Introducción
Alimentado
variada y prolongadamente por
los curiosos brebajes narrativos de nuestros días,
yo anhelaba volver a esa forma más pura de contar
propia de las leyendas y los cuentos de hadas, ese tono
lamido y pulido una y otra vez por muchísimas lenguas
durante siglos y siglos, señoriales unas, sencillas otras, ese tono sereno y anónimo.
… De forma que mi modo de contar
fuese transparente y no fragmentario,
y mis personajes convencionales y corrientes
apenas doblados bajo la carga de
la personalidad o la experiencia pasada:
una bruja, un ermitaño, unos jóvenes e inocentes amantes,
la clase de seres que recordamos de los Grimm,
de Jung, Verdi y la comedia del arte.
Así dice el poeta norteamericano James Merrill en el arranque de «El libro de Efraín», primera parte de su extraordinario poema The Changing Light at Sandover (1982). Al explicar cómo desearía contar la historia que en ese poema va a ocuparle, subraya dos de las más importantes características de los cuentos populares, según su punto de vista: el tono de voz «sereno y armonioso» con que se cuentan, y el tipo de personajes «convencionales y corrientes» que los pueblan.
Cuando Merrill menciona a «los Grimm» no necesita añadir nada más: todos sabemos a qué se refiere. Para la mayoría de los lectores y escritores occidentales de los doscientos últimos años, los Kinder-und Hausmärchen [Cuentos para la infancia y el hogar] de los hermanos Grimm constituyen la fuente y el origen principales de los cuentos populares de nuestro ámbito, la más gran recopilación, la más asequible en el mayor número de idiomas, el lugar en donde todos estamos de acuerdo en que se encuentra lo que caracteriza la esencia misma de esta clase de cuentos.
Ahora bien, si los hermanos Grimm no hubiesen recopilado estos cuentos, sin duda lo hubieran hecho otros. En realidad, durante aquella época ellos no eran los únicos que se estaban dedicando a esta misma tarea. Los primeros años del siglo XIX fueron en Alemania un periodo de enorme entusiasmo intelectual, una época en la que los estudiosos del derecho, la historia, la lengua examinaban y discutían en primer lugar qué significaba ser alemán, en un momento en el que Alemania como tal no existía, sino que había unos trescientos estados independientes: reinos, principados, grandes ducados, ducados, landgraviatos, margraviatos, electorados, obispados, etcétera, que eran los fragmentados detritus del Sacro Imperio romano germánico.
No hay nada notable en los detalles de la biografía de los hermanos Grimm. Jacob (1785-1863) y Wilhelm (1786-1859) eran los hijos supervivientes mayores de Philip Wilhelm Grimm, un próspero abogado de Hanau, principado de Hesse, y de su esposa Dorothea. Recibieron una formación clásica y crecieron educados en la fe de la Iglesia reformada calvinista. Eran serios, diligentes y listos, y decidieron seguir la profesión de su padre, y sin duda hubiesen podido llegar a ser unos destacados hombres de leyes; pero la repentina muerte de su padre en 1796 hizo que la familia, que a estas alturas ya integraban nada menos que seis hijos, tuviese que vivir gracias a la ayuda que les prestaban los parientes de su madre. Henriette Zimmer, tía de los Grimm, y dama de compañía de la corte del príncipe de Kassel, ayudó a Jacob y Wilhelm a encontrar sendas plazas de alumnos en el Lyzeum, o instituto, de la ciudad, y ambos lograron terminar allí sus estudios con el número uno de su respectivo curso. Pero apenas disponían de dinero, y cuando posteriormente fueron a estudiar a la Universidad de Marburgo, tuvieron que vivir allí de manera muy frugal.
En la universidad se vieron pronto sometidos al influjo del profesor Friedrich Carl von Savigny, quien explicaba que las leyes naturales derivaban de la lengua y la historia de los pueblos, y no debían ser aplicadas de manera arbitraria desde arriba. Esta visión del universo de las leyes hizo que los hermanos Grimm se pusieran a estudiar filología. Gracias a Von Savigny y a su esposa Kunigunde Brentano, los Grimm conocieron al círculo de estudiosos que se reunía en torno a dos personalidades muy fuertes: el hermano de ella, Clemens Brentano, y Achim von Arnim, que se casó con Bettina, la otra hermana de Brentano, que era escritora. El entusiasmo de los integrantes de ese círculo intelectual por esta clase de temas fue la causa de que dos de sus miembros, Arnim y Brentano, publicaran la recopilación de canciones y versos populares titulada Des Knaben Wunderhorn [El cuerno mágico de la juventud], cuyo primer volumen apareció en 1805 y obtuvo enseguida una gran difusión.
Todo esto interesaba de forma natural a los hermanos Grimm, que, sin embargo, no se abstenían de hacer comentarios críticos al respecto. En mayo de 1809 Jacob escribió a Wilhelm una carta en la que mostraba su desaprobación por el tratamiento que habían dado a sus materiales Brentano y Von Arnim, a los que censuraba por haberlos cortado, completado, modernizado y reescrito a su manera. Más tarde, los Grimm (y sobre todo Wilhelm) fueron también criticados por esos mismos criterios debido al método que utilizaron para manipular los materiales sobre los que se basaron los Kinder-und Hausmärchen.
En cualquier caso, que los hermanos Grimm tomaran la decisión de recopilar y publicar los cuentos de hadas no constituyó un hecho aislado, sino que formaba parte de un interés muy amplio y característico de la época.
Los Grimm se basaron simultáneamente en fuentes orales y escritas. Una cosa que no hicieron fue irse de excursión a las zonas rurales, tratando de localizar a los campesinos en los lugares donde vivían, con la idea de registrar palabra por palabra las historias que ellos conocían y recordaban. Algunos de los cuentos reunidos por los Grimm fueron tomados directamente de textos escritos. Dos de los mejores cuentos, «El pescador y su esposa» (pág. 119) y «El enebro» (pág. 217), les fueron remitidos en forma escrita por el pintor Philipp Otto Runge, y los Grimm decidieron reproducirlos exactamente en el mismo dialecto bajo alemán en que Runge los redactó. La mayor parte de los demás cuentos les llegaron en la forma de relato oral narrado por personas de diversos estratos de la clase media urbana, entre ellos varios amigos de su propia familia, uno de los cuales, Dortchen Wild, hija de un farmacéutico, acabó convirtiéndose en la esposa de Wilhelm Grimm. Al cabo de doscientos años resulta del todo imposible saber hasta qué punto fueron exactas las transcripciones que los Grimm realizaron, pero también puede afirmarse eso mismo de todas las colecciones de cuentos o canciones populares registradas antes de la era de las grabaciones magnetofónicas. Lo que importa es el vigor y la fuerza narrativa de las versiones publicadas.
A lo largo de sus respectivas carreras, los hermanos Grimm hicieron otras grandes y duraderas contribuciones al mundo de la filología. La Ley de Grimm, formulada por Jacob, describe ciertos cambios ocurridos en los sonidos de las lenguas germánicas a lo largo de su historia; y los dos hermanos trabajaron de forma conjunta en la creación del primer gran diccionario del idioma alemán. En 1837 se produjo un problema político que marcó el momento más grave de sus vidas; junto con otros cinco colegas de la universidad, los dos hermanos se negaron a jurar fidelidad a Ernest August, el nuevo rey de Hannover, debido a que había suspendido ilegalmente la constitución del reino. Como castigo por esta dura reacción, fueron expulsados de los puestos que ocupaban en la universidad. Al cabo de cierto tiempo fueron invitados a ocupar sendas cátedras en la Universidad de Berlín.
Sin embargo, sus nombres son recordados sobre todo por los Kinder-und Hausmärchen. La primera edición se publicó en 1812, y luego siguieron otras seis ediciones de su antología (en las que el trabajo de editor fue en su mayor parte realizado personalmente por Wilhelm), y finalmente una séptima y definitiva publicada en 1857. A esas alturas su recopilación de cuentos había alcanzado una inmensa popularidad. De hecho, su preeminencia mundial es compartida solo con Las mil y una noches. Son las dos colecciones más importantes e influyentes de cuentos populares que hayan sido publicadas jamás. No solamente las recopilaciones de los Grimm fueron posteriormente aumentando de volumen, sino que, además, los propios cuentos fueron cambiando a medida que avanzaba el siglo XIX, pues en manos de Wilhelm adquirieron un desarrollo mayor, en algún caso se hicieron algo más complejos, a veces también se hicieron más puritanos, y sin duda más beatos de lo que eran en su primera versión.
En estos doscientos diez cuentos han encontrado inmensas riquezas dignas de ser analizadas los estudiosos de la literatura y el folclore, los especialistas en historias cultural y política, los teóricos de las escuelas freudiana, jungiana, cristiana, marxista, estructuralista, postestructuralista, feminista, postmodernista, y también los de todas las especialidades y tendencias imaginables. Algunos de los libros en que se estudian estos cuentos, y me han resultado especialmente útiles e interesantes a la hora de realizar mi propio trabajo, aparecen mencionados en la bibliografía, y sin duda tanto esos como otros han ejercido una notable influencia en mis lecturas y mi reelaboración de los relatos que he seleccionado hasta extremos de los que no tengo siquiera conciencia.
Pero lo que más me ha interesado a mí en todo momento ha sido el modo en que estos cuentos funcionaban como relatos. Lo único que me he propuesto con este libro era narrar los mejores y los más interesantes, limpiándolos de todo lo que pudiese impedir que fluyeran libremente. No he pretendido adaptarlos a la época moderna, ni hacer interpretaciones personales ni crear variaciones poéticas a partir de los modelos originales. Lo que he pretendido hacer es escribir una versión que fuera transparente como el agua. Lo que me ha guiado a lo largo de esta labor ha sido la pregunta: ¿cómo contaría yo esta historia si se la hubiese oído contar a alguien y decidiera luego contársela a otros? Si he osado introducir algunos cambios ha sido con la idea de que la historia fluyera de forma más natural al contarla con mi voz. Si, tal como ha ocurrido en alguna ocasión, me parecía que se podían aplicar ciertas mejoras, he hecho alguna que otra modificación en el propio texto, o he sugerido alguna modificación más amplia en la nota que sigue a cada cuento. (Un ejemplo de esto último se puede ver en «Milpieles», pág. 281, que me parece la única historia que en el original queda solo a medias terminada.)
«Figuras convencionales y corrientes»
En los cuentos de hadas no hay psicología. Los personajes apenas tienen vida interior; sus motivaciones son claras y evidentes. Si son buenos, son buenos; y si son malos, son malos. Incluso cuando la princesa de «Las tres hojas de la serpiente» (pág. 113) se convierte en la peor enemiga de su esposo y lo hace de forma inexplicable y demostrando una gran ingratitud, lo sabemos desde el momento mismo en que eso está ocurriendo. Ningún elemento de esta clase queda escondido. Los miedos y los misterios de la conciencia humana, los susurros de la memoria, los impulsos del arrepentimiento solo a medias comprendido, o los que proceden de la duda o del deseo, y que forman parte tan esencial de los asuntos tratados por la novela moderna, brillan aquí por su ausencia. Podríamos llegar a afirmar que los personajes de los cuentos de hadas carecen por completo de conciencia.
Casi nunca tienen nombre. Es muy corriente que se les conozca por la ocupación que desempeñan o por su posición social, o por cierta peculiaridad de su forma de vestir: el molinero, la princesa, el capitán, Piel de Oso o Caperucita Roja. Si tienen nombre, suele ser Hans, de la misma manera que en los cuentos tradicionales en lengua inglesa el protagonista siempre se llama Jack.
La más adecuada representación en imágenes de todos y cada uno de los personajes de los cuentos de hadas no me parece que sea fácil de encontrar en ninguna de las ediciones maravillosamente ilustradas de los cuentos de los Grimm que han sido publicadas a lo largo de los años. Más bien opino que no hay ninguna que supere la que ofrecen las figuritas de cartón recortado que suelen encontrarse en los teatrillos de juguete. No tienen volumen, sino que son planas. Solo es visible desde el público una de sus caras, porque esa es la única que necesitamos. El otro lado no está ni siquiera dibujado. Se representa a esas figuras en poses que denotan una actividad o una pasión muy intensas, para que de esta manera se pueda leer incluso desde lejos cuál es su papel en el drama que se representa.
Algunos de los personajes de los cuentos de hadas vienen integrados en grupos formados por individuos uniformes. Como ocurre, por ejemplo, en los doce hermanos de la historia que lleva ese título, las doce princesas de «Los zapatos que se rompieron de tanto bailar» (pág. 385), los siete enanitos de la historia de Blancanieves (pág. 239), etcétera. En esos casos hay pocos detalles, si acaso alguno, que diferencie entre sí a los individuos que forman parte del grupo. La referencia de James Merrill a la commedia dell’arte viene aquí muy a cuento: el personaje de Pulcinella fue objeto de una serie de dibujos de Giandomenico Tiepolo (1727-1804) donde no lo representaba como un único personaje sino como una serie de una docena o más de Pulcinellas que tratan, todos, de hacer la sopa al mismo tiempo, que miran boquiabiertos, todos, a un avestruz. Con los criterios del realismo no podemos hacer frente al concepto de los múltiples: las doce princesas que salen todas las noches y bailan sin cesar hasta destrozar sus zapatos, o los siete enanitos que duermen en otras tantas camitas dispuestas una al lado de la otra, no existen en el reino de lo realista sino en otro universo completamente distinto, situado entre lo absurdo y lo extraordinario y misterioso.
Rapidez
La rapidez es una de las grandes virtudes de los cuentos de hadas. Los buenos cuentos avanzan con la presteza propia del mundo de los sueños y saltan de un acontecimiento al siguiente a toda velocidad, sin más pausa que la necesaria para decir lo que hay que decir y nada más. Los mejores cuentos son ejemplos perfectos de qué cosas son necesarias y cuáles no. Por decirlo con la imagen de Rudyard Kipling:[1] fuegos que arden con llamas muy vivas porque antes se ha rastrillado toda la ceniza.
Baste como ejemplo de lo que digo el arranque de un cuento cualquiera. No necesitamos más que decir: «Érase una vez…», y ya estamos en marcha:
Érase una vez un pobre hombre que ya no podía mantener a su único hijo. Cuando el muchacho se dio cuenta de ello, dijo: «Padre, no sirve de nada que siga viviendo aquí. Para ti no soy más que una carga. Me iré de casa y veré si soy capaz de ganarme la vida…»
«Las tres hojas de la serpiente», pág. 113
Y al cabo de unos párrafos el chico ya se ha casado con la hija del rey. Veamos este otro ejemplo:
Érase una vez un campesino que tenía tanto dinero y tantas tierras como pudiera desear, pero que pese a su riqueza echaba en falta una cosa importante. Su esposa y él no habían tenido ningún hijo. Cuando se reunía con otros campesinos en el mercado o la ciudad, a menudo se mofaban de él y le preguntaban por qué motivo su esposa no había sido nunca capaz de hacer algo tan sencillo que su ganado hacía todos los días. ¿Acaso no sabía cómo se hacía? Al final el hombre perdió por completo el temple, y cuando volvió a casa juró lo siguiente: «Tendré un hijo, aunque sea un erizo.»
«Hans-medio-erizo», pág. 351
Esta rapidez resulta estimulante. Pero para poder viajar a esa velocidad hay que ir ligero de equipaje. Por eso, toda la información que uno espera encontrar en una obra de ficción contemporánea —nombres, aspectos, pasado, contexto social, etc.— brilla en estos cuentos por su ausencia. Y eso explica en parte que los personajes sean tan planos. El relato está sobre todo interesado por lo que les ocurre, o en lo que ellos hacen que ocurra, y no presta atención a su individualidad.
Al elaborar un cuento de esta clase no resulta fácil estar completamente seguro en todo momento de cuáles son los acontecimientos necesarios y cuáles resultan superfluos. Si alguien deseara aprender a contar cuentos, no hay cosas mucho más útiles que estudiar «Los músicos de Bremen» (pág. 171), que es a la vez un cuentecillo absurdo y una obra maestra en la que no hay ni un gramo de nada que no sea estrictamente necesario. Cada párrafo sirve para hacer que la historia avance.
Imágenes y descripciones
No hay imágenes en los cuentos de hadas, aparte de las más obvias. Blanca como la nieve, rojo como la sangre: las imágenes llegan hasta ahí, y poco más. Tampoco encontramos en estos cuentos descripciones detalladas del mundo natural o de las personas. Los bosques son profundos, las princesas bellas y tienen el cabello dorado; no hace falta añadir nada más. Lo que el lector desea saber es qué pasó luego, y toda la verborrea descriptiva que se añada, por bella que sea, solo consigue fastidiarle.
Hay un cuento, sin embargo, en el que aparece un pasaje que combina felizmente una descripción bella con el relato de los acontecimientos, y está construido el relato de un modo que una cosa no funciona sin la otra. El cuento se titula «El enebro», y el fragmento al que me refiero llega después de que la esposa haya manifestado su deseo de tener un hijo rojo como la sangre y blanco como la nieve (pág. 217). Y vincula su embarazo con el paso de las estaciones:
Pasó un mes y la nieve se desvaneció.
Pasaron dos meses y el mundo se volvió de color verde.
Pasaron tres meses y surgieron flores por todas partes.
Pasaron cuatro meses y los brotes de todos los árboles se hicieron más fuertes y más abundantes y apretujados, y los pájaros cantaron tan fuerte que los bosques comenzaron a resonar, y los pétalos cayeron al suelo.
Pasaron cinco meses y la mujer se plantó junto al enebro. El árbol tenía un olor tan dulce que ella notó cómo le brincaba el corazón en el pecho, y de tanta alegría se hincó de rodillas en el suelo.
Pasaron seis meses y el fruto ganó firmeza y volumen, y la mujer se quedó muy quieta.
Transcurridos siete meses la mujer arrancó las bayas del enebro y comió tantas que se sintió indispuesta y triste.
Cuando pasó el octavo mes, llamó a su esposo y, llorando, le dijo: «Si muero, quiero que me entierres al pie del enebro.»
Es un fragmento precioso, pero (tal como insinúo en la nota que escribo al final del relato, pág. 227) es precioso de una manera bastante peculiar: cualquiera que narre este cuento apenas podría añadir nada para mejorar el citado fragmento. Hay que contarlo exactamente igual que aquí, o al menos hay que dar a los sucesivos meses características diferentes, cuidosamente vinculadas de manera significativa al crecimiento del niño en el vientre de su madre, y vinculando también ese crecimiento con el del enebro, que desempeñará un papel importante en su posterior resurrección.
Ahora bien, se trata de una excepción tan importante como rara en esta clase de cuentos. En la mayor parte de estos relatos de origen oral, y de la misma manera en que los personajes son planos, no hay descripciones. En las ediciones más tardías, desde luego, la forma adoptada por el relato de Wilhelm se fue haciendo algo más inventiva, su estilo adquirió un grado más notable de ornamentación, pero lo que de verdad interesa sigue siendo qué fue lo que ocurrió, qué es lo que pasó después. Las fórmulas son tan comunes, y tan firme el nulo interés que suscitan las cosas desde el punto de vista de sus especificidades, que resulta una auténtica conmoción leer una frase como esta en «Jorinda y Joringel» (pág. 291):
La tarde era preciosa. El sol brillaba en los troncos de los árboles y arrancaba de ellos unos tonos cálidos que producían un fuerte contraste con el verde oscuro del follaje. En las ramas de los viejos abedules las tórtolas hacían oír sus arrullos. Aunque no sabía por qué, Jorinda se ponía a llorar de vez en cuando. Se sentó en un rincón iluminado directamente por el sol, soltó un suspiro, y Joringel suspiró también.
De repente la historia deja de sonar como un cuento tradicional y parece más bien algo narrado con el estilo característico del romanticismo por un escritor como Novalis o Jean Paul. La relación serena y anónima de acontecimientos ha dado paso, apenas durante una única frase, a una sensibilidad individual: una mente única ha sentido la impresión que produce la naturaleza, ha visto estos detalles con el ojo de la mente, y ha tomado nota por escrito de todo ello. El dominio de las imágenes y el don para las descripciones, propios de tal o cual escritor, son algunos de los elementos que lo convierten en un autor único, pero los cuentos tradicionales no brotan completos y sin alteraciones futuras en la mente de tal o cual escritor individual; en esa clase de cuentos, la originalidad y lo individual no importan nada.
Esto no es un texto
El preludio de William Wordsworth, el Ulises de James Joyce o cualquier otra obra literaria existen primordialmente como texto. Lo que esa obra es, está constituido justamente por las palabras que leemos en la página.
La tarea del editor del texto, la del crítico literario, consisten en prestar atención exactamente a esas palabras del texto, comprobar cuáles son, aclarar aquellos momentos en los que hay diferentes lecturas según cuál sea la edición del texto, y asegurarse de que el lector pueda encontrar exactamente el texto en el que consiste esa obra.
Pero un cuento popular no es un texto de esa clase. Se trata de la transcripción, realizada en una o varias ocasiones, de las palabras pronunciadas por las numerosísimas personas que han contado ese mismo cuento. Y, naturalmente, toda clase de circunstancias acaban afectando a las palabras que finalmente termina escribiendo quien transcribe el relato oral. Hay narradores orales que cuentan la historia con mayor riqueza de detalles, de forma más extravagante, dependiendo del humor del que estén el día en que la cuentan, según si están más o menos cansados, o más o menos en vena, o contentos o animados. A quien realiza la transcripción pueden fallarle sus propias condiciones de narrador cierto día determinado; si la persona que va poniendo el relato oral por escrito tiene ese día un resfriado, tal vez le cueste más esfuerzo oír bien lo que dice el narrador, o es posible que la tos y los estornudos interrumpan el trabajo que consiste en ir escribiendo conforme se escucha. También puede verse afectada la transcripción por otra clase de accidentes: que un buen cuento sea contado por un narrador menos bueno que otros.
Todo esto importa mucho, porque los narradores orales no todos tienen el mismo talento, y su técnica narrativa y su actitud al contar el cuento, en relación con el proceso de transcripción, pueden mostrar muchas variaciones. A los hermanos Grimm les causó mucha impresión la capacidad que demostraba una de sus fuentes, Dorothea Viehmann, para contar el mismo cuento cada vez con las mismas palabras utilizadas exactamente en la ocasión anterior, haciendo así más fácil la tarea de transcribir el relato; y los cuentos que ella les contó se caracterizan por estar precisa y perfectamente estructurados. También yo me quedé muy impresionado por ese mismo talento cuando trabajé para este libro con los cuentos contados por ella.
Del mismo modo, un narrador puede tener un talento especial para los efectos cómicos, otro para los de suspense y dramatismo, y un tercero para graduar el patetismo o el sentimiento. Como es natural, cada narrador elegirá aquella historia que encuentra más adecuada a sus propias cualidades. Cuando el famoso cómico X cuenta un cuento, inventa detalles especialmente ridículos o episodios muy divertidos, que luego serán recordados y transmitidos por otros, de manera que la historia quedará ligeramente alterada por su forma personal de contarla. Y cuando la reina del suspense Y cuenta una historia de miedo, también, del mismo modo, añadirá detalles inventados por ella, y esas adiciones y cambios entrarán a formar parte de la tradición que después será adoptada por los narradores futuros de ese cuento, hasta que, a su vez, esas versiones queden olvidadas, embellecidas o mejoradas por otras aportaciones futuras.
Los cuentos de hadas se encuentran en un estado perpetuo de consolidación y alteración. Conservar una sola versión o una sola traducción equivale a meter a un petirrojo en una jaula.[2] Si el lector de esta antología desea alguna vez contar alguno de los cuentos que la integran, confío en que se sienta libre de no ser más fiel de lo necesario. Goza de toda la libertad para inventar detalles distintos de los que yo he transmitido, o inventado, en mi versión. De hecho, no solo goza de esa libertad: tiene más bien el deber positivo de apropiarse de cada historia y hacerla suya.[3]
Un cuento popular no es un texto
«Ese tono lamido y pulido una y otra vez por muchísimas lenguas.»
¿Podrá alguna vez, quien escriba una versión cualquiera de un cuento tradicional, aproximarse verdaderamente al tono ideal «sereno, anónimo» que pide James Merrill? Cabe, por supuesto, la posibilidad de que el escritor no desee alcanzar ese objetivo. Hay, y seguirá habiendo en el futuro, muchísimas versiones de estos cuentos que sacan a la luz las más oscuras obsesiones de sus autores, que dan muestras constantes de su brillante personalidad, o de sus pasiones políticas. Estos cuentos lo soportan perfectamente. Pero incluso si deseamos ser serenos y anónimos, creo que es imposible alcanzar esas virtudes de forma completa, y seguramente nuestras huellas digitales estilísticas acabarán quedando grabadas en cada párrafo que escribimos, incluso sin que nos demos cuenta.
Me parece pues que lo único que podemos hacer es esforzarnos por conseguir narrar con la mayor claridad posible, y dejar de preocuparnos por todo lo demás. Contar estas historias es una pura delicia que sería una pena malograr por culpa del nerviosismo de quien las reescribe. El escritor, al comprender que no hay necesidad alguna de inventar, siente un alivio y un placer tan inmensos como la bocanada de aire templado que refresca al joven cuando se tiende a descansar en «La cuidadora de ocas» (pág. 319). La sustancia de la historia ya está ahí, de la misma manera que para un músico de jazz la secuencia de acordes ya está en la canción, de modo que no tenemos que hacer otra cosa que ir saltando de acorde en acorde, de acontecimiento en acontecimiento, tan ligera y vivamente como podamos. De la misma manera que el jazz es un arte del momento en el que se interpreta la música, contar historias es un arte del momento en el que se cuentan.
Añadiré finalmente que nadie que trate de contar estas historias debería negarse a seguir ninguna clase de supersticiones personales. Si tienes una pluma de la suerte, úsala. Si hablas con más fuerza y más ingenio los días en que te has puesto un calcetín rojo y otro azul, viste de esa manera. Cuando me pongo a trabajar, siempre soy muy supersticioso. Mi superstición principal tiene que ver con la voz a través de la cual se cuenta la historia. Creo que cada historia tiene su propio duendecillo, y que encarnamos la voz de ese duendecillo cuando la contamos, y creo que la contamos mejor si mostramos por ese duendecillo cierto grado de respeto y cortesía. Esos duendecillos son viejos los unos y jóvenes los otros, masculinos y femeninos, sentimentales y cínicos, escépticos y crédulos, y así sucesivamente; es más, son totalmente amorales: como los espíritus del aire que ayudan a Hans el Fuerte a huir de la cueva (pág. 423), los duendecillos de los cuentos están dispuestos a ponerse al servicio de quienquiera que tenga el anillo, quienquiera que esté contando el cuento. Si alguien nos acusa de que todo esto carece de sentido, que lo único que se necesita para contar una historia es tener imaginación, yo replico: «Por supuesto que sí, y esta es la forma en que funciona mi imaginación.»
Pero cabe la posibilidad de que nos esforcemos al máximo y comprobemos que todavía no hemos contado bien estas historias. Me da la sensación de que las mejores poseen esa cualidad que el pianista Arthur Schnabel atribuía a las sonatas de Mozart: son demasiado sencillas para los niños y demasiado difíciles para los adultos.
Creo que los cincuenta cuentos aquí reunidos son los mejores de los Kinder-und Hausmärchen. He atendido lo mejor que he sabido a los duendecillos que cuidan de cada uno de ellos, de la misma manera que lo hicieron Dorothea Viehmann, Philip Otto Runge, Dortchen Wild, y todos los demás narradores cuyo trabajo fue preservado por los hermanos Grimm. Y espero que todos nosotros, los que contamos las historias y los que las escucháis, seamos felices para siempre.
PHILIP PULLMAN, 2 de junio de 2012