Eran las siete y media. Se levantó, alegrándose de que
hiciera buen tiempo y de poder disfrutar del canto de los pájaros
sobre el lejano trasfondo del rumor de los coches. Se bañó y se
vistió, recogió sus cosas, deshizo la cama y bajó.
La tata y los niños siempre desayunaban en el cuarto infantil
y lady Keile lo hacía en una bandeja que le servían en la cama,
pero en aquella casa reinaba un orden perfecto, por lo que Virginia
descubrió que en el calentador portátil del comedor había café para
ella y que le habían preparado el desayuno en la cabecera de la
reluciente mesa.
Se bebió dos tazas de humeante café y tomó una tostada con
mermelada de naranja. Después recogió la llave que había en la mesa
del vestíbulo y salió por la puerta principal a las tranquilas
calles, bajando a la pequeña tienda de comestibles de la que lady
Keile era clienta. Allí adquirió provisiones suficientes para sus
primeros días en Bosithick: pan, mantequilla, jamón ahumado,
huevos, café, cacao en polvo, cacahuetes tostados (que a Nicholas
le encantaban, pero de los que la tata no era partidaria), sopa de
tomate y galletas de chocolate. La leche y las verduras las
comprarían allí cuando llegaran y la carne y el pescado también. Lo
pagó todo, el tendero se lo colocó en una caja de cartón y,
sosteniendo la pesada carga con ambos brazos, regresó a Melton
Gardens. Los niños y lady Keile se encontraban en la planta baja,
pero a la tata no se la veía por ninguna parte. Sin embargo, las
pequeñas maletas estaban perfectamente alineadas en el vestíbulo y
Virginia depositó a su lado la caja con los
comestibles.
–¡Hola, mami!
–Hola -contestó Virginia, besándolos a los
dos.
Los niños estaban cuidadosamente vestidos y preparados para
el viaje, Cara con un modelito de algodón azul y Nicholas con
pantalón corto y una camisa a rayas y el cabello oscuro pulcramente
alisado con el peine.
–¿Dónde estabas? – le preguntó el niño.
–He ido a comprar comida. Probablemente no tendremos tiempo
de ir a comprar cuando lleguemos a Penzance; sería terrible que no
tuviéramos nada para comer.
–Yo no sabía nada hasta esta mañana cuando Cara me lo ha
dicho. No sabía hasta que me he despertado que íbamos a viajar en
tren.
–Lo siento. Es que anoche estabas durmiendo cuando entré para
decíroslo y no quise molestarte.
–Hubieras debido despertarme. No me he enterado hasta la hora
del desayuno -dijo el niño, resentido.
Virginia sonrió y miró a su suegra. Lady Keile estaba un poco
pálida, pero tan impecablemente vestida y tan dueña de la situación
como siempre. Virginia se preguntó si habría conseguido pegar ojo
durante la noche.
–Tendrías que pedir un taxi por teléfono -le aconsejó lady
Keile-. De lo contrario, podrías perder el tren. Más vale llegar
antes que después. Hay un número junto al
teléfono.
Virginia se dirigió hacia el pasillo, preguntándose cómo no
se le habría ocurrido. El reloj del vestíbulo dio las nueve y
cuarto. El taxi llegó a los diez minutos y ellos ya estaban
preparados.
–¡Pero tenemos que despedirnos de la tata! – exclamó
Cara.
–Sí, claro -dijo Virginia-. ¿Dónde está la
tata?
–En nuestro cuarto -contestó Cara haciendo ademán de
dirigirse hacia la escalera.
–No -dijo Virginia.
Cara se volvió y miró a su madre, sorprendida por su insólito
tono de voz.
–Tenemos que despedirnos.
–Por supuesto que sí. La tata bajará a despediros. Yo subiré
primero y le diré que ya nos vamos. Tú recógelo
todo.
Virginia encontró a la tata resueltamente entregada a una
tarea absolutamente innecesaria.
–Tata, ya nos vamos.
–Ah, sí.
–Los niños quieren despedirse de usted.
Silencio.
La víspera Virginia se había compadecido de ella y había
comprendido en cierto modo sus razones. Pero ahora sentía deseos de
agarrarla por los hombros y sacudirla hasta que se le cayera la
estúpida cabeza al suelo.
–Tata, esto es ridículo. No puede dejar que todo termine de
esta manera. Baje y despídase de ellos.
Era la primera orden directa que daba a la tata. La primera,
pensó, y la última. Al igual que Cara, la tata estaba visiblemente
conmovida. Por un momento se quedó donde estaba, tratando de
inventarse algún pretexto. Virginia la miró fijamente a los ojos y
ella trató de sostener su mirada, pero no pudo y tuvo que apartar
los ojos. Era el triunfo final.
–Muy bien, señora -dijo la tata, siguiendo a Virginia hasta
el vestíbulo donde los niños corrieron hacía ella y la besaron y
abrazaron como si fuera la única persona del mundo a quien
quisieran. Tras aquella efusiva demostración de afecto, bajaron
corriendo los peldaños, cruzaron la acera y subieron al
taxi.
–Adiós -le dijo Virginia a su suegra. Ya no le quedaba nada
más que decir. Ambas besaron una vez más el aire, rozándose las
mejillas-. Adiós, tata.
Pero la tata ya había dado media vuelta para regresar al
cuarto de los niños, buscando en su bolsillo un pañuelo para
sonarse la nariz. Sólo se podían ver sus piernas subiendo al piso
de arriba. Cuando llegó al rellano, desapareció por completo de la
vista.
Virginia no hubiera tenido que preocuparse por el
comportamiento de los niños en el tren. La novedad del viaje no los
excitó sino que más bien los impresionó. No habían ido muy a menudo
de vacaciones y jamás habían estado en la costa. Cuando viajaban a
Londres para ir a casa de su abuela, lo hacían en el tren nocturno
con el pijama ya puesto y se pasaban todo el viaje
durmiendo.
Ahora contemplaban la campiña a través de la ventanilla como
si jamás hubieran visto granjas, vacas y ciudades. Al cabo de un
rato, cuando pasó la emoción de los primeros momentos, Nicholas
abrió el paquete del regalo que Virginia le había comprado en
Paddington y esbozó una sonrisa de satisfacción al ver el pequeño
tractor de color rojo.
–Es como el de Kirkton. El señor McGregor tenía un Massey
Fergusson igualito que éste.
Hizo girar las ruedas y su garganta emitió ruidos de tractor,
mientras empujaba el juguete arriba y abajo sobre la áspera
tapicería de los Ferrocarriles Británicos.
En cambio, Cara ni siquiera abrió su libro de cuentos. Lo
mantuvo cerrado sobre las rodillas y se pasó el rato mirando por la
ventanilla con la combada frente pegada al cristal sin que sus ojos
se perdieran el menor detalle tras los cristales de las
gafas.
Cuando a las doce y media se fueron a almorzar, el avance por
el pasillo y el paso por el enlace articulado entre los vagones
constituyó una nueva y emocionante aventura para los niños. El
vagón-restaurante les encantó con sus mesas y lamparitas, el amable
camarero y el hecho de que éste les entregara sendos menús como si
fueran adultos.
–¿Qué tomará la señora? – preguntó el
camarero.
Cara soltó una risita y se puso colorada al ver que éste se
dirigía a ella. Tuvieron que ayudarla a pedir sopa de tomate y
pescado frito y a resolver el peliagudo dilema entre si tomar un
helado de color blanco o de color rosa.
Contemplando los rostros de sus hijos, Virginia pensó: «Lo
que es nuevo y emocionante para ellos, lo es también para mí. Los
acontecimientos más vulgares y corrientes me parecerán especiales
porque los veré a través de los ojos de Cara. Y, cuando Nicholas me
haga alguna pregunta a la que yo no sepa responder, tendré que
informarme y, de esta manera, me convertiré en una experta y
brillante conversadora.»
La idea le hizo gracia. De pronto, soltó una risita y Cara la
miró riendo a su vez sin saber de qué iba el chiste, pero
alegrándose de poderlo compartir con su madre.
–¿Cuándo fue la primera vez que tomaste este tren para ir a
Cornualles? – preguntó Cara.
–Hace diez años, cuando tenía diecisiete.
–¿Nunca estuviste allí cuando eras una niña de mi
edad?
–Pues no. Solía ir a casa de una tía mía de
Sussex.
Por la tarde se apearon los demás pasajeros del
compartimiento y se quedaron ellos tres solos. Nicholas,
entusiasmado con la aventura del pasillo, decidió quedarse fuera,
separando las piernas para adaptar el leve peso de su cuerpo al
traqueteo del tren.
–Cuéntamelo.
–¿Qué quieres que te cuente? ¿Lo de Sussex?
–No. Lo de Cornualles.
–Bueno, mi madre y yo nos fuimos allí y nos alojamos en casa
de Alice y Tom Lingard. Yo acababa de terminar mis estudios, Alice
nos invitó y mi padre pensó que podrían ser unas vacaciones muy
agradables.
–¿Fue en verano?
–No, por Pascua. Era primavera. Todo estaba lleno de narcisos
en flor y las prímulas crecían junto a los bordes de las vías del
tren.
–¿Hacía calor?
–No mucho. Aunque el tiempo era muy soleado y mucho más
templado que en Escocia. Pero es que en Escocia nunca tenemos una
auténtica primavera, ¿verdad? Un día estamos en invierno y, al
siguiente, brotan hojas en las ramas de los árboles y ya estamos en
verano. Eso es lo que a mí me parece, por lo menos. En cambio, la
primavera en Cornualles es una estación muy larga… por eso crecen
unas flores tan bonitas y las pueden enviar al Covent Garden para
que la gente las compre.
–¿Y te bañaste en el mar?
–No. El agua hubiera estado helada.
–¿Y en la piscina de tita Alice tampoco?
–Por aquel entonces tita Alice no tenía
piscina.
–¿Y nosotros podremos bañarnos en la piscina de tita
Alice?
–Pues claro.
–¿Y nos bañaremos en el mar?
–Por supuesto que sí. Nos buscaremos una playa bonita y
nadaremos allí.
–Es que yo… no sé nadar muy bien.
–Es más fácil en el mar que en una piscina porque la sal te
ayuda a flotar.
–¿Pero las olas no te salpican en la cara?
–Un poquito, sí, pero ahí está la gracia.
Cara reflexionó en silencio. No le gustaba mojarse el rostro.
Sin gafas lo veía todo borroso y no podía nadar con las gafas
puestas.
–¿Y qué más hacías?
–Pues paseábamos en coche e íbamos de compras. Cuando hacía
buen tiempo, nos sentábamos a tomar el fresco en el jardín y Alice
invitaba a sus amigos a tomar el té o a cenar. A veces yo salía a
dar largos paseos porque allí hay lugares preciosos. Subiendo por
la colina de detrás de la casa o bajando a Porthkerris. Todas las
calles son empinadas y estrechas, tan estrechas que a veces a duras
penas pasa un coche. Hay muchos gatitos callejeros y el puerto está
lleno de embarcaciones de pesca y de viejos que toman el sol.
Cuando subía la marea, las barcas quedaban varadas sobre la arena
dorada.
–¿Y no se volcaban?
–No creo.
–¿Por qué?
–No tengo ni idea -contestó Virginia.
Hubo un día muy especial en que soplaba el viento y brillaba
el sol. Aquel día había pleamar y Virginia recordaba la brisa
salada y el olor del alquitrán y de la pintura
fresca.
Dentro del refugio del puerto, el agua se agitaba suavemente
y era tan transparente como el cristal. Pero más allá, el oscuro
océano estaba encrespado y cubierto de blancas cabrillas y, al otro
lado de la bahía, las olas rompían furiosamente contra las rocas a
los pies del faro, enviando las blancas salpicaduras de espuma casi
tan alto como el propio faro.
Había transcurrido una semana desde la noche de la barbacoa
en Lanyon y, por una vez, Virginia había salido a dar una vuelta
sola. Alice se había ido en su coche a Penzance para asistir a la
reunión de un comité del que formaba parte, Tom Lingard estaba en
Plymouth, la cocinera señora Jilkes tenía la tarde libre y se había
puesto un estrafalario sombrero para ir a visitar a la mujer de su
primo y la señora Parsons había acudido a su cita semanal con el
peluquero.
–Tendrás que divertirte tú sola -le dijo ésta a Virginia a la
hora del almuerzo.
–No importa.
–¿Qué vas a hacer?
–No sé. Algo se me ocurrirá.
En la casa vacía, con toda una tarde libre por delante,
Virginia estudió una variada serie de posibilidades. Hubiera sido
una pena desperdiciar un día tan precioso. Salió, bajó por la
angosta callejuela hasta las rocas y echó a andar por el sendero
que descendía hacia la blanca playa. En verano, ésta se llenaba de
casetas de vistosos colores, tenderetes de helados y ruidosos
veraneantes con sus balones y sus sombrillas, pero en abril los
visitantes aún no habían llegado y la limpia arena sólo era barrida
por las tormentas invernales, por lo que sus pisadas dejaron unas
nítidas huellas semejantes a unas puntadas. Al fondo, una
callejuela subía hacia la colina y Virginia no tardó en perderse en
un laberinto de angostas calles que serpenteaban entre viejas casas
encaladas. Finalmente llegó a unos peldaños de piedra y a unas
insospechadas callejuelas. Las siguió y, de pronto, dobló una
esquina y descubrió que había llegado al puerto. Bajo los
deslumbrantes rayos del sol, vio las barcas pintadas de vivos
colores y el verde pavo real de las aguas del mar. Las gaviotas
emitían estridentes gritos y sobrevolaban la playa desplegando sus
grandes alas como blancas velas recortándose contra el azul del
cielo y por todas partes reinaba el ajetreo propio de las
habituales tareas de limpieza que se solían llevar a cabo en
primavera. La gente encalaba las fachadas de las tiendas, limpiaba
las ventanas, enrollaba cabos, fregaba cubiertas y remendaba
redes.
En el muelle, un optimista vendedor de helados había montado
su blanco tenderete en el que, con letras primorosamente escritas,
anunciaba: «Fred Hoskings, Helados de Cornualles de Elaboración
Artesana.» Virginia experimentó un súbito deseo de tomarse uno y
lamentó no llevar dinero encima. Sentarse al sol saboreando un
helado en un día tan bonito como aquél se le antojó de repente el
colmo del lujo. Cuanto más pensaba en ello, más le apetecía.
Rebuscó en todos los bolsillos con la esperanza de encontrar alguna
moneda, pero no encontró nada. Ni siquiera un miserable medio
penique.
Se sentó en un noray y contempló con desconsuelo la cubierta
de una embarcación de pesca en la que un joven vestido con un
delantal manchado de sal marina preparaba té en un infiernillo.
Mientras trataba de no pensar en el helado, oyó una voz a su
espalda.
–Hola.
Apartándose el largo cabello del rostro, Virginia volvió la
cabeza y lo vio de pie con un paquete bajo el brazo, luciendo un
polo azul que le confería todo el aspecto de un
marinero.
–Hola -contestó, levantándose.
–Me ha parecido que eras tú -dijo Eustace Philips-, pero no
estaba seguro. ¿Qué estás haciendo aquí?
–Nada. He salido a dar un paseo y estoy mirando las
barcas.
–Hace un día precioso.
–Sí.
Los ojos azules de Eustace la miraron con expresión
divertida.
–¿Dónde está Alice Lingard?
–Se ha ido a Penzance… Forma parte de un comité
y…
–¿Y tú te has quedado sola?
–Sí.
Con sus gastadas zapatillas deportivas de color azul, sus
viejos pantalones vaqueros y su jersey de punto, Virginia estaba
dolorosamente convencida de que su ingenuidad se ponía de
manifiesto no sólo a través de su atuendo sino también de su
incapacidad de mantener una conversación intrascendente con otra
persona.
–¿Y tú qué haces aquí? – le preguntó a Eustace, clavando los
ojos en el paquete que éste llevaba bajo el brazo.
–He venido a recoger una nueva cubierta para el almiar. El
viento de anoche hizo trizas la antigua.
–Supongo que ya te vas.
–Todavía no. Y tú, ¿qué?
–No tengo nada que hacer. Estaba simplemente explorando el
lugar.
–¿No conoces la ciudad?
–Hasta ahora nunca había llegado tan lejos.
–Pues entonces, ven conmigo y yo te enseñaré el
resto.
Echaron a andar sin ninguna prisa por el muelle, procurando
acompasar el ritmo de sus pasos. Eustace vio el tenderete de los
helados e interrumpió su conversación.
–Hola, Fred.
El heladero, impecablemente vestido con una blanca chaqueta
almidonada como la de un árbitro de cricket, se volvió al oír su
voz.
–Hola, Eustace. ¿Cómo estás?
–Muy bien, ¿y tú?
–Pues voy tirando. No te veo muy a menudo por aquí. ¿Qué tal
va todo en Lanyon?
–Bien, pero tenemos un montón de trabajo. – Eustace señaló el
tenderete con un movimiento de la cabeza-. Has venido muy temprano.
Aún no tienes clientes para los helados.
–Mira, yo siempre digo que a quien madruga, Dios le
ayuda.
Eustace miró a Virginia.
–¿Te apetece un helado?
Virginia no creía que nadie le hubiera ofrecido jamás de
forma tan instantánea lo que ella más deseaba.
–Me encantaría, pero no llevo dinero.
–El más grande que tengas -le dijo Eustace a Fred,
introduciéndose la mano en el bolsillo posterior de los
pantalones.
La acompañó hasta el final del muelle y subió con ella por
unas empinadas callejuelas adoquinadas cuya existencia ella jamás
había sospechado, atravesando unas pequeñas y curiosas plazas con
casas de puertas pintadas de color amarillo y macetas en las
ventanas y pasando por delante de encantadores patios con cuerdas
para tender la colada y de peldaños de piedra donde los gatos
tomaban el sol y se dedicaban a sus habituales labores de
acicalamiento. Finalmente, salieron a la playa norte donde el
viento encrespaba las olas verde jade que rompían sobre la arena,
arrojando al aire minúsculas salpicaduras de
espuma.
–Cuando era pequeño -dijo Eustace, levantando la voz sobre el
silbido del viento-, solía venir aquí con una tabla de surf. Una
tabla muy pequeña de madera que me había hecho mi tío, con una cara
pintada en la curva. Ahora hay esas de fibra de vidrio de Malibú y
la gente practica el surf todo el año, tanto en invierno como en
verano.
–¿Y no tienen frío?
–Se ponen trajes impermeables.
Habían llegado a un curvado muro de protección contra el
viento en cuyo ángulo había un banco de madera empotrado. Eustace
llegó a la conclusión de que ya habían caminado demasiado y se
sentó, apoyando la espalda contra el muro y extendiendo las largas
piernas hacia adelante mientras el sol le daba de lleno en el
rostro.
Virginia, a punto de terminarse el gigantesco helado, se
sentó a su lado y vio que él la estudiaba en silencio. Cuando se
hubo terminado los últimos restos y se estaba limpiando los dedos
en las rodillas de los vaqueros, Eustace le preguntó con expresión
burlona:
–¿Te ha gustado?
–Estaba exquisito -contestó ella sin importarle demasiado que
le tomara el pelo-. El mejor que he comido en toda mi vida.
Hubieras tenido que tomarte uno tú también.
–Soy demasiado grandullón para andar por las calles lamiendo
un helado.
–Pues yo nunca será demasiado grandullona.
–¿Cuántos años tienes?
–Diecisiete, casi dieciocho.
–¿Has terminado el bachillerato?
–Sí, el verano pasado.
–¿Y qué estás haciendo ahora?
–Nada.
–¿Piensas ir a la universidad?
Virginia se alegró de que él la considerara lo bastante
inteligente como para eso.
–No, por Dios.
–Pues entonces, ¿qué vas a hacer?
Virginia pensó que ojalá no se lo hubiera
preguntado.
–Bueno, supongo que el invierno que viene aprenderé cocina o
mecanografía o taquigrafía o algo por el estilo. Lo que ocurre es
que mi madre tiene el capricho de que nos quedemos a pasar el
verano en Londres y vayamos a todas las fiestas y conozcamos a
personas importantes y entremos en eso que se llama el mundillo
social.
–Quiere «hacer la temporada», vamos.
Con su tono de voz, Eustace dio a entender con toda claridad
que la idea lo atraía tan poco como a Virginia.
–Me dan escalofríos de sólo pensarlo.
–Cuesta creer que en los tiempos que corremos haya alguien
que todavía se preocupe por esas cosas.
–Por supuesto, pero hay cantidad de personas así y mi madre
es una de ellas. Ya ha conocido a otras madres y ha tomado incluso
el té con ellas y tiene apalabrada la fecha del baile, pero yo
trataré por todos los medios de quitárselo de la cabeza. ¿Te
imaginas algo peor que un baile de presentación en
sociedad?
–No, desde luego, pero es que yo tampoco soy una dulce
muchachita de diecisiete años. – Virginia lo miró, haciendo una
mueca de desagrado-. Si tan poco te gusta, ¿por qué no te plantas
en seco y le dices a tu madre que prefieres un viaje de ida y
vuelta a Australia o algo parecido?
–Ya lo he hecho. Por lo menos, lo he intentado. Pero es que
tú no conoces a mi madre. Ella nunca me hace el menor caso y dice
que es muy importante conocer a las personas adecuadas, ir a las
fiestas adecuadas y dejarte ver en los lugares
adecuados.
–Podrías pedir ayuda a tu padre.
–No tengo padre. Por lo menos, no lo veo jamás. Se
divorciaron cuando yo era pequeña.
–Comprendo -dijo Eustace sin demasiado entusiasmo-. Bueno,
anímate. Quién sabe, a lo mejor hasta lo pasas
bien.
–Es algo que aborrezco.
–¿Cómo lo sabes?
–Porque no sé qué hacer en las fiestas, no me salen las
palabras con los desconocidos y nunca sé qué decir a los
chicos.
–Pues a mí me estás diciendo muchas cosas -dijo
Eustace.
–Porque tú eres distinto.
–Distinto, ¿en qué sentido?
–Bueno, eres mayor. Quiero decir que no eres tan joven. –
Eustace se echó a reír y la muchacha se azoró-. Quiero decir que no
tienes veintiún años o veintidós. – Virginia lo miró, frunciendo el
ceño-. ¿Cuántos años tienes?
–Veintiocho -contestó él-. Voy a cumplir
veintinueve.
–Tienes suerte. Ojalá yo tuviera veintiocho.
–Si los tuvieras -dijo Eustace-, probablemente ahora no
estarías aquí.
De repente oscureció y empezó a refrescar. Virginia se
estremeció y vio que el sol se había ocultado detrás de una espesa
nube gris, anticipo del mal tiempo que se avecinaba por el
oeste.
–Bueno, me parece que ya hemos disfrutado de lo mejor del día
-dijo Eustace-. Esta noche lloverá. – Consultó su reloj-. Son casi
las cuatro, ya es hora de que vuelva a casa. ¿Tú cómo vas a
volver?
–A pie, supongo.
–¿Quieres que te lleve en mi coche?
–¿Tienes coche?
–Un Land-Rover que he dejado aparcado detrás de la
iglesia.
–¿Y no te desviarás mucho del camino?
–No. Puedo volver a Lanyon cruzando el
páramo.
–Bueno, si no te es mucha molestia…
Virginia permaneció en silencio durante el trayecto de vuelta
a Wheal House. Pero fue un silencio agradable y cómodo, un silencio
que no tenía nada que ver con el hecho de que ella fuera tímida o
nunca se le ocurriera nada que decir. No recordaba haberse sentido
jamás tan a gusto con una persona… y ciertamente jamás con un
hombre al que apenas conocía. El Land-Rover era muy viejo, tenía
los asientos raídos y polvorientos, había restos de paja por el
suelo y en su interior se percibía un leve olor a estiércol que lo
impregnaba todo, pero a Virginia no le importaba en absoluto sino
que más bien le gustaba porque formaba parte de
Penfolda.
De pronto se dio cuenta de que lo que más deseaba por encima
de todo era regresar a aquel lugar y ver la granja y los campos de
día, echar un vistazo al ganado, recorrer la finca y ser invitada a
tomar el té en la envidiable cocina de la casa. Ser aceptada, en
suma.
Llegaron a la cima de la colina donde todas las casas de la
antigua zona residencial se habían convertido en hoteles con
porches acristalados y aparcamientos construidos en el lugar
previamente ocupado por los jardines. Los hoteles tenían grandes
ventanales, palmeras que se recortaban tristemente contra el cielo
plomizo y parterres de enhiestos narcisos.
Al llegar arriba, la carretera se nivelaba. Eustace preguntó
mientras cambiaba de marcha:
–¿Cuándo regresas a Londres?
–No lo sé. Dentro de una semana
aproximadamente.
–¿Te gustaría volver a Penfolda?
Era la segunda vez en un día que Eustace le ofrecía lo que
ella más deseaba. Virginia se preguntó si sería un
adivino.
–Sí, me encantaría.
–A mi madre le causaste muy buena impresión. No suele ver
caras nuevas muy a menudo. Sería agradable que fueras a tomar el té
con ella alguna vez.
–Lo haría con mucho gusto.
–¿Y cómo te desplazarías hasta Lanyon? – preguntó Eustace sin
apartar los ojos de la carretera.
–Podría pedirle prestado el coche a Alice. Estoy segura de
que, si se lo pidiera, me lo prestaría. Lo conduciría con mucho
cuidado.
–¿Sabes conducir?
–Por supuesto que sí. De lo contrario, no pediría prestado un
coche -contestó Virginia sonriendo, aunque no con intención de
hacerse la graciosa sino porque, de repente, se sentía muy a gusto
donde estaba.
–Pues mira -dijo Eustace muy despacio-, hablaré con mi madre,
le preguntaré qué día le va bien y te llamaré por teléfono. ¿Qué te
parece?
Virginia se emocionó de sólo imaginarse a sí misma esperando
la llamada y oyendo su voz por teléfono.
–De acuerdo.
–¿Cuál es el número?
–Porthkerris tres dos cinco.
–Ya me acordaré.
Al llegar a la casa, el vehículo cruzó la blanca verja y
avanzó rugiendo entre los floridos setos del camino
particular.
–¡Ya hemos llegado! – exclamó Eustace, frenando bruscamente
con un fuerte chirrido sobre la grava-. Justo a tiempo para tomar
el té.
–Gracias, has sido muy amable.
–De nada -dijo Eustace, inclinándose sobre el volante con una
sonrisa en los labios.
–Me refiero a todo. Al helado y a lo demás.
–Ha sido un placer.
Eustace alargó el brazo para abrirle la portezuela. Virginia
saltó a la grava y, en el momento de hacerlo, se abrió la puerta y
apareció la señora Parsons vestida con un traje de lana de color
frambuesa y una blusa de seda blanca con un lazo en el
cuello.
–¡Virginia!
La joven se volvió. Su madre se acercó a ellos, tan pulcra e
inmaculada como siempre, pese a que, a juzgar por el aspecto de su
corto cabello oscuro ahora despeinado suavemente por el viento, no
había ido a la peluquería.
–¡Mamá!
–¿De dónde vienes? – preguntó la señora Parsons, esbozando
una amistosa sonrisa.
–Pensaba que habías ido a la peluquería.
–La chica que me suele atender está en cama con resfriado. Me
ofrecieron otra chica, por supuesto, pero, como es la que se pasa
todo el día barriendo el pelo del suelo, he declinado amablemente
el ofrecimiento. – Sin dejar de sonreír, la señora Parsons miró a
Eustace, sentado en el interior del vehículo-. ¿Quién es tu
amigo?
–Ah, es Eustace Philips…
Eustace decidió bajar del Land-Rover. Saltó a la grava y se
acercó para ser presentado. Sin poderlo remediar, Virginia lo vio
con los ojos de su madre: los anchos y poderosos hombros bajo el
jersey de marinero, el rostro bronceado por el sol y las fuertes y
callosas manos.
–Encantada de conocerle -dijo la señora Parsons adelantándose
gentilmente para saludarlo.
–Hola -contestó Eustace, mirándola a los ojos con los suyos
intensamente azules.
La señora Parsons le tendió la mano, pero o bien él no la vio
o fingió no verla. La señora Parsons volvió a retirarla y su tono
de voz se enfrió imperceptiblemente.
–¿Dónde le ha conocido Virginia?
La pregunta parecía ingenuamente inofensiva.
Eustace se apoyó contra el Land-Rover y cruzó los
brazos.
–Vivo en Lanyon, en la granja de Penfolda…
–Ah, claro, el lugar de la barbacoa. Sí, me han hablado de
él. Es bonito que hoy se hayan vuelto a encontrar.
–Por pura casualidad -dijo Eustace.
–¡Eso es todavía más bonito! – exclamó la señora Parsons
sonriendo-. Íbamos a tomar el té, señor Philips. ¿No quiere usted
acompañarnos?
Eustace meneó la cabeza.
–Me esperan setenta vacas a las que tengo que ordeñar. Será
mejor que regrese…
–Claro. No quisiera entretenerle -dijo la señora Parsons,
utilizando el tono de voz que hubiera podido emplear una señora al
despedir al jardinero.
–Ni yo se lo permitiría -contestó Eustace, subiendo de nuevo
al vehículo-. Adiós, Virginia.
–Adiós -contestó Virginia con un hilo de voz-. Gracias por
acompañarme a casa.
–Ya te llamaré.
–Muy bien, me encantará.
Eustace saludó a Virginia con una última inclinación de
cabeza, puso en marcha el motor y, sin mirar hacia atrás, se alejó
velozmente por el camino y se perdió de vista, dejando a Virginia y
a su madre envueltas en una nube de polvo.
–¡En fin! – exclamó la señora Parsons, riéndose a pesar de su
visible irritación.
Virginia no dijo nada, pues le pareció que no había nada que
decir.
–¡Qué joven tan raro, desde luego! Aquí abajo se tropieza una
con toda clase de gente. ¿Y por qué quiere llamarte? – preguntó su
madre como si Eustace Philips fuera una especie de chiste muy
gracioso.
–Dice que yo podría ir algún día a tomar el té con su madre
en Lanyon.
–Ah, pues qué bien. Los placeres del campo. – De pronto,
empezó a caer una fina lluvia. La señora Parsons contempló el
encapotado cielo y se estremeció-. Pero ¿qué haces ahí con este
viento? Entra, que el té está esperando…
Virginia no dio importancia a los temblores de su madre,
pero, a la mañana siguiente, ésta dijo que se había resfriado y
tenía el estómago revuelto, por lo que se quedaría en casa. Como
hacía un tiempo horrible, nadie puso el menor reparo y Virginia
encendió la chimenea del salón, tras lo cual la señora Parsons se
echó en el sofá con una ligera manta de mohair sobre las
rodillas.
–Aquí estaré muy bien -le dijo a Virginia-. Tú y Alice podéis
salir tranquilamente, no es necesario que os preocupéis por
mí.
–Pero ¿adónde quieres que vayamos con el tiempo que
hace?
–A Falmouth. A almorzar en Pendrane.
Virginia miró a su madre sin comprenderla.
–Vamos, cariño, no pongas esa cara de boba, la señora
Menheniot nos invitó hace siglos. Nos quería enseñar el
jardín.
–A mí nadie me dijo nada.
A Virginia no le apetecía salir. Tardarían todo el día en ir
y volver de Falmouth, almorzar y ver el aburrido jardín. Ella
quería quedarse en casa por si Eustace la llamaba.
–Pues te lo digo ahora. Tendrás que cambiarte. No puedes ir a
almorzar con pantalones vaqueros. ¿Por qué no te pones aquella
blusita azul que te compré? ¿O la falda escocesa? Estoy segura de
que a la señora Menheniot le haría gracia la falda
escocesa.
Si su madre hubiera sido distinta, Virginia le habría pedido
que estuviera atenta al teléfono y tomara el recado. Pero a su
madre no le gustaba Eustace. Le parecía un joven inculto y mal
educado y su sonriente comentario sobre «los placeres del campo»
había puesto punto final a la cuestión. El nombre de Eustace no se
había vuelto a mencionar y, aunque durante la cena de la víspera
Virginia había tratado más de una vez de comentarles a Alice y Tom
su casual encuentro con él, su madre había dirigido con mano de
hierro la conversación, interrumpiéndola en caso necesario para
encauzarla hacia canales más apropiados. Mientras se cambiaba de
ropa, Virginia trató de hallar alguna solución.
Se puso la falda escocesa y un jersey amarillo canario, se
peinó el sedoso cabello oscuro y bajó a la cocina para hablar con
la señora Jilkes, quien se había convertido en su nueva amiga.
Aprovechando una tarde de lluvia, le había enseñado a hacer bollos
de mantequilla mientras le facilitaba información gratuita sobre la
salud y la longevidad de sus numerosos parientes.
–Hola, Virginia -le dijo la cocinera, ocupada en la tarea de
amasar harina.
Virginia cogió un trozo de masa y se lo
comió.
–¡No hagas eso, por el amor de Dios! Se te va a llenar la
tripa y no te quedará sitio para el almuerzo.
–Ojalá no tuviera que ir. Señora Jilkes, si hay alguna
llamada telefónica para mí, ¿querrá tomar el
recado?
La señora Jilkes puso los ojos en blanco y la miró con
picardía.
–Conque esperas una llamada, ¿eh? Será algún chico, como si
lo viera.
Virginia se ruborizó.
–Bueno, sí. Pero usted tomará el recado,
¿verdad?
–No te preocupes, cariño. La señora Lingard te está
llamando…, ya tendrías que haberte ido. Cuidaré de tu madre y le
serviré el almuerzo en una bandeja.
No regresaron a casa hasta las cinco y media de la tarde.
Alice se dirigió inmediatamente al salón para interesarse por la
salud de Rowena Parsons y para contarle todo lo que había visto y
hecho. Virginia fingió encaminarse hacia la escalera pero, en
cuanto se cerró la puerta del salón, dio media vuelta y echó a
correr por el pasillo de la cocina.
–¡Señora Jilkes!
–¿Ya está de vuelta?
–¿Ha habido alguna llamada?
–Sí, dos o tres, pero las ha atendido tu
madre.
–¿Mi madre?
–Sí, se ha hecho instalar el teléfono en el
salón.
Virginia salió de la cocina, avanzó por el pasillo, cruzó el
vestíbulo y entró en el salón. Por encima de la cabeza de Alice
Lingard, Virginia clavó los ojos en la fría mirada de su
madre.
–¡Cariño! – exclamó la señora Parsons, sonriendo-. Alice me
lo ha contado todo. ¿Te lo has pasado bien?
–Pues sí -contestó Virginia, haciendo una pausa para que su
madre tuviera ocasión de mencionarle la llamada.
–¿No sabes decirme nada más? Tengo entendido que te han
presentado al sobrino de la señora Menheniot.
–… Sí.
La imagen del joven de barbilla huidiza se estaba borrando
con tanta rapidez de la mente de Virginia que ésta apenas podía
recordar su rostro. Quizá Eustace la llamaría al día siguiente. No
debía de haber llamado aquel día. Virginia conocía muy bien a su
madre y sabía que, aunque no aprobara a alguien, la señora Parsons
era muy meticulosa en el cumplimiento de las obligaciones sociales
y jamás en su vida se le hubiera pasado por la cabeza no comunicar
un recado telefónico. Las madres eran así. Tenían que ser así
porque, si no hubieran respetado el código de conducta que ellas
mismas predicaban, habrían perdido cualquier derecho a la confianza
de sus hijos. Y, sin confianza, no podía haber afecto. Y, si no
había afecto, no quedaba nada.
El día siguiente amaneció lluvioso. Virginia se pasó toda la
mañana sentada junto a la chimenea, fingiendo leer un libro y
corriendo a ponerse al teléfono cada vez que éste sonaba. Pero
ninguna llamada fue para ella. Eustace no la
llamó.
Después del almuerzo, su madre le pidió que fuera a la
farmacia de Porthkerris a recoger una medicina. Virginia dijo que
no quería ir.
–Está lloviendo a cántaros.
–Un poco de lluvia no te va a hacer daño. Además, el
ejercicio te sentará bien. Te pasas todo el día sentada en casa,
leyendo este libro tan tonto.
–No es un libro tonto…
–Bueno, pero te pasas el rato leyendo. Ponte unas botas de
agua y un impermeable y ni siquiera notarás la
lluvia…
Con su madre no se podía discutir. Virginia puso cara de
resignación y fue en busca de su impermeable. Mientras bajaba a la
ciudad, caminando por las mojadas aceras bajo las empapadas ramas
de los árboles, la joven trató de enfrentarse a la inconcebible
posibilidad de que Eustace no la llamara jamás.
Él había dicho que llamaría, por supuesto, pero, por lo
visto, todo dependía de lo que dijera su madre, del día que ésta
tuviera libre y del día en que ella le pudiera pedir prestado el
coche a Alice para desplazarse hasta Lanyon.
Tal vez la señora Philips había cambiado de idea. Tal vez le
había dicho a su hijo: «Ay, Eustace, no tengo tiempo para tomar el
té con la gente… ¿Cómo se te ha ocurrido decirle que
venga?»
Quizá, tras haber conocido a su madre, Eustace había cambiado
de idea con respecto a ella. A menudo se decía que, si uno quería
saber qué clase de esposa iba a ser una chica, le bastaba con mirar
a la madre. A lo mejor Eustace había visto cómo era la señora
Parsons y ésta no le había gustado. Virginia recordaba la
desafiante mirada de sus ojos azules y las amargas frases
finales:
«-No quisiera entretenerle.
»-Ni yo se lo permitiría.»
Tal vez se había olvidado de llamarla. Quizá había decidido
no hacerlo o, quizá (y eso era lo más preocupante), ella había
interpretado erróneamente su amabilidad y, al exponerle sus
problemas, había despertado simplemente su compasión. Puede que
fuera eso. Puede que Eustace le tuviera lástima.
«Pero él dijo que llamaría. Lo dijo.»
Recogió la medicina en la farmacia y se dispuso a regresar a
casa. Aún no había cesado de llover. En la acera de enfrente había
una cabina telefónica vacía. Todo sería muy sencillo. No le
costaría nada buscar su teléfono en la guía y marcar. Tenía unas
cuantas monedas en el bolso. «Soy Virginia -le diría, hablándole en
tono de broma-, ¡pensaba que me ibas a llamar!»
Estuvo a punto de cruzar la calle. Se detuvo en el borde de
la acera, tratando de armarse de valor para afrontar una empresa
superior a sus fuerzas.
Ya se imaginaba la conversación.
«-¿Eustace?
»-Soy Virginia.
»-¿Virginia?
»-Virginia Parsons.
»-Ah, sí, Virginia Parsons. ¿Qué se te
ofrece?»
Llegado a este punto le faltó el valor y no se atrevió a
cruzar la calle para llamar desde la cabina, sino que empezó a
subir por la empinada callejuela con las pastillas de su madre en
el bolsillo del impermeable.
Al abrir la puerta de Wheal House, oyó el timbre del
teléfono. Mientras corría a quitarse las botas de agua, el teléfono
dejó de sonar y, cuando entró en el salón, vio que su madre estaba
colgando el aparato.
La señora Parsons arqueó las cejas al ver la alterada
expresión del rostro de su hija.
–¿Qué ocurre?
–Pensé que… a lo mejor era para mí.
–No, se habían equivocado de número. ¿Me traes las pastillas,
querida?
–Sí -contestó Virginia en tono abatido.
–Eres un encanto. El paseo te ha sentado muy bien, estoy
segura. Vuelves a tener las mejillas sonrosadas.
Al día siguiente, la señora Parsons anunció inesperadamente
su intención de regresar a Londres. Alice se quedó de una
pieza.
–Pero, Rowena, yo pensé que os ibais a quedar por lo menos
otra semana.
–Nos encantaría, cariño, pero tenemos por delante un verano
muy ajetreado y hay que preparar y organizar muchas cosas. No creo
que podamos quedarnos otra semana aquí sin hacer nada, a pesar de
lo que me gusta.
–Bueno, pues quedaos por lo menos el fin de semana. «Sí,
quedémonos el fin de semana -pensó Virginia-. Por favor, por favor,
por favor, quedémonos el fin de semana.» Pero todo fue
inútil.
–Me encantaría, pero tenemos que irnos… el viernes a lo más
tardar. Tengo que reservar los billetes del tren.
–Es una pena pero, si no hay más remedio…
–No, cariño, no lo hay.
«Que Eustace se acuerde. Que me llame. No tendré tiempo para
ir a Penfolda pero, por lo menos, me podría despedir y darles las
gracias por su amabilidad… y, a lo mejor, le podría decir que le
escribiré y le podría dar mi dirección.»
–Cariño, me gustaría que empezaras a hacer el equipaje. No
olvides nada, de lo contrario la pobre Alice se tendría que
molestar en mandarnos un paquete. ¿Ya has guardado el
impermeable?
«Esta noche. Llamará esta noche. Dirá, lo siento, pero es que
me tuve que ir; he estado tan ocupado que no encontraba el momento;
he estado enfermo.»
–¡Virginia! ¡Ven a escribir tu nombre en el libro de visitas!
Aquí, debajo del mío. Oh, Alice, eres un cielo, han sido unas
vacaciones maravillosas. Una pura delicia. A las dos nos han
encantado, ¿verdad, Virginia? Me da mucha pena que tengamos que
irnos.
Pero se fueron. Alice las acompañó a la estación y esperó
mientras subían a su vagón de primera clase con la ayuda de un mozo
muy servicial que se encargó de acarrear el lujoso equipaje de la
señora Parsons.
–Quiero que volváis muy pronto -dijo Alice cuando Virginia se
asomó por la ventanilla para darle un beso.
–Sí.
–Nos ha encantado teneros en casa…
Era su última oportunidad. «Dile a Eustace que he tenido que
irme. Dile adiós de mi parte.» Se oyó el silbido mientras el tren
empezaba a moverse. «Llámale cuando vuelvas a
casa.»
–Adiós, Virginia.
«Dale recuerdos de mi parte. Dile que le
quiero.»
Al pasar por Truro, su desconsuelo era tan grande y sus
lágrimas y sollozos tan evidentes que su madre ya no pudo disimular
por más tiempo.
–Pero cariño ¿qué te ocurre? – preguntó ésta, dejando a un
lado el periódico.
–Nada… -contestó Virginia, volviendo el hinchado rostro hacia
la ventanilla sin ver siquiera el paisaje.
–Algo te pasa -dijo su madre, apoyando suavemente una mano
sobre su rodilla-. ¿Es por aquel chico?
–¿Qué chico?
–El del Land-Rover, Eustace Philips. ¿Se te ha roto el
corazón por él?
Virginia siguió llorando sin decir nada.
–Yo que tú, no lo lamentaría demasiado -añadió su madre en
tono tranquilizador-. Probablemente es la primera vez que sufres
por un hombre, pero yo te aseguro que no será la última. Son unos
seres muy egoístas, ¿comprendes?
–Eustace no era así.
–Ah, ¿no?
–Era muy amable. El único hombre que realmente me ha gustado
hasta ahora. – Virginia se sonó la nariz, mirando a su madre-. A ti
no te gustaba, ¿verdad?
La señora Parsons se desconcertó momentáneamente ante la
pregunta insólitamente directa de su hija.
–Bueno…, digamos que nunca me han gustado demasiado los de su
clase.
–¿Quieres decir que no te gustaba que fuera
granjero?
–Yo no he dicho eso.
–No, pero es lo que quieres decir. A ti sólo te gustan los
canijos sin barbilla como el sobrino de la señora
Menheniot.
–Yo jamás he visto al sobrino de la señora
Menheniot.
–No, pero te hubiera gustado.
Por una vez, la señora Parsons no contestó.
–Olvídale, Virginia -dijo al cabo de un rato-. Todas las
chicas sufren algún desengaño amoroso antes de conocer al hombre
adecuado con el que finalmente se casan. Este verano nos lo vamos a
pasar muy bien. Sería una lástima que lo estropearas, llorando por
algo que probablemente jamás existió.
–Sí -dijo Virginia-, enjugándose las lágrimas de los ojos y
guardándose el empapado pañuelo en el bolsillo.
–Así me gusta -aprobó su madre-. Y ahora, ya basta de
lágrimas.
Convencida de haber restablecido la calma en el turbado ánimo
de su hija, la señora Parsons volvió a coger el periódico. Al poco
rato, preocupada e inquieta sin saber por qué, lo dejó a un lado y
vio que Virginia la estaba mirando fijamente con una expresión que
ella jamás había visto anteriormente.
–¿Qué te pasa?
–Dijo que me llamaría -contestó Virginia-. Prometió que me
iba a llamar.
–¿Y?
–¿Llamó? Ya sé que a ti no te gustaba. ¿Llamó y no me lo
dijiste?
–Pero ¡qué cosas dices, cariño! – exclamó su madre sin
vacilar-. ¡Qué acusación tan grave me estás haciendo! Por supuesto
que no. ¿No pensarás que…?
–No -contestó Virginia en tono apagado mientras se desvanecía
su última esperanza-. No, jamás lo he pensado -añadió, volviendo el
rostro hacia el empañado cristal de la ventanilla mientras la
campiña, junto con todo lo que le había ocurrido, iba quedando
atrás.
Eso fue en abril. En mayo, Virginia se tropezó casualmente
con una compañera suya del colegio que la invitó a pasar el fin de
semana en el campo.
–Es mi cumpleaños y mamá me ha dicho que puedo invitar a
quien quiera. Seguramente tendrás que dormir en la buhardilla, pero
no te importará, ¿verdad? Somos una familia tremendamente
desorganizada.
Virginia aceptó la invitación con cierta
reticencia.
–¿Y cómo me trasladaré hasta allí?
–Pues podrías coger el tren y alguien podría ir a recogerte a
la estación, pero sería una lata -contestó su amiga-. Mira,
seguramente mi primo irá también y, como tiene coche, es posible
que me lleve. Hablaré con él y le preguntaré si tiene sitio para
ti. Seguramente tendrás que apretujarte entre el equipaje o
sentarte sobre la palanca de cambios, pero cualquier cosa es mejor
que tener que abrirse paso entre las multitudes de la estación de
Waterloo…
La amiga consiguió arreglarlo. El coche era un Mercedes cupé
azul oscuro. Tras haber metido el equipaje en el portamaletas,
Virginia se apretujó en el asiento delantero entre su amiga y el
primo, un chico alto y con las piernas muy largas que vestía un
traje gris y llevaba un sombrero de paño marrón, por debajo del
cual asomaban unos rizos de cabello rubio.
Se llamaba Anthony Keile.
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