Si pudiera tener un cuarto con ventana, me gustaría que diera al mar. El mar. Podría traerlo al borde de esta cama ahora mismo. Podría imaginarlo. Entonces también puedo imaginar una ventana que dé al mar. Lucy me contó que los budistas dicen que una lleva la prisión adentro. Creo que lo que quieren decir, en realidad, es que una lleva adentro la posibilidad de ser libre. Eso hago ahora, intento encontrar las cosas que me gustan, pensar en ellas, con los ojos abiertos en esta negrura que hace más perfecto el silencio. El mar.
Las olas rompen contra una muralla derrumbada. La espuma es blanca, parece el efecto de un ácido que carcome la piedra, que la va dejando lisa, brillante. Viento y estrellas y el cielo es claro, casi celeste. Una noche celeste. Quien quiere celeste que le cueste. No. Así no, hay que hacerlo con seriedad, nena. ¿Serán de arena blanca las costas de Galicia? Me gustaría imaginar el sonido de ese mar, de esa costa. Seguro que con el tiempo voy a poder, casi todas las cosas se consiguen con el tiempo.
Qué raro que ni un gato camine por el techo. La luciérnaga no aparece, pero hace unos minutos escuché el ruidito de madera cerca de la pared. Se quedó adentro, entonces. Aunque afuera parece haber parado la garúa, ni el viento se escucha. Tal vez ya haya neblina. En Galicia la neblina es muy común, me lo dijo bisa María. Y este hombre durmiendo bien profundo. ¿Estará durmiendo profundo Gabriel?
Será, pero muchas veces me detengo a escuchar respirar a los que duermen en mi casa. Lo hice con mi padre, lo hice con cada uno de mis hijos, y lo hago cada tanto con este hombre. Enciendo mi linternita y arrimo la oreja a su cuerpo. Porque es extraño que él, un fumador, que de día está tan agitado, a veces por las noches es como si dejara de respirar. Se silencia por completo, como esta noche, escuché como un gemidito, hace un rato, pero ahora no lo escucho. Nada, ni un silbido, ni un soplo de aire. A veces lo hago con temor, con miedo de que el contacto me lo revele frío. Y justamente hoy no lo hago por temor, es que siento mucho frío, ya lo dijiste, María, mucho frío, mucha ausencia. Pero soy yo, seguro. Dios mío, ni pensarlo.
Este hombre y yo siempre estuvimos conectados. Yo estuve conectada con él, al menos. Siempre supe, por ejemplo, cuando estaba teniendo una pesadilla. Durmiendo a su lado o planchando en el patio también, sin tenerlo al lado quiero decir. Yo plancho a la noche porque es más fresco, y una vez planchaba y sentí que algo andaba mal. Entonces vine a la pieza, lo desperté y era que estaba teniendo una pesadilla.
Sé que sus pesadillas tienen que ver con la muerte, con la muerte que se instaló en esta casa hace tiempo ya. Me asusta eso. La casa della morte la llamó el zio Giovanni. Ese hombre es un tano diferente, muy diferente. Al igual que lo fue su hermano, mi suegro. Los chicos no lo quieren, sobre todo Gabriel que reniega de todo lo que es italiano. Pero juzga mal al zio Giovanni. Rechazó los papeles para hacerse ciudadano de Italia. Y no está mal que los haya rechazado, no está mal ese orgullo por más que sea poco práctico o casi idiota. El problema es la manera, esa manera ofensiva que él tiene. Es como si se lo dijera a este hombre, como si jugara indirectamente a ofenderlo dentro del límite de lo irreprochable. Hay algo muy bueno en Gabriel, algo diferente, algo que brilló en su infancia y aun en su adolescencia; pero algo muy malo siempre trata de abatirlo, de darle la zancadilla. Pero sé que vas a salir librado, hijo mío, yo rezo para que salgas librado; a la Virgen, a San Jorge, a mi Sagrado Corazón.
Es agobiante esto que me pasa, es difícil. Y si le sumo que, por una cosa o por la otra, estoy durmiendo poco últimamente, se entiende que esté tan cansada. No sé. Anteayer los gatos se pelearon toda la noche, y en este techo se escucha todo. Aunque escuchar la lluvia es algo lindo. ¿Cómo alguien puede escuchar La oral deportiva o algo por el estilo cuando el golpeteo suave del agua contra la chapa te invita a pensar, a dormir, a soñar cosas lindas?
Soñar es algo que me pasa seguido. Mis sueños suelen ser placenteros o prácticos. Casi nunca tengo pesadillas, y aunque suene tonto o parezca increíble, yo muchas veces tomo decisiones importantes mientras sueño. Me acuesto preocupada por algo y, si es que eso tiene solución, me levanto con la respuesta que andaba necesitando. Así me pasó con el embarazo de Manuel. Yo tenía cuarenta, y los cuarenta de hace veintipico, para el embarazo y para otras cosas también, no eran los cuarenta de ahora. Ahora una mujer no tendría problemas en quedar embarazada a los cuarenta años. Será, pero yo tenía, aparte de una vergüenza boba, miedo; y por la cabeza me pasaban un montón de cosas. Y encima los que tenía cerca, excepto Juan, no resultaron buenos consejeros.
En primer lugar nadie quería entender que yo estaba embarazada, mucho menos mi suegra. Ella decía que yo me había sugestionado y que por eso no me venía la regla. O que ya no me iba a venir más, que era una especie de menopausia prematura que en Sicilia era muy común por causa de il volcane, y no recuerdo cuántas pavadas más. Mi cuarto, no, mi quinto embarazo, ¿y yo no iba a saber que estaba embarazada? Es que hubo otro. No quiero pensar ahora en eso. Y bueno, fue entonces que me acosté y zas, soñé con el nieto que iba a darme mi nuevo hijo, con la alegría que iba a traer a mi vida ese nieto, la reconciliación de muchas cosas, la paz de que cada vez que viera a ese nieto cara a cara iba a sentir que había hecho lo correcto. Porque gracias a mí, a que estuve serena, es que Manuel anda por la vida ahora. Y su hijo, claro, porque es una cadena, dos soles en mi vida, dos soles nacidos de haber tomado la decisión correcta. En la otra decisión, en la decisión que dejé que los demás tomaran por mí, me cuesta pensar. No te cuesta, María, te duele: tenés que llamar a las cosas por su nombre. Dios mío, la palabra es aborto.
La luciérnaga volvió a saltar. Ahí, otra vez ese golpecito en la madera, igual que hacen los grillos. No creo que una luciérnaga-hada sea tan dura como un grillo, pero seguro tiene una protección, una piel como una armadura. Seguro. Ojalá vuelva a encenderse.
Será, pero ponerse mucho tiempo a pensar es algo que poco a poco se vuelve pesado, que ahoga. Creo que es por eso que ahora siento este nudo en la garganta. Hace un rato que estoy pensando cuando debería estar haciendo cosas. Sin embargo es claro que no voy a levantarme ahora, todavía no, y una no puede estar acostada así como así, sin pensar. Suena fácil pero no lo es. Y por más que los pensamientos sean buenos y mis anhelos sencillos y alcanzables, el problema es que no son más que recuerdos y deseos, pasado y futuro. Y todo eso está allá, mientras yo sigo siempre estando acá. Vos acá y ellos allá, María, eso. ¿Y entonces? ¿Por qué nacemos predestinados a perseguir una felicidad que vive siempre donde nosotros no estamos?
Siento que el problema es grande, tan grande que es como si se agotara en sí mismo tan sólo al excederse permanentemente. Como una falla en la tierra, como una falla en el techo. La misma que hay en esta habitación y que en un ratito nomás, si la lluvia se decide, va a dejar pasar el agua. O a las seis de la mañana va a dejar pasar un tenue rayito de sol, el mismo de todos los días. Cada vez más agujero, cada vez más agua. El agua siempre es bendita, aunque ahogue, no sé. Viviría una vida con lluvia. Pero el sonido sobre las chapas ahora sí parece más viento que lluvia, parece más fantasía que realidad. Y este hombre que hace años sólo tapa los agujeros en las chapas de zinc. Nunca quiso hacer una losa. Dice que la casa es más fresca así, es más casa. Y puede ser, pero tiene más años que la injusticia este techo, más años que yo y que él juntos. Entonces las goteras vuelven a aparecer. Porque el error es tapar. Es lo mismo que la droga. Yo vivo de cerca ese problema, me duele tanto admitirlo. Pero si no empiezo por admitirlo acá, a solas, para mí misma, ¿cuándo?, ¿dónde si no?
Alejandro y Gabriel empezaron los dos igual: pensando diferente, sintiendo lo peor del mundo mucho más fuerte que lo mejor del mundo. No sé si tienen razón pero el resultado es que se hacen daño, mucho, que nos hacemos daño, los unos a los otros. Pensar que son chicos tan inteligentes. Ahora también Manuel, aunque es sano está con el discurso ese de los mayores, que el mundo esto, que el mundo aquello. Y dale con que la humanidad es una porquería, con que mejor que se hunda. ¡Nosotros somos la humanidad! Si se hunde la humanidad, nos hundimos nosotros. ¿Para qué les sirvió haber leído tanto? Manuelito parece hijo de Gabriel, están cortados con la misma tijera. ¿Para qué? Los animales, las plantas, el aire, el agua, la tierra, todo es por y para el hombre. Yo tengo fe. Pero si Dios no existiera, ¿no sería del mismo modo? Yo quiero que la vida que di llegue a buen término, de lo contrario no habría puesto tanto el cuerpo. Y aunque no sepa bien de lo que estoy hablando cuando digo «buen término» (porque a lo único que uno llega ya sabemos a qué es, y más vale no nombrarla), estoy obligada a saber, a intentar entender lo que quiero para mí y para los que amo.
Lucy me habla mucho del budismo y a mí me gusta, porque ella me gusta, porque es mi gran amiga. Ella vive muy bien con ella misma, y dice que lo logró desde que vive el minuto en el minuto mismo. O sea, cuando come, come. Cuando duerme, duerme. Cuando camina, camina. Cuando actúa, actúa. Y sigue la lista con todo lo que hagas. Así enumera ella y te lo ejemplifica. La guaranga también hace las malas palabras, esas que no voy a repetir ni mentalmente.
Cuando coge, coge. Soy incorregible. Cuando caga, caga. ¡María, basta! Delante de este hombre no se me ocurre hablar así, delante de Gabriel tampoco. Lucy dice que ese lugar en el que ellos me tienen es el lugar en que una vez yo me puse. O sea, que soy una reprimida por mi culpa, una autorreprimida me dice Lucy. Es que ella es diferente. ¡Y tiene un cuerpo! Habla de lo que quiere, como quiere y delante de quien sea. Y hace eso del budismo. Bueno, su exmarido le pasa un montón de plata por mes, le mantiene dos casas, una acá y una en Pinamar, y le paga los gastos de una muchacha cama adentro. Y ella sólo hace teatro y budismo. El marido es un boludo insoportable, pero tiene cuatro curtiembres y con este asunto del euro se terminó de forrar.
Será, pero con plata yo también cuando como, como; cuando duermo, duermo; cuando puta madre, puta madre. Yo no puedo ser budista como Lucy porque, mientras como, tengo que pensar en que tengo que lavar los platos rápido para después preparar la ropa para llevar a mi nieto al colegio, comprar lo que haga falta para cenar pensando en que todavía tengo que limpiar la casa con el agua jabonosa que sobró de lavar la ropa fina, y esto quiere decir lavar la ropa fina pensando en no tirar el agua jabonosa para ahorrar aunque sea un poco en artículos de limpieza. Cuidar que esa ropa dure para que mi familia esté bien vestida, cuidar que la comida sea equilibrada para que se alimenten bien y hacer malabares para que los cuatro mangos de todos los meses alcancen para todo eso además de pagar los servicios, los medicamentos míos y de este hombre y viajar en colectivo. Pero actriz sí que soy, no me hace falta estudiar en ningún lado. Siempre estoy bien, siempre trato de empujarlos a todos para adelante, de no mostrar ni dolor ni cansancio.
La verdad es que me dan un poco de celos de Lucy. Un poco no, nena, vamos. Es que a mí también me hubiera gustado hacer teatro. Bailar ya bailaba de antes de conocer a este hombre, pero andá a decirle que me gustaría bailar en público o hacer teatro.
—A las que hacen teatro les gusta que les toquen el culo, nada más eso les gusta —me dijo una vez.
Adelante de Lucy lo dijo. Pero sé que no lo piensa, sé que lo dijo atajándose de que yo le pidiera permiso para acompañarla. Nada que se salga aunque sea un poquito del molde tradicional de lo que tiene que ser una mujer le gusta a este hombre. Pero para hacer justicia, Lucy tiene razón y él es como es porque yo lo dejé todo por él, incluso antes de que él mismo me lo pidiera. En última instancia es la mujer la que hace al hombre, para bien o para mal.
Pero el arte corre por las venas de la familia Reyes. Y eso es un sello de nobleza. ¿O no? Es una propiedad del espíritu amar el arte. No sólo practicarlo, sino amarlo, preferir un buen libro a uno malo, una buena película a una mala. Saber que un valsecito bien cantado en determinada hora de la tarde puede cambiarte el día, hacerlo más espiritual, alinearte el corazón, enderezarte el alma. Me habría gustado que escribieran un tango para mí. Tengo un sello de nobleza,/ yo soy Reyes de una pieza,/ tengo voz de bandoneón. Suena lindo. Aunque eso de voz de bandoneón no tanto. Mejor no, mejor mi voz que voz de bandoneón, no es un piropo muy lindo ése.
Será, pero una vez actué en público, en el circo de mi primo Norberto, con papá y los chicos. Alejandro de nueve y Gabito de ocho años. Estuvo tan divertido y emocionante. Además con lo que pasó en la función creo que jamás me voy a olvidar de ese día. El circo todavía anda por ahí. Qué vida la de esa parte de la familia, los hijos de mi primo nacieron todos en el circo, estudian tres meses acá tres meses allá. Ellos dicen ser felices. Yo les creo, es nomás verlo a él y a su familia. Son felices. Debe estar viejo Norberto.
Y ese payaso, José se llamaba, el payaso poeta, tan dulce, tan simpático y educado. Siempre le hacía la misma pregunta al público: «¿Saben por qué me gusta tanto el circo?». La gente gritaba a coro que no, que no sabía. Entonces él decía: «Cómo no me va a gustar, si los niños cuando llegan son como pájaros revoloteando inquietos entre las butacas vacías».
Me acuerdo tan bien de él. Eso que decía era de sus obras de teatro, las obras que daban los martes en el mismo circo.
Sanjuanino. Pero amaba Buenos Aires, decía que también era su ciudad. Siempre me hacía preguntas extrañas:
—Señorita, ¿alguna vez vio una calle llena de pájaros muertos?
Yo le contestaba que no.
—¿Adónde van a morir, entonces, los pájaros? Tal vez se conviertan en ráfagas de canto y de luz. Pero los niños mueren dentro del hombre, nuestro pecho es su triste sepultura.
Es lindo, muy lindo. Dónde andará José ahora, me lo imagino entre calles antiguas, me lo imagino predicando como un Cristo pero sin religión. Una especie de sabio griego, un Sócrates con toga y todo.
Será, pero eso de actuar fue inolvidable. Inolvidable. Seis ensayos tuvimos con papá, sobre todo la escena del león y el auto. Papá y yo éramos un matrimonio de exploradores en el África y habíamos capturado vivo a un león, y los chicos eran unos pigmeos caníbales dueños de ese león que venían a rescatarlo y a vengarse de nosotros. Papá y yo teníamos que huir hasta el auto, ponerlo en marcha con una enorme explosión que se lograba al darle vuelta a una manivela en el frente y salir de piques. Tanto que el auto se paraba en dos ruedas y ése era el momento más emocionante del acto. Los chicos estaban tan lindos, con taparrabos y plumas y unos collares de vértebras de tiburón que estaban tan de moda en aquella época. La única preocupación mía eran las vías donde estaba montado el auto. Les repetí una y mil veces, sobre todo a Alejandro porque era el más desobediente de los dos, que no tocaran las vías ni se pusieran adelante del auto. Que por más que no saliera tan rápido, igual los podía lastimar. El perro no me preocupaba, era un gran danés enorme de más de ochenta kilos al que siempre disfrazaban de todo lo que hiciera falta. Es que el circo se anunciaba de animales salvajes, y lo único que mi primo Norberto tenía eran dos ponis, un mono que no servía para mucho porque era malo como un demonio, y este gran danés, Bach, que era muy inteligente y más bueno que el pan.
Bach hacía de tigre, de oso y de león, según el caso. Estaba entrenado para no ladrar, y para no sacarse los disfraces. Pintado con una pomada especial, con una melena hecha de lana y una especie de pompón en la cola, era nuestro temido león salvaje. Norberto tenía discos de efectos que pasaba a todo lo que daban los altoparlantes, y mezclados entre los sonidos de África aparecían los rugidos. El problema era que de tanto pasar los discos se oía muy alta la fritura, y eso afeaba un poco el efecto. Por bueno, nadie quería engañar a nadie, supongo, yo no habría actuado con un león de verdad y mucho menos mis hijos. Norberto me decía que me quedara tranquila, que entre el despelote de la gente y el volumen tan alto y el relato del presentador, o sea, él, nadie iba a notar la fritura.
—Además, el circo dice Animales salvajes, y al menos lo tenemos al perro, ¿no? —me dijo Norberto con esa alma de gitano que tenía.
—De alguna manera está bien —le dije, y me dispuse a divertirme.
El que se tomaba las cosas muy en serio, como siempre, era papá, y cuando volvíamos del ensayo en su Chevrolet 47 negro, seguía dando instrucciones: que los gritos no podían ser tan agudos, que si entre los chicos se llamaban de Gabriel y Alejandro lo arruinaban todo, que no se abrazaran al perro, que la manera correcta era pensar que verdaderamente era un león y no un perro y un montón de cosas así. Alejandro le contestaba siempre lo mismo:
—Callate, mala noche —decía. Creo que lo había sacado de Carlitos Balá. Ese chico era terrible.
El día de la primera función (que fue en realidad primera y última) hasta este hombre nos acompañó. El circo estaba repleto, la gente había enloquecido con el tigre (o sea, el perro disfrazado de tigre) y el domador, con los payasos y con los malabaristas, que eran verdaderamente muy buenos. Nosotros esperamos nuestro turno en el camarín y mientras le sacaban las rayas a Bach y lo vestían de león, estuvimos meta comer sanguchitos de miga con Coca-Cola. Es que Norberto trataba muy bien a todo el mundo y cuando la cosa iba viento en popa tiraba manteca al techo pero para todos igual. Después, cuando el dinero le faltaba se deprimía, pero nunca ahorraba, ése sí que era budista en serio, y sin siquiera saberlo.
Será, pero el asunto fue que de golpe nos llaman a presentarnos en el escenario. Cuando vi tanta gente me puse nerviosa, tanto que me empezaron a temblar las piernas. José, el poeta, me dijo que me quedara tranquila, que si algo salía mal se metía él y tapaba todo con alguna improvisada de payaso. Yo le agradecí, pero igual tragué saliva. Miré la arena, decorada como una selva, y ya había empezado el relato de mi primo Norberto, acompañado de sonidos. Hasta que se escuchó una lluvia de trompetas y una lona se levantó en el otro extremo de donde estaba el auto estacionado. La luz dio de lleno en la jaula y vimos a Bach, todo arregladito como león, y enseguida las frituras del disco y detrás de las frituras los rugidos de una manada de leones. No coincidían con nada, porque el perro, que por lo menos se paseaba de acá para allá como lo hubiera hecho un león enfurecido por el encierro, jamás abría la boca. En medio de la arena estaba el cartel: Familia Reyes presenta «La venganza de los insignificantes». Familia Reyes éramos nosotros, se ve que Norberto no se acordaba del apellido de mi marido, y lo primero que pensé fue que este hombre se iba a enojar. Pero como terminamos corriendo al hospital por la intoxicación que se agarró Gabito, al final, nunca llegó a decirme nada.
Es que Gabriel había estado comiendo, aparte de los sanguchitos, de todo: panchos, gaseosas, pochoclos, todo lo que vendían en el circo y que era gratis para nosotros. Pero yo no le había dado importancia hasta que empezó la función y vi que se agarraba la panza. «Zas, sonamos», dije. Dicho y hecho. Al principio pobrecito se aguantó, la obra duraba unos quince minutos y él, que siempre fue de dar tan poco trabajo, habrá pensado que podría llegar al final. Nunca le pregunté si se acuerda. Pero en la mitad de la rutina empezó a vomitar. Y él, siempre —es increíble porque ahora también hace lo mismo—, cada vez que vomita se pone a llorar y pide por mí. Llora diciendo «mamá, mamá». Este chico. Lo de ahora lo sé porque la mujer me lo cuenta, el grandulón, treinta y cinco años y sigue asustándolo el vómito.
No caminaron ni diez pasos que Gabriel se inclinó y empezó a hacer arcadas. «¿Qué le pasa, qué le pasa?», me preguntaba papá porque lo único que le importaba era que los chicos se estaban yendo del libreto. Gabriel se había quedado quieto, casi de rodillas por dolor, y yo iba a entrar no como exploradora sino como madre, pero papá me dijo que le diera unos segundos. En eso Alejandro soltó a Bach que al ver a los chicos en una situación diferente perdió la compostura y se puso a jugarles y lamerles la cara. Alejandro, a cada rato, le decía al hermano «dale, nene, levantate» y Gabriel, se ve que asqueado por los lambetazos gigantes del perro, empezó a vomitar más y más, y detrás de cada vómito a llorar y pedir por mí.
Papá se agarraba la cabeza y decía: «Estamos fundidos, estamos fundidos». Y el nene soltaba un poco de vómito, un llantito corto y gritaba, cada vez más fuerte, «mamá, mamá». La gente se reía, y es el día de hoy que no sé si pensaban que era parte de la rutina. Lo peor fue cuando el perro empezó a comer el vómito. Alejandro gritó bien fuerte «ah, qué asco», y acto seguido vomitó también. La gente se descostillaba de la risa. Pero en un momento, cuando papá y yo ya habíamos entrado en escena, yo olvidándome de todo y papá con la intención de arreglar el acto de alguna manera, Gabriel vomitó mucho, con verdadera angustia y se hizo un silencio muy profundo en el público. Me puse a atenderlo, a limpiarlo con mi propio pañuelo y a papá no se le ocurrió mejor idea que gritar como declamando:
—Hemos envenenado al pigmeo, huyamos —y corrió hacia el auto.
Lo hubiera matado. Alejandro se lo creyó y empezó a llorar y a perseguir al abuelo y a darle patadas gritándole que había envenenado al hermano y qué sé yo. Un caos. La gente otra vez meta risa. El auto se puso en marcha y papá salió con todo, levantándolo en el aire. Yo me quedé un instante con los chicos, ellos de indios y yo de exploradora. Agarré a Gabriel en upa y a Alejandro de la mano y saludé con una reverencia. Después le grité a este hombre, que estaba en primera fila, que por favor viniera, que teníamos que salir corriendo al hospital.
Al otro día Norberto vino a ver cómo seguía Gabriel. Me dijo que la gente aplaudió muchísimo más tiempo, aun cuando ya nos habíamos ido. También me dijo que se iba para Tucumán, había conseguido un contrato con la municipalidad de San Miguel. «Estos chicos son unos Reyes pura cepa, nena, nacieron para el circo», me dijo también Norberto. Por suerte este hombre no lo escuchó. De no haber sido por el empacho de Gabriel, la gente ese día no se habría divertido tanto. Cómo se dan las cosas, ¿no? Qué tiempo feliz, ése. Para todos. Tenerlo a papá era tener un chico más. Un hombre que no ha perdido capacidad para jugar es un hombre hermoso. Aunque a veces te den ganas de matarlo. Mi padre nunca perdió a ese chico que fue, nunca lo sepultó en el pecho, como dijo el poeta payaso. Pero cuando pienso esto, digo: ¿me daba cuenta en ese momento de que era feliz? Creo que no. De lo que sí me doy cuenta ahora es que ese día fui feliz, y recordándolo, de alguna manera, vuelvo a esa felicidad.
Voy a suspirar a ver si se me va la modorra. Suspirar hace bien. Un caso raro el de mi primo, el de su felicidad. Muy raro, María. Tan raro como este tiempo que te estás tomando en cama, tan raro como el sueño silencioso de este hombre que delata la ausencia de lluvia allá afuera. La lluvia, la lluvia, la lluvia. La santa lluvia.
La vida hasta acá fue seguir y seguir. Levantarme, a hacer de cuenta que nada pasa, que nada me pasa y eso es todo. Es algo que hice siempre, fingir que nada me pasa y luego: nada me pasa. Pero al final hace daño, y es momento de ir por otro camino. Creo que un camino diferente nos hace diferentes, aunque suene tonto. Quiero decir que suena tan sencillo que debe ser tonto. O tal vez yo tenga metido en la cabeza que las grandes verdades son complicadas, son algo así como la elaboración de una mente enorme y compleja. Mi mente no es enorme ni compleja, mi espíritu sí. Tal vez estas ideas resultan estúpidas cuando las pienso, porque son eso, ideas del espíritu que no se pueden entender con la mente. Me suena a blasfemia. Será, pero a esta altura de mi vida no me voy a condenar más ni menos por unos pensamientos erróneos. Y ¿cómo hacer de este lugar un lugar seguro? Hacer pie. Eso. Saber quién soy y hacer pie para que mi familia haga pie conmigo.
Hace mucho que no veo a mi primo Norberto. Supe que llegó a actuar en un certamen de circo en Cuba. Que sigue igual de loco, igual de contento y convencido de la vida que lleva. Es Reyes, como yo. Porque yo soy María Reyes. Ésa soy y acá estoy. María Reyes: cuatro hijos, un marido, un aborto. María Reyes, hija de Ramón Reyes, sobrina de Héctor Reyes, el hombre más valiente que haya existido jamás. María Reyes acostada en la oscuridad. María Reyes que nunca tuvo tiempo para María Reyes. La que ahora se va a tomar cinco minutos más, por decreto, porque cinco minutos son pocos minutos, porque la vida pasó más rápido de lo que imaginé. Brindaría con champán por esta decisión. Pero no tengo champán. Entonces cinco minutos más, una nada, y me levanto.