La ceguera te enseña a percibir de otra manera las distancias y en dónde están las cosas. También te enseña a dejarlas siempre en el mismo exacto lugar, ni un milímetro fuera de ese exacto lugar. También a tener movimientos precisos, cuidadosos. Después de ese año y pico ciega yo jugué mucho tiempo a andar en la oscuridad. Como hago ahora, pero en juegos. Mamá se enojaba, me decía que dejara de hacer cosas raras, que encendiera la luz para ir al baño, que encendiera la luz para agarrar las cosas que me mandaba a agarrar de la heladera o para ir al fondo a sacar de emergencia un limón del limonero. A mí no me hacía falta encender la luz, porque esa oscuridad de las noches sin luna era parecida a la oscuridad a la que me llevó la peste esa. No era total, era de sombras de distinto grado de oscuridad. Y las sombras que siempre estaban en el mismo lugar eran fáciles de reconocer. Por ejemplo el limonero, siempre estaba en el mismo lugar, por supuesto, y las ramas que tenían limones olían más rico y más fuerte que las que no tenían. También por el olor podía diferenciar el limonero de la higuera. Era más fácil en época de azahares. Luego, si tocaba un tronco o el otro, podía tranquilamente ubicarme en el fondo de mi casa, ir al gallinero, caminar hasta la huerta, ir por el costado entre la huerta y la medianera de alambre hacia la salida lateral de la casa. Las noches sin luna practicaba con los ojos abiertos y las noches con luna hasta cerraba los ojos porque era como de día para mí. Caminaba algunos pasos con los ojos cerrados y decía «estoy acá», abría los ojos y ahí estaba. Por supuesto, era más fácil las noches de luna.
Lo mismo me pasa ahora en esta pieza. Podría estirar la mano y alcanzar, sin tropiezos, la perilla del volumen de la radio. Está un poquito más a la derecha que la de sintonizar. Podría también encender el velador de mi mesa de luz sin chocar mi mano ni contra el velador mismo ni contra la foto de toda mi familia que tengo en el portarretratos de alpaca. La oscuridad parece total, pero creo poder ver más oscura la figura de algunas cosas que la de otras. Del ventilador de techo no, pero sí del cuerpo de este hombre, tirado muy hacia su lado, como si fuera a caerse de la cama. También distingo mis pies bajo las frazadas. Si los muevo un poco es más evidente, es una sombra que se mueve entre las sombras. Pero a veces, en la oscuridad, la vista juega una mala pasada, como la sombra que vi antes flotando encima de este hombre. Vi esa sombra sobre la sombra de este hombre, negrísimo sobre negro, negrísimo flotando en el negro, como retorciéndose a mi lado, a pocos centímetros, el largo de una cintura, supongo, desenrollada en el centímetro. Y hubo un leve destello de la luciérnaga-hada, debajo de la silla con la ropa de ayer. El destello me dio una pista y yo armé inmediatamente la pieza en mi mente. Todavía puedo hacer eso, seguro que quedará para siempre, que es una suerte buena que quedó para siempre. Como hay suertes malas que se quedan, también.
Ojalá alguna vez se den las cosas completas a mi favor, a favor de todos nosotros. Claro, mujer, la chancha y los veinte chanchitos, eso es lo que te gustaría. ¿Y por qué no? Todo tiene una primera vez. Sin ir más lejos, a mí me faltan muchas primeras veces que me gustaría tener. Mi primera vez para la lotería, por ejemplo. Claro, es muy buen ejemplo. Mi primera vez para la fama, mi primera vez para andar en yate, para andar en avión, mi primera vez para pisar España, Galicia, La Coruña, Sevilla. Mi primera vez en Tierra Santa. Y ya tuve mi primera vez, por supuesto, en el amor.
Una vez, no sé por qué motivo, Gabriel me preguntó si mi primer beso me lo había dado el padre. Era chico, tenía trece años, y creo que ya le había dado un beso a María Fernanda, su primera novia. Una chica de lo más linda, de lo más buena, de lo más indicada para Gabriel. Me puse tan contenta el día en que empezaron a noviar. Yo los veía salir siempre juntos de la parroquia, organizaban un grupo de ayuda escolar y les daban música y teatro a los chicos de la villa de atrás del arco. Claro que hace mucho tiempo, más de veinte años al menos, cuando en esos lugares todavía se podía entrar. Bueno, y le dije la verdad, que no, que no había sido con el padre. Entonces me preguntó que si cada vez que uno daba un primer beso a otra persona era igual al primer beso de su vida. Qué chico éste, desde siempre me pone en cada aprieto con las preguntas que hace.
—Mirá, Gabito —le dije—, la primera vez es la vez más fuerte, pero cada primer beso a cada nuevo amor, supongo, debe parecerse bastante, debería ser, de hecho, un primer beso.
Y por supuesto que me preguntó por qué tan sólo lo suponía, y se lo dije, porque el segundo beso que di en mi vida a un hombre fue el primero que le di a este hombre. Yo nunca le pude decir una mentira a Gabriel, a este hombre sí, pero a Gabriel no. Más vale que mis mentiras no son mentiras enormes, no son importantes. Pero, a veces, si gasto plata de más en un mantel o compro servilletas nuevas, o tierra fertilizada o plantas, o algún adorno para la casa, le bajo un poco el precio para que no se ponga como se pone. Nada más. Porque esta casa sin plantas no sería esta casa. Y si al cuadro que me regaló Gabriel no le hubiese puesto ese marco y ese vidrio importado, lo hubiera desmerecido. Es una reproducción preciosa, enorme, con ese sol que llena de sol la casa y ese hombre regando semillas en el campo arado. Hace mucho que tengo esa reproducción y está perfecta, con ese vidrio importado que casi no se ve (por eso es tan caro), y un marco fino y claro, casi blanco, de madera de plátano. Gabriel me dijo que algún día va a llevarme a ver el original, que estará en algún museo de Europa, supongo. Tal vez algún día.
Será, pero mi primer beso no fue con este hombre aunque él cree que sí. Mi primer beso fue con el mejor amigo de este hombre, afilábamos nada más, y sólo lo hice para darle celos a él. Pero lo que se hace se hace, y por más sonso que sea o que suene, es algo que queda para siempre. Sobre todo si es lo primero, sobre todo si eso primero es lo más inocente que hemos hecho en esta vida. Como en las películas.
Siempre pienso en películas, todos lo saben. Se me nota porque en esos momentos tengo la cabeza en cualquier lugar y es un peligro. Son segundos, pero en segundos, si una está cocinando se puede accidentar, o puede prender fuego a la casa. Siempre sueño despierta cuando pienso en películas, o sueño como una película. Sueño también con conocer a alguno de los poetas de mi libro de versos. Me gustaría leer a alguno de mis poetas ahora. El libro está en la mesita de luz, detrás del velador. Podría encender la linternita y leer. Pero la linterna no está bajo mi almohada, debo haberla dejado en el baño, seguro. Son siete mis poetas y son todos españoles. Como los días de la semana, no porque los días de la semana sean españoles, sino porque son siete. Nena, más vale. Una vez por día, uno de ellos cada día, me acompaña antes de irme a dormir. Los tengo a todos en un mismo libro, por edades.
Sal de tu gruta, que adorarte quiero,/ sal de tu gruta, virgen sembradora,/ a sembrarme en el pecho tu lucero… Alberti es el más tajante de mis siete poetas españoles, pero es el que más me gusta, más andaluz que Lorca, aunque Lorca me gusta también. Pensar que Alberti visitó mi casa, no ésta, ésta no es mi casa, Alberti visitó la casa de mi infancia, y escuchó los recitados de mis tías y dicen que hasta recitó. Era amigo de una de las tías de papá. Nunca nadie me dijo nada pero a mí me gusta pensar que Alberti me sentó en sus rodillas y me contó alguna historia de toreros o más bien de toros que arremeten furiosos contra la mar, deseosos por dar muerte a un matador de espuma y de agua. Toros nostálgicos de hombre con espada, diría él. Siempre que me quejo por mi memoria, Gabriel me recuerda que sé muchos versos sueltos de memoria de ese libro. Hasta sé la página en la que están, el número de página, quiero decir. Recuerdo ese verso así suelto, y me llena el alma. Antifranquista, como papá. Qué lindo, qué lindo. Los andaluces y las palabras se llevan de la mano. La belleza de las palabras es la más hermosa de las bellezas.
Si sales de mañana, asegúrate de llevar flores en el pelo. Hace un tiempo amanecí con esta frase que no sé de dónde es. Y si no la escuché en ningún lado, y tampoco la leí en ningún libro, se me tuvo que haber ocurrido a mí. Y se me tuvo que haber ocurrido así, en español-español. Entonces debe ser que vino de la infancia, de la voz de bisa María, o será que todas esas voces prestadas, esas palabras sueltas de retazos de películas o retazos de poemas me la habrán traído. Pero de todas las voces es la de ella la que más resuena siempre: «Levántate, María, levántate niña». Se ve que yo siempre andaba por el suelo.
Si sales de mañana, asegúrate de llevar flores en el pelo. Qué misterio. Pienso mucho en esa frase, desde hace más de tres meses, desde que me levanté y me vino a la cabeza que no dejo de pensar en ella. Encierra una belleza delicada. Y debe ser porque yo, por más que no pueda entender el porqué de semejante consejo, me lleno con esas imágenes como si fuera una reina que vive despreocupada de todo excepto de ser reina, excepto de cómo lucir a cada hora del día. Siento esa frase y me parece que camino más erguida, que esta casa es un palacio, que esta oscuridad es la misma oscuridad que habrá cubierto los ojos de Julieta después de beber el somnífero, y entonces todo se vuelve bello y mágico a mi alrededor. Hasta la ropa sucia esperando en la pileta para ser lavada, o hasta esta casa del fondo, fría y húmeda, donde nunca llega el sol.
Si sales de mañana, asegúrate de llevar flores en el pelo, le dijo la luciérnaga-hada a la princesa. Así podría empezar mi historia. Pero después debería torcer el camino. Porque las cosas distan bastante de ser bellas y mágicas a mi alrededor. Ya me tomé varios cinco minutos aunque no puedo asegurar cuántos. Es imposible medir el tiempo en la oscuridad y con el reloj parado. Sé que más o menos dentro de dos horas va a despuntar el amanecer. Es lo que calculo. Hace ya varias horas que pienso acostada en la cama. ¿Cuántas? Yo prefiero pensar que fueron muchos cinco minutos, cinco minutos que son muchos minutos más que cinco, en realidad; son una manera de decir, no sé, un nombre que le puse a estos tiempos, a estos ratos, a estas escapadas hacia el centro de no sé qué cosa, de mí, sí, de vos, María, de vos, mujer, de vos.
Será, pero no voy a ser desagradecida. Mi padre fue bello y mágico, tío Héctor fue bello y mágico, mi cuñado Juan fue bello y mágico. Oírlos hablar, tenerlos cerca, eso pasó, eso tuvo belleza, y magia también. Ver bailar a papá con su hermana, bailar el tango y besar a su hermana en la mejilla sin perder el paso, la línea, el porte de varón. Con ese círculo de gente que se hacía alrededor siempre que ellos bailaban. De no haber sido por la nobleza y el delirio de los Reyes, mi infancia hubiera sido terrible, sin embargo estuvo llena de festejos, y eso es lo bello y lo mágico de la vida. Los Reyes festejaron siempre la vida, festejamos, siempre. Yo vengo de una familia que sabía vivir. Y ahí tienen mis hijos una fuente inagotable, un manantial. Que lo busquen entonces, que Gabriel también lo busque. Ahí.
Tengo frío en los pies. Creo que se me corrió la frazada. Es verdad eso de que si uno tiene fríos los pies, tiene frío en todo el cuerpo. Este hombre siempre fue una heladera, siempre tuvo el cuerpo más frío de lo normal, un frío enfermizo. Debe ser por eso que le gusta tanto el sol. En la playa, por más que el día sea espectacular, no se mete en el agua ni a los empujones. Y si se mete, en esos muy pocos días en que Mar del Plata tiene el agua caliente, se queda menos de cinco minutos y sale a tirarse al sol. A mí me gusta mucho como le quedan el mar y el sol en la piel a este hombre. Le resalta ese color de italiano del sur. Color aceituna.
Los italianos pueden ser todo lo materialistas que Gabriel quiera decir, pero son encantadores. Son especiales para hacer sentir bien a una mujer, especiales para la familia también. A mí me cautivó eso de este hombre, su caballerosidad, sus delicadezas. Desde jovencito fue así y nunca cambió aunque se haya ido apagando. Aunque se haya puesto furioso tantas veces, con esa furia con que nos confunde a todos, con esa furia que lo desploma de arrepentimiento después. Pero eso pasó hace tiempo y él se dio cuenta y estuvo más cerca de Julia y Manuel, estuvo cerca con ellos. Y de Alejandro también porque comparten ese amor por el trabajo, esa misma habilidad para hacer bien las cosas con las manos. Con Gabriel es más difícil, Gabriel no es una persona fácil, Gabriel no sabe desviar un poco la mirada, no afloja nunca, no hace la vista gorda. Desde niño es así, demasiado directo, y a veces es brutal. Tal vez es lo que comparte con su padre, tal vez Gabriel haya devorado lo peor de su padre y eso me tiene mal, me tiene despierta, muchas noches. Me tiene despierta esta noche aunque no sepa por dónde entrarle al asunto.
Será, pero que fue fruto del amor en su mejor momento es una verdad grande como una casa grande. Y eso es lo que voy a decirle, lo que me gustaría que sepa. Fue tan emocionante para mí empezar a dormir junto a este hombre. No me refiero a la primera vez, pensar en el sexo me daría vergüenza, me da vergüenza. Es muy raro, pero me avergüenza que me guste, de boba que soy pero es así. Debería avergonzarme otra cosa. Haberme acostumbrado, y haber aceptado que nos hemos acostumbrado, eso debería avergonzarnos. La comodidad que nos venció. Y ahora cada vez que veo a mis hijos parece bien lejano que hayan sido el producto de una noche de locura. Y fueron eso, un poquito de vino y esas cosas. Es emocionante que haya sido así. Pero ahora, después de que hubo mucho, parece que no quedara nada. Ojo, parece, porque en realidad esa nada es también lo bueno que hay, lo muy bueno. Parezco una loca que no se sabe expresar. A ver, María, querés decir que no te quejás. Punto.
La primera vez que lo hicimos fue porque yo cedí a su insistencia, creo que siempre habrá de ser así, la mujer es la que se abre. Bueno, quiero decir… no sólo de piernas, nena, no sólo. La mujer es la que se tiene que abrir, en todos los sentidos. Pero, querido, yo no sé si los hombres se dan cuenta de algo, de unas mínimas cosas, del enorme cambio que va a suceder en una.
—Tenemos que hacerlo —me dijo. No, me corrijo, «debemos hacerlo» es lo que me dijo—. Es lo que hacen todos los que se van a casar.
Pero yo estaba asustada, yo hubiera esperado más. Si me hubiera esperado más, si lo hubiésemos hablado más, tal vez yo habría podido ir más serena a ese momento. Tan llena de dudas, tan asustada de él, porque ponía cara de loco y siempre que lo proponía había bebido, porque se ve que tampoco podía ir así nomás a ese momento, porque también hubiera necesitado hablarlo, ir más despacio, despacio, mirarme a los ojos en el momento ese. No me miraste a los ojos, no sabías lo que me pasaba, no sabías ni siquiera, en ese momento, quién era yo. Y nos fuimos a ese lugar oscuro, yo cansada de resistir, y las manos que subían y bajaban, tus manos adoradas, las únicas manos, ¿qué iba a hacer? Y ese parque se me hizo el Paraíso, y me dije «bueno, es él, seguro», y lo dejé seguir, traté de guiarlo hacia otros lugares, para que no fuera por el camino más corto, para que entendiera que el recorrido es lindo, que el tiempo de ese recorrido tiene que ser lento, yo lo intuía, yo no podía ir tan rápido como él. Pero sus manos dulces son también manos fuertes, manos impresionantes de fuertes, y me dejé vencer esa primera vez pensando que yo vencía, rogando que después fuera lo mismo, que no cambiara la opinión que tenía de mí, que no fuera igual que en esas casillas de Quilmes donde se iba con amigos a compartir mujeres, yo no iba a dejar entrar en mi casa más que a un hombre, y me di cuenta de que no tenía nada pero tenía mi casa, una casa, yo era la casa donde ibas a entrar, hombre, yo iba a ser la casa y fui y soy la casa de un solo hombre. Y te dejé pasar, y pasaste sin mirarme, querido. Y seguiste y seguiste sin mirarme. Y me dolía como un parto, aunque ni sabía lo que duelen los partos. Pero lo importante es que con eso o sin eso yo sentía que te quería igual. Y tan rápido como te encendiste te desmoronaste sobre mí y te quedaste dormido. Y te tapé, con mi saco, con mi alma, con las manos estas pequeñas que nunca alcanzaron para nada. Yo soy la que falló, Dios Santo, estoy tan triste ahora, porque soy yo la que falló. Gabriel, mi hijo con nombre de arcángel, fue eso mi primera vez, ¿cómo habrás sido vos con ellas, hijo? ¿Es eso la primera vez de toda mujer como fue mi primera vez? No lo sé. Ni siquiera hablé nunca con tu hermana. Cómo iba a enseñarles cuando no he aprendido nada.
Me entregué, y sólo teníamos menos de quince años cuando empezamos a vernos. Él en la puerta, casi sin bajarse de la bicicleta, y yo contra la pared, llenándome de cal, refregando la vergüenza contra la espalda. La vergüenza de ser feliz, no sé. Pero ese principio, cuando este hombre era un tonto, fue lo más lindo de nuestra historia. Qué tonto que fue en un principio este hombre. Me cantó el vals Rosa de Otoño, en una serenata. ¿No sabía que yo era hija de un cantor? Y él, que siempre fue un perro para cantar, no afinaba ni una. Pero me derretí. Era tan gracioso, con ese Príncipe de Gales que tan lindo le quedaba. Todo fue tan lindo. Papá le dijo que estaba bien, que yo me iba a fijar en él pero que por favor no cantara más. Mi viejo lo llegó a adorar. Ya lo dije, ya lo pensé. Sí. Mi viejo, más y más años cumple Gabriel y más se le parece. Si pudiera ver a su nieto, a su Gabriel, con esos poemas tan lindos que escribe, papá estaría ancho de orgullo. Cuando Gabriel vino con el librito de poemas hecho en la imprenta de un amigo y este hombre vio que se había cambiado el apellido, yo creía que se iba a armar la de San Quintín. Pero misteriosamente se la aguantó. Había pasado mucha agua bajo el puente. Y este hombre lo sabe, todos sabemos la conexión espiritual que siempre hubo y aún hay entre mi papá y Gabriel. Gabriel Reyes. Se puso nuestro apellido para convertirse en poeta. Ojalá le vaya bien. Ojalá salga de esa empresa algún día. A veces pienso que sería mejor que le fuera mal con los negocios, el dinero es algo negativo para él. Que ganara sólo lo necesario para vivir, ni un centavo más. Pero a este empecinado nada le sale mal, nada de lo que empieza termina en mal puerto. Y ahí anda, como el ingeniero que siempre dijo que no iba a ser. Si las cartas le llegan siempre como ingeniero. Pero ahora se puso el apellido Reyes. No sabés en la que te metiste querido, ese apellido es una bendición y una maldición al mismo tiempo. Lo que quiero decir es que hay que llevarlo con su peso y su grandeza, porque aunque su grandeza sea local, doméstica, la tiene. Milongueros y algunos cuchilleros, como el abuelo Domingo. Gente de tango y de justicia fueron los Reyes, siempre. Gente de trabajo también. Ojalá pongas el nombre bien alto, querido, junto a las estrellas de los cielos nocturnos, esos que tanto te gusta mirar. Ojalá.