Antes de ese intento, antes de la desesperación más grande a la que llegué, yo hice muchas cosas por estar bien con este hombre. Me di cuenta enseguida, con Gabriel y Alejandro aún en edad escolar y Julia de meses, luego de esa cachetada que este hombre me dio, que empezaba un periplo complicado para nosotros. Para mi familia y todas las familias vecinas también. Se olía en el aire que la muerte de Perón era la caída de nuestras ilusiones, no sólo era para mí la muerte de un hombre, sino el derrumbe de todo lo que este hombre, mi hombre, había soñado alguna vez.
Fue en esa época que se empezó a meter para adentro y a cerrar con ladrillos todas las posibles ventanas que lo conectaran con el mundo exterior. Conmigo y con sus hijos también. Una vez llegó a desconocer a Gabriel, me dijo que a él le parecía que era hijo de otro. Lo hubiera matado.
Seguí casi todos los consejos que me dieron mis cuñadas, mis vecinas y mi amiga Lucy. Digo casi todos porque mi amiga es una loca, y lo último que me aconsejó, al año de nacer Julita, es que me buscara un amante. Por supuesto que no lo hice, una mujer con marido y tres hijos, un amante, esta Lucy siempre fue una loca. Y no sé quién me recomendó a esa mujer que estaba en el espiritismo y que a su vez conocía a una médium ciega que decían que tenía el poder de ayudar con los problemas familiares. A la médium sólo se podía acceder a través de esta mujer, o al menos eso decía ella, seguro que para ganarse su parte. Me dijeron que iba a poder comunicarme con mi padre en el más allá, eso fue lo que me tentó a ir, de tonta, lo sé, pero es la pura verdad. Estaba desesperada.
Será, pero una mañana agarré la cartera, cien pesos, le pedí a mi cuñada Laura que me cuidara a Julita y salí de casa rumbo a lo de la mujer que me llevaría con la médium. Esperé una media hora en la sala de una casa vieja, en Villa Domínico, y cuando la mujer llegó me sacó las pocas dudas que tenía de que la cosa era una locura o una farsa. Era una vieja vestida como una pordiosera, con los pelos parados y pajosos largos que, de haber estado peinados como la gente, le habrían llegado a los hombros. Con tres dedos de raíces negras y un asomo de raíces blancas. Pero me saludó con cordialidad, y enseguida me dio la sensación de que, al menos, era una persona educada. No es poco ser una persona educada, siempre se lo inculqué a mis hijos, ser educado abre puertas en el respeto y los corazones de los demás.
La escuché, me pidió el dinero para la médium y le dije que me había arrepentido. Le di diez pesos por haberla molestado al divino botón y salí a la calle. No pensé no volver a casa enseguida. Pensé en pasar por el cementerio. Tenía tiempo de sobra para llegar al mediodía y pasar a buscar a los chicos a la escuela, de sorpresa.
Tomé el colectivo 33, el mismo ramal que había tomado con Teresa, Dock Sud. Cuando pasé por la puerta principal del cementerio lo vi a Rolando, un amigo de la familia que trabaja de cuidador, sentado en la puerta. Hacía mucho que no lo veía y desde arriba del colectivo me pareció que estaba, cómo decirlo, mal, arruinado, deteriorado. La bebida, supuse, la vida tan dura que lleva la gente como él. Seguí una parada más, como si me hubiera olvidado que había pensado visitar la tumba de papá, y me bajé. Volví sobre el recorrido del colectivo, caminando, y a medida que me iba acercando a Rolando su imagen me entristecía más. La tarde no era del todo cálida pero estaba linda, radiante de sol, de esos soles de primavera que siempre dan ganas de sentarse en un umbral, que llenan de energía. Me paré frente a él. Tenía la cabeza gacha, los brazos apoyados sobre los muslos, parecía dormido.
—Rolando —lo llamé—, ¿está usted bien?
Levantó la cabeza, me miró y sonrió.
—Doña María —dijo—, hoy justo pensé en usted, hablaba con su padre y pensaba en usted.
Rolando tiene esas cosas, es capaz de decirte con toda la naturalidad del mundo que estaba hablando con tu padre muerto.
—¿Y qué le decía mi padre de mí, Rolando?
Rolando se paró, sonrió nuevamente y agitó la cabeza.
—No piense que ando tan mal de la cabeza, estimada mía, él no puede decirme nada, está muerto, pero yo le decía algo a él. Le decía que si usted no venía hacía mucho tiempo era porque las cosas no andaban bien, le pedía que la ayudara desde el cielo, doña, ya sabe, eso sí que pueden hacer los que nos antecedieron en el camino.
Me dejó helada, ese Rolando. Después me acompañó hasta la tumba. La verdad es que yo, las pocas veces que junté el ánimo para ir, me perdí. Es que la tumba de papá queda bien al fondo, a pocos metros del paredón que linda con Villa Corina.
Llegamos y casi caigo de rodillas y me pongo a llorar. Pero me quedé quieta, giré la cabeza y lo miré a Rolando: de brazos cruzados, sonreía.
—Rolando —le dije—, usted es un ángel, Rolando.
—Un servidor, un amigo de los que son amigos para siempre.
Es que la tumba estaba preciosa. Pulida, con el césped de alrededor perfectamente cuidado, bien verde y cortado. Flores frescas, flores caras: violetas, las preferidas de papá. Violetas recién puestas. Un escudito de Racing. Los bronces intactos. Una virgencita de madera tallada pintada de celeste y blanco. Una artesanía hermosa.
—No sé qué decir, Rolando, esto le habrá salido dinero. Tengo que pagarle algo, permitamé —dije.
—Ni con el pétalo de una rosa, doña María. —Él siempre hablaba extraño. Pero yo entendí.
—Usted es la madre de Gavilancito, la mujer de don Ángel y la hija de nuestro cantor: ni con el pétalo de una rosa —dijo—. Me disculpará, pero debo retirarme. No se olvide de venir, mientras este servidor respire va a tener este santuario en condiciones, doña María. Pero usted no se olvide. Es por usted, sabe, al muerto no le importa, a usted le importa.
Dijo eso y empezó a caminar, alejándose. Le dije que esperara, corrí hacia él y le di un beso en la mejilla. Se puso colorado. Le di un beso en la otra mejilla y le dije que era un gran amigo, que siempre podía contar conmigo y con mi casa.
—¿Tiene dónde dormir, Rolando?
—Tengo, su cuñada Laura siempre me ayuda. Y mis amigos de acá también. No se preocupe, princesa, pero si algún día necesito sabré dónde llevar mis huesos.
—Sin más, Rolando —le dije.
—Sin más —contestó él y se marchó.
Me quedé un rato, pensando, sobre la tumba de papá. Y entendí lo que me había dicho Rolando, porque sin querer estaba haciendo lo mismo que él. Le hablaba a mi padre, le hablé de mí y de este hombre, de Gabriel, de todo lo que me preocupaba. Le conté también lo de la cachetada. Y entonces sentí una necesidad enorme de hablar con algún Reyes, no con mi hermano, porque él no lo entendería, además estaba lejos, se había ido a Ushuaia por un año, en la misma empresa en la que alguna vez trabajó este hombre.
Salí del cementerio sabiendo lo que iba a hacer. Iba a ir a buscar a mi primo negro, a Morcilla, al mediodía siempre estaba en la sociedad caboverdiana del Dock Sud, donde se hacen los carnavales más lindos que yo haya vivido jamás. Me tomé el mismo colectivo en la misma parada en donde me había bajado, y bajé algunas paradas antes del puente de La Boca para caminar hasta el local. Cuando llegué, vi que salía un grupo de negros que se juntaban ahí a practicar la capoeira, uno de ellos era mi primo. Hacía tanto que no nos veníamos que al principio no me reconoció. Estaba igualito, a los negros parece que no les pasan los años.
—Pibita, sos la hija del tío Ramón, ¿no?
Sonreí, cuánto hacía que nadie me llamaba así. Me le tiré al cuello enseguida, yo adoro a mi primo Morcilla, qué lindo negro es, qué pinta y qué bailarín de tango. Nos pusimos a hablar y enseguida me propuso que entráramos al bufet de la sociedad a tomarnos un café o un vermú. Entramos, nos sentamos en la barra y él pidió las bebidas. Mi primo pidió vermú y yo una Coca-Cola.
—¿Qué hacés por acá? —me preguntó, mientras entraba un grupo de cinco muchachos, de los cuales uno solo era negro.
Yo estaba de pollera al bies y una blusita liviana, era una primavera bastante calurosa, y le dije a mi primo que nos pasáramos a una de las mesas. Mi primo se rió y dijo que estaba bien, pero después declamó, con ese vozarrón igualito al de tío Héctor:
—Che, al que le mire las gambas a mi prima lo paso a degüello, ¿ta claro? —Y se mandó una de esas risotadas de gigante.
Yo me puse toda colorada, ay Dios, qué familia de hacerte pasar vergüenza los Reyes. Me había olvidado que es mejor no decir nada, que todo lo gritan a los cuatro vientos. Dos de los muchachos no me sacaban la mirada de encima. Y yo con treinta y pico, marido y tres hijos, bajaba la mía como una adolescente. Siempre fui una tonta, o no sé, tal vez tonta no, en ese sentido no me arrepiento de nada. Una mujer que se respeta es una mujer respetada. Y que a una la miren con deseo no es nada malo; es, me parece, algo bueno. Muy bueno.
—¿No le querés poner un poquito de ferné, Piba? —me preguntó y le dije que sí, pero que sólo un poquito.
Le conté que había ido a la tumba de papá, que las cosas no andaban bien en casa y que tuve ganas, de golpe, muchas ganas, de encontrarme con alguien de la familia.
—De mi familia, ¿entendés, primo? —le dije—. También estuve pensando en ver a una bruja, hay una en Domínico.
—Si querés te llevo de una mai posta, pero vos sos católica, Piba, y esas cosas no se cambian. Como de cuadro de fútbol.
—Yo, desde que estoy con mi marido, hincho más para Independiente que para Racing.
—¡Qué decís, Rubia! Si se levantan los viejos, se van a turnar para patearte el culo.
—Lo que te quiero decir es que estoy confundida, primo, desde que me casé que no me acuerdo ni de quién soy. Crío hijos, cocino, lavo, y no hago eso porque tengo miedo de quedar embarazada nomás de hacerlo.
—No hablés así, Pibita.
—Sí, dejame hablar así, estoy harta de ser esposa y madre, estoy harta de ser mujer, hay días en que odio hasta a mis hijos —de golpe sentía ganas de llorar como una loca—. Quería ver a una médium porque me dijeron que me podía comunicar con papá, para pedirle el consejo que nunca le pedí, o que él nunca se atrevió a darme.
—¿Te querés separar del Negrito?
—Me pegó una cachetada delante de tres extraños —alcancé a decir, pero antes de que mi primo reaccionara vimos que entraban dos hombres, rubios, con cara de polacos o alemanes. No me di cuenta enseguida de que los hombres llevaban palos, lo noté cuando mi primo se levantó y me dijo que me quedara detrás de él. Entró un tercer hombre, colorado, enorme, que se tocó la rodilla izquierda y se hizo la señal de la cruz.
—Saca la mano de ahí, que eso no te va a salvar, gringo de mierda —dijo mi primo.
Se venía una pelea y yo estaba en el medio. Pero lo extraño es que no sentía miedo, solamente pensaba en lo que le acababa de decir a mi primo. Es que al hecho de que mi marido me había pegado yo le había sumado el hecho de habérselo contado a alguien, y peor aún, a alguien de mi familia. Estaba segura de que mi primo no me había escuchado, de que se había alertado un segundo antes que yo de la amenaza de esos locos, y estaba segura también de que de ninguna manera iba a repetir lo que había dicho.
Yo estaba tranquila, y nunca hubiera imaginado que iba a terminar gritando como una verdadera loca, revoleándole un vaso a uno de los hombres, y después tomando dos vasos de cerveza con los muchachos que un instante atrás estaban meta mirarme las piernas. Pero lo hice, fue una reacción. Los hombres se midieron con mi primo, y parecían dispuestos a destrozarlo. Cuando el muchachito negro se le puso al lado parecieron enfurecerse más, y el tercer hombre, el colorado, se tocó otra vez la otra rodilla. Enseguida entendí que lo hacía porque eran negros y que tocarse la rodilla era una especie de cábala tan estúpida como ofensiva. Pero los otros cuatro muchachos, los blancos amigos del negro, se pararon también y la cosa se puso seria, bien seria. ¡Y yo seguía sin sentir nada de miedo! Uno de los muchachitos, el más canchero, me dijo:
—Corrasé, preciosa, que no queremos salpicarla.
Yo casi suelto una risita, de hecho creo que hice como un quejidito, porque Morcilla se dio vuelta y me miró.
—¿Qué pasa, primo? —Disimulé.
—Se ve que sos Reyes nomás, y saliste bastante barrera.
Dios mío, cómo me gustó lo que me dijo. Será, pero cuando la pelea parecía inevitable entró alguien, un negro de pelo blanco pero que no parecía tan viejo como para tener el pelo tan blanco, y escuché el estruendo, como si en vez de haber disparado un revólver el negro de pelo blanco hubiese disparado un cañón. Los tipos soltaron los palos y levantaron las manos. El colorado no, les gritó cobardes a sus amigos. El negro de pelo blanco les ordenó que se fueran mientras podían hacerlo por sus propios medios, porque el próximo tiro iba a ir a parar directo al pecho de alguno de ellos.
El próximo tiro: algo no cerraba y recé en silencio para que los tipos esos no se dieran cuenta de lo mismo que me había dado cuenta yo. Fue la frase «ir a parar»: ¿adónde había ido a parar el balazo que el negro de pelo blanco había tirado? Tendría que haber sacado un pedazo de techo, haber hecho polvo al menos, pero se ve que estos grandotes de los palos eran de lo más cobardes, porque un cobarde pierde la cabeza en momentos así y ellos no parecían capaces de razonar tal como estaba razonando yo. No les dieron las piernas para salir corriendo. El hombre colorado enfiló para la puerta de salida despacio, caminando, pero antes de llegar a la cancel se dio vuelta, me miró fijo y me dijo algo que me sacó de mí.
—Es muy triste ser la puta de un negro.
—Más puta será tu abuela, sucio de mierda —le dije y le revoleé el vaso que le dio de lleno en la cabeza, además de bañarlo de Coca-Cola. Y me le iba encima, pero me agarró mi primo. Los muchachos se descostillaban de la risa. Yo estaba furiosa.
—Quedate acá, indiecita —me dijo mi primo y yo me quedé. Pataleando pero me quedé.
Será, pero tan animada y despechugada quedé que me tomé dos vasos de cerveza, uno sobre el otro, junto a los muchachos que ya no me trataron como a la señora todavía comestible de las piernas lindas, sino, al menos me pareció, como a una más del grupo. Tal vez eso sea empeorar en vez de mejorar, es como convertirse en una asexuada. Pero como dura poco, y duró poco, algo así como la euforia de la pelea y a los quince o veinte minutos ya me estaban mirando con las mismas malas intenciones de antes, me quedé tranquila.
Volví a quedarme sola con mi primo. Me dijo que tenía que ir a trabajar porque había conseguido un laburito en el Congreso de la Nación y por más que se pudiera dar el lujo de llegar un poco tarde tampoco podía exagerar. Pero antes de irse, me largó lo que yo pensé que había quedado en el aire.
—¿Cómo fue que te pegó, Piba?, decime —me largó, y yo hubiera querido que me tragara la tierra.
—Yo dije unas cosas de una mujer y vino con la mujer y…
—No, eso no me importa. Cómo, de qué manera. No te veo ninguna marca, al menos en la cara.
—Ah, no, me dio un cachetazo —dije.
—¿Y por qué no te dejás de romper las pelotas, Pibita? Un cachetazo se lo come cualquier mina alguna vez en la vida.
Tardé en entender, o en realidad, tardé en que me volviera la sangre al cuerpo. ¿Cualquier mina se lo come?
—Me dijo tarada —atiné a decir.
—Y vos le habrás dicho las mil y una. Escuchame, si no pasó nunca, y sé que no pasó nunca, fue un momento en el cual lo sobraste con las palabras, y sé que sos de sobrar con las palabras. Así que dejalo ahí.
Me levanté y me fui. Sin saludarlo. Nunca pensé que iba a odiar a un Reyes, pero, en ese momento, al oír esa horrible y desfachatada estupidez machista, me di cuenta también del lado jodido de los Reyes. A mí no, yo no nací para eso. Volví a casa, dormí a los chicos dos horas antes de que este hombre llegara y me dio el tiempo para bañarme, limpiarme los pezones y sacarme la leche para que no saliera sola. Me sentía horrible, como una vaca lechera, fea, horrible. Me puse mi vestido estampado con flores verdes, me peiné y perfumé. Hice un pollo a la sal con ensalada rusa y duraznos con crema, puse mantel, vino, todo y esperé a este hombre como lo esperé siempre. Arreglada, con paciencia. Entró y lo primero que preguntó fue si festejábamos algo.
—Festejamos que la semana pasada fue la primera y última vez que me levantaste la mano en tu vida. O festejamos esto, o te tiro todo por la cabeza y hago una denuncia y te echo de esta casa.
Él me miró medio pálido, se sentó y se sirvió un vaso de vino, levantó el vaso y me dijo que brindáramos por el festejo.
Nunca más estuvo siquiera cerca de levantarme la mano otra vez, pero no pude evitar que se las agarrara con las cosas o con la casa. No pude, nunca pude, eso lo pudo la vida hace unos diez o doce años, lo mejoró solo, porque él se agotó, porque la impotencia se le hizo enfermedad en los pulmones y las arterias y creo que ya no tiene fuerzas para la violencia.