Si el Paraíso fuera una oscuridad solitaria, parecida a ésta, no estaría del todo mal. Tal vez la luciérnaga-hada no volvió a aparecer porque se adormeció en esta oscuridad cálida y sin sonidos. Seguramente a ella no le gusta andar haciendo simulacros. Seguramente.
Muchas veces yo hice simulacros para intentar despertar a este hombre. Despertarlo de ese letargo. Pero siempre terminé quedándome en un vuelo corto, tan corto que al final terminaba, además de sin haber conseguido nada, llena de vergüenza y de bronca. Pero algo ocurrió una vez que me marcó, que marcó mi relación con este hombre y creo que marcó la relación de Gabriel con este hombre. La de mis otros hijos no. Bueno, Manuel aún no había nacido y Julia era una nena de brazos. Y Alejandro, que es un año mayor que Gabriel, dormía, por suerte no vio nada de nada. Pero Gabriel quedó resentido, hasta hoy, porque ya tenía diez años, una edad suficiente para entender, para juzgar por sí solo. Es que este hombre esa vez me dio una cachetada. Yo hice la pantomima de irme, de decir que los abandonaba, a él y a los chicos, para siempre. Y un poco de resultado dio, un mínimo aunque sea, porque lo hice convencida, y porque nunca más permití que me tocara de esa manera, y nunca más tampoco, desde esa vez, lo llamé para mis adentros «marido». Así de cruel puedo ser yo, así de dura, si quiero. Mucho menos «mi» marido. Creo que algo se perdió ese día y nunca lo pude recuperar del todo.
Había encontrado la carta de esa chirusa: la mujer del gordito de la funeraria, la Tumbeta. Una mujer que en esa época era deseada por todos, y aunque bastante mayor que yo, parecía recién salida del liceo. Y pensar que ahora está arruinada, después de la muerte del Tumbetita, pobre chico, pobre mujer, en definitiva. A veces la vida cobra bien caro. Ella había escrito una carta dirigida al Señor Negrito, Presidente del Club Social y Deportivo Brisas del Plata. ¿Social y deportivo?, en el vermú y las cartas yo no veo el deporte. La oxigenada esa le pedía a este baboso que le cedieran el salón de folklore, sábados y domingos, para dar clases de yoga. Clases de yoga, ¡qué atorranta! Si la habían sacado de la Sociedad Cristiana de Jóvenes porque eso más que yoga era Kamasutra de las poses que se mandaba. Se ponía en cuatro, en ocho, en dieciséis, con el jogging tan ajustado que se le veía hasta la raya menor. Dios mío, perdón, pero de sólo pensarlo me hierve la sangre. Aunque nunca me hubiera imaginado que iba a pasar lo que terminó por pasar.
Encontré la carta en el bolsillo del pantalón de este hombre, porque yo reviso los bolsillos antes de lavar la ropa, y también los revisaba cuando estaba embarazada o recién había parido, porque una se pone así, se siente fea, se siente gorda, no sé. Y cada cual cuida lo que tiene.
—Así de cortita, mujer: revisale todo —me dijo una vez mi amiga Lucy.
Será, pero agarré la carta y no le dije nada. La carta estaba perfumada. ¡Una carta perfumada al presidente de un club! Me la metí en el bolsillo de atrás del pantalón y la tuve toda la mañana ahí. Yo siempre me meto las cosas que odio en el bolsillo de atrás del pantalón, las que me entran por supuesto, para sentarme encima de ellas y de alguna manera comenzar a destruirlas. En cuanto él llegó se acordó del error que había cometido al olvidarse la carta en el bolsillo y entró en la pieza. Me preguntó si le había lavado el pantalón azul. Le dije que no, que estaba limpio y lo había guardado en el placar. Volvió a entrar en la pieza y yo seguí como si nada, haciéndome la tonta. Les pedí a los chicos que le dieran un beso al padre y que terminaran de comer. Le serví a él golpeando un poquito, sólo un poquito, su plato contra la mesa, como dejándolo caer. Yo soy terrible también, yo lo busco y lo busco todo el tiempo. Almorcé sin decir nada. Él me miraba desconfiado pero me mantuve esquiva. Si levantaba la cabeza y lo miraba a los ojos, no le iba a dejar ninguna duda. Cómo me conoce este hombre, y cómo lo conozco yo a él, claro. Suspiró, pero porque no podía arriesgarse. Gabriel y Alejandro terminaron las milanesas y entraron en su cuarto a hacer los deberes. Y este hombre volvió a suspirar, miraba su plato, y comía despacio. ¿Y si yo no tenía la carta?, se deschavaba al divino botón. Zorro, pensé.
A eso de las dos y media, cuando terminé de lavar los platos, le di el pecho a Julita y les pedí a Alejandro y Gabriel, que tendrían unos diez años, que miraran a la hermana que estaba dormida, que yo salía por diez minutos, y me crucé a verla. Toqué timbre, pero en vez de salir ella salió el gordito, y yo, rabiosa, se lo largué sin preámbulos.
—No me importa que su mujer vaya moviendo el culo por toda la cuadra, Fernández —le dije—, pero si se quiere meter en mi familia, con mi marido, la cosa va a terminar mal.
El hombre me escuchó sin interrumpirme. Pobre, era un buen hombre, con esa impavidez de los enterradores, pero bueno y decente. Y yo, hecha una furia, seguí diciendo cosas. Tenía que haber parado ahí, pero no lo hice. Dije cosas feas, amenacé hasta con denunciar que había noches en que los cadáveres se quedaban en la ambulancia, estacionadas en la calle. Era verdad, pero no tenía nada que ver con esto. Dije todo lo que comentaba el barrio de él, de ella, de ese extraño embarazo que había traído de unas vacaciones en Brasil. Estaba como una loca, y hasta me hamacaba como para consolar a Julia que era una nena de brazos, ¡qué loca! Si la había dejado en la casa, durmiendo, con los hermanos.
—Vayasé, señora, por favor —me dijo por fin el gordito con una cara que me partió el alma.
—Tiene razón, mejor me voy —le respondí y amagué con cruzar la calle. Pero volví sobre mis pasos, porque soy gallega, y si se me mete algo en la cabeza no paro. Y fue ahí que le largué esa que el Negro casi no me perdona.
—¿No se da cuenta de que usted es un cornudo, Fernández? ¿No piensa hacer nada al respecto?
—Hace rato que lo pienso —dijo él y recién ahí entendí que la cosa podía volverse grave—. Ahora vayasé, señora.
Yo me di cuenta de lo que había hecho e intenté bajar un poco los decibeles.
—Hable con ella, a eso me refiero —dije.
Pero el gordito sólo me repitió que me fuera, con respeto y formalidad, pero mordiendo las palabras, y yo crucé la calle al trote y me metí adentro de casa.
Esa misma noche le hinchó un ojo y le dejó el labio de arriba partido. Hasta le arrancó un mechón de pelos tan grande que le quedó marcado el pelón por varios meses. Ella salió corriendo hasta el club y el gordito atrás, tratándola de puta y diciéndole que la iba a matar. Yo no hubiera imaginado nunca algo así. Lo pararon los muchachos. Dicen que si no, la mata de verdad. Y ella, María Magdalena, le lloró la pena a este hombre.
—Negrito, su mujer me acusó, le fue con mile de calumnia a mi marido.
Así hablaba la chirusa, sin las eses y con mile. «Mile de orgasmo por día», nos había dicho una vez a mi cuñada Laura y a mí. Andá a lavarte el Kamasutra, mirá. Esa vez te dieron mile de piña para que aprendas a no ser atrevida, a respetar a los hombres de las demás. Pero este estúpido, que a veces lo mataría, se vino con ella, con Fernández, con Coco y Rabanito a buscarme a mi casa. Entraron todos. Yo hacía los deberes de la escuela con Gabriel, y Alejandro dormía al lado de su hermana.
—¿Qué te pasa, María, estás loca? Loca y tarada estás.
—Sí, loca, sí, pero tarada no, querido. Acá el único tarado sos vos, bueno, y el funebrero —grité—. Pero loca sí, sola, con tu mamá insoportable y siempre enferma, y con dos pibes y una nena chiquita, a meses de haber parido, tratando de que se me cierre otra vez para vos, para gustarte de nuevo, para que dejes de entretenerte en otro lado —dije y le tiré la carta en la cara.
Creo que tirarle la carta en la cara fue lo peor, y justo cuando iba a darme vuelta sentí la cachetada. Fuerte, me dio vuelta la cara y me dejó el oído zumbando. Me dolió, pero más que nada me dejó aturdida. Tuve que hacer un esfuerzo enorme para levantar la mirada y enfrentarlo delante de todos. Este hombre me había levantado la mano delante de toda esa gente. Lo siento ahora acá. En la panza, lo vuelvo a sentir y lo patearía en las costillas. Qué vergüenza. La humillación que sentí frente a la sonrisa de la Tumbeta que parecía una caricatura con el labio hinchado y el ojo izquierdo en compota. Creo que la presión me habrá llegado a cero porque se me nubló la vista. Hice fuerza, no iba a darles el gusto de desmayarme. Le dije «hijo de puta», no se lo grité, se lo dije, y él se habrá asustado porque Coco me cuenta siempre que tenía una cara de arrepentido bárbaro. Recién ahí reparé en Gabriel, había dejado el cuaderno y lo miraba al padre con una cara de odio que pocas veces vi en un chico de su edad y que nunca le había visto a él, una cara transfigurada. Entré en la pieza y salí con un bolso, toda la plata que tenía y un abrigo. Me preguntó adónde iba y le dije que lejos, lo más lejos posible, si podía me tomaba un avión para Uruguay, allá yo tenía una tía, una tía negra, no de sangre, claro, pero que había sido mujer de tío Héctor y había tenido un hijo con él.
—Me voy, a lo de mi tía la Negra.
—Pero si ni siquiera tenés la dirección, y seguro que la plata no te alcanza.
—La dirección es Uruguay, y con lo que tengo entre las piernas seguro que me alcanza para llegar bien lejos —dije eso, pero por más que lo repito ni yo lo puedo creer.
—Me voy, hijo de puta, me voy. A ver qué hacés con los chicos, a ver de qué te disfrazás, a ver si esta chirusa oxigenada te ayuda.
Y salí. Escuché la voz de Laura que decía «los chicos, nena, los chicos», el «mamá» de Gabriel, pero igual salí. Cerré de un portazo y corrí hasta la esquina y doblé en Belgrano que por ese entonces no era avenida, era una calle empedrada con los paraísos florecidos. Doblé y corrí más, hacia el baldío al costado del arroyo abierto, hacia el aroma de tilos que venía con el viento. Llegué al arroyo y empecé a caminar en dirección a la avenida Mitre. Me sentía sola, desgraciada, fea, en dos horas le tocaba el pecho a Julia, pero estaba mi cuñada y ella seguro le iba dar la leche de fórmula. O algo iba a hacer. No lloré, no podía llorar, y ahora, aunque me cueste reconocerlo, sé que esa pequeña libertad de caminar por el costado del arroyo me hizo dudar de todo. De haberme casado, de haber tenido hijos, de haber atado mi destino a ropa, pañales, comida, limpieza, y a un hombre. Una mujer sola parece no tener nada pero si quiere lo puede tener todo, incluso muchos hombres. Todos los que quiera sin que nadie la juzgue. Nunca quise tener más que a este hombre, pero pensé en eso, pensé incluso en hacer lo que había hecho mamá, irme, y que la familia de mi suegra dijera lo que dijera. Los chicos iban a sobrevivir, tal vez nunca me perdonaran, pero iban a estar bien. Pensé de verdad en irme a Montevideo, me vi caminando todas las mañanas por la playa, incluso en invierno. Qué lindo lugar, tan cerca y tan lindo. O irme a Tucumán, donde sabía que estaba el circo de mi primo Norberto. Una vida de circo, o una vida de gitana, de faldas hindúes, pies descalzos y serenatas de amor y vino a la luz de un fogón. Eso, no esto: recuerdo que lo pensé de esa manera. Qué dolor me causa recordar que pensé así. Eso, no esto.
Será, pero si le dedicás la vida sin quejas a un hombre y a sus hijos y ni siquiera lográs un lugar de seguridad, de contención, ¿no te están empujando a equivocarte? Hay cosas que no deben pasar delante de los demás, y más cuando estás sensible y te sentís sola y ahogada. Se juntan cosas, sobre cosas, sobre cosas. Que en once años de matrimonio pariste tres veces, que eras flaquita y tierna y los chicos pesaron cuatro kilos y cuatro kilos doscientos y tres y medio la nena. Que te exigís levantarte antes de que él se levante, y además de hacer el desayuno te tomás el tiempo para estar de buen humor, bien vestida, bien peinada, deseable. Deseable para algo que todavía no podés desear ni remotamente, y que en secreto, porque te da vergüenza hablar de estas cosas con alguien, sentís que no vas a volver a desear durante el resto de tu vida. Si todavía te duele cuando vas al baño, todavía te da impresión agacharte, sos una mujer de treinta años que ya puso tanto el cuerpo. Tan cerca estás de esa chica llena de ilusiones que soñaba con un poema romántico. Hasta hace un par de años nada más, soñabas. Tiempo pasado. Pasado para siempre. No se puede hacer un clic de la mañana a la noche, darse de cabeza contra la realidad y decir bueno, no importa, acá estoy. Los árboles mueren de pie, María. Como la vez que me caí, por miedo al gallo, en el gallinero de bisa María. Con las rodillas y las manos rojas, raspadas y con sangre, me puse a llorar. Y fue la única vez que bisa me gritó, no fuerte, pero firme:
—Arriba, María —me dijo—. Levántate, niña; levántate, María, que se llora también de pie.
Yo no quiero morir, nunca quise morir, mucho menos quise estar muerta en vida.
Era extraño caminar por la ribera de ese arroyo podrido, yo lo había visto todavía limpio, allá por mi primera infancia. El olor me distrajo, me entristeció: en tan poco tiempo le habíamos hecho tanto daño al mundo y en ese mundo iban a vivir mis hijos, mis nietos. Iba a cruzar para el lado de la Villa Mariel pero preferí quedarme del lado de los baldíos. Me saludó Teresa, parada frente a la puerta de su ranchito, uno de los primeros antes de que la villa se replegara en infinitos pasillos de tierra, mostrándose a los posibles clientes que a esa hora desfilaban en auto por ahí. Levanté la mano y le devolví el saludo. Respiré profundo: la tarde era cálida, llena de una esperanza indescriptible. Todavía me ardía la cara por el cachetazo, pero más me ardía el corazón por la vergüenza. ¿Podía abandonar a mi familia? De hecho acá estoy, pero ¿hubiera sido capaz de abandonar a mi familia? Miré a Teresa, con su poderoso aire de polaca, ese cuerpo monumental, esa cabellera larga y dorada, natural. Qué mujer hermosa, sé que me quería mucho. Ella había sido algún tiempo atrás la primera mujer con que este hombre había estado, y otros también, por supuesto. Y sin embargo, eso, en vez de alejarnos, no digo que nos había hecho amigas, hubiera sido imposible, pero nos había hecho sentir afecto una por la otra. Y muchas veces, sin que nadie lo supiera, yo me detenía a charlar con ella, en la feria, o camino a la iglesia, donde a veces nos encontrábamos porque ella iba a misa algunos domingos.
Vi que Teresa me hacía señas como de «ojo, nena» y yo iba a gritarle cuando pasó algo que me dejó con la boca abierta: frente a ella, arroyo de por medio, un auto se fue de trompa al agua podrida, barranca abajo. Comenzó a largar humo del motor mientras el tipo salía de adentro y, trastabillando, intentaba subir el desbarrancadero. Me asusté, pero no atiné a hacer nada. El tipo logró por fin subir, los pantalones empapados y embarrados, se agarraba la cabeza y lo único que decía era «la puta madre, la puta madre». Teresa, en deshabillé, cruzó el puentecito peatonal que era de madera y me atajó justo cuando yo iba preguntarle al tipo si le había pasado algo.
—Dejalo, nena, eso le pasa por mirarle el culo a las señoras como vos.
Me quedé helada.
—Si precisás una manito, papi, cruzate a la vereda de enfrente. Pero acordate de usar el puente de cemento, por Madariaga, dos cuadras para allá —le dijo Teresa y largó una carcajada que me hizo contagiar a mí también.
—Putas de mierda —dijo el tipo y empezó a caminar hacia el lado de la avenida Agüero.
—A mucha honra, boludo —le contestó Teresa y yo iba a decirle «más puta será tu abuela» pero no lo hice por respeto a Teresa.
Después de que el tipo se alejó nos reímos juntas, pero Teresa se puso seria de golpe. Me había sacado la ficha, como dicen ahora; me preguntó qué me andaba pasando.
—Me pegó —le dije, seca, sin dramatismo—, con la mano abierta, una cachetada.
Cruzamos el puente peatonal y nos metimos en su rancho. El mate estaba caliente y había un paquete de bizcochitos abierto sobre la mesa. Me habré quedado media hora, hablando sin que me interrumpiera, desahogando el nudo que tenía en la garganta. Le dije que la envidiaba, que de nada al final servía ser una mujer de un solo hombre, que era poner todos los huevos en una misma canasta y eso era ser una chata, ser una mujer sin visión, sin perspectiva. Le dije que igual no pensaba más que tomarme la tarde, aunque a él le había dicho que me tomaba un avión a Uruguay. Teresa me preguntó por los chicos y le dije que seguro estaban bien, no porque este hombre supiera qué hacer con ellos, si no porque en la misma casa, en la parte de adelante, vivía mi cuñada Laura.
Terminamos de tomar mate y Teresa me dijo que era una buena idea eso de los aviones. Yo no entendí bien, ella me lo aclaró.
—Vamos ahora. Me cambio y nos vamos a la Costanera, a ver los aviones salir de Aeroparque. Tengo un amigo, ya sabés. ¿Alguna vez estuviste en una torre de control?
—¿Estás loca, Teresa?
—No estoy loca, soy una loca, que es bien distinto —dijo y soltó otra vez esa carcajada de madama.
Se vistió de jeans y camisa roja furiosa y nos fuimos a la parada del 33. Vino enseguida, y ni siquiera pagamos boleto. Teresa saludó al chofer con un beso y se quedó, unas cuadras, parada detrás de él, como papá siempre me tuvo prohibido, como hacían las putas, según él. Y bueno, Teresa era una puta. Le dio otro beso al chofer y por fin vino a sentarse conmigo.
El ramal Dock Sud de la línea 33 tiene un recorrido más pintoresco que el ramal Barracas. Pasa por Puerto Piojo, por el Puente Viejo y recorre La Boca de punta a punta. Después va por el Bajo y sale a la Costanera. Termina en Ciudad Universitaria. Debían ser cerca de las tres de la tarde y me di cuenta de que tenía un hambre de locos. No había comido nada desde la mañana. Se lo dije a Teresa y bajamos en uno de los carritos y nos comimos un choripán cada una con un vaso de vino. Estaba riquísimo, tenía el sabor adicional de la escapada, de esa pequeña libertad prohibida y, la verdad, en ningún momento pensé en los chicos ni en este hombre. No sé si eso estuvo bien, pero es lo que pasó. Teresa y yo, María y su amiga prostituta comiendo choripán y tomando vino a escondidas en un carrito de la Costanera.
Antes de terminar, con el último trago de vino todavía en el vasito de cartón, caminamos hasta el Aeroparque. Entramos y fuimos hasta una puerta que decía Aerolíneas Argentinas - Sólo Personal Autorizado. Teresa entró como Pancho por su casa y encaró a un tipo que tenía uniforme de aviador. Nos hicieron esperar y al rato vino un hombre pelado, de más de cincuenta años y una panza enorme. Le dio un beso a Teresa y preguntó por mí.
—¿Y tu amiga? —dijo.
—Mi amiga se mira y no se toca, papito —dijo ella—. Está triste, pensé que le haría bien ver desde la torre los aviones que salen. Siempre me pareció romántico.
Y lo fue. La torre de control parecía un laboratorio del futuro, bueno, ahora una está acostumbrada a ver esas cosas, pero en esa época yo apenas tenía un televisor blanco y negro. Todas esas luces verdes y rojas, esos ruiditos, la visión perfecta de las pistas. Era como en una película. Nos dieron café y unas rosquitas dulces y nos quedamos allá más de una hora. En un momento Teresa desapareció disimuladamente, aunque yo me di cuenta, con el pelado. Cuando volvió me dijo que era hora de irnos, que mi marido estaría preocupado por mí y que ella tenía algunos compromisos.
—Nos llevan en auto, nena —agregó, y me guiñó un ojo.
Ese viaje de vuelta fue mientras comenzaba a atardecer, y lo recuerdo como si hubiera sido un sueño. Llegué a la puerta de mi casa con Teresa. Mi suegra y Laura estaban aún sentadas afuera tomando mate. Laura sostenía a Julita en sus brazos y los chicos no estaban. En cuanto me vio, le dio la nena a la vieja y se levantó. Enseguida salió este hombre. La carita que puso cuando vio quién me había traído de vuelta es algo que no voy a olvidarme nunca.
—¿Vos? —le preguntó el muy sonso.
—No, otra que se parece a mí —le contestó Teresa—. Escuchame, nene, si vos perdés a esta piba sos un tarado, y si la seguís tratando así la vas a perder. Uno se fue al arroyo con el auto y sólo por mirarla.
—Yo… —alcanzó a decir él, y se quedó callado.
Fue lo único que pudo decir a la tremenda levantada en peso que le dio la mujer que lo había hecho hombre. Una mujer como nunca conocí en mi vida, un monumento, un ser de luz en un mundo de oscuridad. Son las cosas que no puedo hablar con nadie, que nunca voy a poder hablar con nadie. A veces, no siempre pero a veces, una prostituta puede ser la mujer más maravillosa de todas. Por más que a una le hayan dicho toda la vida que eso está reservado para las vírgenes. Dios me perdone, pero a veces no.
Entré en casa. Laura me dio un beso y, como siempre esa cuñadita, ni un juicio tuvo para mí. Me dijo que había dos tartas en el horno. Fui a mi pieza y besé a Gabriel y Alejandro, que hacían los deberes de la escuela como dos santos. El único que me habló fue Gabriel.
—¿Te vas a quedar en casa, mamá? —dijo—. Que se vaya papá, pero vos quedate.
—Nadie se va a ir, mi amor. Fue todo un malentendido. Yo siempre voy a quedarme en esta casa, al lado de ustedes.
Dije eso pero apenas podía sentirlo. Seguía furiosa, seguía mal. Laura me trajo a Julia y le di el pecho. La nena estaba llena, pero a mí me dolía y necesitaba ese contacto para querer otra vez esa vida que me estaba defraudando.
Comimos en silencio, este hombre y yo, cuando los chicos se habían dormido. Y sólo después, en esta misma cama, en esta única cama de mi vida, en la única que compartí alguna vez con un hombre, espaldas con espaldas, sin encender la luz, sin el valor de mirarme a la cara, me dijo entre sollozos que me quería y que antes de levantarme la mano otra vez se la cortaba. Y yo fui cruel, porque no podía volver a aferrarme al matrimonio tan rápidamente. Me di cuenta de que ése era el peligro de sentir la independencia, que una sufre, mucho, pero que al final va a salir fortalecida. Le dije que se durmiera, que por una vez, por favor, respetara el silencio del otro y no encendiera la radio.
—Haceme caso, dormite —le dije—, en una semana va a ser como si no hubiera pasado nada.