La luna

Hace mucho, muchísimo tiempo, había un país cuyas noches eran todas completamente oscuras. Cuando se ponía el sol, el cielo cubría el mundo entero como si fuese un manto negrísimo, porque la luna no aparecía nunca en el firmamento, y tampoco brillaba en la oscuridad ninguna estrella. Mucho tiempo antes, cuando fue creado el mundo, también allí brillaba suavemente el cielo nocturno, y la luz de los astros permitía verse de noche, aunque solo fuera un poquito.

Cierto día, cuatro hombres que vivían en ese reino emprendieron un viaje y llegaron a un reino vecino justo cuando el sol se estaba poniendo detrás de unas montañas. Cuando el sol ya había desaparecido por completo, se quedaron los cuatro paralizados de la sorpresa al ver que una bola plateada emergía en el cielo por detrás de la copa de un gran roble, y a partir de entonces extendió por toda la tierra una suave luminosidad. Aunque no era tan brillante como el sol, daba la luz suficiente como para verse y distinguir unas cosas de las otras. Los cuatro viajeros no habían visto jamás nada parecido, de manera que detuvieron a un campesino que pasaba por allí montado en su carro y le preguntaron qué era aquello.

—¿Eso? Es la luna, qué va a ser —‌dijo el campesino—. La compró el alcalde. Pagó tres escudos por ella. Hay que echarle aceite todos los días y mantenerla bien limpia para que siga siempre así de brillante y luminosa. Y le pagamos un escudo diario por encargarse del trabajo.

Después de que se fuera el campesino, uno de los jóvenes viajeros dijo:

—¿Sabéis lo que pienso? Que en nuestro pueblo esta cosa que aquí llaman luna nos iría la mar de bien. Mi padre tiene en el jardín un roble grande, casi tanto como ese de ahí. Seguro que no le importaría que la colgásemos de ese roble. ¿No os parece que sería magnífico no tener que andar a tientas en cuanto se hace de noche?

—Me parece una buenísima idea —‌dijo el segundo viajero—. Necesitamos un carro y un caballo, y podríamos llevarnos la luna a casa. Al fin y al cabo, los de este pueblo podrían comprarse otra.

—Yo soy muy bueno a la hora de trepar a los árboles —‌dijo el tercero—. Voy a subir a por ella.

El cuarto joven se encargó de buscar un carro y unos caballos de tiro, el tercero trepó a lo alto del roble, taladró un agujero en la luna, pasó por allí una cuerda y tiró de ella hacia el suelo. Cuando aquella bola refulgente estuvo cargada en el carro, la cubrieron con una lona embreada para que nadie viera la luz que emitía, y partieron de regreso a su tierra.

En cuanto llegaron a casa colgaron la luna de un roble muy grande. A todo el mundo le gustó muchísimo que aquella lámpara tan grande proyectara su luz por todos los campos y se colara por todas las ventanas. Incluso los enanitos de las montañas salieron de sus cuevas porque querían verla bien, y los gnomos del bosque, vestidos con sus chaquetas rojas, salieron a bailar en los prados a la luz de la luna.

Los cuatro amigos se responsabilizaron de cuidar de la luna. La mantuvieron limpia, cuidaron de que la mecha tuviera la longitud necesaria cada noche y vigilaron que no le faltara nunca el aceite. Y se hizo una colecta por todo el pueblo, y cobraban un escudo cada semana por hacer ese trabajo.

Y así transcurrieron sus vidas hasta que envejecieron. Un día, uno de ellos comprendió que se acercaba el momento de la muerte, y llamó a su abogado y cambió el testamento. En el nuevo documento decía que, dado que una cuarta parte de la luna le pertenecía, ese pedazo debía ser enterrado en su tumba al lado de él. Y así fue como, al morir, el alcalde trepó al roble, cortó una cuarta parte de la luna con las podaderas, y aquel pedazo de luna fue metido en el ataúd. La luz del resto de la luna brilló a partir de esa noche con algo menos de intensidad, pero la gente seguía pudiendo verse de noche bastante bien.

Cuando murió el segundo, enterraron con él otra cuarta parte de la luna, y la luz por la noche se hizo todavía menos intensa. Pasó lo mismo con el tercero, y cuando murió el cuarto y fue enterrado, la noche quedó otra vez del todo oscura, y si la gente del pueblo se olvidaba de coger una lámpara cuando salía después de ponerse el sol, acababa tropezando con todo, igual que ocurría antiguamente en el pueblo.

Cuando las cuatro partes de la luna se reunieron en el mundo subterráneo, en donde siempre había reinado la más completa oscuridad, las almas de los muertos empezaron a inquietarse y a despertar de su sueño. Se llevaron una gran sorpresa al comprobar que se veía tan bien allí abajo. La luz de la luna les bastaba y sobraba porque habían tenido los ojos cerrados tanto tiempo que no hubiesen podido soportar la luz del sol. Aquel fenómeno animó mucho a todas las almas, que empezaron a salir de las tumbas y a pasárselo en grande. Jugaban a los naipes, bailaban, iban a la taberna y se emborrachaban, discutían y terminaban peleándose, sacaban palos y se atizaban mutuamente, y el jaleo que se armaba allí abajo terminó haciendo tanto estruendo que finalmente alcanzó el mismísimo cielo.

San Pedro, que vigila la puerta del cielo, pensó que se había desatado la revolución, y convocó a todos los espíritus celestiales para que unieran fuerzas, hicieran frente al Diablo y a sus tropas infernales, y los repelieran. Pero como no aparecieron los demonios ante la puerta celestial, san Pedro decidió montar en su caballo angelical, y cabalgó hasta el fondo del mundo subterráneo para comprobar personalmente qué estaba pasando allí. Y al llegar les dijo a las almas:

—¡Seréis desdichadas! ¡Ya podéis tumbaros otra vez en vuestras tumbas! Que no quede ninguna fuera. ¿No sabéis que estáis todas muertas?

Entonces vio cuál era el problema: la luna había recompuesto y unido sus cuatro partes, y allí no había modo de que nadie pudiera dormir. Descolgó la luna, la subió consigo al cielo y la puso lo más alta que pudo, donde nadie pudiera alcanzarla. Desde aquel día la luna brilla en todo el mundo, y todos los reinos, dondequiera que estén, disfrutan de su luz. Y san Pedro coge un pedacito de luna cada noche, hasta que casi no queda nada, y después le devuelve pedazo a pedazo a lo largo de un mes, y así no hay nadie que pueda olvidarse de quién es el que manda de verdad.

Pero los trocitos que va arrancando cada día no los guarda abajo, en el mundo subterráneo, sino que los mete en un armario especial que hay en el cielo. Y abajo, los muertos siguen durmiendo en plena oscuridad.

Tipo de cuento: No está clasificado.

Fuente: Esta historia aparece en la obra de Heinrich Pröhle titulada Märchen für die Jugend (Cuentos para jóvenes), 1854.

Wilhelm Grimm incluyó este cuento en la última de sus ediciones de los Kinder-und Hausmärchen [Cuentos para la infancia y el hogar], la de 1857. Es un cuento que pertenece a un estilo ligeramente distinto del de los otros. Es una especie de mito de la creación que muy pronto se convierte en una historia de humor absurdo. Tiene una fuerza irresistible, pese a que su final es tal vez demasiado brusco, cuando san Pedro se lleva la luna y la cuelga del cielo. Me parece que podría haberse desarrollado esta conclusión un poco mejor.