La chica de las ocas
Érase una vez una mujer muy vieja que vivía con sus ocas en un rincón solitario en medio de las montañas. Su casa estaba rodeada de un bosque muy espeso y grande. Cada mañana cogía el nudoso bastón, y con sus pasos poco ágiles se iba al bosque, donde recogía hierba para las ocas y de paso pillaba cuantos frutos silvestres encontraba en los matorrales. Después se lo cargaba todo en un saco a la espalda y lo llevaba a casa. Si se cruzaba con alguien por el camino, solía saludar con mucha amabilidad y decía:
—¡Buenos días, vecino! ¡Qué buen tiempo tenemos hoy! Cargo solo con la hierba que puedo llevar. Los pobres tenemos que llevar siempre alguna carga.
A los vecinos, sin embargo, no les gustaba nada encontrarse con ella. Cuando la veían llegar por el camino, preferían ir por otro, y si se cruzaba con ella un padre que iba caminando con su hijo, el padre solía decirle en susurros al chico:
—¡Ándate con cuidado con esa vieja! ¡Conoce muchas cosas raras, y no me extrañaría que fuese una bruja!
Cierta mañana, un joven apuesto caminaba por el bosque bajo un sol reluciente. Los pájaros cantaban, soplaba una brisa que refrescaba el aire y agitaba las hojas, y el joven se sentía animado y feliz. En toda la mañana no había visto ni una sola persona por el camino, hasta que de repente se cruzó con la vieja. Vio que llevaba una hoz y estaba agachada en tierra, cortando hierba. Ya tenía un montón de hierba cortada al lado, y también vio el joven que había llenado un par de cestas de manzanas y peras silvestres.
—¡Madre mía, querida anciana! —dijo el joven—. ¡No me dirás que vas a cargar con todo ese peso tú sola!
—No me queda otro remedio, señor —dijo ella—. Los ricos no tienen que cargar con pesos semejantes, pero los pobres tenemos un dicho que reza así: «No vuelvas la vista atrás, solo verás lo mucho que se te ha ido doblando la espalda.» Claro que, si estuvierais dispuesto a ayudarme, señor… Veo que disfrutáis de una espalda muy tiesa y de unas buenas piernas, y muy largas. Seguro que no sería para vos un peso excesivo. Mi casita está cerca, hacia allí. El bosque no permite divisarla desde aquí, pero no está nada lejos.
El joven sintió lástima de ella y dijo:
—Soy un rico de esos que dices. Mi padre es noble, debo reconocerlo, pero te voy a demostrar que también nosotros podemos llevar sobre los hombros una carga pesada. Yo llevaré por ti todo eso.
—Muchas gracias por vuestra amabilidad, señor —dijo ella—. Nos llevará apenas una hora de camino, pero seguro que no os resultará una carga muy pesada. Podríais llevar de paso las manzanas y las peras, si no os importa.
Cuando el joven escuchó eso de que la casa estaba a una hora de camino, comenzó a pensar que tal vez había sido demasiado generoso con el ofrecimiento, pero la anciana había aceptado tan deprisa que no había tenido tiempo de echarse atrás. La anciana tomó un gran pañuelo, metió toda la hierba dentro, ató los extremos, lo cargó sobre los hombros del joven, y después le dio las manzanas y las peras para que llevara las cestas con las manos.
—¿Lo veis? —dijo la anciana—. Es poca cosa.
—Bueno, pesa mucho, la verdad —dijo el joven—. ¿Seguro que esto no es más que hierba? ¡Tengo la sensación de llevar piedras! Y la fruta, ¿de verdad que es fruta? ¡Pesa horrores! Con esta carga casi no puedo respirar…
De buena gana lo hubiese vuelto a dejar todo en el suelo, pero estaba convencido de que, de haberlo hecho, la vieja se habría burlado de él. En realidad, ya le tomaba el pelo con no poca crueldad.
—¡Vaya con el caballero elegante! —iba diciendo la anciana—. ¡Cómo puede quejarse por tener que llevar el mismo peso que una pobre anciana es capaz de cargar cada día! Es muy fácil hablar. Es muy sencillo decir que también los ricos pueden llevar cargas pesadas sobre sus hombros. Vaya, vaya. Y a la hora de hacer cosas en lugar de hablar por hablar, ahora resulta que os quejáis antes de dar el primer paso. ¡Será posible! Venga, no sé qué hacéis tan parado. ¡A caminar! En marcha, porque si no lo hacéis vos, nadie va a hacerlo.
Mientras el camino fue llaneando, el joven fue al menos capaz de soportar todo aquel peso. Pero tan pronto como comenzó a serpentear el sendero cuesta arriba, a cada paso tropezaba con una piedra, y las piedras resbalaban y saltaban lejos de sus pies como si estuviesen vivas, y cada vez le costaba más esfuerzo avanzar. La frente se le iba perlando de sudor. Y las gotas le resbalaban rápidamente por la cara y la nuca, y se le colaban cuello abajo, primero muy calientes y después muy frías.
—No puedo dar ni un paso más —dijo el joven jadeando—. Necesito parar a descansar un rato.
—¡Ni pensarlo! —dijo la anciana—. Cuando lleguemos, podréis parar y descansar, pero hasta que estemos en casa debéis seguir caminando. Quién sabe, ¡si no cejáis en el empeño, a lo mejor os trae suerte!
—No lo soporto ni un momento más —gimió el joven—. ¡Esto es absurdo!
Trató de bajar la carga de los hombros, pero por motivos que se le escapaban, no había manera. El atado de hierba permanecía pegado a su espalda como si hubiese echado raíces allí. Por mucho que movió todo el cuerpo y empujó la carga a un lado y al otro, era imposible sacarse el fardo de encima. Y la anciana no paraba de reírse de él a carcajadas y pegar brincos de contento agarrada al bastón.
—Joven, no vale la pena que os enfadéis. Tenéis la cara más colorada que un pavo. Llevad la carga con paciencia, y cuando lleguemos a casa a lo mejor os doy una propina.
¿Qué podía hacer el joven? Nada que no fuera seguir avanzando tras los pasos de la anciana, tropezando constantemente, procurando no caer. Lo más extraño era que, mientras que la carga que sobrellevaba él daba la sensación de ir haciéndose más pesada a cada paso, ella se mostraba cada vez más ágil.
De repente, la anciana pegó un salto tremendo, tanto que aterrizó justo encima del fardo de hierba que él llevaba sobre sus hombros, y se quedó sentada allí encima. Aunque la anciana era flaca como un bastón, pesaba más que una rolliza campesina. Las piernas del joven se doblaban bajo semejante carga, el esfuerzo hacía que le temblaran todos los músculos, que además le dolían muchísimo, y si trataba de parar un momento para recobrar fuerzas, la anciana le azotaba con unas ortigas que hacían que le escociera la piel. El joven gruñía, sollozaba, forcejeaba por no caer al suelo, y en un momento en que estaba seguro de no poder más, cuando se sentía a punto de doblarse y caer derrumbado al suelo, el camino giró hacia un lado y al punto vio la casa de la anciana.
Cuando las ocas la vieron llegar, todas estiraron el cuello y abrieron las alas, y corrieron a recibirla haciendo sonar sus picos de alegría. Y caminando tras las ocas apareció otra anciana, que se ayudaba con un bastón. No era tan viejísima como la primera, sino que era alta, grande, y tenía la cara ancha y fea.
—¿Dónde has estado, madre? —dijo la nueva anciana a la que llegaba con el joven—. Has tardado tantísimo que temía que te hubiese ocurrido algún percance.
—Ningún percance, pequeña —dijo la anciana—. Me encontré con este joven tan amable, que se ofreció a llevar él la carga. Y, ya lo ves, cuando yo estaba cansada de caminar, ha querido llevarme incluso a mí encima de él. Hemos estado conversando tan amigablemente que el camino se nos ha hecho muy corto.
La anciana se dejó resbalar hacia el suelo, y luego cogió el fardo de hierbas y la cesta de fruta.
—¡Ya hemos llegado, señor! —dijo—. Ahora os podéis sentar por ahí y tomar un poco el fresco. Os habéis ganado un premio, y os lo voy a dar. Y tú, pequeña mía —dijo a la otra anciana—, mejor será que te retires. Anda, ve adentro. No estaría bien que permanecieras a solas junto a un joven lujurioso como este. Sé muy bien cómo son los jóvenes. No me extrañaría que se enamorase de ti.
El joven no sabía si reír o llorar oyendo todo aquello. Ni que la nueva anciana fuese treinta años más joven, sería del todo imposible que se sintiese atraído por ella.
La anciana estuvo un rato trasteando con las ocas, como si se tratara de sus hijas, y finalmente entró en la casa y desapareció. El joven se tumbó en un banco situado al pie de un manzano. Hacía una mañana preciosa. Brillaba mucho el sol, no hacía nada de frío ni soplaba demasiado viento, y a su alrededor se extendían prados enormes cubiertos de tomillo silvestre, primaveras y otras mil flores diferentes. Un arroyuelo canturreaba y brillaba bajo el sol y se deslizaba colina abajo en mitad del prado, y las ocas caminaban de acá para allá o chapoteaban en el agua.
«¡Es un sitio precioso! —pensó el joven—. Pero estoy tan cansado que ni siquiera consigo mantener los ojos abiertos. Será mejor que duerma un ratito. Y confío en que el viento no se lleve mis piernas si sopla fuerte. Las siento tan débiles como si no fuesen mías.»
De repente notó que la anciana tironeaba de uno de sus brazos.
—Despierta, despierta —decía la vieja—. No puedes quedarte aquí. Reconozco que ha sido bastante duro para ti, pero no te has muerto. Y te he traído el premio que te has ganado. ¿No te dije que iba a darte alguna cosa? No te servirían de nada el oro ni las tierras, así que te traigo otra cosa. Si la cuidas bien, te dará suerte.
Y le entregó una cajita tallada en una esmeralda cuyo interior había sido vaciado. El joven, al que el sueñecito había permitido recobrar fuerzas, se alzó sobresaltado, y agradeció el regalo a la anciana. Después reanudó el camino sin volver la vista atrás ni una sola vez ni sacar el regalo del bolsillo. Durante un buen trecho, oyó a sus espaldas la alegre algarabía de las ocas.
Pasó al menos tres días caminando por el bosque y tratando de encontrar la salida. Finalmente lo consiguió y más tarde llegó a una ciudad muy grande. La costumbre entre sus habitantes era que cuando llegaba un forastero debía ser conducido ante la presencia del rey y la reina. Así que fue conducido a palacio, y en una sala el rey y la reina estaban sentados en sus tronos.
El joven les saludó con una reverencia, y como no podía ofrecerles nada más, decidió obsequiarles con la cajita de esmeralda. La sacó del bolsillo, la abrió y se la ofreció a la reina. Ella le pidió que se la acercara un poco más para mirar qué había dentro, y en cuanto se asomó y vio lo que había dentro de ella, sufrió un desmayo y perdió por completo el sentido. Los soldados de la guardia se lanzaron hacia el joven, y estaban a punto de llevárselo a rastras hacia el calabozo cuando la reina abrió de nuevo los ojos.
—¡Dejadle libre! —exclamó la reina enseguida—. Y que todo el mundo abandone la sala del trono. ¡Inmediatamente! Quiero hablar a solas con este joven.
Cuando ya estaban solos, la reina rompió a llorar con mucha tristeza.
—¿De qué me sirve todo el esplendor de este palacio? —dijo—. Cada mañana, al despertar, me siento invadida por una pena tan grande como una inundación que anega todo mi ser. Yo tuve tres hijas, y la tercera era tan bella que todo el mundo decía que era un milagro. Era blanca como la nieve y sonrosada como la flor del manzano, y los cabellos le brillaban como los rayos del sol. Cuando lloraba, no resbalaban lágrimas por sus mejillas, sino perlas y piedras preciosas. El día en que cumplió quince años, el rey llamó a la sala del trono a sus tres hijas. Cuando la pequeña entró, no puedes imaginarte cómo se veía obligada a parpadear toda la gente… Era como si acabara de entrar el sol. El rey dijo entonces: «Hijas mías, como no sé qué día será el último día de mi vida, voy a decidir hoy mismo qué herencia vais a recibir cada una de vosotras cuando yo muera. Todas me amáis, pero la que más me ame se quedará la parte más grande de mi reino.» Las tres dijeron que era ella la que le amaba más que ninguna, pero al rey eso no le bastaba. «Quiero que me digáis exactamente cuánto me queréis —dijo—. Y así sabré calibrar el amor de cada una.» La mayor dijo: «Mi amor es tan grande como dulce es el azúcar más dulce.» La segunda dijo: «Te quiero tanto como quiero al más bonito de mis trajes.» Y, en cambio, la pequeña no dijo absolutamente nada. Al verlo, su padre le dijo: «Y tú, pequeña, ¿cuánto me quieres?» Y ella respondió: «No lo sé. No puedo comparar con nada el amor que siento por ti.» Y él insistió una y otra vez, pidiéndole que hiciera un esfuerzo por encontrar una manera de comparar su amor por él, y finalmente la hija pequeña dijo: «Por buena que esté una comida, no sabe bien hasta que le echas un poco de sal. Por eso te amo, padre, tanto como amo la sal.» Al oír estas palabras, el rey se puso furioso: «Si así es como me quieres, así recompensaré tu amor.» Y decidió entonces dividir el reino en dos partes iguales, una para cada una de las dos hijas mayores. Y ordenó que ataran a la espalda de la hija pequeña un saco de sal, y que dos criadas la acompañaran cargada de esta manera hasta las profundidades del bosque. Tanto yo como todos los demás rogamos y suplicamos al rey, pedimos clemencia, pero él no cambió de opinión. ¡Pobrecita hija mía, cuánto lloró al ser obligada a abandonar el castillo! El camino que siguió alejándose de aquí quedó sembrado de piedras preciosas. No pasó mucho tiempo antes de que el rey se arrepintiera de su decisión, y lamentándola profundamente ordenó que recorrieran el bosque de un extremo al otro y que no dejaran un rincón sin explorar. Pero su hija pequeña no fue localizada nunca. Cuando me imagino que se la han comido las fieras del bosque, el dolor que siento es insoportable. A veces me consuelo pensando que encontró refugio en una cueva, o que hay algunas personas amables que han cuidado de ella, pero… De manera que debes comprender la conmoción que he sentido al mirar dentro de la cajita de esmeralda y ver que allí dentro había una perla exactamente igual que las lágrimas de mi pequeña. Mi corazón se llevó un sobresalto y se llenó de emoción y esperanza. Dime, pues, ¿de dónde sacaste esta cajita? ¿Cómo llegó a tu poder?
El joven le contó entonces que se la dio la anciana del bosque, y que él estaba convencido de que se trataba de una bruja, porque era en todas las cosas un ser inquietante. Sin embargo, añadió el joven, él no había oído hablar jamás de la hija pequeña de los reyes. El rey y la reina decidieron enseguida organizar una expedición que debía encontrar a la anciana, pues tenían la esperanza de que ella pudiese darles alguna clase de noticias acerca de su hija menor.
Esa tarde, estaba la anciana sentada en casa, trabajando con la rueca. Iba a hacerse de noche muy pronto, y allí dentro no había más luz que el rojo encendido de un tronco que ardía en el hogar. De repente se oyó afuera una gran algarabía. Porque estaban regresando todas las ocas conducidas por la hija de la anciana, que al poco rato entró en casa. La anciana se limitó a saludarla con un leve movimiento de la cabeza, pero no dijo ni media palabra.
Su hija se sentó a su lado, cogió la rueca, y comenzó a hilar con la destreza propia de una joven. Durante las dos horas siguientes las dos mujeres estuvieron hilando sin parar, y sin que mediara una sola palabra entre las dos.
Luego oyeron un ruido afuera, junto a la ventana, y al levantar la vista las dos vieron unos ojos fieros y muy rojos que las miraban con furia. Era una vieja lechuza que ululó tres veces.
—¡Uh! ¡Uuuuuh!
—Hija mía —dijo la anciana—. Ha llegado la hora de que salgas afuera y vayas a hacer lo que tienes que hacer.
La hija salió de casa. ¿Adónde se dirigió? Cruzó el prado, bajó al valle y llegó finalmente al pie de un grupo de tres robles que crecían al lado de una fuente. La luna estaba llena, y acababa de asomarse por encima de un monte. Proyectaba tanta luz que se hubiese podido encontrar una aguja entre la hierba.
La hija se arrancó la piel tirando de ella desde el cuello, y fue tirando de toda su cara hasta quitársela del todo por la cabeza, y entonces se arrodilló junto al manantial y se lavó. Tras lavarse bien, zambulló la piel falsa que se había quitado en el agua, después la escurrió y la tendió en la hierba para que se secara y fuese emblanqueciéndose. ¡Qué transformación experimentó entonces! ¡Nadie puede haber visto nada parecido! Tras haberse quitado aquella piel oscura y la peluca encanecida, su verdadera melena cayó sobre sus hombros dejando al descubierto unos cabellos tan brillantes como si fuesen de oro líquido. Los ojos le brillaban como estrellas, y tenía unas mejillas sonrosadas como una flor de manzano recién abierta.
Sin embargo, esta joven tan bella estaba triste. Se quedó sentada junto al manantial, llorando amargamente. Las lágrimas resbalaron una tras otra por sus mejillas y cayeron a la hierba que cubría el suelo. Y allí siguió sentada rato y rato, y no se hubiese movido si no fuera porque de repente oyó un rumor de hojas en la copa de uno de los robles. Como el ciervo que se pone en guardia al oír la escopeta del cazador, se llevó un sobresalto y se puso en pie de golpe. Al mismo tiempo, una nube se cruzó en el camino de la luna y le cubrió el rostro, y en medio de la súbita oscuridad la joven se puso otra vez la piel falsa y se desvaneció de repente, como una vela apagada por el viento.
Temblando como las hojas de un álamo, regresó corriendo a la casa, donde vio que la anciana estaba esperándola de pie en el umbral.
—¡Ay, madre…!
—Calla, calla —dijo la anciana—. Ya sé qué ha pasado. Lo sé.
Llevó a la muchacha hacia dentro de la casa y echó otro tronco al hogar. Pero no siguió hilando con la rueca. Cogió en cambio una escoba y se puso a barrer.
—Tenemos que tenerlo todo bien limpio —dijo.
—¿Y se puede saber, madre, por qué? ¡Ya es muy tarde! ¿Qué está ocurriendo?
—¿No sabes la hora que es?
—No creo que haya llegado aún la medianoche. Será algo más de las once —dijo la joven.
—¿Y no te acuerdas de que se cumplen ahora mismo tres años desde el día en que viniste a mí? El tiempo se ha terminado, hija. Ya no vamos a poder seguir viviendo juntas.
—Pero, madre —dijo muy asustada la joven—. ¿Vas a echarme de casa? ¡No es posible! ¿Adónde podría ir? No tengo amigos, no tengo un hogar propio al que regresar. He hecho siempre todo cuanto me has dicho que hiciera, siempre has dicho que estabas satisfecha de mí y de mi trabajo. ¡Por favor, no me eches!
La anciana se negó a darle ninguna explicación.
—Mi tiempo ha terminado —dijo la anciana—. Ya no puedo seguir tampoco viviendo aquí. Pero antes de dejar esta casa tengo que tenerla toda limpia y reluciente. No te interpongas y no estés tampoco preocupada. Encontrarás un techo bajo el que cobijarte, y te voy a pagar el sueldo, y lo que voy a darte te va a parecer muy bien.
—Pero, por favor, ¡dime qué está ocurriendo!
—Te lo he dicho una vez, y te lo voy a repetir: no me interrumpas, tengo mucho que hacer. Ve a tu habitación, quítate de la cara esa piel y vístete con aquel traje gris que llevabas puesto el día que viniste por primera vez. Y luego espera. Ya te llamaré.
Entretanto, el rey y la reina seguían la búsqueda de la anciana que le había dado al joven la cajita de esmeralda. El joven les acompañó, pero cuando estaban en mitad del espeso bosque él se separó de todos y tuvo que continuar la búsqueda en solitario. En cierto momento tuvo la impresión de que ya había conseguido encontrar el camino de la casa de la anciana, pero después oscureció del todo y pensó que lo mejor sería no continuar, ya que corría el riesgo de perderse del todo. Se subió a lo alto de un árbol y decidió que allí arriba, entre las ramas, estaría seguro y podría pasar tranquilamente la noche.
Pero cuando salió la luna vio que bajaba un bulto por el prado, y gracias a la brillante luz de la luna enseguida se dio cuenta de que se trataba de la hija de la anciana, la muchacha que cuidaba de las ocas, y la que reconoció enseguida. Vio que se dirigía justo al grupo de árboles donde él estaba escondido y pensó: «¡Ajajá! Como consiga capturar a una de las brujas, será bastante sencillo atrapar también a la otra.»
Entonces la pastora de las ocas se detuvo junto al manantial y se quitó la pial, y el joven estuvo a punto de caerse del árbol porque aquello era asombroso. Y cuando la rubia melena de la joven cayó sobre sus hombros y pudo contemplarla del todo a la luz de la luna, supo que era el ser más bello que había visto en toda su vida. No se atrevía ni a respirar. Pero no pudo resistir la tentación, se adelantó un poco más hacia el extremo de la rama donde se había montado, se apoyó sin darse cuenta en una ramita seca, y esta crujió, y aquel ruido sobresaltó a la muchacha. Asustada, se puso en pie, se colocó la otra piel, pasó entonces una nube delante de la luna, y ella aprovechó la oscuridad repentina para desaparecer.
El conde se bajó del árbol y corrió en pos de ella. Había recorrido solo una pequeña parte del prado cuando vio dos figuras que caminaban hacia la casa. Eran el rey y la reina, que habían divisado la luz del hogar a través de la ventana de la casita. Cuando el joven les alcanzó, les contó el milagro del que acababa de ser testigo junto al manantial, y ellos comprendieron que aquella joven debía de ser su hija.
Rebosantes de esperanza y alegría, subieron corriendo el resto de la cuesta y vieron la casita. Todas las ocas dormían con la cabeza escondida debajo del ala, y ninguna de ellas se movió. Los tres se acercaron a la ventana y vieron que la anciana estaba sentada a la rueca, hilando tranquilamente, acompañando el ademán con el que hacía girar la rueca con leves movimientos de la cabeza. La casita estaba limpísima, como si sus habitantes fuesen los hombrecillos de la niebla, cuyos pies no arrastran nunca el polvo. Sin embargo, no había ni rastro de la princesa.
Durante unos minutos, el rey y la reina se limitaron a mirar adentro, pero finalmente reunieron el valor necesario para llamar, dando unos golpecitos en la ventana.
La anciana pareció estar esperándoles. Se puso en pie y en un tono amistoso dijo:
—Entrad. Ya sé quiénes sois.
Cuando ya estaban dentro, la anciana dijo:
—Hubierais podido evitaros este viaje y toda esta pena si no hubierais expulsado injustamente de casa, hace tres años, a vuestra hija. Pero en este tiempo no le ha pasado nada malo. Ha cuidado de las ocas y lo ha hecho muy bien. No ha aprendido cosas malas, y su corazón sigue siendo puro. En cuanto a vosotros dos, creo que ya habéis padecido suficiente castigo con toda la infelicidad que habéis estado padeciendo.
Y entonces fue a la puerta de un cuarto y dijo:
—Anda, hijita mía, ya puedes salir.
Se abrió la puerta y apareció la princesa, con su vestido plateado, la rubia melena brillando y los ojos centelleando. Exactamente igual que si acabase de bajar del cielo un ángel.
La princesa se dirigió directamente hacia su madre y su padre, les abrazó a los dos, y les besó. Los reyes lloraron los dos de tanta alegría. No podían contener las lágrimas. Un par de pasos más atrás se encontraba el joven, y cuando ella le vio se le pusieron las mejillas sonrojadas como el musgo rojo, y ni ella misma sabía por qué estaba ocurriéndole eso.
—Hija mía —dijo el rey—. Ya di todo mi reino. ¿Qué podría darte a ti?
—No necesita nada —dijo la anciana—. Voy a entregarle todas las lágrimas que ha derramado por culpa de sus padres. Y cada lágrima es una perla bellísima, más que las perlas que se encuentran en el fondo del mar. Y valen mucho más que todo vuestro reino. Y, como premio por haber cuidado de las ocas, le voy a regalar esta casita.
Tras decir estas palabras, la anciana desapareció. Y enseguida se estremecieron y retumbaron las paredes de la casa, y cuando el rey, la reina y la princesa pudieron mirar a su alrededor, vieron que se había transformado en un precioso palacio. En un salón estaba servida la mesa con un banquete digno del emperador, y los criados revoloteaban por todas partes para cuidar de que todo estuviera en su sitio.
La historia no termina aquí. Lo malo es que me la contó mi abuela, y la pobre tiene menos memoria cada día que pasa, y no consigue recordar cómo termina.
Pero creo que la bella princesa se casó con el joven y vivieron felices hasta el fin de sus días. En cuanto a las ocas, tan blancas como la nieve, hay quien dice que en realidad eran muchachas que estaban al cuidado de la anciana, y es probable que recuperasen la forma humana y se quedaran en aquel palacio a vivir y servir a la joven reina. A mí, al menos, no me sorprendería nada que fuese así.
La anciana, por cierto, no era una bruja, tal como había pensado mucha gente, sino un hada cargada de buenísimas intenciones. ¿Por qué razón, entonces, trató al joven de aquella manera tan terrible cuando se cruzó con ella? ¿Quién sabe? Tal vez porque fue capaz de ver profundamente en él y notar que su carácter era ligeramente arrogante. Si fue así, no cabe duda de que la anciana supo qué hacer con ese rasgo.
Finalmente, es casi seguro que la anciana se encontraba presente cuando la princesa nació, y que fue ella quien le otorgó el don de llorar perlas en lugar de lágrimas. Estas son cosas que ya no pasan nunca. Si pasaran, los pobres se harían ricos enseguida.
Tipo de cuento: ATU 923, «Amar como la sal».
Fuente: «D’Ganshiadarin», cuento narrado en dialecto austríaco que fue recogido por Andreas Schumacher.
Cuentos similares: Katharine M. Briggs: «El rincón de los juncales», «Azúcar y sal» (Folk Tales of Britain); Italo Calvino: «Tan amado como la sal», «La piel de la vieja» (Cuentos populares italianos); William Shakespeare: El rey Lear.
Se trata de uno de los cuentos más sutiles y complejos de toda la antología de los Grimm. En su núcleo se encuentra la historia de la princesa que le dice a su padre que le quiere tanto como a la sal, y que por esa misma honestidad recibió un tremendo castigo. Existen muchas variaciones de esta historia, entre las que se encuentra El rey Lear.
Pero miremos bien lo que hace esta narración tan literaria. En lugar de arrancar con la historia de la princesa desafortunadamente sincera, esconde esa parte en un punto muy posterior del hilo narrativo, y comienza con otro personaje muy distinto: la bruja, o hada; y no cuenta un solo hecho, sino que narra con detalle cómo era su actividad corriente, qué hacía en su vida de todos los días y qué reacción provocaba ese trabajo en los demás. Cabe preguntarse: ¿es una bruja o no lo es? Los cuentos populares suelen decirlo de forma muy directa; en este cuento, en cambio, vemos cuáles son las reacciones que ella provoca en otras personas, y eso es lo que permite que la pregunta quede contestada de manera indeterminada, equívoca. El duende narrador coquetea aquí con el vanguardismo de la primera mitad del siglo XX, en donde no hay ninguna voz que posea una autoridad absoluta sobre lo narrado, y no hay visión como no sea la de cierto par de ojos concreto, y naturalmente todos los puntos de vista humanos son parciales. En este caso, el padre puede tener razón y puede no tenerla.
Después vemos al joven noble y comienzan a narrarse los acontecimientos que dan forma al relato. La anciana trata en apariencia al joven con dureza y con una brutalidad incomprensible; luego, el joven conoce a otra vieja, no tan anciana como la primera, pero feísima. La anciana termina dándole al joven una cajita que, cuando esa cajita es abierta por la reina de la primera ciudad por la que pasa el joven, hace que la reina sufra un desmayo. El narrador ha construido una historia rebosante de misterio e intriga, y todavía nos queda mucho trecho por recorrer.
Pero ahora llega por fin el meollo de la historia, narrada por la reina (y en este punto comprobamos de nuevo que el duende de la narración se espabila para asegurarse de que solo podemos conocer la historia que conoce uno de los personajes, y solo de este punto de vista): y solo entonces se nos cuenta la historia de la princesa que dijo la verdad a su padre al afirmar que a él le quería tanto como a la sal. La princesa, cuenta la reina, lloraba lágrimas que eran perlas, y en esa cajita está una de esas perlas. Es solo en este preciso momento cuando alcanzamos a ver los vínculos que el narrador ha establecido entre todos esos acontecimientos misteriosos, y a partir de ese instante la historia ya avanza rápidamente hacia el desenlace. La cuidadora de ocas se quita la piel a la luz de la luna (algo que, nuevamente, solo vemos porque lo está viendo el joven) y entonces revela su belleza hasta entonces oculta. La anciana, que trata a la joven con extrema ternura, le dice que se ponga el vestido de seda. Todos los participantes en la historia quedan al final reunidos en un mismo lugar, y la verdad queda revelada.
Y luego hay otro recordatorio de que el saber es meramente particular, individual: nos dice el narrador que aquí no acaba la historia, sino que ocurre que la mujer muy mayor que se la ha contado está perdiendo cada vez más la memoria, y que no se acuerda del final. Sin embargo, podría ser que ocurriese tal y cual cosa a continuación… Este cuento extraordinario nos muestra de qué manera cabe la posibilidad de construir una estructura compleja a partir de las bases más sencillas, y sin embargo seguir siendo perfectamente comprensible.