Capítulo 3


Virginia sólo había estado una vez en Penfolda y únicamente en la penumbra de un anochecer primaveral de diez años atrás.


–Nos han invitado a una fiesta -había anunciado Alice aquel día a la hora del almuerzo.

La madre de Virginia se mostró inmediatamente intrigada. Era una persona muy sociable y, teniendo una hija casadera de diecisiete años, bastaba con que alguien mencionara una fiesta para que inmediatamente se pusiera en estado de alerta.

–¡Oh, qué estupendo! ¿Dónde? ¿Y con quién?

Alice se rió. Era una de las pocas personas que podían sonreír impunemente ante un comentario de Rowena Parsons a quien conocía desde hacía mucho tiempo.

–No te entusiasmes demasiado. No es de las que a ti te gustan.

–Mi querida Alice, no sé qué quieres decir. ¡Explícate!

–Bueno, se trata de un matrimonio apellidado Barnet. Amos y Fenella Barnet. A lo mejor has oído hablar de él. Es un escultor muy moderno, de esos que llaman de vanguardia. Ocupan un pequeño estudio en Porthkerris y tienen un montón de hijos muy poco convencionales.

Sin necesidad de oír hada más, Virginia preguntó:

–¿Por qué no vamos?

Eran exactamente el tipo de personas que siempre había ansiado conocer.

La señora Parsons frunció levemente sus bien perfiladas cejas.

–¿La fiesta se celebrará en el estudio? – preguntó, temiendo que corrieran en ella el alcohol y los porros.

–No, en una granja de Lanyon que se llama Penfolda. Será una especie de barbacoa en las rocas. Con una hoguera de campamento para asar las salchichas… Creo que va a ser muy divertido -contestó Alice, sabiendo que Virginia estaba deseando ir.

–Será espantoso -dijo la señora Parsons.

–Ya me parecía a mí que eso no te iba a gustar demasiado. Pero Tom y yo puede que vayamos y nos llevemos a Virginia.

La señora Parsons clavó una fría mirada en su hija.

–¿Tú quieres ir a una barbacoa? – Virginia se encogió de hombros.

–Podría ser divertido.

Tiempo atrás había aprendido que nunca resultaba rentable mostrar un excesivo entusiasmo por las cosas.

–Muy bien -dijo su madre, sirviéndose otra ración de tarta de limón-. Si ésa es la idea que tú tienes de una velada divertida y a Alice y Tom no les importa llevarte… pero, por el amor de Dios, ponte ropa de abrigo. Allí tiene que hacer mucho frío. Demasiado para una cena al aire libre diría yo.

Tuvo razón. Hacía un frío tremendo. En el claro anochecer turquesa, la oscura mole del Carn Edvor se recortaba contra el cielo occidental mientras un gélido viento soplaba desde el interior, refrescando la atmósfera. Cuando salieron de Porthkerris y empezaron a ascender por la coima, Virginia volvió la vista hacia atrás y vio el parpadeo de las luces de la ciudad y las negras aguas del puerto iluminadas por los reflejos. Al otro lado de la bahía, desde el lejano promontorio, el faro enviaba sus señales de advertencia. Un destello. Una pausa. Otro destello. Una pausa más larga. Cuidado. Peligro.

La velada prometía ser extremadamente interesante. Súbitamente emocionada, Virginia se inclinó hacia adelante y apoyó la barbilla en sus brazos cruzados sobre el respaldo del asiento de Alice. Aquel torpe y espontáneo gesto imprevisto fue la manifestación de un natural entusiasmo normalmente reprimido bajo la influencia de una madre dominante.

–Alice, ¿dónde está ese sitio adonde vamos?

–En Penfolda. Es una granja, justo al lado de Lanyon.

–¿Y quién vive allí?

–La señora Philips, que es viuda, y su hijo Eustace.

–¿Y a qué se dedica el hijo?

–A las tareas del campo, tonta. Ya te he dicho que es una granja.

–¿Y son amigos de los Barnet?

–Deben de serlo. En esta zona viven muchos artistas. Pero la verdad es que no tengo ni idea de cómo se han conocido.

–Probablemente en el Mermaid's -terció Tom.

–¿Qué es el Mermaid's? – preguntó Virginia.

–The Mermaid's Arms, el pub de Lanyon. Los sábados por la noche todo el mundo se reúne allí para tomar unas copas.

–¿Qué otros invitados asistirán a la fiesta?

–Sabemos tan poco como tú.

–Pero ¿no tenéis ni la menor idea?

–Bueno… -Alice aventuró una respuesta-: Artistas, escritores, poetas, hippies, estudiantes suspendidos, granjeros y tal vez alguna que otra persona aburrida y convencional como nosotros.

Virginia le dio un abrazo a su amiga.

–Tú no eres aburrida ni convencional sino una persona extraordinaria.

–Puede que no te lo parezca tanto al final de la velada. A lo mejor no te gusta, aprietas los dientes y te reservas la opinión.

Virginia se reclinó contra el respaldo de su asiento en la oscuridad del automóvil y se rodeó el tronco con los brazos. «Seguro que me va a gustar.»

Los faros delanteros de los automóviles que se aproximaban a Penfolda desde todas direcciones semejaban brillantes luciérnagas. Desde la carretera, la casa resplandecía de luz. Se incorporaron a la cola de vehículos que estaba bajando por un estrecho camino de tierra lleno de baches y, al final, llegaron a un patio convertido en un improvisado aparcamiento. El aire se llenó de voces y risas de amigos que se saludaban entre sí mientras algunos invitados saltaban por encima de un murete de piedra y cruzaban los pastos para dirigirse a las rocas. Algunos iban envueltos en alfombras, otros llevaban anticuadas linternas y otros una o dos botellas. Al verlos, Virginia se alegró una vez más de que su madre no los hubiera acompañado.

–¡Tom! – gritó alguien-. ¿Qué estás haciendo aquí? – Tom y Alice se detuvieron para esperar a unos amigos y Virginia siguió adelante, alegrándose de que la dejaran sola por una vez. A su alrededor, el aire olía a turba, algas y humo de leña. El cielo aún no estaba totalmente oscuro y el mar era de un azul tan intenso que casi parecía negro. Atravesó una brecha del muro y vio abajo, al final del campo, las llamas de una hoguera rodeada de linternas y las sombras de unas treinta personas. En cuanto estuvo más cerca, distinguió súbitamente los rostros de la gente iluminados por el resplandor de la hoguera y oyó las risas y las conversaciones. Sobre un soporte de madera descansaba un barril de cerveza en el que los invitados llenaban incesantemente sus jarras mientras se percibía en el aire el aroma de las patatas asadas y de la grasa caliente. Alguien cogió una guitarra y empezó a tocar. Algunos invitados se congregaron a su alrededor, entonando una canción.


Hay un barquito en la mar

Cargado de mercancías

Que no puedo comparar

Con el amor de mi vida…


Un joven se acercó corriendo y tropezó en la oscuridad con Virginia.

–Perdón -le dijo, asiéndole el brazo no sólo para sostenerla sino también para no caerse él. Después levantó la linterna y le iluminó la cara-. ¿Quién eres?

–Virginia.

–¿Virginia qué?

–Virginia Parsons.

Llevaba el cabello muy largo y lucía una cinta anudada alrededor de la frente como si fuera un apache.

–Ya me parecía que eras nueva. ¿Has venido sola?

–N… no. He venido con Alice y Tom… pero… -Virginia se volvió para mirar hacia atrás-. Me parece que los he perdido… Supongo que… ya vendrán…

–Yo soy Dominic Barnet…

–Ah… tú eres el que ha organizado la fiesta…

–Bueno, en realidad la ha organizado mi padre. Por lo menos, él ha pagado el barril de cerveza y mi madre ha comprado las salchichas. Ven… vamos a tomar algo -añadió el joven, cogiéndola del brazo con más fuerza que la primera vez y acompañándola hacia el ruidoso círculo de actividad que rodeaba la hoguera-. Oye, papá…, aquí hay alguien que no tiene bebida…

Un corpulento individuo con barba al que el resplandor de las llamas confería un aspecto curiosamente medieval se incorporó, apartándose del barril junto al cual estaba inclinado.

–Pues aquí la tiene -dijo al tiempo que ofrecía a Virginia una enorme jarra de cerveza.

–Y ahí va una salchicha -añadió el muchacho, ensartando con un palillo un embutido de una bandeja que alguien iba pasando entre los invitados.

Virginia la aceptó y estaba a punto de iniciar una amable conversación intrascendente cuando Dominic vio un rostro conocido entre el círculo de invitados que rodeaban la hoguera y, apartándose de ella, gritó: -¡Mariana!

O un nombre por el estilo.

Virginia buscó en la oscuridad a los Lingard, pero no los encontró. Al ver que todo el mundo se sentaba, ella también lo hizo, sosteniendo la jarra de cerveza en una mano y la salchicha, todavía demasiado caliente para comérsela, en la otra. El calor de la hoguera le quemaba el rostro y el frío viento le azotaba la espalda y le despeinaba el cabello, arrojándoselo sobre la cara. Tomó un sorbo de cerveza. Como jamás la había probado, experimentó inmediatamente la necesidad de estornudar. Fue un estornudo tan tremendo que alguien le dijo a su espalda en tono burlón:

–¡Jesús!

–Gracias -dijo ella, volviéndose para ver quién había sido.

Era un joven de elevada estatura con pantalón de pana, un grueso jersey noruego y botas de agua. La estaba mirando con una sonrisa en los labios y su moreno rostro parecía de cobre bajo la luz de la hoguera.

–Me ha hecho estornudar la cerveza -explicó Virginia.

El joven se agachó a su lado, cogió delicadamente la jarra que ella sostenía en la mano y la depositó en el suelo entre ambos.

–Podrías volver a estornudar y entonces la derramarías y sería una lástima.

–Pues sí.

–Debes de ser amiga de los Barnet.

–¿Por qué lo dices?

–No te había visto antes.

–Pues no lo soy. He venido con los Lingard.

–¿Alice y Tom? ¿Están aquí?

El joven pareció alegrarse tanto de que los Lingard estuvieran allí que Virginia pensó que iría enseguida en su busca, pero, en su lugar, se sentó más cómodamente a su lado sobre la hierba y se limitó a contemplar en divertido silencio al resto de los invitados. Virginia se comió la salchicha y, cuando se la terminó, decidió reanudar la conversación.

–¿Eres amigo de los Barnet?

–¿Perdón…? – dijo el joven, centrando de nuevo en ella su atención mientras sus claros ojos azules la miraban sin pestañear-. ¿Qué decías?

–Te preguntaba si eras amigo de los Barnet.

–Más me vale -contestó el chico riéndose-. Están profanando mis campos.

–Entonces tú debes de ser Eustace Philips.

El joven reflexionó en silencio.

–Sí -dijo finalmente-. Supongo que sí.

Poco después, tuvo que levantarse. Algunas de sus vacas lecheras de Guernsey habían entrado en el campo desde unos pastos colindantes y una chica un poco tonta que había bebido más de la cuenta pensó que la perseguía un toro y había sufrido un ataque de nervios. Eustace se alejó para resolver el problema e inmediatamente aparecieron Alice y Tom. Virginia se pasó el resto de la velada buscando a Eustace Philips, pero no lo volvió a ver.

Pese a ello, la fiesta resultó extremadamente divertida. Hacia la medianoche, cuando ya se había terminado la cerveza y los invitados se pasaban unos a otros las botellas de vino y ya no quedaba comida y las llamas de la hoguera alimentada por la madera recogida en la playa ya alcanzaba una altura de seis metros o más, Alice apuntó la conveniencia de regresar a casa.

–Tu madre nos estará esperando despierta, pensando que te han violado o te has caído al mar. Y mañana Tom tiene que estar en su despacho a las nueve y, además, hace un frío que pela. ¿Qué te parece? ¿Ya has tenido suficiente? ¿Te lo has pasado bien?

–Muy bien -contestó Virginia, lamentando tener que marcharse.

Pero no había más remedio. Se alejaron en silencio de la hoguera y del ruido y subieron los campos en dirección a la casa. Ahora sólo quedaba encendida la luz de una ventana de la planta baja, pero la luna llena, tan blanca y grande como un plato, dominaba el cielo, iluminándolo todo con su plateada luz. En cuanto saltaron el murete del patio, se abrió una puerta de la casa, una amarillenta luz se derramó sobre los adoquines y una voz los llamó en la oscuridad.

–¡Tom!¡Alice! Venid a tomar una taza de té o de café…, así os calentaréis un poco antes de regresar a casa.

–Hola, Eustace -dijo Tom, acercándose a la casa-. Pensábamos que ya te habías ido a la cama.

–No pienso quedarme en las rocas hasta el amanecer, eso seguro. ¿Te apetece un trago?

–No me vendría mal un whisky -contestó Tom.

–Pues yo prefiero una taza de té -dijo Alice-. ¡Qué buena idea! Estamos helados. ¿Seguro que no será demasiada molestia?

–Mi madre aún está levantada y se alegrará mucho de veros. Ya tiene la tetera en el fuego…

Entraron todos en el vestíbulo de la casa cuyo suelo de pizarra estaba cubierto con alfombras de vivos colores. El techo de vigas era tan bajo que Eustace Philips casi lo rozaba con la cabeza.

Alice se desabrochó la chaqueta.

–Eustace -dijo-, ¿conoces a Virginia? Se hospeda con nosotros en Wheal House.

–Sí, por supuesto… ya nos hemos saludado -contestó el joven sin apenas mirarla-. Pasad a la cocina, es el lugar más caldeado de la casa. Mamá, aquí están los Lingard. Alice quiere una taza de té, Tom prefiere un whisky y… -El joven miró a Virginia-. ¿Qué te apetece? – le preguntó.

–Quisiera una taza de té.

Alice y la señora Philips sacaron inmediatamente de los estantes de un aparador la tetera, el cazo, las tazas y los platitos, comentando la fiesta de los Barnet y el incidente de la chica que había confundido una vaca con un toro mientras ambos hombres se sentaban a la mesa de la cocina con unos vasos, un sifón y una botella de whisky.

Virginia se sentó a la cabecera de la mesa bajo la ancha repisa de la ventana, escuchando el agradable murmullo de las voces sin prestarles demasiada atención. Le había entrado un poco de sueño en la caldeada y reconfortante atmósfera de la cocina de Penfolda y estaba un poco achispada por culpa de la cerveza de barril.

Envuelta en su abrigo y con las manos metidas en los bolsillos, miró a su alrededor y pensó que jamás en su vida había estado en un lugar más seguro y acogedor. El techo de vigas tenía unos viejos ganchos de hierro para colgar jamones ahumados y las anchas repisas de las ventanas estaban llenas a rebosar de geranios en flor. La tetera se estaba calentando sobre uno de los fogones de la vieja cocina, un gato dormía acurrucado en un sillón de mimbre y un calendario colgaba en una pared junto a una ventana que lucía unas cortinas de algodón a cuadros mientras flotaba en el aire la dulce fragancia del pan recién hecho.

La señora Philips, una pulcra dama de cabello entrecano, era extremadamente menuda en contraste con la corpulencia de su hijo. Parecía que no hubiera parado de trabajar desde el día en que nació y que jamás dejaría de hacerlo. Mientras ella y Alice iban de un lado para otro en la cocina, contando chismes sobre los excéntricos Barnet, Virginia la miró y pensó que ojalá hubiera tenido una madre tan serena y afable como aquélla, con una acogedora cocina y una tetera permanentemente en el fuego para poder tomar el té en cualquier momento que le apeteciera.

Tras haber preparado el té, ambas mujeres se reunieron finalmente con los demás alrededor de la mesa. La señora Philips llenó una taza para Virginia y se la ofreció. Ésta se incorporó hacia adelante y se sacó las manos de los bolsillos para cogerla, diciendo en tono adormilado:

–Muchas gracias.

–Te mueres de sueño -le dijo la señora Philips riéndose.

–Lo sé.

Todos la estaban mirando, pero ella removió el té sin levantar la vista de la taza para no tener que cruzarla con la desconcertante mirada azul del hijo de la casa.

Finalmente llegó el momento de irse y los invitados se pusieron los abrigos en el pequeño recibidor. Los Lingard y la señora Philips ya se encontraban junto a la puerta cuando Eustace dijo a la espalda de Virginia:

–Adiós.

–Ah, adiós -contestó Virginia, volviéndose para tenderle la mano. Él no debió de reparar en su gesto porque no se la estrechó-. Gracias por la invitación.

El joven la miró con expresión divertida.

–Ha sido un placer. A ver si vuelves otra vez por aquí.

Durante todo el camino de vuelta, Virginia abrazó aquellas palabras como si de un maravilloso regalo se tratara. Pero jamás había regresado a Penfolda desde entonces.

Hasta aquel hermoso día de julio de diez años después en que las cunetas de la carretera rebosaban de margaritas silvestres y amarillos tusílagos, los tojos mostraban todo el esplendor de sus encendidos colores y el verde esmeralda de los helechos cubría las laderas, formando un vivo contraste con el azul jacinto del mar en verano.


Tan enfrascada estaba en sus preocupaciones de aquel día (la visita al despacho del abogado para recoger las llaves, la búsqueda de la casa de Bosithick y cuestiones tan prosaicas como la cocina, el frigorífico, la ropa de la cama y la vajilla), que aquella deliciosa mañana le había pasado prácticamente inadvertida. Pero ahora formaba parte de lo que había ocurrido y de repente recordó cómo años atrás el faro enviaba sus señales luminosas hacia el oscuro mar y la inexplicable emoción que entonces había experimentado.

«Pero ahora ya no tienes diecisiete años. Eres una mujer independiente de veintisiete años, con dos hijos, un automóvil y una casa en Escocia. La vida ya no te puede reservar este tipo de sorpresas. Todo es distinto. Nada permanece igual indefinidamente.»

A la entrada de la vereda que bajaba hacia Penfolda había una plataforma de madera desde la cual el camino serpenteaba por una acusada pendiente entre altos muros de piedra. Virginia contempló los arbustos de espinos inclinados hacia un lado por la fuerza de los vientos invernales y, en cuanto dobló la esquina de la casa siguiendo el Land-Rover de Eustace, aparecieron de repente dos collies, uno blanco y otro negro, ladrando y armando tal alboroto que las oscuras gallinas Leghorn, súbitamente asustadas, se apartaron de su camino para buscar cobijo.

Eustace había aparcado el Land-Rover a la sombra del granero y estaba tratando de calmar cariñosamente a los perros. Virginia situó su automóvil detrás del suyo. Al verla bajar del coche, los collies se acercaron inmediatamente a ella, ladrando, brincando y estirándose para lamerle la cara.

–Quietos… ¡quietos, ahí!

–No me importa… -dijo Virginia, acariciando sus suaves cabezas y su espeso pelaje-. ¿Cómo se llaman?

–Beaker y Ben. Ése es Beaker y ése es Ben. ¡Cállate ya, chico! Siempre hacen lo mismo…

Eustace hablaba con un tono enérgico y despreocupado como si, durante el breve trayecto, hubiera llegado a la conclusión de que aquélla debería ser su actitud so pena de que el resto de la jornada se convirtiera en una especie de velatorio por Anthony Keile. Virginia, que no deseaba en modo alguno que tal cosa ocurriera, siguió gustosamente su ejemplo. La ruidosa bienvenida de los perros contribuyó a romper el hielo inicial y sirvió para que ambos subieran tranquilamente por el camino adoquinado y entraran en la casa con toda naturalidad.

Virginia vio las vigas, las baldosas del suelo y las alfombras. Nada había cambiado.

Se percibía un delicioso aroma de empanadas calientes. Eustace entró en la cocina seguido de Virginia, cruzó la estancia, cogió el guante de horno que colgaba de un gancho de la pared y se agachó para abrir la puerta del horno.

–No estarán quemadas, ¿verdad? – preguntó Virginia con cierta inquietud.

El aroma se esparció por toda la cocina.

–No, en su punto.

Eustace cerró la puerta del horno y se irguió.

–¿Las has hecho tú? – le preguntó Virginia.

–¿Yo? Tú bromeas.

–¿Pues quién?

–La señora Thomas, mi ama de llaves… ¿Te apetece beber algo? – preguntó el joven, dirigiéndose al frigorífico para sacar una lata de cerveza.

–No, gracias.

–No tengo ninguna Coca-Cola -dijo Eustace sonriendo.

–No me apetece beber nada.

Virginia miró a su alrededor, temiendo que aquella maravillosa estancia hubiera sufrido alguna alteración o que Eustace hubiera modificado algo, cambiado algún mueble de sitio o pintado las paredes. Pero todo estaba tal y como ella lo recordaba. La mesa encajada en el hueco de la ventana, los geranios de las repisas y el aparador lleno de piezas de porcelana de brillantes colores. A pesar de los años transcurridos, la cocina seguía siendo un modelo de lo que debe ser una cocina, el auténtico corazón de la casa.

Cuando se fueron a vivir a Kirkton y lo reformaron todo desde la bodega hasta la buhardilla, ella intentó crear una cocina como la de Penfolda, un lugar cómodo y agradable donde la familia pudiera reunirse a conversar, tomar el té y contar chismes alrededor de la mesa.

–Pero ¿quién quiere una cocina así? – le había replicado Anthony sin comprender en absoluto sus puntos de vista.

–Todo el mundo. La cocina de una casa de campo es como un salón.

–Pues te aseguro que yo no quiero pasarme el día metido en una cocina -dijo Anthony, mandando instalar un fregadero de acero inoxidable, unos mostradores de fórmica y un suelo de baldosas blancas y negras que costaba mucho trabajo mantener limpio.

Ahora Virginia se apoyó contra la mesa y dijo con profunda satisfacción:

–Temía que hubiera cambiado algo, pero todo está igual.

–¿Y por qué iba a cambiar?

–Por nada. Simplemente lo temía. Las cosas cambian, Eustace. Alice me dijo que tu madre había muerto… Lo siento.

–Sí. Hace dos años. Sufrió una caída y contrajo una neumonía. – Eustace arrojó la lata vacía de su cerveza al cubo de la basura y, apoyado contra el borde del fregadero, se volvió para mirarla-. ¿Y tu madre? – preguntó sin la menor sombra de sarcasmo ni ironía.

–Murió, Eustace. Se puso gravemente enferma a los dos años de mi boda con Anthony. Estuvo enferma mucho tiempo y fue espantoso. Además, lo pasé muy mal porque ella estaba en Londres y yo en Kirkton… y no podía estar a su lado constantemente.

–Tú debías ser la única persona de la familia que le quedaba, ¿verdad?

–Sí. Ahí estaba lo malo. La visitaba siempre que podía pero, al final, nos la tuvimos que llevar a Escocia y más tarde nos vimos obligados a internarla en una residencia de Relkirk donde murió.

–Qué pena.

–Sí. Era muy joven. Es curioso lo que sucede cuando muere una madre. Los hijos nunca crecen del todo hasta que eso ocurre. – Virginia rectificó de inmediato-: Por lo menos eso es lo que nos ocurre a algunos. Tú ya habías crecido antes.

–No lo sé -dijo Eustace-. Pero comprendo lo que quieres decir.

–Sea como fuere, todo terminó hace años. No hablemos de cosas tristes. Háblame de ti y de la señora Thomas. ¿Sabes lo que me dijo Alice? Que o bien tienes una amante domesticada o un ama de llaves muy guapa. Estoy deseando conocerla.

–Pues tendrás que esperar porque se ha ido a visitar a su hermana a Penzance.

–¿Vive en Penfolda?

–Ocupa una casita al otro lado de la granja. Antiguamente, antes de que mi abuelo comprara la propiedad, aquí había tres casitas en las que vivían las familias que cultivaban los campos de la finca. Debían de tener una media docena de vacas lecheras y seguramente enviaban a sus hijos a las minas de estaño para redondear sus ingresos.

–Hace un par de días -dijo Virginia-, mientras me dirigía a Lanyon, me detuve en la colina y vi unas máquinas segadoras y a unos hombres amontonando las balas de heno. Y pensé que, a lo mejor, una de ellas la conducías tú.

–Es posible.

–Pensé que te habrías casado.

–Pues no.

–Ya lo sé. Me lo dijo Alice Lingard.

Eustace abrió un cajón, sacó unos cuchillos y unos tenedores y empezó a poner la mesa.

–Fuera hace un tiempo precioso -le dijo Virginia-. ¿No podríamos comernos las empanadas en el jardín?

–De acuerdo -contestó Eustace, mirándola con asombro.

Después cogió un cesto y se lo dio a Virginia para que pusiera en él los cubiertos, los platos, la sal, la pimienta y los vasos y él sacó las empanadas calientes del horno, las colocó en una gran fuente de porcelana y salió con ella al soleado y pequeño jardín por una puerta lateral. La hierba estaba un poco crecida, los parterres rebosaban de flores multicolores y en una cuerda de tender la ropa se habían puesto a secar unas sábanas y unas fundas de almohada.

Como no había muebles de jardín, se sentaron sobre la hierba entre las margaritas y el llantén, dejando los platos directamente en el suelo.

Las empanadas eran tan grandes que, cuando Eustace se terminó de comer su ración, Virginia sólo se había comido la mitad de la suya.

–Ya no puedo más -dijo ésta, ofreciéndole a Eustace las que le quedaban. El joven las devoró en un abrir y cerrar de ojos.

–Si no estuviera tan hambriento -dijo Eustace entre bocado y bocado-, te obligaría a comerlas para que engordaras un poco.

–No quiero engordar.

–Estás demasiado delgada. Siempre has sido muy frágil, pero ahora me parece que un soplo de viento te podría levantar. Y te has cortado el pelo. Antes lo tenías largo y te bajaba por la espalda casi hasta la cintura. – Alargó la mano y le rodeó la muñeca con el dedo índice y el pulgar-. Te has quedado en los puros huesos.

–Habrá sido por la gripe.

–Pensé que estarías gordísima después de haberte pasado tantos años comiendo gachas de avena, arenques y asaduras de ternera.

–¿Crees que eso es lo que come la gente en Escocia?

–Eso es lo que me han dicho.

Eustace le soltó la muñeca, se terminó de comer las empanadas y empezó a recoger los platos y el cesto de los cubiertos para llevarlo todo a la cocina. Virginia hizo ademán de ayudarlo, pero Eustace le dijo que se quedara donde estaba y entonces ella se tendió sobre la hierba y contempló el tejado gris del granero en el que se habían posado unas gaviotas cuyas siluetas se destacaban contra las delicadas formas de las nubes blancas que el viento había empujado desde el mar a través de un cielo intensamente azul.

Eustace regresó con una cajetilla de cigarrillos, unas manzanas maduras y un termo con té. Virginia no se movió y entonces él le lanzó una manzana que ella atrapó al vuelo. Después, el joven se sentó a su lado y destapó el termo.

–Háblame de Escocia.

Virginia acarició con sus manos la suave y fresca manzana.

–¿Qué quieres saber?

–¿Qué hacía tu marido?

–¿A qué te refieres?

–¿No tenía un trabajo?

–No exactamente. Quiero decir que no tenía un trabajo de nueve de la mañana a cinco de la tarde. Pero había heredado la finca…

–¿Kirkton?

–Sí, Kirkton… Se la dejó su tío en herencia. Una casa muy grande con unas quinientas hectáreas de terreno. Cuando terminamos de hacer las reformas, se pasaba el día supervisándolo todo. Plantó árboles y se convirtió en una especie de agricultor… Bueno, tenía un administrador que vivía en la finca, el señor McGregor, que era el que realmente hacía casi todo el trabajo, pero Anthony estaba siempre ocupado. Quiero decir que… sabía distraerse -añadió con un hilo de voz como si le diera vergüenza.

Cazando durante cinco días a la semana en la temporada de caza o pescando y jugando al golf. Desplazándose al norte para la caza del venado y pasando cada invierno un par de meses en St. Moritz. De nada le hubiera servido explicarle a un hombre como Eustace Philips cómo era Anthony Keile. Ambos pertenecían a mundos distintos.

–¿Y ahora qué tal está Kirkton?

–Ya te lo he dicho, el administrador se encarga de todo.

–¿Y la casa?

–Está vacía. Los muebles están donde estaban, pero nadie ocupa la casa.

–¿Y tú regresarás a esa casa vacía?

–Supongo que sí. Algún día.

–¿Y tus hijos?

–Están en Londres con la madre de Anthony.

–¿Y por qué no han venido contigo? – preguntó Eustace, no en tono de crítica sino de simple curiosidad.

–Nos pareció mejor que yo viniera sola. Alice Lingard me escribió una carta invitándome y pensé que sería una buena idea, eso es todo.

–Pero ¿por qué no te viniste con los niños?

–Pues no sé… -Ni ella misma parecía estar demasiado convencida de sus palabras-. Alice no tiene hijos y la casa no está hecha para ellos… Quiero decir que todo es muy delicado y se puede romper con facilidad. Tú ya me entiendes.

–Más bien no, pero sigue.

–Sea como fuere, el caso es que a lady Keile le gusta tenerlos a su lado…

–¿Lady Keile?

–La madre de Anthony. Y a la niñera también le gusta porque ya había trabajado anteriormente para ella. Fue la niñera de Anthony.

–Yo creía que tus hijos ya eran bastante mayores.

–Cara tiene ocho años y Nicholas, seis.

–Pero ¿por qué necesitan a una niñera? ¿Por qué no se las pueden arreglar ellos solos?

Durante años, Virginia se había hecho incontables veces aquella misma pregunta sin poder hallar la respuesta, pero el hecho de que Eustace se la formulara inesperadamente la hizo sentirse profundamente ofendida.

–¿Qué quieres decir?

–Simplemente lo que he dicho.

–Yo cuido de ellos. Los veo muy a menudo…

–Si acaban de perder a su padre, la persona que más falta les hace es su madre, no una abuela y menos una niñera heredada. Creerán que todo el mundo los abandona.

–No pensarán tal cosa.

–Si estás tan segura, ¿por qué te has puesto tan nerviosa?

–Porque no quiero que te entrometas en mis asuntos y expreses tus opiniones sobre cosas acerca de las cuales no sabes nada.

–Te conozco a ti.

–¿Y qué sabes de mí?

–Conozco tu infinita capacidad para dejarte avasallar por la gente.

–¿Quién me avasalla?

–No estoy muy seguro.

Virginia miró a Eustace y se dio cuenta de que estaba casi tan enojado como ella.

–Pero me da la impresión de que es tu suegra -añadió el joven-. A lo mejor ella ocupó el lugar de tu madre cuanto ésta murió.

–No te atrevas a hablar así de mi madre.

–Pero es verdad, ¿a que sí?

–No, no es verdad.

–Pues entonces tráete a tus hijos aquí. Es inhumano que pasen las vacaciones de verano en Londres con el calor que hace, pudiendo estar en la playa y correr por los campos. Levanta un dedo, llama a tu suegra y dile que coloque a los niños en un tren. Y si Alice Lingard no los quiere en Wheal House porque teme que le rompan algún objeto, llévalos a alguna posada o alquila una casita…

–Eso es exactamente lo que pienso hacer sin necesidad de que tú me lo digas.

–Pues será mejor que te des un poco de prisa.

–Ya me la he dado.

Eustace enmudeció momentáneamente y ella pensó con satisfacción: «Lo he dejado atónito.»

Pero sólo momentáneamente.

–¿Ya has encontrado algo? – preguntó Eustace.

–He visitado una casa esta mañana, pero era un desastre.

–¿Dónde?

–Aquí, en Lanyon. – Eustace esperó a que le facilitara más detalles-. Se llama Bosithick -añadió Virginia.

–¡Bosithick! – exclamó el joven con visible entusiasmo-. Pero si es una casa maravillosa.

–A mí me parece horrible.

–¿Horrible? – Eustace no podía dar crédito a sus oídos-. ¿Te refieres a la casa de la colina donde vivió Aubrey Crane? ¿La que Kernow heredó de su anciana tía?

–Exactamente. Me da miedo y está hecha un desastre.

–¿Por qué miedo? ¿Crees que tiene fantasmas?

–No sé, pero me da escalofríos.

–Si estuviera habitada por el fantasma de Aubrey Crane, te podrías divertir muchísimo. Mi madre lo conoció y decía que era un hombre estupendo. Además, le gustaban mucho los niños -añadió Eustace sin que viniera a cuento.

–Me importa un bledo la clase de hombre que fuera -replicó Virginia-. No pienso alquilar la casa.

–¿Y por qué no?

–Porque no.

–Dame tres buenas razones…

Virginia perdió la paciencia.

–Me tienes harta… -dijo, haciendo ademán de levantarse.

Pero Eustace, con una velocidad impropia de un hombre tan corpulento, la asió por la muñeca y la obligó a tenderse de nuevo sobre la hierba. Ella lo miró enfurecida y vio que sus ojos parecían tan fríos y duros como unos zafiros.

–Tres buenas razones -repitió Eustace.

Virginia contempló la mano que le rodeaba la muñeca y, al comprender que él no pensaba soltarla, contestó:

–No hay frigorífico.

–Te prestaré una fresquera. Razón número dos.

–Ya te lo he dicho. Tiene una atmósfera fantasmagórica. Los niños jamás han vivido en un lugar semejante. Se asustarían.

–No lo creo, a menos que sean tan cobardicas como su madre. Número tres.

Virginia buscó desesperadamente alguna razón indiscutible, algo que pudiera convencer a Eustace de que el terror que le inspiraba la casita de la colina estaba plenamente justificado. Pero sólo se le ocurrían endebles excusas a cual más ridícula.

–Es muy pequeña, está sucia, no hay sitio donde lavar la ropa de los niños y ni siquiera sé si hay plancha o una máquina para cortar el césped. Además, no tiene jardín, sólo un pequeño patio para tender la ropa y el mobiliario es muy deprimente y…

Eustace la interrumpió.

–Todo eso no son motivos suficientes, Virginia, y tú lo sabes. Son simplemente unas cochinas excusas.

–¿Cochinas excusas por qué?

–Para no tener que discutir con tu suegra, con la niñera o con las dos a la vez. Para no tener que armar un escándalo y llevar a tus hijos adonde tú quieres.

La furia hizo que se le formara un nudo en la garganta que le impedía hablar. Notó que la sangre afluía a sus mejillas y empezó a temblar. Eustace debió de darse cuenta pero, aun así, tuvo la audacia de decirle todas las cosas que ella se venía diciendo mentalmente desde hacía muchos años, pero a las cuales jamás había tenido el valor moral de prestar atención.

–Creo que tus hijos te importan un bledo. No quieres tomarte ninguna molestia por ellos. Siempre ha habido alguien que les lavaba y les planchaba la ropa y tú no tienes la menor intención de empezar ahora a dedicarte a esas cosas. Eres demasiado perezosa para llevártelos a merendar al campo y leerles cuentos en la cama. La culpa no es de Bosithick. Encontrarías defectos a cualquier otra casa que encontraras. Cualquier excusa es válida con tal de que no tengas que reconocer que no quieres tomarte la molestia de cuidar de tus propios hijos.

Antes de que Eustace terminara de pronunciar la última palabra, Virginia se levantó y consiguió librar su brazo de la presa de éste.

–¡Eso no es verdad! ¡No lo es en absoluto! ¡Yo los quiero! ¡Desde que vine aquí he estado deseando que vinieran…!

–Pues entonces no seas tonta y ve a por ellos…

Eustace también se había levantado y ambos se estaban hablando a gritos a través del metro de hierba que los separaba como si un desierto se interpusiera entre ellos.

–Eso es lo que pienso hacer. Justo lo que pienso hacer.

–¡No lo creeré hasta que no lo vea!

Virginia dio media vuelta y echó a correr hacia su automóvil. Una vez dentro, recordó que había dejado el bolso encima de la mesa de la cocina. Con lágrimas en los ojos, volvió a bajar y entró corriendo en la casa para recogerlo antes de que Eustace la alcanzara de nuevo. Después regresó al coche, lo puso en marcha en los limitados confines del patio de la granja y subió a toda velocidad por el camino, levantando una nube de grava con las ruedas posteriores.

–¡Virginia!

Entre lágrimas, Virginia lo vio reflejado en el espejo retrovisor. Pisó con fuerza el acelerador y salió a la carretera sin molestarse en mirar si se acercaba algún otro vehículo. Por suerte, no se acercaba ninguno. No aminoró la velocidad hasta que llegó a Porthkerris, cruzó la ciudad hasta llegar al otro lado de la colina donde se detuvo en la señal de prohibición de aparcamiento que había delante de la puerta del despacho del abogado, dejando su automóvil allí mientras ella entraba a toda prisa en el edificio.

Esta vez no pulsó el timbre ni esperó a que saliera la señorita Leddra sino que cruzó como una exhalación el despacho exterior y abrió de par en par la puerta de la oficina particular del señor Williams, interrumpiendo bruscamente la reunión que el abogado estaba celebrando con una autoritaria anciana de Truro que deseaba modificar por séptima vez su testamento.

El señor Williams y la anciana la miraron boquiabiertos de asombro. Levantándose de un salto, el abogado exclamó:

–¡Señora Keile!

Pero, antes de que pudiera añadir algo más, Virginia arrojó las llaves de Bosithick sobre su escritorio y le dijo:

–Me la quedo. Me la quedo ahora mismo. ¡En cuanto vengan mis hijos, me instalaré en ella!