasado
unos cuántos años en esta región?
Virginia no lo sabía. Aubrey Crane era uno de los muchos
autores que su madre no aprobaba. Recordó la severa expresión de su
rostro cada vez que alguien mencionaba su nombre y recordó la
rapidez con la que se devolvían sus obras a la biblioteca para
evitar que la pequeña Virginia les echara un vistazo. Esta
circunstancia hizo que la casa llamada Bosithick le resultara
todavía más deseable.
–Siga -dijo.
El señor Williams explicó que, a pesar de su antigüedad,
Bosithick había sido ligeramente modernizada y ahora tenía un
cuarto de baño, un aseo y una cocina eléctrica.
–¿Quién es el propietario? – preguntó
Virginia.
–El señor Kernow es sobrino de la antigua propietaria, la
cual se la dejó en herencia, aunque él vive en Plymouth y sólo la
utiliza durante las vacaciones. Quería venir con su familia a pasar
el verano, pero su mujer se ha puesto enferma y les ha sido
imposible. Como nosotros somos sus abogados, el señor Kernow ha
dejado el asunto en nuestras manos, con la condición de que
alquiláramos la casa a una persona de confianza que la cuidara
debidamente.
–¿Qué tamaño tiene?
El señor Williams examinó los papeles.
–Vamos a ver. Una cocina, una salita, un cuarto de baño y un
salón en la planta baja, y tres dormitorios en el piso de
arriba.
–¿Tiene jardín?
–Más bien no.
–¿Está muy lejos de la carretera?
–Si no recuerdo mal, se encuentra a unos cien metros de ella
desde el camino de una granja.
–¿Y la podría ocupar ahora mismo?
–Creo que no habrá ningún inconveniente. Pero primero será
mejor que la vea.
–Sí, claro… ¿Cuándo puedo visitarla?
–¿Hoy? ¿Mañana?
–Mañana por la mañana.
–Yo mismo la acompañaré.
–Gracias, señor Williams.
Virginia se levantó y se retiró con tal rapidez que el señor
Williams tuvo que apresurarse para adelantarla y abrirle la
puerta.
–Hay otra cosa, señora Keile.
–¿Cuál es?
–No ha preguntado usted el precio del
alquiler.
–No, tiene usted razón -contestó Virginia sonriendo-. Adiós,
señor Williams.
No les dijo nada a Alice y Tom. No quería expresar con
palabras algo que, en el mejor de los casos, no era más que una
vaga idea. No quería enzarzarse en una discusión sobre la
conveniencia de que los niños se quedaran en Londres con su abuela
ni oírle decir a Alice que no le importaban los posibles destrozos
que éstos pudieran causar en Wheal House y que estaría encantada de
tenerlos allí. Cuando encontrara algo, se lo plantearía a Alice
como un hecho consumado. Y entonces puede que Alice la ayudara a
superar el mayor de los obstáculos: convencer a la abuela para que
ésta permitiera que los niños viajaran a Cornualles sin su niñera.
La perspectiva de aquella batalla la aterraba, pero antes tenía que
superar otros obstáculos menores.
Alice era una anfitriona perfecta. Cuando Virginia le dijo
que tenía que salir aquella mañana, no le preguntó adonde pensaba
ir sino que se limitó a preguntarle:
–¿Almorzarás en casa?
–No creo… Más vale que no…
–Entonces nos veremos a la hora del té y después nadaremos un
poco en la piscina.
–Estupendo -dijo Virginia, despidiéndose con un beso de su
amiga.
Subió a su automóvil y bajó por la carretera de la colina
hasta Porthkerris. Aparcó cerca de la estación y se dirigió a pie
al despacho de los abogados para recoger al señor
Williams.
–Señora Keile, no sabe usted cuánto lo siento, pero me es
imposible acompañarla esta mañana a Bosithick. Una de nuestras
clientes viene desde Truro y tengo que quedarme a esperarla.
¡Confío en que lo comprenda! Pero aquí tiene las llaves de la casa
y, además, le he dibujado un mapa muy detallado para que no tenga
dificultades… Creo que no tiene pérdida. ¿Le importa ir por su
cuenta o prefiere que la acompañe la señorita
Leddra?
Virginia evocó la imagen de la corpulenta Leddra y le aseguró
al señor Willliams que se las arreglaría perfectamente por su
cuenta. Éste le entregó un llavero, cada una de cuyas llaves tenía
una chapa de madera: Puerta Principal, Carbonera, Habitación de la
Torre.
–Cuidado con el camino -le advirtió el señor Williams,
acompañándola a la puerta-. Tiene muchos baches y, aunque no hay
espacio para girar delante de la entrada de Bosithick, no habrá
problema si baja usted un poco más hasta llegar a una vieja granja
donde podrá dar la vuelta con el coche… Créame que lo siento, pero,
de todos modos, espero que me llame para decirme qué le ha
parecido. Ah, señora Keile…, la casa lleva varios meses vacía.
Procure no llevarse una mala impresión si la ve un poco
polvorienta. Abra unas cuantas ventanas e imagínese una buena
chimenea encendida.
Un tanto desanimada por los últimos comentarios, Virginia
regresó a su automóvil. Las llaves de la casa desconocida le
pesaban como el plomo en el interior del bolso. De repente, sintió
el deseo de una compañía y, por un breve instante, consideró
incluso la posibilidad de regresar a Wheal House, confesarle a
Alice lo que había hecho y tratar de convencerla para que la
acompañara a Lanyon y le prestara un poco de apoyo moral. Pero le
pareció ridículo. Sólo tenía que ir a ver una casita y alquilarla o
rechazarla. Cualquier tonto hubiera sido capaz de hacerlo… incluso
ella.
El tiempo era todavía muy bueno y había mucho tráfico. Cruzó
a paso de tortuga la ciudad, pero finalmente consiguió llegar al
otro lado. En lo alto de la colina donde las carreteras se
bifurcaban, el tráfico ya no era tan denso y pudo adelantar a unos
cuantos vehículos. Cuando subió a los páramos y vio el mar a sus
pies, empezó a animarse un poco. La carretera serpenteaba como una
cinta agresiva por la ladera de la colina cubierta de helechos; a
su izquierda se elevaba el macizo del Carn Edvor teñido de púrpura
por los brezales y, a su derecha, la campiña se extendía hacia el
mar, mostrándole el mismo espectáculo de granjas y campos de
cultivo que había contemplado dos días atrás.
El señor Williams le había dicho que estuviera atenta a unos
arbustos de espinos que crecían al borde de la carretera. Un poco
más allá se encontraba la pendiente del angosto camino de granja
que conducía al mar. Virginia llegó al lugar indicado y se adentró
por el pedregoso camino bordeado de zarzas. Cambió de marcha y bajó
cuidadosamente por la cuesta, tratando de evitar los baches y de no
pensar en los daños que las espinosas ramas estarían causando en la
pintura de su automóvil.
No vio la casa hasta que tomó una curva cerrada y ésta
apareció súbitamente ante sus ojos. Detuvo el vehículo, cogió el
bolso y bajó. Soplaba una fresca y salada brisa marina y se
percibía el aroma de los tojos. Intentó abrir la verja, pero los
goznes estaban rotos y tuvo que levantarla para poder entrar. Un
caminito bajaba hacia unos peldaños de piedra que conducían a una
casa alargada con gabletes en el norte y en el sur, en cuyo lado
norte, de cara al mar, se había añadido una habitación con una
torre cuadrada encima. La torre confería a la casa un cierto
aspecto de lugar sagrado que a Virginia le pareció ligeramente
siniestro. No había jardín propiamente dicho pero, en el lado sur,
se veía una pequeña extensión de hierba sin cortar con dos postes
que sostenían lo que antaño fuera una cuerda para tender la
colada.
Bajó los peldaños y recorrió un caminito que rodeaba la casa
y conducía a la puerta principal, pintada de rojo oscuro y llena de
burbujas de aire provocadas por el calor del sol. Sacó la llave y
la introdujo en la cerradura al tiempo que hacía girar el pomo, y
la puerta se abrió silenciosamente hacia adentro. Vio unos peldaños
y una raída alfombra sobre un suelo de madera y advirtió que olía a
húmedo… ¿o tal vez a ratones? Tragó nerviosamente saliva. Los
ratones le daban pánico, pero ahora que ya había llegado hasta
allí, no tenía más remedio que subir los dos gastados peldaños y
cruzar cautelosamente el umbral.
No tardó mucho en recorrer la parte más antigua de la casa y
echar un vistazo a la pequeña cocina con sus viejos fogones y su
manchado fregadero; en la salita había toda una serie de sillas
desparejadas y una estufa eléctrica colocada en el hueco de una
antigua chimenea como un animal salvaje que asomara la cabeza por
la boca de su madriguera. De las ventanas colgaban unas viejas
cortinas de algodón y en un aparador se podían ver montones de
tazas, bandejas y platos de todas clases y tamaños en distintas
fases de deterioro.
Virginia subió al piso de arriba dominada por una profunda
decepción. Los dormitorios tenían una ventanas muy pequeñas y un
mobiliario inadecuado. Regresó a lo alto de la escalera y subió dos
peldaños que conducían a una puerta cerrada. La abrió y, tras la
lobreguez del resto de la casa, se vio inmediatamente asaltada por
una deslumbradora ráfaga de luz norteña. Aturdida, entró en una
curiosa estancia cuadrada con ventanas en tres de sus cuatro
paredes. Se elevaba sobre el mar como el puente de un barco y desde
sus ventanas se abarcaba un trecho de por lo menos veinticinco
kilómetros de costa.
Un banco cubierto con una desteñida funda de tela ocupaba
toda la pared norte de la habitación. Había una mesa y una vieja
alfombra de paja trenzada; en el centro de la estancia destacaba la
barandilla de hierro forjado de una escalera de caracol que
conducía directamente a la habitación de abajo, denominada «salón»
en el prospecto del señor Williams.
Virginia bajó cautelosamente a una habitación dominada por
una enorme chimenea de estilo modernista. A su lado estaba el
cuarto de baño y una puerta que daba acceso a la oscura y
deprimente salita donde ella había iniciado el
recorrido.
Era una casa increíble. La rodeaba como si estuviera
esperando su decisión y parecía despreciar su cobardía. Para ganar
tiempo, Virginia regresó a la habitación de la torre, se sentó en
el banco y abrió el bolso para encender un cigarrillo. El último
que le quedaba. Tendría que comprarse otra cajetilla. Lo encendió
y, mientras contemplaba la desnuda mesa y los desteñidos colores de
la alfombra del suelo, comprendió que aquél habría sido el estudio
de Aubrey Crane, el cuarto de trabajo donde éste había creado las
atrevidas historias de amor que a ella no le habían permitido leer.
Lo imaginó con barba, pantalones bombachos y un aspecto
convencional que jamás hubiera permitido adivinar las pasiones que
ardían en su rebelde corazón. A lo mejor, en verano abría aquellas
ventanas para percibir los sonidos y las fragancias de la campiña,
el rugido del mar y el rumor del viento. En invierno debía de hacer
mucho frío y entonces el escritor seguramente se envolvía en una
manta para escribir dolorosamente con sus dedos llenos de sabañones
a pesar de los mitones de lana que llevaba…
En algún lugar de la estancia se oyó el zumbido de una mosca
golpeando contra el cristal de la ventana. Virginia apoyó la frente
en él y contempló el panorama con aire distraído al tiempo que
iniciaba una de las interminables discusiones mentales que solía
mantener consigo misma desde hacía muchos años.
«-No puedo venir aquí.
»-¿Por qué no?
»-Lo odio. Es fantasmagórico y me da miedo. Reina un ambiente
muy desagradable.
»-Eso son figuraciones tuyas.
»-Es una casa inadmisible. Jamás podría traer a mis hijos
aquí. Nunca han vivido en un lugar semejante. Y además, no tendrían
ningún sitio donde jugar.
»-Hay todo un mundo para que puedan jugar. Los campos, las
rocas y el mar.
»-Pero tendría que vigilarlos constantemente… lavar, planchar
y guisar. No hay frigorífico y no sé cómo podría calentar el
agua.
»-Yo pensaba que lo que tú querías era llevarte a los niños
contigo y sacarlos de Londres.
»-Estarán mejor en Londres con su niñera que viviendo en una
casa como ésta.
»-Eso no es lo que pensabas ayer.
»-No los puedo traer aquí. No sabría por dónde empezar
estando sola.
»-Pues entonces, ¿qué vas a hacer?
»-No lo sé. Hablar con Alice. Quizá hubiera debido hablar con
ella antes de venir. Ella no tiene hijos, pero lo comprenderá. A lo
mejor ella conoce otra casita. Estoy segura de que lo comprenderá y
me ayudará. Me tiene que ayudar.»
–Ya estoy harta de mis férreas decisiones -dijo en voz
alta.
Tiró al suelo el cigarrillo a medio fumar y lo aplastó con el
tacón del zapato. Luego se levantó, bajó las escaleras, cogió las
llaves y salió, cerrando la puerta a su espalda. Desde las ventanas
de los dormitorios, como si éstas fueran unos ojos burlones, la
casa la observaba. Se apartó de aquella mirada y regresó a la
seguridad de su automóvil. Eran las doce y cuarto. Necesitaba
cigarrillos y en Wheal House no la esperaban para el almuerzo. Por
consiguiente, tras dar la vuelta con el coche y regresar a la
carretera, no tomó la dirección de Porthkerris sino la del pueblo
de Lanyon situado a dos kilómetros escasos de distancia. Allí
recorrió la calle principal hasta llegar a una plaza adoquinada,
flanqueada en uno de sus lados por el pórtico de una iglesia con un
campanario cuadrado y en el otro por un pequeño pub de paredes
encaladas llamado The Mermaid's Arms.
Debido al buen tiempo, el pub había instalado una terraza en
el exterior con mesas y sillas, sombrillas de vivos colores y
maceteros con capuchinas de color anaranjado. Sentados a una de las
mesas, un hombre y una mujer con atuendos veraniegos estaban
tomando unas cervezas mientras su hijo de corta edad jugaba con un
cachorro. Al ver a Virginia, la saludaron con una sonrisa y ésta se
la devolvió, pasando por su lado antes de entrar en el
establecimiento donde agachó instintivamente la cabeza bajo el
ennegrecido dintel.
El interior tenía las paredes revestidas de oscuros paneles
de madera y estaba débilmente iluminado por unas pequeñas ventanas
protegidas con visillos de encaje; se percibía un fresco olor a
moho y, en medio de la penumbra, se veían unas cuantas figuras
sentadas alrededor de unas tambaleantes mesitas mientras que,
detrás de la barra, enmarcada por hileras de jarras de cerveza
colgadas de ganchos, un camarero en mangas de camisa y jersey a
cuadros secaba vasos con un paño.
–… no sé lo que pasa, William -le estaba diciendo el camarero
a un parroquiano sentado en un alto taburete al otro extremo de la
barra con un cigarrillo en una mano y un vaso de cerveza amarga en
la otra-, pero pones los contenedores de basuras y nadie echa
nada.
–Ya… -dijo William, asintiendo tristemente con la cabeza
mientras la ceniza del cigarrillo le caía en el vaso sin que él se
diera cuenta.
–Todo va a parar a las aceras y los del Consejo del Condado
ni siquiera se molestan en venir a limpiarlo. Y cuidado que son
feos esos trastos. Nos las arreglábamos mejor sin
ellos…
El camarero terminó de secar los vasos, dejó el trapo y se
volvió para atender a Virginia. – Dígame, señora.
Por su aspecto, su voz y el color de su tez, era un típico
ejemplar de Cornualles. Cara rubicunda y curtida por la intemperie,
ojos azules y cabello negro. Virginia le pidió
cigarrillos.
–Sólo tengo de veinte. ¿Le parece bien? – Se volvió para
coger la cajetilla del estante y rasgó hábilmente el envoltorio con
la uña del pulgar-. Precioso día, ¿verdad? ¿Está usted de
vacaciones?
–Sí. – Hacía muchos años que Virginia no visitaba un pub. En
Escocia a las mujeres no se las llevaba nunca a los pubs y ella ya
casi había olvidado el agradable ambiente de compañerismo que allí
se respiraba-. ¿Tiene Coca-Cola? – preguntó.
El camarero la miró, extrañado.
–Pues sí. La guardo para los niños. ¿Quiere
una?
–Sí, por favor.
El camarero sacó una botella, la abrió, vertió su contenido
en un vaso y lo dejó ante ella en el mostrador.
–Precisamente ahora le estaba comentando a William que la
carretera de Pothkerris es un desastre… -Virginia acercó un
taburete y se sentó-. Tantos desperdicios y basura por el suelo.
Por lo visto, los visitantes no saben qué hacer con la basura.
Viniendo a un lugar tan bonito como éste, deberían tener la
delicadeza de llevarse a casa en su coche todos los papeles y
desperdicios y no dejarlos tirados en las cunetas. Hablan mucho de
conservación y ecología, pero ya le digo yo que…
Aquél era, al parecer, su tema preferido de conversación; a
juzgar por los murmullos de aprobación que le llegaban desde todos
los rincones del local, los parroquianos estaban de acuerdo con él.
Virginia encendió un cigarrillo. Fuera, en la soleada plaza, se
acercó un automóvil, se detuvo y se oyó el seco ruido de una
portezuela al cerrarse. Un hombre dio los buenos días a alguien y
después unas pisadas cruzaron el umbral y entraron en el
local.
–… le he escrito incluso una carta al diputado del distrito,
el que dijo que se iba a encargar de la limpieza de la zona, pero
me ha contestado que eso corresponde al Consejo del Condado y yo…
-Por encima de la cabeza de Virginia, el camarero vio al recién
llegado-. ¡Hola, hombre! Dichosos los ojos.
–¿Aún estás con lo de los contenedores de basura,
Joe?
–Tú ya me conoces, chico, cuando algo me preocupa, no paro
hasta que consigo mi propósito. Lo mismo que luce un terrier cuando
mata una rata. ¿Qué vas a tomar?
–Ponme una cerveza.
Joe se volvió para extraer la cerveza del barril y el hombre
se acercó a la barra, situándose entre Virginia y el taciturno
William. Virginia había reconocido inmediatamente su voz y sus
pisadas al cruzar el umbral del Mermaid's Arms.
Tomó un sorbo de Coca-Cola y dejó el vaso. De repente, el
cigarrillo le supo amargo en la boca; lo apagó, volvió la cabeza
para mirarlo y vio su camisa azul arremangada, sus morenos
antebrazos, sus ojos intensamente azules y su cabello castaño
cortado casi al rape. Como no tenía nada mejor que hacer, le
dijo:
–Hola, Eustace.
Sorprendido, el hombre se volvió con la expresión propia de
alguien a quien acaban de propinar un puñetazo en el estómago y
está medio inconsciente.
–Soy yo misma en persona -se apresuró a añadir mientras él la
miraba con una sonrisa de incredulidad como si pensara que le
tomaban el pelo-. Hola -repitió estúpidamente
Virginia.
–Pero ¿qué demonios estás haciendo aquí?
Virginia se dio cuenta de que todos los presentes esperaban
su respuesta.
–Comprando cigarrillos y tomándome un refresco -contestó con
indiferencia.
–No me refería a eso. Me refería a Cornualles. Aquí, en
Lanyon.
–Estoy de vacaciones. En casa de los Lingard de
Porthkerris.
–¿Y cuánto tiempo llevas aquí?
–Aproximadamente una semana…
–¿Y qué estás haciendo?
Antes de que ella tuviera tiempo de contestar, el camarero
empujó la jarra de cerveza de Eustace sobre el mostrador y éste se
distrajo, buscando en el bolsillo el dinero para pagar la
consumición.
–Conque sois viejos amigos, ¿eh? – dijo el camarero, mirando
a Virginia con renovado interés.
–Sí -contestó Virginia-, más o menos.
–Llevo diez años sin verla -explicó Eustace, deslizando las
monedas sobre el mostrador mientras sus ojos se posaban en el vaso
de Virginia-. ¿Qué estás bebiendo?
–Una Coca-Cola.
–Salgamos fuera, estaremos mejor al sol.
Virginia lo siguió, consciente de las miradas y de la
insaciable curiosidad de la gente. Fuera, bajo el sol, Eustace
depositó los vasos en una mesa de madera y ambos se sentaron el uno
al lado del otro en un banco, de espaldas a la encalada pared del
pub y con el sol directamente encima de sus
cabezas.
–No te importa que te haya hecho salir, ¿verdad? De lo
contrario, no hubiéramos podido decir ni una sola palabra sin que
ésta se recibiera y transmitiera a todo el condado antes de media
hora.
–Prefiero estar fuera.
Medio vuelto hacia ella, Eustace se había sentado tan cerca
que Virginia podía ver la áspera textura de su piel curtida por la
intemperie, la red de finas arrugas que le rodeaba los ojos y las
primeras hebras de plata de su espeso cabello castaño. «Estoy de
nuevo a su lado», pensó.
–Cuéntame -dijo Eustace.
–¿Que te cuente qué?
–Lo que te ha ocurrido. Sé que te casaste -se apresuró a
añadir Eustace.
–Sí. Casi enseguida.
–Bueno, eso te debió de librar de la temporada de Londres que
tanto temías.
–Pues sí.
–Y del baile de presentación en sociedad.
–En su lugar hubo una boda.
–Con el señor Anthony Keile. Vi el anuncio en el
periódico.
Virginia no dijo nada.
–¿Dónde vives ahora?
–En Escocia. Tengo una casa allí…
–¿Tienes hijos?
–Sí. Dos. Un niño y una niña.
–¿Qué edades tienen? – preguntó Eustace con sincero
interés.
Virginia recordó el proverbial cariño de las gentes de
Cornualles por los niños y pensó en la señora Jilkes que siempre se
emocionaba al hablar de sus sobrinos.
–La niña tiene ocho años y el niño, seis.
–¿Los tienes ahora contigo?
–No, están en Londres. Con su abuela.
–¿Y tu marido? ¿También está allí? ¿Qué está haciendo en
estos momentos? ¿Jugando al golf?
Virginia lo miró fijamente, aceptando por primera vez el
hecho de que una tragedia personal era simplemente eso. Personal.
Aunque la propia existencia se hiciera pedazos, el resto del mundo
no tenía necesariamente por qué saberlo y tanto menos preocuparse.
No había ninguna razón para que Eustace lo
supiera.
Apoyó las manos en el borde de la mesa, alineándolas la una
al lado de la otra como si fuera algo tremendamente
importante.
–Anthony murió -dijo, mirándose las manos como si de pronto
se hubieran vuelto transparentes, las muñecas fueran demasiado
delgadas y las largas uñas en forma de almendra, pintadas de rojo
coral, fueran tan frágiles como los pétalos de una
flor.
Deseó con toda su alma que no fueran tan delicadas sino
fuertes, y que estuvieran morenas, sucias de tierra y con las uñas
gastadas de tanto trabajar en el huerto, pelar patatas y raspar
zanahorias. Sintió los ojos de Eustace sobre su persona. No podía
soportar que se compadeciera de ella.
–¿Qué ocurrió? – le preguntó Eustace.
–Murió en un accidente de automóvil. Se
ahogó.
–¿Se ahogó?
–Es que en Kirkton tenemos un río, ¿sabes…? Es el lugar donde
vivimos en Escocia. El río discurre entre la casa y la carretera y
hay que cruzar un puente. Regresaba a casa, patinó o calculó mal la
maniobra y el coche saltó por encima de la barandilla de madera y
cayó al río. Había llovido mucho aquel mes, el río bajaba muy
crecido y el automóvil fue a parar al fondo. Un submarinista tuvo
que bajar… con un cable. Al final, la policía consiguió
sacarlo…
Virginia dejó la frase sin terminar.
–¿Cuándo? – preguntó Eustace en un susurro.
–Hace tres meses.
–Muy poco tiempo.
–Sí, y había muchas cosas que hacer. El tiempo ha pasado
volando. Después pillé un virus… una especie de gripe que no me
podía quitar de encima, y entonces mi suegra me dijo que ella se
quedaría con los niños en Londres para que yo pudiera venir a
tomarme unas vacaciones aquí, con Alice.
–¿Cuándo te vas?
–No lo sé.
Eustace permaneció en silencio. Al cabo de un rato cogió la
jarra y apuró su cerveza.
–¿Tienes el coche aquí? – preguntó, dejando la jarra en la
mesa.
–Sí -contestó Virginia-. Aquel Triumph azul.
–Pues entonces termina de beber y regresaremos juntos a
Penfolda.
Virginia se volvió y lo miró con extrañeza.
–¿Qué tiene eso de raro? Es la hora del almuerzo. Tengo
empanadas en el horno. ¿Quieres venir y compartirlas
conmigo?
–… Sí.
–Pues entonces, vamos. Tengo el Land-Rover. Tú sígueme con tu
coche.
–De acuerdo.
–Vamos allá -dijo Eustace, levantándose.
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