Capítulo 5


Virginia se despertó con una insólita sensación de triunfo. Se sentía fuerte y decidida, cosas ambas tan desusadas en ella que bien merecía la pena permanecer un rato acostada para saborearlas tranquilamente. Tendida en la mullida cama de la habitación de invitados de lady Keile entre finas mantas de lana y sábanas de lino con adornos de vainica en las vueltas, contempló los primeros rayos solares de un precioso día de verano que se filtraban en largos haces dorados a través de las frondosas ramas del castaño. Las dificultades ya habían quedado atrás, los temidos obstáculos se habían superado y, en cuestión de un par de horas, ella y los niños ya estarían en camino. Pensó que, después de lo ocurrido la víspera, jamás volvería a tener miedo de nada pues no había ningún problema que no tuviera solución, por enrevesado que fuera. Dejó volar cautelosamente la imaginación hacia las semanas en cuyo transcurso tendría que cuidar ella sola de Cara y Nicholas en medio de las incomodidades e inconvenientes de la casita que tan temerariamente había alquilado y, a pesar de las poco halagüeñas perspectivas, su buen humor no sufrió el menor menoscabo. Había doblado una esquina y, a partir de aquel momento, todo sería distinto.


Eran las siete y media. Se levantó, alegrándose de que hiciera buen tiempo y de poder disfrutar del canto de los pájaros sobre el lejano trasfondo del rumor de los coches. Se bañó y se vistió, recogió sus cosas, deshizo la cama y bajó.

La tata y los niños siempre desayunaban en el cuarto infantil y lady Keile lo hacía en una bandeja que le servían en la cama, pero en aquella casa reinaba un orden perfecto, por lo que Virginia descubrió que en el calentador portátil del comedor había café para ella y que le habían preparado el desayuno en la cabecera de la reluciente mesa.

Se bebió dos tazas de humeante café y tomó una tostada con mermelada de naranja. Después recogió la llave que había en la mesa del vestíbulo y salió por la puerta principal a las tranquilas calles, bajando a la pequeña tienda de comestibles de la que lady Keile era clienta. Allí adquirió provisiones suficientes para sus primeros días en Bosithick: pan, mantequilla, jamón ahumado, huevos, café, cacao en polvo, cacahuetes tostados (que a Nicholas le encantaban, pero de los que la tata no era partidaria), sopa de tomate y galletas de chocolate. La leche y las verduras las comprarían allí cuando llegaran y la carne y el pescado también. Lo pagó todo, el tendero se lo colocó en una caja de cartón y, sosteniendo la pesada carga con ambos brazos, regresó a Melton Gardens. Los niños y lady Keile se encontraban en la planta baja, pero a la tata no se la veía por ninguna parte. Sin embargo, las pequeñas maletas estaban perfectamente alineadas en el vestíbulo y Virginia depositó a su lado la caja con los comestibles.

–¡Hola, mami!

–Hola -contestó Virginia, besándolos a los dos.

Los niños estaban cuidadosamente vestidos y preparados para el viaje, Cara con un modelito de algodón azul y Nicholas con pantalón corto y una camisa a rayas y el cabello oscuro pulcramente alisado con el peine.

–¿Dónde estabas? – le preguntó el niño.

–He ido a comprar comida. Probablemente no tendremos tiempo de ir a comprar cuando lleguemos a Penzance; sería terrible que no tuviéramos nada para comer.

–Yo no sabía nada hasta esta mañana cuando Cara me lo ha dicho. No sabía hasta que me he despertado que íbamos a viajar en tren.

–Lo siento. Es que anoche estabas durmiendo cuando entré para decíroslo y no quise molestarte.

–Hubieras debido despertarme. No me he enterado hasta la hora del desayuno -dijo el niño, resentido.

Virginia sonrió y miró a su suegra. Lady Keile estaba un poco pálida, pero tan impecablemente vestida y tan dueña de la situación como siempre. Virginia se preguntó si habría conseguido pegar ojo durante la noche.

–Tendrías que pedir un taxi por teléfono -le aconsejó lady Keile-. De lo contrario, podrías perder el tren. Más vale llegar antes que después. Hay un número junto al teléfono.

Virginia se dirigió hacia el pasillo, preguntándose cómo no se le habría ocurrido. El reloj del vestíbulo dio las nueve y cuarto. El taxi llegó a los diez minutos y ellos ya estaban preparados.

–¡Pero tenemos que despedirnos de la tata! – exclamó Cara.

–Sí, claro -dijo Virginia-. ¿Dónde está la tata?

–En nuestro cuarto -contestó Cara haciendo ademán de dirigirse hacia la escalera.

–No -dijo Virginia.

Cara se volvió y miró a su madre, sorprendida por su insólito tono de voz.

–Tenemos que despedirnos.

–Por supuesto que sí. La tata bajará a despediros. Yo subiré primero y le diré que ya nos vamos. Tú recógelo todo.

Virginia encontró a la tata resueltamente entregada a una tarea absolutamente innecesaria.

–Tata, ya nos vamos.

–Ah, sí.

–Los niños quieren despedirse de usted.

Silencio.

La víspera Virginia se había compadecido de ella y había comprendido en cierto modo sus razones. Pero ahora sentía deseos de agarrarla por los hombros y sacudirla hasta que se le cayera la estúpida cabeza al suelo.

–Tata, esto es ridículo. No puede dejar que todo termine de esta manera. Baje y despídase de ellos.

Era la primera orden directa que daba a la tata. La primera, pensó, y la última. Al igual que Cara, la tata estaba visiblemente conmovida. Por un momento se quedó donde estaba, tratando de inventarse algún pretexto. Virginia la miró fijamente a los ojos y ella trató de sostener su mirada, pero no pudo y tuvo que apartar los ojos. Era el triunfo final.

–Muy bien, señora -dijo la tata, siguiendo a Virginia hasta el vestíbulo donde los niños corrieron hacía ella y la besaron y abrazaron como si fuera la única persona del mundo a quien quisieran. Tras aquella efusiva demostración de afecto, bajaron corriendo los peldaños, cruzaron la acera y subieron al taxi.

–Adiós -le dijo Virginia a su suegra. Ya no le quedaba nada más que decir. Ambas besaron una vez más el aire, rozándose las mejillas-. Adiós, tata.

Pero la tata ya había dado media vuelta para regresar al cuarto de los niños, buscando en su bolsillo un pañuelo para sonarse la nariz. Sólo se podían ver sus piernas subiendo al piso de arriba. Cuando llegó al rellano, desapareció por completo de la vista.

Virginia no hubiera tenido que preocuparse por el comportamiento de los niños en el tren. La novedad del viaje no los excitó sino que más bien los impresionó. No habían ido muy a menudo de vacaciones y jamás habían estado en la costa. Cuando viajaban a Londres para ir a casa de su abuela, lo hacían en el tren nocturno con el pijama ya puesto y se pasaban todo el viaje durmiendo.

Ahora contemplaban la campiña a través de la ventanilla como si jamás hubieran visto granjas, vacas y ciudades. Al cabo de un rato, cuando pasó la emoción de los primeros momentos, Nicholas abrió el paquete del regalo que Virginia le había comprado en Paddington y esbozó una sonrisa de satisfacción al ver el pequeño tractor de color rojo.

–Es como el de Kirkton. El señor McGregor tenía un Massey Fergusson igualito que éste.

Hizo girar las ruedas y su garganta emitió ruidos de tractor, mientras empujaba el juguete arriba y abajo sobre la áspera tapicería de los Ferrocarriles Británicos.

En cambio, Cara ni siquiera abrió su libro de cuentos. Lo mantuvo cerrado sobre las rodillas y se pasó el rato mirando por la ventanilla con la combada frente pegada al cristal sin que sus ojos se perdieran el menor detalle tras los cristales de las gafas.

Cuando a las doce y media se fueron a almorzar, el avance por el pasillo y el paso por el enlace articulado entre los vagones constituyó una nueva y emocionante aventura para los niños. El vagón-restaurante les encantó con sus mesas y lamparitas, el amable camarero y el hecho de que éste les entregara sendos menús como si fueran adultos.

–¿Qué tomará la señora? – preguntó el camarero.

Cara soltó una risita y se puso colorada al ver que éste se dirigía a ella. Tuvieron que ayudarla a pedir sopa de tomate y pescado frito y a resolver el peliagudo dilema entre si tomar un helado de color blanco o de color rosa.

Contemplando los rostros de sus hijos, Virginia pensó: «Lo que es nuevo y emocionante para ellos, lo es también para mí. Los acontecimientos más vulgares y corrientes me parecerán especiales porque los veré a través de los ojos de Cara. Y, cuando Nicholas me haga alguna pregunta a la que yo no sepa responder, tendré que informarme y, de esta manera, me convertiré en una experta y brillante conversadora.»

La idea le hizo gracia. De pronto, soltó una risita y Cara la miró riendo a su vez sin saber de qué iba el chiste, pero alegrándose de poderlo compartir con su madre.

–¿Cuándo fue la primera vez que tomaste este tren para ir a Cornualles? – preguntó Cara.

–Hace diez años, cuando tenía diecisiete.

–¿Nunca estuviste allí cuando eras una niña de mi edad?

–Pues no. Solía ir a casa de una tía mía de Sussex.

Por la tarde se apearon los demás pasajeros del compartimiento y se quedaron ellos tres solos. Nicholas, entusiasmado con la aventura del pasillo, decidió quedarse fuera, separando las piernas para adaptar el leve peso de su cuerpo al traqueteo del tren.

–Cuéntamelo.

–¿Qué quieres que te cuente? ¿Lo de Sussex?

–No. Lo de Cornualles.

–Bueno, mi madre y yo nos fuimos allí y nos alojamos en casa de Alice y Tom Lingard. Yo acababa de terminar mis estudios, Alice nos invitó y mi padre pensó que podrían ser unas vacaciones muy agradables.

–¿Fue en verano?

–No, por Pascua. Era primavera. Todo estaba lleno de narcisos en flor y las prímulas crecían junto a los bordes de las vías del tren.

–¿Hacía calor?

–No mucho. Aunque el tiempo era muy soleado y mucho más templado que en Escocia. Pero es que en Escocia nunca tenemos una auténtica primavera, ¿verdad? Un día estamos en invierno y, al siguiente, brotan hojas en las ramas de los árboles y ya estamos en verano. Eso es lo que a mí me parece, por lo menos. En cambio, la primavera en Cornualles es una estación muy larga… por eso crecen unas flores tan bonitas y las pueden enviar al Covent Garden para que la gente las compre.

–¿Y te bañaste en el mar?

–No. El agua hubiera estado helada.

–¿Y en la piscina de tita Alice tampoco?

–Por aquel entonces tita Alice no tenía piscina.

–¿Y nosotros podremos bañarnos en la piscina de tita Alice?

–Pues claro.

–¿Y nos bañaremos en el mar?

–Por supuesto que sí. Nos buscaremos una playa bonita y nadaremos allí.

–Es que yo… no sé nadar muy bien.

–Es más fácil en el mar que en una piscina porque la sal te ayuda a flotar.

–¿Pero las olas no te salpican en la cara?

–Un poquito, sí, pero ahí está la gracia.

Cara reflexionó en silencio. No le gustaba mojarse el rostro. Sin gafas lo veía todo borroso y no podía nadar con las gafas puestas.

–¿Y qué más hacías?

–Pues paseábamos en coche e íbamos de compras. Cuando hacía buen tiempo, nos sentábamos a tomar el fresco en el jardín y Alice invitaba a sus amigos a tomar el té o a cenar. A veces yo salía a dar largos paseos porque allí hay lugares preciosos. Subiendo por la colina de detrás de la casa o bajando a Porthkerris. Todas las calles son empinadas y estrechas, tan estrechas que a veces a duras penas pasa un coche. Hay muchos gatitos callejeros y el puerto está lleno de embarcaciones de pesca y de viejos que toman el sol. Cuando subía la marea, las barcas quedaban varadas sobre la arena dorada.

–¿Y no se volcaban?

–No creo.

–¿Por qué?

–No tengo ni idea -contestó Virginia.


Hubo un día muy especial en que soplaba el viento y brillaba el sol. Aquel día había pleamar y Virginia recordaba la brisa salada y el olor del alquitrán y de la pintura fresca.

Dentro del refugio del puerto, el agua se agitaba suavemente y era tan transparente como el cristal. Pero más allá, el oscuro océano estaba encrespado y cubierto de blancas cabrillas y, al otro lado de la bahía, las olas rompían furiosamente contra las rocas a los pies del faro, enviando las blancas salpicaduras de espuma casi tan alto como el propio faro.

Había transcurrido una semana desde la noche de la barbacoa en Lanyon y, por una vez, Virginia había salido a dar una vuelta sola. Alice se había ido en su coche a Penzance para asistir a la reunión de un comité del que formaba parte, Tom Lingard estaba en Plymouth, la cocinera señora Jilkes tenía la tarde libre y se había puesto un estrafalario sombrero para ir a visitar a la mujer de su primo y la señora Parsons había acudido a su cita semanal con el peluquero.

–Tendrás que divertirte tú sola -le dijo ésta a Virginia a la hora del almuerzo.

–No importa.

–¿Qué vas a hacer?

–No sé. Algo se me ocurrirá.

En la casa vacía, con toda una tarde libre por delante, Virginia estudió una variada serie de posibilidades. Hubiera sido una pena desperdiciar un día tan precioso. Salió, bajó por la angosta callejuela hasta las rocas y echó a andar por el sendero que descendía hacia la blanca playa. En verano, ésta se llenaba de casetas de vistosos colores, tenderetes de helados y ruidosos veraneantes con sus balones y sus sombrillas, pero en abril los visitantes aún no habían llegado y la limpia arena sólo era barrida por las tormentas invernales, por lo que sus pisadas dejaron unas nítidas huellas semejantes a unas puntadas. Al fondo, una callejuela subía hacia la colina y Virginia no tardó en perderse en un laberinto de angostas calles que serpenteaban entre viejas casas encaladas. Finalmente llegó a unos peldaños de piedra y a unas insospechadas callejuelas. Las siguió y, de pronto, dobló una esquina y descubrió que había llegado al puerto. Bajo los deslumbrantes rayos del sol, vio las barcas pintadas de vivos colores y el verde pavo real de las aguas del mar. Las gaviotas emitían estridentes gritos y sobrevolaban la playa desplegando sus grandes alas como blancas velas recortándose contra el azul del cielo y por todas partes reinaba el ajetreo propio de las habituales tareas de limpieza que se solían llevar a cabo en primavera. La gente encalaba las fachadas de las tiendas, limpiaba las ventanas, enrollaba cabos, fregaba cubiertas y remendaba redes.

En el muelle, un optimista vendedor de helados había montado su blanco tenderete en el que, con letras primorosamente escritas, anunciaba: «Fred Hoskings, Helados de Cornualles de Elaboración Artesana.» Virginia experimentó un súbito deseo de tomarse uno y lamentó no llevar dinero encima. Sentarse al sol saboreando un helado en un día tan bonito como aquél se le antojó de repente el colmo del lujo. Cuanto más pensaba en ello, más le apetecía. Rebuscó en todos los bolsillos con la esperanza de encontrar alguna moneda, pero no encontró nada. Ni siquiera un miserable medio penique.

Se sentó en un noray y contempló con desconsuelo la cubierta de una embarcación de pesca en la que un joven vestido con un delantal manchado de sal marina preparaba té en un infiernillo. Mientras trataba de no pensar en el helado, oyó una voz a su espalda.

–Hola.

Apartándose el largo cabello del rostro, Virginia volvió la cabeza y lo vio de pie con un paquete bajo el brazo, luciendo un polo azul que le confería todo el aspecto de un marinero.

–Hola -contestó, levantándose.

–Me ha parecido que eras tú -dijo Eustace Philips-, pero no estaba seguro. ¿Qué estás haciendo aquí?

–Nada. He salido a dar un paseo y estoy mirando las barcas.

–Hace un día precioso.

–Sí.

Los ojos azules de Eustace la miraron con expresión divertida.

–¿Dónde está Alice Lingard?

–Se ha ido a Penzance… Forma parte de un comité y…

–¿Y tú te has quedado sola?

–Sí.

Con sus gastadas zapatillas deportivas de color azul, sus viejos pantalones vaqueros y su jersey de punto, Virginia estaba dolorosamente convencida de que su ingenuidad se ponía de manifiesto no sólo a través de su atuendo sino también de su incapacidad de mantener una conversación intrascendente con otra persona.

–¿Y tú qué haces aquí? – le preguntó a Eustace, clavando los ojos en el paquete que éste llevaba bajo el brazo.

–He venido a recoger una nueva cubierta para el almiar. El viento de anoche hizo trizas la antigua.

–Supongo que ya te vas.

–Todavía no. Y tú, ¿qué?

–No tengo nada que hacer. Estaba simplemente explorando el lugar.

–¿No conoces la ciudad?

–Hasta ahora nunca había llegado tan lejos.

–Pues entonces, ven conmigo y yo te enseñaré el resto.

Echaron a andar sin ninguna prisa por el muelle, procurando acompasar el ritmo de sus pasos. Eustace vio el tenderete de los helados e interrumpió su conversación.

–Hola, Fred.

El heladero, impecablemente vestido con una blanca chaqueta almidonada como la de un árbitro de cricket, se volvió al oír su voz.

–Hola, Eustace. ¿Cómo estás?

–Muy bien, ¿y tú?

–Pues voy tirando. No te veo muy a menudo por aquí. ¿Qué tal va todo en Lanyon?

–Bien, pero tenemos un montón de trabajo. – Eustace señaló el tenderete con un movimiento de la cabeza-. Has venido muy temprano. Aún no tienes clientes para los helados.

–Mira, yo siempre digo que a quien madruga, Dios le ayuda.

Eustace miró a Virginia.

–¿Te apetece un helado?

Virginia no creía que nadie le hubiera ofrecido jamás de forma tan instantánea lo que ella más deseaba.

–Me encantaría, pero no llevo dinero.

–El más grande que tengas -le dijo Eustace a Fred, introduciéndose la mano en el bolsillo posterior de los pantalones.

La acompañó hasta el final del muelle y subió con ella por unas empinadas callejuelas adoquinadas cuya existencia ella jamás había sospechado, atravesando unas pequeñas y curiosas plazas con casas de puertas pintadas de color amarillo y macetas en las ventanas y pasando por delante de encantadores patios con cuerdas para tender la colada y de peldaños de piedra donde los gatos tomaban el sol y se dedicaban a sus habituales labores de acicalamiento. Finalmente, salieron a la playa norte donde el viento encrespaba las olas verde jade que rompían sobre la arena, arrojando al aire minúsculas salpicaduras de espuma.

–Cuando era pequeño -dijo Eustace, levantando la voz sobre el silbido del viento-, solía venir aquí con una tabla de surf. Una tabla muy pequeña de madera que me había hecho mi tío, con una cara pintada en la curva. Ahora hay esas de fibra de vidrio de Malibú y la gente practica el surf todo el año, tanto en invierno como en verano.

–¿Y no tienen frío?

–Se ponen trajes impermeables.

Habían llegado a un curvado muro de protección contra el viento en cuyo ángulo había un banco de madera empotrado. Eustace llegó a la conclusión de que ya habían caminado demasiado y se sentó, apoyando la espalda contra el muro y extendiendo las largas piernas hacia adelante mientras el sol le daba de lleno en el rostro.

Virginia, a punto de terminarse el gigantesco helado, se sentó a su lado y vio que él la estudiaba en silencio. Cuando se hubo terminado los últimos restos y se estaba limpiando los dedos en las rodillas de los vaqueros, Eustace le preguntó con expresión burlona:

–¿Te ha gustado?

–Estaba exquisito -contestó ella sin importarle demasiado que le tomara el pelo-. El mejor que he comido en toda mi vida. Hubieras tenido que tomarte uno tú también.

–Soy demasiado grandullón para andar por las calles lamiendo un helado.

–Pues yo nunca será demasiado grandullona.

–¿Cuántos años tienes?

–Diecisiete, casi dieciocho.

–¿Has terminado el bachillerato?

–Sí, el verano pasado.

–¿Y qué estás haciendo ahora?

–Nada.

–¿Piensas ir a la universidad?

Virginia se alegró de que él la considerara lo bastante inteligente como para eso.

–No, por Dios.

–Pues entonces, ¿qué vas a hacer?

Virginia pensó que ojalá no se lo hubiera preguntado.

–Bueno, supongo que el invierno que viene aprenderé cocina o mecanografía o taquigrafía o algo por el estilo. Lo que ocurre es que mi madre tiene el capricho de que nos quedemos a pasar el verano en Londres y vayamos a todas las fiestas y conozcamos a personas importantes y entremos en eso que se llama el mundillo social.

–Quiere «hacer la temporada», vamos.

Con su tono de voz, Eustace dio a entender con toda claridad que la idea lo atraía tan poco como a Virginia.

–Me dan escalofríos de sólo pensarlo.

–Cuesta creer que en los tiempos que corremos haya alguien que todavía se preocupe por esas cosas.

–Por supuesto, pero hay cantidad de personas así y mi madre es una de ellas. Ya ha conocido a otras madres y ha tomado incluso el té con ellas y tiene apalabrada la fecha del baile, pero yo trataré por todos los medios de quitárselo de la cabeza. ¿Te imaginas algo peor que un baile de presentación en sociedad?

–No, desde luego, pero es que yo tampoco soy una dulce muchachita de diecisiete años. – Virginia lo miró, haciendo una mueca de desagrado-. Si tan poco te gusta, ¿por qué no te plantas en seco y le dices a tu madre que prefieres un viaje de ida y vuelta a Australia o algo parecido?

–Ya lo he hecho. Por lo menos, lo he intentado. Pero es que tú no conoces a mi madre. Ella nunca me hace el menor caso y dice que es muy importante conocer a las personas adecuadas, ir a las fiestas adecuadas y dejarte ver en los lugares adecuados.

–Podrías pedir ayuda a tu padre.

–No tengo padre. Por lo menos, no lo veo jamás. Se divorciaron cuando yo era pequeña.

–Comprendo -dijo Eustace sin demasiado entusiasmo-. Bueno, anímate. Quién sabe, a lo mejor hasta lo pasas bien.

–Es algo que aborrezco.

–¿Cómo lo sabes?

–Porque no sé qué hacer en las fiestas, no me salen las palabras con los desconocidos y nunca sé qué decir a los chicos.

–Pues a mí me estás diciendo muchas cosas -dijo Eustace.

–Porque tú eres distinto.

–Distinto, ¿en qué sentido?

–Bueno, eres mayor. Quiero decir que no eres tan joven. – Eustace se echó a reír y la muchacha se azoró-. Quiero decir que no tienes veintiún años o veintidós. – Virginia lo miró, frunciendo el ceño-. ¿Cuántos años tienes?

–Veintiocho -contestó él-. Voy a cumplir veintinueve.

–Tienes suerte. Ojalá yo tuviera veintiocho.

–Si los tuvieras -dijo Eustace-, probablemente ahora no estarías aquí.

De repente oscureció y empezó a refrescar. Virginia se estremeció y vio que el sol se había ocultado detrás de una espesa nube gris, anticipo del mal tiempo que se avecinaba por el oeste.

–Bueno, me parece que ya hemos disfrutado de lo mejor del día -dijo Eustace-. Esta noche lloverá. – Consultó su reloj-. Son casi las cuatro, ya es hora de que vuelva a casa. ¿Tú cómo vas a volver?

–A pie, supongo.

–¿Quieres que te lleve en mi coche?

–¿Tienes coche?

–Un Land-Rover que he dejado aparcado detrás de la iglesia.

–¿Y no te desviarás mucho del camino?

–No. Puedo volver a Lanyon cruzando el páramo.

–Bueno, si no te es mucha molestia…

Virginia permaneció en silencio durante el trayecto de vuelta a Wheal House. Pero fue un silencio agradable y cómodo, un silencio que no tenía nada que ver con el hecho de que ella fuera tímida o nunca se le ocurriera nada que decir. No recordaba haberse sentido jamás tan a gusto con una persona… y ciertamente jamás con un hombre al que apenas conocía. El Land-Rover era muy viejo, tenía los asientos raídos y polvorientos, había restos de paja por el suelo y en su interior se percibía un leve olor a estiércol que lo impregnaba todo, pero a Virginia no le importaba en absoluto sino que más bien le gustaba porque formaba parte de Penfolda.

De pronto se dio cuenta de que lo que más deseaba por encima de todo era regresar a aquel lugar y ver la granja y los campos de día, echar un vistazo al ganado, recorrer la finca y ser invitada a tomar el té en la envidiable cocina de la casa. Ser aceptada, en suma.

Llegaron a la cima de la colina donde todas las casas de la antigua zona residencial se habían convertido en hoteles con porches acristalados y aparcamientos construidos en el lugar previamente ocupado por los jardines. Los hoteles tenían grandes ventanales, palmeras que se recortaban tristemente contra el cielo plomizo y parterres de enhiestos narcisos.

Al llegar arriba, la carretera se nivelaba. Eustace preguntó mientras cambiaba de marcha:

–¿Cuándo regresas a Londres?

–No lo sé. Dentro de una semana aproximadamente.

–¿Te gustaría volver a Penfolda?

Era la segunda vez en un día que Eustace le ofrecía lo que ella más deseaba. Virginia se preguntó si sería un adivino.

–Sí, me encantaría.

–A mi madre le causaste muy buena impresión. No suele ver caras nuevas muy a menudo. Sería agradable que fueras a tomar el té con ella alguna vez.

–Lo haría con mucho gusto.

–¿Y cómo te desplazarías hasta Lanyon? – preguntó Eustace sin apartar los ojos de la carretera.

–Podría pedirle prestado el coche a Alice. Estoy segura de que, si se lo pidiera, me lo prestaría. Lo conduciría con mucho cuidado.

–¿Sabes conducir?

–Por supuesto que sí. De lo contrario, no pediría prestado un coche -contestó Virginia sonriendo, aunque no con intención de hacerse la graciosa sino porque, de repente, se sentía muy a gusto donde estaba.

–Pues mira -dijo Eustace muy despacio-, hablaré con mi madre, le preguntaré qué día le va bien y te llamaré por teléfono. ¿Qué te parece?

Virginia se emocionó de sólo imaginarse a sí misma esperando la llamada y oyendo su voz por teléfono.

–De acuerdo.

–¿Cuál es el número?

–Porthkerris tres dos cinco.

–Ya me acordaré.

Al llegar a la casa, el vehículo cruzó la blanca verja y avanzó rugiendo entre los floridos setos del camino particular.

–¡Ya hemos llegado! – exclamó Eustace, frenando bruscamente con un fuerte chirrido sobre la grava-. Justo a tiempo para tomar el té.

–Gracias, has sido muy amable.

–De nada -dijo Eustace, inclinándose sobre el volante con una sonrisa en los labios.

–Me refiero a todo. Al helado y a lo demás.

–Ha sido un placer.

Eustace alargó el brazo para abrirle la portezuela. Virginia saltó a la grava y, en el momento de hacerlo, se abrió la puerta y apareció la señora Parsons vestida con un traje de lana de color frambuesa y una blusa de seda blanca con un lazo en el cuello.

–¡Virginia!

La joven se volvió. Su madre se acercó a ellos, tan pulcra e inmaculada como siempre, pese a que, a juzgar por el aspecto de su corto cabello oscuro ahora despeinado suavemente por el viento, no había ido a la peluquería.

–¡Mamá!

–¿De dónde vienes? – preguntó la señora Parsons, esbozando una amistosa sonrisa.

–Pensaba que habías ido a la peluquería.

–La chica que me suele atender está en cama con resfriado. Me ofrecieron otra chica, por supuesto, pero, como es la que se pasa todo el día barriendo el pelo del suelo, he declinado amablemente el ofrecimiento. – Sin dejar de sonreír, la señora Parsons miró a Eustace, sentado en el interior del vehículo-. ¿Quién es tu amigo?

–Ah, es Eustace Philips…

Eustace decidió bajar del Land-Rover. Saltó a la grava y se acercó para ser presentado. Sin poderlo remediar, Virginia lo vio con los ojos de su madre: los anchos y poderosos hombros bajo el jersey de marinero, el rostro bronceado por el sol y las fuertes y callosas manos.

–Encantada de conocerle -dijo la señora Parsons adelantándose gentilmente para saludarlo.

–Hola -contestó Eustace, mirándola a los ojos con los suyos intensamente azules.

La señora Parsons le tendió la mano, pero o bien él no la vio o fingió no verla. La señora Parsons volvió a retirarla y su tono de voz se enfrió imperceptiblemente.

–¿Dónde le ha conocido Virginia?

La pregunta parecía ingenuamente inofensiva.

Eustace se apoyó contra el Land-Rover y cruzó los brazos.

–Vivo en Lanyon, en la granja de Penfolda…

–Ah, claro, el lugar de la barbacoa. Sí, me han hablado de él. Es bonito que hoy se hayan vuelto a encontrar.

–Por pura casualidad -dijo Eustace.

–¡Eso es todavía más bonito! – exclamó la señora Parsons sonriendo-. Íbamos a tomar el té, señor Philips. ¿No quiere usted acompañarnos?

Eustace meneó la cabeza.

–Me esperan setenta vacas a las que tengo que ordeñar. Será mejor que regrese…

–Claro. No quisiera entretenerle -dijo la señora Parsons, utilizando el tono de voz que hubiera podido emplear una señora al despedir al jardinero.

–Ni yo se lo permitiría -contestó Eustace, subiendo de nuevo al vehículo-. Adiós, Virginia.

–Adiós -contestó Virginia con un hilo de voz-. Gracias por acompañarme a casa.

–Ya te llamaré.

–Muy bien, me encantará.

Eustace saludó a Virginia con una última inclinación de cabeza, puso en marcha el motor y, sin mirar hacia atrás, se alejó velozmente por el camino y se perdió de vista, dejando a Virginia y a su madre envueltas en una nube de polvo.

–¡En fin! – exclamó la señora Parsons, riéndose a pesar de su visible irritación.

Virginia no dijo nada, pues le pareció que no había nada que decir.

–¡Qué joven tan raro, desde luego! Aquí abajo se tropieza una con toda clase de gente. ¿Y por qué quiere llamarte? – preguntó su madre como si Eustace Philips fuera una especie de chiste muy gracioso.

–Dice que yo podría ir algún día a tomar el té con su madre en Lanyon.

–Ah, pues qué bien. Los placeres del campo. – De pronto, empezó a caer una fina lluvia. La señora Parsons contempló el encapotado cielo y se estremeció-. Pero ¿qué haces ahí con este viento? Entra, que el té está esperando…

Virginia no dio importancia a los temblores de su madre, pero, a la mañana siguiente, ésta dijo que se había resfriado y tenía el estómago revuelto, por lo que se quedaría en casa. Como hacía un tiempo horrible, nadie puso el menor reparo y Virginia encendió la chimenea del salón, tras lo cual la señora Parsons se echó en el sofá con una ligera manta de mohair sobre las rodillas.

–Aquí estaré muy bien -le dijo a Virginia-. Tú y Alice podéis salir tranquilamente, no es necesario que os preocupéis por mí.

–Pero ¿adónde quieres que vayamos con el tiempo que hace?

–A Falmouth. A almorzar en Pendrane.

Virginia miró a su madre sin comprenderla.

–Vamos, cariño, no pongas esa cara de boba, la señora Menheniot nos invitó hace siglos. Nos quería enseñar el jardín.

–A mí nadie me dijo nada.

A Virginia no le apetecía salir. Tardarían todo el día en ir y volver de Falmouth, almorzar y ver el aburrido jardín. Ella quería quedarse en casa por si Eustace la llamaba.

–Pues te lo digo ahora. Tendrás que cambiarte. No puedes ir a almorzar con pantalones vaqueros. ¿Por qué no te pones aquella blusita azul que te compré? ¿O la falda escocesa? Estoy segura de que a la señora Menheniot le haría gracia la falda escocesa.

Si su madre hubiera sido distinta, Virginia le habría pedido que estuviera atenta al teléfono y tomara el recado. Pero a su madre no le gustaba Eustace. Le parecía un joven inculto y mal educado y su sonriente comentario sobre «los placeres del campo» había puesto punto final a la cuestión. El nombre de Eustace no se había vuelto a mencionar y, aunque durante la cena de la víspera Virginia había tratado más de una vez de comentarles a Alice y Tom su casual encuentro con él, su madre había dirigido con mano de hierro la conversación, interrumpiéndola en caso necesario para encauzarla hacia canales más apropiados. Mientras se cambiaba de ropa, Virginia trató de hallar alguna solución.

Se puso la falda escocesa y un jersey amarillo canario, se peinó el sedoso cabello oscuro y bajó a la cocina para hablar con la señora Jilkes, quien se había convertido en su nueva amiga. Aprovechando una tarde de lluvia, le había enseñado a hacer bollos de mantequilla mientras le facilitaba información gratuita sobre la salud y la longevidad de sus numerosos parientes.

–Hola, Virginia -le dijo la cocinera, ocupada en la tarea de amasar harina.

Virginia cogió un trozo de masa y se lo comió.

–¡No hagas eso, por el amor de Dios! Se te va a llenar la tripa y no te quedará sitio para el almuerzo.

–Ojalá no tuviera que ir. Señora Jilkes, si hay alguna llamada telefónica para mí, ¿querrá tomar el recado?

La señora Jilkes puso los ojos en blanco y la miró con picardía.

–Conque esperas una llamada, ¿eh? Será algún chico, como si lo viera.

Virginia se ruborizó.

–Bueno, sí. Pero usted tomará el recado, ¿verdad?

–No te preocupes, cariño. La señora Lingard te está llamando…, ya tendrías que haberte ido. Cuidaré de tu madre y le serviré el almuerzo en una bandeja.

No regresaron a casa hasta las cinco y media de la tarde. Alice se dirigió inmediatamente al salón para interesarse por la salud de Rowena Parsons y para contarle todo lo que había visto y hecho. Virginia fingió encaminarse hacia la escalera pero, en cuanto se cerró la puerta del salón, dio media vuelta y echó a correr por el pasillo de la cocina.

–¡Señora Jilkes!

–¿Ya está de vuelta?

–¿Ha habido alguna llamada?

–Sí, dos o tres, pero las ha atendido tu madre.

–¿Mi madre?

–Sí, se ha hecho instalar el teléfono en el salón.

Virginia salió de la cocina, avanzó por el pasillo, cruzó el vestíbulo y entró en el salón. Por encima de la cabeza de Alice Lingard, Virginia clavó los ojos en la fría mirada de su madre.

–¡Cariño! – exclamó la señora Parsons, sonriendo-. Alice me lo ha contado todo. ¿Te lo has pasado bien?

–Pues sí -contestó Virginia, haciendo una pausa para que su madre tuviera ocasión de mencionarle la llamada.

–¿No sabes decirme nada más? Tengo entendido que te han presentado al sobrino de la señora Menheniot.

–… Sí.

La imagen del joven de barbilla huidiza se estaba borrando con tanta rapidez de la mente de Virginia que ésta apenas podía recordar su rostro. Quizá Eustace la llamaría al día siguiente. No debía de haber llamado aquel día. Virginia conocía muy bien a su madre y sabía que, aunque no aprobara a alguien, la señora Parsons era muy meticulosa en el cumplimiento de las obligaciones sociales y jamás en su vida se le hubiera pasado por la cabeza no comunicar un recado telefónico. Las madres eran así. Tenían que ser así porque, si no hubieran respetado el código de conducta que ellas mismas predicaban, habrían perdido cualquier derecho a la confianza de sus hijos. Y, sin confianza, no podía haber afecto. Y, si no había afecto, no quedaba nada.

El día siguiente amaneció lluvioso. Virginia se pasó toda la mañana sentada junto a la chimenea, fingiendo leer un libro y corriendo a ponerse al teléfono cada vez que éste sonaba. Pero ninguna llamada fue para ella. Eustace no la llamó.

Después del almuerzo, su madre le pidió que fuera a la farmacia de Porthkerris a recoger una medicina. Virginia dijo que no quería ir.

–Está lloviendo a cántaros.

–Un poco de lluvia no te va a hacer daño. Además, el ejercicio te sentará bien. Te pasas todo el día sentada en casa, leyendo este libro tan tonto.

–No es un libro tonto…

–Bueno, pero te pasas el rato leyendo. Ponte unas botas de agua y un impermeable y ni siquiera notarás la lluvia…

Con su madre no se podía discutir. Virginia puso cara de resignación y fue en busca de su impermeable. Mientras bajaba a la ciudad, caminando por las mojadas aceras bajo las empapadas ramas de los árboles, la joven trató de enfrentarse a la inconcebible posibilidad de que Eustace no la llamara jamás.

Él había dicho que llamaría, por supuesto, pero, por lo visto, todo dependía de lo que dijera su madre, del día que ésta tuviera libre y del día en que ella le pudiera pedir prestado el coche a Alice para desplazarse hasta Lanyon.

Tal vez la señora Philips había cambiado de idea. Tal vez le había dicho a su hijo: «Ay, Eustace, no tengo tiempo para tomar el té con la gente… ¿Cómo se te ha ocurrido decirle que venga?»

Quizá, tras haber conocido a su madre, Eustace había cambiado de idea con respecto a ella. A menudo se decía que, si uno quería saber qué clase de esposa iba a ser una chica, le bastaba con mirar a la madre. A lo mejor Eustace había visto cómo era la señora Parsons y ésta no le había gustado. Virginia recordaba la desafiante mirada de sus ojos azules y las amargas frases finales:

«-No quisiera entretenerle.

»-Ni yo se lo permitiría.»

Tal vez se había olvidado de llamarla. Quizá había decidido no hacerlo o, quizá (y eso era lo más preocupante), ella había interpretado erróneamente su amabilidad y, al exponerle sus problemas, había despertado simplemente su compasión. Puede que fuera eso. Puede que Eustace le tuviera lástima.

«Pero él dijo que llamaría. Lo dijo.»

Recogió la medicina en la farmacia y se dispuso a regresar a casa. Aún no había cesado de llover. En la acera de enfrente había una cabina telefónica vacía. Todo sería muy sencillo. No le costaría nada buscar su teléfono en la guía y marcar. Tenía unas cuantas monedas en el bolso. «Soy Virginia -le diría, hablándole en tono de broma-, ¡pensaba que me ibas a llamar!»

Estuvo a punto de cruzar la calle. Se detuvo en el borde de la acera, tratando de armarse de valor para afrontar una empresa superior a sus fuerzas.

Ya se imaginaba la conversación.

«-¿Eustace?

»-Soy Virginia.

»-¿Virginia?

»-Virginia Parsons.

»-Ah, sí, Virginia Parsons. ¿Qué se te ofrece?»

Llegado a este punto le faltó el valor y no se atrevió a cruzar la calle para llamar desde la cabina, sino que empezó a subir por la empinada callejuela con las pastillas de su madre en el bolsillo del impermeable.

Al abrir la puerta de Wheal House, oyó el timbre del teléfono. Mientras corría a quitarse las botas de agua, el teléfono dejó de sonar y, cuando entró en el salón, vio que su madre estaba colgando el aparato.

La señora Parsons arqueó las cejas al ver la alterada expresión del rostro de su hija.

–¿Qué ocurre?

–Pensé que… a lo mejor era para mí.

–No, se habían equivocado de número. ¿Me traes las pastillas, querida?

–Sí -contestó Virginia en tono abatido.

–Eres un encanto. El paseo te ha sentado muy bien, estoy segura. Vuelves a tener las mejillas sonrosadas.

Al día siguiente, la señora Parsons anunció inesperadamente su intención de regresar a Londres. Alice se quedó de una pieza.

–Pero, Rowena, yo pensé que os ibais a quedar por lo menos otra semana.

–Nos encantaría, cariño, pero tenemos por delante un verano muy ajetreado y hay que preparar y organizar muchas cosas. No creo que podamos quedarnos otra semana aquí sin hacer nada, a pesar de lo que me gusta.

–Bueno, pues quedaos por lo menos el fin de semana. «Sí, quedémonos el fin de semana -pensó Virginia-. Por favor, por favor, por favor, quedémonos el fin de semana.» Pero todo fue inútil.

–Me encantaría, pero tenemos que irnos… el viernes a lo más tardar. Tengo que reservar los billetes del tren.

–Es una pena pero, si no hay más remedio…

–No, cariño, no lo hay.

«Que Eustace se acuerde. Que me llame. No tendré tiempo para ir a Penfolda pero, por lo menos, me podría despedir y darles las gracias por su amabilidad… y, a lo mejor, le podría decir que le escribiré y le podría dar mi dirección.»

–Cariño, me gustaría que empezaras a hacer el equipaje. No olvides nada, de lo contrario la pobre Alice se tendría que molestar en mandarnos un paquete. ¿Ya has guardado el impermeable?

«Esta noche. Llamará esta noche. Dirá, lo siento, pero es que me tuve que ir; he estado tan ocupado que no encontraba el momento; he estado enfermo.»

–¡Virginia! ¡Ven a escribir tu nombre en el libro de visitas! Aquí, debajo del mío. Oh, Alice, eres un cielo, han sido unas vacaciones maravillosas. Una pura delicia. A las dos nos han encantado, ¿verdad, Virginia? Me da mucha pena que tengamos que irnos.

Pero se fueron. Alice las acompañó a la estación y esperó mientras subían a su vagón de primera clase con la ayuda de un mozo muy servicial que se encargó de acarrear el lujoso equipaje de la señora Parsons.

–Quiero que volváis muy pronto -dijo Alice cuando Virginia se asomó por la ventanilla para darle un beso.

–Sí.

–Nos ha encantado teneros en casa…

Era su última oportunidad. «Dile a Eustace que he tenido que irme. Dile adiós de mi parte.» Se oyó el silbido mientras el tren empezaba a moverse. «Llámale cuando vuelvas a casa.»

–Adiós, Virginia.

«Dale recuerdos de mi parte. Dile que le quiero.»

Al pasar por Truro, su desconsuelo era tan grande y sus lágrimas y sollozos tan evidentes que su madre ya no pudo disimular por más tiempo.

–Pero cariño ¿qué te ocurre? – preguntó ésta, dejando a un lado el periódico.

–Nada… -contestó Virginia, volviendo el hinchado rostro hacia la ventanilla sin ver siquiera el paisaje.

–Algo te pasa -dijo su madre, apoyando suavemente una mano sobre su rodilla-. ¿Es por aquel chico?

–¿Qué chico?

–El del Land-Rover, Eustace Philips. ¿Se te ha roto el corazón por él?

Virginia siguió llorando sin decir nada.

–Yo que tú, no lo lamentaría demasiado -añadió su madre en tono tranquilizador-. Probablemente es la primera vez que sufres por un hombre, pero yo te aseguro que no será la última. Son unos seres muy egoístas, ¿comprendes?

–Eustace no era así.

–Ah, ¿no?

–Era muy amable. El único hombre que realmente me ha gustado hasta ahora. – Virginia se sonó la nariz, mirando a su madre-. A ti no te gustaba, ¿verdad?

La señora Parsons se desconcertó momentáneamente ante la pregunta insólitamente directa de su hija.

–Bueno…, digamos que nunca me han gustado demasiado los de su clase.

–¿Quieres decir que no te gustaba que fuera granjero?

–Yo no he dicho eso.

–No, pero es lo que quieres decir. A ti sólo te gustan los canijos sin barbilla como el sobrino de la señora Menheniot.

–Yo jamás he visto al sobrino de la señora Menheniot.

–No, pero te hubiera gustado.

Por una vez, la señora Parsons no contestó.

–Olvídale, Virginia -dijo al cabo de un rato-. Todas las chicas sufren algún desengaño amoroso antes de conocer al hombre adecuado con el que finalmente se casan. Este verano nos lo vamos a pasar muy bien. Sería una lástima que lo estropearas, llorando por algo que probablemente jamás existió.

–Sí -dijo Virginia-, enjugándose las lágrimas de los ojos y guardándose el empapado pañuelo en el bolsillo.

–Así me gusta -aprobó su madre-. Y ahora, ya basta de lágrimas.

Convencida de haber restablecido la calma en el turbado ánimo de su hija, la señora Parsons volvió a coger el periódico. Al poco rato, preocupada e inquieta sin saber por qué, lo dejó a un lado y vio que Virginia la estaba mirando fijamente con una expresión que ella jamás había visto anteriormente.

–¿Qué te pasa?

–Dijo que me llamaría -contestó Virginia-. Prometió que me iba a llamar.

–¿Y?

–¿Llamó? Ya sé que a ti no te gustaba. ¿Llamó y no me lo dijiste?

–Pero ¡qué cosas dices, cariño! – exclamó su madre sin vacilar-. ¡Qué acusación tan grave me estás haciendo! Por supuesto que no. ¿No pensarás que…?

–No -contestó Virginia en tono apagado mientras se desvanecía su última esperanza-. No, jamás lo he pensado -añadió, volviendo el rostro hacia el empañado cristal de la ventanilla mientras la campiña, junto con todo lo que le había ocurrido, iba quedando atrás.

Eso fue en abril. En mayo, Virginia se tropezó casualmente con una compañera suya del colegio que la invitó a pasar el fin de semana en el campo.

–Es mi cumpleaños y mamá me ha dicho que puedo invitar a quien quiera. Seguramente tendrás que dormir en la buhardilla, pero no te importará, ¿verdad? Somos una familia tremendamente desorganizada.

Virginia aceptó la invitación con cierta reticencia.

–¿Y cómo me trasladaré hasta allí?

–Pues podrías coger el tren y alguien podría ir a recogerte a la estación, pero sería una lata -contestó su amiga-. Mira, seguramente mi primo irá también y, como tiene coche, es posible que me lleve. Hablaré con él y le preguntaré si tiene sitio para ti. Seguramente tendrás que apretujarte entre el equipaje o sentarte sobre la palanca de cambios, pero cualquier cosa es mejor que tener que abrirse paso entre las multitudes de la estación de Waterloo…

La amiga consiguió arreglarlo. El coche era un Mercedes cupé azul oscuro. Tras haber metido el equipaje en el portamaletas, Virginia se apretujó en el asiento delantero entre su amiga y el primo, un chico alto y con las piernas muy largas que vestía un traje gris y llevaba un sombrero de paño marrón, por debajo del cual asomaban unos rizos de cabello rubio.

Se llamaba Anthony Keile.